El abandono y el olvido – Monografias.com
El abandono y el olvido
Reflexiones a partir de los lugares
abandonados
PRÓLOGO
«Somos una enciclopedia de
fatalidades»
Cioran, Adiós de la
Filosofía, pág. 99
Desde muy chico me atrajeron los sitios abandonados, sus
historias, rumores asociados, leyendas y silencios. Conocí
algunos de los yacimientos arqueológicos más
destacados de la América precolombina y
"exploré" ciudades, casas, cementerios y hoteles
que habían sido olvidados hacía años,
incluso siglos. En ensayos anteriores intenté comprender
los sentimientos y el imaginario colectivo que éstos
despiertan, pero muchas ideas quedaron en el tintero. Son ellas
las que ahora consigno en esta compilación.
Cadáveres
exquisitos
Detrás de cada lugar abandonado hay una
historia que explica su condición. Pero esas historias
permanecen, la mayor parte de las veces, envueltas en rumores
y leyendas locales que exigen indagar a fondo, para alcanzar
la "verdad". No siempre este objetivo se consigue.
Las habladurías se mimetizan de tal modo con algunos
sitios que pasan a formar parte del acervo histórico
del lugar investigado, confundiéndose la
fantasía con la realidad, y alimentando así el
romanticismo que los espacios abandonados despiertan en
quienes los recorren y estudian.Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo
haber sido un lugar abandonado, es una operación que
se vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha
imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus
horas de esplendor incitan a la nostalgia y nos alertan sobre
nuestra inevitable decadencia.Los lugares abandonados personifican, de un modo
crudo y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo.
Son escenarios de la recolonización de la naturaleza y
el más firme presagio de la victoria final de la
suciedad y la basura.Sin humanos no hay historia. Por eso, los lugares
abandonados se reconvierten en "geografías del
olvido" en las que sólo es posible reeditar un
pedacito de su pasado. Su presente se sale de la historia. La
deja fuera. De todas maneras, los objetos residuales de la
presencia humana nos permiten -como arqueólogos
urbanos– reconstruir el devenir cultural de esos
lugares, reconciliándolos con nuestra especie. Se
transforman en restos, en testimonios materiales de nuestras
civilizaciones que, aunque mudos e inertes en apariencia,
informan siempre de algo. La historia queda confinada,
sitiada, por el desparpajo de lo sucio.El silencio es quien somete, como un tiránico
rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo
sonido de las aves intrusivas que los anidan y
regentean.En los lugares abandonados rara vez los colores
mantiene su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una
pátina de tristeza cubre absolutamente todo, dejando
-en larga agonía- espacios otrora llenos de vida, de
proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo
les resta esperar su completa desaparición.Tragedias hechas ladrillos. Así se
explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las
dudas. Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas.
Inevitables ante cada mirada.Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y
la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la
imaginación, anunciando lo irremediable.
Materializando el destino al que todos nos dirigimos. Tal vez
sea ése el motivo por el cual tantas personas se
niegan a visitarlos, renegando de ellos,
esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca
que poseen.Los lugares abandonados personifican la muerte.
Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes
los exploran buscando en ellos el espíritu de
aventura, tan ligado a los peligros de la "Parca".El dominio de las grietas. El reino del papel que se
tambalea y aún así resiste a las fuerzas del
desgano, la desidia y el olvido. Un pacto faústico que
desde el vamos se sabe incumplido.Manchados, sucios, vestidos de polvo y mugre,
humedad y óxido, los sitios abandonados son los
muestrarios descarnados de la decadencia material de las
cosas. Un anuncio. Una profecía autocumplida que
dispone de todo el tiempo que existe para terminar de
concretarse.Los lugares abandonados son el campo propicio,
fértil, de las metáforas y
adjetivos.El deterioro no respeta a ninguna
institución, ni siquiera a los templos, capillas o
iglesias. No hay fuerza universal que lo resista, ni voluntad
omnisciente que lo detenga. Ante él los dioses se
vuelven vanos.Rodeados de vida, de voces, de sonidos urbanos, los
lugares abandonados en el corazón de nuestras urbes
remedan cajas de silencio y de decadente tranquilidad.
Irónicamente la paz más absoluta se ha
apoderado de ellos y el apaciguamiento experimentado en sus
ambienten recrean en nuestra imaginación la falsa
eternidad de aquellas cosas que parecen quedar al margen del
tiempo.Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los
lugares abandonados nos engañan, porque el devenir,
lento e inexorable, los fagocita y erosiona. Aún
enmascarada, la muerte los acompaña.Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de
humedad una bofetada al "Progreso", en algún
momento asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una
decadencia particular.Se los recorre en silencio, como se recorre un
cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no
fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos "por
qué".Podredumbre y abandono van de la mano. Por eso, el
asco también está presente en muchos edificios
abandonados.Los lugares abandonados, como la basura, incomodan.
Atentan contra el "buen gusto", y la convivencia con
ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal
olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de
nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor
ejemplo de lo inútil.En un mundo agobiado por la idea de la eficiencia,
la productividad, la ganancia, la utilidad y el beneficio,
los lugares abandonados son un sinsentido. Una patada al
hígado. Directa, certera. Despabilante. Movilizadora.
Desechos que nos despiertan a una realidad alternativa que,
aunque queramos esconderla, nos acompaña
siempre.Lo limpio y lo sucio. Lo habitado y lo deshabitado.
Duplas inconmovibles. Eternas. Necesarias a la hora de
comprender mejor el mundo de manera cabal;
multidimencionalmente.Hay un placer inherente a los lugares abandonados
que se explicita especialmente en los niños y
adolescentes. La aventura de recorrerlos no tiene precio. Es
adrenalina pura; la esencia misma de la incertidumbre y la
sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y
deteriorada simboliza la ruptura controlada de las normas y
leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de los controles
que ejercen los adultos y el Estado, para jugar,
apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el
sentimiento de aventura y rebeldía.Los lugares abandonados nos permiten digerir con
más naturalidad el sentido de las
decadencias.Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente
por los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos
cosas que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen
asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los
sitios que dejamos en manos del deterioro estén -como
los cementerios- en las periferias de nuestras ciudades.
Lejos de los vivos. La podredumbre se deja fuera.Aún siendo los elementos líquidos y
gaseosos los más contaminantes, las cosas que se
deterioran -los objetos, casa, hospitales, hoteles, granjas y
pueblos enteros- quedan asociadas a las enfermedades y las
peste. Nos espantan.No hay comunidad que no tenga su mansión
embrujada. Desde la lúgubre Mansión
Marsten de Salem"s Lot (principal protagonista
de la novela homónima de Stephen King) hasta el
abandonado Gran Hotel Viena del pueblo de Miramar,
Argentina (supuestamente poblado de fantasmas) el imaginario
literario y popular se abstrae del conocimiento racional y
puebla los sitios deteriorados con fantasías morbosas
que "meten miedo". En cada uno de esos casos es el
contexto el que determina las historias y retroalimenta los
temores inconscientes de la gente, recrea el folclore local y
nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto
impacto.Nada es por completo permanente y limpio. Por
sí solas las cosas se deterioran, envejecen. Se
ensucian, desgastan y desaparecen. Algunas tardan poco, otras
un poco más; pero todo es cuestión de tiempo.
Al final del camino siempre está la muerte.
Quizás sea por eso que los lugares abandonados, al
materializar la impermanencia de todo aquello que
culturalmente estamos educados para admirar, nos impacten
tanto y sean tantas las personas que los rechazan.Enmascaramos, ocultamos y maquillamos la decadencia.
Detestamos la degradación y tratamos de evitarla.
Miles de productos se venden a diario con el solo fin de
luchar contra ella. Cremas, lociones, sesiones de
electricidad, magnetismo y terapias de rejuvenecimiento. Un
arsenal de elementos se acumulan en nuestros botiquines. No
queremos ver nuestras arrugas. No deseamos observar nuestras
canas y sufrimos cuando los vientres se abultan. No queremos
hacernos viejos. Envejecemos con angustia. Y eso no es
correcto o "natural". Lo emocional domina a la razón y
es así como nacen los monstruos. ¿Y en
qué otro sitio que no sea en un lugar abandonado
crecen con mayor libertad esos miedos? Ellos nos anuncian el
porvenir irremediable. La humedad, el desconche de la
pintura, las rajaduras en la pared, los pisos levantados y
vidrios rotos son excelentes metáforas que no podemos
eludir y que, aún así, nos fascinan (como las
historias de fantasmas).Los lugares abandonados poseen un espíritu
heracliano que, como el filósofo griego
Heráclito, son ejemplos vivientes, concretos, de que
todo cambia. Comprender el cambio es comprender el deterioro
y la decadencia.Pautamos la manera de ver el mundo marcando
dicotomías. El dualismo no sólo se da entre el
cuerpo y el alma, sino también en el resto de las
cosas: útil o inútil, avanzado o atrasado,
creciente o decadente, productor o consumidor, puro o impuro,
habilitado o deshabilitado, ocupado o abandonado. Una cosa
siempre excluye a la otra que, por lo general, tiene una
connotación negativa. Así es la cultura
occidental. Nos resulta muy difícil conciliar lo que
parece irreconciliable como lo hace el Oriente, quedando esto
más que claro en el símbolo del Yin y el
Yang. Estamos partidos. Somos por demás
analíticos. No es extraño que los sitios
abandonados concentren esos aspectos negativos en contraste
con los positivos, siempre asociados a los sitios poblados y
vivos.Gestionar la suciedad que nuestra especie produce es
una de las tareas más extenuantes, caras e importantes
que tienen los gobiernos municipales. Generamos miles de
toneladas de basura por día, pero rara vez nos
preguntamos sobre el destino final de nuestros desperdicios.
Desde hace poco más de un siglo la mugre desaparece de
nuestra vista por las noches y amanecemos con las calles
relativamente limpias, siempre y cuando tengamos la suerte de
pertenecer a una clase social capaz de pagar con impuestos la
gestión de esos desechos. Enmascaramos el hecho de ser
animales sucios y cuanto más lejos estemos de esa
basura, mayor tiende a ser el status social que poseemos. De
ahí que "lo sucio" esté mal
conceptuado y sea asociado con los barrios bajos y
países pobres, cuya relación con los desechos
es vista como algo más "natural" y
productivo. Se puede vivir de la basura, por lo tanto la
sensación de asco que ella produce es una
construcción cultural e históricamente
condicionada. Bastaría con leer las descripciones que
nos llegan del pasado para advertir que nuestras propias
ciudades en la antigüedad eran, a nuestra sensibilidad
actual, literalmente asquerosas (incluso aquellas que solemos
asociar con la belleza más pura; como Florencia, en
Italia). En el pasado se convivía con la mugre. Por
tal motivo, los lugares abandonados remedan un particular
viaje por el tiempo. Un viaje donde los sentidos se ven
excitados por todo aquello que nos produce o anuncia
vómitos.Los lugares abandonados representan la derrota de
una ofensiva culturalmente elogiada: la de la limpieza. En
ellos la responsabilidad social se diluye, y la tarea de
eliminar las cosas indeseables queda abortada. La
acumulación de objetos, pocas veces, les adjudica a
los mismos el status de "antigüedades". Si bien guardan
el atractivo de estar asociados con un previo uso humano,
carecen de dos características necesarias para ir
directamente a los aparadores de un museo: no están
limpios, ni son diferentes o guardan notas distintivas con el
resto de las cosas. Son chatarra. Forman parte de un universo
que carece de "profundidad" temporal (la mayor parte son
objetos contemporáneos), más asociados al
desperdicio, a lo sucio y peligroso, que a una obra maestra
de arte.Las cosas "pasan". Se echan a perder. Se
extravían o abandonan.Los lugares abandonados son receptáculos de
una libertad muy particular. Ajenos a todo control, y al
margen de las leyes vigentes, parecen querer resistir todo
intento de sometimiento humano. Espacios de anarquía
que sólo se apartan del caos por intervención
de la imaginación de quienes los recorren.
Únicamente de ese modo, los ambientes adquieren el
sentido y la función original que tuvieron cuando
estaban poblados y la vida ordenada despejaba los peligros
inherentes que le atribuimos a los
"desperdicios".Hay edificios y pueblos abandonados que nos remiten
a un modo de ver el mundo que podríamos calificar de
budista. La impermanencia de las cosas, la debacle
del deseo y la lección de saber dejar que todo se vaya
(o quede atrás) son, quizá, las lecciones
filosóficas más profundas que se puedan
encontrar en esos sitios.Lugares sombríos, marginales, incontrolados.
Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de
cualquier control racional, los sitios abandonados abonan
nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En
ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los
sonidos y las sombras adquieren características
más extrañas que durante las horas diurnas. No
es de extrañar, entonces, que sean los escenarios
más propicios para el miedo.Para algunos, los lugares abandonados son sitios
agradables; ricos en formas, libertad y un decadente sentido
de la continuidad. Inspiración muy propia para las
artes de vanguardia y el snobismo, los desechos pueden
convertirse en la materia prima del obras de arte
contemporáneo, dado que los contornos y formas que
produce la degradación son únicos y muchas
veces no reproducibles."La esencia y la belleza de las cosas reside en
su carácter perecedero", dijo E. M. Cioran.
Tenía razón.Los lugares abandonados son catárticos.
Allí el espíritu destructor y vandálico
que todos llevamos dentro se expande sin coacción de
ningún tipo. Enmascarados por el silencio, la soledad
y el grosor de sus paredes -fuera del alcance de la vista de
otros- el placer de romper cosas, en especial vidrios, no
encuentra regulación alguna. ¿Será por
eso que los cristales de las ventanas de todas las casas
abandonadas están partidos por certeros piedrazos? Muy
pocas los conservan intactos. ¿Qué se esconde
detrás de esa vandálica vocación?
¿El mero regodeo de sentir el sonido del
resquebrajamiento? ¿Una forma de dejar una marca
personal, como si estuviéramos marcando territorio?
¿O es acaso una manifestación de rechazo
inconciente al temor que nos producen las cosas que nos
anuncian la decadencia y muerte segura?De entre todas las partes que tienen las
edificaciones, los jardines y parques son las primeras en
sublevarse cuando el sitio queda abandonado. Enredaderas,
yuyos y plantas desbocadas sin el control ejercido por el
hombre, desoyen la domesticación a la que
habían sido reducidas y lo copan todo. Presionan y
resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan y
desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario. Lo
reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín
abandonado es la naturaleza en movimiento. Es
autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez
por eso sean más impactantes que la selva misma.
Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la
naturaleza, los jardines y parques abandonados son la esencia
de la revancha. Del descontrol. La pérdida de una
batalla.Durante 25 años viví en Mar del plata,
una ciudad que "abandona" hacia el mes de marzo un alto
porcentaje de sus viviendas. Recorrer en pleno invierno el
barrios "Los Troncos" es como caminar por un cementerio de
mansiones y casonas sin vida. Cerradas, clausuradas.
Abandonadas hasta la próxima temporada. Lo mismo
sucede con muchos hoteles, balnearios y complejos sindicales.
Parte de la ciudad se torna casi deshabitada y sus playas,
capaces de contener cerca de 2 millones de personas, pasan a
retener un total no superior a los 700.000 habitantes
estables. La avenida Colón, después de cruzar
la calle Buenos Aires en dirección a la costa, se
transforma e un inmenso palomar vacío. Así se
perciben sus alto edificios de departamentos, con todas las
persianas bajas, sin un alma en los balcones y con escasas
aberturas iluminadas por las noches. La ciudad trasmuta en
pueblo. un pueblo que deja traslucir el poder
económico de un sector de la sociedad argentina que
puede darse el lujo de convertir decenas de unidades
habitacionales en espacios inútiles durante casi nueve
meses del año."Era". Todo "era". El verbo
"ser" en pasado. Así, con esa palabra
conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los
lugares abandonados. Esto "era" aquello (un hotel, una casa,
un galpón, una fábrica); pero que ya no es.
Acá se comía, se vivía, se bailaba, se
trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada
de eso ocurre más. El lugar está vacío,
roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La
decadencia y el deterioro en tiempo presente.Una pregunta es la que se repite una y otra vez:
¿qué habrá sido este lugar?
¿Qué función cumplió este
edificio? ¿Qué se esconde detrás de esos
escombros informes que yacen sobre el suelo? La respuesta:
recuerdos. Y a veces ni siquiera eso.En una oportunidad conocí a un hombre de por
sí muy singular. Tenía más de seis
décadas sobre sus hombros. El pelo por completo cano y
su mirada era lánguida, triste. De profesión:
hotelero. Era propietario de un inmenso edificio construido
en la última década del siglo XIX en un
pequeño pueblo de la costa bonaerense. Vivía
solo. Era viudo y el único habitante de su hotel
abandonado. Había algo de patético en ese
sujeto. Verlo deambular en aquella propiedad derruida
constituía en sí mismo un espectáculo
por momentos macabro. Como si fuera un fantasma encarnado,
Eduardo Gamba -ese era su nombre- se pasaba el día
recorriendo ambientes vacíos, llenos de humedad y
descascarados por el paso del tiempo. Todo a su alrededor era
decadencia. Todo era viejo. Gastado. Tambaleante. Incluso no
era posible recorrer el primer piso por una cuestión
de seguridad. Los cielorrasos estaban quebrados y la escalera
que conducía a la planta alta se tambaleaba.
Había que saber dónde pisar y qué zonas
no frecuentar, a menos que se deseara sufrir un accidente. El
hombre y el hotel estaban unidos por un lazo que nadie
podía ver a primera vista. No era una ligazón
material. Eran sus recuerdos los que lo ataban al lugar.
Vivía de ellos y en ellos. El viejo hotel lo
había fagocitado. Lo retenía en su seno como su
fuera un rehén. La fuerza del pasado no lo dejaba
entrar en el presente. Gamba vivía en otra
dimensión. Una dimensión
particularísima, propia, intransferible. Las
remembranzas retenían a ese hombre y el edificio,
venido a menos por los años y la falta de inversiones,
lo conservaba como si él fuera un residuo del pasado.
Uno más, entre los miles de cosas que se
pudrían allí adentro. Vivía entre las
ruinas. Su manutención dependía de la venta de
souvenirs confeccionados por él mismo y de los
recuerdos que relataba a los pocos turistas que se acercaban,
curiosos y sorprendidos, a su monumental hotel. el deterioro
del lugar sólo era combatido por sus relatos. En ellos
uno podía imaginar el Boulevard Atlántico Hotel
lleno de vida, reluciente. Pero bastaba que Eduardo gamba
dejara de hablar para que todos los ambientes volvieran a ser
lúgubres, abandonados. El viejo era la últimas
de las almas que les quedaba. El único motor que les
insuflaba algo de vida. Un motor alimentado por la
nostalgia.Pablo Novak habita una ciudad muerta. Como Eduardo
Gamba, en Mar del Sur, Novak pasa horas entre las ruinas de
un lugar abandonado, pero a diferencia del hotelero,
él recorre un pueblo entero. Una localidad tragada por
el agua hace más de 25 años y que recién
ahora (2011) empieza a emerger, dejando a la vista el
desastre sufrido en la Villa de Epecuén. En el anciano
los sentimientos aparecen entremezclados. No hay tristeza en
sus ojos, pero tampoco hay felicidad. El tiempo lo
adaptó. Es como si Epecuén fuera una ruina
eterna. De hecho, ya hay una generación que la
conoció derruida por el agua salada. Sólo las
viejas fotos recrean las temporadas veraniegas, las risas y
la felicidad que en ella disfrutaban los turistas. quedan
también las escenas grabadas en súper-8. son
traumáticas. Cuesta creer que esa villa veraniega de
la provincia de Buenos Aires ya no exista, y verla con vida
en esas antiguas filmaciones de las décadas de 1960 y
1970 tiene algo de macabro. Es como abrir un viejo
ataúd y asomarse dentro para percibir que hoy
sólo quedan restos informes. Gamba y Novak viven en un
velorio permanente. Luchan contra la extinción total
de esos lugares. Protegen, en un duelo patológico. la
memoria. Perpetúan un funeral que parece no acabar
nunca, pero que llegará a su fin cuando ellos
mueran.Hemos erradicado a la muerte. Nuestra cultura la
niega, la rechaza, la maquilla. Es de "mal gusto" hacer
referencia a ella. Se ha convertido en al
"pornográfico". La evitamos a toda costa, a pesar de
estar presente en cada segundo de nuestras vidas, la
"vivimos" con dramatismo y miedo. Camuflamos los cementerios
y borramos los tradicionales rituales de aflicción y
de luto. Encerramos a nuestros enfermos. Deshumanizamos la
agonía metiéndolos en ambiente
asépticos, regenteados por modernos Barones
Samedis que visten delantales blancos y poseen
títulos universitarios en medicina. Como ocurre con
los desechos, la muerte y los muertos se alejan de nosotros.
Los confinamos a las afueras, en los suburbios. Lejos. Bien
lejos. Como a la basura que producimos los rechazamos. Siguen
metiendo miedo. Nos inquietan. Aún así,
deberíamos modificar esa actitud. Necesitamos aceptar
socialmente la decadencia, incluso en nuestros pueblos y
edificios. Tal vez así los disfrutemos un poco
más, y de la destrucción podamos construir una
nueva y diferente actitud ante la vida.Los lugares desolados tienen un encanto ambiguo. Y
cuanto más antiguos, más prestigio adquieren al
convertirse en "ruinas antiguas". Lo viejo se
impregna de prestigio cuando transmuta en material
arqueológico. ¿Qué cantidad de tiempo
debe transcurrir para que se opere ese cambio de status?
¿Veinticinco, cincuenta, cien o mil años?
Cuando veamos en nuestras ruinas contemporáneas lo
mismo que apreciamos frente al Partenón de Atenas o
Machu Picchu, en el Perú, seremos capaces de disfrutar
de la decadencia que, en última instancia, es el
único reflejo en el que todos estamos inmersos. El
día que eso suceda, los lugares abandonados dejaran de
producirnos temor y los fantasmas, tal vez, deban buscar
otros sitios donde guarecerse.Pocas imágenes son más representativas
de la muerte que un árbol seco. En miles de cuadros y
fotografías sus estampas nos llaman la
atención. Por eso, cuando observamos bosques enteros,
muertos de pie, es imposible no reparar en la escena y
sentirnos "extraños"; sintiendo "extraño" el
lugar donde se levantan. Tanto en Miramar (Córdoba)
como en Epecuén (Buenos Aires), los eucaliptos secos y
sin una sola hoja, exhibiendo sus raíces al aire, como
si fueran los tentáculos de miles de pulpos
petrificados, imperan por doquier. Convocan nuestras
fantasías y morbo. Son el decorado perfecto del
caos.Cuando los europeos llegaron a América, a
fines del siglo XV, nuestro continente disponía ya en
su haber una buena cantidad de ciudades, pueblos y centros
ceremoniales abandonados. Pachacamac, en el Perú, y
Teotihuacán, en México, son los mejores
ejemplos al respecto. Estaban también los poblados
mayas, pero la mayoría de ellos permanecían
ocultos bajo la tupida selva, en Honduras, Guatemala y
Yucatán. La región de la sierra, al norte de
Cusco (Perú), retenía los restos de
Chavín de Huantar y el altiplano boliviano, a pocos
kilómetros de las orillas del lago Titicaca,
tenía las ciclópeas estructuras de Tiahuanaco.
Todas en el más completo y absoluto silencio, desde
hacía siglos. ¿Qué sintieron los pueblos
originarios frente a esos restos? ¿Cómo se
paraban ante esas ruinas? ¿En qué
meditarían? ¿Sentirían nostalgia, pena o
temor? No lo sabemos con exactitud, pero de lo que sí
podemos dar cuenta es que a esas aglomeraciones de edificios,
templos, plazas ceremoniales y viviendas en deterioro, se
viajaba regularmente en procesión. Eran lugares
sagrados de altísimo valor ceremonial. Los "antiguos"
eran venerados, como veneradas eran sus derruidas
construcciones. Según los mitos, allí
habían descendido los dioses para organizar el mundo y
crear a los hombres. Pero estos sitios abandonados
tenían ya varios siglos en esa condición.
Tapizados de polvo, arena o "malas hierbas", guardaban -como
guardan para nosotros las ruinas clásicas- de un
cierto prestigio, que sólo la antigüedad puede
otorgarles. Y aunque la arqueología todavía no
existía, el "status" de las ruinas les confería
un nexo de relevancia con el pasado mítico, que era el
único capaz de explicarles la situación del
presente. Eran, en definitiva, la prueba palpable de que los
dioses habían estado ahí y que los relatos
sagrados decían la verdad. No necesitaban de
historiadores para entender intuitivamente el devenir de la
dinámica cultural de la que ellos mismos eran el
último eslabón. Por eso los
reverenciaban.Hace 13 años dirigí una
expedición a la que fuera la última capital de
los incas: Vilcabamba "La Vieja", detenida en el tiempo por
más de 400 años en el corazón de la
amazonía peruana. Allí me topé por
primera vez con una clásica ciudad abandonada y
devorada por el follaje. Los árboles, con decenas de
metros de altura, cubrían lo que antaño fueran
sus plazas ceremoniales y las gruesas raíces trepaban
por los muros, dándoles la estabilidad que de otro
modo no hubieran tenido. En más de un caso eran las
enredaderas y lianas las que sostenían sus edificios.
Destructoras y preservadoras al mismo tiempo. Allí la
naturaleza se había impuesto. Señoreaba sobre
la obra del hombre. Exigía respeto. No exagero al
expresar que nos sentimos finitos, mortales y
fácilmente olvidables. En aquella mañana de
pesimismo, nos sentíamos más plenos que nunca.
Había una razón para que las cosas fueran de
ese modo: Vilcabamba era un reflejo de lo que seremos alguna
vez. Por ese motivo, disfrutamos como nunca y el día
se convirtió en algo inolvidable. Nos conectamos con
un pasado que no era nuestro, pero aún así no
nos sentíamos extraños. Y ante la
destrucción, especulamos. Nos pasamos horas
especulando.Los lugares abandonados sufren el deterioro de dos
manera distintas. Por un lado está es desgaste natural
que produce el tiempo y la desatención. Por otro, nos
encontramos con el vandalismo, que ejerce sobre las cosas un
poder destructivo mucho mayor que el envejecimiento. La
destrucción voluntaria y premeditada gana cuerpo en
los sitios abandonados. La rotura de vidrios ya es un
"clásico"; pero no lo es todo. Los graffiti, el saqueo
y los incendios contribuyen al deterioro acelerado. Una
extraña voluntad destructiva se apodera de aquellos
exploradores que los recorren y un deseo de "dejar huellas"
se apodera de ellos. Surge de una necesidad (misteriosa) que
encuentra la rotura de objetos un placer muy singular. Ayudan
a sabotear aquello que el abandono sabotea por sí
mismo. Y cuando más roto está el lugar,
más se rompe y se saquea.Los lugares abandonados pueden ser interesantes
filones de riquezas. Poco ortodoxos cazadores de tesoros
recorren nuestras ciudades y pueblos en busca de piezas
interesantes que rescatar del óxido y el olvido.
Puertas, ventanas, grifería, picaportes, ladrillos,
muebles viejos, plomo, tubos y cables, constituyen atractivos
muy seductores para estos carroñeros tan sui generis.
Ellos son los que contribuyen a convertir la decadencia en un
buen negocio, sin importar los riesgos físicos que
corren al transitar un sitio deteriorado, ni cruzar los
vallados que éstos tienen, en pos de una falsa
seguridad.Una excesiva especialización regional del
trabajo y la producción, con el tiempo, puede ser una
causa importante para explicar el abandono de un lugar.
Decenas de pueblos corrieron esa suerte cuando la materia
prima principal que les daba vida comercial se agotó,
o la demanda se terminó de la noche a la
mañana. Esto ha sido muy común dentro de las
actividades mineras y otras explotaciones de carácter
extractivas. El mágico influjo del oro, la plata, el
cobre o el caucho, son un buen ejemplo al respecto. Los
"pueblos fantasmas" del oeste norteamericano o los
ingenios caucheros del Amazonas dan prueba de todo
eso.No hay hecho más movilizador, ni que inspire
mayor impresión en un sitio abandonado desde hace
años, que la presencia de un mueble (silla, modular,
cama). La antigua presencia del hombre, insinuada apenas por
sus objetos cotidianos, genera sensaciones imposibles de no
tener en cuenta. Miedo y fantasía -siempre tan
ligados- se materializan en exclamaciones y dichos.
¿Cómo no paralizarse ante una silla oxidada y
olvidada en un pasillo de algún hospital o sanatorio
abandonado hace décadas? ¿Cómo
describir, sino a través del temor, el sentimiento de
verse en un archivo oscuro, lleno de carpetas e historias de
decenas de anónimos personajes? Una mesa servida, un
guardarropa carcomido por la humedad, son como ventanas que
nos asoman al pasado, hoy por completo derruido. De todos
esos escenarios posibles, son los pueblos abandonados los
más tétricos y lúgubres. en ellos es
como si el tiempo se hubiera detenido intempestivamente en
una hora determinada.Resquebrajada por la fuerza imperceptible y
constante del pasto, el calor y el frío, la antigua
Ruta Nacional Nº 2, que conecta a Buenos Aires con Mar
del Plata, se desgrana poco a poco a un costado de la nueva
autopista. Verla es retroceder a la década de 1970;
época en la que millones de veraneantes la
utilizábamos para viajar a la costa, en pos de unos
días de vacaciones. Es inevitable no recordar,
entonces, la infancia y aquellos viajes con mis padres en
autos que, por el tamaño, más parecían
botes que los pequeños medios de locomoción que
inundan nuestras ciudades actuales. Voluminosos, largos,
pesados, los Ford Falcón, los
Fairlane y Chevrolet de aquellos
días se me antojan hoy demasiados grandes para una
ruta tan angosta y peligrosa. Basta con observar lo que queda
de ella para entender porqué la llamaban "la ruta
de la muerte". Bastaría consultar los diarios de
la época para contabilizar por miles los muertos que
ésta dejó en sus banquinas y comprender las
profundas diferencias que se notan al comparar el
"sentimiento de inseguridad" de esa década con la
actual. Casi 40 años después, la RN 2
está obsoleta. Quedó chica para la cantidad de
autos que circulan hoy en día y llama la
atención lo angosta que era, de doble mano y con
sólo un carril. Actualmente, esa vieja asesina reposa
silente y olvidada, convertida otra vez en campo (en
más de una sección). La tierra, el pasto y los
animales la reconquistaron. Y donde antes circulaban
camiones, autos y motos, vemos soledad y deterioro. Una mera
mueca del pasado. Una ruina de nuestra infancia.El descubrimiento de ciertos lugares abandonados
implica reconocer el encubrimiento practicado por las fuerzas
de la naturaleza. La formación de nuevos suelos, el
imperio del óxido y los millones de hojas que los
tapan, son como velos orgánicos que los conducen a la
podredumbre. Cierto sentimiento de vergüenza y culpa
podría leerse en ese proceso natural.A lo largo y ancho de la geografía mundial
encontramos decenas de hospitales, sanatorios y
clínicas abandonadas. Poco lugares como esos resultan
tan tétricos de recorrer, especialmente por el ingente
número de instrumental médico y sanitario que
se pudre en sus diferentes ambientes. Ya sea por cuestiones
financieras o naturales (por ejemplo, secuelas de un
terremoto) esos gigantes olvidados emergen impactantes,
algunas veces en pleno corazón de las ciudades; otras,
en sitios remotos y aislados, como es el caso de los antiguos
nosocomios dedicados a combatir la tuberculosis. La historia
de estos últimos esta ligada a ese enfermedad,
responsable de millones de muertes en el siglo XIX. Se
levantaron por doquier. Eligieron para ello comarcas
alejadas, por lo general ubicadas a cierta altura sobre el
nivel del mar y bañadas por la brisa y rayos del sol,
considerados terapéuticos. No fue sino hacia la
última parte de la década de 1940 -cuando se
descubrió la estreptomicina – que esas construcciones
ciclópeas dejaron de ser útiles y el negocio de
la salud -ligado a la tuberculosis- se terminó. Casi
de inmediato los hospitales cerraron o fueron reconvertidos,
sin demasiado éxito. Lo mismo ocurrió con
aquellos hoteles dedicados al "turismo salud" (como el Eden
Hotel de La Falda, provincia de Córdoba). En poco
tiempo todas esas instalaciones se transformaron en lugares
demasiado alejados, de difícil acceso, y fueron
clausurados. El tiempo hizo el resto, convirtiéndolos
en escenarios ideales para la leyenda urbana relacionada con
fenómenos parapsicológicos y fantasmales. No es
para menos. La traumática historia de estos hospitales
es un excelente caldo de cultivo para el imaginario. Una
silla de ruedas destartalada, una camilla corroída por
el óxido, decenas de camas consumiéndose en
hilera, aparatos de radiología cubiertos de polvo,
quirófanos abandonados, exhibiendo parte del
instrumental usado en sus días de gloria y, morgues,
siempre silentes, son disparadores fáciles de la
fantasía. Y si a todo ello le agregamos la
difusión que estos sitios adquieren en programas de TV
de corte esotérico, ya tenemos la receta completa que
nos permite entender el éxito que han adquirido dentro
del universo onírico de la fortalecida e irracional
New Age de nuestros días.En la historia del deterioro nos topamos con varios
paladines de la destrucción y el abandono. Ellos
son:
–Guerras
-Desplazamiento de personas (migraciones
forzadas)
-Catástrofes naturales (terremotos,
inundaciones, aludes, etc.)
-Explotación repentina y abusiva de recursos
naturales
–Crisis financieras
-Cambios climáticos y sus consecuencias
(desertización de terrenos)
–Contaminación ambiental
-Epidemias.
La geografía emocional de nuestras ciudades
cambia permanentemente. Cuando las dejamos y al tiempo
regresamos a ellas, percibimos los contrastes. Lugares que
antes convocaban a la reunión de amigos, a trabajar o
divertirse, desaparecen o se desintegran lentamente sin
cuidados. Arruinados, adquieren un significado nuevo.
Nostalgioso. Mágico. Vacíos y cayéndose
a pedazos comunican un pasado vital del que fuimos
protagonistas. Hoy obsoleto y muerto.El impacto de los lugares abandonados depende del
tamaño que tengan. Cuanto más grande,
más raros.La relación entre la noche, los fantasmas y
los lugares abandonados es un tema que tiene su origen en la
literatura clásica de la Grecia antigua. Los textos de
Plinio el Joven, Plauto y Luciano son los mejores y
más arquetípicos ejemplo de todo
ello.Dijo Kevin Lynch en su libro Echar a
Perder (p.156): "(…) hay cosas
deterioradas, tierras deterioradas, tiempo deteriorado
(perdido) y vidas deterioradas".El deterioro anida en nosotros. Está siempre
presente, aún en los momentos en que no se hace
evidente o es una mera proyección de futuro.
Incómodo, irritante, el deterioro nos da miedo, pero
al mismo tiempo nos fascina porque es parte de la vida. Un
proceso maravilloso, trágico e inevitable.¿Romanticismo? ¿Decadentismo?
¿Pesimismo? No lo creo. Abordar el tema del abandono y
el deterioro es tomar el toro por las astas . Enfrentar la
realidad y ver en ese proceso un hecho innegable que puede
enseñarnos a rever nuestra actitud negativa frente al
abandono, encontrando en él una cuota de belleza y
enseñanza. No todo lo derruido es
desechable.
Página siguiente |