Los códigos que consultaban nuestros magistrados,
no eran los que podían enseñarles la ciencia
práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos
buenos visionarios que, imaginándose repúblicas
aéreas, han procurado alcanzar la perfección
política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje
humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes;
filantropía por legislación, dialéctica por
táctica, y sofistas por soldados.
Con semejante subversión de principios, y de
cosas, el orden social se resintió extremadamente
conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos
agigantados a una disolución universal, que bien pronto se
vio realizada. De aquí nació la impunidad de los
delitos de Estado cometidos descaradamente por los descontentos,
y particularmente por nuestros natos, e implacables enemigos, los
españoles europeos, que maliciosamente se habían
quedado en nuestro país, para tenerlo incesantemente
inquieto, y promover cuantas conjuraciones les permitían
formar nuestros jueces perdonándolos siempre, aun cuando
sus atentados eran tan enormes, que se dirigían contra la
salud pública.
La doctrina que apoyaba esta conducta tenía su
origen en las máximas filantrópicas de algunos
escritores que defienden la no residencia de facultad en nadie,
para privar de la vida a un hombre, aun en el caso de haber
delinquido éste, en el delito de lesa patria. Al abrigo de
esta piadosa doctrina, a cada conspiración sucedía
un perdón, y a cada perdón sucedía otra
conspiración que se volvía a perdonar: porque los
gobiernos liberales deben distinguirse por la clemencia.
¡Clemencia criminal, que contribuyó más que
nada. a derribar la máquina, que todavía no
habíamos enteramente concluido!
De aquí vino la oposición decidida a
levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces de presentarse
en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad con
suceso y gloria.
Por el contrario, se establecieron innumerables cuerpos
de milicias indisciplinadas, que además de agotar las
cajas del erario nacional, con los sueldos de la plana mayor,
destruyeron la agricultura, alejando a los paisanos de sus
hogares; e hicieron odioso el gobierno que obligaba a
éstos a tomar las armas, y a abandonar sus
familias.
«Las repúblicas -decían nuestros
estadistas- no han menester de hombres pagados para mantener su
libertad. Todos los ciudadanos serán soldados cuando nos
ataque el enemigo. Grecia, Roma, Venecia, Génova, Suiza,
Holanda, y recientemente Norteamérica vencieron a su
contrarios sin auxilio de tropas mercenarias siempre prontas a
sostener al despotismo y a subyugar a sus
conciudadanos».
Con estos anti políticos e inexactos raciocinios,
fascinaban a los simples; pero no convencían a los
prudentes que conocían bien la inmensa diferencia que hay
entre los pueblos, los tiempos, y las costumbres de aquellas
repúblicas, y las nuestras.
Ellas, es verdad que no pagaban ejércitos
permanentes; mas era porque en la antigüedad no los
había y sólo confiaban la salvación y la
gloria de los Estados, en sus virtudes políticas,
costumbres severas y carácter militar, cualidades que
nosotros estamos muy distantes de poseer.
Y en cuanto a las modernas que han sacudido el yugo de
sus tiranos es notorio que han mantenido el competente
número de veteranos que exige su seguridad; exceptuando
Norteamérica, que estando en paz con todo el mundo, y
guarnecido por el mar no ha tenido por conveniente sostener en
estos últimos años el completo de tropas veteranas
que necesita para la defensa de sus fronteras y
plazas.
El resultado probó severamente a Venezuela el
error de su cálculo; pues los milicianos que salieron al
encuentro del enemigo, ignorando hasta el manejo del arma, y no
estando habituados a la disciplina y obediencia, fueron
arrollados al comenzar la última campaña, a pesar
de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus
jefes, por llevarlos a la victoria. Lo que causó un
desaliento general en soldados y oficiales; porque es una verdad
militar que sólo ejércitos aguerridos son capaces
de sobreponerse a los primeros infaustos sucesos de una
campaña.
EL soldado bisoño lo cree todo perdido, desde que
es derrotado una vez; porque la experiencia no le ha probado que
el valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala
fortuna.
La subdivisión de la provincia de Caracas
proyectada discutida y sancionada por el Congreso federal
despertó y fomentó una enconada rivalidad en las
ciudades, y lugares subalternos, contra la capital:& laqno;
la cual -decían los congresantes ambiciosos de dominar en
sus distritos- era la tiranía de las ciudades y la
sanguijuela del Estado». De este modo se encendió el
fuego de la guerra civil en Valencia, que nunca se logró
apagar, con la reducción de aquella ciudad; pues
conservándolo encubierto, lo comunicó a las otras
limítrofes a Coro y Maracaibo; y éstas entablando
comunicaciones con aquéllas, facilitaron, por este medio,
la entrada de los españoles que trajo la caída de
Venezuela.
La disipación de las rentas públicas en
objetos frívolos, y perjudiciales; y particularmente en
sueldos de infinidad de oficinistas, secretarios, jueces,
magistrados, legisladores provinciales y federales, dio un golpe
mortal a la República, porque le obligó a recurrir
al peligroso expediente de establecer el papel moneda, sin otra
garantía, que la fuerza y las rentas imaginarias de la
Confederación.
Esta nueva moneda pareció a los ojos de los
más, una violación manifiesta del derecho de
propiedad, porque se conceptuaban despojados de objetos de
intrínseco valor, en cambio de otros cuyo precio era
incierto y aun ideal. El papel moneda remató el
descontento de los estólidos pueblos internos, que
llamaron al Comandante de las tropas españolas, para que
viniese a librarlos de una moneda que veían con más
horror que la servidumbre.
Pero lo debilitó más el Gobierno de
Venezuela, fue la forma federal que adoptó, siguiendo las
máximas exageradas de los derechos del hombre que
autorizándolo para que se rija por sí mismo rompe
los pactos sociales, y constituye a las naciones en
anarquía. Tal era el verdadero estado de la
Confederación. Cada provincia se gobernaba
independientemente; y, a ejemplo de éstas, cada ciudad
pretendía iguales facultades alegando la práctica
de aquéllas, y la teoría de que todos los hombres,
y todos los pueblos, gozan de la prerrogativa de instituir a su
antojo, el gobierno que les acomode. El sistema federal bien que
sea el más perfecto y más capaz de proporcionar la
felicidad humana en sociedad es, no obstante, el más
opuesto a los intereses de nuestros nacientes Estados.
Generalmente hablando, todavía nuestros
conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí
mismos ampliamente sus derechos; porque carecen de las virtudes
políticas que caracterizan al verdadero republicano:
virtudes que no se adquieren en los gobiernos absolutos, en donde
se desconocen los derechos y los deberes del
ciudadano.
Por otra parte, ¿qué país del mundo
por morigerado y republicano que sea, podrá, en medio de
las facciones intestinas y de una guerra exterior, regirse por un
gobierno tan complicado y débil como el federal? No, no es
posible conservarlo en el tumulto de los combates y de los
partidos.
Es preciso que el gobierno se identifique, por decirlo
así, al carácter de las circunstancias, de los
tiempos y de los hombres que lo rodean. Si éstos son
prósperos y serenos, él debe ser dulce y protector;
pero si son calamitosos y turbulentos, él debe mostrarse
terrible y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin
atender a leyes ni constituciones, ínterin no se
restablecen la felicidad y la paz.
Caracas tuvo mucho que padecer por defecto de la
Confederación que lejos de socorrerla le agotó sus
caudales y pertrechos, y cuando vino el peligro la
abandonó a su suerte, sin auxiliarla, con el menor
contingente.
Además le aumentó sus embarazos
habiéndose empeñado una competencia entre el poder
federal y el provincial, que dio lugar a que los enemigos
llegasen al corazón del Estado, antes que se resolviese la
cuestión de si deberían salir las tropas federales
o provinciales a rechazarlos, cuando ya tenían ocupada una
gran porción de la provincia.
Esta fatal contestación produjo una demora que
fue terrible para nuestras armas. Pues las derrotaron en San
Carlos sin que les llegasen los refuerzos que esperaban para
vencer.
Yo soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros
gobiernos americanos, los enemigos obtendrán las
más completas ventajas; seremos indefectiblemente
envueltos en los horrores de las disensiones civiles, y
conquistados vilipendiosamente por ese puñado de bandidos
que infestan nuestras comarcas.
Las elecciones populares hechas por los rústicos
del campo, y por los intrigantes moradores de las ciudades,
añaden un obstáculo más a la práctica
de la Federación entre nosotros; porque los unos son tan
ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente, y los otros,
tan ambiciosos que todo lo convierten en facción; por lo
que jamás se vio en Venezuela una votación libre y
acertada; lo que ponía el gobierno en manos de hombres ya
desafectos a la causa, ya ineptos, ya inmorales. El
espíritu de partido decidía en todo y, por
consiguiente, nos desorganizó más de lo que las
circunstancias hicieron. Nuestra división y no las armas
españolas, nos tornó a la esclavitud.
EL terremoto de 26 de marzo trastornó
ciertamente, tanto lo físico como lo normal; y puede
llamarse propiamente la causa inmediata de la ruina de Venezuela;
mas este mismo suceso habría tenido lugar, sin producir
tan mortales efectos, si Caracas se hubiera gobernado entonces
por una sola autoridad, que obrando con rapidez y vigor hubiese
puesto remedio a los daños sin trabas, ni competencias que
retardando el efecto de las providencias, dejaban tomar al mal un
incremento tan grande que lo hizo incurable.
Si Caracas en lugar de una Confederación,
lánguida e insubsistente hubiese establecido un gobierno
sencillo, cual lo requería su situación
política y militar, tú existieras ¡oh
Venezuela! y gozaras hoy de tu libertad.
La influencia eclesiástica tuvo después
del terremoto, una parte muy considerable en la
sublevación de los lugares y ciudades subalternas: y en la
introducción de los enemigos en el país; abusando
sacrílegamente de la santidad de su ministerio en favor de
los promotores de la guerra civil. Sin embargo, debemos confesar
ingenuamente, que estos traidores sacerdotes se animaban a
cometer los execrables crímenes de que justamente se les
acusa porque la impunidad de los delitos era absoluta; la cual
hallaba en el Congreso un escandaloso abrigo; llegando a tal
punto esta injusticia que de la insurrección de la ciudad
de Valencia, que costó su pacificación cerca de mil
hombres, no se dio a la vindicta de las leyes un solo rebelde;
quedando todos con vida y, los más, con sus
bienes.
De lo referido se deduce, que entre las causas que han
producido la caída de Venezuela, debe colocarse en primer
lugar la naturaleza de su Constitución; que repito, era
tan contraria a sus intereses, como favorable a los de sus
contrarios. En segundo, el espíritu de misantropía
que se apoderó de nuestros gobernantes. Tercero, la
oposición al establecimiento de un cuerpo militar que
salvase la República y repeliese los choques que le daban
los españoles. Cuarto, el terremoto acompañado del
fanatismo que logró sacar de este fenómeno los
más importantes resultados; y últimamente, las
facciones internas que en realidad fueron el mortal veneno que
hicieron descender la patria al sepulcro.
Estos ejemplos de errores e infortunios, no serán
enteramente inútiles para los pueblos de la América
meridional, que aspiran a la libertad e independencia.
La Nueva Granada ha visto sucumbir a Venezuela, por
consiguiente debe evitar los escollos que han destrozado a
aquélla. A este efecto presento como una medida
indispensable para la seguridad de la Nueva Granada la
reconquista de Caracas.
A primera vista parecerá este proyecto
inconducente, costoso y quizás impracticable; pero
examinando atentamente con ojos previsivos, y una
meditación profunda, es imposible desconocer su necesidad,
como dejar de ponerlo en ejecución probada la utilidad. Lo
primero que se presenta en apoyo de esta operación, es el
origen de la destrucción de Caracas, que no fue otro que
el desprecio con que miró aquella ciudad la existencia de
un enemigo que parecía pequeño, y no lo era ,
considerándolo en su verdadera luz.
Coro, ciertamente, no habría podido nunca entrar
en competencias con Caracas, si la comparamos, en sus fuerzas
intrínsecas, con ésta; mas como en el orden de las
vicisitudes humanas no es siempre la mayoría física
la que decide, sino que es la superioridad de la fuerza moral la
que inclina hacia sí la balanza política, no
debió el Gobierno de Venezuela, por esta razón,
haber descuidado la extirpación de un enemigo que, aunque
aparentemente débil, tenía por auxiliares a la
provincia de Maracaibo; a todas las que obedecen a la Regencia;
el oro, y la cooperación de nuestros eternos contrarios
los europeos que viven con nosotros; el partido clerical, siempre
adicto a su apoyo y compañero, el despotismo, y, sobre
todo, la opinión inveterada de cuantos ignorantes y
supersticiosos contienen los límites de nuestros
Estados.
Así fue que apenas hubo un oficial traidor que
llamase al enemigo, cuando se desconcertó la
máquina política, sin que los inauditos y
patrióticos esfuerzos que hicieron los defensores de
Caracas, lograsen impedir la caída de un edificio ya
desplomado, por el golpe que recibió de un solo
hombre.
Aplicando el ejemplo de Venezuela a la Nueva Granada; y
formando una proporción hallaremos que Coro es a Caracas,
como Caracas es a la América entera; consiguientemente, el
peligro que amenaza este país, está en razón
de la anterior progresión; porque poseyendo España
el territorio de Venezuela, podrá con facilidad sacarle
hombres y municiones de boca y guerra, para que bajo la
dirección de jefes experimentados contra los grandes
maestros de la guerra, los franceses, penetren desde las
provincias de Barinas y Maracaibo hasta los últimos
confines de la América meridional.
España tiene en el día gran número
de oficiales generales ambiciosos y audaces; acostumbrados a los
peligros y a las privaciones que anhelan por venir aquí a
buscar un imperio que reemplace el que acaban de
perder.
Es muy probable, que al expirar la Península,
haya una prodigiosa emigración de hombres de todas clases;
y particularmente de cardenales arzobispos, obispos
canónigos y clérigos revolucionarios capaces de
subvertir, no sólo nuestros tiernos y lánguidos
Estados sino de envolver el Nuevo Mundo entero en una espantosa
anarquía. La influencia religiosa, el imperio de la
dominación civil y militar, y cuantos prestigios pueden
obrar sobre el espíritu humano, serán otros tantos
instrumentos de que se valdrán para someter estas
regiones.
Nada se opondrá a la emigración de
España. Es verosímil que Inglaterra proteja la
evasión de un partido que disminuye en parte las fuerzas
de Bonaparte, en España; y trae consigo el aumento y
permanencia del suyo en América. Francia no podrá
impedirlo tampoco Norteamérica; y nosotros menos
aún, pues careciendo todos de una marina respetable,
nuestras tentativas serán vanas.
Estos tránsfugas hallarán, ciertamente,
una favorable acogida en los puertos de Venezuela, como que
vienen a reforzar a los opresores de aquel país; y los
habilitan de medios para emprender la conquista de los Estados
independientes.
Levantarán quince o veinte mil hombres que
disciplinarán prontamente con sus jefes, oficiales,
sargentos, cabos y soldados veteranos. A este ejército
seguirá otro todavía más temible, de
ministros, embajadores, consejeros, magistrados, toda la
jerarquía eclesiástica y los grandes de
España, cuya profesión es el dolo y la intriga,
condecorados con ostentosos títulos, muy adecuados para
deslumbrar a la multitud, que derramándose como un
torrente, lo inundarán todo arrancando la semillas, y
hasta las raíces del árbol de la libertad de
Colombia. Las tropas combatirán en el campo; y
éstos, desde sus gabinetes, nos harán la guerra por
los resortes de la seducción y del fanatismo.
Así pues, no nos queda otro recurso para
precavernos de estas calamidades, que el de pacificar
rápidamente nuestras provincias sublevadas, para llevar
después nuestras armas contra las enemigas; y formar, de
este modo, soldados y oficiales dignos de llamarse las columnas
de la patria.
Todo conspira a hacernos adoptar esta medida; sin hacer
mención de la necesidad urgente que tenemos de cerrarle
las puertas al enemigo, hay otras razones tan poderosas para
determinarnos a la ofensiva, que sería una falta militar y
política inexcusable dejar de hacerla. Nosotros nos
hallamos invadidos y, por consiguiente, forzados a rechazar al
enemigo más allá de la frontera. Además, es
un principio del arte que toda guerra defensiva es perjudicial y
ruinosa para el que la sostiene; pues lo debilita sin esperanza
de indemnizarlo; y que las hostilidades en el territorio enemigo,
siempre son provechosas, por el bien que resulta del mal
contrario; así, no debemos, por ningún motivo,
emplear la defensiva.
Debemos considerar también el estado actual del
enemigo que se halla en una posición muy crítica,
habiéndoseles desertado la mayor parte de sus soldados
criollos: y teniendo, al mismo tiempo, que guarnecer las
patrióticas ciudades de Caracas, Puerto Cabello, La
Guaira, Barcelona, Cumaná y Margarita, en donde existen
sus depósitos; sin que se atrevan a desamparar estas
plazas, por temor de una insurrección general en el acto
de separarse de ellas. De modo que no sería imposible que
llegasen nuestras tropas hasta las puertas de Caracas, sin haber
dado una batalla campal.
Es una cosa positiva, que en cuanto nos presentemos en
Venezuela, se nos agregan millares de valerosos patriotas, que
suspiran por vernos aparecer, para sacudir el yugo de sus
tiranos, y unir sus esfuerzos a los nuestros en defensa de la
libertad.
La naturaleza de la presente campaña nos
proporciona la ventaja de aproximarnos a Maracaibo, por Santa
Marta, y a Barinas por Cúcuta.
Aprovechemos, pues, instantes tan propicios; no sea que
los refuerzos que incesantemente deben llegar de España
cambien absolutamente el aspecto de los negocios, y perdamos,
quizás para siempre, la dichosa oportunidad asegurar la
suerte de estos Estados.
El honor de la Nueva Granada exige imperiosamente
escarmentar a esos osados invasores, persiguiéndolos hasta
los últimos atrincheramientos, como su gloria depende de
tomar a su cargo la empresa de marchar a Venezuela, a libertar la
cuna de la independencia colombiana, sus mártires, y aquel
benemérito pueblo caraqueño, cuyos clamores
sólo se dirigen a sus amados compatriotas los granadinos,
que ellos aguardan con una mortal impaciencia, como a sus
redentores. Corramos a romper las cadenas de aquellas
víctimas que gimen en las mazmorras, siempre esperando su
salvación de vosotros; no burléis su confianza; no
seáis insensibles a los lamentos de vuestros hermanos. Id
veloces a vengar al muerto, a dar vida al moribundo, soltura al
oprimido y libertad a todos.
Cartagena de Indias, 15 de diciembre de
1812.
CARTA DE JAMAICA
Kingston, setiembre 6 de 1815
Muy señor mío:
Me apresuro a contestar la carta del 29 del mes pasado
que V. me hizo el honor de dirigirme, y yo recibí con la
mayor satisfacción.
Sensible, como debo, al interés que V. ha querido
tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella
por los tormentos que padece desde su descubrimiento hasta estos
últimos períodos, por parte de sus destructores los
españoles, no siento menos el comprometimiento en que me
ponen las solícitas demandas que V. me hace, sobre los
objetos más importantes de la política americana.
Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de
corresponder a la confianza con que V. me favorece, y el
impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y
de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un
país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo
Mundo.
En mi opinión es imposible responder a las
preguntas con que V. me ha honrado. El mismo barón de
Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y
prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque
aunque una parte de la estadística y revolución de
América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor
está cubierta de tinieblas, y por consecuencia,
sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos
aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a
los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas
combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras
tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones
físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por los
cálculos de la política.
Como me conceptúo obligado a prestar
atención a la apreciable carta de V., no menos que a sus
filantrópicas miras, me animo a dirigir estas
líneas, en las cuales ciertamente no hallará V. las
ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones
de mis pensamientos.
«Tres siglos ha, dice Vd., que empezaron las
barbaridades que los españoles cometieron en el grande
hemisferio de Colón.» Barbaridades que la presente
edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la
perversidad humana; y jamás serían creídas
por los críticos modernos, si constantes y repetidos
documentos no testificasen estas infaustas verdades.
El filantrópico obispo de Chiapa, el
apóstol de la América, las Casas, ha dejado a la
posteridad una breve relación de ellas, extractada de las
sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el
testimonio de cuantas personas respetables había entonces
en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se
hicieron entre sí; como consta por los más sublimes
historiadores de aquel tiempo.
Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad
y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y
firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos
los actos más horrorosos de un frenesí
sanguinario.
¡Con cuánta emoción de gratitud leo
el pasaje de la carta de V. en que me dice «que espera que
los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas,
acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos
americanos meridionales»! Yo tomo esta esperanza por una
predicción, si la justicia decide las contiendas de los
hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el
destino de América se ha fijado irrevocablemente; el lazo
que la unía a la España está cortado; la
opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban
mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que
antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio
que nos ha inspirado la Península que el mar que nos
separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes,
que reconciliar los espíritus de ambos
países.
El hábito a la obediencia; un comercio de
intereses, de lueces, de religión; una recíproca
benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de
nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza
nos venía de España. De aquí nacía un
principio de adhesión que parecía eterno; no
obstante que la in conducta de nuestros dominadores relajaba esta
simpatía; o por mejor decir este apego forzado por el
imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario;
la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos;
todo lo sufrimos de esa desnaturalización madrastra. El
velo se ha rasgado; ya hemos visto la luz y se nos quiere volver
a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y
nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto,
la América combate con despecho; y rara vez la
desesperación no ha arrastrado tras sí la
victoria.
Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no
debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los
independientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes,
obtienen sus ventajas, ¿cuál es el resultado final?
¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado
para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha
simultánea en la misma extensión de este
hemisferio.
El belicoso Estado de las Provincias del Río de
la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas
vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e
inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de
habitantes disfruta allí de su libertad.
El reino de Chile, poblado de 800,000 almas, está
lidiando contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en
vano, porque los que antes pusieron un término a sus
conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus
vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para
probarles que el pueblo que ama su independencia, por fin lo
logra.
El virreinato del Perú, cuya población
asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el
más sumiso y al que más sacrificios se le han
arrancado para la causa del rey; y bien que sean varias las
relaciones concernientes a aquella porción de
América, es indubitable que ni está tranquila, ni
es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de
sus provincias.
La Nueva Granada, que es, por decirlo así, el
corazón de la América, obedece a un gobierno
general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor
dificultad contienen a sus enemigos, por ser fuertemente adicto a
la causa de su patria, y las provincias de Panamá y Santa
Marta que surgen, no sin dolor, la tiranía de sus
señores. Dos millones y medio de habitantes están
esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden contra
el ejército español bajo el general Morillo, que es
verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de
Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes
pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas
bastantes para subyugar a los morígeros y bravos moradores
del interior.
En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus
acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones
tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una
soledad espantosa, no obstante que era uno de los más
bellos países de cuantos hacían el orgullo de la
América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo
oprimen a tristes restos que escapados de la muerte, alimentan
una precaria existencia: algunas mujeres, niños y ancianos
son los que quedan. Los más de los hombres han perecido
por no ser esclavos, y los que viven combaten con furor en los
campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a
los que, insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan
con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la
América a su raza primitiva. Cerca de un millón de
habitantes de contaba en Venezuela; y sin exageración se
puede asegurar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la
tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones;
excepto el terremoto, todos resultados de la guerra.
En Nueva España había en 1808,
según nos refiere el barón de Humboldt, 7,800 ,000
almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella
época, la insurrección que ha agitado a casi todas
sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel
cómputo que parece exacto; pues más de un
millón de hombres han perecido, como lo podrá V.
ver en la exposición de Mr. Walton que describe con
fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel
opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de
sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los
españoles con tal que logren someter a los que han tenido
la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a
empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los
mexicanos serán libres, porque han abrazado el partido de
la patria, con la resolución de vengar a sus pasados, o
seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynal: llegó el
tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con
suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o
en el mar.
Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden
formar una población de 700 a 800,000 almas, son las que
más tranquilamente poseen los españoles, porque
están fuera del contacto de los independientes. Más
¿no son americanos estos insulares? ¿No son
vejados? ¿No desearán su bienestar?
Este cuadro representa una escala militar de 2,000
leguas de longitud y 900 de latitud en su mayor extensión
en que 16, 000,000 americanos defienden sus derechos, o
están comprimidos por la nación española,
que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio
del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo
hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y la
Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite
que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su
saña envenenada, devore la más bella parte de
nuestro globo? ¡Qué! ¿Está la Europa
sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya
ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para
ser de este modo insensible? Estas cuestiones, cuanto más
las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira
a que desaparezca la América; pero es imposible porque
toda la Europa no es España.
¡Qué demencia la de nuestra enemiga,
pretender reconquistar la América, sin marina, sin
tesoros, y casi sin soldados! Pues los que tiene apenas son
bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta
obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte,
¿podrá esta nación hacer comercio exclusivo
de la mitad del mundo sin manufacturas, sin producciones
territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política?
Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo más, aun
lograda la pacificación, los hijos de los actuales
americanos unidos con los de los europeos reconquistadores,
¿no volverían a formar dentro de veinte años
los mismos patrióticos designios que ahora se están
combatiendo?
La Europa haría un bien a la España en
disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le
ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama;
a fin de que fijando su atención en sus propios recintos,
fundase su prosperidad y poder sobre bases más
sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio
precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y
poderosos. La Europa misma, por miras de sana política
debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la
independencia americana, no sólo porque el equilibrio del
mundo así lo exige, sino porque este es el medio
legítimo y seguro de adquirirse establecimientos
ultramarinos de comercio. La Europa, que no se halla agitada por
las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia,
como la España, parece que estaba autorizada por todas las
leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos
intereses.
Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban
en esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con
razón que todas las naciones cultas se apresurarían
a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas
ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin
embargo ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo
los europeos, pero hasta nuestros hermanos del Norte, se han
mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que
pura su esencia es la más justa, y por sus resultados la
más bella e importante de cuantas se han suscitado en los
siglos antiguos y modernos; porque ¿hasta dónde se
puede calcular la trascendencia de la libertad del hemisferio de
Colón?
«La felonía con que Bonaparte, dice V.,
prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta
nación, que tres siglos ha, aprisionó con
traición a dos monarcas de la América Meridional,
es un acto muy manifiesto de la retribución divina, y al
mismo tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de
los americanos, y les concederá su
independencia.»
Parece que V. quiere aludir al monarca de México
Moteuczoma, preso por Cortés y muerto, según
Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el
pueblo; y a Atahualpa, Inca del Perú, destruido por
Francisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal diferencia entre la
suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que
no admiten comparación; los primeros tratados con
dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono;
mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los
vilipendios más vergonzosos. Si a Quauhtemotzin, sucesor
de Moteuczoma, se le trata como emperador, y le ponen la corona,
fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase
esta escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este
monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin; el
Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Incas, Zipas, Ulmenes,
Caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder
español. El suceso de Fernando VII es más semejante
al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de
Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El
español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar
partido por la causa del legítimo soberano, y en
consecuencia llama al usurpador como Fernando lo era en
España; aparenta restituir al legítimo a sus
estados y termina por encadenar y echar a las llamas al infeliz
Ulmén, sin querer ni aun oír su defensa. Este es el
ejemplo de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos
sólo padecen destierros, el Ulmén de Chile termina
su vida de un modo atroz.
«Después de algunos meses, añade V.,
he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los
americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés
en sus sucesos; pero me faltan muchos informes relativo a sus
estado actual y a lo que ellos aspiran: deseo infinitamente saber
la política de cada provincia como también su
población; si desean repúblicas o
monarquías, si formarán una gran república o
una gran monarquía?
Toda noticia de esta especie que V. pueda darme, o
indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como
un favor muy particular.»
Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de
un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con que el
Criador y la naturaleza le han dotado; y es necesario estar bien
fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta
noble sensación; V. ha pensado en mi país, y se
interesa por él; este acto de benevolencia me inspira el
más vivo reconocimiento.
He dicho la población que se calcula por datos
más o menos exactos, que mil circunstancias hacen
fallidos, sin que sea fácil remediar esa inexactitud,
porque los más de los moradores tienen habitaciones
campestres, y muchas veces errantes; siendo labradores, pastores,
nómadas, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques,
llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos
caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una
estadística completa de semejantes comarcas?
Además, los tributos que pagan los
indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias,
diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros
accidentes, alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto
es sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha
segado cerca de un octavo de la población, y ha ahuyentado
una gran parte; pues entonces las dificultades son insuperables y
el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del
verdadero censo.
Todavía es más difícil presentir la
suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su
política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que
llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este
país me parece aventurada. ¿Se pudo prever, cuando
el género humano se hallaba en su infancia rodeado de
tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería
el régimen que abrazaría para su
conservación? ¿Quién se habría
atrevido a decir tal nación será república o
monarquía, esta será pequeña, aquella
grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra
situación.
Nosotros somos un pequeño género humano;
poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en
casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en
los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de
la América, como cuando desplomado el imperio romano, cada
desmembración formó un sistema político,
conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la
ambición particular de algunos jefes, familias, o
corporaciones; con esta notable diferencia que aquellos miembros
dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con
las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas
nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro
tiempo fue, y que por otra parte, no somos indios, ni europeos,
sino una especie media entre los legítimos propietarios
del país, y los usurpadores españoles; en suma,
siendo nosotros americanos por nacimientos, y nuestros derechos
los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país,
y que mantenernos en él contra la invasión de los
invasores; así nos hallamos en el caso más
extraordinario y complicado. No obstante que es una especie de
adivinación indicar cuál será el resultado
de la línea de política que la América siga,
me atrevo a aventurar algunas conjeturas que desde luego
caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no
por un raciocinio probable.
La posición de los moradores del hemisferio
americano ha sido por siglos puramente pasiva; su existencia
política era nula. Nosotros estábamos en un grado
todavía más abajo de la servidumbre, y por lo mismo
con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad.
Permítame V. estas consideraciones para elevar la
cuestión. Los estados son esclavos por la naturaleza de su
constitución o por el abuso de ella; luego, un pueblo es
esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios,
holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito.
Aplicando estos principios, hallaremos que la América no
solamente estaba privada de su libertad, sino también de
la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las
administraciones absolutas no se reconocen límites en el
ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del Gran
Sultán, Kan, Dey y demás soberanos
despóticos, es la ley suprema, y esta es casi
arbitrariamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas
subalternos de la Turquía y Persia, que tienen organizada
una opresión de que participan los súbditos en
razón de la autoridad que se les confía. A ellos
está encargada la administración civil, militar,
política, de rentas, y la religión.
Pero al fin son persas los jefes de Hispahan, son turcos
los visires del gran señor, son tártaros los
sultanes de la Tartaria. La China no envía a buscar
mandatarios militares y letrados al país de Gengis Kan que
la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son
descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de
los presentes tártaros.
¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos
vejaba con una conducta que, además de privarnos de los
derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie
de infancia permanente con respecto a las transacciones
públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros
asuntos domésticos en nuestra administración
interior, conoceríamos el curso de los negocios
públicos y su mecanismo. Gozaríamos también
de la consideración personal que impone a los ojos del
pueblo cierto respeto maquinal, que es tan necesario conservar en
las revoluciones. He aquí por qué he dicho que
estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues
que no nos está permitido ejercer sus
funciones.
Los americanos, en el sistema español que
está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca,
no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios
para el trabajo, y cuando más el de simples consumidores;
y aun esta parte coartada con restricciones chocantes; tales son
las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de
las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las
fábricas que la misma península no posee, los
privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de
primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias
americanas para que no se traten, entienden, ni negocien; en fin,
¿quiere V. saber cuál era nuestro destino? Los
campos para cultivar el añil, la grana, el café, la
caña, el cacao y el algodón; las llanuras
solitarias para criar ganados; los desiertos para cazar las
bestias feroces; las entrañas de la tierra para excavar el
oro, que puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que no encuentro
semejante en ninguna otra asociación civilizada, por
más que recorro la serie de las edades y la
política de todas las naciones. Pretender que un
país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso,
sea meramente pasivo ¿no es un ultraje y una
violación de los derechos de la humanidad?
Estábamos, como acabo de exponer,
abstraídos y, digámoslo así, ausentes del
universo cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y
administración del Estado. Jamás éramos
virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias;
arzobispos y obispos, pocas veces; diplomáticos, nunca;
militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin
privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni
financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contra
versión directa de nuestras instituciones.
El Emperados Carlos V formó un pacto con los
descubridores, conquistadores y pobladores de América que,
como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de
España convinieron solemnemente con ellos que lo
ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoseles
hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se
les concedía que fuesen señores de la tierra, que
organizasen la administración y ejerciesen la judicatura
en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios
que sería proligo detallar.
El rey se comprometió a no enajenar jamás
las provincias americanas, como que a él no tocaba otra
jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie
de propiedad feudal la que allí tenían los
conquistadores para sí y sus descendientes.
Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen
casi exclusivamente a los naturales del país, originarios
de España, en cuanto a los empleos civiles,
eclesiásticos y de rentas.
Por manera que con una violación manifiesta de
las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar
aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su
código.
De cuanto he referido, será fácil colegir
que la América no estaba preparada par desprenderse de la
metrópoli, como súbitamente sucedió por el
efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la
inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho
alguno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino
también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los
gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y
hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta, hay
escritos del mayor mérito en el periódico El
Español, cuyo autor es el Sr. Blanco; y estando
allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me
limito a indicarlo.
Los americanos han subido de repente y sin los
conocimientos previos, y, lo que es más sensible, sin la
práctica de los negocios públicos, a representar en
la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores,
magistrados, administradores del erario, diplomáticos,
generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la
jerarquía de un Estado organizado con
regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo
respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo
arrollaron a los frágiles gobiernos de la
Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes
habíamos sido entregados a la merced de un usurpador
extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se
nos debía con esperanzas halagüeñas siempre
burladas; por último, incierto sobre nuestro destino
futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta
de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos
en el caos de la revolución. En el primer momento
sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior,
contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se
extendió a la seguridad exterior; se establecieron
autoridades que sustituimos a las que acabábamos de
deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra
revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos
fuese posible fundar un gobierno constitucional digno del
presente siglo y adecuado a nuestra situación. Todos los
nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el
establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguidas
reglamentos para la convocación de congresos que
produjeron alteraciones importantes.
Venezuela erigió un gobierno democrático
federal, declarando previamente los derechos del hombre,
manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes
generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras;
finalmente, se constituyó un gobierno independiente. La
Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos
políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por
base fundamental de su Constitución el sistema federal
más exagerado que jamás existió;
recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo
general, que ha obtenido cuantas atribuciones le
corresponden.
Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido
esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a
tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan
inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de
sus transacciones.
Los sucesos en México han sido demasiado varios,
complicados, rápidos y desgraciados, para que se puedan
seguir en el curso de su revolución. Carecemos,
además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan
capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo
que sabemos, dieron principio a su insurrección en
setiembre de 1810, y un año después, ya
tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro,
instalado allí una Junta Nacional bajo los auspicios de
Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones
gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta Junta se
trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que
se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las
modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha
creado un generalísimo o dictador que lo es el ilustre
general Morelos; otros hablan del célebre general
Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o
ambos separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel
país; y recientemente ha aparecido una Constitución
para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno
residente de Zultepec presentó un plan de paz y guerra al
virrey de México concebido con la más profunda
sabiduría. En él se reclamó el derecho de
gentes estableciendo principios de una exactitud
incontestable.
Propuso la Junta que la guerra se hiciese como entre
hermanos y conciudadanos, pues que no debía ser más
cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes
de guerra, inviolables para los mismos infieles y
bárbaros, debían serlo más para cristianos,
sujetos a un soberano y a unas leyes; que los prisioneros no
fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los
que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes
para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las
poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quintasen para
sacrificarlas, y concluye que, en caso de no admitirse este plan,
se observarían rigurosamente las represalias. Esta
negociación se trató con el más alto
desprecio; no se dio respuesta a la Junta Nacional; las
comunicaciones originales se quemaron públicamente en la
plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de
exterminio continuó por parte de los españoles con
su furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras
naciones americanas no lo hacían, ni aun a muerte con los
prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se
observa que por causas de conveniencia se conservó la
apariencia de sumisión al rey y aun a la
Constitución de la monarquía. Parece que la Junta
Nacional es absoluta en el ejercicio de las funciones
legislativas, ejecutivas y judiciales, y el número de sus
miembros muy limitado.
Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado
que las instituciones perfectamente representativas no son
adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales.
En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en
las sociedades, asambleas, y elecciones populares; y estos
partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como
Venezuela ha sido la república americana que más se
ha adelantado en sus instituciones políticas,
también ha sido el más claro ejemplo de la
ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros
nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de
los gobiernos provinciales y la falta de centralización en
el general, han conducido aquel precioso país al estado a
que se ve reducido en el día.
Por esta razón sus débiles enemigos se han
conservado contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros
compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes
políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte,
los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables,
temo mucho que vengan a ser nuestra ruina.
Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy
distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el
contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo
la dirección de una nación como la española,
que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición,
venganza y codicia.
Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un
pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre. Esta verdad
está comprobada por los anales de todos los tiempos, que
nos muestran las más de las naciones libres sometidas al
yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar
de este convencimiento, los meridionales de este continente han
manifestado el conato de conseguir instituciones liberales, y aun
perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los
hombres de aspirar a su mejor felicidad posible, la que se
alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas
están fundadas sobre las bases de la justicia, de la
libertad, y de la igualdad. Pero ¿Se puede concebir que un
pueblo recientemente desencadenado, se lance a la esfera de la
libertad, sin que, como a Icaro, se le deshagan las alas y
recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto.
Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil que nos
halague con esta esperanza.
Yo deseo más que otro alguno ver formar en
América la más grande nación del mundo,
menos por su extensión y riquezas que por su libertad y
gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi
patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por elmomento
regido por una gran república; como es imposible, no me
atrevo a desearlo; y meno deseo aún una monarquía
universal de América, porque este proyecto, sin ser
útil, es también imposible. Los abusos que
actualmente existen no se reformarían, y nuestra
regeneración sería infructuosa.
Los Estados americanos han menester de los cuidados de
gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del
despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo,
sería México, que es la única que puede
serlo por su poder intrínseco, sin el cual no hay
metrópoli. Supongamos que fuese el Istmo de Panamá,
punto céntrico para todos los extremos de este vasto
continente; ¿no continuarían estos en la languidez,
y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé
vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la
prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al
Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de
un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los
hombres.
El espíritu de partido que al presente agita a
nuestros Estados, se encendería entonces con mayor encono,
hallándose ausente la fuente del poder que
únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates
de las capitales no sufrirían la preponderancia de los
metropolitanos, a quienes considerarían como a otros
tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de
comparar a estos con los odiosos españoles. En fin, una
monarquía semejante sería un coloso deforme, que su
propio peso desplomaría a la menor
convulsión.
Mr. de Pradt ha dividido sabiamente a la América
en 15 a 17 Estados independientes entre sí, gobernados por
otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero,
pues la América comporta la creación de 17
naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más
fácil conseguirlo, es menos útil; y así, no
soy de la opinión de las monarquías americanas. He
aquí mis razones.
El interés bien entendido de una república
se circunscribe en la esfera de su conservación,
prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque
es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita
a los republicanos a extender los términos de su
nación, en detrimento de sus propios medios, con el
único objeto de hacer participar a sus vecinos de una
constitución liberal. Ningún derecho adquieren,
ninguna ventaja sacan venciéndolos, a menos que los
reduzcan a colonias, conquistas, o aliados, siguiendo el ejemplo
de Roma.
Máximas y ejemplos tales están en
oposición directa con los principios de justicia de los
sistemas republicanos; y aun diré más, en
oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos;
porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus
dependencias, al cabo viene en decadencia, y convierte su forma
libre en otra tiránica; refleja los principios que deben
conservarla, y ocurre por último al despotismo. El
distintivo de las pequeñas repúblicas es la
permanencia; el de las grandes, es vario, pero siempre se inclina
al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga
duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo
algunos siglos, pero fue porque era república la capital y
no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e
instituciones diferentes.
Muy contraria es la política de un rey, cuya
inclinación constante se dirige al aumento de sus
posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque se
autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus
vecinos como a sus propios vasallos, que temen en él un
poder tan formidable cuanto es su imperio, que se conserva por
medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso
que los americanos, ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y
agricultura, preferirían las repúblicas a los
reinos, y me parece que estos deseos se conformarán con
las miras de la Europa.
No convengo en el sistema federal entre los populares y
representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y
talentos políticos muy superiores a los nuestros; por
igual razón rehúso la monarquía mixta de
aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha
procurado a Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre
las repúblicas y monarquías lo más perfecto
y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas o
en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre
extremos opuestos que nos conducirían a los mismos
escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el
resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de la
América; no la mejor, sino la que sea más
asequible.
Por la naturaleza de las localidades, riquezas,
población y carácter de los mexicanos, imagino que
intentarían al principio establecer una república
representativa en la cual tenga grandes atribuciones el poder
ejecutivo, concentrándolo en un individuo que si
desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi
naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia.
Si su incapacidad o violenta administración excita una
conmoción popular que triunfe, este mismo poder ejecutivo
quizás se difundirá en una asamblea.
Si el partido preponderante es militar o
aristocrático, exigirá probablemente una
monarquía, que al principio será limitada y
constitucional y después inevitablemente declinará
en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más
difícil en el orden político que la
conservación de una monarquía mixta; y
también es preciso convenir en que sólo un pueblo
tan patriota como el inglés es capaz de contener la
autoridad de un rey y de sostener el espíritu de libertad
bajo un cetro y una corona.
Los Estados del Istmo de Panamá hasta Guatemala
formarán quizás una asociación. Esta
magnífica posición entre los dos grandes mares
podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus
canales acortarán las distancias del mundo;
estrecharán los lazos comerciales de Europa,
América y Asia; traerán a tan feliz región
los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso
sólo allí podrá fijarse algún
día la capital de la tierra, como pretendió
Constantino que fuese Bizancio la del antiguo
hemisferio!
La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si
llegan a convenirse en formar una república central, cuya
capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que, con el nombre de
Las Casas (en honor de este héroe de la
filantropía), se funde entre los confines de ambos
países, en el soberbio puerto de Bahía-honda. Esta
posición, aunque desconocida, es más ventajosa por
todos respectos. Su acceso es fácil, y su situación
tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y
saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para
la cría de ganados, y una grande abundancia de maderas de
construcción. Los salvajes que la habitan serían
civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían en la
adquisición de la Goajira.
Esta nación se llamaría Colombia como un
tributo de justicia y gratitud al criador de nuestro hemisferio.
Su gobierno podrá imitar al inglés; con la
diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder
ejecutivo electivo, cuando más vitalicio, y jamás
hereditario si se quiere república; una cámara o
senado legislativo hereditario, que en las tempestades
políticas se interponga entre las olas populares y los
rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre
elección, sin otras restricciones que las de la
Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución
participará de todas formas, y yo deseo que no participe
de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho
incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor.
Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el
reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo
adicta a la federación; entonces formará por
sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy
dichoso por sus grandes recursos de todos
géneros.
Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos
Aires, Chile y Perú; juzgando por lo que se trasluce y por
las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central
en que los militares se lleven la primacía por
consecuencia de sus divisiones intestinas y guerras externas.
Esta constitución degenerará necesariamente en una
oligarquía o una monocracia, con más o menos
restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar.
Sería doloroso que tal cosa sucediese, porque aquellos
habitantes son acreedores a la más espléndida
gloria.
El reino de Chile está llamado por la naturaleza
de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas
de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros
republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman
las justas y dulces leyes de una república. Si alguna
permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que
será la chilena. Jamás se ha extinguido allí
el espíritu de libertad; los vicios de la Europa y del
Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de
aquel extremo del universo.
Su territorio es limitado; estará siempre fuera
del contacto inficionado del resto de los hombres; no
alterará sus leyes, usos y prácticas;
preservará su uniformidad en opiniones políticas y
religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por el contrario, encierra dos elementos
enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos.
El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido
por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a
apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se
humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían
aplicables a toda la América, creo que con más
justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto y por
la cooperación que ha prestado a sus señores contra
sus propios hermanos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos
Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo
menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los
ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la
aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de
uno solo, por no padecer las persecuciones tumultarias y por
establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará
si concibe recordar su independencia.
De todo lo expuesto, podemos deducir estas
consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por
emanciparse; al fin obtendrán el suceso; algunas se
constituirán de un modo regular en repúblicas
federales y centrales; se fundarán monarquías casi
inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán
tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la
actual, ya en las futuras revoluciones; que una gran
monarquía no será facil consolidar; una gran
república imposible.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo
nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue
sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen,
una lengua, unas costumbres y una religión, debería
por consiguiente tener un solo gobierno que confederase los
diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible
porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos,
caracteres desemejantes, dividen a la América.
¡Qué bello sería que el Istmo de
Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los
griegos! Ojalá que algún día tengamos la
fortuna de instalar allí un augusto congreso de los
representantes de las repúblicas, reinos e imperios, a
tratar de discutir sobre los altos intereses de la paz y de la
guerra con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta
especie de corporación podrá tener lugar en alguna
época dichosa de nuestra regeneración; otra
esperanza es infundada; semejante a la del abate St. Pierre que
concibió al laudable delirio de reunir un congreso europeo
para decidir de la suerte de los intereses de aquellas
naciones.
«Mutaciones importantes y felices,
continúa, pueden ser frecuentemente producidas por efectos
individuales. Los americanos meridionales tienen una
tradición que dice que cuando Quetralcohuatl, el Hermes o
Buda de la América del Sur, resignó su
administración y los abandonó, les prometió
que volvería después que los siglos designados
hubiesen pasado, y que él reestablecería su
gobierno y renovaría su felicidad. Esta tradición,
¿no opera y excita una convicción de que muy pronto
debe volver? ¿Concibe V. cuál será el efecto
que producirá, si un individuo apareciendo entre ellos
demostrase los caracteres de Quetralcohuatl, el Buda del bosque,
o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones?
¿No cree V. que esto inclinaría todas las partes?
¿no es la unión todo lo que se necesita para
ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus
tropas, y los partidarios de la corrompida España, para
hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un
gobierno libre, y leyes benévolas?»
Pienso como V. que causas individuales pueden producir
resultados generales, sobre todo en las revoluciones. Pero no es
el héroe, gran profeta, o Dios del Anahuac,
Quetralcohualt, el que es capaz de operar los prodigiosos
beneficios que V. propone. Este personaje es apenas conocido del
pueblo mexicano, y no ventajosamente; porque tal es la suerte de
los vencidos aunque sean Dioses. Sólo los historiadores y
literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen,
verdadera o falsa misión, sus profecías y el
término de su carrera.
Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien
pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo
Tomás; otros que Culebra Emplumada; y otros dicen que es
el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una
palabra, los más de los autores mexicanos,
polémicos e historiadores profanos, han tratado con
más o menos extensión la cuestión sobre el
verdadero carácter de Quetralcohualt. El hecho es,
según dice Acosta, que él estableció una
religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían
una admirable afinidad con la de Jesús, y que
quizás es la más semejante a ella. No obstante
esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la
idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en
él a un Santo Tomás como lo afirman otros
célebres autores. La opinión general es que
Quetralcohualt es un legislador divino entre los pueblos paganos
de Anahuac, del cual era lugar-teniente el gran Motekzoma,
derivando de él su autoridad. De aquí se infiere
que nuestros mexicanos no seguirían el gentil
Quetralcohualt aunque pareciese bajo las formas más
idénticas y favorables, pues que profesan una
religión la más intolerante y exclusiva de
otras.
Felizmente, los directores de la independencia de
México se han aprovechado del fanatismo con el mejor
acierto, proclamando a la famosa virgen de Guadalupe por reina de
los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y
llevándola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo
político ha formado una mezcla con la religión que
ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la
libertad. La veneración de esta imagen en México es
superior a la más exaltada que pudiera inspirar el
más diestro profeta. Seguramente la unión es la que
nos falta para completar la obra de nuestra regeneración.
Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque
tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente
entre dos partidos: conservadores y reformadores.
Los primeros son, por lo común, más
numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de
la obediencia a las potestades establecidas; los últimos
son siempre menos numerosos aunque más vehementes e
ilustrados. De esto modo la masa física se equilibra con
la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus
resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros la masa ha
seguido a la inteligencia.
Yo diré a V. lo que puede ponernos en aptitud de
expulsar a los españoles, y de fundar en gobierno libre.
Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos
vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y
esfuerzos bien dirigidos. La América está
encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas
las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones
diplomáticas ni auxilios militares y combatida por la
España que posee más elementos para la guerra, que
cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir.
Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el
Estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos
los hombres vacilan; las opiniones dividen, las pasiones las
agitan, y los enemigos las animan para triunfar por este
fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios
de una nación liberal que nos preste su protección,
se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los
talentos que conducen a la gloria: entonces seguiremos la marcha
majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está
destinada la América Meridional; entonces las ciencias y
las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa,
volarán a Colombia libre que las convidará con un
asilo.
Tales son, señor, las observaciones y
pensamientos que tengo el honor de someter a V. para que los
rectifique o deseche según se mérito;
suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos,
más por no ser descortés, que porque me crea capaz
de ilustrar a V. en la materia.
Soy de V. &. &.&.
SIMON BOLIVAR
SIMON BOLIVAR Y LA
MASONERIA
"EL LIBERTADOR"
EL APRENDIZ
En 1801, cuando Bolívar tenía apenas 18
años de edad, contrajo matrimonio en Madrid, con
María Teresa del Toro, sobrina del Márquez del
Toro, su amigo de Caracas.
Después de viajar por Francia y otros
países, regresó a Venezuela con su esposa para
dedicarse a la administración de sus ricas propiedades
rurales. Pero la felicidad le duró muy poco. A los diez
meses de permanencia en suelo venezolano, la fiebre amarilla
acabó con la joven existencia de María Teresa del
Toro, sumiendo a Bolívar en la
desolación.
Huérfano y viudo a los veinte años, pues
había perdido a su padre, madre y esposa, a merced de la
soledad, anduvo varios meses recorriendo varios lugares de
Venezuela, en callada tristeza, hasta que sus familiares lograron
convencerle para que volviera a Europa.
Al fin un día de 1803, abordó un barco que
lo llevó a Cádiz, España. Entonces ese
puerto andaluz era la puerta de entrada a Europa, por su
situación ventajosa para comunicar con América y
África. AIIí vivían muchos extranjeros y
gozaba de un interesante ambiente liberal.
A los pocos días de su arribo a Cádiz, el
joven Bolívar hizo amistad con algunos intelectuales que
frecuentaban la Logia "Lautaro", con los cuales conversaba sobre
las ideas de libertad y la necesidad de luchar contra toda forma
de opresión.
Atraído por ese pensamiento revolucionario,
decidió ingresar a la Logia "Lautaro", donde
conoció a otros latinoamericanos, como José de San
Martín y Mariano Moreno, quienes más tarde
también serían próceres de la
Independencia.
En la Logia "Lautaro", a puertas cerradas se
discutía sobre los principios de "libertad, igualdad y
fraternidad", sobre la dignidad del hombre y la posibilidad de
convertir en Repúblicas a las colonias españolas de
América.
Lo cierto es que la Logia "Lautaro", hizo germinar en la
mente de Bolívar, la idea de acabar con el dominio
español en Venezuela, para sembrar desde allí la
semilla de la libertad por el resto de Sur
América.
El mismo Bolívar, diría años
más tarde, que sin la muerte de su esposa, no hubiera
realizado su segundo viaje a Europa e ingresado a la Logia
"Lautaro", donde la masonería le mostró nuevos
caminos.
Comentando ese episodio en la vida de Bolívar,
afirman algunos historiadores, que sin la temprana
desaparición de María Teresa del Toro, el impetuoso
caraqueño no habría podido tener las ideas que le
impulsaron a la lucha por la Independencia, viviendo
plácidamente en Caracas o San Mateo. Su ingreso a la
masonería y sus viajes le hicieron ver a los hombres ya
las cosas de un modo diferente. La muerte de su esposa le puso
muy temprano sobre el camino de la política,
haciéndole seguir después el carro de Marte en
lugar de seguir el arado de Ceres.
Ya iniciado en la masonería, Bolívar
viajó a Madrid, de donde salió rumbo a Francia en
mayo de 1804, acompañado de su amigo Fernando Toro,
también venezolano y primo de su difunta esposa. Joven y
rico, frecuenta los salones más elegantes y traba amistad
con el sabio alemán Alejandro Humboldt, otro masón,
recién llegado de su viaje científico por tierras
de la América Austral.
En París, alternaba sus visitas a los
círculos literarios, mundanos y políticos, con su
asistencia a las logias masónicas y principalmente a la
Logia "Madre Escocesa de San Alejandro de Escocia", donde se
encontró con su viejo maestro y amigo, Simón
Rodríguez, quien era masón y enemigo de la
monarquía española.
Simón Rodríguez, salió de Venezuela
en 1797, por haber participado en el movimiento revolucionario de
José María España y Manuel Gual. Entonces
Simón Bolívar tenía sólo once
años, pero mantenía intacto el recuerdo de su
profesor humanista y rebelde.
El vínculo masónico y la admiración
que Bolívar siempre tuvo por las ideas revolucionarias de
Simón Rodríguez, selló la amistad de maestro
y alumno, con un cálido abrazo de fraternidad.
EL COMPAÑERO
Bolívar, recibió el grado de
"compañero", el segundo en la masonería
simbólica, en una logia francesa el 11 de noviembre de
1805. Sobre esa ceremonia existe un testimonio fehaciente,
guardado en el archivo del Supremo Consejo del Grado 33° para
la República de Venezuela.
Desde que llegó a París, Bolívar
frecuentaba la Logia "Madre Escocesa de San Alejandro de
Escocia", donde acumuló la asistencia reglamentaria para
hacerse acreedor al ascenso respectivo.
En la masonería simbólica nadie sube de
grado sin haber llenado satisfactoriamente el requisito de la
asistencia y el progreso en los conocimientos propios de la
Orden. En 1805, Bolívar era un joven inteligente y
estudioso, pero carente de influencia para lograr grados
masónicos sin las condiciones exigidas por la
institución.
El documento del ascenso de Bolívar al grado de
"compañero", fue adquirido en París por el escritor
venezolano Ramón Díaz Sánchez, quien antes
de donarlo al Supremo Consejo del Grado 33°, en Caracas, lo
hizo examinar por peritos en paleografía y por
historiadores bien informados sobre la actividad masónica
de Bolívar. Dicho documento escrito en francés,
traducido al español dice textualmente lo siguiente: "A la
Gloria del Gran Arquitecto del Universo, etc.,
El 11, día del mes 11° del Año de la
Gran Luz 5805, los trabajos de compañero fueron abiertos
al Este por el Q:. H:. de la Tour D' Auvergne. El Oeste y el Sur
iluminados por los QQ:. HH:. Thory y Potu. La lectura de la
última plancha trazada fue hecha y sancionada. El
Venerable propuso elevar al Grado de Compañero al Q:. H :.
Bolívar, recién llegado iniciado, a causa de su
próximo viaje que está en víspera de
emprender. El parecer de los HH:. fue unánime para su
admisión y la sanción favorable; el Q:. H:.
Bolívar fue introducido al Templo y después de las
formalidades requeridas prestó al pie del Trono la
obligación de uso, colocado entre los dos Vigilantes fue
proclamado Caballero y Compañero Masón de la Resp:.
Madre Log:. Escocesa de San Alejandro De Escocia. El trabajo fue
coronado de una triple Houza, y el H:. Habiéndolo
agradecido tomó puesto a la cabeza de la Columna del
Mediodía". "Los trabajos fueron cerrados de la manera
acostumbrada.
Días después, con su flamante Grado de
Compañero, Bolívar acompañado de su amigo y
maestro Simón Rodríguez, emprendió un viaje
de observación y estudio por Italia y Suiza.
En Roma, hizo su famoso juramento del Monte Sagrado,
porque había cuajado en su mente la idea de luchar por la
independencia de Venezuela.
EL MAESTRO
El mayo de 1806, cuando Bolívar ya preparaba su
viaje de regreso a Venezuela, fue ascendido al Grado de Maestro,
en la misma Logia "Madre Escocesa San Alejandro de Escocia",
juntamente con los compañeros Manuel Campos, Antonio
Bianchi, Crussaire y el conde Jean Sérurier, según
se desprende de documentos impresos conservados en la Biblioteca
Nacional de París. Ese hecho fue corroborado por los
historiadores Julio Mancini y el Marqués de Villa
Urrutia.
La Junta de Gobierno formada a raíz del
pronunciamiento del 19 de abril de 1810, nombró una
comisión integrada por Simón Bolívar,
Luís López Méndez y Andrés Bello,
para recabar de los gobiernos de la Gran Bretaña y de los
Estados Unidos su apoyo decidido, especialmente en armas y
recursos económicos.
Desde su regreso a Venezuela a fines de 1806,
después de visitar los Estados Unidos, Bolívar,
hasta agosto de 1810, no tuvo actividad masónica, salvo la
visita que hizo a una Logia de Filadelfia y los contactos
esporádicos que tenía con algunos miembros de las
Sociedades Patrióticas, que sin ser logias
masónicas propiamente dichas, agrupaban a personas con
instrucción masónica como Juan Germán
Roscio, Vicente Salías y Juan José de Landaeta.
Cuando llegó a Londres, en compañía del
comisionado ordenador Luis López Méndez y del
oficial primero de la Secretaría de Estado, Andrés
Bello, tuvo en Francisco de Miranda el fraternal hermano
masón y cordial amigo. Miranda, uno de los hombres
más cultos de su época, brillante militar
profesional y exquisito hombre de mundo, al igual que
Simón Rodríguez, era repudiado por sus ideas
revolucionarias por los mantuanos caraqueños.
Según contó más tarde Andrés
Bello a su biógrafo Amunátegui, la Junta de
Gobierno en las instrucciones secretas que les dieron,
ordenó claramente lo siguiente: "Defenderse de Miranda o
aprovechar sólo su concurso de algún modo que sea
decente a la comisión".
Miranda, era revolucionario y no estaba bien visto por
la Junta de Gobierno de Caracas, pero Bolívar no hizo caso
de la orden secreta y entabló con él estrecha
amistad.
Entre el 19 de julio y el 10 de agosto de 1810, se
produjeron las infructuosas conversaciones con el ministro
Wellesley. Inglaterra que tenía a España como
aliada en la guerra contra Napoleón, no quería
inmiscuirse en la querella que suscitaron los patriotas
venezolanos.
A fines de agosto, Bolívar que visitaba en sus
ratos libres la logia masónica "La Gran Reunión
Americana", fundada y dirigida por Miranda, fue confirmado en el
sublime Grado de Maestro, en una ceremonia especial que se
salía un poco de los ritos masónicos.
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