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La tercera ola (Toffler, Alvin) (página 3)




Enviado por ramon notario arias



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Existía el comercio, desde luego. Sabemos que un pequeño número de intrépidos mercaderes transportaban mercancías a lo largo de miles de kilómetros por medio de camellos, carretas o barcos. Sabemos que surgieron ciudades que dependían de los alimentos procedentes del campo. En 1519, cuando los españoles llegaron a México, quedaron asombrados al encontrar en Tlatelolco millares de personas dedicadas a comprar y vender joyas, metales preciosos, esclavos y sandalias, ropas, chocolate, cuerdas, pieles, pavos, verduras, conejos, perros y miles de variados y distintos objetos de cerámica. The Fugger Newsletter, despachos privados para banqueros alemanes en los siglos XVI y XVII, presenta una colorista evidencia de las dimensiones que entonces tenía el comercio. Una carta de Cochin, desde la India, describe con detalle las penalidades de un mercader europeo que llegó con cinco naves para comprar pimienta y transportarla a Europa. "Una tienda de pimienta es un buen negocio -explica-, pero requiere gran celo y perseverancia." Este mercader transportaba también clavo, nuez moscada, harina, canela, macis y especias diversas al mercado europeo.

Sin embargo, todo este comercio representaba sólo un elemento mínimo en la Historia, comparado con la extensión de la producción para el uso inmediato por el esclavo o siervo agrícola. Incluso en el siglo XVI, según Fernand Braudel, cuya investigación histórica sobre el período no ha sido mejorada por nadie, toda la región mediterránea -desde Francia y España, por un lado, hasta Turquía al otro- mantenía a una población de sesenta o setenta millones de personas, el 90% de las cuales vivía de los productos de la tierra, produciendo sólo una pequeña cantidad de mercancías para el comercio. Escribe Braudel: "El 60% o quizás el 70% de la producción total del Mediterráneo nunca entró en la economía de mercado." Y si esto ocurría en la región mediterránea, ¿qué debemos pensar de la Europa Septentrional, donde el suelo rocoso y los largos y fríos inviernos hacían más difícil aún para los campesinos extraer de la tierra un excedente de producción?

Podremos comprender mejor la tercera ola si concebimos la economía de la primera ola, antes de la revolución industrial, como compuesta de dos sectores. En el sector A, la gente producía para su propio uso. En el sector B producía para el comercio o el intercambio. El sector A era de dimensiones enormes; el sector B era muy reducido. Por tanto, para la mayoría de las personas, producción y consumo se fundían en una sola función sustentadora. Era tan completa esta unidad, que los griegos, los romanos y los europeos medievales no distinguían entre las dos. Carecían incluso de una palabra para designar al consumidor. A todo lo largo de la primera ola, sólo una mínima fracción de la población dependía del mercado; la mayoría de la gente vivía en gran parte fuera de él. En palabras del historiador R. H. Tawney, "las transacciones pecuniarias constituían una actividad marginal en un mundo de economía natural". La segunda ola modificó violentamente esta situación. En lugar de personas de comunidades esencialmente autosuficientes, creó por primera vez en la Historia una situación en que la inmensa mayoría de todos los alimentos, bienes y servicios, estaban destinados a la venta, el trueque o el cambio. Hizo desaparecer virtualmente por completo los bienes producidos para el propio consumo -para uso del productor o de su familia– y creó una civilización en la que casi nadie, ni siquiera el granjero, era ya autosuficiente. Todo el mundo pasó a ser casi totalmente dependiente de los alimentos, bienes o servicios producidos por algún otro.

En resumen, el industrialismo rompió la unión de producción y consumo y separó al productor del consumidor. La economía fundida de la primera ola se transformó en la economía dividida de la segunda ola.

El significado del mercado

Las consecuencias de esta fisión fueron trascendentales. Aun ahora se nos hace difícil comprenderlas. En primer lugar, la plaza del mercado -antes fenómeno secundario y periférico- penetró en el vórtice mismo de la vida. La economía se "mercatizó". Y esto sucedió tanto en las economías industriales capitalistas como en las socialistas.

Los economistas occidentales tienden a considerar el mercado como un hecho puramente capitalista y utilizan a menudo el término como si fuese sinónimo de "economía de beneficio". Sin embargo, según todo lo que sabemos de la Historia, el intercambio -y, por consiguiente, la plaza de mercado- surgió antes que el beneficio e independientemente de él. Pues el mercado, estrictamente hablando, no es más que una red de intercambio, un cuadro de distribución, como si dijéramos, a través del cual bienes o servicios, como mensajes, son encauzados a sus debidos destinos. No se trata de algo intrínsecamente capitalista. Un tal cuadro de distribución es tan esencial a una sociedad industrial socialista como a un industrialismo motivado por la idea de beneficio1.

En resumen, allá donde llegó la segunda ola y la finalidad de la producción se desplazó del uso al

1. El mercado como cuadro de distribución debe existir, ya se base el comercio en el dinero o en la permuta. Debe existir se extraiga o no beneficio de él, sigan los precios la ley de la oferta y la demanda o estén fijados por el Estado, esté planificado o no el sistema, sean privados o públicos los medios de producción. Debe existir incluso en una hipotética economía de empresas industriales autogestionadas en las que los obreros fijen sus propios salarios a un nivel lo bastante alto como para eliminar el beneficio como categoría. Se ha pasado de tal manera por alto este hecho esencial, se ha identificado tan estrechamente el mercado con una sola de sus muchas variantes (el modelo de propiedad privada, basado en el beneficio, en el que los precios son consecuencia de la oferta y la demanda), que ni siquiera existe en el vocabulario convencional de la economía una palabra que exprese la multiplicidad de sus formas.

A lo largo de estas páginas, el término "mercado" se utiliza en su sentido genérico, más que en el habitual y restrictivo. Pero, dejando aun lado la semántica, subsiste la cuestión fundamental: cuando se separan productor y consumidor, es necesario algún mecanismo que medie entre ellos. Este mecanismo, cualquiera que sea su forma, es que yo llamo mercado.

cambio, tenía que haber un mecanismo a cuyo través pudiera efectuarse el intercambio. Tenía que haber un mercado. Pero el mercado no era pasivo. El historiador económico Karl Polanyi nos ha mostrado cómo el mercado, que se hallaba subordinado a los objetivos sociales o religioso-culturales de las sociedades primitivas, pasó a fijar los objetivos de las sociedades industriales. La mayoría de las personas fueron absorbidas en el sistema del dinero. Los valores comerciales se convirtieron en centrales, el desarrollo económico (medido por las dimensiones del mercado) se transformó en el objetivo fundamental de los Gobiernos, fuesen capitalistas o socialistas.

El mercado era una institución expansiva y reforzadora de sí misma. Así como la antigua división del trabajo había estimulado ante todo el comercio, ahora la existencia misma de un mercado o cuadro de distribución estimuló una mayor división del trabajo y condujo a un extraordinario aumento de productividad. Se había puesto en movimiento un proceso autoamplificador.

Esta explosiva expansión del mercado contribuyó a la elevación de los niveles de vida más rápida que el mundo había experimentado jamás.

Sin embargo, en política, los Gobiernos de la segunda ola se encontraron crecientemente desgarrados por una nueva clase de conflicto nacido de la división entre producción y consumo. El énfasis marxista sobre la lucha de clases ha oscurecido sistemáticamente el conflicto, más amplio y profundo, que surgió entre las demandas de productores (tanto trabajadores como gestores) de salarios y beneficios más altos y la contrademanda de consumidores (incluyendo a esas mismas personas) de precios más bajos. El vaivén de la política económica se balanceaba sobre este fulcro.

El desarrollo del movimiento de consumidores en los Estados Unidos, los recientes levantamientos en Polonia contra las alzas de precios decretadas por el Gobierno, el enardecido y constante debate en Gran Bretaña sobre política de precios e ingresos, las mortales luchas ideológicas en la Unión Soviética sobre si debe darse prioridad a la industria pesada o a los bienes de consumo, constituyen aspectos del profundo conflicto engendrado en toda sociedad, capitalista o socialista, por la división abierta entre producción y consumo.

No sólo la política, también la cultura se vio afectada por esta división, pues produjo la civilización más calculadora, comercializada, codiciosa y metalizada de la Historia. No hace falta ser marxista para estar de acuerdo con la famosa acusación del Manifiesto comunista de que la nueva sociedad "no dejó más nexo entre hombre y hombre que el desnudo interés, que el inexorable "pago en metálico". Relaciones personales, vínculos familiares, amor, amistad, lazos de vecindad y de comunidad, todo quedó teñido o corrompido por el lucro comercial.

Aunque acertó al identificar esta deshumanización de los lazos interpersonales, Marx se equivocó, sin embargo, al atribuirla al capitalismo. Naturalmente, escribía en una época en que la única sociedad industrial que él podía observar tenía forma capitalista. Actualmente, después de más de medio siglo de experiencia con sociedades industriales basadas en el socialismo de Estado, sabemos que la adquisividad agresiva, la corrupción comercial y la reducción de las relaciones humanas a términos fríamente económicos no son monopolio del sistema de beneficio.

Pues la obsesiva preocupación por el dinero, los bienes y las cosas no es un reflejo del capitalismo o del socialismo, sino del industrialismo, es un reflejo del papel central desempeñado por el mercado en todas las sociedades en las que la producción se separa del consumo, en las que todo el mundo depende del mercado, más que de sus propias capacidades productivas, para las necesidades de la vida.

En una sociedad así, cualquiera que sea su estructura política, no sólo se compra, vende y cambian productos, sino también trabajo, ideas, arte y almas. El agente de compras occidental que se embolsa una comisión ilegal no es tan diferente del editor soviético que recibe cantidades de los autores a cambio de aprobar la publicación de sus obras, o del fontanero que exige una botella de vodka para hacer aquello que se le paga por hacer. El artista francés, británico o americano que escribe o pinta exclusivamente por dinero, no es tan diferente del novelista, pintor o autor teatral polaco, checo o soviético que vende su libertad creativa por gajes económicos tales como una dacha, bonos, acceso a un automóvil nuevo u otros bienes de otro modo inalcanzables.

Esta corrupción es inherente al divorcio operado entre producción y consumo. La necesidad misma de un mercado o cuadro de distribución para reunir a productor y consumidor, para transportar bienes desde el productor hasta el consumidor, sitúa por fuerza a los que controlan el mercado en una posición de poder excesivo, con independencia de la retórica a que recurran para justificar ese poder.

Este divorcio entre producción y consumo, que se convirtió en característica definidora de todas las sociedades industriales de la segunda ola, afectó incluso a nuestras mentes y a nuestras suposiciones sobre la personalidad. Se llegó a considerar el comportamiento como una serie de transacciones. En lugar de una sociedad basada en la amistad, el parentesco o la lealtad feudal o tribal, al paso de la segunda ola surgió una civilización basada en lazos contractuales, reales o sobrentendidos. Incluso maridos y mujeres hablan hoy de contratos matrimoniales.

La brecha abierta entre estas dos funciones -productor y consumidor- creó al mismo tiempo una personalidad dual. La misma persona que (como productor) era aleccionada por la familia, la escuela y el jefe a renunciar a la gratificación, a ser disciplinada, controlada, morigerada, obediente, a ser un jugador de equipo, era simultáneamente aleccionada (como consumidor) a buscar la gratificación instantánea, a ser hedonista, más que calculadora, a prescindir de la disciplina, a perseguir su placer individual… en resumen, a ser una clase totalmente distinta de persona. En Occidente, sobre todo, se dirigió sobre el consumidor toda la potencia de la publicidad, urgiéndole a pedir prestado, a comprar sin reflexión, a "vuele ahora, pague después", y, con ello, a realizar un servicio patriótico por mantener en funcionamiento las ruedas de la economía.

La división sexual

Finalmente, la misma gigantesca cuña que separó al productor del consumidor en las sociedades de la segunda ola, separó también el trabajo en dos clases. Esto ejerció un enorme impacto sobre la vida familiar, sobre los papeles sexuales y sobre nuestras vidas interiores en cuanto individuos.

Uno de los estereotipos sexuales más comunes de la sociedad industrial define a los hombres como "objetivos" en orientación, y a las mujeres, como "subjetivas". Si hay en esto un núcleo de verdad, ello se debe probablemente no a alguna realidad biológica permanente, sino a los efectos psicológicos de la cuña invisible.

En las sociedades de la primera ola, la mayor parte del trabajo se realizaba en los campos o en el hogar, con el esfuerzo conjunto de la familia a manera de unidad económica y estando destinada la mayor parte de la producción al consumo dentro del poblado o de la hacienda. La vida de trabajo y la vida de hogar estaban fundidas y entremezcladas. Y como cada poblado era en gran medida autosuficiente, el éxito de los campesinos en un lugar no dependía de lo que ocurriese en otro. Incluso dentro de la unidad de producción, la mayoría de los trabajadores realizaba una gran variedad de tareas, intercambiando y modificando sus papeles por exigencias derivadas de la estación climatológica o relativas a enfermedad, o por elección. La división preindustrial del trabajo era muy primitiva. Como consecuencia, el trabajo en las sociedades agrícolas de la primera ola se caracterizaba por bajos niveles de interdependencia.

La segunda ola, al extenderse por Gran Bretaña, Francia, Alemania y otros países, desplazó el trabajo desde el campo y el hogar a la fábrica, e introdujo un nivel mucho más elevado de interdependencia. El trabajo exigía ahora un esfuerzo colectivo, división del trabajo, coordinación, integración de muchas habilidades diferentes. Su éxito dependía del comportamiento cooperativo cuidadosamente planeado de miles de personas separadas entre sí, muchas de las cuales jamás se habían visto las unas a las otras. Si una gran acería o una fábrica de vidrio no servía los suministros necesarios a una fábrica de automóviles, ello podría, en determinadas circunstancias, producir repercusiones a través de toda una industria o una economía regional.

La colisión de trabajos de baja y de alta interdependencia originó un grave conflicto en relación con funciones, responsabilidades y remuneraciones. Los primeros propietarios de fábricas, por ejemplo, se quejaban de que sus obreros eran irresponsables, de que no les importaba la eficacia de la fábrica, de que se iban a pescar cuando más se les necesitaba, hacían payasadas o se emborrachaban. De hecho, la mayoría de los primeros obreros industriales eran gentes de origen rural, acostumbradas a una muy débil interdependencia, y tenían poco o ningún conocimiento de su propia función en el proceso de producción general ni de los fallos, averías y disfunciones ocasionados por su "irresponsabilidad". Además, como la mayoría de ellos ganaba salarios misérrimos, carecían de incentivos para preocuparse.

En el choque entre estos dos sistemas de trabajo parecieron triunfar las nuevas formas de trabajo. Se fue transfiriendo un volumen cada vez mayor de producción a la fábrica y la oficina. El campo se vio despojado de población. Millones de obreros se convirtieron en parte de redes de elevada interdependencia. El trabajo de la segunda ola oscureció a la vieja y atrasada forma asociada con la primera ola.

Pero esta victoria de la interdependencia sobre autosuficiencia nunca se consumó por completo. Hubo un lugar en que la antigua forma de trabajo se mantuvo obstinadamente. Ese lugar era el hogar.

Cada hogar subsistió como una unidad descentralizada dedicada a la reproducción biológica, la educación de los hijos y la transmisión cultural. Si una familia no se reproducía o no preparaba bien a sus hijos para vivir en el sistema de trabajo, sus fracasos no ponían necesariamente en peligro la realización de esas tareas por la familia vecina. En otras palabras el trabajo doméstico seguía siendo una actividad de baja interdependencia.

El ama de casa continuaba, como siempre, realizando una serie de cruciales funciones económicas. "Producía." Pero producía para el sector A -para su propia familia-, no para el mercado.

Mientras el marido, por regla general, salía a realizar el trabajo económico directo, la esposa se quedaba de ordinario para realizar el trabajo económico indirecto. El hombre asumía la responsabilidad de la forma históricamente más avanzada de trabajo; la mujer quedaba atrás para ocuparse de la forma más antigua y atrasada de trabajo. Él entraba, como si dijéramos, en el futuro; ella permanecía en el pasado.

Esta división produjo una escisión en la personalidad y la vida interior. La naturaleza pública o colectiva de la fábrica y la oficina, la necesidad de coordinación o integración, trajeron consigo un énfasis en el análisis objetivo y las relaciones objetivas. Los hombres, preparados desde la niñez para su papel en el taller, donde se desenvolverían en un mundo de interdependencias, eran incitados a tornarse "objetivos". Las mujeres, preparadas desde el nacimiento para las tareas de reproducción, cuidado de los hijos y labores domésticas, realizadas en considerable medida en completo aislamiento social, eran aleccionadas para ser "subjetivas"… y se las consideraba frecuentemente incapaces de la clase de pensamiento racional y analítico que, supuestamente, acompañaba a la objetividad.

Nada sorprendentemente, las mujeres que abandonaban el relativo aislamiento del hogar para dedicarse a una producción interdependiente eran a menudo acusadas de haberse desfeminizado, de haberse vuelto frías, duras y… objetivas.

Además, las diferencias sexuales y los estereotipos de función sexual se vieron agudizadas por la engañosa identificación de los hombres con la producción y de las mujeres con el consumo, aunque también los hombres consumían y las mujeres producían. En resumen, si bien las mujeres se hallaban oprimidas mucho antes de que la segunda ola comenzase a recorrer la Tierra, se puede en gran medida encontrar el origen de la moderna "batalla de los sexos" en el conflicto surgido entre dos estilos de trabajo, y, más lejos aún, en el divorcio entre producción y consumo. La economía dividida profundizó también la división sexual.

Por tanto, lo que hemos visto hasta ahora, es que, una vez fue incrustada la cuña invisible que separó al productor del consumidor, se produjeron varios y profundos cambios: Fue preciso formar o extender un mercado que conectase a los dos; surgieron nuevos conflictos políticos y sociales; se definieron nuevos papeles sexuales. Pero la división entrañaba mucho más que esto. Significaba también que las sociedades de la segunda ola tendrían que operar de forma similar… que tendrían que cumplir ciertos requisitos básicos. Era indiferente que el objeto de la producción fuese o no el beneficio, que los "medios de producción" fuesen públicos o privados, que el mercado fuese "libre" o "dirigido", que la retórica fuese capitalista o socialista.

Mientras la producción estuviese destinada al intercambio, en lugar de al uso; mientras tuviese que circular a través del cuadro de distribución económico o mercado, era preciso seguir ciertos principios de la segunda ola.

Una vez identificados esos principios, queda al descubierto la dinámica oculta de todas las sociedades industriales. Además, podemos prever la forma típica de pensar de las gentes de la segunda ola. Pues esos principios contribuyeron a crear las reglas básicas, el código de comportamiento, de la civilización de la segunda ola.

IV

Infringiendo el código

Toda civilización tiene un código oculto, un conjunto de reglas o principios que presiden todas sus actividades y las impregnan de un repetido diseño. Al extenderse el industrialismo por el Planeta, se hizo visible su diseño oculto. Se componía de seis principios interrelacionados que programaban el comportamiento de millones de personas. Surgidos naturalmente del divorcio entre producción y consumo, estos principios afectaron a todos los aspectos de la vida, desde el sexo y las diversiones, hasta el trabajo y la guerra.

Gran parte de los airados conflictos que actualmente tienen lugar en nuestras escuelas, empresas y Gobiernos se centran en esta media docena de principios, al aplicarlos y defenderlos instintivamente las personas de la segunda ola y desafiarlos y atacarlos los de la tercera ola. Pero eso es adelantarse a la Historia.

Uniformización

El más conocido de estos principios de la segunda ola es la uniformización. Todo el mundo sabe que las sociedades industriales crean millones de productos idénticos. Pero pocas personas han reparado en que, una vez que el mercado adquirió importancia, hicimos algo más que limitarnos a uniformizar botellas de "Coca-Cola", bombillas y mecanismos de transmisión para automóviles. Aplicamos el mismo principio a muchas otras cosas. Entre los primeros en captar la importancia de esta idea figuró Theodore Vail, quien, a principios de siglo, fundó la American Telephone & Telegraph Company, dándole unas dimensiones gigantescas1. Trabajando como empleado postal de ferrocarriles a finales de la década de 1860, Vail había advertido que dos cartas no siempre ni necesariamente iban a su destino por la misma ruta. Las sacas de correo iban de un lado a otro, y con frecuencia tardaban semanas o meses en llegar a su destino. Vail introdujo la idea del itinerario uniformado – todas las cartas que iban al mismo sitio seguirían el mismo camino – y ayudó a revolucionar el servicio de correos. Cuando, más tarde, fundó la AT & T, se propuso instalar un teléfono idéntico en cada hogar americano.

Vail uniformó no sólo el aparato telefónico individual y todos sus componentes, sino también los procedimientos comerciales y la administración. En un anuncio publicitario de 1908, justificó su absorción de pequeñas compañías telefónicas argumentando en favor de "una cámara de compensación uniformizadora" que proporcionaría economía en la "construcción de equipo, líneas e instalaciones, así como en los métodos de funcionamiento y servicios legales", por no mencionar "un sistema uniforme de administración y contabilidad". Lo que Vail comprendió es que para triunfar en el entorno de la segunda ola había que uniformizar el "material intelectual" -es decir, procedimientos y sistemas administrativos-, juntamente con el material físico.

Vail fue sólo uno de los grandes uniformizadores que moldearon la sociedad industrial. Otro fue Frederick Winslow Taylor, ingeniero convertido en cruzado, quien creía que se podía dar un carácter científico al trabajo haciendo que fuesen uniformes para todos los obreros cada uno de los pasos en que se realizaba el trabajo. En las primeras décadas de este siglo, Taylor decidió que había una forma mejor de realizar cada trabajo, una herramienta mejor con la que realizarlo y un tiempo estipulado en que terminarlo.

1. No confundir con la multinacional ITT, la Internacional Telephone & Telegraph Corporation

Armado con esta filosofía, se convirtió en el gurú organizativo del mundo. En su tiempo, y después, fue comparado con Freud, Marx y Franklin. Pero no fueron los patronos capitalistas, ansiosos por extraer de sus obreros hasta la última onza de productividad, los únicos en admirar el taylorismo, con sus expertos en productividad, sus esquemas de trabajo y sus controladores. Los comunistas compartieron su entusiasmo. De hecho, Lenin urgió a que se adaptaran los métodos de Taylor para su uso en la producción socialista. Industrializador primero y comunista después, también Lenin fue un ardiente partidario de la uniformización.

En las sociedades de la segunda ola, se fueron uniformizando también los procedimientos de contratación, además del trabajo. Se utilizaron tests uniformizados para identificar y descartar a los supuestamente ineptos, especialmente en el servicio civil. Las escalas de salarios fueron uniformizadas a todo lo largo de industrias enteras, junto con los beneficios marginales, horas para el almuerzo, fiestas y procedimientos para dilucidar quejas. A fin de preparar a los jóvenes para el mercado de trabajo, los educadores crearon cursos uniformizados. Hombres como Binet y Terman crearon tests de inteligencia uniformizados. Otro tanto se hizo con los sistemas de graduación escolar, procedimientos de admisión y reglas de acreditación. Surgió también el test de múltiple elección.

Entretanto, los medios de comunicación difundían una imaginería uniformada, de tal modo que millones de personas leían los mismos anuncios, las mismas noticias, los mismos relatos cortos. La represión de los idiomas minoritarios llevada a cabo por los Gobiernos centrales, junto con la influencia de los perfeccionados sistemas de transporte, condujo a la casi desaparición de dialectos locales y regionales e incluso idiomas enteros, tales como el gales y el alsaciano. Un francés, inglés, americano "uniformizados", y aun ruso, sustituyeron a idiomas "no uniformizados". Partes importantes del país empezaron a parecer idénticas, al paso que empezaban a surgir en todas partes surtidores de gasolina, carteleras y casas idénticas. El principio de uniformización penetraba en todos los aspectos de la vida cotidiana.

A un nivel más profundo aún, la civilización industrial necesitaba pesos y medidas uniformizados. No es casualidad que uno de los primeros actos de la Revolución francesa, que introdujo la Era del industrialismo en Francia, fuese un intento de sustituir la complicada tabla de unidades de medida, común en la Europa industrial, por el sistema métrico y un nuevo calendario. La segunda ola difundió medidas uniformes por gran parte del mundo.

Además, si la producción en serie requería la uniformización de máquinas, productos y procesos, el mercado en expansión exigía una correspondiente uniformización del dinero, e incluso de los precios. Históricamente, el dinero había sido emitido por Bancos y personas particulares, así como por reyes. Todavía en el siglo XIX, se seguía utilizando dinero de emisión privada en algunas partes de los Estados Unidos, y la práctica duró hasta 1935 en Canadá. Sin embargo, gradualmente las naciones que se iban industrializando fueron suprimiendo todas las monedas no gubernamentales y lograron imponer en su lugar una moneda única y uniforme.

Además, hasta el siglo XIX seguía siendo habitual que compradores y vendedores de los países industriales regatearan por cada transacción al tradicional estilo de un bazar de El Cairo. En 1825 llegó a Nueva York un joven emigrante de Irlanda del Norte llamado A. T. Stewart, que abrió una mercería y desconcertó a clientes y competidores por igual introduciendo un precio fijo para cada objeto. Esta política de precio único -uniformización de precios- convirtió a Stewart en uno de los magnates comerciales de su tiempo y despejó uno de los principales obstáculos que se oponían al desarrollo de la distribución en masa.

Con independencia de sus otras discrepancias, los pensadores avanzados de la segunda ola compartían la convicción de que la uniformización era eficaz. Por tanto, en muchos niveles la segunda ola produjo una nivelación de diferencias mediante una inexorable aplicación del principio de uniformización.

Especialización

Un segundo gran principio impregnó el funcionamiento de todas las sociedades de la segunda ola: la especialización. Cuanta más diversidad eliminaba la segunda ola en materia de idioma, ocio y estilo de vida, más diversidad se necesitaba en la esfera del trabajo. Acelerando la división del trabajo, la segunda ola sustituyó al campesino más o menos habilidoso por el especialista concienzudo y el obrero que solamente realizaba una tarea repetida hasta el infinito a la manera preconizada por Taylor.

Ya en 1720, un informe británico sobre The Advantages of the East India Trade señalaba que la especialización podía conseguir que las tareas se efectuasen con "menos pérdida de tiempo y de trabajo". En 1776, Adam Smith iniciaba La riqueza de las naciones con la resonante afirmación de que "el mayor progreso en el poder productivo del trabajo… parece[n] haber sido los efectos de la división del trabajo".

En un pasaje ya clásico, Smith describió la fabricación de un alfiler. Un trabajador al viejo estilo, escribió, realizando por sí solo todas las operaciones necesarias, sólo podría producir un puñado de alfileres al día, no más de veinte y quizá ni siquiera uno. En contraste con ello, Smith describía una "manufactoría" que había visitado, en la que las 18 operaciones distintas requeridas para hacer un alfiler eran llevadas a cabo por diez obreros especializados, cada uno de los cuales efectuaba sólo unos cuantos pasos. Juntos, podían producir más de 48.000 alfileres al día… más de 4.800 por obrero.

Para el siglo XIX, al ir desplazándose cada vez más trabajo a la fábrica, la historia del alfiler fue repitiéndose una y otra vez a escala mayor aún. Y los costos humanos de la especialización aumentaron en consonancia. Los críticos del industrialismo formularon la acusación de que el trabajo repetitivo altamente especializado deshumanizaba progresivamente al obrero.

Cuando Henry Ford empezó a fabricar en 1908 los "modelos T" no se necesitaban 18 operaciones diferentes para terminar una unidad, sino 7.882. En su autobiografía, Ford indicó que de estos 7.882 trabajos especializados, 949 requerían "hombres fuertes, de complexión robusta y condiciones físicas casi perfectas", 3.338 necesitaban hombres de fuerza física simplemente "ordinaria"; la mayoría de los demás podían ser realizados por "mujeres o niños mayores" y, continuaba fríamente, "descubrimos que 670 podían ser realizados por hombres sin piernas, 2.637 por hombres de una sola pierna, dos por hombres sin brazos, 715 por hombres de un solo brazo y diez por ciegos". En resumen, el trabajo especializado requería, no una persona completa, sino sólo una parte. Nunca se ha aducido una prueba más vivida de que la superespecialización puede resultar embrutecedora.

Pero una práctica que los críticos atribuían al capitalismo se convirtió en característica inherente también al socialismo. Pues la extrema especialización del trabajo que era común a todas las sociedades de la segunda ola tenía sus raíces en el divorcio entre producción y consumo. La URSS, Polonia, Alemania Oriental o Hungría no tienen en la actualidad más posibilidades de dirigir una fábrica sin recurrir a una refinada especialización que el Japón o los Estados Unidos, cuyo Departamento de Trabajo publicó en 1977 una lista de veinte mil ocupaciones diferentes identificables.

Además, en los Estados industriales, tanto capitalistas como socialistas, la especialización fue acompañada por una creciente marea de profesionalización. Siempre que a un grupo de especialistas se les presentaba la oportunidad de monopolizar un conocimiento esotérico y mantener a los advenedizos fuera de su campo, surgían nuevas profesiones. Al avanzar la segunda ola, el mercado se interpuso entre poseedor de conocimientos y cliente, separándolos de forma tajante en productor y consumidor. Así, en las sociedades de la segunda ola la salud llegó a ser considerada como un producto suministrado por un médico y una burocracia sanitaria, más que como resultado de unos inteligentes cuidados dispensados a sí mismo por el paciente (producción para propio uso). La educación era supuestamente "producida" por el maestro en la escuela y "consumida" por el alumno.

Toda clase de grupos ocupacionales, desde bibliotecarios a viajantes de comercio, empezaron a reivindicar el derecho a llamarse a sí mismos profesionales… y la facultad de fijar normas, precios y condiciones para ingresar en sus especialidades. En la actualidad, según Michael Pertschuk, presidente de la U. S. Federal Trade Commision, "nuestra cultura está dominada por profesionales que nos llaman "clientes" y nos hablan de nuestras "necesidades".

En las sociedades de la segunda ola, incluso la agitación política fue concebida como profesión. Así, Lenin afirmaba que las masas no podían provocar una revolución sin ayuda profesional. Lo que se necesitaba -decía- era una "organización de revolucionarios", de la que sólo podrían formar parte "personas cuya profesión es la de revolucionario".

Entre comunistas, capitalistas, ejecutivos, educadores, sacerdotes y políticos, la segunda ola produjo una mentalidad común y una tendencia hacia una división del trabajo más refinada aún. Como el príncipe Alberto en la gran Exposición del Palacio de Cristal de 1851, estaban convencidos de que la especialización era "la potencia impulsora de la civilización". Los grandes uniformizadores y los grandes especializadores marchaban tomados de la mano.

Sincronización

El cisma cada vez más amplio abierto entre producción y consumo impuso también un cambio en la forma en que las gentes de la segunda ola se enfrentaban al tiempo. En un sistema dependiente del mercado, ya se trate de una mercado dirigido o de un mercado libre, el tiempo equivale a dinero. No se puede permitir que máquinas costosas permanezcan ociosas, y funcionen a ritmos exclusivamente suyos. Esto produjo el tercer principio de la civilización industrial: la sincronización.

Incluso en las sociedades primitivas, el trabajo tenia que ser cuidadosamente organizado en el tiempo. Los guerreros tenían que actuar con frecuencia al unísono para atrapar su presa. Los pescadores tenían que coordinar sus esfuerzos para remar o halar sus redes. Hace muchos años, George Thomson mostró cómo diversos cantos reflejaban las exigencias del trabajo. Para los remeros, el tiempo se marcaba con un simple sonido de dos sílabas, como ¡o-op! La segunda sílaba indicada el momento de máximo esfuerzo, mientras que la primera señalaba la preparación. Tirar de un bote -observó- era un trabajo más duro que remar, "así que los momentos de esfuerzo se espacian a intervalos más largos", y vemos, como en el grito irlandés utilizado al halar, ¡ok-li-ho-htip!, una preparación mucho más larga para el esfuerzo final.

Hasta que la segunda ola introdujo la maquinaría y silenció los cantos del trabajador, la mayor parte de esta sincronización del esfuerzo era orgánica o natural. Dimanaba del ritmo de las estaciones y de procesos biológicos, de la rotación de la Tierra y de los latidos del corazón. En cambio, las sociedades de la segunda ola se movían al compás de la máquina.

Al extenderse la producción fabril, el elevado coste de la maquinaria y la estrecha interdependencia del trabajo exigían una sincronización mucho más refinada. Si un grupo de trabajadores de una sección se demoraba en la terminación de una tarea, otros situados más adelante en la cadena de producción se retrasarían también. Así, la puntualidad, nunca más importante en las comunidades agrícolas, se convirtió en una necesidad social. Y empezaron a proliferar los relojes de pared y de bolsillo. Para la década de 1790 eran ya de utilización habitual en Gran Bretaña. Su difusión llegó -en palabras del historiador británico E. P. Thompson- "en el momento exacto en que la revolución industrial exigió una mayor sincronización del trabajo".

No fue una coincidencia el que en las culturas industriales se les enseñara a los niños ya desde temprana edad a tener conciencia del tiempo. Se condicionaba a los alumnos a llegar a la escuela cuando sonaba la campana, a fin de que, más tarde, pudiera confiarse en que llegaran a la fábrica o a la oficina cuando sonase la sirena. Los trabajos fueron cronometrados y divididos en secuencias medidas en fracciones de segundo. "De nueve a cinco" formaba el marco temporal para millones de trabajadores.

No era sólo la vida laboral la que quedó sincronizada. En todas las sociedades de la segunda ola, con independencia de consideraciones políticas o de beneficio, también la vida social quedó supeditada al reloj y adaptada a exigencias de máquina. Ciertas horas quedaron reservadas para el ocio. Vacaciones, fiestas o descansos de duración uniforme se entreveraban en los calendarios de trabajo.

Los niños empezaban y terminaban el año escolar en épocas uniformes. Los hospitales despertaban simultáneamente a todos sus pacientes para el desayuno. Los sistemas de transpone se bamboleaban bajo las horas punta. Las emisoras de radio transmitían programas ligeros a horas especiales. Toda actividad comercial tenía sus horas o temporadas culminantes, sincronizadas con las de sus proveedores y distribuidores. Surgieron especialistas en sincronización, desde programadores y controladores de fábrica, hasta policías de tráfico y cronometradores.

En contraste con todo ello, algunas personas mostraron resistencia al nuevo sistema industrial de tiempo. Y también aquí se manifestaron diferencias sexuales. Los que participaban en el trabajo de la segunda ola -principalmente, hombres- fueron quienes más condicionados quedaron por el reloj.

Los maridos de la segunda ola se quejaban continuamente de que sus esposas les hacían esperar, de que no prestaban atención a la hora, de que tardaban una eternidad en vestirse, de que siempre llegaban tarde a las citas. Las mujeres, dedicadas fundamentalmente a labores caseras no interdependientes, trabajaban conforme a ritmos no mecánicos. Por razones similares, las poblaciones urbanas tendían a considerar lentos y poco formales a los habitantes del campo. "¡Nunca llegan a la hora! ¡Nunca se sabe si acudirán a una cita!" El origen directo de tales quejas radicaba en la diferencia entre el trabajo de la segunda ola, basado en una acentuada interdependencia, y el trabajo de la primera ola, centrado en el campo y en el hogar.

Una vez que la segunda ola extendió su predominio, incluso las más íntimas rutinas de la vida quedaron comprendidas en el sistema de ritmo industrial. En los Estados Unidos y la Unión Soviética, en Singapur y en Suecia, en Francia y en Dinamarca, Alemania y Japón, las familias se levantaban simultáneamente, Comían al mismo tiempo, salían al trabajo, trabajaban, regresaban a casa, se acostaban, dormían e incluso hacían el amor más o menos al unísono, al paso que la civilización entera, además de la uniformización y la especialización, aplicaba el principio de sincronización.

Concentración

El auge del mercado dio origen a otra regla de la civilización de la segunda ola: el principio de concentración.

Las sociedades de la primera ola vivían de fuentes muy dispersas de energía. Las sociedades de la segunda ola se hicieron casi por completo dependientes de depósitos altamente concentrados de combustible fósil.

Pero la segunda ola no concentró solamente la energía. Concentró también la población, desplazando los habitantes de las zonas rurales y reinstalándolos en centros urbanos gigantescos. Concentró incluso el trabajo. Mientras que en las sociedades de la primera ola el trabajo se desarrollaba en todas partes -en el hogar, en la aldea, en los campos-, en las sociedades de la segunda ola gran parte del trabajo se realizaba en fábricas en las que se congregaban miles de trabajadores bajo un mismo techo.

Y no sólo se concentraron la energía y el trabajo. En un artículo inserto en la publicación de ciencias sociales británica New Society, Stan Cohén ha señalado que, con pequeñas excepciones, antes del industrialismo "los pobres permanecían en el hogar o con algunos parientes; los delincuentes eran multados, azotados o expulsados de un poblado a otro; los locos permanecían con sus familias o eran mantenidos por la comunidad, si eran pobres". Todos estos grupos se hallaban, pues, dispersos a todo lo largo de la comunidad.

El industrialismo revolucionó la situación. De hecho, se ha denominado a los comienzos del siglo XIX la "época de los grandes encarcelamientos…", los delincuentes eran concentrados en cárceles, los enfermos mentales eran concentrados en manicomios y los niños lo eran en escuelas del mismo modo que los obreros eran concentrados en fábricas.

La concentración se dio también en las aportaciones de capital, con lo cual la civilización de la segunda ola dio nacimiento a la corporación gigante y, por encima de ella, al trust o monopolio. Para mediados de la década de los 60, las tres grandes compañías automovilísticas de los Estados Unidos producían el 94% de todos los automóviles americanos. En Alemania, cuatro compañías -Volkswagen, Daimler-Benz, Opel (GM) y Ford-Werke- fabricaban, entre ellas solas, el 91% de la producción. En Francia, Renault, Citroen, Simca y Peugeot fabricaban virtualmente el ciento por ciento. En Italia, Fiat producía por sí sola el 90% de todos los coches.

De forma similar, en los Estados Unidos el 80% o más del aluminio, la cerveza, los cigarrillos y los alimentos para el desayuno eran producidos por cuatro o cinco Compañías en cada terreno. En Alemania, el 92% de todos los tintes y pinturas, el 98% de los carretes fotográficos, el 91% de las máquinas de coser industriales, eran producidas por cuatro o menos Compañías en cada una de las respectivas categorías. Es larguísima la lista de industrias altamente concentradas.

Los administradores socialistas estaban convencidos también de que la concentración de la producción era "eficiente". De hecho, muchos ideólogos marxistas de los países capitalistas acogieron con satisfacción la creciente concentración de la industria en los países capitalistas como paso necesario en el camino que conduciría a la definitiva concentración total de la industria bajo los auspicios del Estado. Lenin hablaba de la "conversión de todos ciudadanos en obreros y empleados de un solo y enorme "sindicato", el Estado entero". Medio siglo más tarde, el economista soviético N. Lelyujina podía informar, en Voprosy Ekonomiki, que "la URSS posee la industria más concentrada del mundo".

Ya fuera en energía, población, trabajo, educación u organización económica, el principio concentrador de la civilización de la segunda ola tenía unas raíces profundas, más profundas que cualesquiera diferencias ideológicas existentes entre Moscú y Occidente.

Maximización

La escisión provocada entre producción y consumo creó también en todas las sociedades de la segunda ola un caso de "macrofilia" obsesiva, una especie de apasionamiento tejano por las grandes dimensiones y el desarrollo. Si era cierto que series mayores de producción en la fábrica determinarían costes unitarios más bajos, entonces, por analogía, los aumentos de escala producirían también economías en otras actividades. "Grande" se convirtió en sinónimo de "eficiente", y la maximización se transformó en el quinto principio fundamental.

Ciudades y naciones se jactaban de poseer el rascacielos más alto, el embalse más grande o el campo de golf en miniatura mayor del mundo. Como, además, la grandeza era consecuencia del desarrollo, la mayoría de los Gobiernos, corporaciones y otras organizaciones industriales, perseguían frenéticamente el ideal del desarrollo y el crecimiento.

Obreros y gerentes japoneses de la Matsushita Electric Company cantaban juntos cada día:

…esforzándonos al máximo por aumentar la producción,

enviando nuestros artículos a los pueblos del mundo,

interminable y continuamente,

como el agua que brota de un manantial.

¡Crece, industria! ¡Crece, crece, crece!

¡Armonía y sinceridad!

¡Matsushita Electric!

En 1960, cuando los Estados Unidos concluían la etapa de industrialismo tradicional y empezaban a sentir los primeros efectos de la tercera ola de cambio, sus cincuenta corporaciones industriales más grandes habían crecido hasta el punto de dar empleo a un promedio de 80.000 obreros cada una. La General Motors empleaba por sí sola a 595.000 personas, y una empresa pública, la AT & T de Vail, daba trabajo a 736.000 hombres y mujeres. Esto significaba, al promedio de 3,3 personas por familia de aquel año, que bastante más de dos millones de seres dependían de los salarios que pagaba esta sola Compañía, cifra igual a la mitad de la población de todo el país cuando Hamilton y Washington estaban configurándolo como una nación. (Desde entonces, la AT & T ha adquirido proporciones aún más gigantescas. Para 1970, daba ya trabajo a 956.000 personas, habiendo añadido 136.000 empleados a su fuerza de trabajo en un período de sólo doce meses.)

AT & T era un caso especial, y, desde luego, los americanos eran peculiarmente adictos a lo grande. Pero la macrofilia no era monopolio de los americanos. En Francia, 1.400 firmas -un mero 0,0025% de todas las Compañías- empleaban al 38% de toda la fuerza del trabajo. Los Gobiernos de Alemania, Gran Bretaña y otros países estimulaban activamente las fusiones para crear Compañías aún mayores, en la creencia de que una mayor escala les ayudaría a competir con los gigantes americanos.

Y tampoco esta maximización de escala era un simple reflejo de la maximización del beneficio. Marx había asociado la "creciente escala de los establecimientos industriales" con el "más amplio desarrollo de sus poderes materiales". A su vez, Lenin afirmó que "las grandes empresas, trusts y asociaciones empresariales habían llevado a su más alto grado de desarrollo la técnica de la producción en serie". Su primera orden después de la Revolución soviética fue consolidar la vida económica rusa en el menor número posible de las más grandes unidades posibles. Stalin insistió más aún en este sentido y construyó nuevos y grandes proyectos: el complejo siderúrgico de Magnitogorsk, otro en Zaporozhstal, la fundición de cobre de Baljash, las fábricas de tractores de Jarkof y Stalingrado. Preguntaba cuan grande era una instalación norteamericana, y luego ordenaba la construcción de una mayor.

En The Cult of Bigness in Soviet Economic Planning, el doctor León M. Hermán escribe: "En diversas partes de la URSS, los políticos locales se enzarzaron en una carrera por atraer los "más grandes proyectos del mundo"." En 1938, el partido comunista prevenía contra la "gigantomanía", pero con poco efecto. Incluso en la actualidad los dirigentes comunistas soviéticos y del Este de Europa son víctimas de lo que Hermán llama "la devoción al gigantismo".

Esta fe en la pura escala derivaba de las suposiciones de la segunda ola sobre la naturaleza de la "eficiencia". Pero la macrofilia del industrialismo iba más allá de las simples fábricas. Se reflejaba en la agregación de muchas clases distintas de datos en el instrumento estadístico conocido como producto nacional bruto (PNB), que medía la "escala" de una economía totalizando el valor de los bienes y servicios producidos en ella. Este instrumento de los economistas de la segunda ola tenía muchos fallos. Desde el punto de vista del PNB, era indiferente que la producción se refiriese a alimentos, educación y servicios sanitarios o municiones. La contratación de una cuadrilla de obreros para construir una casa aumentaba el PNB tanto como si se la contrataba para demolerla, aunque en el primer caso se incrementaba el número de viviendas, y en el segundo, se disminuía. Y también, al medir sólo actividad de mercado o intercambios, el PNB relegaba a la insignificancia a todo un sector de la economía basado en producción no remunerada, la educación de los hijos y las faenas domésticas, por ejemplo.

Pese a tales defectos, los Gobiernos de la segunda ola se lanzaron en todo el mundo a una ciega carrera por aumentar a toda costa el PNB, maximizando el "crecimiento" aun a riesgo de un desastre ecológico y social. El principio macrofílico estaba tan profundamente arraigado en la mentalidad industrial, que nada parecía más razonable. La maximización si situó junto a la uniformización, la especialización y las otras normas industriales fundamentales.

Centralización

Finalmente, todas las naciones industriales convirtieron la centralización en un bello arte. Si bien la Iglesia y muchos gobernantes de la primera ola sabían perfectamente cómo centralizar el poder, actuaban con sociedades mucho menos complejas y eran toscos aficionados en comparación con los hombres y mujeres que centralizaban las sociedades industriales a partir de su misma base.

Todas las sociedades complicadas requieren una mezcla de operaciones centralizadas y descentralizadas. Pero el cambio de una economía de primera ola básicamente descentralizada -en la que cada localidad era, en gran medida, responsable de la producción adecuada para satisfacer sus propias necesidades- a las economías nacionales integradas de la segunda ola, condujo a métodos completamente nuevos para centralizar el poder. Éstos entraron en funcionamiento al nivel de compañías individuales, industrias y de la economía como un todo.

Los primeros ferrocarriles constituyen una ilustración clásica. Comparados con otros negocios, eran los gigantes de su tiempo. En los Estados Unidos, sólo 41 fábricas tenían en 1850 una capitalización de 250.000 dólares o más. Por el contrario, el New York Central Railroad se jactaba, ya en 1860, de una capitalización de treinta millones de dólares. Para dirigir tan gigantesca empresa te necesitaban nuevos métodos de administración.

Por tanto, los primitivos directores de ferrocarriles, como los directores del programa espacial en nuestros tiempos, tuvieron que inventar nuevas técnicas. Uniformizaron tecnologías, pasajes y horarios. Sincronizaron operaciones a lo largo de miles de kilómetros. Crearon nuevas ocupaciones y departamentos especializados. Concentraron capital, energía y personas. Lucharon por maximizar la escala de sus redes. Y para lograr todo esto crearon nuevas formas de organización, basadas en la centralización de la información y el mando.

Los empleados fueron divididos en "explotación" y "administración". Se iniciaron informes diarios para proporcionar datos sobre movimientos de trenes, cargamentos, daños, mercancías perdidas, reparaciones, kilómetros por máquina, etc. Toda esta información ascendía por una cadena centralizada de mando hasta llegar al superintendente general, que tomaba las decisiones y transmitía las órdenes.

Los ferrocarriles, como ha puesto de manifiesto el historiador comercial Alfred D. Chandler, no tardaron en convertirse en modelo para otras grandes organizaciones, y en todas las naciones de la segunda ola se llegó a considerar la dirección centralizada como un avanzado y refinado instrumento.

También en política estimuló la segunda ola la centralización. Ya a finales de la década de 1780, esto quedó ilustrado en los Estados Unidos por la batalla para sustituir las no centralistas cláusulas de la Confederación por una constitución más centralista. En general, los intereses rurales de la primera ola se resistieron a la concentración de poder en el Gobierno nacional, mientras que los intereses comerciales de la segunda ola, encabezados por Hamilton, argüían, en The Federalist y otros lugares, que un fuerte Gobierno central era esencial no sólo por razones militares y de política exterior, sino también para favorecer el crecimiento económico.

La Constitución resultante de 1787 fue un ingenioso compromiso entre ambas posturas. Como las fuerzas de la primera ola eran todavía poderosas, la Constitución reservó importantes facultades a los Estados, en vez de limitarlas al Gobierno central. Para impedir ostensiblemente un fuerte poder central, estableció también una singular separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Pero la Constitución contenía también un lenguaje elástico, que acabaría por permitir al Gobierno federal ampliar drásticamente su radio de acción.

A medida que la industrialización empujaba al sistema político hacia una mayor centralización, el Gobierno de Washington fue asumiendo un creciente número de poderes y responsabilidades y monopolizando cada vez más los centros de decisión. Mientras tanto, dentro del Gobierno federal, el poder se desplazó desde el Congreso y los tribunales hasta la más centralista de las tres ramas: el Ejecutivo. Para la época de Nixon, el historiador Arthur Schlesinger (en otro tiempo ardiente centralizador) atacaba ya la "presidencia imperial".

Las presiones hacia la centralización política eran más fuertes aún fuera de los Estados Unidos. Una rápida ojeada a Suecia, Japón, Gran Bretaña o Francia, basta para hacer que el sistema de los Estados Unidos parezca, en comparación, descentralizado. Jean-Francois Revel, autor de Ni Marx ni Jesús, así lo muestra al describir cómo reaccionan los Gobiernos ante la protesta política: "Cuando en Francia se prohibe una manifestación, nunca existe la menor duda sobre el origen de la prohibición. Si se trata de una manifestación política importante, es el Gobierno (central) -dice-. Sin embargo, en los Estados Unidos, cuando es prohibida una manifestación, la primera pregunta que todo el mundo se hace es: "¿Por quién?". Revel señala que, de ordinario, es alguna autoridad local que opera autónomamente.

Los extremos de la centralización política se dieron, naturalmente, en las naciones industriales marxistas. En 1850 Marx pedía una "decisiva centralización del poder en manos del Estado". Engels, como antes Hamilton, atacó las confederaciones descentralizadas como "un enorme paso hacia atrás". Más tarde, los soviets, ansiosos por acelerar la industrialización, se dedicaron a construir la estructura política y económica más altamente centralizada de todas, sometiendo incluso las más nimias decisiones relativas a la producción, al control de los planificadores centrales.

La gradual centralización de una economía antes descentralizada se vio ayudada, además, por un crucial invento cuyo mismo nombre revela su finalidad: el Banco Central.

En 1694, en los albores mismos de la Era industrial, mientras Newcomen frangollaba todavía con la máquina de vapor, William Paterson organizó el Banco de Inglaterra, que se convirtió en un modelo para instituciones centralistas similares en todos los países de la segunda ola. Ningún país podía completar su fase de la segunda ola sin construir su propio equivalente de esta máquina destinada al control central del dinero y el crédito.

El Banco de Paterson vendía bonos del Gobierno; emitía moneda con el respaldo del Gobierno; más tarde empezó a regular las actividades de préstamos de otros Bancos. Finalmente, asumió la función fundamental de todos los Bancos centrales en la actualidad: el control central de las existencias de dinero. En 1800 se formó el Banco de Francia con finalidades similares. A éste siguió la creación del Reichsbank en 1875.

En los Estados Unidos, el choque entre las fuerzas de la primera y la segunda ola condujo, poco después de adoptada la Constitución, a una importante batalla en torno a la Banca central. Hamilton, el más brillante defensor de las políticas de la segunda ola, propugnaba la creación de un Banco nacional según el modelo inglés. Se oponían el Sur y el fronterizo Oeste, todavía apegados a la agricultura. Sin embargo, con el apoyo del Nordeste, en vías de industrialización, logró imponer la legislación que creó el Banco de los Estados Unidos, precursor del actual Sistema Federal de Reserva.

Utilizados por los Gobiernos para regular el ritmo y el nivel de la actividad del mercado, los Bancos centrales introdujeron en las economías capitalistas -por la puerta trasera, por así decirlo- cierto grado de planificación extraoficial a corto plazo. El dinero fluía por todas las arterias en las sociedades de la segunda ola, tanto capitalistas como socialistas. Ambas necesitaban -y, por tanto, crearon- una centralizada estación bombeadora de dinero. Banca central y Gobierno centralizado marchaban de la mano. La centralización fue otro principio dominante de la civilización de la segunda ola.

Por tanto, lo que vemos es un conjunto de seis principios o líneas directrices, un "programa" que, en mayor o menor medida, operó en todos los países de la segunda ola. Esta media docena de principios – uniformización, especialización, sincronización, concentración, maximización y centralización- se aplicaron por igual en los sectores capitalista y socialista de la sociedad industrial porque dimanaban, ineludiblemente, de la brecha abierta entre productor y consumidor y de la cada vez más extensa función del mercado.

A su vez, estos principios, reforzándose mutuamente, acabaron por conducir al auge de la burocracia. Produjeron algunas de las más grandes, rígidas y poderosas organizaciones burocráticas que el mundo ha conocido jamás, dejando al individuo extraviado en un universo kafkiano de megaorganizaciones. Si hoy nos sentimos oprimidos y abrumados por ellas, podemos hallar el origen de nuestros problemas en el oculto código que programó la civilización de la segunda ola.

Los seis principios que formaron ese código prestaron un sello distintivo a la civilización de la segunda ola. Actualmente -como no tardaremos en ver-, todos y cada uno de esos principios fundamentales están siendo atacados por las fuerzas de la tercera ola.

Porque, en efecto, son las élites de la segunda ola las que están aplicando todavía estas reglas… en los negocios, en la Banca, en las relaciones laborales, en el Gobierno, en la educación, en los medios de comunicación. Pues el nacimiento de una nueva civilización constituye un desafío a todos los intereses de la antigua.

En los levantamientos que se avecinan, las élites de todas las sociedades industriales -tan acostumbradas a fijar las reglas- seguirán probablemente el camino de los señores feudales del pasado. Unas se verán desbordadas. Otras serán destronadas. Otras quedarán reducidas a la impotencia o a un penoso esfuerzo por conservar las apariencias. Algunas -las más inteligentes y capaces de adaptación- acabarán por transformarse y emergerán como dirigentes de la civilización de la tercera ola.

Para comprender quién gobernará mañana las cosas, cuando domine por entero la tercera ola, debemos primero conocer exactamente quién gobierna las cosas hoy.

V

Los técnicos del poder

El interrogante "¿Quién gobierna las cosas?" es una pregunta típica de la segunda ola. Pues hasta la revolución industrial no hubo apenas razones para formularla. Ya gobernaran reyes o chamanes, señores de la guerra, dioses del sol o santos, las gentes rara vez sentían la menor duda respecto a quién ejercía poder sobre ellas. El harapiento aldeano, al levantar la vista de los campos, veía el palacio o el monasterio destacarse, esplendorosos, en el horizonte. No necesitaba ningún científico político ni editorialista de periódico para resolver el enigma del poder. Todo el mundo sabía quién tenía el control.

Pero allá donde llegó la segunda ola emergió una nueva clase de poder, difuso y sin rostro. Los que ostentaban el poder se convirtieron en los anónimos "ellos". ¿Quiénes eran "ellos"?

Los integradores

Como hemos visto, el industrialismo disgregó la sociedad en miles de partes entrelazadas, fábricas, iglesias, escuelas, sindicatos, cárceles, hospitales, etc. Rompió la línea de mando entre iglesia, Estado e individuo. Rompió el conocimiento en disciplinas especializadas. Fragmentó los trabajos. Rompió las familias en unidades más pequeñas. Al hacerlo, fraccionó en mil pedazos la vida y la cultura de la comunidad.

Alguien tenía que reunir de nuevo las cosas en una forma diferente.

Esta necesidad dio origen a muchas nuevas clases de especialistas, cuya tarea fundamental era la integración. Llamándose a sí mismos ejecutivos o administradores, coordinadores, presidentes, vicepresidentes, burócratas o directores, brotaron en todos los negocios, en todos los Gobiernos y en todos los niveles de la sociedad. Y se revelaron indispensables. Eran los integradores.

Definían funciones y asignaban trabajos. Decidían quién obtenía qué recompensas. Trazaban planes, fijaban criterios y daban o retiraban credenciales. Enlazaban la producción, la distribución, el transporte y las comunicaciones. Fijaban las reglas conforme a las cuales interactuaban las organizaciones. En resumen, hacían encajar las piezas de la sociedad. Sin ellos, nunca habría podido funcionar el sistema de la segunda ola.

En el siglo XIX, Marx pensaba que quien poseyera las herramientas y la tecnología -los "medios de producción" – controlaría la sociedad. Argumentaba que, como el trabajo era interdependiente, los obreros podían interrumpir la producción y arrebatar las herramientas a sus patronos. Una vez que poseyeran las herramientas, gobernarían la sociedad.

Pero la Historia le jugó una mala pasada. Pues esa misma interdependencia otorgaba mayor influencia aún a un nuevo grupo: los que orquestaban o integraban el sistema. Al final, no fueron ni los propietarios ni los obreros quienes llegaron al poder. Tanto en las naciones capitalistas como en las socialistas, fueron los integradores quienes se elevaron a la cumbre.

No era la propiedad de los "medios de producción" lo que otorgaba poder. Era el control de los "medios de integración". Veamos qué ha significado esto.

En las actividades comerciales, los: primeros integradores fueron los propietarios de fábricas, los empresarios comerciales, los dueños de talleres y los manipuladores del hierro. El propietario y unos cuantos ayudantes eran generalmente capaces de coordinar el trabajo de gran número de peones no cualificados y de integrar la empresa en la economía colectiva.

Como en aquel período eran una misma cosa propietario e integrador, no es sorprendente que Marx confundiese las dos e hiciera tan profundo hincapié en la propiedad. Pero al hacerse más compleja la producción y más especializada la división del trabajo, las actividades comerciales presenciaron una increíble proliferación de ejecutivos y expertos, que se interponían entre el patrono y sus obreros. Florecieron las actividades burocráticas. Pronto, en las empresas más grandes, ninguna persona, incluidos el propietario o el accionista mayoritario, podían ni siquiera empezar a comprender todo el funcionamiento. Las decisiones del propietario eran moldeadas, y en último término controladas, por los especialistas introducidos para coordinar el sistema. Surgió así una nueva élite de ejecutivos, cuyo poder descansaba no ya en la propiedad, sino en el control del proceso integrador.

Al ir aumentando el poder del director, el accionista fue haciéndose menos importante. Al ir creciendo las dimensiones de las empresas, los propietarios familiares fueron vendiendo a grupos cada vez más grandes de accionistas dispersos, pocos de los cuales sabían nada sobre el verdadero funcionamiento del negocio. De forma progresivamente más intensa, los accionistas tuvieron que confiar en directores contratados no sólo para encargarse de los asuntos diarios de la compañía, sino, incluso, para fijar sus objetivos y estrategias a largo plazo.

Los Consejos de Administración, que teóricamente representaban a los propietarios, fueron quedando cada vez más alejados y mal informados de las operaciones que supuestamente dirigían. Y, a medida que aumentaba la inversión privada hecha no por individuos, sino indirectamente a través de instituciones como fondos de pensiones, fondos mutuos y los departamentos de depósitos de los Bancos, los verdaderos "propietarios" de la industria fueron quedando cada vez más apartados del control.

Quien más claramente expresó el nuevo poder de los integradores fue, quizá, W. Michael Blumenthal, ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos. Antes de entrar en el Gobierno, Blumenthal presidía la Bendix Corporation. Preguntado una vez si le gustaría poseer algún día la Bendix, Blumenthal respondió: "No es la propiedad lo que importa, sino el control. Y, como ejecutivo jefe, eso es lo que tengo. La semana que viene se celebra junta de accionistas, y yo tengo el 97 por ciento del voto. Sólo poseo ocho mil acciones. El control es lo importante para mí… Tener el control sobre este enorme animal y usarlo de manera constructiva, eso es lo que quiero, más que hacer las cosas estúpidas que los otros quieren que haga."

Así, las políticas comerciales fueron siendo fijadas de manera creciente por los directores contratados de la empresa o por administradores económicos que colocaban dinero de otras personas, pero en ningún caso por los auténticos propietarios, y mucho menos por los obreros. Los integradores asumieron el control.

Todo esto tenía un cierto paralelismo en las naciones socialistas. Ya en 1921, Lenin consideró necesario denunciar su propia burocracia soviética. Trotski, exiliado en 1930, formuló la acusación de que existían ya cinco o seis millones de directores en una clase que "no interviene directamente en el trabajo productivo, sino que administra, ordena, manda, perdona y castiga". Los medios de producción podían pertenecer al Estado, acusaba, "pero el Estado… "pertenece" a la burocracia". En los años 50, Milovan Djilas atacó en La nueva, clase el creciente poder de las élites directivas en Yugoslavia. Tito, que encarceló a Djilas, se quejaba también de "la tecnocracia, la burocracia, el enemigo de clase". Y el temor al poder de los directores fue el tema central de la China de Mao1.

Por consiguiente, tanto bajo el socialismo como bajo el capitalismo, los integradores asumieron el poder efectivo. Pues sin ellos, las partes del sistema no podrían trabajar jumas. La "máquina" no funcionaría.

1. Mao, que dirigía la más grande nación de la primera ola del mundo, previno repetidamente contra el crecimiento de las élites directivas y vio en ello un peligroso elemento concomitante del industrialismo tradicional.

El motor integracional

Integrar un solo negocio, o incluso una industria entera, era simplemente, una pequeña parte de lo que había que hacer. Como hemos visto, la moderna sociedad industrial desarrolló gran número de organizaciones, desde sindicatos y asociaciones empresariales, hasta iglesias, escuelas, clínicas y grupos recreativos, todos los cuales debían funcionar dentro de un marco de reglas previsibles. Se necesitaban leyes. Por encima de todo, la infosfera, la sociosfera y la tecnosfera debían alinearse una junto a otra.

De esta necesidad de integración de la civilización de la segunda ola surgió el mayor coordinador de todos, el motor integracional del sistema: un Gobierno grande. Es la necesidad de integración del sistema lo que explica el incesante auge del Gobierno grande en toda sociedad de la segunda ola.

Una y otra vez surgieron demagogos que exigían un Gobierno más pequeño. Pero, una vez en el poder, los mismos dirigentes ampliaban más que reducían las dimensiones del Gobierno. Esta contradicción entre retórica y vida real se hace comprensible cuando advertimos que la finalidad trascendente de todos los Gobiernos de la segunda ola ha sido construir y mantener la civilización industrial. Ante este compromiso, todas las demás diferencias se difuminaban. Partidos y políticos podrían discutir sobre otras cuestiones, pero en esto existía entre ellos un acuerdo tácito. Y el Gobierno grande formaba parte de su no expresado programa, con independencia de la melodía que entonasen, porque las sociedades industriales dependen del Gobierno para realizar esenciales tareas integracionales.

En palabras del columnista político Clayton Fritchey, el Gobierno federal de los Estados Unidos nunca ha dejado de crecer incluso bajo tres recientes administraciones republicanas, "por la sencilla razón de que ni siquiera Houdini podría desmantelarlo sin graves y perniciosas consecuencias".

Los partidarios del mercado libre han alegado que los Gobiernos se inmiscuyen en los negocios. Pero, abandonada por entero a la empresa privada, la industrialización se habría realizado mucho más lentamente, si es que hubiera podido llegar a realizarse siquiera. Los Gobiernos aceleraron el desarrollo del ferrocarril. Construyeron puertos, canales y carreteras. Pusieron en funcionamiento servicios postales y construyeron o regularon sistemas telegráficos, telefónicos y radiofónicos. Redactaron códigos comerciales y uniformizaron mercados. Aplicaron presiones de política exterior y aranceles para ayudar a la industria. Apartaron del campo a los labradores y los introdujeron en la fuerza de trabajo industrial. Subvencionaron la energía y la tecnología avanzada, con frecuencia, a través de canales militares. A mil niveles distintos, los Gobiernos asumieron las tareas integradoras que otros no podían o no querían realizar.

Pues el Gobierno fue el gran acelerador. Gracias a su poder coercitivo y a los ingresos obtenidos de los impuestos, podía hacer cosas que la empresa privada no podía permitirse el lujo de abordar. Los Gobiernos podían impulsar el proceso de industrialización adelantándose a cubrir los huecos que iban surgiendo… antes de que les fuera posible o rentable a las empresas privadas hacerlo. Los Gobiernos podían realizar una "integración anticipativa".

Al establecer sistemas de educación general, los Gobiernos no sólo contribuían a condicionar a los jóvenes para sus futuros papeles en la fuerza de trabajo industrial (subvencionando, en realidad, con ello la industria), sino que, simultáneamente, favorecían la difusión de la forma nuclear de la familia. Relevando a la familia de funciones educativas y otras que tradicionalmente desempeñaba, los Gobiernos aceleraron la adaptación de la estructura familiar a las necesidades del sistema fabril. Por tanto, a muchos niveles distintos, los Gobiernos orquestaron la complejidad de la civilización de la segunda ola.

Nada sorprendentemente, a medida que aumentó la importancia de la integración, cambiaron la naturaleza y el estilo del Gobierno. Presidentes y primeros ministros, por ejemplo, llegaron a considerarse a sí mismos fundamentalmente como gestores, más que como líderes creativos sociales y políticos. En lo referente a personalidad y talante, pasaron a ser casi intercambiables con los hombres que dirigían las grandes compañías y empresas de producción. Al tiempo que, de labios para afuera, rendían la obligada pleitesía a la democracia y a la justicia social, los Nixon, Cárter, Thatcher, Breznev, Giscard y Ohira del mundo industrial subían al poder prometiendo poco más que una gestión eficiente.

Por consiguiente, a todo lo largo de la escena, tanto en las sociedades industriales capitalistas como en las socialistas, emergió la misma pauta, grandes compañías u organizaciones de producción y una enorme maquinaria gubernamental. Y en lugar de obreros apoderándose de los medios de producción, como predijo Marx, o de capitalistas reteniendo el poder, como habrían preferido los discípulos de Adam Smith, surgió una fuerza totalmente nueva que desafiaba a los dos. Los técnicos del poder se apoderaron de los "medios de integración" y, con ellos, de las riendas del control social, cultural, político y económico. Las Sociedades de la segunda ola estaban gobernadas por los integradores.

Las pirámides de poder

Estos técnicos del poder se hallaban, a su vez, organizados en jerarquías de élites y subélites. Cada industria y cada dependencia gubernamental no tardaron en dar nacimiento a su propia estructura institucional, su propio poderoso "ellos".

Deportes… religión… educación… cada una tenía su propia pirámide de poder. Surgieron una estructura de ciencia, una estructura de defensa, una estructura cultural. En la civilización de la segunda ola, el poder fue parcelado entre decenas, centenares, e incluso millares de estas élites especializadas. A su vez, estas élites especializadas eran integradas por élites generalistas, la pertenencia a las cuales pasaba por encima de toda especialización. Por ejemplo, en la Unión Soviética y la Europa Oriental, el partido comunista tenía miembros en todas las actividades, desde la aviación hasta la música y la fabricación de acero. Los miembros del partido comunista actuaban como enlaces, llevando mensajes de una subélite a otra. Como tenía acceso a toda la información, poseía un poder enorme para regular a las subélites especialistas. En los países capitalistas, destacados abogados y hombres de negocios que intervenían en el funcionamiento de comités o consejos cívicos, realizaban funciones similares de manera menos formal. Por tanto, en todas las naciones de la segunda ola vemos grupos especializados de integradores, burócratas o ejecutivos, integrados, a su vez, por integradores generalistas.

Las superélites

Finalmente, en un nivel superior aún, la integración vino impuesta por las "superélites" encargadas de asignar la inversión. Ya se tratara de finanzas o de industria, en el Pentágono o en la burocracia planificadora soviética, quienes efectuaban las más importantes asignaciones de inversión en la sociedad industrial fijaban los límites dentro de los cuales se veían obligados a actuar los integradores mismos. Una vez que se había realizado una decisión de inversión a verdadera gran escala, ya fuese en Minneápolis o en Moscú, esa decisión limitaba futuras opciones. Dada una escasez de recursos, no se podía desmantelar hornos Bessemer o demoler fábricas o cadenas de montaje hasta que su costo hubiera sido amortizado. Por tanto, una vez colocado, este capital fijaba los parámetros en que quedaban confinados futuros directores o integradores. Estos grupos de anónimos decisores, al controlar los resortes de la inversión, formaron la superélite de todas las sociedades industriales.

Consiguientemente, en cada sociedad de la segunda ola surgió una arquitectura paralela de élites. Y -con variaciones locales- esta oculta jerarquía de poder renacía después de cada crisis o cambio político. Podían cambiar nombres, consignas, etiquetas de partidos y candidatos; podían sucederse las revoluciones. Podían aparecer nuevos rostros tras las grandes mesas de caoba. Pero la arquitectura básica del poder permanecía inalterada.

Una y otra vez durante los últimos trescientos años, en un país tras otro, rebeldes y reformadores han intentado asaltar las murallas del poder, construir una nueva sociedad basada en la justicia social y en la igualdad política. Tales movimientos han captado temporalmente las emociones de millones de personas con promesas de libertad. Los revolucionarios han logrado incluso, de vez en cuando, derrocar un régimen.

Pero el resultado final era siempre el mismo. Cada vez, los rebeldes volvían a crear, bajo su propia bandera, una estructura similar de subélites, élites y superélites. Pues esta estructura integracional y los técnicos del poder que la dirigían, eran tan necesarios para la civilización de la segunda ola como las fábricas, los combustibles fósiles o las familias nucleares. De hecho eran incompatibles el industrialismo y la plena democracia prometida.

Se podía obligar a las naciones industriales, mediante la acción revolucionaria o de otro modo, a moverse de un lado a otro del espectro, desde el mercado libre hasta el planificado centralmente. Podían pasar de capitalistas a socialistas, y viceversa. Pero, como el proverbial leopardo, no podían cambiar sus manchas. No podían funcionar sin una poderosa jerarquía de integradores.

En la actualidad, mientras la tercera ola de cambio empieza a romper contra esta fortaleza de poder directivo, empiezan también a aparecer las primeras grietas en el sistema de poder. En una nación tras otra van surgiendo demandas de participación en la dirección, de una toma de decisiones compartida, de un control por parte de los obreros, los consumidores y los ciudadanos y de la creación de una democracia anticipativa. En las industrias más avanzadas van naciendo nuevas formas de organización a lo largo de líneas menos jerárquicas y más adhocráticas. Se intensifican las presiones para una descentralización del poder. Y los directores se hacen cada vez más dependientes de la información procedente de abajo. Por tanto, las élites mismas se están tornando menos permanentes y seguras. Todo esto no son sino alarmas tempranas, indicadoras del vasto cambio que se avecina en el sistema político.

La tercera ola, que empieza ya a asaltar estas estructuras industriales, abre fantásticas oportunidades de renovación social y política. En los próximos años, instituciones sorprendentemente nuevas sustituirán a nuestras impracticables, opresivas y obsoletas estructuras integracionales.

Antes de volvernos a estas nuevas posibilidades, necesitamos profundizar nuestro análisis del sistema que agoniza. Necesitamos practicar una radiografía de nuestro anticuado sistema político para ver cómo encajó en el marco de la civilización de la segunda ola, cómo servía al orden industrial y a sus élites. Sólo entonces podremos comprender por qué ya no es adecuado ni tolerable.

VI

El esquema oculto

Nada es más desorientador para un francés que el espectáculo de una campaña presidencial americana: el continuo engullir de "perros calientes", las palmadas en la espalda y los besos a los niños, las primarias, las convenciones, seguidas por el enloquecido frenesí de la colecta de fondos, los silbidos, los discursos, los anuncios en la televisión… todo en nombre de la democracia. En contraste, a los americanos les cuesta entender la forma en que los franceses eligen a sus dirigentes. Menos aún entienden las insípidas elecciones británicas, la rebatiña holandesa con dos docenas de partidos, el sistema australiano de votación preferente o los intercambios y pactos japoneses entre facciones. Todos estos sistemas políticos parecen terriblemente distintos entre sí. Más incomprensibles aún son las elecciones o seudoelecciones de candidatura única que tienen lugar en la URSS y en la Europa Oriental. Cuando se llega al terreno político, no hay dos naciones industriales que parezcan iguales.

Pero, una vez que prescindimos de nuestras provincianas anteojeras, descubrimos de pronto que existen poderosos paralelismos bajo las diferencias de la superficie. De hecho, es casi como si los sistemas políticos de todas las naciones de la segunda ola hubieran sido construidos a partir del mismo esquema oculto.

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