Una segunda crítica a este argumento deriva
también del propio planteamiento, en el cual, de acuerdo
con su frivoli-dad, Descartes habla de "la idea que yo
tenía de un ser per-fecto", añadiendo que "la
existencia estaba comprendida en ella", es decir, que en esta
argumentación Descartes ni siquie-ra llega a hablar de la
existencia de "Dios" sino sólo de "la existencia de la
idea de Dios", idea que, aun cuando pudiera existir en
la mente de un modo más o menos confuso, en nin-gún
caso sería equivalente al propio Dios como
realidad supuestamente denotada por ella. Es decir, afirmar que
la existencia está contenida en la idea
de un ser perfecto no equivale a demostrar la existencia de un
ser perfecto sino sólo a señalar que la idea de
un ser perfecto estaría asociada con la idea de
existencia o incluso con la existencia de dicha
idea, pero a partir de tal premisa es simplemente
absurdo concluir que, además de tal idea, exista una
realidad trascendente supuestamente perfecta que se
corresponda con la mencio-nada idea.
Pero, al margen de estas críticas, ya en la
época de Anselmo de Canterbury, primer defensor de este
argumento, surgieron otras igualmente acertadas. Así, el
fraile Gaunilon indicó que, siguiendo la
argumentación anselmiana, igual podría demostrarse
la existencia de las Islas Afortunadas, en cuanto, si no
existieran, no serían afortunadas, queriendo dar a
entender que una cosa es que la mente sea capaz de forjar ideas
diversas, pero otra muy distinta es que a partir de tales ideas
se pueda deducir la existencia de realidades
trascen-dentes que se correspondan con tales
ideas.
Posteriormente, Tomás de Aquino, Ockham, Hume y
Kant aportaron sus propias críticas, considerando, en
defini-tiva, que había que diferenciar entre el orden
del pensamiento y el orden de la realidad: Por lo
que se refiere al pensamiento y admitiendo la posibilidad de
tener en él la idea de un ser perfecto, a fin de
poder afirmar que tal ser exista como realidad
trascendente y no sólo como idea,
sería necesaria la experiencia correspondiente de
tal supuesto ser perfecto, cuyas cualidades
deberían corresponderse con las de su idea, de
manera que dicha experiencia debería ser la piedra de
toque para saber si la idea pensada se
correspondía con una realidad independiente del
pensamiento.
Por su parte, Hume había señalado
que era posible pensar en Dios o en cualquier quimera como
existentes o como no existentes, pero que, en el mejor de los
casos, a la hora de afirmar la existencia de realidades
trascendentes que se correspondieran con las ideas meramente
pensadas no podía ser suficiente el simple hecho de
pensarlas sino que había que recurrir a la
experiencia.
Igualmente Kant señaló más
adelante que la existencia no era un predicado real, es
decir, no era una cualidad nueva que se añadiese
al conjunto de cualidades que se asocian con determinado
concepto, sino que hacía referencia a la
"posi-ción absoluta de una cosa", es decir, a la
afirmación de la existencia de una realidad cuyas
cualidades se correspondían con las de un determinado
concepto, de manera que las cualidades que éste
tuviera en el pensamiento serían las mismas que
tendría en la realidad, si en verdad existiera,
pero sólo la experiencia podía mostrar si
lo pensado se correspondía con una realidad
existente fuera del pensamiento, además de existir en
él.
En cuanto todas estas críticas son aplicables al
plantea-miento cartesiano, vuelve a mostrarse el fracaso del
pensador francés a la hora de aplicar la regla de la
evidencia al conformarse con una argumentación tan
absurda que sólo sirve de ejemplo para mostrar que nunca
se deben aceptar las "evidencias" subjetivas –que
son todas- como criterio sufí-ciente de
conocimiento.
5) Finalmente, en las Meditaciones
Metafísicas Descar-tes introduce un nuevo argumento,
tan abstruso como absur-do. Señala en él que toda
idea posee un doble valor: En el hecho de pensar algo
puede diferenciarse, por una parte, la acción de
pensar, y, por otra, la realidad pensada. Dice
a continuación que la acción de pensar
posee una "realidad formal", mientras que la realidad
pensada posee una "reali-dad objetiva". A
continuación afirma que como actos diversos de un
sujeto pensante las ideas no plantean problema alguno desde la
perspectiva de su realidad formal; pero añade que
se plantea un problema cuando uno se pregunta por la
causa que pueda haber producido tales ideas en cuanto
contienen una realidad objetiva. Indica a
continuación que la realidad objetiva de la
mayoría de las ideas, en la medida en que es
limitada por representar diversas realidades naturales,
que son limitadas, podría haber sido causada por él
mismo; pero, según el pensador francés, no ocurre
lo mismo con la idea de Dios, pues la realidad
objetiva que en ella se contiene es infinita y, en
consecuencia, no podría ser explicada su pre-sencia en
él considerando que él mismo fuera su causa,
pues
"lo que es más perfecto, es decir lo que contiene
en sí más realidad, no puede seguirse ni depender
de lo menos perfecto"[294].
Proclama por ello que el yo, como sustancia
finita, no podría poseer la idea de una sustancia
infinita a menos que ésta estuviera causada en
él por una sustancia infinita realmente
existente. En consecuencia, afirma que la simple presencia en
él de la idea de Dios demuestra la existencia del
propio Dios.
Resulta asombrosamente decepcionante la facilidad con
que al pensador francés se le mostró como
evidente un argumento tan absurdo y, en cualquier caso,
tan carente de evidencia, al menos si se tiene en cuenta la
rigurosa "claridad y distinción" que él
parecía exigir para la aplicación segura de la
regla de la evidencia, y si se tiene en cuenta la serie de
filósofos que le sucedieron, en cuanto ninguno o casi
ninguno llegó a compartir su aparente convicción
acerca del valor demostrativo de tal argumento –ni tampoco
de los otros-.
Pero, además, cuando Descartes se refirió
a la realidad objetiva de la idea de Dios diciendo que
era infinita, no tuvo en cuenta que en sentido estricto
nadie tiene una idea positiva de lo infinito, pues,
cuando se intenta una hazaña como ésa, lo
único que se consigue es pensar en la negación
de lo finito, pero en ningún caso una
comprensión positiva de "lo infi-nito", del mismo
modo que tampoco se abarca con el pensamiento la serie infinita
de los números naturales, sino sólo que dicha serie
nunca termina y que todos y cada uno de los números tienen
su correspondiente sucesor de forma indefinida. En
consecuencia, la "realidad objetiva" de la idea de Dios, no
podía ser pensada como infinita sino sólo
como indefinida, de manera que estar en posesión
de tal idea no implicaba abarcar con absoluta
comprensión su significado. Por otra
parte, la realidad objetiva de las ideas del Universo,
de Atenea, de la Vía Láctea, de Odiseo, del
Everest, o de una simple célula son siempre más
complejas que los pensa-mientos correspondientes de quien se
encuentra en posesión de ellas, y, sin embargo, nadie se
plantea el problema de cómo es posible que estén
almacenadas en su mente. En consecuencia, parece evidente que
puede pensarse cualquier ente imaginario, por muy inmenso y
extraño que sea, aunque se piense de un modo impreciso, y
no por ello hay que concluir en que deban existir seres reales
independientes que se correspondan con el contenido de tales
ideas y que sean causantes de éstas.
En relación con esta cuestión Hobbes
objetó a Descartes que no veía qué sentido
podía tener afirmar de algo que tuvie-ra más o
menos realidad: "¿Admite la realidad el más y el
menos? O bien, si piensa que una cosa es más cosa que
otra, considere cómo es posible explicar eso con toda la
claridad y evidencia requerida por una
demostración"[295]. Y efecti-vamente
conceptos como "igual", "redondo", "vivo" o "real" no admiten
diferencias cuantitativas: No tiene sentido afirmar que A sea
más o menos igual a B, o que la circunferencia C
sea más o menos redonda, o que la Tierra sea
más o menos real que el Sol, de manera que,
aplicando esta consideración a cualquier realidad pensada,
no tiene sentido el argumento car-tesiano según el cual
afirma la existencia de una diferencia radical entre la "realidad
objetiva" de la idea de Dios" y la del resto de las ideas, pues
la única diferencia existente entre las ideas en cuanto
tales se relaciona con su respectivo conte-nido mental
pero no con su mayor o menor realidad objetiva, en
cuanto desde un punto de vista lógico y
gnoseológico sólo la experiencia permite dar el
paso desde una realidad mental a una realidad trascendente
correspon-diente a dicha realidad mental, y en cuanto
además la afirma-ción según la cual la
posesión de la idea de Dios supone la presencia en la
propia mente de una "realidad objetiva" tan infinita como lo
sería el propio dios es una afirmación
absurda.
En conclusión y teniendo en cuenta el
cúmulo de circunstancias que conformaron el ambiente
social y cultural de Descartes, no resulta demasiado
extraño que se confor-mase con unos argumentos tan
endebles y tan alejados de la evidencia para demostrar la
existencia del dios católico, argumentos asumidos
con la misma frivolidad con que defendió otras
doctrinas igualmente absurdas, como la que "explicaba" la
relación entre el alma y el cuerpo o como aquélla
según la cual
"aunque Dios haya querido que algunas verdades fuesen
necesarias, esto no significa que las haya querido
nece-sariamente"[296],
pues, efectivamente, esta afirmación representa
un absurdo evidente en virtud misma del concepto de "necesario"
en cuanto se entienda como tal "aquello que no puede ser de otro
modo que como es". Por ello, afirmar que "lo necesario"
está subordinado a la voluntad de Dios es lo mismo que
afirmar que lo necesario no es necesario, lo cual es una
contradicción evidente. Ahora bien, como entre esas
verdades necesarias, que a la vez serían innecesarias en
cuanto dependerían de la libre voluntad divina, se
encuentra el principio de contradic-ción, eso
liberaba a Descartes de la necesidad de dar más
explicaciones en cuanto dicho principio se encontraría
subor-dinado a la omnipotencia divina. En efecto, como ejemplo de
tales verdades necesarias, pero libremente
establecidas por Dios, Descartes menciona el principio de
contradicción o la serie de verdades matemáticas de
carácter analítico, como la de la igualdad de
longitud de los radios de una circunferencia, a pesar de tratarse
de una verdad contenida en la propia defi-nición de la
circunferencia. Lo cierto es que, desde el mo-mento en que el
francés llega a considerar que el principio de
contradicción no tiene valor por sí mismo sino que
depende de la omnipotencia divina, puede ya defender cualquier
teoría, en cuanto efectivamente a partir de una
contradicción se puede deducir cualquier cosa. Y
así, Descartes podría afirmar, como lo hace, el
absurdo de que Dios hubiera podido determinar libremente
la necesidad de tales verdades, y tal afirmación
sería coherente con su negación del valor
absoluto del principio de contradicción. Sin
embargo, desde la acepta-ción de que dicho principio es la
base mínima necesaria de cualquier argumentación
racional, considerar que la necesi-dad de un principio
lógico como éste o el de las verdades
analíticas sea consecuencia de una libre
decisión divina con-vierte en imposible cualquier
diálogo y cualquier argumen-tación pretendidamente
racional, en cuanto nada puede argumentarse sin la
aceptación previa de tal principio como instrumento
esencial de cualquier argumentación, por lo que desde tal
perspectiva la defensa o la crítica de cualquier doctrina
sería simplemente una pérdida de tiempo.
Cuando uno se plantea por qué Descartes
llegó a ser capaz de defender teorías tan absurdas,
una de las posibles respuestas que aparecen es la de que, a la
hora de reflexionar acerca de las doctrinas de la teología
católica, el pensador francés consideró
conveniente mostrarlas como situadas más allá de la
razón humana a fin de protegerlas de cualquier intento de
crítica, como las que él mismo llegó a hacer
cuando, inadvertidamente se adentraba en la reflexión
acerca de tales cuestiones. Pero, ante esta serie de absurdos, es
lógico plantearse si realmente Descartes llegó a
defender por convicción los desatinados argumentos que
presentó, pues en verdad parece increíble que una
persona con una capacidad intelectual tan considerable como la
que él había demostrado en su labor como
matemático pudiese creer toda esa serie de elucubraciones
en el vacío, y, por ello, parece mucho más probable
que, teniendo en cuenta su afán de servir de lacayo a la
jerarquía católica, y teniendo en cuenta igualmente
su frivolidad, su mitomanía y su mendacidad, no tuviera
reparos en idear argumentos en los que pretendía hacer
pasar por complejo y profundo lo que simplemente era confuso y
absurdo, y tratase de creerse él mismo lo que
escribía para encontrar un cómodo camino que le
permitiera escapar del solipsismo en que le mantenía su
regla de la evidencia, la cual le impedía salir de la
propia subjetividad, y, en segundo lugar, que quisiera ganarse
los favores de la jerarquía católica o al menos la
seguridad de poder dormir sin que a media noche aparecieran las
fuerzas de la Inquisición para juzgarle por cualquier
"desliz racional" que su mente pudiera haberle llevado a
cometer.
Conviene recordar nuevamente aquí aquel lema que
utilizó en su juventud: "Larvatus prodeo" –avanzo
enmas-carado-, que pudo conducirle a defender diversas doctrinas
de la religión católica, tanto por el afán
de asegurarse el apoyo de sus altas jerarquías ante
cualquier posible adversidad derivada de sus ideas más
racionales, como también por el simple gusto de argumentar
para defender lo indefendible, pero haciéndolo como una
especie de entrenamiento y entretenimiento mental a los que le
apasionaba dedicar su tiempo, al igual que también lo
dedicó a la esgrima, como una forma de gimnasia
física.
A pesar de todo, puede aceptarse que, hasta cierto punto
al menos, pero sin una devoción especial, Descartes
creyese en las doctrinas católicas y en todo aquello que
él mismo trató de argumentar en su
favor.
Irracionalismo
teológico
A pesar de que se considera a Descartes como "padre del
racionalismo" por su valoración de la razón como
instru-mento fundamental para la obtención del
conocimiento, el hecho de que considerase al dios católico
como garantía últi-ma del valor de la regla de la
evidencia y del valor del principio de contradicción y, en
general, del conjunto de todas las verdades, así como la
pretensión de construir su sistema filosófico
considerando a ese dios como el principio a partir del cual
derivaba el resto de la realidad y considerando igualmente, por
ello mismo, que se podía deducir el cono-cimiento de dicha
realidad a partir de ese dios, hacen que, junto a tal paternidad
respecto al racionalismo, se pueda hablar con mucho mayor motivo
de una paternidad similar respecto a un "irracionalismo
teológico", en cuanto sus puntos de vista acerca de la
realidad no provenían del empleo de una razón que
le hubiese conducido hasta Dios sino de unos prejuicios
religiosos de carácter fideísta
–y por ello mismo irracionales- recibidos a lo largo de su
formación educativa, fomentados en su ámbito social
tan ligado al clero católico, reforzados por su temor y
por su interés en contar con el favor de la
jerarquía católica, y asumidos por ello mismo sin
haber sido sometidos a la prueba de la duda metódica, al
margen de que el pensador francés intentase a
posteriori aportar demostraciones en su favor y de que a
partir de dichas demostraciones pretendiera igualmente deducir el
resto de la realidad. Ninguno de estos intentos podía
conducir al éxito, no sólo por la imposibilidad
intrínseca de conseguir tales demostraciones sino porque
el propio Descartes se había cerrado las puertas para
lograrlo desde el momento en que, a pesar de que había
considerado que cualquier supuesto conocimiento sólo
podía adquirir la categoría de tal en cuanto se
mostrase como evidente para la razón, añadió
a esta condición la de juzgar necesario encon-trar una
garantía del valor de la propia evidencia, pues, mientras
no se demostrase la no existencia del genio maligno o de un dios
engañador, siempre podía dudarse del valor de
cualquier conocimiento por muy evidente que pareciera. Como ya se
ha señalado antes, Descartes no reparó en que,
desde el momento en que tenía que justificar el valor de
la regla de la evidencia, se cerraba las puertas para escapar al
solipsismo en cuanto cualquier intento por demostrar la
existencia de Dios debía basarse en argumentos que
sólo podían conducir a una evidencia
subjetiva, es decir, sin garantías de que se
correspondiese con una auténtica verdad y no con una
ilusión provocada por aquel hipotético genio
maligno o por aquella divinidad engañosa –o incluso
por el propio dios de su religión, supuestamente
omnipotente, que por ello mismo podía ser infinitamente
más engañador que aquellos otros seres
hipotéticos-.
Por lo que se refiere a la construcción de su
sistema filosófico, Descartes actuó desde ese mismo
planteamiento que, por una parte, pretendía que fuera
racional y deductivo, en cuanto a partir de Dios intentaba
deducir el resto de la realidad, y, por otra, era simplemente
irracional y teológico, en cuanto, al margen de que lo
intentase, no podía encontrar justificación
racional alguna que demostrase la existencia de ese dios sin el
cual ningún otro conocimiento quedaba justi-ficado, a
excepción, en el mejor de los casos, de la
proposi-ción "cogito, ergo sum". Su sistema fue irracional
y teológico además porque, aunque no podía
escapar del solipsismo una vez introducida la hipótesis
del genio maligno, pretendió haber demostrado la
existencia de Dios y a continuación defendió la
tesis que todo era tan absolutamente dependiente de él que
incluso el principio de contradicción estaba some-tido a
su omnipotencia. Por ello, cuando consideró igualmen-te
que las mismas verdades matemáticas dependían de
él, no estaba diciendo nada que no se dedujera de la tesis
anterior, y, en consecuencia, siendo en este punto más
papista que el papa, defendió que el hecho de que los
radios de una circun-ferencia fueran iguales o desiguales, o que
la suma de los ángulos de un triángulo fuera o no
fuera de 180 grados, o que la multiplicación de dos por
cuatro fueran ocho o no, dependía del poder de Dios. En
definitiva, si el principio de contradicción no
valía por sí mismo, podía por ello defender
igualmente, por absurdo que fuera, que verdades
tautológicas como las indicadas no valieran por sí
mismas y en virtud de la definición del sujeto de tales
proposiciones sino que dependieran esencialmente de la voluntad
de Dios. Tal acti-tud representaba la inmolación
más absoluta de la raciona-lidad ante el dogmatismo de la
jerarquía católica. Así que, a partir de
tales doctrinas, no parece especialmente acertado considerar que
el sistema cartesiano sea un modelo de racionalismo deductivo,
sino más bien de irracionalismo teológico,
en cuanto la razón no podía avanzar con
legi-timidad un solo paso más allá del
cogito, ya que, con la excepción de esta
evidencia, todas las demás podían ser falsas en
cuanto la hipótesis del genio maligno implicaba esa
posibilidad, y en cuanto ningún razonamiento tenía
valor por sí mismo, ya que, si el principio de
contradicción, arco de bóveda de la Lógica,
estaba sometido a la voluntad divina, con mayor motivo lo estaban
todas las reglas de la Lógica y cualquier razonamiento, en
cuanto todos se regían por estas mismas reglas.
A la hora de plasmar su sistema filosófico
Descartes comparó la Filosofía con un árbol
cuya raíz sería la Metafísica, el tronco la
Física y las ramas el resto de las ciencias. Pero, como
este árbol estaba cortado precisamente de
raíz, ni el tronco ni las ramas podían
sustentarse adecua-damente y, por ello, todo aquello que
pretendió deducir a partir de aquella raíz
sólo hubiera podido considerarse como verdadero por
accidente –o por casualidad- pero no porque hubiese
sido deducido apropiadamente a partir de una verdad firme y
segura.
La parte más importante de la Metafísica
era la que se relacionaba con las reflexiones críticas
acerca del método, con el intento de fundamentarlo, con el
descubrimiento y el análisis de la única verdad que
podía superar la prueba de la duda metódica, con el
análisis de la "res cogitans", con los intentos por
demostrar la existencia de Dios, considerado como "sustancia
infinita" ("res infinita") de cuya voluntad omnipotente
procedería el resto de la realidad: la "res cogitans", de
carácter inmaterial, y la "res extensa" o realidad
material, cuya existencia independiente había sido puesta
en duda y sólo la demostración de la existencia de
un dios veraz podía servir, según el pensador
francés, para superar esa duda acerca de su
existencia.
5.1. El concepto de sustancia y Dios
Descartes entendió el concepto de
sustancia como el de
"una cosa existente que no requiere más que de
sí misma para existir"[297].
Siendo coherente con tal definición y de acuerdo
con Tomás de Aquino en su definición del
constitutivo formal del dios cristiano como "ipsum ese
subsistens"[298], Descartes juzgó que en
sentido propio había que considerar que sólo el
dios cristiano tenía el carácter de
sustancia, aunque en un sentido secundario podía
considerar a la res cogitans y a la res extensa
como sustancias, en cuanto para su existencia
sólo requerían de la acción creadora de Dios
como realidad de la que dependían.
Sin embargo, en un sentido riguroso el concepto
carte-siano de sustancia no era aplicable a nada en cuanto la
su-puesta realidad divina no había podido ser demostrada.
Y, por lo que se refería a las diversas realidades
existentes, de nin-guna de ellas podía demostrarse su
autosuficiencia y nece-sidad, sino sólo su carácter
meramente fáctico, al mar-gen de la necesidad o de la
contingencia desde el punto de vista del conocimiento humano.
Pero, además, de acuerdo con la teología de
Tomás de Aquino respecto a la doctrina de la
conservación del mundo, Descartes defendió
igualmente la tesis de la creación continuada de
la realidad por parte de Dios y, por ello, era una inconsecuencia
considerar la res cogitans o la res extensa
como sustancias, en cuanto para existir necesitaban
en todo momento de la acción conser-vadora, es
decir, creadora de Dios.
Parece por ello que la causa que condujo a Descartes a
considerar la res cogitans o la res extensa
como sustancias pudo ser sencillamente la de su temor a
incurrir en la herejía panteísta, en el
caso de que hubiese considerado tales "sustancias" como simples
atributos o manifestaciones de la divinidad.
Conviene recordar a este respecto que hacía pocos
años, en 1619, cuando Descartes tenía 23
años, G. C. Vanini había sido condenado a muerte
por su defensa del panteísmo. Ese bárbaro asesinato
cometido por la jerarquía católica resultaba
más que suficiente para que el pensador francés
comprendiera los graves peligros que podían amenazar a
quien se atreviese a opinar en contra de la dogmática
católica. En consecuencia era poco menos que imposible que
Descar-tes llegase a defender el panteísmo implicado en la
tesis de que sólo existiera una sustancia, a pesar de ser
un punto de vista más coherente que el que finalmente
defendió en su metafísica, y fue Spinoza,
judío holandés de origen español, quien
pocos años después sostuvo la doctrina
panteísta, entendiendo la idea de dios –"Deus sive
Natura"- como la de una sustancia única e infinita que
integraba en sí misma el conjunto de toda la realidad,
material o pensante.
Para Descartes el dios católico se
caracterizaba en principio por su infinitud, atributo
que incluía de forma indivisible el conjunto de todas las
perfecciones, como la omnipotencia, la eternidad, la
inmutabilidad, la omnisciencia, la veracidad[299]y
todas las cualidades que le atribuía la jerarquía
católica.
Consecuente con la cualidad de la inmutabilidad
divina –pero en contradicción con la de la
omnipotencia-, casi al comienzo de la quinta
parte del Discurso Descartes
escribió:
"he advertido ciertas leyes que Dios ha establecido de
tal manera en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en
nuestras almas que, después de haber reflexionado
bas-tante en ellas, no podríamos dudar de que son
obser-vadas exactamente en todo lo que es u ocurre en el
universo"[300].
Con estas palabras Descartes venía a decir que el
Universo en general –y no sólo el ser humano- estaba
hecho a imagen y semejanza de Dios, al menos en el sentido de que
con sólo profundizar en la comprensión de la
esencia divina se podían deducir a partir de ella
las leyes que determinaban el funcio-namiento de la naturaleza,
de manera que las investigaciones empíricas podrían
ser innecesarias en cuanto la razón por sí sola
fuera capaz de deducir tales leyes, que se desprendían de
la inmutabilidad divina; o, en el mejor de los casos, tales
investigaciones podrían tener un carácter meramente
auxiliar para el logro de este objetivo, a fin de suplir la
limitación de la razón humana, incapaz de llevar a
cabo un proceso racional que, comenzando desde Dios, fuera capaz
de establecer una cadena deductiva tan amplia que le condujese a
la compren-sión de las realidades empíricas
más concretas en cuanto derivadas de la acción
divina, demasiado alejadas de Dios para permitir que la mente
humana pudiera abarcar los innu-merables pasos deductivos de tal
proceso.
5.2. El "racionalismo" teológico y la res
cogitans
A la vez y junto a este punto de vista, Descartes
defendió un racionalismo teológico
según el cual, si la razón humana era capaz de
alcanzar el conocimiento de las verdades primeras de
carácter innato y el de todas las que se
deducían de éstas, no era por otro motivo sino
porque Dios la había dispuesto con tales ideas
que era capaz de recuperar en cuanto se encontraban ya en ella de
forma latente.
Sin embargo y de manera desconcertante, Descartes
relativizó su aparente racionalismo teológico y lo
convirtió en irracionalismo en cuanto
consideró que no era la racionalidad
intrínseca de las distintas verdades lo que
permitía conocer-las, sino el hecho de que
toda verdad dependía de Dios y emanaba de su
naturaleza, escribiendo a Mersenne en este
sentido:
"en cuanto a las verdades eternas le digo sin más
que sólo son verdaderas o posibles porque Dios las conoce
como verdaderas o posibles, pero no, por el contrario, que sean
conocidas por Dios como verdaderas como si fuesen verdaderas con
independencia de él […] La existencia de Dios es la
primera y la más eterna de todas las verdades que puede
haber y la única de que proceden todas las
demás"[301].
Por ello, la razón no demostraría nada si
no fuera porque Dios había establecido que pudiera
conectar con la verdad, y, en consecuencia, no sería
autosuficiente por ella misma para alcanzarla, pues la
justificación de toda verdad se encontraba en el propio
Dios y no en una racionalidad intrínseca de las cosas que
determinase su verdad.
A partir de la primera verdad, "cogito, ergo sum",
Descartes había introducido la idea del alma como la de
una sustancia, "una cosa que piensa". Especificando un poco
más el modo de ser de tal realidad, en Las pasiones
del alma consideró, por lo que se refería a su
atributo esencial, que ésta se reducía al
pensamiento, en el cual podían distinguirse las
acciones o "voluntades", que procedían de ella, y
las pasiones, que eran los conocimientos existentes en
ella. Escribe en este sentido:
"en nosotros no queda nada que debamos atribuir a
nuestra alma excepto los pensamientos, los cuales son
principalmente de dos tipos, a saber: unos son las acciones
del alma, otros son sus pasiones. Las que llamo sus
acciones son todas nuestras voluntades, puesto que experimentamos
que proceden directamente de nuestra alma y parecen depender
sólo de ella […y las pasiones son] todas las clases
de percepciones o conocimientos que se hallan en
nosotros"[302].
Descartes, fiel al adoctrinamiento católico
recibido y al ambiente clerical en que transcurrió su
vida, consideró que la res extensa era incapaz de
pensar, por lo que juzgó que el pensamiento, entendido en
un sentido muy amplio como cualquier tipo de vivencia,
debía de estar relacionado con una realidad distinta a la
de la res extensa y así concluyó en que
era el atributo esencial del alma –o de la res
cogitans-:
"Así pues, como no concebimos que el cuerpo
piense de ninguna manera, tenemos razón creyendo que todo
tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al
alma"[303].
De nuevo resulta asombrosa la frivolidad y
osadía con que Descartes establece sus conclusiones,
pues a partir de que él no concibiera que el cuerpo
pensase de alguna manera, era absurda la deducción
según la cual "todo tipo de pensamiento existente en
nosotros pertenece al alma". Y, por ello mismo, considerando que
la única evidencia de que disponía era la de la
existencia del pensamiento, no podía justificar a partir
de él la serie de características que
atribuyó a esa supuesta realidad del alma, como en
especial su carácter simple, inmaterial e
inmortal. Se trataba de una creencia básicamente
religiosa, y, aunque se había mantenido a lo largo de los
siglos, la aplicación rigurosa de la regla de la evidencia
debiera haber conducido al pensador francés a ser
más prudente y a no afirmar como evidente la existencia de
la realidad fantasmagórica que se correspondía con
tal creencia. El hecho de que ni siquiera llegase a ser
consciente del carácter tan problemático de tal
concepto es una prueba más no sólo de su frivolidad
y de su entera acomodación a las "verdades" de la
religión católica, sino también de la
debi-lidad de la regla de la evidencia como criterio para avanzar
en el descubrimiento de la verdad.
¿Por qué incurrió el
filósofo francés en afirmaciones tan precipitadas y
tan mal fundamentadas? Antes ya se ha sugerido que posiblemente
uno de los factores que podían haberle condicionado en
este sentido era el de la frivolidad y la osadía de su
carácter, que le conducía a ofuscarse a la hora de
establecer conclusiones para las que no tenía otra base
que la de aquellas creencias religiosas a las que no se
había atrevido a aplicar la duda metódica.
Otro factor que pudo contribuir a la aparición de tales
errores pudo consistir en que sus creencias religiosas, en las
que había sido adoctrinado durante su infancia, hubieran
arraigado en él de tal forma que llegase a verlas como
auténticos conocimientos. Pero en realidad y a pesar de la
serie de ocasiones en que Descartes trató temas religiosos
en sus escritos, no parece que lo hiciera por ningún tipo
de sentimiento místico ni de religiosidad especialmente
intensa, sino más como un modo de construir su sistema
filosófico de forma que fuera compatible con las doctrinas
de la iglesia católica. De otro modo sería
difícil-mente explicable que una persona tan capacitada
para las Matemáticas hubiese considerado como verdades
evidentes aquellas doctrinas que eran simples dogmas de la
religión católica, que no sólo se
encontraban alejados de cualquier procedimiento de
verificación sino que en algunos casos introducían
problemas insolubles o incluso contradictorios, como
sucedía en el caso de la supuesta interacción del
alma con el cuerpo, problema que el pensador francés tuvo
la frívola osadía de abordar y de pretender haber
solucionado, al igual que había pretendido hacer con
algunos otros dogmas igualmente incomprensibles y contradictorias
por definición.
En su exaltación de la "res cogitans" frente a la
"res extensa", Descartes llegó a escribir:
"Yo niego que la cosa pensante necesite otro objeto
distinto de sí mismo para ejercitar su
acción"[304].
Se trataba de una afirmación que recordaba la
aristoté-lica en relación con la propia divinidad
considerada como "nóesis noéseos", como pensamiento
que se piensa a sí mismo, afirmación carente de
contenido, pues "pensar que se piensa" sin que tal pensamiento
recaiga sobre una realidad ajena a la propia acción de
pensar es tan absurda y vacía como lo sería la
acción de recordar sin que tal acción
reca-yese sobre un determinado contenido, sobre
determinados recuerdos.
En su interpretación de la idea del alma
Descartes se encuentra en una posición bastante
próxima a los dualismos pitagórico y
platónico, y, por ello mismo, instalado
frívola-mente en el mundo de lo mítico.
Aristóteles había progresado mucho en este punto al
considerar que el alma sólo era la forma o estructura del
cuerpo por la que éste era apto para realizar sus
funciones vitales[305]es decir, como aquella
estructura del cuerpo que permitía a los seres
que la poseían realizar diversas funciones vitales. Y del
mismo modo que el concepto de estructura no se refiere a
una realidad material ni espiritual sino que se trata simplemente
de un concepto abstracto, de manera que a nadie que no
fuera un idealista platónico se le ocurriría
afirmar que se trataba de una realidad existente en sí
misma sin ser la estructura de algo y
exis-tiendo en ese algo, con ese mismo sentido
común Aristóteles consideró que la
corrupción del cuerpo implicaba la corres-pondiente
disolución de su forma o estructura, y, por ello
mismo, negó que el alma, en cuanto forma
y naturaleza del cuerpo, pudiera ser
inmortal.
Sin la presencia de tales prejuicios religiosos,
Descartes hubiera podido preguntarse por qué sus diversos
pensamien-tos "parecían" acompañar a su cuerpo en
cualquier lugar en que éste se encontrase y, de hecho, su
frívola osadía le llevó a asignarle un
lugar, la glándula pineal, lo cual se encontraba
en contradicción con el teórico carácter no
espacial de la res cogitans. Igualmente podía
haberse planteado por qué le pa-recía tan
inconcebible que el cuerpo fuera capaz de pensar, si podía
saber perfectamente que, cuando el cerebro de una per-sona
quedaba dañado por un accidente o por una enferme-dad, su
mente sufría una serie de anomalías que
podían alcan-zar hasta la pérdida de la memoria o
de la consciencia, lo cual constituía por lo menos un
claro indicio de que sí había una clara
relación entre el alma y el cerebro. Es cierto que
Des-cartes no negó esta relación, pero no lo es
menos que habría simplificado el "problema
psicofísico" si, en lugar de intro-ducir la idea del alma
para explicar las diversas vivencias, sensaciones, sentimientos y
pensamientos, hubiera actuado, de acuerdo con el principio de
economía de Ockham, consi-derando el cerebro como la
realidad estrictamente necesaria para explicar la
aparición de tales vivencias y sin la cual nin-guna de
ellas se daba. Curiosamente Descartes utilizó como
argumento para defender la independencia del alma respecto al
cuerpo la observación según la cual cuando un brazo
es amputado el alma sigue teniendo las mismas cualidades que
antes de la amputación, y, por ello, resulta muy
difícil creer que no se le ocurriera realizar una
comparación distinta, planteándose si habría
podido decir lo mismo en el caso de que en lugar del brazo lo
amputado hubiera sido una parte del cerebro. Por ello, la
comparación cartesiana parece una mues-tra más de
su mendacidad a la hora de pretender poner a prueba la doctrina
dualista sobre la naturaleza humana, pues es evidente que la
utilización del segundo ejemplo le habría puesto en
apuros para explicar la correlación existente entre los
diversos estados del cerebro y las diversas capacidades humanas,
físicas y psíquicas. Es posible que Descartes
hubie-ra replicado a esta objeción que lo que
sucedía era que el cerebro dañado impedía la
llegada de los mensajes del alma hasta el resto del cuerpo, al
igual que impedía que accediesen al alma determinados
mensajes del cuerpo. Pero de nuevo se le podría replicar:
1) que, de acuerdo con el principio de eco-nomía de
Ockham, lo que podía ser explicado de un modo más
sencillo no tenía por qué ser explicado de un modo
más complicado, y 2) que por muy en condiciones que
hubiera estado el cerebro lo más incomprensible
habría sido la expli-cación acerca de cómo
los fenómenos pertenecientes al ámbito de la
res extensa podían influir en la res
cogitans y viceversa.
Por otra parte, si con su defensa del
mecanicismo había introducido la teoría de
que la conducta de los animales podía explicarse
adecuadamente considerando que eran máquinas complejas,
pero máquinas al fin y al cabo, parece que sólo sus
prejuicios, temores y ambiciones, especialmente ligados a sus
relaciones con la jerarquía católica, pudieron
desviarle de una aplicación audaz de su mecanicismo al ser
humano, como más adelante defendió su compatriota
La Mettrie (1709-1751), defensor del materialismo y de
la consideración de que el hombre era, como los
demás animales, una máquina que funcionaba de
acuerdo con las mismas leyes que deter-minaban los cambios en
toda la naturaleza, interesándose en el estudio del
sistema nervioso y del cerebro a partir de la
consideración de que, siendo los estados "anímicos"
corre-lativos con los del cuerpo, resultaba evidente que tales
estados se explicaban por las características del
cerebro.
Por su parte, a partir de la afirmación de la
existencia de la res cogitans como una sustancia
distinta de la res extensa, Descartes se internó
en un callejón sin salida a la hora de explicar
cómo esta supuesta realidad inmaterial del alma
podía relacionarse con otra sustancia tan radicalmente
hetero-génea como lo era el cuerpo. Es evidente
que, si Descartes se hubiera atrevido a alejarse de las doctrinas
religiosas tradicio-nales defendidas en el medio político
y cultural en que se movía, su prestigio intelectual se
habría derrumbado, su pre-sencia en cualquier universidad
hubiera sido impensable, su pretensión de contar con el
apoyo de la jerarquía católica habría sido
inútil y su temor a las represalias de dicha
jerar-quía, que ya sufría, a pesar de su cuidado en
no alejarse de sus doctrinas, hubiera estado plenamente
justificado. Convie-ne también tener en cuenta que, a
pesar de su prudencia en relación con las cuestiones
teológicas, tuvo serios conflictos tanto con algunos
miembros del clero católico como con los teólogos
protestantes de las universidades de Utrecht y de Leiden, y que
pocos años después de su muerte sus obras fueron
incluidas por la jerarquía católica en su
"Índice de libros prohibidos".
A pesar de todo, a la hora de explicar determinados
fenómenos como el de la muerte, Descartes la explicaba
desde un planteamiento que no coincidía plenamente con el
tradicional de la jerarquía católica y con el
platonismo, que entendía que ésta era una
consecuencia de que el alma se separaba del cuerpo, sino que
consideró que los órganos del cuerpo sufrían
un deterioro y una desorganización que impe-día la
continuación del ciclo vital, de forma que tal
situación era la que determinaba la muerte y la
subsiguiente separación del alma respecto al cuerpo. Y, en
este sentido, dijo que la muerte se producía
"porque alguna de las principales partes del cuerpo se
corrompe; y pensemos que el cuerpo de un hombre vivo difiere del
de un hombre muerto lo mismo que un reloj u otro autómata
[…] cuando está montado y tiene en sí el
principio corporal de los movimientos para los cuales fue creado,
con todo lo necesario para su funciona-miento, difiere del mismo
reloj o de otra máquina cuando se ha roto y deja de actuar
el principio de su movimiento"[306].
Su explicación de la muerte como consecuencia del
dete-rioro y desorganización de los órganos vitales
era correcta, al igual que la del cese del funcionamiento de
cualquier má-quina cuando sus piezas dejan de estar
adecuadamente orga-nizadas, y precisamente por ello no
tenía necesidad alguna de hacer referencia a un concepto
religioso como el del alma. Por ello, aunque puedan encontrarse
motivos por los cuales no llegase a dar el paso que
posteriormente dio La Mettrie, considerando que el ser humano era
tan asimilable a una máquina como el resto de seres vivos
–aunque con la impor-tante diferencia respecto a las
"máquinas artificiales" de que, al menos hasta el momento
actual, éstas, a diferencia de los seres vivos, no sienten
ni piensan realmente-, tales motivos no eran de carácter
científico ni de simple especulación racio-nal,
sino sólo consecuencia de aquellos prejuicios y de
aque-llos factores que se han mencionado en la segunda parte de
este trabajo. Tales prejuicios fueron los que le llevaron a
asumir como evidente (!) el dualismo psicofísico, el
rechazo de que el cuerpo fuera capaz de pensar y la doctrina de
que la existencia del pensamiento sólo resultaba
explicable a partir de la existencia de una realidad como la "res
cogitans", radicalmente distinta de la "res extensa".
5.2.1. Realidad, independencia e inmortalidad del
alma
Llevado de sus prejuicios religiosos y de su frivolidad
habitual, en el Discurso del método Descartes
consideró evidente (!):
1) la existencia del alma,
2) que se trataba de una realidad independiente
del cuerpo,
3) que no estaba sujeta a morir con él,
y
4) que, en consecuencia, era inmortal, según tuvo
la osadía de escribir:
"conocí […] que era una sustancia cuya
esencia íntegra o naturaleza sólo consiste en
pensar y que para ser no necesita ningún lugar ni depende
de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el
alma por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del
cuerpo […] y que aunque él no existiera ella no
dejaría de ser todo lo que
es"[307].
Resulta realmente inaudito que, después de su
teórica exigencia absoluta de claridad y distinción
para aceptar la verdad de un supuesto conocimiento, Descartes
afirmase luego con tanta frivolidad doctrinas tan alejadas de la
evidencia, como las que se acaban de citar. Por ello, la actitud
cartesiana sólo parece comprensible considerando que en
realidad el pensador francés era consciente de no haber
tales tesis, pero debió de juzgar que sus elucubraciones
serían del agrado de la jerarquía católica y
quiso mostrarse compla-ciente con ella en espera de una posible
compensación.
Igualmente y como un descubrimiento asombroso, aun-que
sospechosamente coincidente con el correspondiente dogma de la
religión católica, en las Meditaciones
Metafí-sicas declaró haber demostrado
que
"el alma del hombre […] es por su naturaleza
inmortal"[308].
Pero, más allá de esta simple
declaración y de algún argumento sin valor alguno,
no existe en sus planteamientos nada que se parezca a una
demostración ni de la existencia del alma como sustancia
independiente del cuerpo ni, por supuesto, de la inmortalidad de
tal hipotética sustancia.
A través de estas afirmaciones, Descartes se
mostró especialmente osado y nada escrupuloso al afirmar
como evidentes doctrinas muy alejadas de cualquier
posible demos-tración, alejadas igualmente de la
experiencia y, por ello mismo, de una deducción que
derivase de datos objetivos, pues no contaba con otra base que
con prejuicios religiosos, asentados en su mente como
consecuencia del adoctrina-miento recibido en su infancia y en su
juventud, de su círculo de amistades clericales, de su
ambición por triunfar como filósofo católico
con la ayuda de la jerarquía católica y, en una
cierta medida, de su temor a esta misma jerarquía. En
cualquier caso resulta sorprendente en grado sumo que Des-cartes
pudiera ver como evidentes doctrinas como las de que el
yo era una sustancia pensante, que sólo
consistía en pensar, que no necesitaba ni
dependía de ninguna sustan-cia material, que se
identificaba con el alma, que ésta era
enteramente distinta del cuerpo y que aunque el cuerpo
no existiera, el alma no dejaría de ser todo lo que
era, pues todas estas doctrinas no eran otra cosa que
prejuicios que se identificaban con aquellas creencias
religiosas a las que no había aplicado la duda. Por
ello, desde una perspectiva ajena a tales prejuicios y a ese
ambiente clerical en que se movía especialmente, no
habría llegado a defender el carácter evi-dente de
tales doctrinas, que podían ser aceptadas de forma
acrítica, pero que, en cualquier caso, ya en el siglo XIV
se habían presentado como problemáticas, al menos
desde el punto de vista del conocimiento, al mismo Ockham, quien,
a pesar de no haberse opuesto a los dogmas religiosos,
consi-deró que había que establecer una
línea de separación entre aquello que podía
ser objeto de conocimiento y aquello que sólo podía
afirmarse desde la fe. Descartes, sin embargo, llevado de su
megalomanía y de su orgullo, que le condujeron a creer que
su razón podía conducirle a la consecución
de un objetivo semejante, tuvo la frívola
pretensión de establecer un nexo entre la realidad
cognoscible y las doctrinas teológicas
católicas.
Por otra parte, la sorpresa se convierte en asombro ante
la osadía del pensador francés cuando afirma con la
misma impresión de evidencia (!) que aunque el cuerpo
no existiera el alma no dejaría de existir, pues algo
muy parecido a la evidencia más bien muestra lo contrario:
Cuando se observa a alguien en estado de coma profundo se
constata sin dema-siada dificultad que, en cuanto el
cerebro no se encuentra en condiciones adecuadas, su
actividad pensante parece ser nula o muy escasa, y, en
cualquier caso, nada evidente; y, del mismo modo, se asocian de
forma espontánea los ciclos de vigilia y de
sueño con ciclos paralelos de conciencia
psíquica similarmente diferenciables, sin necesidad
de recurrir a una tecnología científica
especialmente sofisticada a fin de com-probarlo. Además,
cuando no median los prejuicios religio-sos, todo el mundo
entiende por simple auto-observación que se identifica con
el cuerpo material en el que siente, observa, sufre, recuerda,
desea, piensa y decide, a no ser que los prejuicios en que ha
sido adoctrinado, puedan llevarle a creer que su cuerpo es un
simple instrumento de su "alma", enten-dida como una realidad
platónica inmaterial capaz de inter-actuar con dicho
cuerpo, a pesar de que a nadie se le ocurre decir que se haya
percibido a sí mismo existiendo con inde-pendencia
de dicho cuerpo, o pensando a mil kilómetros
de distancia del lugar en el que su cuerpo se encuentra, a no ser
que, como a Descartes, determinadas creencias religiosas
le hayan llevado a la convicción de que alma y cuerpo sean
realidades esencialmente diferenciables e
independientes.
La serie tan asombrosa de "evidencias cartesianas", tan
alejadas de auténticas verdades objetivas, sirve en
cualquier caso para comprobar una vez más que estas
impresiones, por mucha seguridad subjetiva que puedan
proporcionar, en ningún caso pueden servir por ellas
mismas como criterio de verdad.
5.2.2. La conexión entre el alma
y el cuerpo
Por lo que se refiere a esta cuestión, absurda en
sí misma sin necesidad de mayor análisis, Descartes
afirma en un primer momento, con aparente dominio seriamente
científico de la cuestión, la existencia de una
unión del alma con el conjunto del cuerpo, aunque sin
explicar cómo se daría tal unión. Indica en
este sentido que
"el alma está de verdad unida a todo el cuerpo y
[…], hablando con propiedad, no se puede decir que
esté en una de sus partes con exclusión de las
otras, puesto que es uno y en cierto modo indivisible debido a la
dispo-sición de sus órganos que se relacionan entre
sí de tal manera que, cuando uno de ellos es suprimido,
eso hace defectuoso a todo el cuerpo; y puesto que el alma es de
una naturaleza que no tiene relación alguna con la
extensión ni con las dimensiones u otras propiedades
de la materia de que se compone el cuerpo, sino solamente con
todo el conjunto de sus órganos, como se deduce del hecho
de que en modo alguno se podría concebir la mitad o la
tercera parte de un alma, ni qué extensión
ocupa, y de que no se hace pequeña porque se suprima
una parte del cuerpo, sino que se separa enteramente de él
cuando se disuelve el conjunto de sus
órganos"[309].
Sin embargo, poco después especifica que se
encuentra alojada en la glándula pineal:
"el alma no puede ocupar en todo el cuerpo
ningún otro lugar que esta glándula [= la
glándula pineal] en la que ejerce inmediatamente sus
funciones"[310],
afirmación asombrosa y radicalmente
contradictoria con la anterior, pues, al margen de la absurda
frivolidad de defender la inmaterialidad del alma
concediéndole a la vez una cuali-dad propia de la
res extensa como lo es la de ocupar un lugar,
cuando dice que "el alma está de verdad unida a todo
el cuerpo", tales palabras son incompatibles con las que
asocian al alma con un lugar concreto del cuerpo como
sería la glándula pineal. Tanto en un caso en el
otro Descartes defiende una localización espacial
del alma, lo cual es un disparate absoluto desde el momento en
que había conside-rado la res cogitans como
inextensa e inmaterial. Parece que al pensador francés no
le importó demasiado incurrir en esta nueva
contradicción, al margen de que no le quedasen muchas
otras salidas, ya que, en cuanto la interacción entre
ambas sustancias se mostraba como un misterio irresoluble, la
consideración de que el alma ocupaba un lugar
parecía que podía servir para aproximar un poco las
distancias insalvables entre ambas sustancias y para intentar
"comprender" (?) su interacción con el cuerpo.
Una vez afirmada la localización del
alma en la glándula pineal y a pesar de que la
interacción entre el alma y el cuerpo
seguía siendo contradictoria, al parecer a Descartes le
resultó ya más fácil dar una
explicación de esta cuestión, atreviéndose,
con su frivolidad y osadía habituales, a con-siderarla
evidente, y, así, en este sentido
afirmó:
"me parece haber reconocido
evidentemente [!] que la parte del cuerpo en la que el
alma ejerce inmediatamente sus funciones no es el corazón
ni tampoco el cerebro, sino solamente la más interior de
sus partes, que es una determinada glándula muy
pequeña, situada en el centro de su sustancia y suspendida
encima del conducto a través del cual los espíritus
animales[311]de las cavidades anteriores se
comunican con los de la posterior, de tal manera que los menores
movimientos que se producen en ésta contribuyen mucho a
cambiar el curso de estos espíritus, y
recíprocamente, los más pequeños cambios que
tienen lugar en el curso de los espíritus contribuyen en
gran medida a cambiar los movimientos de dicha
glándula"[312].
Como comentario anecdótico de estas palabras
conviene llamar la atención acerca de su carácter
contradictorio en cuanto la expresión "il me semble",
utilizada por Descartes, implica –a diferencia de "je
sais"- una forma inconsciente de expresar la propia
inseguridad respecto a la verdad de lo que estaba
afirmando como evidente: la relación del alma con
la glándula pineal; y así, a pesar de querer basar
sus conoci-mientos en "evidencias", al utilizar ese verbo tan
curio-samente contradictorio con "lo evidente", a diferencia de
la expresión "je sais", estaba afirmando y negando al
mismo tiempo la evidencia respecto a tal
cuestión.
Por otra parte, mediante su teoría de la
relación psicoso-mática Descartes tuvo la nueva
osadía de haber demostrado no sólo que el alma se
encontraba ubicada en el cuerpo sino que era capaz de
mover la glándula pineal, la cual a su vez
determinaría los diversos movimientos de los
espíritus anima-les, de los nervios y de los
músculos, y, a su vez, podría recibir
información del estado de su cuerpo mediante un proceso
similar pero inverso.
Ante el texto anterior, escrito con tanta seguridad
apa-rente a pesar de su carácter absurdo, vuelve a surgir
la pre-gunta de otras ocasiones: ¿Creía Descartes
realmente en la verdad de lo que decía?
¿Podía creer realmente esa serie de sandeces
relacionadas con la supuesta interacción entre el alma y
el cuerpo? ¿Qué explicación puede
encontrarse para una pretensión tan absurda? Parece de
nuevo que la explica-ción de esta actitud se encuentra
expuesta en la segunda parte de este trabajo, en donde se habla
de una serie de peculia-ridades de su personalidad, como la
megalomanía, la frivoli-dad, la mendacidad, el
orgullo y la osadía y algunas otras cuya conjunción
debió determinar que el pensador francés no
sólo fuera incapaz de enfrentarse a las doctrinas
tradicionales de la jerarquía católica sino que
incluso tuviera un interés especial en defenderlas,
"aclarando" sus misterios más inson-dables mediante
explicaciones aparentemente serias y profun-das. En cualquier
caso lo que parece evidente es que el hecho de que una persona
capacitada como él incurriese en seme-jantes absurdos y en
descripciones detalladas de algo que por definición era
imposible percibir sólo resulta explicable por motivos
ajenos a dicha capacidad intelectual.
Por suerte y en contra de las orientaciones de la
"inves-tigación" [?] cartesiana, en la actualidad la
Biología o la Psicología experimental explican la
interacción "psicofísica" sin aferrarse a doctrinas
religiosas y, desde luego, sin hacer referencia alguna a un
concepto metafísico o religioso como el del alma,
hablando sólo de la relación entre el
cerebro y el resto del cuerpo a través
del sistema nervioso y de sus neuro-nas sensitivas o motoras, y
olvidando, por lo menos a efectos científicos, cualquier
referencia a aquella supuesta sustancia inmaterial, que, quienes
la siguen aceptando lo hacen sólo desde una perspectiva
mítico-religiosa, pero no científica.
Desde luego, la explicación cartesiana no era ni
clara, ni distinta, ni evidente, sino todo lo contrario, pues,
desde el momento en que para explicar la conexión entre lo
inmaterial y lo material recurría a un tercer
elemento que seguía siendo material, el
problema no sólo quedaba sin solucionarse sino que se
multiplicaba, al tener que explicar la relación entre el
alma y ese tercer elemento constituido por la glándula
pineal, pues por mínimo que fuera el punto de
conexión entre ambas realidades, el misterio de
cómo lo inmaterial podía influir en lo material y
viceversa se mantenía tan inexplicable como al principio.
Resulta por ello doblemente asombroso que un filósofo que
decía haberse propuesto no aceptar como verdad ninguna
doctrina que no fuera absolutamente evidente se conformase con
una explicación tan absurda desde el punto de vista del
análisis racional, tan radicalmente alejada de la
comprobación experimental, y que además fuera capaz
de considerarla como evidente[313]En resumidas
cuentas, se trataba de un error incomprensible si no se
tenían en cuenta las peculiaridades de su personalidad a
que se ha hecho refe-rencia así como su interés en
manifestar, mediante sus aporta-ciones tan sabias y eruditas, su
apoyo incondicional a la jerar-quía católica, que
era en aquel momento la organización polí-tica y
social más poderosa –y más peligrosa- de
Europa.
La consideración según la cual el alma era
una sustancia distinta del cuerpo le sirvió para excluir
al ser humano del mecanicismo que había defendido
como explicación del comportamiento de la res
extensa en general y del resto del mundo biológico en
particular, insistiendo en la existencia de una diferencia
esencial entre los animales y el hombre porque, mientras los
animales serían simples configuraciones de la materia
especialmente complejas, pero sometidas en todo caso al
determinismo mecanicista, el ser humano, aun-que era una realidad
dual, se identificaba propiamente con su alma, que gozaba de
"libre albedrío" y que, por lo tanto, no estaba sometida
al mecanicismo determinista de la res extensa. Por ello
el "teólogo" francés escribió que
"después del error de los que niegan a Dios […]
no hay nada que aleje tanto a los espíritus débiles
del recto camino de la virtud como el imaginar que el alma de las
bestias es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por lo
tanto, no hemos de temer ni esperar nada después de esta
vida, de la misma manera que las moscas o las hormigas; mientras
que, si sabemos cómo son de dife-rentes, se comprenden
mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una
naturaleza enteramente independiente del cuerpo, y por lo tanto,
que no está sujeta a morir con él y puesto que no
vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos
naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal"
[314]
Sin embargo, al igual que en otras ocasiones y aunque la
defensa cartesiana del mecanicismo aplicado al mundo
bio-lógico fue realmente una intuición
fructífera para el avance de la
Biología[315]las explicaciones que
introdujo para mante-ner las diferencias abismales entre los
animales y el hombre se basaban en la aceptación de
prejuicios procedentes de la filosofía platónica y,
sobre todo, del cristianismo y de la filo-sofía
escolástica, que tuvieron mucho más peso en
Descartes que la toma en consideración de puntos de vista
de otros filósofos de la antigüedad como los
atomistas, que habían defendido el materialismo y, en
consecuencia, una interpre-tación determinista del
conjunto de cambios de la Natura-leza, o como Anaximandro y
Empédocles, que ya habían defendido el
evolucionismo, o como también el mismo
Aris-tóteles, que no había aceptado el dualismo
platónico radical según el cual el alma
podía existir separada del cuerpo, ni la de la existencia
de una diferencia tan radical entre el alma del ser humano y la
del resto de seres vivos, sino sólo una diferencia
cualitativa, que, en el caso del ser humano, radicaba
especialmente en su capacidad racional. En estos plantea-mientos
Descartes ni siquiera puso un cuidado mínimo a la hora de
aplicar la regla de la evidencia, a la que en teoría tanto
valor concedía, pues, en contra de su punto de vista,
idéntico al cristiano, lo evidente no era la existencia de
dife-rencias tan radicales entre el psiquismo de los animales y
el del hombre, sino, por el contrario, la de unas semejanzas
realmente claras, especialmente si, en lugar de comparar el
psiquismo humano con el de las moscas o el de las hormigas, como
hizo el pensador francés con la intención
–aparente al menos- de que la distancia entre el psiquismo
humano y el de los animales en general apareciera como algo
más claramente radical, hubiese realizado tal
comparación entre animales como el chimpancé o el
gorila, con cualidades psíquicas especialmente
desarrolladas, y el hombre[316]Además, no
era tan difícil comprender que los animales
percibían, sentían y tenían toda una serie
de procesos mentales similares a los del hombre, al margen de que
tales fenómenos tuvieran una explicación natural
que ni en el caso de los animales ni en el caso del hombre
requerían de un principio fantasmagórico inmaterial
como el que pretende expresarse mediante el concepto de alma. En
cualquier caso, si algo estaba cerca de la "evidencia", por lo
menos de una evidencia mayoritaria entre los pensadores no
ligados o controlados por la jerarquía católica,
era precisamente lo contrario de lo que Descartes
defendió.
No obstante y a fin de presentar el problema de la
relación psicofísica de un modo más
aceptable, el filósofo francés consideró
igualmente que en realidad los movimien-tos conscientes no eran
causados directamente por la res co-gitans, pues lo
único que ésta podía hacer era
alterar la dirección de los movimientos del
cuerpo, gracias a la relación existente entre el
alma y el cuerpo a través de la glándula
pineal. Pero esta explicación, como ya se ha
indicado, fue un intento ridículo de dar por solucionado
un problema irreso-luble por definiciónen cuanto se
planteaba a partir del prejuicio de que cuerpo y alma fueran dos
sustancias esen-cialmente heterogéneaqs.
En relación con esta cuestión tiene
especial interés mencionar la perplejidad de la princesa
Elisabeth de Bohe-mia, quien en 1643 escribió una carta al
pensador francés en la que le planteaba el núcleo
del problema de la interacción entre alma y cuerpo,
pidiéndole abiertamente que le hiciera "saber de
qué forma puede el alma del hombre determinar a los
espíritus del cuerpo para que realicen los actos
volun-tarios, siendo así que no es el alma sino substancia
pensan-te"[317]. La respuesta de Descartes fue muy
significativa, pues, conociendo la perspicacia de la princesa y
queriendo ser con ella menos frívolo que con el resto de
la humanidad, lo único que se le ocurrió fue
comparar mediante una especie de metá-fora la
relación entre el cuerpo y el alma con
la existente entre un cuerpo y la fuerza de
gravedad, considerando que del mismo modo que se sabe
que la gravedad
"tiene fuerza para desplazar el cuerpo que la alberga
hacia el centro de la tierra [sin embargo] no suponemos que sea
la consecuencia de un contacto real entre dos
superficies"[318].
Esta comparación, sin embargo, era inadecuada
–como no podía ser de otra manera-, a no ser que
Descartes hubiera entendido que la gravedad, concepto
especialmente compli-cado y difícil para la Física
en aquellos tiempos, tenía una entidad similar a la de la
res cogitans y que, por lo tanto, fuera una
misteriosa fuerza espiritual que arrastraba a los
cuerpos hacia el centro de la Tierra, lo cual, por otra parte,
habría conducido de nuevo a la pregunta por el mecanismo
según el cual actuaba una fuerza como
ésa.
A su vez, en su respuesta a esta carta la princesa
vuelve a centrarse en la cuestión central del problema y,
hablando con sinceridad y sin complejos, le dice a su maestro de
manera muy incisiva y acertada: "confieso que me sería
más fácil otorgar al alma materia y
extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad
de mover un cuerpo y de que éste lo mueva a
él"[319].
A continuación de esta carta, en la que de forma
persis-tente pedía a su mentor una explicación de
lo inexplicable, Descartes le responde dando síntomas de
encontrarse perdi-do, sin saber qué responder,
diciéndole:
"no me parece que la mente humana pueda concebir con
claridad al tiempo la distinción entre el alma y el cuerpo
y su unión, puesto que, para ello, es menester
concebir-los, simultáneamente, como una sola cosa y como
dos, y en ello hay contradicción […] Pero, puesto
que Vuestra Alteza comenta que, no siendo el alma material, es
más fácil atribuirle materia y extensión que
capacidad para mover el cuerpo y que éste la mueva, le
ruego que tenga a bien otorgar al alma sin reparos la materia y
la extensión dichas, pues concebirla unida al cuerpo
no es sino eso. Y tras haberlo concebido con claridad y haberlo
sentido en su fuero interno, le será fácil pensar
que esa materia que ha atribuido al pensamiento no constituye el
pensamiento en sí y que la extensión de esa materia
es de naturaleza diferente a la extensión del
pensamiento, porque aquélla reside en un lugar
deter-minado y excluye de él la extensión de
cualquier otro cuerpo, cosa que no acontece con ésta. Y,
así, no podrá por menos Vuestra Alteza de volver a
distinguir fácil-mente el alma del cuerpo sin que sea
óbice para ello el haber concebido su
unión"[320].
Se trataba de una respuesta contradictoria o al menos
máximamente confusa, en la que el pensador francés
co-menzaba reconociendo la imposibilidad de pensar a un mismo
tiempo la realidad dual del hombre, en cuanto com-puesto de
cuerpo y alma, y su realidad unitaria, pues como el propio
pensador reconoce, "en ello hay contradicción". Pero la
confusión de las explicaciones del pensador francés
es tal que es seguro que ni él mismo sabía
qué quería decir con su enrevesado concepto de una
"extensión del pensamiento", pues, en primer lugar,
concede a la princesa que considere que el alma es material y
extensa, al igual que el cuerpo. Pero a continuación
y sin claridad de ninguna clase, le indica que "esa materia que
ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en
sí y que la extensión de esa materia es de
naturaleza diferente a la extensión del
pensamiento", lo cual era conceder a la res
cogitans una cualidad que pertenecía como esencia a
la res extensa. En fin, se trataba de una respuesta
ininteligible en cuanto hablaba de una "extensión del
pensamiento", que, por muy diferente que fuera respecto a la
extensión material, era realmente un concepto [?]
imposible de imaginar y que ni el propio pensador tuvo el
atrevimiento de explicar.
Además, resulta muy sintomático de lo
incómodo que Descartes se encontraba al tratar de esta
cuestión el hecho de que hacia la parte final de este
escrito, bastante breve, por cierto, dijera a la princesa
que
"sería muy perjudicial tener el entendimiento
ocupado en esa meditación con excesiva
frecuencia"[321],
y que unas líneas más adelante se excuse
de seguir tratando el tema diciéndole que
"una enojos noticia que acaba de llegarme de Utrecht, en
donde me cita el magistrado para examinar lo que escribí
acerca de uno de sus ministros, sin tener en cuenta que se trata
de un hombre que me ha calumniado de forma indigna ni que lo que
yo escribí acerca de él no es de pública
notoriedad, me obliga a concluir aquí para dedi-carme a
arbitrar los medios de librarme lo antes posible de tan ingratos
pleitos"[322].
Se trataba de un pretexto insólito, pues en
relación con la princesa Descartes nunca se hubiera
excusado de escribirle una carta más extensa para debatir
o para aclarar cualquier cuestión que hubiera sabido
cómo tratar, por más problemas de cualquier otra
índole que hubiera tenido. A la vez, su excusa iba
acompañada de la comunicación de un problema
personal, cuyo significado podía ser el de enmascarar su
petición a la princesa de que no le torturase con esas
pregun-tas para las que no disponía de una respuesta
coherente, diciéndole en su lugar que tenía graves
problemas personales que le impedían alargar su
carta.
Y ciertamente, con una respuesta tan confusa, a la que
se añadía ese final en el que Descartes
manifestaba, de forma más o menos directa o indirecta, su
deseo de no seguir tratan-do esa cuestión, lo único
que quería lograr es que la princesa desistiese de
volverle a preguntar por temor a que se pusiera en evidencia su
atrevida ignorancia. Sin embargo, la princesa insistió en
el planteamiento de sus dudas y en su siguiente carta del mes de
mayo de ese mismo año llegó a decir a Des-cartes
que "aunque el pensamiento no precise de la extensión,
tampoco es cosa que le repugne […] No me disculpo por
confundir, lo mismo que el vulgo, la noción del alma con
la del cuerpo; pero no por ello salgo de la primera
duda"[323].
Ante esta nueva referencia al mismo tema, su sabio amigo
no se dio por aludido y cambió de asunto sin volver a
hacer referencia a éste, como si la princesa no le hubiera
vuelto a pedir explicaciones. Su silencio era una muestra clara
del reconocimiento de que no sabía que responder a estas
objeciones. El respeto y la admiración que sentía
por la princesa, así como el conocimiento de su agudeza a
la hora de analizar lo que leía le impidieron seguir
haciendo la comedia con que trataba de embaucar alegre y
frívolamente a la "sociedad culta" que le rodeaba, de
manera que, en cuanto sus anteriores manifestaciones, tan
aparentemente eruditas y científicas, en realidad no
demostraban nada, lo mejor era guardar silencio.
Finalmente y por lo que se refiere a la
consideración cartesiana del alma como la
auténtica esencia del hombre, aunque estuviera
unida a un cuerpo, desde el punto de vista de la Ciencia
habría que puntualizar, en primer lugar, que la
utilización del concepto de "esencia" representa por
sí mismo una penosa concesión a la
metafísica aristotélica que en este punto ya
había recibido críticas suficientemente serias, y,
en segundo lugar, que, en cuanto Descartes pretendía
referirse con el término "alma" a una sustancia
inmaterial que sería el sujeto de los
diversos procesos mentales y que, por defini-ción, no
podía ser objeto de ningún tipo de
percepción sensible, ni la Ciencia ni la
Filosofía podían decir nada de ella en cuanto no
era ni racional ni empíricamente demos-trable, por lo que
el valor de tal "evidencia intuitiva" car-tesiana no podía
ser mayor que el de un espejismo.
Por otra parte, aunque es fácil tomar conciencia
de la diferencia existente entre los fenómenos
físicos y los psíquicos, puede constatarse
igualmente la existencia de una clara correspondencia
entre unos y otros a nivel cerebral, tal como se observa
desde la Neurología o desde la Fisiología cerebral.
Por ello, la pretensión de que exista "el alma", como
realidad con unas cualidades radicalmente heterogéneas con
respecto a la realidad del cuerpo no parece derivar de otra cosa
que una antigua creencia mítica que condujo al olvido del
carácter unitario del ser humano, introduciendo en
él un componente mágico, un "fantasma en la
máquina" según la expresión de Gilbert
Ryle[324]En este punto, al igual que en muchos
otros, el uso inadecuado del lenguaje contribuye a mantener tales
confusiones induciendo a imaginar que, más allá de
cualquier término lingüístico, debe
de existir una realidad que se corresponda con
él, como sucede precisa-mente con el términos
"alma", o con los de "sustancia inmaterial", "muerto viviente",
"círculo cuadrado", "libre albedrío" y muchos otros
para los que no existe un sentido consistente que vaya más
allá de la confusa sugerencia de algo que no se sabe
qué podría ser, si es que pudiera ser
algo.
5.2.3. La res cogitans y la
libertad
El problema de la libertad ocupó también
bastantes páginas en la obra de Descartes, a pesar de que
no dio soluciones nuevas y de que incurrió en los mismos
errores de otros autores, no llegando a comprender que el
problema al que se enfrentaba era sólo un pseudo-problema,
un problema meramente lingüístico.
El enfoque cartesiano de esta cuestión estuvo
lleno de incoherencias, dando soluciones superficiales
para todos los gustos y entremezclando conceptos muy diversos de
libertad, contradictorios entre sí en diversas ocasiones,
como en las ocasiones en que aceptó la doctrina del
intelectualismo socrá-tico en relación con el
comportamiento humano, para negar su valor en otros momentos,
siendo al parecer inconsciente de tales contradicciones derivadas
de su tradicional frivolidad, e incoherente con las
doctrinas que había defendido en otras ocasiones, como si
fuera amnésico. Así, cuando intentaba hacer
compatible la libertad humana con la omnipotencia divina
incurría en contradicciones inevitables de las que lo
más sorprendente era que no fuera consciente, aunque la
verdad es que hubo una larga serie de ocasiones en que
incurrió en contradicciones similares sin que al parecer
llegase a percatarse.
En algún momento argumentó que la libertad
era un fenómeno que no requería de
demostración alguna, pues se intuía de manera
directa. En este punto tenía razón, pues
efectivamente tenemos conciencia de que en muchas oca-siones uno
puede hacer lo que quiere –y en eso precisamente consiste
la libertad-. Sin embargo, la falacia que se suele producir en
esos momentos consiste en que a partir de tal intuición se
olvida o no se tiene en cuenta que, aunque efectivamente uno sea
libre para hacer lo que desee, el problema real
comienza cuando uno se pregunta si es libre para dejar de hacer
lo que desee o cuando se pregunta por la causa de tales
deseos, pues es entonces cuando puede comprenderse que nadie
elige desear lo que desea, sino que sus deseos son la
expresión de la suma de sus tendencias y necesidades,
conscientes e inconscientes, y que sus deci-siones voluntarias
están sometidas al determinismo de sus
motivaciones, de manera que, por ello, este concepto de
libertad, en cuanto va unido al de necesidad, en ningún
caso podría fundamentar los conceptos de responsabilidad,
mérito y culpa o bondad y maldad de los actos humanos,
categorías morales aceptadas por Descartes de acuerdo con
el adoc-trinamiento católico recibido.
Una parte considerable de las contradicciones en que
incurrió el pensador francés al tratar esta
cuestión se rela-ciona, como ya se ha dicho, con su
sorprendente frivolidad a la hora de utilizar el
término libertad, que entendió de mane-ras
muy diversas, como en especial las siguientes:
a) Como indiferencia, en cuanto la voluntad se
decida por la consecución de un objetivo sin motivo
alguno que le conduzca a preferirlo por encima de cualquier
otro. Descartes consideró esta forma de libertad como su
expresión más baja al afirmar que se trataba
de
"poderse determinar hacia cosas por las cuales tenemos
una absoluta indiferencia"[325].
Ahora bien, considerar como libre esta forma de actuar
es erróneo en cuanto, desde el momento en que la voluntad
no dispusiera de motivo alguno para dirigirse hacia un obje-tivo
más que a otro, habría que considerar la
decisión corres-pondiente, si fuera posible que se
produjera, como azarosa y no como libre. Pero,
además, aunque en principio pueda imaginarse la
hipótesis de una elección entre acciones
indi-ferentes, en realidad toda elección o decisión
de la voluntad se produce por algún motivo, por muy
irracional o impulsivo que sea o por mínimo que sea el
atractivo que impulse a elegirlo, pues en caso contrario, al no
existir motivo alguno para tales decisiones, éstas ni
siquiera se producirían o, en el caso de que pudieran
producirse, sólo surgirían como un impulso
ciego, concepto que también considera Descartes como
una forma de libertad, según se indica a
continuación.
b) Como voluntad en el sentido de simple
impulso del alma sin relación con objetivo alguno que
la determine. En Las pasiones del alma Descartes se
refiere a este concepto cuando entiende las "voluntades" como
"emociones del alma" que "son causadas por ella misma" y, en
consecuencia, sin que dependan de una realidad ajena:
"[Añado también que las pasiones] son
motivadas, mantenidas y amplificadas por algún movimiento
de los espíritus a fin de distinguirlas de nuestras
voluntades, que podemos llamar emociones del alma que se
refieren a ella, pero que son causadas por ella
misma"[326].
Desde una perspectiva religiosa, muy lejos
todavía de los planteamientos de Schopenhauer, Descartes
se aproxima aquí a la intuición del
voluntarismo del alemán, quien consideró
que la esencia última de la realidad, no sólo del
hombre sino del Universo en general, podía ser considerada
como volun-tad, una voluntad que no surgiría como
consecuencia de una intelección previa del bien y que, en
consecuencia, conver-tiría la supuesta libertad –en
su sentido de "libre albedrío"- en un espejismo en cuanto
no fuera ese bien el que la determi-nase, sino una fuerza
ciega determinante de los continuos cambios de la realidad
en general y del ser humano en particular.
Sin embargo, Descartes todavía se encontraba muy
lejos de hablar de la voluntad como esencia última de la
realidad, pues, encorsetado en las doctrinas católicas, la
veía como una potencia divina de carácter
absoluto y también como una potencia que capacitaba al
hombre para generar sus propias decisiones con independencia del
valor de los objetivos a los que tendiese en cuanto implicasen la
satisfacción de una necesidad. Y aquí es donde, en
los momentos en que defiende un punto de vista semejante, el
planteamiento cartesiano se convierte en irracional al no haber
comprendido que el querer humano no es una potencia independiente
que pueda tender hacia cualquier objetivo, sino que son
éstos los que, en cuanto el ser humano los perciba,
consciente o inconscien-temente, como satisfactorios de alguna
necesidad, se convier-ten en determinantes de sus
decisiones.
Schopenhauer defendió en el siglo XIX que la
esencia última de la realidad estaba constituida por la
voluntad, una voluntad ciega, inconsciente y anterior a toda
racionalidad, presente tanto en el ser humano como en el resto de
la natu-raleza, llegando a considerar la misma fuerza de la
gravedad como una manifestación de dicha voluntad en la
Naturaleza. Un planteamiento bastante similar al de Schopenhauer
fue el defendido por Nietzsche, quien, a propósito de tal
concepto, le añadió la especificación
voluntad "de poder", queriendo decir con ella que la voluntad
tiende a un objetivo, que es el de la progresiva
integración de fuerzas en unidades cada vez mayores,
aunque esta finalidad parecía ser transitoria en cuanto a
lo largo del tiempo, como también sucedía en la
filosofía de Heráclito, todo se desintegraba de
nuevo para dar lugar a una nueva y eterna
repetición[327]
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