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Descartes (página 6)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

Jean de Mirecourt plantea igualmente una cuestión
que también aparece en Descartes, pero mientras el primero
le dio una solución, el segundo le dio la contraria:
Según Jean de Mirecourt, la omnipotencia divina hubiera
podido hacer que lo que ya ha existido al mismo tiempo
no haya existido, mientras que Descartes rechaza tal
posibilidad. Paradóji-camente y por lo que se refiere al
principio de contradicción, mientras Jean de Mirecourt lo
considera necesariamente verdadero, Descartes considera que el
poder de Dios está por encima de dicho principio. Pero lo
más absurdo del caso es que desde la perspectiva
cartesiana, que acepta la subordi-nación del principio de
contradicción a la omnipotencia divina, se debería
haber concluido que para él era posible hacer que lo que
ha sucedido no haya sucedido, ya que tales enunciados
serían simplemente contradictorios de forma que su valor
estaría sometido a la omnipotencia divina, en cuanto dicho
principio lo estaba, mientras que Mirecourt, que sí
aceptaba el valor absoluto del principio de contradicción,
para ser consecuente con él debería haber rechazado
la contradicción consistente en afirmar que Dios pudiera
hacer que un mismo hecho hubiera sucedido y, al mismo tiempo, no
hubiera sucedido. En cualquier caso, el hecho de que Descartes
reflexionase acerca de estas cuestiones es un indicio muy
importante en favor de la existencia de una influencia de Jean de
Mirecourt sobre él.

Por lo que se refiere a la consideración del
cogito como una evidencia incondicional, el
planteamiento de Jean de Mi-recourt fue más acertado que
el de Descartes, quien –como ya se ha comentado- no supo
ver la dependencia del "cogito" respecto al principio de
contradicción
, y lo presentó como una
verdad absoluta, no derivada de la aplicación de
ningún principio previo, y, a continuación, lo vio
como fundamento de la regla de la evidencia, a pesar de
que al final de sus discusiones acerca del fundamento del
"cogito" reconoció de facto su origen en dicha
regla, mientras que, a su vez, el principio de
contradicción
era el fundamento directo de la regla
de la evidencia, en cuanto ésta se aplicase
rigurosa-mente, e indirecto de la verdad del cogito,
pues el cogito aparecía como verdad porque era
evidente y era evidente porque su negación implicaba una
contradicción. No obstante y en cuanto la
evidencia era una impresión,
tenía carácter subjetivo, de manera que
podía incluir tanto auténticas verda-des,
descubiertas a partir de la aplicación correcta del
prin-cipio de contradicción, como simples ilusiones, que
nada tenían que ver con la verdad. Por su parte, Jean de
Mirecourt entendió que la verdad del "cogito" no era
sólo un ejemplo de "evidentia naturalis" sino que se
trataba igualmente de una "evidentia potissima", es decir, "una
evidencia muy podero-sa", en cuanto, a pesar de ser una
verdad relacionada con la experiencia, se basaba igualmente en el
principio de
contradicción
[248]

c) Por su parte, a mediados del siglo XVI, el
español Gómez Pereira había escrito
"nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego
sum", frase que adopta forma silogística y en la que el
conocimiento aparece necesaria y deductivamente asociado a la
existencia. La forma cartesiana del "cogito" se parecía en
su estructura más a la agustiniana que a la de
Gómez Pereira: Ambas eran entimemas donde estaba
implícita la premisa que subsumía el concepto de
pensar en el de existir. Sin embargo, en Gómez Pereira la
premisa "quidquid noscit, est" expresa el contenido latente del
cogito cartesiano y del fallor agustiniano. El
interés de esta diferencia radica en que en Gómez
Pereira se muestra claramente el carácter
deductivo
de esta verdad, que presupone la aplicación
implícita del principio de contradic-ción,
mientras que Descartes pretendió darle un
carácter intuitivo. Además, el
planteamiento de Gómez Pereira deja clara la prioridad del
principio de contradicción sobre el propio
cogito y sobre la regla de la
evidencia
.

d) Finalmente, Jean Silhon, amigo de Descartes,
había escrito una obra, Las dos verdades,
publicada en 1626, once años antes que el Discurso del
método
, en la que exponía esta misma
consideración acerca de la unión necesaria entre el
pensamiento y la existencia, y es más que probable que
Descartes la conociera, por lo que igualmente por este medio pudo
haber llegado a su decisión de adoptar el "cogito" como
primera verdad de su filosofía, tanto para su
método como para su sistema[249]

3.3. A. Arnauld: Su objeción a la
demostración de la existencia de Dios a partir de la regla
de la evidencia

a) La necesidad de fundamentar la regla de la
evidencia
.- Como ya se ha dicho, Descartes consideró
en principio que la claridad y distinción con que se le
había presentado la verdad de la propia existencia
podía ser la clave para distinguir los auténticos
conocimientos de aquellos que no ofrecían garantías
suficientes de serlo, pero pensó también que
debía justificar esta regla antes de aplicarla de forma
generalizada a los demás conocimientos, pues su utilidad
en las Matemáticas no era una garantía de su valor
para obtener otros resultados igualmente seguros en el resto de
contenidos filosóficos o científicos, de manera que
el proceso para la recuperación de los conocimientos
sometidos a la duda no consistió en afirmar sin más
la verdad de todo lo que se presentase con una evidencia similar
a la del cogito, sino en tratar de justificar
además el derecho a aplicar esa regla a esos otros
conocimientos sometidos a la duda. Por otra parte, en las
Meditaciones metafísicas, jugando a llevar su
afán crítico a un extremo hiperbólico
–como el propio Descartes lo calificó-, se
planteó la posibilidad de que un genio maligno o
de un dios tan poderoso como engañador le hiciera
ver como evidentes "conocimientos" que en realidad fueran simples
engaños, de manera que a partir de esta hipótesis
la duda acerca de la existencia de un mundo externo o acerca de
los conocimientos matemáticos quedaba afianzada con mucho
mayor motivo hasta el punto de que, siendo coherente con tal
supuesto, el pensador francés no hubiera podido escapar
del solipsismo escéptico. Esta hipótesis
había sido planteada en el siglo XIV por Ockham, pero Jean
de Mirecourt apenas le concedió valor, y consideró
por ello que la "evidentia naturalis", relacionada con la
experiencia, aunque no tenía un valor tan absoluto como el
derivado del principio de contradicción, que era el
fundamento de las verdades matemáticas, sin embargo
tenía fuerza suficiente como para justificar los
conocimientos relacionados con la experiencia.

Por su parte, en las Meditaciones
metafísicas
el pensador francés había
planteado la hipótesis de la existencia de un dios
engañador escribiendo:

"siempre que se presenta a mi pensamiento esta
opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo
obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de
modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer
con una evidencia muy grande […] Pero para poder
eliminarla [ = la razón para dudar] debo examinar si
existe un Dios […]; y si encuentro que existe uno, debo
examinar también si puede ser engañador; pues sin
el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar
jamás seguro de cosa
alguna
"[250].

Una consideración de este tipo debía
haberle conducido a comprender que la regla de la evidencia no
era fiable a la hora de fundamentar cualquier conocimiento, de
manera que, en cuanto esto era así, debía haber
abandonado tal criterio de verdad, basado simplemente en una
impresión subjetiva co-mo ésa, tan variable incluso
en una misma persona a lo largo del tiempo, según
reconoció el propio pensador al escribir:

"me puedo convencer de haber sido hecho de tal modo
por la naturaleza que me pueda engañar fácilmente,
incluso en las cosas que creo comprender con la mayor evidencia y
certeza
, dado principalmente que me acuer-do de haber
estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las
que después otras razones me han llevado a juzgar como
absolutamente falsas"[251].

Sin embargo y como ya se ha dicho, a pesar de la
sensatez de esta reflexión Descartes no renunció a
considerar la regla de la evidencia como talismán del
conocimiento sino que trató de encontrarle una
garantía para su aplicación segura,
más allá de la propia subjetividad, y
pretendió haberla encontrado en el dios veraz de
la religión católica. Pero, como a
continuación se verá, esta "solución"
sólo representó una incoherencia más en las
argumentaciones cartesianas.

b) Dios como fundamento de la regla de la evidencia
y de la verdad de los conocimientos evidentes
.- Para
conseguir esta justificación de la regla de la evidencia y
con ella la de la verdad de los conocimientos que se le mostrasen
con absoluta claridad y distinción, según
exigía esta regla general, Descar-tes consideró
necesario demostrar la existencia de un dios veraz que
garantizase que lo que se le presentaba como evi-dente no fuera
en realidad producto de un espejismo, de una evidencia puramente
subjetiva o del engaño de un genio maligno, de un dios
engañador o del propio dios católico, sino que se
correspondiera con una auténtica verdad. Una vez
demostrada la existencia de ese dios, caracterizado entre otras
infinitas perfecciones por la de la veracidad,
podría consi-derarlo como firme garantía del valor
de la regla de la evi-dencia y de todos los conocimientos que se
obtuvieran por su mediación. Así lo indicó
en el Discurso del método al escribir:

"Esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber,
que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas
verdaderas, sólo es segura porque Dios es o
existe
y que es un ser perfecto y que todo lo que
está en nosotros procede de
él"[252].

Por ello, una vez demostrada –al menos
supuestamente- la existencia de ese dios, el "teólogo"
francés defendió la doctrina de que la
práctica totalidad de las verdades dependía de
él en el sentido de que no eran verdades por ellas
mismas
sino sólo como resultado de su libre
decisión, tal como lo afirmó en su correspondencia
con el padre Mersenne, en la que dijo:

-"las verdades matemáticas, que usted
llama eternas, han sido establecidas por Dios y dependen
enteramente de él
, lo mismo que todo el resto de las
criaturas. En efecto, decir que estas verdades son independientes
de él es hablar de Dios como de un Júpiter o
Saturno y someterlo a la estigia y a los
destinos"[253], y

-"la existencia de Dios es la primera y la más
eterna de todas las verdades que puede haber y la
única de que proceden todas las
demás
"[254].

Y, en consecuencia, Descartes juzgó que las
verdades aparentemente evidentes no se justificaban por su propia
evidencia sino en el propio dios del cristianismo que él
creyó poder demostrar.

Sin embargo y en contradicción con esta doctrina,
en algún momento Descartes defendió igualmente la
existencia de verdades evidentes que valían por
sí mismas
, no estando subordinadas a Dios. Y fue
precisamente esta tesis la que utilizó para responder a la
objeción acertada de A. Arnauld, a pesar de que la
doctrina cartesiana general era, como se acaba de mostrar,
aquella según la cual todas las verdades
procedían de Dios
.

En efecto, Arnauld consideró
acertadamente que los intentos cartesianos por demostrar la
existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia
implicaban un círculo vicioso, en cuanto el
"teólogo" francés, a pesar de haber considerado que
debía fundamentar la regla de la evidencia en Dios, sin
embargo la utilizó para demostrar la existencia de Dios
sin haberla fundamentado previamente, lo cual era evidentemente
un frívolo círculo vicioso.

c) La objeción de A. Arnauld.- Como
indicó A. Arnauld (1612-1694), Descartes, en su
intento de justificar la regla de la evidencia incurrió en
un círculo vicioso del que no podía
escapar sin romper con su propio método y con las reglas
de la Lógica, pues pretender demostrar la existencia de
Dios a partir de la regla de la evidencia y fundamentar a
continua-ción el valor de la regla de la evidencia a
partir de Dios era precisamente eso.

En este sentido, en sus objeciones a las
Meditaciones Metafísicas, Arnauld había
objetado con total claridad: "Sólo un escrúpulo me
resta, y es saber cómo [el señor Descartes] puede
pretender no haber cometido círculo vicioso cuando dice
que sólo estamos seguros de que son verdaderas las cosas
que concebimos clara y distintamente, en virtud de que Dios
existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no
concebimos eso con toda claridad y distinción; por
consiguiente, antes de estar seguros de la existencia de
Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos
con claridad y
distinción
"[255].

Como ya se ha dicho, la respuesta de Descartes a esta
objeción fue decepcionante, como no podía ser de
otra manera, pues en lugar de aceptar el valor de esta
crítica, se defendió de ella mediante una burda
artimaña, diciendo que, por lo que se refería al
valor de la evidencia había hecho una
distinción

"entre las cosas que concebimos […] muy
claramente, y aquellas que recordamos haber concebido muy
clara-mente en otro tiempo. En efecto, en primer lugar, esta-mos
seguros de que Dios existe, porque atendemos a las razones que
nos prueban su existencia; mas tras esto, basta con que nos
acordemos de haber concebido claramente una cosa para estar
seguros de que es cierta: y no bastaría con esto si no
supiésemos que Dios existe y no puede
engañarnos"[256],

de manera que las verdades actualmente
evidentes no reque-rirían de la garantía divina,
mientras que las últimas sí.

Esta respuesta a la objeción de Arnauld era
rotunda y absolutamente falsa y en contradicción con la
práctica tota-lidad de los textos en que Descartes se
refería a esta misma cuestión, en los que
defendió constantemente la subordi-nación
permanente a Dios del valor de todas las evidencias con la
excepción de la del cogito[257]El
argumento de Descartes para defenderse de la crítica de
Arnauld era tan absurdo que, si hubiera tenido algún
sentido, todo aquel proceso relacionado con la duda
metódica, por el que tanto los conocimientos referidos al
mundo sensible como en especial los de carácter
matemático quedaban puestos en suspenso mientras su verdad
no quedase garantizada por la existencia de un Dios veraz que
confirmase que el valor de la regla de la evidencia no
habría sido sino una simple comedia –como, por otros
motivos, parece que lo fue-.

¿Qué sentido tenía la
afirmación cartesiana de la autosu-ficiencia de evidencias
como las de las Matemáticas cuando en el Discurso del
método
había puesto en duda su valor? Conviene
insistir por ello en que, como le criticó Arnauld, si
Descartes podía dudar del valor de la evidencia mientras
no demostrase la existencia de Dios, no podía contar con
ninguna base sólida a partir de la cual demostrar la
existencia de Dios, pues por muy evidente que fuera tal
demostración, siempre podría tratarse de una falsa
evidencia provocada por el genio maligno.

Además, como puede comprobarse mediante la
lectura de las obras del pensador francés y como se
mostrará a continuación, aunque en las Reglas
para la dirección del espíritu
había
defendido el carácter de verdad absoluta de algunas
evidencias, como las de carácter matemático,
poste-riormente defendió de modo insistente la
subordinación de toda evidencia y de toda verdad a Dios,
hasta el punto de llegar a considerar que el mismo principio de
contradicción dependía de la omnipotencia
divina[258]

Por otra parte y en relación con esta
cuestión, resulta francamente sorprendente que una
objeción tan fundamental como la presentada por Arnauld
sólo diera lugar a una respuesta tan escueta como la que
le dio Descartes. Parece que el motivo de tal brevedad se
relaciona con la aparente intención del pensador
francés de minimizar la importancia de la seria
objeción a la que se enfrentaba, tratando de que pasara lo
más desapercibida posible, precisamente porque
debió de ser consciente de que, en cuanto la
objeción era acertada, su sistema deductivo quedaba
cortado de raíz.

Como prueba en favor de la crítica de Arnauld
respecto al valor condicionado de las diversas
evidencias, tiene interés mostrar algunos textos en los
que Descartes proclama la subordinación a Dios de
cualquier verdad y de que en definitiva las supuestas verdades
evidentes sólo tuvieron un valor independiente de Dios en
las Reglas, pero no después, en cuanto el
francés las presentó como dependientes de la
divinidad:

c1) Así puede verse en primer lugar en las citas
del punto 3.3.b, y especialmente en la última, en la que
se dice que "la existencia de Dios es la primera y la más
eterna de todas las verdades que puede haber y la
única de que proceden todas las
demás
"[259], y así puede
comprobarse en el Discurso del método, donde,
como ya se ha podido mostrar, Descartes había hecho
referencia a Dios como garantía de toda evidencia
y no sólo de aquellas cuyas razones habían dejado
de estar presentes en la conciencia, escribiendo en este
sentido:

"si no supiéramos que todo lo que en nosotros es
real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, por
claras y distintas que fuesen nuestras ideas no
tendría-mos ninguna razón que nos asegurase que
tienen la perfección de ser
verdaderas"[260].

Es decir, que la claridad y distinción, o sea, la
evidencia por sí misma sería insuficiente para
estar seguros de nada mientras no se dispusiera del conocimiento
de la existencia de un Dios del que dependería la verdad
de tales evidencias.

A partir de esta consideración la objeción
que Arnauld le planteó, relacionada con la imposibilidad
de alcanzar el conocimiento de ese ser perfecto mientras la
verdad de las evidencias que pudieran conducir hasta él no
hubiese sido fundamentada por ese mismo ser, era absolutamente
clara, indiscutible y concluyente, de manera que el argumento
cartesiano constituía un círculo
vicioso
.

c2) Éste siguió apareciendo en diversos
lugares de las Meditaciones Metafísicas, obra en
la que se encontraba la objeción de Arnauld y donde el
"teólogo" francés, en clara contradicción
con su respuesta a Arnauld, había escrito:

– "la certeza misma de las demostraciones
geométricas depende del conocimiento de un
Dios"[261]

– "reconozco muy claramente que la certeza y la verdad
de toda ciencia depende únicamente del conocimiento del
verdadero Dios, de modo que antes de conocerlo no podía
saber perfectamente ninguna otra
cosa"[262].

– "no niego que un ateo pueda conocer con claridad
que los ángulos de un triángulo valen dos

rectos; sólo sostengo que no lo conoce mediante una
ciencia verdadera y cierta
, pues ningún conocimiento
que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado
ciencia; y, supuesto que se trata de un ateo, no puede estar
seguro de no engañarse en aquello que le parece
evidentísimo
[…] y no estará nunca
libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay
Dios
"[263].

En todas estas consideraciones existen diversos
atenta-dos contra la Lógica que conviene comentar.
Así el primero y el segundo texto se
encuentran en contradicción con el hecho de que no existe
incompatibilidad alguna en ser ateo e intuir como evidentes las
verdades matemáticas. De hecho el propio autor
francés consideró de manera asombrosa y
contradictoria en esta misma obra que las evidencias
matemáticas eran verdaderas por encima incluso del
capricho de un Dios que se empeñase en engañarle, y
en este sentido escribió:

"engáñeme quien pueda, que
jamás logrará hacer que
no sea nada mientras
pienso que soy algo o que algún día será
verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien
que dos y tres reunidos hacen más o menos que cinco o
cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro
modo que como las concibo
"[264].

Igualmente en estos textos Descartes se contradijo con
su propia respuesta a Arnauld, en la que le decía que las
verdades evidentes valían por sí mismas y que, por
ello, podían utilizarse para demostrar la existencia de
Dios, a pesar de que el propio pensador francés
había proclamado que la regla de la evidencia,
por la que podían aceptarse como verdaderos aquellos
contenidos que se mostrasen como evi-dentes, sólo era
válida en cuanto la veracidad divina garan-tizase su
valor
.

En el tercer texto el "teólogo"
francés sorprende nueva-mente por la inconsistencia de sus
planteamientos, ya que, si deseaba mantener la tesis de que la
evidencia tenía un valor absoluto e independiente, no
podía afirmar que el ateo "no puede estar seguro de no
engañarse en aquello que le parece evidentísimo
[…] si no reconoce previamente que hay Dios", pues tal
afirmación es contradictoria con el punto de vista
defendido en el texto anterior y, además, Descartes
incurre en una nueva contradicción conceptual en cuanto
considera que el ateo puede intuir como "evidentísimo"
algo de lo que al mismo tiempo "no puede estar seguro", pues el
concepto de evidencia es incompatible con el de
cualquier inseguridad o duda respecto a la verdad de
aquello que aparece como evidente.

Este último texto tiene además la
particularidad –que aparece también en otros
momentos- de que en él se defiende el prejuicio
según el cual "ningún conocimiento que pueda de
algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia", es
decir que sólo puede considerarse científico el
conocimiento que sea absolutamente seguro. Sin embargo, este
punto de vista es erróneo, aunque el pensador
francés pudo haberlo defendido porque desde
Aristóteles la ciencia se había entendido como
"conocimiento de lo necesario" y porque la dedicación de
Descartes a una ciencia formal como las Matemáticas, cuyos
conocimientos son efectivamente necesa-rios por ser
tautológicos, pudo haberle llevado a creer que esa misma
necesidad era igualmente exigible y podía obtenerse en
toda clase de ciencias, viendo en su dios la única
garantía de la verdad objetiva de aquellas
evidencias que debían conducir a ese conocimiento de
lo necesario
. Pero en la actualidad nadie duda de que los
conocimientos científicos de carácter
empírico sólo tienen un valor aproximativo y no el
carácter necesario que Descartes pretendía que
tuvieran.

Y, para finalizar, Descartes, llevado de su frivolidad
tan habitual, incurre en una nueva contradicción en los
términos en el último texto citado al afirmar que
"un ateo [puede] conocer con claridad que los
ángulos de un triángulo valen dos rectos",
proclamando a continuación que "no lo conoce mediante una
ciencia verdadera y cierta", pues, si en el texto citado
se parte del supuesto de que el ateo conoce con
claridad
, en tal caso su conocimiento debe calificarse como
verdadero y, por ello mismo, como
científico.

La respuesta cartesiana a esta crítica es la de
que, como toda verdad dependería de Dios, la seguridad del
ateo podría quedar siempre cuestionada en tanto
desconociese o negase la existencia de ese ser de quien
procedería toda verdad. Pero esta respuesta es una falacia
desde el momento en que en el texto anterior Descartes
partía del supuesto de que un ateo puede "conocer con
claridad", de manera que, en cuanto esto sea así, no tiene
sentido afirmar a continuación que no "conoce mediante una
ciencia verdadera y cierta [y que] no estará nunca libre
del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay
Dios"[265], pues en tal caso se estaría
rechazando el supuesto de que el ateo "conozca con claridad".
Pero, además, esta respuesta de carácter
teológico tiene el interés de servir para mostrar,
una vez más, la contradicción existente entre este
punto de vista y el expresado en la respuesta a Arnauld, a quien
había replicado que los conocimientos evidentes eran
verdaderos con inde-pendencia de la divinidad y que precisamente
por eso a partir de ellos podía demostrar la existencia de
Dios.

c3) En un sentido muy similar el "teólogo"
francés escribió más adelante:

"dije que los escépticos no habrían dudado
acerca de las verdades geométricas si hubiesen conocido a
Dios como se debe, porque como estas verdades de la
geometría son sumamente claras, no habrían tenido
ninguna ocasión de dudar de ellas si hubiesen sabido
que todas las que se entienden claramente son verdaderas; pero
esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios
y esto mismo es un medio que no estaba a su
alcance
"[266].

Descartes defiende aquí que "todas las
[proposiciones de la Geometría[267]que se
entienden claramente son verdaderas" en cuanto "esto está
contenido en el conocimiento suficiente de Dios",
situando nuevamente a Dios como garante de la verdad de cualquier
evidencia, de forma que sin el previo conocimiento de Dios
cualquier supuesto conocimiento sería siempre dudoso,
incurriendo nuevamente en la contradicción de defenderse
de la crítica de Arnauld afirmando a un tiempo la
existencia de verdades evidentes con independencia de Dios, y
negando que tales verdades pudieran alcanzarse si no estuvieran
garantizadas por Dios.

c4) Y finalmente en los Principios de la
Filosofía
comentó:

"cuando después [la mente] recuerda que
aún no sabe si […] ha sido creada de tal naturaleza
que se engañe aun en aquellas cosas que le parecen muy
evidentes, ve que duda justificadamente de ellas y que no
puede tener ninguna ciencia cierta antes de haber conocido al
autor de su origen
"[268].

En este último texto Descartes insiste en que la
única forma de conseguir una "ciencia cierta" –que,
según el propio pensador, sería la única
digna de tal nombre-, es necesario el conocimiento de un Dios, en
cuanto éste sería la única garantía
de la verdad absoluta de lo que se pudiera intuir como evidente,
pues, si el ser humano fuera una simple obra de la Naturaleza,
sus evidencias podrían ser una consecuencia caprichosa de
tal Naturaleza y no podría estar seguro de su
correspondencia con la verdad, mientras que el conocimiento de
que su autor es un dios veraz le asegura la correspondencia entre
sus evidencias y la verdad.

Sin embargo y aunque en teoría pudiera ser que la
existencia de un "dios veraz" fuera la mejor garantía de
la verdad de las propias evidencias, Descartes se había
cerrado el camino para demostrar la existencia de ese dios desde
el momento en que no disponía de ninguna premisa segura
para demostrarlo, pues tal seguridad sólo podía
proporcionarla aquel ser cuya existencia estaba por
demostrar
.

Por otra parte, parece que la obsesión cartesiana
por situar a Dios como garantía de la verdad de cualquier
eviden-cia provevía de los dos siguientes
motivos:

-En primer lugar, de que, de modo más o menos
consciente, debió de sospechar que la regla de la
evidencia
no era un criterio seguro para la obtención
del conocimiento en cuanto, como ya se ha comentado, la evidencia
era sólo una impresión, muy variable en cada
persona, lo cual demostraba que no era fiable como
garantía segura de ninguna verdad, y por ello,
pretendió reforzar su valor recurriendo a la divinidad
mediante una serie de procesos deductivos inevitablemente
incorrectos desde el momento en que partían de premisas
"condicionadamente evidentes", es decir de premisas cuya verdad
dependía de ese dios veraz, cuya existencia había
que demostrar, por lo que, como indicó Arnauld, pretender
demostrar la existencia de Dios mediante tales premisas era
incurrir en un círculo vicioso.

El problema principal de Descartes en relación
con esta cuestión era, por una parte, que había
llegado a desconfiar del valor intrínseco del principio de
contradicción, subordinán-dolo a la omnipotencia
divina, y, por otra, que, a diferencia de lo que sucedía
en los planteamientos metodológicos de Galileo, como
consecuencia de la aplicación de la duda metódica,
había despreciado el valor de la experiencia y por ello no
podía servirse de un método como el de
Galileo.

Y, en segundo lugar, porque el prejuicio del autor
fran-cés en su consideración de que toda ciencia
debía tener carác-ter necesario, le
obsesionó hasta el punto de buscar en Dios el fundamento
de tal necesidad, sin ser capaz de entender que, como sucede en
la actualidad, la ciencia no es un conoci-miento de lo necesario
ni un conocimiento necesario, sino que se constituye
perfectamente a base de aproximaciones que, aunque no representen
un reflejo exacto de la realidad, proporcionan un acercamiento
progresivo a la comprensión de las leyes que regulan sus
manifestaciones, de manera que son los aciertos en las
predicciones y experimentos los que sirven para ir afinando en la
aproximación de las teorías a los hechos, al margen
de que el científico sea ateo o creyente.

d) Textos ambiguos acerca de la correlación
entre evidencia y verdad.-
Junto a estos textos que
demuestran que Arnauld había interpretado de manera
acertada la teoría cartesiana respecto al valor
condicionado de la evidencia
, en las Meditaciones
metafísicas
aparecen otros en los que Descartes
plantea esta cuestión de un modo más ambiguo y que
requiere, por ello mismo, de algún comentario:

d1) Dice en el primero, ya citado:

"engáñeme quien pueda, que jamás
logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo
o que algún día será verdad que no he sido
nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres
reunidos hacen más o me-nos que cinco o cosas parecidas,
que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las
concibo"[269].

Consideradas de forma aislada, estas palabras
podrían contemplarse al menos como una prueba de que la
defensa cartesiana frente a la objeción de Arnauld se
correspondía con lo afirmado en algún
texto de las Meditaciones. Sin embargo, además
del texto, hay que tener en cuenta el contexto en el que estas
consideraciones se producen. Por ello, conviene atender a lo que
el autor dice antes y después de las palabras citadas; y
así, escribe unas líneas antes:

"si después he juzgado que se podía dudar
de estas cosas [de las verdades matemáticas], no fue por
ninguna otra razón, sino porque se me ocurría que
quizá un Dios po-día haberme dado una naturaleza
tal que me equivocase incluso con respecto a las cosas que me
parecían más claras. Pero siempre que se presenta a
mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano
poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es
fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque
incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy
grande"[270].

Esta página de las Meditaciones resulta
especialmente llamativa porque en ella Descartes parece estar
pensando en voz alta y reflejando los pensamientos
contradictorios que le venían a la mente, tanto los que se
relacionaban con la idea de que cualquier verdad estaría
subordinada a Dios como los que se relacionaban con la idea de
que habría verdades absolutas e independientes de la
omnipotencia divina. Pero, a continuación de los textos
anteriores, Descartes presenta una aparente solución a tal
contradicción, según la cual:

"puesto que no tengo ninguna razón para creer que
existe algún Dios engañador, e incluso que no he
considerado aún las que prueban que existe un Dios, la
razón para dudar [de la verdad de las evidencias antes
afirmadas] es bien ligera […] Pero para poder eliminarla
por completo debo examinar […] si existe un Dios; y si
encuentro que existe uno, debo examinar también si puede
ser engaña-dor; pues, sin el conocimiento de esas dos
verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa
alguna
"[271].

Es decir, que a pesar de haber afirmado en el primer
texto como verdaderas las evidencias de carácter
matemático –además de la del cogito
y la de la imposibilidad de que lo que ha sucedido no haya
sucedido-, ahora, al reconocer que debe "examinar […] si
existe un Dios" y "examinar también si puede ser
engañador" –ya que sin el conocimiento de esas dos
verdades no ve "que pueda estar jamás seguro de cosa
alguna"-, eso le lleva finalmente a negar que tales intuiciones
tengan un valor absoluto, supeditando éste al de la
existencia de un Dios veraz.

Y, por ello, de forma inexorable, Descartes incurre en
el círculo vicioso que le objetó Arnauld,
pues, si no podía estar seguro de nada hasta que
demostrase la existencia de Dios, no podía contar con
ningún fundamento sólido para demos-trar su
existencia. Por otra parte, además, las últimas
líneas del texto citado representan una nueva prueba en
contra del valor de la respuesta cartesiana a la crítica
de Arnauld en cuanto indican con absoluta claridad que sin el
conocimiento de la existencia de un dios veraz no podía
"estar seguro de cosa alguna".

d2) A continuación hay otros textos en los que se
plantea nuevamente la misma cuestión con cierta
ambigüedad, pero que finalmente, igual que en caso anterior,
se resuelven en favor de la subordinación del valor de
cualquier evidencia a la omnipotencia y a la veracidad de Dios.
En el primero se dice:

"aunque sea de tal naturaleza que, tan pronto comprenda
alguna cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar de
creerla verdadera, sin embargo, puesto que soy
tam-bién de tal naturaleza que no puedo mantener el
espíritu siempre fijo en una misma cosa y que a menudo me
acuerdo de haber juzgado una cosa como verdadera, cuando dejo de
considerar las razones que me han obli-gado a juzgarla
así, puede suceder en el intervalo que se me presenten
otras razones que me hagan cambiar fácil-mente de
opinión, si ignorara que hay un Dios. Y
así jamás poseería una ciencia verdadera y
cierta de nada, sino solamente opiniones vagas e
inconstantes"[272].

Conviene llamar la atención acerca de que en este
texto Descartes no afirma que en cuanto comprenda alguna cosa muy
clara y distintamente sea verdadera, sino sólo
que no puede dejar de creerla verdadera, pero que
sólo el cono-cimiento de la existencia de un Dios veraz
puede propor-cionarle la seguridad de que lo es, pues, como
señala en otros lugares, si hubiera sido producido por
la naturaleza y no por un dios veraz, no podría
estar seguro acerca de la corres-pondencia de sus propias
evidencias con la verdad. Sin embargo, Descartes se olvida
aquí de las ocasiones en que había reconocido que
en el pasado había tenido ciertas evidencias que
posteriormente comprendió que eran falsas y de que la
supuesta existencia de Dios no le había servido de
garantía –a él ni a nadie- respecto a la
verdad de aquellas falsas evidencias.

Por otra parte, tiene especial interés
señalar que la respuesta cartesiana a la objeción
de Arnauld se basó en una consideración de esta
clase: Para salir del apuro que suponía esta
objeción, a Descartes no se le ocurrió otra cosa
que decir que las evidencias demostradas eran independientes de
Dios y que Dios era sólo la garantía de la verdad
de las "evidencias olvidadas", es decir, de aquellas evidencias
cuyo proceso deductivo no se encontraba actualmente presente en
la propia mente, de manera que esa garantía divina
serviría para no tener que estar demostrando continuamente
la serie de evidencias cuyo proceso deductivo se hubiera
olvidado, en cuanto su recuerdo podía ser un simple
espejismo si no se contaba con la garantía de un dios
veraz que garantizase la correspondencia entre tales evidencias
olvidadas y la verdad.

Pero evidentemente esta respuesta fue una simple
argu-cia lamentable que Descartes urdió en cuanto su
egolatría era incompatible con la admisión de un
error tan frívolo.

En el texto que sigue Descartes incurre en los mismos
errores, afirmando de modo explícito que sabe que
los ángu-los de un triángulo equivalen a dos rectos
mientras está atento a la demostración, pero que
nuevamente necesita saber que Dios existe para estar seguro de
aquella verdad en cuanto, si hubiera siso creado por la
naturaleza, no podría estar seguro de que sus "evidencias
olvidadas" fueran verdaderas:

"cuando considero la naturaleza del triángulo,
sé con evidencia, puesto que estoy versado en
geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y
no puedo por menos de creerlo, mientras está atento mi
pensamiento a la demostración; pero tan pronto como esa
atención se desvía, aunque me acuerde de haberla
entendido clara-mente, no es difícil que dude de la verdad
de aquella demostración, si no sé que hay
Dios
. Pues puedo con-vencerme de que la naturaleza me ha
hecho de tal ma-nera que yo pueda engañarme
fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con
más evidencia y certeza, dado principalmente que me
acuerdo de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y
ciertas, a las que después otras razones me han llevado a
juzgar como absolutamente falsas"[273].

La consideración de Dios como garante de las
"eviden-cias olvidadas" podía tener algún sentido
siempre que se dis-pusiera de un argumento que demostrase su
existencia, pero en cuanto el francés había
considerado que el valor de la evidencia estaba condicionado a la
existencia de Dios, la objeción de Arnauld seguía
siendo válida: No podía demos-trar la
existencia de Dios a partir de evidencias cuya verdad sólo
podía estar garantizada por ese dios cuya existencia
debía demostrar.

Conviene recordar, además, en contra de esta
tesis en favor de la existencia de evidencias independientes de
Dios, la serie de ocasiones en que a propósito de las
verdades matemáticas, a propósito de la verdad del
principio de contra-dicción y a propósito de toda
verdad, Descartes, teniendo en cuenta la omnipotencia divina,
proclama que todas ellas son verdades no por su propia
consistencia sino sólo porque Dios así lo ha
querido, pues la omnipotencia y la voluntad divina son el
fundamento absoluto de todo valor y de toda verdad.

Además, Descartes incurre en una nueva
incoherencia cuando considera que Dios debe ser veraz,
considerando la veracidad como un valor en sí
mismo
y olvidando que la omnipotencia divina era el
fundamento de todo valor. Y precisamente como consecuencia de tal
omnipotencia, el creyente tendría mayores motivos que el
ateo para desconfiar de la verdad de sus evidencias, en cuanto
fuera consciente de que su dios omnipotente podría
sugerirle evidencias a las que no les correspondiera verdad
alguna, mientras que el ateo contaría con principios
lógicos como el de contradicción para las
Matemáticas y el contacto con la experiencia para
confir-mar o falsar sus diversas teorías acerca
de la realidad empí-rica. Descartes no parece darse cuenta
de que la certeza, en cuanto sea posible en las ciencias
empíricas, viene proporcionada por la aplicación de
la metodología científica, que es la clave
para el establecimiento, el mantenimiento o la sustitución
de cualquier hipótesis o teoría en cuanto sea o no
coherente con la experiencia. Igualmente, el pensador
francés hubiera podido recordar que la aplicación
de la cuarta regla de su método servía precisamente
para conseguir que los resultados obtenidos en una
investigación fueran más segu-ros, sin necesidad de
recurrir al argumento mágico de una divinidad
necesariamente veraz.

Por ello hay que insistir en que la mayor o menor
seguridad de cualquier científico acerca del valor de sus
teorías no tiene nada que ver con sus creencias o
incredulidades religio-sas, sino con los resultados del uso de
una metodología ade-cuada que le permita confirmar o
desmentir cualquier teoría.

Y, por cierto, tiene interés también
recordar que no han sido las creencias religiosas las que
abrieron el camino de la ciencia, sino que, por el contrario, fue
precisamente la creen-cia en el dios católico y en las
"verdades bíblicas" lo que condujo al mantenimiento a
sangre y fuego de teorías erróneas como el
geocentrismo, y a la condena de pensadores y científicos
como Bruno y Galileo por haber defendido el heliocentrismo, y fue
esa misma creencia religiosa la que de manera asombrosa ha
seguido siendo un obstáculo absurdo para la
aceptación del evolucionismo defendido por Darwin por su
propio valor científico.

En definitiva, la tesis cartesiana según la cual
el ateo no podría tener más que opiniones, en
cuanto no contase con la garantía de Dios en apoyo de sus
evidencias, además de ser absurda, parece un intento
más del "teólogo" francés por ganarse los
favores de la jerarquía católica al haber situado
al dios católico en la cúspide de su sistema y como
garantía del valor de su método. Una visión
tan teológica de la realidad debía de ser bien
vista por la jerarquía católica y, por ello mismo
debía de potenciar el prestigio de Descartes como adalid
del catolicismo.

Pero lo más lamentable de todo no fue la absurda
utilización que Descartes hizo del dios católico,
considerán-dolo como garante de las verdades evidentes en
general y de las evidencias olvidadas en particular,
sino el hecho de que hubiese criticado la objeción de
Arnauld mediante este argu-mento y mediante la complementaria y
novedosa doctrina, incompatible con las defendidas en esta misma
obra, según la cual las evidencias actuales eran
verdaderas por sí mismas, pasando por alto la serie de
textos a los que se ha hecho referencia en los cuales el
francés insistió en la idea de que Dios
era la fuente y el fundamento de toda verdad, tal como
le manifestó a su amigo Mersenne.

En definitiva, como resultado de su frivolidad Descartes
había incurrido en un círculo vicioso, Arnauld lo
había criti-cado acertadamente y el pensador
francés, como conse-cuencia de su orgullo, aparentó
haber olvidado su doctrina esencial acerca de la evidencia,
según la cual sólo un dios veraz podía
garantizar su valor, y dejó de lado, sin
expli-cación de ninguna clase, su hipótesis acerca
de la existencia de un genio maligno o de una divinidad
embaucadora que pudieran impedir que las evidencias fueran
verdaderas.

De manera asombrosamente frívola y contradictoria
Descartes pretendió defenderse de la objeción de
Arnauld proclamando en esta ocasión que las evidencias
eran verdade-ras por sí mismas y que era Arnauld quien se
había equivo-cado en la comprensión de esta
cuestión. Resulta especial-mente lamentable que, para
defenderse de una crítica justa, lo hiciera afirmando que
Arnauld no le había entendido bien respecto al valor de
las verdades evidentes, en lugar de aceptar que, aunque
había concedido a Dios el papel de avalista de las
"evidencias olvidadas" –lo cual, por cierto, no
tenía ningún sentido-, su papel primordial era el
de garantizar el valor de cualquier evidencia y de su
correspondencia con la verdad.

e) Crítica a la respuesta cartesiana.-
Es difícil creer que Descartes no fuera consciente de que
su respuesta era incon-gruente, pero, al parecer, su orgullo le
impidió aceptar la crí-tica de Arnauld y, en
consecuencia, parece que, para que su incoherencia pasara
desapercibida, lo que hizo fue afirmar que éste
había interpretado erróneamente el sentido que
él daba a la evidencia, alegando que no había
negado que ésta tuviera valor por sí misma sino
sólo que lo tuviera en aque-llos momentos en que
sólo se conservaba el recuerdo de haberla tenido, pero sin
recordar las razones que habían con-ducido a ella, de
manera que en esos casos Dios sería la ga-rantía de
su valor, y, por ello, en cuanto las evidencias actual-mente
presentes a la conciencia tenían valor por sí
mismas, podían ser utilizadas para demostrar la existencia
de Dios.

Pero, después de haber examinado esta serie de
textos relacionados con el valor que Descartes concedió a
la eviden-cia, parece claro que su actitud ante la crítica
de Arnauld no fue nada veraz en cuanto, como se ha podido
comprobar, en los textos del Discurso del método,
en los de las Medita-ciones metafísicas e incluso
en los de los Principios de la Filosofía
defendió de un modo claro la subordinación a Dios
del valor de cualquier evidencia, con la única
excepción de uno de los textos citados, en el que, de modo
contradictorio con los otros, considera que las evidencias
matemáticas serían verdaderas por sí mismas.
Y, por ello mismo, es del todo comprensible que Arnauld,
conocedor del valor relativo que Descartes había concedido
a la evidencia en el Discurso del método y en las
Meditaciones metafísicas, desconociese que en
esta última obra Descartes, a la vez que seguía
afirmando el anterior valor condicionado de la evidencia, hubiese
introducido –posiblemente para defenderse de
críti-cas como la de Arnauld[274]un sentido
nuevo de dicho con-cepto, defendiendo, al menos en una
ocasión, que las verda-des evidentes eran verdaderas por
ellas mismas y con inde-pendencia de Dios, y concediendo a Dios
sólo el papel secun-dario de garante de la verdad de las
"evidencias olvidadas", es decir de aquellas verdades cuya
explicación evidente no se encontraba actualmente presente
en la propia conciencia.

De este modo, partiendo de que las verdades evidentes no
necesitaban de la garantía divina, parecía que
aquel círculo vicioso, que le impedía demostrar la
existencia del dios católico a partir de la regla de la
evidencia, quedaba superado, en cuanto desde evidencias
válidas por sí mismas, Descartes podía
intentar demostrar dicha existencia, dejando para el mismo Dios
el papel secundario de garantizar a posteriori el valor
de las evidencias olvidadas, papel innece-sario, por cierto, en
cuanto, como el propio pensador ya había tenido en cuenta
en su cuarta regla, siempre eran posibles nuevas revisiones y
enumeraciones de las razones que confirmaban el valor de aquellos
conocimientos cuya eviden-cia no fuera patente en un determinado
momento, o siempre era posible también, como
sucedía en la Lógica, en las Matemáticas o
en las ciencias experimentales, realizar una nueva
demostración o un experimento que confirmase el valor de
las evidencias olvidadas en relación con cierto teore-ma o
con determinada ley científica.

Arnauld hubiera podido replicar a Descartes con estas
consideraciones, pero es posible que juzgase más prudente
no entrar en discusiones con una persona tan dogmática y
pendenciera como lo era el pensador francés.
Además, en el año 1641, en el que se publicaron las
Meditaciones metafí-sicas, Descartes
cumplía 45 años, mientras que Arnauld sólo
tenía 29, de manera que el respeto al prestigio de
Descartes así como la llamativa amabilidad con que
éste le había tratado en su respuesta incluida en
las Meditaciones metafísicas pudieron influir en
que Arnauld prefiriese no replicarle nuevamente.

En definitiva y por todo lo expuesto, la respuesta de
Descartes a la objeción de Arnauld representó un
falsea-miento de su propia doctrina en cuanto efectivamente, como
acaba de mostrarse, él había comprendido que,
mientras no se descartase la posibilidad de la existencia de un
genio maligno o de una divinidad engañosa que provocase la
existencia de las aparentes evidencias, y mientras no se
demostrase la exis-tencia de un Dios veraz, que sirviera como
garantía del valor de cualquier evidencia, más
allá de la verdad del cogito no podía
avanzar un sólo paso en el conocimiento. Y, por cierto,
resulta especialmente sintomático de que Descartes
llegó a ser consciente del callejón sin salida en
que se había introducido el hecho de que en su obra
posterior, los Principios de la Filosofía,
síntesis última de su pensamiento, el genio
maligno
dejase de aparecer, sin que, al igual que
sucedió con otras cuestiones, el pensador francés
se tomase la molestia de explicar los motivos de su
desaparición, al margen de que cualquiera puede sospechar,
con muchas probabilidades de acertar, que el "teólogo"
francés había comprendido que aquella
hipótesis convertía en imposible la tarea de
escapar del solipsismo y que por ello decidió ignorarla
finalmente, sin dar ninguna explicación acerca del motivo
de su ausencia.

g) Finalmente y como ya se ha comentado, Descartes
no comprendió –o no se atrevió a aceptar- que
el dios católico podía ser infinitamente más
engañador que el genio maligno, por lo que no tenía
sentido tratar de fundamentar en él la regla de la
evidencia ni confiar en que la verdad de cualquier evidencia
dependiera de él.

Por lo que se refiere a ese dios, en el pensamiento
teológico tradicional había una
contradicción interna que en apariencia podía
servir para negar que pudiera ser engañador, pero que en
realidad sólo servía para afirmarlo: Por su
omnipotencia, podía ser engañador; por su veracidad
y bondad, no. Si no se tenía en cuenta su omnipotencia,
enton-ces se podía llegar a juzgar que la idea de que Dios
fuera la causa de falsas evidencias o de cualquier mentira era un
sacrilegio, y de esto fue de lo que Voetius, rector de la
universidad de Utrecht, J. Trigland, profesor de teología
de Leyden, y otros teólogos protestantes acusaron a
Descartes, a pesar de que él negó haber defendido
tal idea. Sin embargo, según se ha mostrado en citas
anteriores, aunque Descartes afirmó en algún caso
tal posibilidad, en general la negó, quizá por el
temor a las represalias de la jerarquía católica
ante una aparente herejía tan grave, pero especialmente
porque necesi-taba contar con un dios veraz para que su sistema
tuviera cierta coherencia. Sin embargo, no hay duda de que
Descartes llegó a admitir claramente la posibilidad de que
Dios fuera la causa de los propios errores, como puede
comprobarse en un texto citado antes pero que se incluye de nuevo
por la conveniencia de recordarlo:

"hace mucho que tengo en mi espíritu cierta
opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y
por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora bien,
¿quién me podría asegurar que este Dios no
ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo,
ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud,
ningún lugar y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones
de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino
como lo veo? E igualmente, como a veces juzgo que los
demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber
con mayor certidumbre, puede ser que él [= Dios] haya
querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y
tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca
de algo aún más fácil que esto. Pero puede
ser que Dios no haya querido que fuese engañado de esta
manera, pues es soberanamente bueno. Con todo, si repugnara a su
bondad el haberme hecho tal que yo me engañara siempre,
parecería también ser contrario a él
permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no
puedo dudar de que lo
permite
"[275].

Pero, a continuación y de forma
categórica, aunque sin argu-mentar ni decir nada en contra
de sus anteriores reflexiones y llegando en otro momento a
recriminar a Voetius por haberle acusado de la afirmación
de que el dios cristiano pudiera engañar, rechazó
tal posibilidad a partir de la consideración
contradictoria de que la veracidad era un aspecto de la
perfección divina.

El texto cartesiano citado más arriba es en
cierto modo equívoco, pues al principio dice que "puede
ser que Dios haya querido que yo me equivoque", es decir, que no
existiría contradicción alguna en la idea de un
Dios engañador; pero luego añade que
"puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado,
pues es soberanamente bueno" y con ese "puede
ser"[276] está reconociendo la
posibilidad, aunque no la necesidad, de que
Dios no engañe, sin ver en ninguna de ambas alternativas
contradicción alguna con la esencia divi-na. Sin embargo,
cuando afirma que la bondad de Dios es incompatible con el
engaño, incurre en una contradicción tanto con el
texto en el que dice "puede ser que Dios haya querido que yo me
equivoque", como también con su anterior defensa de la
omnipotencia divina, según la cual no existen
valores por encima de su voluntad
, de manera que el hecho de
que Dios fuera veraz o no, no dependería de que la
veracidad fuera valiosa en sí misma de
forma que Dios debiera someter su actuación a ella, ya
que, en cuanto la acción de Dios quedase sometida a
supuestos valores inde-pendientes de su voluntad, no sería
omnipotente, tal como reconoció el "teólogo"
francés en las Meditaciones metafí-sicas
al escribir:

"Cuando se considera con atención la inmensidad
de Dios, se ve con evidencia que no puede haber nada que no
dependa de Él; y no sólo todo lo que subsiste, sino
todo orden, ley o criterio de bondad y verdad, de Él
dependen […] Pues si algún criterio de bondad
hubiera precedido a su preordenación, le hubiese
determinado, entonces, a hacer lo mejor. Mas sucede al contrario:
que, como se ha determinado a hacer las cosas que hay en el
mundo, por esa razón […] son muy buenas:
es decir, que la razón de que sean buenas depende de
que las ha querido
así
"[277].

En consecuencia, nuevamente hay que insistir en que la
doctrina cartesiana acerca de cualquier valor es la de que
dependen de Dios, hasta el punto de que, desde la
conside-ración de su omnipotencia, ese dios podría
ser engañador y, por ello, su existencia no
representaría ninguna garantía en favor de que las
evidencias que uno tuviera se correspon-dieran con
auténticas verdades, sino que, por el contrario, ese
supuesto dios hubiera podido ser causa de los errores huma-nos
sin que tal actitud implicase defecto alguno en su ser, al igual
que por lo mismo hubiera podido establecer otros valores
morales.

Sin embargo y a fin de evitarse problemas con la
jerar-quía católica, dijo igualmente, de un modo
sospechosamente servil y acorde con las doctri-nas de la Iglesia
Católica pero contradictorio con su anterior
afirmación, según la cual

"la razón de que [las cosas] sean buenas depende
de que [Dios] las ha querido
así"[278],

y que

"la luz natural nos enseña que el engaño
depende necesariamente de algún
defecto[279]

sin detenerse a pensar que, desde el momento en que
consi-deró que Dios era omnipotente, dejaba de
tener sentido cual-quier referencia a la veracidad como
un valor en sí mismo al que Dios debiera
someterse, en cuanto todo valor dependía de su voluntad
omnipotente, y, en consecuencia, el hecho de que Dios
debiera ser necesariamente veraz representaría un
límite a tal omnipotencia. Pero Descartes,
sometiéndose a la doc-trina más cómoda de la
teología católica y sin preocuparse por su
frívola contradicción, volvió a defender
que

"el primero de sus atributos que parece que ha de ser
considerado aquí consiste en que [Dios] es
veracísimo y la fuente de toda luz, de tal modo que
repugna en absoluto que nos
engañe"[280],

pasando por alto que tal afirmación era
contradictoria con la simultánea
afirmación de su omnipotencia, la cual
debía situar a Dios por encima de cualquier valor moral
ajeno a las decisiones de su voluntad hasta el punto de que el
funda-mento de todo valor moral se encontraba en su voluntad
omnipotente .

3.4. Francisco Sánchez, "despertador de
Descartes".

En relación con los antecedentes que muy
probable-mente influyeron en la búsqueda y en la
elaboración por parte de Descartes de un método
para la reconstrucción de la Filosofía –o de
la Ciencia-, tiene especial interés hacer referencia a
Francisco Sánchez (1551-1623), médico
español –o portugués- que fue profesor en la
universidad de Tou-louse, que escribió en primera
persona
, como después el propio Descartes, y con
alguna frase que tanto por su tono como por su contenido, en el
que se hace referencia a la duda metódica universal, lleva
de modo natural a recordar otra que después
escribiría el filósofo francés. Pues,
efectivamente, Francisco Sánchez escribió en 1580:
"Entonces me encerré dentro de mí mismo, y
poniéndolo todo en duda y en suspenso, como si nadie en el
mundo hubiese dicho jamás nada, empecé a examinar
las cosas en sí mismas, que es la única manera de
saber algo"[281].

Por su parte, en el Discurso del método
Descartes escribió más adelante:

"después que hube empleado algunos años en
estudiar así el libro del mundo y en tratar de adquirir
alguna experiencia, tomé un día la
resolución de estudiar también en mí mismo y
de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en elegir los
caminos que debía seguir"[282]

La semejanza del punto de vista de Sánchez con el
de Descartes consiste en que ambos consideraron que para alcanzar
un conocimiento seguro debían comenzar por "po-nerlo todo
en duda" para reconstruir el edificio del conoci-miento en la
medida en que fuera posible. La diferencia entre ellos consiste
en que Descartes llevó la duda hasta un nivel tan extremo
que quedó atrapado en la propia subjetividad y luego le
resultó imposible escapar de ella sin cometer una multitud
de atentados contra la Lógica. Sin embargo,
Sánchez, sin la exagerada osadía de Descartes, se
conformó con dejar de lado el lastre de las diversas
opiniones para "examinar las cosas en sí mismas", frase
que recuerda el lema de la Fenomenología "zu den Sachen
selbst!"[283] y que sugiere una clara tendencia a
estudiar los diversos fenómenos desde una perspectiva
empírica, a diferencia del camino seguido por Descartes,
consistente en partir de la propia subjetividad para
deducir a partir de ella el conjunto de la
realidad.

Pero, al margen de las semejanzas y diferencias entre
estos textos, cualquiera puede observar las similitudes
espe-cialmente llamativas entre los puntos de vista de ambos
pensadores, ya que tanto uno como otro

1) consideraron que debían encerrarse dentro
de sí mismos
y debían ponerlo todo en
duda
como único camino para llegar a "saber
algo",

2) manifestaron su deseo de construir una nueva
ciencia más segura, y

3) tomaron conciencia de la necesidad de encontrar un
nuevo método basado en la razón
para conseguir este fin.

En este sentido Francisco Sánchez había
escrito: "Yo […] propondré en otro libro si es
posible saber algo y de qué modo; esto es, cuál
puede ser el método que nos conduzca a la ciencia
en cuanto lo permita la humana
fragilidad"[284]

Sin embargo, Descartes en ningún momento
mencionó al filósofo español, como si no
hubiera conocido su obra, lo cual habría sido bastante
extraño si se tienen en cuenta las llamativas
coincidencias entre ambos pensadores, y el hecho de que el
español ejerció como profesor en la universidad
francesa de Toulouse. Por ello, la semejanza entre el
pro-grama de Francisco Sánchez y su
desarrollo en la obra de Descartes llevan a pensar que
tal coincidencia no fue una simple casualidad sino que en
realidad hubo una auténtica in-fluencia del español
sobre el francés, al margen de que éste no tuviera
especial interés en mencionarla. Quizá pensó
que referirse a los escritos de Sánchez redactados en
primera per-sona
y manifestando la necesidad de dudar de
todo
y de bus-car un método racional para
avanzar en el descubrimiento de la verdad podía
arrebatarle ante los demás la "originalidad" de sus ideas,
lo cual no habría sido muy coherente con su
vanidad[285]Por otra parte además, en la
obra de Sánchez había una crítica a algunos
aspectos del catolicismo y eso pu-do contribuir a que Descartes
considerase más prudente que no se le relacionase con
él, al margen de que de hecho nunca hiciese referencia a
las fuentes en que pudiera haberse inspirado.

La existencia del
Dios del cristianismo

Como ya se ha dicho, el papel que jugó la
regla de la evidencia como punto de partida para
demostrar la existencia del dios católico y la
utilización posterior de tal supuesta realidad para
justificar el valor de la regla de la evidencia
determinó que Descartes incurriese en un
círculo vicioso que fue incapaz de reconocer
porque su interés en recuperar el valor de los
conocimientos sometidos a la duda metódica fue un objetivo
esencial que o bien le impidió tomar conciencia de la
imposibilidad de escapar desde aquellas bases más
allá de la propia subjetividad, o bien, a pesar de ser
consciente de tal imposibilidad, su orgullo le condujo a no
reconocerla e incluso a tratar de disimularla, tal como parece
que sucedió en su respuesta a la objeción de
Arnauld. Por ello, a partir de la consideración
según la cual era necesario fundamentar el valor
de la regla de la evidencia para asegurar el valor de cualquier
supuesto conocimiento, y a partir de la conside-ración
errónea de que sólo Dios podía proporcionar
tal garantía, la consecuencia inevitable fue la de la
imposi-bilidad de librarse del solipsismo, en cuanto la
demostración de la existencia de tal divinidad quedaba
imposibilitada desde el momento en que la regla de la evidencia
sólo podía utilizarse a partir del momento en que
ese dios, cuya existencia había que demostrar, hubiera
garantizado su valor.

No obstante y aun pasando por alto esta imposibilidad,
explicada posteriormente de manera especial por Hume y por Kant,
la utilización cartesiana de la regla de la evidencia para
intentar tal demostración fue realmente desafortunada como
consecuencia de haber empleado unos argumentos que, además
de estar radicalmente alejados de la evidencia, en ocasiones
sólo hubieran podido servir para demostrar lo contrario de
lo que el filósofo francés se había
propuesto.

Y así, por lo que se refiere a esta
problemática, Descartes no contaba con otro apoyo que el
proporcionado por su primera proposición considerada como
verdadera, "pienso, luego existo", junto con el de la regla
de la evidencia
, aunque utilizándola de manera
ilegítima según las propias exigencias
cartesianas, en cuanto ésta no había quedado
fundamentada de acuerdo con los propios requerí-mientos
metodológicos del pensador francés.

Esa primera verdad del cogito le condujo a
definirse como "una cosa que piensa", esto es, como un ser que
tenía ideas. Respecto a tales ideas,
señaló que existían diferencias entre ellas
respecto al modo de presentarse: Unas podían considerarse
como innatas, en cuanto las encontraba en sí
mismo; otras debía considerarlas adventicias, en
cuanto pare-cían proceder de algo distinto del propio ser;
y finalmente había otras, las llamadas facticias,
que las construía él mismo combinando distintas
ideas.

En cuanto la afirmación de la existencia de una
realidad externa había quedado en suspenso por la
aplicación de la duda metódica, Descartes
sólo contaba con esa serie de ideas como base para
intentar demostrar la existencia de Dios. Con este fin
utilizó diversos argumentos, ninguno de los cuales
podía ser concluyente porque, al margen de la
imposibilidad intrínseca para el logro de tal objetivo,
los planteamientos cartesianos contribuyeron todavía
más si cabe a reforzar el carácter quimérico
de tal hazaña.

Como a continuación puede verse, los argumentos
carte-sianos en favor de la existencia de Dios son tan absurdos
que sugieren como explicación fundamental de su
adopción por parte de Descartes su perseverante
interés en mostrarse ante la jerarquía
católica como su fiel vasallo, no sólo para asumir
sus doctrinas de manera incondicional sino también para
contribuir personalmente a justificar su valor, aunque fuera
mediante argumentaciones absurdas.

a) Así en las Meditaciones
Metafísicas
utilizó un argu-mento similar al
tipo de los empleados por Tomás de Aquino, quien,
partiendo del movimiento, de la causalidad o de la contingencia,
consideraba que en el conjunto de seres movidos, causados o
contingentes no era posible remontarse al infinito sino que era
necesario suponer la existencia de un primer motor
inmóvil
, una primera causa incausada o un
ser necesario que explicasen respectivamente la
existencia de realidades movidas, causadas o
contingentes.

Ahora bien, como Descartes no podía contar para
sus argumentaciones con un punto de partida basado en la
rea-lidad externa, en cuanto su existencia había quedado
puesta entre paréntesis como consecuencia de la
aplicación de la duda metódica a dicha realidad,
sólo le quedaban las ideas existentes en la "res
cogitans". Y así, utilizando un procedimiento similar al
de Tomás de Aquino pero referido exclusi-vamente a tales
ideas, estimó en primer lugar que éstas
de-bían estar causalmente relacionadas de tal
modo que había de existir una idea primera de la
que las demás dependían, y, en segundo lugar, que
la causa de dicha idea debía ser una
reali-dad
correspondiente a ella, en la que existiría
realmente la perfección que en las ideas
sólo estaba por "representación":

"Y aunque pueda suceder que una idea dé origen a
otra idea, esto, sin embargo, no puede continuar al infinito,
sino que es necesario llegar por fin a una idea primera, cuya
causa sea como un patrón o un original, en la que se halle
contenida formal y efectivamente toda la realidad o
perfección que se encuentra sólo objeti-vamente o
por representación en estas
ideas"[286].

Este argumento casi parecía una burla a causa de
su superficialidad, pues, en primer lugar, partía de la
falsa premisa de que las ideas estuvieran causalmente enlazadas
entre sí de forma que la intuición de una
debiera conducir necesariamente hasta otra anterior y
así hasta llegar a una primera idea de la que las
demás dependerían, lo cual resulta realmente
llamativo si se tiene en cuenta que a nadie más se le ha
ocurrido utilizar un argumento tan fantástico y
estrafa-lario. Todos tenemos ideas que aparecen de acuerdo con
diversas leyes del psiquismo humano, pero a nadie se le ocurre
defender que exista una relación de causalidad entre una
idea y cualquier otra, a no ser que se esté haciendo
referencia a las leyes de la percepción como
asociación de percepciones o a las leyes de
asociación de ideas en el sentido psicoanalítico,
relacionado con el funcionamiento del psiquis-mo subconsciente e
inconsciente. En segundo lugar, porque el hecho de que Descartes
considere que la causa de esa idea primera deba ser
una realidad que posea en sí la perfección
existente en ella por representación es una
falacia, pues si el pensador francés había puesto
en duda la existencia de un mundo externo como causa de las
sensaciones, parecía al menos igual de lógico que
se abstuviese de considerar que cualquiera de las ideas debiera
tener un origen que estuviera más allá de la propia
subjetividad. Además, podría haber comprendido que
nadie se encuentra en posesión de una "idea primera", que,
en el caso de que la tuviera, no existiera por sí misma
–como idea- y que tuviese que remitir
necesariamente a una realidad que dejase de ser una
idea.

b) Desde otra perspectiva y partiendo nuevamente de las
ideas, Descartes indicó que entre las ideas innatas
había una que tenía un carácter muy especial
cuando se la comparaba con el carácter limitado del propio
ser. Se trataba de la idea de dios, y, en el Discurso del
Método
señala que, en cuanto yo era un ser que
dudaba y en cuanto por ello

"mi ser no era completamente perfecto, pues veía
claramente que conocer era una perfección superior a
dudar, quise indagar de dónde había aprendido a
pensar en algo más perfecto que yo; y conocí
evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que
fuese, en efecto, más
perfecta"[287].

Igual que el anterior y que el siguiente y que todos los
argumentos empleados, éste era también
asombrosamente pobre, frívolo y contradictorio,
especialmente si se tenía en cuenta la diferente vara de
medir empleada por Descartes a la hora de presentar sus
demostraciones de la existencia de Dios y a la hora de aplicar la
duda metódica con aquel rigor que le llevó a dejar
en suspenso el valor de las verdades matemá-ticas o la
misma existencia del propio cuerpo.

Cuando escribe "quise indagar de dónde
había aprendido a pensar en algo más perfecto que
yo" parece no querer entender que la misma comparación
utilizada, según la cual entendía que conocer era
más perfecto que dudar, a partir de ella
podía tratar de imaginar un ser que fuera
máximamente perfecto en cualquier cualidad, sin que tal
realidad imaginada exigiese afirmarla como existente con
independencia de la propia imaginación. Y así, del
mismo modo que la fantasía crea conceptos como el de
"Superman" o como los de los dioses de las múltiples
religiones, por el mismo procedi-miento se creó el
concepto de un ser como aquel al que hace referencia el dios del
cristianismo. Pero además se trata de una
demostración contradictoria en cuanto el reconocimiento de
que "mi ser no era completamente perfecto" no podía
conducir a la conclusión de la existencia de un "ser
perfecto", pues del mismo modo que "el obrar sigue al ser", un
ser perfecto no crearía seres imperfectos. Simplemente no
crea-ría, precisamente por ser perfecto, es decir, porque,
por definición, un ser perfecto sería aquel que no
careciera de ningún bien, por lo que, en consecuencia, al
no faltarle nada, nada desearía y nada
crearía.

c) A continuación y como un nuevo argumento
Descar-tes indica que, si él hubiera sido causa de
sí mismo, se habría dado las perfecciones que
conocía y que estaban contenidas en la idea de dios, y
que, por ello, era evidente que había debido crearle un
ser que tuviera todas las perfecciones cuya simple idea él
poseía. En este sentido escribe:

"si hubiese estado solo e independiente de cualquier
otro de tal manera que procediese de mí mismo todo lo poco
en que participaba del ser perfecto, hubiera podido tener por
mí mismo, por la misma razón, todo lo demás
que sabía que me faltaba y así ser yo mismo
infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y en fin
tener todas las perfecciones que podía advertir que
estaban en Dios"[288].

Pero al utilizar este argumento Descartes
incurrió en el mismo error del anterior al no darse cuenta
de que con tal planteamiento estaba afirmando que el amor de ese
dios hacia él, a pesar de ser supuestamente infinito, era
inferior al que él mismo se tenía, en cuanto ese
ser, a pesar de su omnipotencia y de su bondad infinita, le
había dotado de una naturaleza muy inferior respecto a la
que él mismo se habría dado si hubiera podido
hacerlo, ya que se habría dotado de todas las perfecciones
que conocía y no se habría conformado con su simple
conocimiento.

De nuevo y frente a esta "demostración", tan
fácilmente alcanzada, resulta sorprendente comprobar la
frivolidad con que Descartes llega a considerar
"evidente" un argumento tan absurdo, pues, partiendo de los datos
de su argumentación, más bien debería haber
concluido en un resultado totalmente contrario, ya que la propia
imperfección sería una prueba en contra de
la existencia de dios como ser perfecto, pues, de
acuerdo con el adagio "operari sequitur esse", las obras de ese
supuesto dios, en cuanto ser perfecto, deberían haber sido
perfectas, y, por ello, si su omnipotencia le permitía
crear lo que quisiera y su bondad le impulsaba a proporcionar
todas las perfecciones posibles a lo creado, ese dios no
habría actuado de acuerdo con su supuesta bondad y poder
infinitos al haberle creado de un modo tan imperfecto; y, por
ello, la propia existencia del pensador francés, que
conocía perfec-ciones que no tenía,
constituía una clara demostración de la
inexistencia de aquel supuesto ser perfecto meramente pensado al
que se refería con la palabra "dios".

Conviene recordar a este respecto que una de las
críticas de Hume al argumento
físico-teleológico de Tomás de Aqui-no se
basaba precisamente en el hecho de que la considera-ción
del mundo, como imperfecto y limitado que era, no
per-mitía concluir de manera válida en la necesidad
de una causa perfecta e infinita, como lo sería
el dios cristiano, sino, en el mejor de los casos, imperfecta y
limitada como el propio mundo.

Parece que en algún momento Descartes
llegó a ser consciente de esta dificultad, pero igualmente
parece que trató de resolverla mediante un argumento
realmente insoste-nible. Así, en las Meditaciones
metafísicas
había escrito:

"habría sido mucho más perfecto de lo que
soy si Dios me hubiese creado de modo que no me equivocara
jamás"[289],

pero a continuación y como justificación
de la actuación de Dios, aparentemente incompatible al
menos con su omnipo-tencia e infinita bondad, se atreve a
escribir:

"Pero no por eso puedo negar que en cierto modo el que
algunas de las partes de todo el Universo no estén
exen-tas de defectos es una perfección mucho mayor que si
todas fueran iguales"[290].

El absurdo de esta justificación de la
actuación divina a la hora de considerar que el Universo
sea más perfecto con imperfecciones que sin ellas se
advierte muy sencillamente si alguien tratase de aplicar esta
misma justificación a la propia esencia divina:
¿Aceptarían los teólogos católicos la
doctrina de que Dios, además de poseer perfecciones, posee
imper-fecciones porque de ese modo es más perfecto? Por
otra parte, la doctrina cartesiana sería similar a la de
quien consi-derase que la suma de lo que tiene y de lo que debe
le hace más rico que si no tuviera deudas.

Por otra parte, esta doctrina no era del todo nueva,
pues en la antigüedad griega ya Heráclito
había escrito que "la armonía oculta es superior a
la manifiesta", refiriéndose con esas palabras a la propia
realidad del Universo entendido de un modo panteísta como
realidad divina que tendría toda una serie de aspectos
diversos y contrapuestos. Que Heráclito hablase en esos
términos del Universo-Dios tenía sentido en cuanto
no pretendía hablar de otra cosa que de aquella Naturaleza
que se le ofrecía mediante la experiencia, pero que
Descartes aplicase esa misma consideración a la realidad
del Universo, supuestamente creado por el dios cristiano, no
tenía ningún sentido lógico, aunque
sí el de escapar a la persecución de la
jerarquía católica como se le hubiera ocurrido
decir que la bondad o la omnipotencia divina eran limitadas en
cuanto su creación tenía imperfecciones, como en
especial la del sufrimiento que rodea la vida del ser humano y la
de gran cantidad de seres vivos: ¿Tenía
algún sentido la afirmación de que el Universo
fuera más perfecto con sus imperfecciones que sin ellas?
¿Tiene algún sentido, más allá del
sadismo, considerar que la humanidad es más perfecta con
todo el sufrimiento que contiene que si no contuviera toda esa
serie de aspectos negativos? ¿O acaso la omnipotencia
divina no era tan grande como para crear un mundo sin dolor? El
pensador francés en ningún momento llegó a
plantearse estas consideraciones, pretendiendo haber solucionado
el problema de la incompatibilidad entre la perfección
divina y la imperfección del Universo, claramente patente
en la existencia del sufrimiento. No obstante, parece
sintomático de cierta inseguridad el hecho de que al final
del párrafo citado, referido a los aparentes defectos de
la Naturaleza, Descartes escribiera el término
"semblables"[291], como si no se hubiera atrevido
a escribir "igual de perfectas", en cuanto pudo ser consciente de
que con tal expresión habría puesto en mayor
evidencia lo absurdo de considerar que la
imperfección
pudiera ser tan perfecta como
la perfección.

4) Descartes utilizó también una
variación del argu-mento ontológico de
Anselmo de Canterbury, y en este sentido
escribió:

"volviendo a examinar la idea que yo tenía de un
ser perfecto, encontraba que la existencia estaba compren-dida en
ella de la misma manera que en la de un triángulo
está comprendido que sus tres ángulos son iguales a
dos rectos"[292].

Una exposición similar de este argumento, aunque
más breve pero igualmente criticable, aparece en las
Meditaciones Metafísicas, donde
escribe:

"como no puedo concebir a Dios sin existencia, se
infiere que la existencia es inseparable de él y, por lo
tanto, que existe verdaderamente"[293].

Resulta chocante que una de las críticas que
pueden presentarse contra este argumento, que ya había
sido criticado por el mismo Tomás de Aquino, la
proporcionase el propio Descartes de manera involuntaria, pues,
del mismo modo que consideró que Dios hubiera podido hacer
que los radios de una circunferencia no midieran lo mismo y que
la suma de los ángulos de un triángulo no
equivaliesen a dos rectos, si el argumento que concluye en la
afirmación de la existencia de Dios se basa en la
semejanza existente entre la afirmación de que en Dios su
existencia está contenida en su esencia "de la misma
manera que
en la de un triángulo está
comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos
rectos", en tal caso y en cuanto Descartes había
considerado en otros momentos que esa verdad relacionada con el
triángulo no tenía un carácter absoluto sino
que dependía de la voluntad divina, por lo mismo el
argumento ontológico tendría igualmente un valor
relativo y subordinado también a la condición de
que Dios existiera, y así, de acuerdo con dicho ejemplo,
sólo habría podido afirmar que en el caso de
que Dios existiera, su existencia estaría contenida en su
esencia
.

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