Para la puesta en práctica del método a
fin de funda-mentar y reconstruir el conjunto de los
conocimientos Descartes aplicó la duda de manera
generalizada –aunque no por completo, pues la
religión quedó libre de ella-, y llegó a la
conclusión de que podía existir una duda razonable
tanto respecto a la existencia de una realidad externa como
respec-to al valor de las verdades matemáticas y, en
consecuencia, del conjunto de todos los conocimientos. Sin
embargo, la aplicación de dicha duda no tenía por
qué conducirle a la negación del valor de todos
esos conocimientos, en cuanto Descartes tuviera realmente
argumentos suficientes para ello, de manera que, si adoptó
una actitud aparentemente escéptica negando el valor de
tales conocimientos, lo hizo de manera teatralmente calculada,
sirviéndose de manera inadecuada de argumentos que, como
puede verse a continuación, en reali-dad no
conducían a una duda razonable acerca de la exis-tencia de
la realidad externa ni acerca del valor de las verdades
matemáticas, sino sólo a la negación del
carácter objetivo de las sensaciones y al reconocimiento
de que cualquiera puede equivocarse al realizar cálculos
matemá-ticos, lo cual, si se sabía, era
precisamente porque existía un procedimiento objetivo para
verificar tales cálculos.
3.1.1. La duda artificiosa sobre la existencia de la
realidad externa
En efecto, por lo que se refiere a la aplicación
de la duda metódica universal –y al margen
de la contradictoria excep-ción de no aplicarla a la
religión-, Descartes aplicó la duda a los
conocimientos sensibles –incluido el de la
existencia del propio cuerpo-, considerando en el Discurso
del método que
"como nuestros sentidos a veces nos engañan,
quise suponer que no había ninguna cosa que fuese tal como
ellos nos hacen imaginar"[202].
Igualmente, en las Meditaciones
metafísicas escribió
poste-riormente:
"a veces he experimentado que estos sentidos eran
engañosos, y es más prudente no confiar por entero
en nada que ya alguna vez nos ha
engañado"[203].
Además, consideró que la duda tenía
pleno sentido en este terreno en cuanto podía
suceder
"que estemos dormidos, y que todas esas
particula-ridades, por ejemplo, que abrimos los ojos, movemos la
cabeza, extendemos las manos, y cosas
semejantes"[204],
de manera que tales vivencias sólo fueran
ilusiones provo-cadas por el sueño, teniendo en cuenta
además la imposi-bilidad de diferenciar de un modo seguro
la vigilia y el sueño.
Como consecuencia de estas consideraciones Descartes
pensó, o, mejor, dijo que pensaba, que tenía
motivos sufi-cientes para dudar de la existencia de una
realidad externa independiente del sujeto.
Sin embargo y como ya se ha dicho, lo que el propio
autor había escrito en el Discurso del
método como base para afirmar la problematicidad de
la realidad externa no le permitía llegar a tal
conclusión, pues efectivamente en esta obra
escribió simplemente que "no había ninguna cosa que
fuese tal como ellos nos hacen imaginar" pero no que no
existiera ninguna cosa, aunque fuera diferente de la
forma en que los sentidos la mostraban. De manera que el hecho de
que las cosas no fueran "tal"[205] como los
sentidos las presen-taban sólo debería haberle
servido para desconfiar acerca del valor objetivo de las
sensaciones a la hora de mostrar cómo era la
realidad en sí misma, pero no para dudar acerca de la
existencia de dicha realidad.
Por esto el planteamiento cartesiano del Discurso
del método, que finalmente ponía en duda la
existencia de la realidad externa, era simplemente una falacia
que no se deducía de la consideración del
carácter engañoso de los sentidos. Además,
parece que el propio filósofo se traicionó cuando
utilizó la expresión "quise
suponer"[206], que indica que en realidad no se
produjo en él una duda de tan largo alcance sino que era
el propio pensador quien se forzaba a sí mismo para dudar
acerca de la existencia de la realidad externa a partir de un
supuesto que no debía conducirle a otra duda que a la
relacionada con la creencia ingenua en el valor objetivo de las
sensaciones.
Por otra parte y a diferencia del planteamiento del
Discurso del método, en las Meditaciones
metafísicas la argu-mentación cartesiana tiene
un matiz muy distinto, en el que tal vez los críticos no
parecen haber reparado, pues aquí Descartes ya no dice
simplemente que las cosas no sean tales como aparecen
sino que, en cuanto los sentidos nos engañan, hay que
dudar de su valor de una manera total, no
conce-diéndoles crédito alguno ni siquiera para
afirmar la existencia de aquello que provoca las
sensaciones. Es decir, parece que Descartes pudo haber tomado
conciencia de la insuficiencia del planteamiento del Discurso
del método en cuanto sólo servía para
reconocer que los sentidos eran engañosos, considerando
que las sensaciones no eran un fiel reflejo de la realidad, pero
no para demostrar que fueran engañosos hasta el punto de
que no sirvieran para informar al menos de que existía
una realidad que afectaba a los sentidos, pues, si
sabía que los sentidos le engañaban, eso
sólo podía haberlo descubierto en cuanto hubiera
conocido una perspectiva más objetiva en
comparación con la cual había observado ese error
de los sentidos o porque los mismos sentidos y la razón le
habían servido para corregir errores anteriores respecto a
la realidad observada.
Por otra parte, conviene señalar que en el texto
citado de las Meditaciones Descartes se contradice por
lo que se refiere a su doctrina acerca del error, pues mientras
aquí afirma que "es más prudente no confiar por
entero en nada que ya alguna vez nos ha
engañado"[207], considerando que el
engaño estaría causado por una realidad
independiente de la voluntad del sujeto, en otros
momentos[208]indica con mayor acierto que el
engaño o el error no provienen de los sentidos sino de una
actuación de la voluntad en cuanto se pronuncia de forma
inadecuada al determinarse a afirmar o a negar sin que el
entendimiento le haya proporcionado bases suficientes para
hacerlo. Y así, en este caso concreto, no tendría
por qué haber afirmado que los sentidos eran
engañosos sino sólo que podía producirse un
error cuando se confundía el modo de ser de las
sensaciones con aquello que las causaba: Que uno vea a lo lejos
un árbol que parece más pequeño que
el lápiz con el que lo dibuja puede inducir a afirmar que
los sentidos son engañosos respecto al
tamaño de los objetos, pero no respec-to a su
existencia, pues la mente se sirve de las sensaciones,
pero tiene procedimientos para corregir los errores iniciales a
que éstas puedan inducir, de manera que el error no
proviene de los sentidos sino de los pronunciamientos de la
voluntad cuando no tiene en cuenta aquellos mecanismos, como el
recuerdo de experiencias pasadas, que pueden servirle para
corregir la información procedente de manera exclusiva de
los datos sensibles actuales. Por ello, si –como defiende
Descartes- a la hora de juzgar la voluntad se refiere a las
sensaciones que aparecen en su mente, acertará al decir
que son como son, mientras que será el sujeto quien
deberá apren-der a interpretarlas del modo más
adecuado, que en ningún caso concluirá en la
identificación del mundo de las sensa-ciones con el mundo
de la realidad externa sino sólo en el reconocimiento de
la existencia de algún tipo de isomorfismo entre las
sensaciones y aquello que las provoca, ya que, por
definición, sensación y mundo externo son
realidades diver-sas. Sin embargo, a fin de corregir este error
–no de los sentidos sino del sujeto que juzga y confunde
las sensaciones con la realidad que las provoca- en las
Meditaciones el pen-sador francés cambió
el contenido y la forma de redacción del Discurso
y habló simplemente de que, como los sentidos eran
engañosos, en principio había que dudar de ellos no
sólo en lo referente a la falta de adecuación entre
las sensaciones y la realidad que las causaba sino incluso en la
consideración de que las sensaciones podrían
producirse en el sujeto sin una realidad que las provocase. Y en
esta obra además, para poder asegurar que la duda tuviera
un valor casi absoluto, introdujo la artificiosa hipótesis
del genio maligno, a partir de la cual todo sería
efectivamente dudoso a excepción de la verdad del
cogito, de acuerdo con la posibilidad ya contem-plada en
el siglo XIV por Ockham, referida a un dios enga-ñador que
podría provocar sensaciones de modo directo y sin
necesidad de que existieran realidades independientes, cau-santes
de tales sensaciones.
Parece que en todas estas elucubraciones lo que
Descar-tes pretendió no fue dudar de todo lo dudable sino
introducir una duda artificial acerca de casi
todo para que así su sistema apareciera más
prodigioso en cuanto ell conjunto de la reali-dad quedaba puesto
entre paréntesis por la aplicación de la duda; a
continuación se descubría una única verdad
que superaba la prueba de la duda, cogito, ergo sum; a
partir de ésta se recuperaba a Dios; y a partir de Dios se
recuperaba la realidad externa.
Realmente se trataba de un proceso portentoso, digno de
la fantasiosa megalomanía del pensador francés.
Pero, en resumidas cuentas, Descartes no jugó limpio en
ese juego de la duda metódica, no sólo por haber
excluido la religión de dicha duda sino especialmente por
haber jugado a dudar de lo que quiso para luego
aparentar que era capaz de realizar la proeza de redescubrirlo
todo con la ayuda de Dios. Pero, como se ha podido ver,
no tenía motivos para negar que por debajo de lo observado
subyaciera una realidad X, al margen de que los sentidos
no pudieran captar cómo era dicha realidad en
sí misma y al margen de cómo
apareciera como consecuencia de las sensaciones, cuyo modo de ser
dependía del modo de ser de los sentidos.
En líneas generales ésta fue la
crítica de Kant al "idea-lismo problemático"
cartesiano, indicando que la categoría de
existencia era aplicable a todo aquello que fuera objeto
de sensación. En este punto, señaló
Kant que no por el hecho de reconocer que la experiencia no capte
le realidad de un modo objetivo, conociéndola en su ser
más propio o como "cosa en sí", hay que llegar a
una postura idealista que niegue la exis-tencia de la realidad
empírica, pues, aunque la realidad en sí misma no
se identifique con el modo según el cual el sujeto la
conoce, "la existencia de la cosa que aparece no es de este
modo suprimida, […] sino que se indica que, por medio de
los sentidos, no podemos, en modo alguno, conocer lo que esta
existencia sea en sí misma"[209] y,
así, era absurdo considerar que los sentidos fueran
engañosos hasta el punto de mostrar puras
apariencias sin algo que apareciera, al margen
de que su forma de manifestarse estuviera condicionada por el
modo de ser de la sensibilidad del sujeto y al margen de que
nunca pudiera llegar a conocerse cómo fuera ese algo
en sí mismo.
La crítica kantiana era acertada y servía
además para restituir al concepto de "existencia" el
significado propio de su uso en el lenguaje ordinario, concepto
que, a la vez que se aplica al sujeto cognoscente, se aplica
igualmente a la realidad conocida en cuanto ambos se encuentran
en un mismo plano, hasta el punto de que, como el propio Kant
señala, ni siquiera el sujeto se conoce tal como es en
sí mismo, sino sólo tal como aparece
para sí.
Es decir, mientras Descartes enfocaba la cuestión
partiendo de un yo inicial que se enfrentaba a unas
sensa-ciones cuya relación con una realidad externa e
independiente del sujeto se suponía pero no podía
demostrarse, desde un planteamiento como el kantiano o como el de
la epistemo-logía genética de J. Piaget lo inicial
no sería el yo ni lo sub-siguiente la
experiencia de unas sensaciones, supuestamente
relacionadas con una realidad externa, sino que lo
inicial sería un complejo de experiencias difusas
que progresiva-mente se irían diferenciando y polarizando,
dando lugar a la aparición de la conciencia
subjetiva, como realidad unida a sensaciones, percepciones,
recuerdos, imágenes y pensamien-tos estructurados,
identificados con los fenómenos que apa-recen ante la
conciencia. Dicho con palabras del propio Piaget: "En el punto de
partida de la evolución mental no existe seguramente
ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o
sea, que las impresiones vividas y perci-bidas no están
ligadas ni en una conciencia personal sentida como un "yo", ni a
unos objetos concebidos como exteriores: se dan sencillamente en
un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano, que
no es ni interno, ni externo, sino que está a mitad de
camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco
irán oponiéndose entre
sí"[210]. La conciencia subjetiva
aparece también y de modo especial como capaci-dad de
actuar sobre la realidad de la que se tienen expe-riencias
sin que el sujeto las haya creado, mientras que el otro polo de
la experiencia, es decir, la realidad sensible,
mani-fiesta su ser imponiéndose a la subjetividad sin que
ésta pueda hacer otra cosa que experimentarla, enfrentarse
a ella o tratar de captarla y manipularla, sin poder trascenderla
para conocer la realidad tal como pueda ser en sí misma
con independencia del sujeto.
3.1.2. La duda artificiosa sobre las verdades
matemáticas
A continuación y pese a que el
método aplicado a los conocimientos
matemáticos fue el que inspiró al pensador
francés para la depuración y posterior
recuperación en su caso de los conocimientos que pudieran
superar la criba de la duda metódica, éste la
aplicó a esos mismos conocimientos a partir de la
consideración de que
"puesto que hay hombres que se equivocan al razonar
incluso en los temas más simples de la geometría e
incurren allí en paralogismos, y juzgando que estaba
sujeto a error lo mismo que cualquier otro, rechacé como
falsas todas las razones que antes había tomado por
demostraciones"[211].
Sin embargo y al igual que en el caso de los
conoci-mientos sensibles, el pensador francés no se
percató –o lo disimuló- de que desde el
momento en que afirmaba que había hombres que se
equivocaban o que incurrían en paralo-gismos eso
sólo podía haberlo descubierto a partir del
conoci-miento de cuál era la verdad acerca de
tales cuestiones, descubrimiento que efectivamente se produce
realizando las revisiones, enumeraciones y pruebas previstas en
la cuarta regla del método y mediante la previa
aceptación y uso del principio de
contradicción. Y así, la duda metódica
sobre las verdades matemáticas no podía tener
sentido desde la referencia a los errores que eventualmente
pudieran come-terse al realizar cualquier cálculo, pues
tales errores podían corregirse mediante los
procedimientos señalados, y además, como ya se ha
señalado, sólo el conocimiento de cuál era
la verdad de tales cuestiones era lo que precisamente
permitía reconocer la existencia de los correspondiente
errores.
En consecuencia, sólo el supuesto de la
existencia de un genio maligno o de un dios engañador,
introducido en las Meditaciones, podía servir
para dudar del valor de las verdades matemáticas o de
cualquier otro conocimiento con la única excepción
de la verdad del cogito, en cuanto su evidencia
estuviera provocada por tales seres hipotéticos
3.1.3. Duda metódica y
religión
La duda metódica debía extenderse en
teoría también a la religión, que no
sólo tiene como base doctrinas dogmáticas
indemostrables en muchos casos sino también
contradictorias en muchos otros. Por ello, Descartes fue
inconsecuente con su teórica pretensión acerca de
la universalidad de la duda, por haber eximido de dicha prueba
las supuestas verdades de su religión, que desde el
principio aceptó con asombrosa frivolidad como
reveladas, tanto por haber sido adoctrinado en ellas durante su
infancia como por su temor a enfrentarse con la jerarquía
católica y por su deseo de contar con su apoyo. Teniendo
en cuenta estos motivos, en la primera máxima de
su moral provisional, introducida en el Discurso del
método, se refiere a su decisión de
"conservar con firmeza la religión en la que Dios
me ha concedido la gracia de ser instruido desde mi
infancia"[212].
En relación con esta cuestión, con su
frivolidad habitual aunque siempre sorprendente,
Descartes en ningún momento aclaró nada acerca del
portentoso acontecimiento en el que ese dios le habría
concedido tal gracia, ni acerca de cualquier otro procedimiento
mediante el cual hubiese podido alcanzar tales conocimientos a
los que se abstuvo de aplicar la duda. Además, para dejar
zanjada una cuestión que podía haberle reportado
algún serio disgusto, el pensador francés no
sólo no sometió la religión a la duda sino
que proclamó abiertamente la total subordinación de
su razón a la "autoridad de la
Iglesia"[213] y tal actitud representó el
reconocimiento explí-cito de que la exclusión de la
Religión respecto a la aplica-ción de la duda
metódica no tenía su justificación en
las exigencias de la vida diaria, como había declarado en
rela-ción con las máximas de su moral provisional,
sino en el temor a las represalias de la jerarquía
católica y de su "Santa Inquisición" en el caso de
que se hubiese atrevido a dudar –o a simular que dudaba- de
las doctrinas impuestas por dicha jerarquía, y en el deseo
de contar con su apoyo cuando pudiera interesarle para su
promoción personal como filó-sofo, como defensor de
la dogmática católica y de la armo-niosa
convivencia del conocimiento con las "verdades de fe", que, al
igual que había defendido Tomás de Aquino,
Descar-tes consideró siempre por encima de la razón
en cuanto pro-cedentes del propio Dios.
Resulta ciertamente asombroso que la frivolidad
carte-siana llegase hasta el punto de llevarle a afirmar que
aquellas doctrinas habían sido reveladas por Dios, pues,
si no iba a comunicar cómo había averiguado la
existencia de tal revela-ción, al menos podía haber
tenido la coherencia metodológica de no haber hecho
referencia a ella, ya que indudablemente a todo el mundo le
habría interesado saber cómo convertir las propias
creencias en verdades evidentes y, si él hubiera sabi-do
cómo hacerlo, su informe habría sido de
extraordinaria utilidad. Pero la verdad es que no fue capaz de
llegar tan lejos y que, tal vez por haber considerado que su
círculo de amis-tades católicas no iba a pedirle
explicaciones, se atrevió a afirmar de modo gratuito
aquello que debía haber demostrado previamente en lugar de
presentarlo como verdad absoluta. Resulta igualmente asombroso
por ello que quien fue consi-derado como "padre del Racionalismo"
destacase en tantas ocasiones como el máximo defensor de
este irracionalismo teológico fideísta,
tan absurdo e injustificable en cualquiera que aspire al
conocimiento riguroso de la verdad. Paradó-jicamente,
este fideísmo se encontraba mucho más
próximo a la tradición de la Escolástica que
a la Filosofía Moderna, de la que se ha
considerado a Descartes como "el padre", pues, al margen de la
modernidad de su pensamiento en otros planteamientos, su doctrina
relacionada con la fundamenta-ción de su método y
de su sistema filosófico, en la que afirma la total
subordinación de la razón a la fe, se
encuentra en la misma línea que las de Agustín de
Hipona (siglos IV-V), Anselmo de Canterbury (siglo XI) o
Tomás de Aquino (siglo XIII). Y resulta, por cierto, casi
igual de sorprendente el hecho de que los analistas de su obra
hayan pasado por alto en general esta incoherencia tan grave por
lo que se refiere a su exclusión de la religión a
la hora de aplicar a ella la duda metódica supuestamente
universal. Los críticos suelen men-cionar como
única explicación de esta actitud aquel temor a la
Inquisición y, en general, a las reacciones de las
autori-dades eclesiásticas con las que Descartes
mantenía buenas relaciones. Y, efectivamente, el
Discurso del Método se pu-blicó en el
año 1637, es decir, cuando la condena de Galileo por la
Inquisición católica en 1633 todavía estaba
demasiado reciente como para haberla olvidado. Sin embargo, tal
justi-ficación de la actitud cartesiana sólo
hubiera servido para entender que el pensador francés no
se atreviera a escribir nada que representase un ataque frontal a
las doctrinas cató-licas, pero no para entender que quien
es conocido como "padre del racionalismo moderno" dedicase tantas
páginas de su obra a afirmar el valor superior de la fe
sobre la razón, a defender los dogmas católicos y a
afirmar como verdades absolutas todas las doctrinas supuestamente
provenientes de una "revelación", sobre todo si se tiene
en cuenta su insis-tencia en la necesidad de construir la
Filosofía de un modo totalmente riguroso y a partir de
verdades absolutamente evidentes.
3.1.4. La duda metódica y los primeros
conocimientos
A partir de la puesta en práctica de la duda
metódica Descartes consideró la proposición
"cogito ergo sum" como la única que superaba la duda en
cuanto por más que quisiera considerar que todo era
falso,
"era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba,
fuese alguna cosa"[214].
A partir de esta primera verdad consideró en
principio que se encontraba en posesión de una regla
general para la recuperación de los conocimientos puestos
en duda en cuanto cumplieran con dicha regla, según la
cual
"las cosas que concebimos muy clara y distintamente son
todas verdaderas"[215].
Sin embargo el propio Descartes se cerró el paso
para la recuperación de cualquier otro conocimiento
más allá del cogito cuando unas
páginas después escribió:
"esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber,
que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son
todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o
existe y que es un ser perfecto y que todo lo que
está en nosotros procede de él. De donde se sigue
que siendo nuestras ideas o nociones cosas reales y provenientes
de Dios, en cuanto son claras y distintas, no pueden ser en esto
más que verdaderas"[216].
Por ello, el paso siguiente para el proceso de
recupe-ración de los diversos conocimientos sometidos a la
duda debía consistir en tratar de demostrar la existencia
de Dios. Sin embargo, Descartes no reparó en que desde el
momento en que el valor de aquella regla general y la
posibilidad de aplicarla para la obtención de nuevos
conocimientos estaba subordinada a la previa existencia de
Dios, era inevitable que, a la hora de intentar demostrar
tal existencia, incurriese en un círculo vicioso
ya que, para realizar dicho intento, se estaba sirviendo de
aquella regla general cuyo valor debía haber sido
garantizado previamente por aquel ser cuya existencia
todavía no estaba demostrada, tal como se muestra en el
siguiente esquema:
Por otra parte, en las Meditaciones
metafísicas introdujo una consideración que
complicaba la situación todavía más, si
cabe: Consistía en la hipótesis hiperbólica
de que siempre podría imaginar la posibilidad de la
existencia de
"algún genio maligno, tan poderoso como
engañoso que [hubiera] empleado todo su ingenio en
engañarme"[217],
proporcionándole evidencias subjetivas a
las que no les correspondieran verdades
objetivas.
El pensador francés añadió a esta
hipótesis la de la existencia de un dios
igualmente poderoso y con la misma capacidad de engaño que
el genio maligno, y la de que el auténtico Dios
–que para él era el dios de la religión
católica- pudieran ser igualmente causantes de tales
engaños, aunque más tarde, cuando Voetius, rector
de la universidad de Utrecht, le acusó de haber defendido
esa última hipótesis, Descartes no tuvo la
valentía de aceptar que efectivamente la había
defendido. En favor de la crítica de Voetius puede verse
cómo en el texto que sigue Descartes defiende,
efectivamente, que el poder de Dios es tal que, si
quisiera –y nada ajeno a su voluntad podría impedir
que lo quisiera-, podría hacer que él se equivocase
en todo lo que considera cierto, y en este sentido
escribe:
"hace mucho tiempo que tengo en mi espíritu
cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede
todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Pues,
¿quién me podría asegurar que este Dios no
ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo,
ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud,
ningún lugar y que, sin embargo yo tenga las sensacio-nes
de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino
como lo veo? E, igualmente, como a veces juzgo que los
demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber
con la mayor certidumbre, puede ser que él haya
querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y
tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca
de algo aun más fácil, si es que se puede imaginar
algo más fácil que
esto"[218].
A continuación, sin embargo, desde otra
perspectiva y planteando sus dudas acerca de esta
cuestión, pero sin llegar a negar tal posibilidad, escribe
que
"quizá Dios no ha querido que fuese
engañado de esta manera, pues es soberanamente
bueno"[219].
Existe la posibilidad teórica de que tales dudas
se le planteasen a partir del dilema según el cual desde
el supuesto de la omnipotencia divina el
engaño universal era una más entre las
opciones que tal divinidad hubiera podido escoger, mientras que
desde la consideración de la bondad y de la
veracidad divinas tal engaño resultaba
incompatible con ese dios. Sin embargo, esta aparente antinomia
tenía una solución evidente en el sentido
según el cual Dios sí podía ser
enga-ñador, pues, teniendo en cuenta la prioridad de la
omnipotencia divina sobre cualquier valor, en cuanto todos
estarían subordinados a su voluntad, en tal caso Dios
hubiera podido ser tan engañador o infinitamente
más que el genio maligno sin que eso implicase una
imperfección en él, ya que, como el propio
Descartes había reconocido, todos los valores estaban
subordinados a su voluntad. Por ello, al considerar que Dios no
podría haber querido que él se equivocara por ser
infinitamente bueno, "olvidaba" frívolamente que la
omni-potencia divina era el fundamento de todos los
valores.
Por ello y teniendo en cuenta que Descartes aceptaba que
el poder del supuesto dios católico era infinito y
fundamento de cualquier valor, pero no sometido a ninguno que
él no quisiera, es lógico suponer que optase por no
meterse en líos teológicos ni con los protestantes
ni con los católicos y que, por ello, negase haber
defendido que Dios sí podía ser enga-ñador.
En este tipo de cuestiones Descartes siempre procuró ser
lo suficientemente astuto para evitarse problemas, menos en las
ocasiones en que los tuvo con los protestantes en cuanto no
sentía que su vida pudiera peligrar por ello.
La hipótesis de un dios
inauténtico pero suficientemente poderoso como para
provocar ese engaño absoluto aparece en la
meditación tercera, donde escribe:
"se me ocurría que quizá un Dios
podía haberme dado una naturaleza tal que yo me equivocara
incluso con respecto a las cosas que me parecían
más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento
esta opinión, anteriormente concebida, acerca de la
suprema potencia de un Dios, me veo forzado a reconocer que le es
muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me
engañe aun en las cosas que creo conocer con una evidencia
muy grande"[220]
Sin embargo y sin argumento alguno, como el pensador
francés debió de comprender que ni el genio
maligno, ni esta divinidad engañosa, ni la otra supuesta
divinidad auténtica le iban a conducir a ninguna salida
del pozo del solipsismo escéptico en que había
caído, a continuación, olvidando sus preocupaciones
respecto a esas teóricas posibilidades y en medio de una
nueva incoherencia, reafirmó su punto de vista anterior
según el cual aquellos conocimientos que se le hubiesen
manifestado con claridad y distinción, cumpliendo con la
regla general de la evidencia, podía considerarlos como
verdaderos, sin necesidad de que Dios confirmase su valor y
escribiendo en este sentido:
"engáñeme quien pueda, que lo que nunca
podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo
esté pensado que soy algo, ni que alguna vez sea cierto
que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que
dos más tres sean algo distinto de
cinco"[221].
Y, de este modo, se contradijo de nuevo al menos en lo
que se refiere a la proposición de carácter
matemático, en relación con la cual en diversas
ocasiones había proclamado de manera rotunda que la verdad
de tales proposiciones dependía de Dios de un modo
absoluto, hasta el punto de que, el hecho de que los
ángulos de un triángulo sumasen dos rectos, o que
los radios de una circunferencia fueran iguales o, en definitiva,
que el principio de contradicción fuera válido
dependía de la voluntad divina y no de una supuesta verdad
intrínseca e independiente que pudiera existir en tales
proposiciones.
Por ello, a partir de estas consideraciones Descartes se
metió en un callejón sin salida, ya que, al margen
de la verdad del cogito, la hipótesis del genio
maligno, la del dios engañador –o incluso la de que
el mismo dios católico podría engañar como
consecuencia de su omnipotencia- eran obstá-culos
insalvables para la recuperación de cualquier otro
conocimiento, lo cual, sin embargo, no fue un obstáculo
para que el pensador se saltase sus contradicciones afirmando,
como luego se verá, lo que antes había negado,
proclamando con su frivolidad habitual que las proposiciones
evidentes eran verdaderas con independencia de
Dios.
3.2. "Cogito, ergo sum"
Una vez aplicada la duda al ámbito de la realidad
externa y al de los conocimientos matemáticos,
considerando que podía estar equivocado respecto a su
valor como conse-cuencia de que los sentidos eran
engañosos, o de que todo aquello que consideraba real
fuera sólo producto de un sueño o de que
podía estar siendo engañado por un dios poderoso
pero caprichosamente mentiroso, Descartes llegó finalmente
a la conclusión de que
"mientras yo quería pensar de ese modo que todo
era falso era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba,
fuese alguna cosa"[222],
y, por ello, juzgó que
"notando que esta verdad, pienso, luego existo,
era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las
más extravagantes suposiciones de los escépticos,
juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo,
como el primer principio de la filosofía que
buscaba"[223].
Y así pretendió convertir esa
proposición en "el primer principio" de su
filosofía, haciéndolo en un doble sentido: como
fundamento –al menos parcial- de la regla de la evidencia y
del método en general, y como primera verdad de
su sistema filosófico.
3.2.1. Cogito e
intuición
Como se acaba de decir, la proposición "cogito,
ergo sum" se mostró a Descartes como fundamento, aunque no
absoluto, de la regla de la evidencia en cuanto su
carácter de verdad evidente podía servirle
de criterio para aplicarlo al resto de conocimientos,
que sólo podría considerar como verdaderos en
cuanto se presentasen a su mente con la misma evidencia
con la que se le había mostrado aquella única
proposición que había superado la prueba de la
duda. Esta proposición sería además la
primera verdad de su sistema filosófico en cuanto
sólo contaba con ella para intentar deducir cualquier
otra.
Sin embargo y por lo que se refiere al supuesto
carácter intuitivo del cogito hay que
señalar que, de acuerdo con los supuestos cartesianos, en
realidad no lo tenía, pues las intuiciones se
referían a realidades unitarias que desde el punto de
vista cognoscitivo se relacionaban con conceptos, mientras que la
proposición "cogito, ergo sum" evidente-mente no era un
concepto sino un entimema, es decir, un razonamiento abreviado en
el que estaba implícita la premisa universal "todo aquello
que piensa existe" o la premisa individual "si pienso, existo".
De hecho en las Reglas para la dirección del
espíritu Descartes había definido la
intuición como un concepto, pero no como una
relación entre conceptos, es decir, como un
juicio, y en este sentido había considerado la
intuición como
"un concepto que forma la inteligencia pura y
atenta con tanta facilidad y distinción que no queda
ninguna duda sobre lo que entendemos"[224].
Así pues el cogito no podía tener
carácter intuitivo, en cuanto la
intuición se refería a una
realidad clara y distinta, es decir, separada de cualquier otra,
mientras que la proposición "cogito, ergo sum"
hacía referencia no a uno sino a dos hechos distintos, al
hecho de pensar y al hecho de existir, y, por
ello, tal proposición, a pesar de la evidencia con que se
dedujera su relación, no podía tener
carácter intuitivo sino deductivo, en
cuanto el pensar y el existir no se identificaban sino que
sólo podían relacionarse a partir de una
deducción, entendiendo que el primero no
podía darse sin el segundo, tal como ya lo había
planteado Gómez Pereira en el siglo anterior cuando
escribió: "nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit,
est, ergo ego sum"[225], y tal como indicó
Gassendi en una de sus críticas a Descartes.
3.2.2. El cogito y el principio de
contradicción
Por otra parte, en su análisis acerca de la
verdad absoluta del cogito Descartes no fue consciente
de que la justificación de dicha proposición
implicaba la previa aceptación del prin-cipio de
contradicción en cuanto la reflexión acerca de
la im-posibilidad de pensar sin existir implicaba ya el uso de
este principio. Y así –como se acaba de ver-, el
cogito cartesiano no era una simple
intuición sino una deducción,
aunque muy simple, en la que se ponían en conexión
los conceptos de pensar y existir. Esta
deducción podía esquematizarse de acuerdo con su
estructura lógica subyacente, mostrando así que
decir "es imposible pensar sin existir" presuponía haber
comprendido que el hecho de pensar o de dudar
era contra-dictorio con la inexistencia de la propia
realidad pensante. El proceso cartesiano que culminaba
en el cogito había comen-zado con una primera
verdad: "pienso", auténtica primera verdad
incluso en cada momento en que se estuviera cuestio-nando su
valor, pues tal cuestionamiento era imposible sin pensar. Y, en
segundo lugar, Descartes materializaba su
deducción con la verdad "existo", en cuanto
sobreentendía en la primera parte de su deducción
que pensar sin existir era una contradicción,
pues el argumento "pienso, luego existo" era
necesariamente verdadero porque su negación -"no es
verdad que, si pienso, entonces existo"- habría sido
una contradicción.
Precisamente este punto de vista fue el que Descartes
había defendido en las Reglas para la dirección
del espíritu, aplicándola a las proposiciones
de la Aritmética:
"si digo: cuatro y tres son siete, esta unión es
necesaria, pues no podemos concebir distintamente el
número siete si no incluimos en él de un modo
confuso el número tres y el número
cuatro"[226].
Aquí, sin mencionar el principio de
contradicción, Descartes venía a considerar que
había verdades necesarias en cuanto el sujeto de
la proposición correspondiente incluía en su
definición el predicado, por lo que su negación
habría sido una contradicción, y,
así, la necesidad de esta conclusión era
clara y distinta no de un modo mágico y misterioso sino en
cuanto cumplía con el principio de identidad y, por ello
mismo, con el de contradicción.
Del mismo modo, cuando Descartes escribe
"habiendo notado que en todo esto: pienso, luego
existo, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino
que veo muy claramente que para pensar es necesario
existir"[227],
juzga que el criterio de verdad es el de la claridad y
distinción con que algo se presenta a la mente, pero no
llega plantearse que, en cuanto existe una causa que determina la
aparición en la mente de la vivencia de tal "claridad y
distinción", es decir, de tal "evidencia", es precisamente
esa causa anterior la que debería ser considerada
como el auténtico criterio de verdad de ese conocimiento.
Es decir, si Descartes afirma que en la proposición
pienso, luego existo "no hay nada que me asegure que
digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es
necesario existir", la consecuencia de esta afirmación no
debería haber sido que en adelante debería
considerar como verdad aquello que se apareciera con la misma
evidencia, sino aquello que se le mostrase con la misma
necesidad, pues, como el propio Descartes reconoce, la
vivencia de la evidencia procedía de la necesidad
con que la existencia aparecía unida al pensamiento. Pero,
¿en qué consistía tal necesidad? Al
margen de que Descartes no qui-siera o no supiera reconocerlo,
dicha necesidad provenía sim-plemente de que la
negación de tal unión habría resultado
contradictoria. Precisamente en este mismo sentido
indicó Hume un siglo después que sólo era
demostrable como nece-sario aquello cuya negación
implicase una contradicción, situación que
se producía en las proposiciones
analíticas, en las que el predicado está
contenido por definición en el sujeto, por lo que
su negación resultaría contradictoria. Y,
en el caso del cogito, aunque fuera de manera
implícita, en el hecho de pensar estaba incluido
el hecho de existir.
Complementariamente, cuando Descartes dice:
"por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las
demás cosas se
seguía[228]muy evidente y muy
ciertamente que yo era"[229],
su utilización de la expresión "il
suivait" viene a ser equiva-lente a "se deducía", aunque
parece que Descartes rehuyó esa expresión de forma
premeditada para tratar de presentar el cogito como un
principio absoluto de carácter intuitivo, al margen de
cualquier deducción, a pesar de considerar que el hecho de
que algo "se siga" o "se deduzca" de otra cosa presupone el uso
implícito del principio de contradicción,
el cual es en definitiva el auténtico fundamento de la
verdad que se descubre. Así, por ejemplo, si se dice que
todos los hom-bres son mortales y que los chinos no son mortales,
se incurre en una contradicción en cuanto se
está afirmando y negando a la vez que todos los hombres
sean mortales, en cuanto los chinos son una parte del conjunto de
los hombres, y es la conciencia de tal
contradicción la que conduce a la
evidencia de la falsedad necesaria de la
proposición "los chinos no son mortales".
A quienes le objetaron que la verdad del principio
de contradicción tendría un carácter
anterior al de la verdad del cogito Descartes
replicó que él no se basaba en dicho princi-pio
sino que la verdad de dicha proposición se le mostraba
como evidente de un modo intuitivo, es decir, de un modo
racionalmente directo y no por la mediación de
algún princi-pio lógico anterior que tuviera que
aplicar. Sin embargo, a pesar de esta respuesta, el punto de
vista de quienes defen-dieron la anterioridad del principio de
contradicción respecto al de la evidencia era el correcto,
teniendo en cuenta de manera especial no sólo la
existencia de una causa –y no siempre apropiada
– a partir de la cual surge la impresión de
evidencia sino además que la evidencia –o
la impresión de evidencia– tiene siempre y
necesariamente un carácter subje-tivo por ser una
impresión o una vivencia, lo cual explica que haya
evidencias para todos los gustos; y así, aunque no haya
por qué desecharla como indicio de algo, está muy
lejos de ser un criterio suficiente para la aceptación de
una deter-minada proposición como verdadera, y, en
cualquier caso, debe ir unida a otros criterios, como el
principio de contra-dicción en el caso de las
ciencias formales, y la constatación
empírica en el caso de contenidos relacionados con la
expe-riencia[230]Por ello, además, el punto
de vista del pensador francés era erróneo, pues
mientras el principio de contra-dicción se muestra como
evidente, son muchas las evidencias que no van más
allá de una seguridad puramente subjetiva, como
lo demuestra la misma existencia de tantas evidencias
contradictorias entre diversas personas o en una misma
persona en distintos momentos, como el propio Descartes
reconoció respecto a las suyas.
En consecuencia, Descartes hubiera debido buscar unas
bases mucho más firmes para asegurarse del valor objetivo
de sus diversas evidencias y, en este sentido, hubiera debido
valorar el principio de contradicción como una
condición necesaria y suficiente de la verdad de las
proposiciones lógi-cas y matemáticas, y como una
condición necesaria, aunque no suficiente, de la verdad de
las proposiciones empíricas.
Por otra parte, afirmar, como lo hace Descartes, que el
principio de contradicción no tiene un valor por
sí mismo sino que depende de la omnipotencia divina,
implica aceptar que en el fondo cualquier razonamiento tiene
siempre un carácter arbitrario, pues el principio de
contradicción es la regla fundamental sobre la que
descansan todos los razona-mientos y, por ello, la
relativización de dicho principio implica la
relativización de cualquier razonamiento. Por ello, si
este principio tuviera un valor relativo, estando subordi-nado su
valor a la voluntad del dios católico, la
pretensión cartesiana de demostrar la existencia
de ese dios sería absur-da en sí misma, en cuanto
en los momentos en que se inten-tase tal hazaña se
estaría concediendo a dicho principio y a los
razonamientos utilizados para conseguir tal demostración
un valor absoluto, mientras que, una vez obtenida tal
demos-tración -suponiendo que fuera posible-, se le
negaría dicho valor, lo cual sería
absurdo.
3.2.3. El cogito y la regla de la
evidencia
Con respecto a esta primera proposición
considerada como verdadera se pregunta Descartes a
continuación qué es
"lo que se necesita en una proposición para que
sea verdadera y cierta"[231]
y, dejando en segundo plano su referencia al
principio de contradicción, que había
utilizado de modo implícito para defender la verdad del
cogito, concluye que lo que le confirma su verdad es la
claridad y distinción –es decir,
la evidencia- con que la contempla. Esta
conclusión es la que le hizo incurrir, con su frivolidad
habitual, en el sorprendente círculo vicioso de
pretender fundamentar el valor de la evidencia en la
verdad del cogito y, al mismo tiempo, tratar de
fundamentar la verdad del cogito en la
evidencia con que se presentaba a su mente.
En efecto, a partir de esta proposición,
Descartes consi-dera que se encuentra ya en posesión de
una "regla general" para progresar en el descubrimiento del resto
de conoci-mientos que estén al alcance de la razón
humana; se trata de la regla de la evidencia,
según el cual
"las cosas que concebimos muy clara y muy distin-tamente
son todas verdaderas"[232].
Pero, de este modo y como era habitual en él,
incurrió en un nuevo círculo vicioso,
pues, como ya indicó Huet, la regla de la
evidencia, que debía haber sido fundamentada a partir
de la proposición "cogito, ergo sum", se convertía
al mismo tiempo en el fundamento incoherente de ese primer
conoci-miento. Además, esta regla, que debía haber
servido de punto de partida para la fundamentación del
método y para la recu-peración de todos los
conocimientos, planteaba otros proble-mas insolubles que
determinaron que Descartes quedase en-cerrado en un
solipsismo del que le resultó imposible escapar,
pues, aunque hubiese podido confirmar su valor a partir de la
verdad del cogito –como en un primer momento
pareció pensar-, sin embargo consideró finalmente
que no tenía por sí misma valor
sufíciente como para demostrar la existencia del
mundo ni la del propio cuerpo, ni la verdad de cualquier otra
proposición, ya que todavía podía sospechar
que
"quizá un dios podría haberme dotado de
tal naturaleza que yo podría haberme engañado
incluso a propósito de cosas que me parecieran
máximamente manifiestas […] Estoy obligado a admitir que
para él es fácil, si lo quiere, ser causa de mi
error, incluso en materias en las que creo disponer de una
evidencia muy grande"[233].
Y así, además de tener que enfrentarse al
problema del círculo vicioso existente por lo que
se refería a la relación entre la regla de la
evidencia y el cogito, tenía que demostrar la
existencia de un dios que no fuera engañador para
que la regla de la evidencia quedase confirmada en su
valor. Pero, al margen del fracaso en que Descartes debía
incurrir necesa-riamente en su intento de fundamentar dicha
regla, ésta no podía servir como criterio de
verdad porque:
a) Toda evidencia es una
impresión y toda impresión es
subjetiva; por ello toda evidencia es
subjetiva; y, por ello, no podía demostrarse que se
correspondiera con una verdad objetiva a no ser mediante
la ayuda del principio de contra-dicción para las
proposiciones analíticas o mediante la ayuda de la
experiencia para las sintéticas.
Parece que el propio Descartes se dio cuenta del
problema de la debilidad de la regla de la evidencia y
que por este motivo se planteó la hipótesis de la
existencia de un dios engañador o de un genio
maligno –e incluso la del propio dios católico
como engañador- como posibles causas de tales
evidencias subjetivas, comprendiendo que éstas no
garantizaban el valor de un supuesto conocimiento en cuanto la
impresión de su evidencia podía
no corresponderse con verdades objetivas, y considerando
en un primer momento que sólo la existencia de un dios
veraz podría reforzar de manera suficiente el valor
insuficiente de la regla de la evidencia. Sin embargo, lo que
parece que el pensador francés no comprendió fue
que, una vez introducida la hipótesis del genio maligno o
del posible dios engañador, tal hipótesis cerraba
el camino a la posibilidad de demostrar cualquier otra verdad,
como la de la existencia de ese dios veraz que tanto
necesitaba, en cuanto tal existencia siempre
podía considerarse como un nuevo engaño de aquel
hipotético genio maligno o de aquel otro dios
engañador.
b) En segundo lugar, Descartes no comprendió que,
aunque esta regla era adecuada y suficiente para el progreso en
los diversos conocimientos de carácter meramente
formal, como la Lógica y las Matemáticas,
en cuanto eran simples tautologías más o menos
complejas pero reducibles a identi-dades mediante la ayuda del
principio de contradicción y otras reglas
lógicas, era absolutamente insuficiente para la
obtención de conocimientos de carácter
material, como los de las diversas ciencias
empíricas, cuyo progreso requería no sólo
del uso del principio de contradicción sino también
del de la experimentación, que debía
servir para confirmar o desmentir el valor de los diversos
enunciados o deducciones, al margen de que en principio pudieran
parecer evidentes al investigador. Y así, a pesar de haber
tomado conciencia de la existencia de "falsas evidencias",
reconociendo que en el pasado él mismo había tenido
como evidentes teorías que en la actualidad veía
como erróneas, y que eran muchos quienes tenían por
evidente aquello que otros tantos juzgaban como
evidentemente falso, de manera inexplicable
siguió aceptando el valor de la evidencia como requisito
necesario y suficiente para la búsqueda y
consecución del conocimiento.
Y así, uno de los errores de Descartes
consistió en no haber comprendido que el éxito de
su método en las Matemá-ticas, que en el fondo se
basaba en el uso correcto del princi-pio de contradicción,
no podía trasladarse a los conocimien-tos empíricos
porque no disponía de la regla de la
experi-mentación que sí era fundamental en
el método de Galileo. Descartes, en su
método, fue incapaz de valorar la esencial
importancia de la experiencia, a pesar de que en aquel mo-mento
el método de Galileo ya había comenzado a
funcionar, dando como resultado el rápido desarrollo de
las ciencias experimentales desde entonces hasta la actualidad.
Mediante este método el científico podía
interrogar a la Naturaleza para que ésta garantizase o
desmintiese el valor de las hipótesis que el investigador
construía a fin de comprender las relaciones entre los
diversos fenómenos, pues la simple impre-sión
de evidencia, como "firme corazonada" de que algo fuera
verdad, no permitía escapar del terreno de la
subjeti-vidad y asegurar la verdad de ninguna teoría
científica.
Por otra parte, el pensador francés no
podía aplicar el método experimental mientras no
lograse escapar de la propia subjetividad en la que él
mismo se había encerrado cuando con la duda
metódica había negado que la experiencia pudiera
ser criterio suficiente para afirmar la existencia inde-pendiente
de la realidad sensible, más allá de la propia
subje-tividad, en cuanto no podía fiarse de los sentidos y
en cuanto siempre podría suceder que estuviera
soñando o incluso que un genio maligno provocase en
él la creencia en la existencia de realidades externas,
causantes de las propias sensaciones. No obstante, hubiera podido
aplicar dicho método posterior-mente, cuando dio el paso
de aceptar la existencia de la "res extensa" como una realidad
independiente del sujeto, garan-tizada por la veracidad del
propio Dios, al margen de las críticas que haya que hacer
a esta última doctrina. Es cierto que en algunos momentos
Descartes intentó servirse de la
experimentación, pero, aunque era especialmente
apto para las Matemáticas, no parece haberlo sido para la
investigación empírica, que exigía un rigor
y una capacidad especial de observación para analizar con
objetividad los datos empí-ricos. Pero el pensador
francés no estaba especialmente pre-parado para el uso del
método experimental, como queda demostrado, por ejemplo,
en su explicación de la circulación
sanguínea, que llegó a considerar como
necesariamente ver-dadera, a pesar de que era
obviamente falsa y a pesar de que la explicación
verdadera ya la había expuesto Harvey, cuya obra Descartes
conocía, llegando incluso a criticarla en el Discurso
del método, o, como queda igualmente demostrado,
cuando pretendió explicar cómo se relacionaban el
alma y el cuerpo, presentando descripciones tan detalladas de
esta supuesta conexión que parecía que estuviera
viéndola, si no fuera porque, dada la supuesta
heterogeneidad de tales sustancias, la "res cogitans" y la "res
extensa", las descrip-ciones cartesianas sólo
podían ser el efecto de intensas alucinaciones o el
discurso embaucador de un feriante sin escrúpulos con la
pretensión de vender como un tesoro lo que era simple
quincalla. El error del francés se hace más patente
cuando se recuerda que su crítica a Galileo se relacionaba
con el hecho de que el gran científico pisano se centraba
en la explicación de fenómenos físicos
inicialmente simples para encontrar la ley que describía
su funcionamiento y su relación con otros fenómenos
mediante el apoyo constante de la experimentación, pero
sin obsesionarse por alcanzar un sólido sistema deductivo
en el que todos los fenómenos enca-jasen perfectamente. En
este sentido, Descartes, con su engreimiento y frivolidad
habitual, no tuvo inconveniente en criticar el método de
Galileo diciendo:
"Me parece que falla mucho porque hace continuamente
digresiones y no se detiene a explicar completamente una materia,
lo que muestra que no las ha examinado por orden y que sin haber
considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha
investigado las razones de algunos efectos particulares y
así ha construido sin
funda-mento"[234].
Descartes tenía razón en que Galileo
"sólo [había] investigado las razones de algunos
efectos particulares", pero no la tenía cuando afirmaba
que había "construido sin fundamento". Galileo, más
realista que Descartes, compren-día que para explicar los
fenómenos de la Naturaleza debía comenzar a
investigar desde abajo, desde los datos de la
observación empírica, pero eso no significaba
"construir sin fundamento" sino construir desde el único
fundamento del que podía disponer, que era precisamente la
experiencia. Sin embargo, Descartes, especialmente ambicioso,
orgulloso y seguro de su capacidad, pretendía construir su
ciencia desde arriba, desde un fundamento absoluto y
último, como aspiraba a que lo fuera el dios
católico, considerado como el principio y fundamento
último de toda la realidad, prejuicio gratuito asumido
como consecuencia del adoctrinamiento recibido durante su
infancia, que le condujo con demasiada ligereza a la
convicción de haber demostrado la existencia de dicho ser
y de que a partir de ese momento podía "construir con
fundamento" el resto de los conocimientos. En definitiva,
Descartes consideraba en su crítica a Galileo que
éste había construido sin fundamento porque no
había construido un sistema deductivo que, partiendo del
dios católico, dedujera las leyes de la Naturaleza de
manera simplemente racional y tomando como principio deductivo la
supuesta inmutabilidad de ese supuesto dios. Y, efectivamente, en
este sentido el proyecto cartesiano podía ser más
"completo", en cuanto todas las leyes se dedujeran de ese dios.
Pero era una pretensión propia de un megalómano la
de considerar que la existencia de ese dios o la de cualquier
otro fuera demos-trable, así como la de afirmar que a
partir de tal principio podía deducir las leyes del
Universo con la misma facilidad con que podía demostrar el
teorema de Pitágoras.
Por ello, la verdad era contraria a la opinión
cartesiana, pues Galileo construía a partir del fundamento
de la expe-riencia, mientras que Descartes partía de un
fundamento meramente supuesto y absolutamente alejado de la
compro-bación experimental, como lo era aquel supuesto
dios, y al margen de que hubiera concedido a la experiencia
cierta utili-dad como mecanismo auxiliar para suplir las
limitaciones de la razón humana a medida que las supuestas
verdades racio-nales más evidentes fueran quedando
demasiado lejanas a lo largo del proceso deductivo que llevaba
desde supuestos conocimientos absolutos, como en especial el que
se relacio-naba con el dios católico, al conocimiento de
las realidades más
concretas[235]
La tendencia a dejar en un segundo plano la experiencia
fue su tónica general, a pesar de que en las Reglas
para la dirección del espíritu todavía
había llegado a criticar a
"aquellos filósofos que, desdeñando las
experiencias, creen que la verdad saldrá de su propio
cerebro como Minerva del de
Júpiter"[236]
y a pesar de que posteriormente, entre los años
1638–1640, se atrevió a realizar disecciones con
diversos animales. Pero este diletantismo experimental
en Anatomía y en Medicina no le duró mucho tiempo y
pronto abandonó la experimentación para dedicarse
de nuevo a la mera especulación.
En su línea general de pensamiento
consideró que la experiencia sin la
razón era un conocimiento sumamente imperfecto,
pues sólo mostraba que algo era, pero no por
qué era, mientras que, para él, lo esencial en
el conocimiento científico era mostrar la
conexión deductiva y sistemática
de todos los fenómenos en cuando derivados de la
perfección divina, y, por ello, la experiencia
sólo tenía un valor secun-dario que
podía servir para asegurar la verdad de los resul-tados a
los que conducían las deducciones racionales o
para la obtención de aquellos conocimientos que en lugar
de ser el resultado deductivo de la inmutabilidad del dios
católico dependían sólo de su omnipotencia,
por lo que no podían ser deducidos sino solo constatados
por la experiencia.
Resulta lamentable que Descartes llegase a menospreciar
tan frívolamente la obra de Galileo, el cual
había elaborado un método especialmente útil
para el progreso de la Ciencia, el método
hipotético deductivo, que combinaba la
experien-cia, la imaginación y la inteligencia para
observar la realidad, para crear
hipótesis explicativas de lo observado, para
dedu-cir consecuencias teóricas de tales
hipótesis y para realizar experimentos que
sirvieran para confirmar o desmentir las hipótesis
previamente establecidas, dando paso de este modo al asombroso
progreso que desde entonces ha tenido la Ciencia.
3.2.4. Críticas al
cogito
Por lo que se refiere a la proposición "cogito,
ergo sum", fundamento del método y del sistema cartesiano,
hubo una serie de críticas relacionadas tanto con su
contenido y consis-tencia como con la originalidad de Descartes a
la hora de utilizarla como verdad primera y absoluta:
3.2.4.1. Críticas al contenido del
cogito
a) Gassendi criticó esta "primera
verdad" considerando que en el fondo se trataba de un
silogismo en el que estaba implícita la premisa
mayor "todo lo que piensa existe". Descartes replicó que
su planteamiento no tenía carácter
deductivo sino que se trataba de una intuición
intelectual directa por la que veía con absoluta
evidencia que el pensamiento y la existencia estaban
necesariamente unidos, de manera que no podía afirmar
"pienso" sin afirmar al mismo tiempo la
verdad según la cual existo como ser
pensante. No obstante, la crítica de Gassendi era
correcta por lo que se ha dicho antes, pues por muy fácil
y directa que pudiera resultar la implicación entre pensar
y existir, el paso deductivo era inevitable. Se
podría matizar que la premisa implícita no
tenía por qué ser "todo lo que piensa existe" sino
que podía adoptar la forma "es imposible pensar sin
existir" u otra similar, que suponía la admisión
del principio de contra-dicción como fundamento
implícito de tal proposición.
Como la pretensión cartesiana era la de convertir
cualquier deducción en una intuición
intelectual directa, eso explicaría en parte su
empeño en defender el carácter intuitivo del
cogito, a pesar de que no podía dejar de tener
carácter deductivo en cuanto los conceptos de
pensar y de existir no eran sinónimos,
como ya se ha explicado antes.
El interés cartesiano por afirmar el valor del
cogito como principio absoluto de su filosofía,
tanto de su sistema como de su método,
convirtiéndolo por ello en fundamento del principio de
la evidencia, tenía en cualquier caso el
incon-veniente radical de que, desde el momento en que el
pensador francés recurría a una
impresión necesariamente subjetiva como la de la
evidencia, relacionada con "la claridad y
distinción" con que un supuesto conocimiento se presentase
a su mente, tal planteamiento podía dar pie a la
aparición de toda clase de intuiciones "evidentes", en
cuanto fueran sentidas así por quien las afirmase como
tales. En definitiva, ni existía un criterio
intersubjetivo para contrastar el valor objetivo de evidencias
necesariamente subjetivas, ni existía ningún otro
método de corroboración de lo que cualquiera
pudiera afirmar como "verdad evidente", tanto si se
refería a los "milagros" de Lourdes como a su particular
"regreso al futuro" o a su abducción por los tripulantes
de una nave de otra galaxia, fenómenos al parecer muy
evidentes, al menos para quien los cuenta.
b) Fue igualmente acertada la crítica posterior
de P. D. Huet en 1689 en su obra Censura pilosophiae
cartesianae, indicando que en el planteamiento cartesiano
había un cír-culo
vicioso[237]por cuanto si el principio
"cogito, ergo sum" se aceptaba porque era
evidente, en dicho caso había que considerar la
regla de la evidencia como su fundamento, y, en
consecuencia, dicha regla no podía a su vez quedar
jus-tificada en virtud de aquel principio. En relación con
esta crítica muchos años antes Descartes
había defendido el valor del cogito como
fundamento de la regla de la evidencia señalando que
poseía la cualidad de ser una evidencia absoluta
cuya negación habría sido
contradictoria.
Ahora bien, con esta defensa Descartes pasó por
alto, en primer lugar, que toda evidencia –y no sólo
la del cogito– debía tener ese mismo
carácter absoluto, pues no tendría sentido
hablar de evidencias más o menos evidentes, del mismo
modo que no tiene sentido hablar de circunferencias más o
menos redondas, ni de difuntos más o menos muertos. En
consecuencia, a la hora de aceptar como conocimientos "otras
evidencias", sólo podía hacerlo en cuanto fueran
tan absolutas como aquella primera verdad, pues en caso contrario
habría aceptado frívolamente la
equivalencia entre lo evidente y lo probable,
olvidando su intención de reconstruir la Filosofía
como un sistema de conocimientos evidentes. Y, en segundo lugar,
una consecuencia derivada de esta justificación era la de
que, aunque la verdad del cogito no procediera de la
regla de la evidencia sino que fuera la regla de la
evidencia la que hallase su justificación en aquella
primera verdad, en cualquier caso, como se ha dicho antes, el
valor de la verdad del cogito derivaría del
principio de contradicción, pues, desde el
momento en que dice Descartes que es imposible pensar o
dudar sin existir, está reconociendo implícitamente
que el pensar es incompatible, o, lo que es el mismo,
contradictorio, con la no existencia y, por ello, a la
vez que se afirma el pensar se afirma la
existencia de ese pensar[238]en cuanto su
negación sería contradictoria. Y
así, desde el momento en que el valor del cogito
se justifica a partir del principio de
contradicción, esta primera verdad sirve a su vez de
justificación para la regla de la evidencia, lo
cual implica la aceptación implícita de que esta
regla no podía representar por sí misma un
criterio suficiente para la aceptación de cualquier
supuesto conocimiento.
En definitiva, el principio de
contradicción posee una prioridad gnoseológica
sobre la verdad del cogito y sobre la regla de la
evidencia, y representa el fundamento último de todos
los conocimientos.
Por otra parte, cuando Descartes recurre al
principio de contradicción, utilizándolo
sin proponérselo, como funda-mento objetivo de la verdad
del cogito, todavía no es cons-ciente de que el
valor absoluto que en esos momentos conce-de a este principio
más adelante se lo negará, al considerarlo
subordinado al poder divino, y esta incoherencia
complicará todavía más sus reflexiones, en
cuanto supone un nuevo círculo vicioso del que le
será imposible escapar. En este sentido
escribe:
"En cuanto a la dificultad de concebir cómo Dios
ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que
[…] los contradictorios no puedan existir juntos,
se la puede suprimir fácilmente considerando que el
poder de Dios no puede tener ningún
límite"[239].
Pues, en efecto, con la introducción del dios
católico –o de cualquier otro-, lejos de
solucionarse el problema, todo él se complica
todavía más en cuanto, si la verdad del
cogito se justifica a partir del principio de
contradicción y este princi-pio se justifica a partir de
ese dios, considerando por ello que su valor no es
absoluto, en cuanto depende de la libre voluntad divina, en
tal caso la justifica-ción del cogito a partir
del principio de contradicción resulta tan
arbitraria como el mismo principio de
contradicción. Pero, además, hay que tener en
cuenta que, como la existencia de ese dios había sido
introducida a partir de la aplicación de la regla de la
evidencia, la cual debía haber sido previamente
justificada por Dios, en tal caso el círculo se completaba
en cuanto sus términos inicial y final eran la "res
cogitans" y Dios, mientras que el principio de
contradicción y la regla de la evidencia eran los
términos intermedios. Y así, Descartes
incurrió en un nuevo círculo vicioso con
el que, evidentemente, no podía demostrar nada:
Por otra parte, en cuanto para demostrar la existencia
de ese dios –el dios católico- era necesario aceptar
previamente la regla de la evidencia, en cuanto para aceptar la
regla de la evidencia había que aceptar el principio de
contradicción y en cuanto el principio de
contradicción se sustentaba en la vo-luntad de Dios, tal
principio no tenía un valor absoluto y, por ello, todo lo
que se hubiese pretendido demostrar a partir de él no
dejaría de tener un valor relativo, subordinado a la
voluntad del dios católico. O dicho de otro modo: Si la
demostración de la existencia de ese dios se fundamentaba
en una argumentación basada en la previa aceptación
del valor de la regla de la evidencia, si la regla de la
evidencia tenía un valor subordinado al del
cogito, si éste se basaba en el prin-cipio de
contradicción y, finalmente, si el valor del principio de
contradicción dependía de la omnipotencia divina,
enton-ces cualquier demostración que pudiera obtenerse por
la mediación de tal principio sería tan arbitraria
como el propio principio.
3.2.4.2. Críticas a la consistencia del
cogito
Por otra parte y desde perspectivas posteriores, hubo
una serie de pensadores que realizaron diversas
críticas al cogito cartesiano, no por lo que se
refiere a la relación necesaria entre pensamiento y
existencia pero sí por la doctrina carte-siana del
yo, entendido como una realidad sustancial que
ser-viría de soporte para el pensamiento sin identificarse
con él. En este sentido son especialmente interesantes las
observa-ciones de Hume, de Kant y de Nietzsche, aunque Kant no
llegase a realizar una crítica tan radical como Hume o
como Nietzsche:
a) Las reflexiones de D. Hume respecto a la
existencia de un yo sustancial representan una
crítica implícita al planteamiento cartesiano.
Respecto a la idea de alma, entendida como un sujeto
permanente de carácter inmaterial que servi-ría de
soporte para las sucesivas percepciones a lo largo del tiempo,
Hume se pregunta, desde la aplicación más rigurosa
del empirismo y de su principio "nihil est in intellectu quod
prius non fuerit in sensu", si percibimos la
impresión corres-pondiente a ese supuesto sujeto
al que llaman "alma" o "yo". Señala Hume que "si alguna de
nuestras impresiones nos da la idea del yo, dicha
impresión ha de permanecer invariable, a través de
toda nuestra vida […] Pero no existen impresiones constantes e
invariables […] y, en consecuencia, no
existe"[240] una realidad objetiva que se
corresponda con dicha idea.
Hume negó, en consecuencia, el conocimiento de un
yo permanente o alma y comparó el espíritu
humano con una especie de teatro en el que se suceden las
percepciones y en el que "sólo las percepciones sucesivas
constituyen el espíri-tu"[241], es decir,
que a partir de la sucesión de las diversas percepciones
no podía concluirse en la existencia de un yo
sustancial o del alma, tal como Descartes
había hecho. Sin embargo y a pesar de estas
críticas, Hume manifestó su propia
insatisfacción con su explicación del conocimiento
al tomar conciencia de la gravísima dificultad para
explicar el conocimiento sin la existencia de un centro
unificador de las diversas percepciones que explicase las
relaciones que se producían entre
ellas[242]
b) También en este punto el planteamiento
kantiano difiere radicalmente del cartesiano, pues mientras
Descartes considera que el yo es una realidad autoconsciente,
Kant considera, en primer lugar, que, si se hace
referencia al yo como sujeto del conocimiento, en tal
caso se estará hablando del "yo trascendental" que, aunque
es la condición apriórica de todos los
conocimientos, no puede ser conocido directamente, sino
sólo ser objeto de una "deducción trascendental",
entendiéndolo como condición
apriórica necesaria para el establecimiento de las
diversas relaciones entre los fenómenos,
aplicándoles los conceptos puros del
entendí-miento; en segundo lugar, que, si se hace
referencia a la propia realidad subjetiva conocida a
través de los sentidos, se estará hablando del
yo empírico o yo fenoménico, es
decir, del yo tal como aparece ante uno mismo, pero no
del yo tal como pueda ser en sí mismo; y, en
tercer lugar, que, si se hace referencia al "alma" como realidad
trascendente, en tal caso se produce un alejamiento de la
experiencia, y, en consecuencia, nada podrá decirse de
ella en cuanto la construcción de todo conocimiento
requiere de una materia, las sensaciones
empíricas, y una forma, las estructuras
aprióricas de la sensibilidad y del
entendimiento, mientras que en el caso del pretendido
conocimiento del alma sólo tendríamos "pensamientos
sin contenido", es decir, ideas o estructuras mentales sin
relación alguna con un material sensible al que tales
estructuras pudieran ser aplicadas.
c) Por su parte, Nietzsche critica este primer
pilar de la filosofía cartesiana considerando que se basa
en el "hábito gramatical" que condujo a la
construcción antropomórfica de la categoría
de "sustancia" o de "sujeto", como si la acción requiriese
de "alguien" que "hiciera": " "Se piensa: luego hay una cosa que
piensa": a esto se reduce la argumentación de Descartes.
Pero esto es dar por verdadera "a priori" nuestra creencia en la
idea de sustancia. Decir que, cuando se piensa, es preciso que
haya una cosa que piensa, es simplemente la formulación de
un hábito gramatical que a la acción atribuye un
actor […] Si se redujese la afirmación a esto: "se
piensa, luego hay pensamientos" resultaría una simple
tautología"[243].
Igualmente considera Nietzsche que la creencia en el
alma, que es en definitiva el sujeto del
"cogito" cartesiano, es una consecuencia de la creencia en el
valor objetivo de las estructuras gramaticales de sujeto
y predicado[244]
En definitiva, de acuerdo con estas críticas, la
proposi-ción "pienso, luego existo" prejuzga la existencia
del sujeto "yo", que lo sería tanto del pensar como del
existir, de forma que en esta proposición no sólo
se afirma la relación del pen-sar con el existir del
pensamiento, sino que también se presu-pone la
existencia diferenciada de un yo que piensa,
pero que no se identifica con el pensamiento sino que es
algo más. Pero, ¿cómo se llega a
demostrar –y a demostrar con eviden-cia absoluta- que por
debajo del pensamiento exista un sujeto que tenga
pensamientos, pero que no se identifique con
ellos?
Parece evidente, como criticó Nietzsche, que en
el planteamiento cartesiano subyace el prejuicio gramatical que
diferencia entre un sujeto y un predicado,
entre el yo (sujeto) y el pensamiento
(predicado). Y, por ello, el rigor de su método
hubiera debido conducir a Descartes a la afirmación de la
existencia del pensamiento, pero sin añadir a tal
afirmación el supuesto de que debiera existir "una cosa"
pensante, pues o bien dicha cosa se identificaría con el
pensamiento, y, en tal caso, esa afirmación habría
sido una redundancia, o bien no se identificaría, y en
dicho caso al conocimiento de que existe el pensamiento
se estaría aña-diendo la idea de que existe
algo más como sujeto de la actividad
pensante, pero distinto de ella. Para entender mejor esta
crítica puede observarse que una oración
impersonal, como "llueve", no conduce a extraer la
conclusión "existe una cosa que llueve", como si
por una parte existiera la lluvia, y, por otra, una realidad
invisible de la que surgiera la lluvia, sino que sólo
podría extraerse la conclusión tautoló-gica
"existe la lluvia", y puede entenderse igualmente que la
incorporación al lenguaje de la categoría
gramatical de sujeto tiene un carácter utilitario para la
manipulación de la realidad, la cual no está
dividida en realidades atómicas, como lo serían
tales sujetos, sino que se identifica con el conjunto de sus
manifestaciones.
3.2.5. Antecedentes del cogito
cartesiano
Por otra parte, la proposición "cogito, ergo sum"
no fue una novedad introducida por Descartes como ejemplo de
verdad absoluta, sino que tuvo diversos precedentes, como
Agustín de Hipona (s.IV-V), Jean de Mirecourt (s.XIV),
Gómez Pereira (s. XVI), y Jean Silhon (s. XVII). Resulta
difícilmente creíble que la obra de al menos alguno
de estos pensadores no hubiese llegado a ser conocida por
Descartes, a pesar de que él no mencionó a ninguno
de ellos.
a) Agustín de Hipona había
utilizado la proposición "si fallor,
sum"[245] ("si me equivoco, existo") como ejemplo
de verdad absoluta y, en este sentido, el "cogito" cartesiano no
parecía especialmente original. Sin embargo, aunque
Descar-tes reconoció la existencia de una similitud entre
la verdad agustiniana y la suya propia, consideró que
mediante ella Agustín sólo pretendía refutar
a los escépticos, mientras que él pretendía
convertirla en el fundamento de su método y de su sistema.
Otra diferencia en este punto consistía en que
Agustín consideraba que la realidad sensible estaba
sometida al cambio mientras la verdad tenía un
carácter inmutable, y, por ello, el conocimiento
de la verdad no podía depender del hombre por ser una
realidad cambiante, sino del propio Dios, como ser
inmutable del que procedían las verdades que el hombre
descubría en el interior de su alma. Por ello mismo, la
afirmación cartesiana de la existencia de verdades
innatas que procederían de Dios, y el hecho de que el
fundamento del método y del valor de los diversos
conocimientos en general –a excepción de la verdad
del "cogito"- quedasen justificados a partir de Dios sugieren que
el paralelismo entre su planteamiento y el de Agustín fue
mucho más cercano de lo que él aceptó. La
sospecha de que la coincidencia entre ambos pensadores fuera en
realidad una influencia del obispo de Hipona sobre Descartes
aumenta si se tiene en cuenta que mientras Agustín
había manifestado su deseo exclusivo de profundizar en el
conocimiento de Dios y del alma[246]Descartes
entendió igualmente que sus Meditaciones
Metafí-sicas representaban en lo esencial una
demostración de la existencia de Dios y de la
independencia e inmortalidad del alma respecto al
cuerpo:
"Siempre he considerado que estas dos cuestiones de Dios
y del alma eran las que principalmente deben ser demostradas por
las razones de la Filosofía antes que por las de la
Teología"[247].
b) Igualmente, en el siglo XIV Jean de
Mirecourt habló acerca del cogito cuando se
preocupó por el problema del conocimiento, defendiendo
tres tipos de evidencia:
– la evidencia lógica, como criterio
infalible de verdad, en cuanto se fundamentaba en el
principio de contradicción;
– la evidencia relacionada con la experiencia
("eviden-tia naturalis") que tenía un valor muy alto, pero
no absoluto en cuanto podría ser consecuencia de la
acción directa de Dios sobre la mente, sin necesidad de
que existieran realidades independientes que la causaran;
y
– la evidencia de la experiencia interna de la
propia existencia, que no podía tener carácter
meramente subjetivo, ya que si alguien dudara de su propia
existencia, tendría que reconocer que existe, pues para
dudar era preciso existir.
De nuevo aparece aquí una similitud especialmente
clara entre los puntos de vista de Jean de Mirecourt y Descartes,
similitud que sugiere intensamente la existencia de una clara
influencia del primero sobre el segundo, aunque Descartes nunca
la mencionase. Además, por lo que se refiere a la
evidencia relacionada con la experiencia externa (la "evi-dentia
naturalis") Jean de Mirecourt, al igual que Ockham y
posteriormente Descartes, plantea la hipótesis de "un dios
engañador", considerando que implicaría una
excepción a la necesidad de tal evidencia, en cuanto
existiría la posibilidad de que ese dios provocase las
sensaciones sin que existiera una realidad independiente causante
de ellas.
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