A continuación la reina accedió a
invitarle y Descartes se trasladó a Suecia para
explicarle su filosofía. Sin embargo, no parece que la
reina tuviera especial interés en tales explicaciones
–y quizá ése fuera uno de los motivos de que
no tuviese ninguna consideración con él,
citándole a las cinco de la mañana para recibir sus
explicaciones filosóficas-. Además, Descartes tuvo
que encargarse de asuntos que nada tenían que ver con tal
enseñanza y, a pesar de que en sus cartas no llegase a
manifestar un sentimiento de humillación, tales encargos
debieron de herir profundamente su amor propio, llevándole
a desear regresar a Francia o a cualquier otro lugar en el que
pudiera encontrar "tranquilidad y
reposo"[155].
En su afán por lograr el interés de la
reina hacia su filosofía, le prestó una parte de su
correspondencia con la princesa Elisabeth, relacionada con sus
reflexiones acerca de las diversas pasiones humanas, y
posteriormente redactó para la reina una versión
ampliada de Las pasiones del alma, obra que, abreviada,
había dedicado a la princesa Elisabeth. Sin embargo, la
reina tenía otros intereses, como el aprendizaje del
griego y la práctica de la equitación. Prueba clara
de este menosprecio hacia el pensador francés fue que se
le encar-gase escribir unos estatutos para una academia sueca, lo
cual, desde luego, no tenía mucho que ver con la
filosofía y, dada la megalomanía de Descartes,
debió de sentir ese trato como una profunda
humillación, a pesar de que tuvo que tragarse su orgullo,
ya que no podía negarse a acceder a tal petición en
cuanto, en la última carta citada, anterior a su partida a
Sue-cia, le había escrito que cumpliría cualquier
cosa que quisiera mandarle[156]En definitiva,
parece que la reina se sirvió del francés como un
personaje decorativo de la corte. Descartes se sentía muy
incómodo y deseaba regresar, pero la muerte le
ahorró tener que tomar una decisión acerca de su
partida.
c) Su orgullo y su dogmatismo, junto con su
afán de brillar y destacar ante los demás,
tuvieron que ceder ante su espíritu calculador en cuanto
comprendía en diversas ocasio-nes que era más
conveniente para sus intereses manifestarse como
adulador antes que como un déspota que desde la
altura de su egolatría se atreviese a criticar a aquellos
de quienes había calculado que podía obtener
algún beneficio, como ocurría en el caso de la
orden de los jesuitas, en el caso de los "decanos y doctores" de
la facultad de teología de la Sorbona, a quienes
dedicó su carta de presentación de las
Meditaciones Metafísicas con el fin de contar con
su amparo y protección, o como en el caso de los
cardenales y autoridades políticas a quienes envió
ejemplares del Discurso del método con esa misma
finalidad de sentirse seguro y respaldado por ellos.
a) En este sentido, como ya se ha dicho antes, Descartes
llegó a confiar en la idea de que los jesuitas
aceptarían su propia filosofía para sustituir los
textos tradicionales, segui-dores de la escolástica y de
la filosofía aristotélica. Sin embargo, se
había enzarzado en una discusión con el padre
Bourdin, un jesuita que había criticado su
filosofía y con el cual deseaba polemizar. Pero, como la
propia Rodis-Lewis reconoce a pesar de su devoción por su
compatriota, éste, deseoso de tener el apoyo de sus
antiguos maestros, renunció a tal combate contra el
jesuita Bourdin al tomar conciencia de que seguir su impulso
natural iría en contra de sus intereses por lo que se
refiere a lograr una predisposición favorable por parte de
los jesuitas.
b) La índole fría y calculadora de
Descartes se hizo igualmente patente en su dedicatoria de las
Meditaciones Metafísicas "a los doctores y
decanos de la sagrada facultad de teología de
París", donde, entre otras cosas y en relación con
sus argumentaciones acerca de la existencia de Dios, del alma y
de su inmortalidad, les dice de manera calculadamente sumisa y
halagadora:
"no espero que tengan gran predicamento sobre los
espíritus si no las tomáis bajo vuestra
protección".
El interés de Descartes al manifestarse de ese
modo tan servil con estos teólogos era al menos doble: Por
una parte, el de cubrirse las espaldas ante cualquier posible
acusación de herejía, al tener el apoyo de los
teólogos de la Sorbona, a quienes además
pidió su ayuda para corregir cualquier error que pudiera
haber cometido en esta obra mediante la cual decía confiar
en que
"ya no habrá nadie que se atreva a dudar de la
existencia de Dios"[157],
y, por otra, el de utilizar a tales señores
doctores y decanos como un trampolín que catapultase su
propio prestigio como filósofo.
c) Igualmente, cuando en 1647 se encontró ante
fuertes tensiones, acosado por los teólogos holandeses,
buscó de manera interesada la ayuda del plenipotenciario
Servien en su condición de francés,
utilizando para su propio interés un patriotismo fingido,
relacionado con el "honor de Francia", que no parecía
haber tenido para él ningún interés hasta
ese momento, en cuanto curiosamente, cuando se había
alistado como voluntario al ejercito, lo había hecho al
servicio de Mauricio de Nassau y al de Maximiliano de Baviera,
ninguno de los cuales era francés, de manera que sus
preocupaciones nunca habían estado relacionadas con
ningún tipo de patriotismo. Ahora, sin embargo,
manifestaba que se había ofendido el honor de
Francia[158]y el suyo propio, porque del mismo
modo que los franceses habían derramado su sangre para
ayudar "a echar de aquí a la Inquisición de
España", también él, como francés,
"había llevado […] las armas por la misma
causa"[159], alistándose al servicio de
Mauricio de Nassau –aunque no hubiese intervenido en
batalla alguna-, y, a cambio, el pago que recibía era toda
una serie de insultos y de
calumnias[160]
Complementariamente y en relación con esta
índole calculadora del pensador francés,
resulta interesante la observación de R. Watson cuando
escribe que "todos los amigos de Descartes [eran]
ricos"[161]. Y, aunque esto no sea del todo
cierto, podría decirse, aunque también sin
genera-lizar, que la mayoría de sus amigos, reales o por
simple interés, fueron clérigos, como el padre
Étienne Charlet, fami-liar suyo con un cargo importante en
el colegio de La Flèche, los padres Mersenne, Arnauld,
Mesland, Dinet, Vatier, Gibieuf y Claude Picot –el llamado
"cura ateo"-, adminis-trador del dinero de Descartes en Francia-.
Procuró también mantener buenas relaciones al menos
con los cardenales Bérulle, Richelieu y Bagni, por su
poder religioso y político. Gran parte de su
correspondencia estuvo dirigida precisa-mente a estas personas y,
de modo particular, al padre Mersenne, su mejor amigo, aunque
Descartes no tuviese hacia él un sentimiento
recíproco, que se tradujese al menos en una
auténtica correspondencia afectiva hacia
él.
El cobijo y apoyo intelectual, político y social
que estas amistades le suponían fue indudablemente un
motivo funda-mental de su acercamiento a ellas. Esa
búsqueda de apoyo se pone de manifiesto, por ejemplo, en
una carta a Mersenne en la que se muestra preocupado por si ha
defendido alguna tesis errónea en relación con las
doctrinas teológicas
ortodoxas[162]
Descartes sentía la necesidad de relacionarse
bien con quienes pudiesen ayudarle a sentirse respaldado en su
labor intelectual y a no sentir sobre su cabeza la espada de
Damo-cles representada por la Jerarquía Católica y
su "Santa Inquisición". Además, era consciente de
que, sin duda, esas buenas relaciones podían servirle como
plataforma para aumentar su prestigio en el ámbito de la
Filosofía. Así que si uno se pregunta si fueron
esas amistades las que influyeron en la delimitación de
sus escritos, en cuanto debían estar orientados y
sometidos a las creencias y dogmas teológicos de la
Iglesia Católica, o si, por el contrario, fueron ya estos
aspectos de su filosofía los que le llevaron a conectar
mejor con toda esa serie de clérigos y de personas de
talante religioso católico, con quienes mantuvo una
correspondencia incomparablemente más importante que con
quienes defendieron un pensamiento más independiente y
alejado de la dogmática católica, como Hobbes o
como Voetius, la res-puesta a esta alternativa parece encontrarse
en su primera parte: Tanto la formación cartesiana como su
círculo inicial de amistades religiosas determinaron los
límites dentro de los cuales podía ejercer su
"libre" actividad filosófica y su comodidad a la hora de
escribir y de contrastar puntos de vista, que en líneas
generales, con alguna excepción como la de Hobbes y al
margen de algunas diferencias de opinión con otros
pensadores, se mantuvo dentro del círculo de personas que
aceptaban y ocupaban algún cargo de cierta relevancia en
la organización católica.
2.2.7. Mendacidad
Por lo que se refiere a la tendencia de Descartes a
men-tir, un aspecto más de su tendencia a la
fabulación, o vice-versa, e igualmente un aspecto
más de su manipulación de personas, puede
observarse en diversas ocasiones de su vida:
a) Así, en relación con la teoría
heliocéntrica por una parte reconoció estar de
acuerdo con Galileo, pero por otra luego lo negó sin
reparo alguno. Su afirmación del heliocen-trismo se
produjo en las ocasiones en que escribió a Mersenne
diciéndole que no podía publicar su obra El
mundo porque en ella defendía la doctrina sustentada
por Galileo y rechazada por la jerarquía
católica[163]Pero, frente a esa postura tan
claramente favorable al heliocentrismo y aunque renunciase a ella
por someterse a la autoridad de la iglesia católica, en el
Discurso del método no tuvo reparos en dar a
entender que no había compartido la tesis de Galileo,
escribiendo en este sentido:
"Hace tres años que llegué al
término del tratado […], cuando supe que unas
personas por las que siento defe-rencia […] habían
desaprobado una opinión sobre física, publicada un
poco antes por otro [= Galileo]; no quiero decir que yo fuera
de esa opinión sino sólo que no había
notado nada en ella, antes de que fuera censurada, que pudiera
imaginar que fuera perjudicial a la religión ni al estado
[…] esto me hizo temer que no fuera a haber
tam-bién alguna en las mías en la que me hubiese
engañado, pese al gran cuidado que siempre he
tenido"[164].
Pero una de ambas posiciones era falsa, ya que
estaba en contradicción con la otra, y eso decía
muy poco en favor de la integridad intelectual de Descartes, en
cuanto ni siquiera necesitaba haber sido especialmente sincero
para evitar la mentira: Hubiera podido evitarla simplemente si en
el Discurso del método no hubiese dicho nada
acerca de su punto de vista sobre la cuestión del posible
movimiento de la Tierra. Pero, al parecer, su miedo a la
jerarquía católica era tan grande que
prefirió declarar –o dar a entender- gratui-tamente
que él "no era de esa opinión" antes que no
pronunciarse acerca de ella, a pesar de que en varias cartas a
Mersenne había reconocido su acuerdo con
Galileo.
Por otra parte y siguiendo su propósito de
conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más
posible a las doctrinas de la Iglesia Católica, no parece
que tuviera otros motivos para establecer su posterior
"teoría de los torbellinos" que precisamente el de buscar
congraciarse todavía más con la jerarquía de
dicha organización religiosa, presentando una doctrina
ecléctica, en la que aceptaba la doctrina de la Iglesia de
Roma, asumiendo que los planetas no se movían por
ellos mismos alrededor del Sol, aunque eran movidos
por la corriente de la materia celeste
circundante[165]
También llama la atención que aquí,
en el Discurso del Método, a diferencia de lo que
los críticos suelen decir acerca de las causas por las
cuales dejó de publicar El mundo, considerando
que se abstuvo de hacerlo por su temor a la Inquisición,
Descartes afirmase que la causa real de su abstención fue
que pensó que tal vez en su tratado hubiera errores
similares a los de Galileo, de los que él no hubiera
tomado conciencia y que pudieran ser perjudiciales para la
religión o para el Estado, como si le importasen tales
instituciones hasta ese punto y no por el beneficio o el
perjuicio que pudiera obtener de ellas. El mismo lema "larvatus
prodeo" -"avanzo enmascarado"-, utilizado en su cuaderno secreto
de 1619, implica una actitud comprensible en una sociedad
controlada y oprimida por la jerarquía católica y
su "santa Inquisición", pero representa un indicio claro
de que para comprenderle había que ir más
allá de esa máscara con la que quiso protegerse de
manera especial del peligro de una sociedad en la que el poder de
la jerarquía católica suponía un serio
riesgo para la integridad física, social y moral de
quienes pretendieran ejercer la libertad de pensamiento y
expresión de sus ideas[166]Por ello
también, la simulación no podía ser en
él una actitud esporádica sino conscientemente
asumida, tanto para evitar el peligro repre-sentado por la
jerarquía católica francesa, que en aquellos
momentos gozaba de bastante independencia respecto a la romana,
como también a fin de aprovecharse de ella para el aumento
de su prestigio como filósofo, presentándose como
un fervoroso católico al afirmar de manera
inequívoca:
"yo someto todas mis opiniones […] a la autoridad
de la Iglesia"[167],
o también:
"es preciso creer que hay un Dios porque así se
enseña en las sagradas Escrituras, y […] es preciso
creer las Sagradas Escrituras porque provienen de
Dios"[168],
a pesar del burdo círculo vicioso que
había en este último párrafo de su carta,
incluida en el comienzo de sus Medita-ciones
Metafísicas y dirigida a los decanos y doctores de la
facultad de Teología de París como un salvoconducto
para el caso de que alguna de las ideas expresadas en su obra
pudiera merecer la condena de la jerarquía
católica. Y me atrevo a escribir "burdo círculo
vicioso" porque encaja más con su personalidad y, desde
luego, con su capacidad lógica haberse servido de
él, consciente de que lo era, que imaginar que lo hubiera
hecho de manera inadvertida. Y, si realmente no tuvo reparos en
incurrir en este círculo vicioso de manera cons-ciente,
podría plantearse la pregunta de por qué lo hizo.
La respuesta parece clara en el sentido de que lo hizo
preci-samente para aparecer ante la jerarquía
católica como un católico muy ferviente y devoto,
tanto para evitar que pudie-ran acusarle de cualquier
herejía, como había sucedido con Galileo, como para
encontrar el apoyo de la jerarquía católica en su
ambicioso deseo de aumentar su prestigio como filó-sofo
dentro del círculo de la ortodoxia
católica.
b) En relación con su temor a la jerarquía
católica conviene indicar que el hecho de que en el
año 1628 Descartes marchase –o huyese- a Holanda de
manera súbita sugiere que pudo ser la entrevista con el
cardenal Bérulle, a la que se refirió Baillet en su
biografía sobre Descartes, con alguna amenaza velada o
explícita, lo que llevó al pensador francés
a tomar aquella decisión. Y su preocupación por
evitar que se conociera su dirección, por lo menos durante
el tiempo en que pudo creer que su vida corría peligro,
pudo estar motivada precisamente por esa misma causa, es decir,
no por los motivos indicados por Baillet relacionados con la
búsqueda de soledad para poder dedicarse a su tarea
filo-sófica, sino por otro muy distinto como lo era el
temor a ser detenido y a padecer una suerte parecida a la de J.
Fontanier o a la de G. C. Vanini. Como se ha indicado antes, hay
que tener en cuenta que Descartes marchó a Holanda a
finales de 1628, que el cardenal Bérulle murió el 2
de octubre de 1629 y que justo ese mismo mes de ese mismo
año, abandonando "su buscada soledad", el filósofo
francés se trasladó por fin a Amsterdam, una ciudad
especialmente importante, en la que era mucho más
fácil localizarle. Por otra parte y en línea con
esta hipótesis se encuentra la carta que el propio
Descartes escribió a su padre y a su hermano Pierre en el
año 1640 diciéndoles expresamente que su marcha a
Holanda había obedecido precisamente a este motivo. Watson
apoya una interpretación similar a ésta cuando
escribe: "Sabiendo cuán poderoso era el cardenal
Bérulle en la corte francesa, Descartes pudo haber visto
la fuga como su única
salida"[169].
c) Al margen de la manipulación de personas,
Descartes tuvo igualmente una actitud calculadora y nada sincera
cuando renunció a incluir la religión en su
teórica duda metó-dica universal, renuncia que
representaba una actitud contra-dictoria con respecto a la
universalidad de dicha duda y que fue consecuencia de la
aplicación de un frío cálculo por el que
comprendió que no le convenía extenderla hasta la
reli-gión, aunque sólo lo hubiera hecho de manera
convéncional y ficticia y por cumplir con las exigencias
de su propio método, al margen de que en realidad dudase o
no de la verdad de sus contenidos doctrinales. Ciertamente,
Descartes se encontraba ante un dilema difícil de
resolver: Su método le exigía poner en duda las
doctrinas religiosas, pero el hacerlo implicaba un considerable
peligro no sólo para su futuro como filósofo y
científico sino incluso para su integridad física.
En conse-cuencia, optó por excluir de la duda las
doctrinas religiosas porque era consciente de ese peligro, pero
tal decisión le condujo a ser incoherente con su
pretensión teórica de conce-der un carácter
universal a dicha duda, y también a mentir a la hora de
explicar los motivos por los que eximía a la
religión de la prueba de la duda
metódica.
Lo más coherente desde un punto de vista
lógico habría sido que, siendo consecuente con su
pretensión de aplicar la duda de manera universal, hubiese
incluido en ésta todo lo relacionado con la
religión. Pero, en cuanto no lo hizo, podía al
menos haberse abstenido de inventar pretextos que nada
tenían que ver con la auténtica causa de su
exclusión de la religión de la prueba de la duda,
pues no sólo dijo que tenía la religión de
su rey y de su nodriza como un pretexto para excluirla de sus
investigaciones acerca del conocimiento, sino que más
adelante tuvo incluso la osadía de pretender explicar
algún dogma de la religión católica, como el
de la transus-tanciación, que precisamente por tratarse de
un "dogma" debía encontrarse por definición
más allá de cualquier demostración. Es
cierto que habría sido una temeridad que Descartes
afirmase que excluía la religión de la duda
metódi-ca por temor a las represalias de la
jerarquía de la iglesia católica, pues esa misma
justificación habría provocado las iras de dicha
jerarquía, pero, en cualquier caso, la impresión
que suscita la lectura de las obras del pensador francés
es, como ya observó Pascal, que su Dios –a
excepción del de sus últimos años en alguna
de sus cartas a la princesa Elisabeth, a Pierre Chanut y a la
reina Cristina- tenía muy poco que ver con el Dios de la
religión y sólo se había servido de
él para los fines de su filosofía.
Sin llegar a afirmar, como Voetius, que Descartes fuera
ateo, parece que su interés por mantener excelentes
relaciones con la jerarquía católica fue lo que le
guió especialmente para crear un sistema filosófico
en el que la religión siguiera jugando un papel tan
primordial como el que había tenido en la filosofía
medieval, al margen de que, en cuanto le resultó posible,
el pensador francés introdujo ideas realmente nuevas y
valiosas para el desarrollo de la Filosofía, como el de la
búsqueda de un método seguro para su progreso
–aunque no su hallazgo- y alguna teoría innovadora
para el desarrollo de la Ciencia, como lo fueron los principios
de su Física y, hasta cierto punto, su
mecanicismo.
Su búsqueda de coherencia lógica, a pesar
de los dogmas irracionales de las doctrinas católicas, le
llevó en algún caso a la defensa de algún
planteamiento plenamente acertado, aun-que de un modo nada
conveniente para sus intereses en su relación con la
jerarquía católica. Así, por ejemplo, en el
tema de la oración consideró que no se debía
rezar a Dios para pedirle nada, a no ser el cumplimiento de su
voluntad, en cuanto pedirle otra cosa implicaría no haber
entendido que, de acuerdo con su omnipotencia y su bondad, Dios
siempre hacía lo mejor, por lo que no tenía sentido
pedirle otra cosa que el cumplimiento de su voluntad.
También es verdad que Descartes no se atrevió a dar
un último paso en este punto, pues no quiso o no supo ver
o no se atrevió a manifestar que esta última forma
de oración era igualmente absurda, pues implicaba admitir
que la petición de que se cumpliera la voluntad de Dios
podía influir positivamente en dicho cum-plimiento, como
si el poder de Dios fuera incapaz por sí mismo para
cumplir su propia voluntad al margen de la intensidad que
pudieran tener las peticiones humanas. Por ello, cuando Descartes
insiste en tantas ocasiones en que no quiere tratar acerca de
cuestiones de Teología lo que sucede es que teme que su
capacidad lógica le traicione y llegue a afirmar doctrinas
demasiado coherentes y sensatas, que, pre-cisamente por ello,
podrían crearle problemas, por ser opues-tas a las
defendidas desde la ortodoxia católica. De hecho y como
consecuencia de su capacidad para un pensamiento lógico
riguroso, según indica Watson, Descartes llegó a
negar algún dogma de la iglesia católica, como el
del pecado ori-ginal, dogma efectivamente absurdo e incompatible
con el del supuesto amor y misericordia infinita de Dios y con
algunos otros cuyo comentario no es éste el momento de
realizar.
d) Otra muestra más de su mendacidad es la de su
atrevimiento a la hora de explicar a la princesa Elisabeth de
Bohemia la teoría aristotélica acerca de la
felicidad de un modo erróneo, sin incidir en la idea
esencial de la auténtica doctrina aristotélica,
confiado, al parecer, en que la princesa no sabría nada de
ella, y en que podría presumir de su "erudición" a
este respecto. En este sentido, en su carta del 18 de agosto de
1645 le dice que para Aristóteles la felicidad "consta de
todas las perfecciones tanto del cuerpo como del
espíritu"[170] sin mencionar para nada la
idea esencial aristoté-lica según la cual la
felicidad consiste en la vida teorética, como
actividad de la razón considerada como
la esencia pro-pia del hombre, siendo las demás
perfecciones de que habló Descartes a la princesa
sólo condiciones para tal ejercicio.
2.2.7.1. Mitomanía
La mendacidad cartesiana se expresó igualmente a
lo largo de la creación de una serie de doctrinas
pretendida-mente filosóficas y científicas que
sólo fueron una muestra de la osadía del
francés para afirmar de un modo pseudocien-tífico
lo que sólo era un producto de su fantasía, en
cuanto tales doctrinas o bien eran absurdas por sí mismas
o bien lo eran en el sentido al menos de que las afirmaciones en
que se basaban eran imposibles de verificar. Descartes, inducido
por su megalomanía, utilizó en bastantes momentos
esta manera de escribir, tan aparentemente seria y
meticulosa, como si, en relación con cuestiones como la de
la conexión entre el alma y el cuerpo y con algunas otras,
hubiera realizado investi-gaciones con un microscopio
electrónico de precisión infinita, que le hubieran
conducido a la obtención de tan asombrosos
descubrimientos.
Efectivamente, así sucedió en muy diversas
ocasiones, como cuando escribió acerca de
a) la interacción de alma y
cuerpo,
b) la causa de la circulación
sanguínea,
d) los modos de dilatación del
corazón,
c) los "espíritus animales",
y
e) los cuatro elementos de
Empédocles.
a) Resulta difícilmente creíble que, al
considerar que una realidad material como la glándula
pineal podía servir de intermediaria entre el cuerpo
material y el alma, supuesta-mente inmaterial, Descartes no
entendiera que el problema de la relación entre estas
sustancias, teóricamente heterogéneas, lejos de
solucionarse, se desplazaba al de tener que explicar a
continuación cómo se relacionaba el alma con la
glándula pineal, que también era material. Sin
embargo, el francés tuvo la incomprensible osadía
de presentar su teoría de forma minuciosamente
detallada, con la intención, aparente al menos, de
presentar una descripción auténticamente
cientí-fica, como si realmente creyese en la verdad de lo
que estaba diciendo. Y así, como si se tratase de la
expresión de meticulosas observaciones,
escribió:
"la pequeña glándula, sede principal
del alma, está sus-pendida de tal modo entre las
cavidades que contienen esos espíritus que puede ser
movida por ellos de tantas maneras diferentes como diferencias
sensibles hay en los objetos; pero que puede también
ser diversamente movida por el alma, la cual es de tal
naturaleza que recibe tantas impresiones diferentes, es decir,
tiene tantas percepciones distintas como diversos movimientos se
producen en esta glándula; así también,
recíprocamente, la máquina del cuerpo está
compuesta de tal modo que, por el mero hecho de que esta
glándula es diversamente movida por el alma o por
cualquier otra causa por la que pueda serlo, impulsa a los
espíritus que la rodean hacia los poros del cerebro y
éstos los conducen a través de los nervios hasta
los músculos, mediante lo cual les hace mover los
miembros"[171].
En relación con toda esta serie de disparates del
"teó-logo" francés, resulta chocante y
ridículo en sumo grado el comentario de Rodis-Lewis,
"hagiógrafa" actual de Des-cartes, cuando escribe: "la
reflexión cartesiana sobre la unión del alma y el
cuerpo no deja de enriquecerse en el periodo siguiente
[a éste del año 1638]"[172]. El
chovinismo y la falta de sentido crítico de Rodis-Lewis se
muestran de forma asombrosa cuando se atreve a formular esta
afirmación. Resulta difícil de entender cómo
pudo escribir una necedad como ésa, o cómo pudo
hablar del enriquecimiento de la reflexión cartesiana
acerca de la unión entre al alma y el cuerpo, cuando,
incluso aunque hubiera tenido algún sentido afirmar algo
así como la existencia de esa "res cogitans" inmaterial,
habría sido absurdo pretender dar un solo paso en la
localización de su sede, puesto que en
teoría se trataba de una sustancia inmaterial y por lo
tanto sin localización espacial alguna, y en la
investigación de su supuesta, aunque imposible,
interacción con la "res extensa".
Al parecer la forma culminante de enriquecimiento de la
psicología cartesiana se produjo unos años
después cuando en una carta a Regius le comunicó
–redescubriendo a Aristóteles a sus 46 años-,
que "el alma es realmente forma sustancial del
hombre"[173], punto de vista que, por cierto no
conducía a la conclusión de que el alma fuera
inmortal sino, por el contrario, tan mortal como el cuerpo, al
menos desde la perspectiva aristotélica.
b) Así sucedió también, cuando,
tratando de presentar una explicación del movimiento
del corazón, criticó la de Harvey, que era la
correcta, y presentó la suya como "necesariamente" [!]
verdadera, escribiendo en este sentido:
"este movimiento que acabo de explicar se sigue tan
necesariamente de la sola disposición de los
órganos que están a la vista […] que se
puede conocer por expe-riencia, como el movimiento del
reloj se sigue de la fuerza"[174].
Pero la verdad es que, cuando se observa la
descripción de todas esas falsedades como si fueran de
verdades eviden-tes, se tiene la impresión de que o bien
el autor era un incom-petente muy osado o bien era un
cínico sin escrúpulos con una ambición
desmedida por ganar prestigio como cien-tífico, confiado
en que nadie comprobaría sus investigaciones y, en
consecuencia, nadie se atrevería a refutarlas. Y, en
cuanto se sabe que Descartes no era precisamente un
incom-petente, parece que la explicación más
lógica de su actitud se encuentra en la segunda parte de
la alternativa presentada.
c) La frivolidad y la mendacidad del "teólogo"
francés se muestran igualmente en aquellos otros lugares
en los que tiende a sustituir los razonamientos y las
experiencias riguro-sas por frases y discursos teatrales y
pretendidamente eru-ditos, pero asombrosamente absurdos. Esta
actitud aparece especialmente en Las Pasiones del alma,
en donde Descartes escribió de manera dogmática y
con aparente seguridad y minuciosidad absoluta acerca de
cuestiones simplemente ab-surdas, como la referente a las
diversas formas de dilatación del corazón, en
cuanto se basaban en el falso supuesto de que la sangre
procedente de cada una de las diversas partes del cuerpo se
mantendría separada de la del resto a la hora de pasar por
el corazón, de manera que, según de donde
proce-diera, provocaría diferencias apreciables en la
forma en que éste se dilatase, y que además el
propio pensador francés lo hubiera observado
personalmente, tal como se desprende de la siguiente
"descripción":
"la sangre que procede de la parte inferior del
hígado, donde está la bilis, se dilata en el
corazón de modo distinto de la que proviene del bazo y
esta última (se dilata) de modo diferente a la que procede
de las venas de los brazos o de las piernas, y finalmente,
ésta (se dilata) muy diferentemente que el jugo de los
alimentos cuando, al salir nuevamente del estómago y de
las tripas, pasa rápidamente por el hígado hasta el
corazón"[175].
En este texto el pensador francés no sólo
tuvo la desver-güenza de afirmar, de acuerdo con su
fantasiosa teoría acerca de la circulación de la
sangre, que ésta se dilataba al entrar en el
corazón sino que tuvo la osadía de hablar de
diversas formas de dilatación según cuál
fuera el lugar de procedencia de la sangre, pretendiendo haber
averiguado además de dónde procedía cada
partícula de sangre que llegaba al corazón.
¿Es posible que el filósofo francés creyese
de verdad lo que escribía?
d) Otro planteamiento similar puede observarse cuando,
al hablar de los "espíritus animales", a pesar de
tratarse de un concepto confuso y casi metafísico, lo hizo
con la misma seguridad –aparente al menos- que si los
estuviera viendo moverse de un sitio para otro con su microscopio
de máxima resolución:
"…justamente estas partes muy sutiles de sangre
com-ponen los espíritus animales, para lo cual no
necesitan experimentar ningún otro cambio en el cerebro,
sino que en él quedan separadas de las partes de la sangre
menos sutiles, pues lo que aquí llamo espíritus no
son sino cuer-pos y no tienen otra propiedad que la de ser
cuerpos muy pequeños y que se mueven muy
rápidamente […] De manera que no se detienen en
ningún sitio y que, a medida que algunos de ellos entran
en la cavidad del cerebro, salen también algunos otros por
los poros que hay en su sustancia, los cuales los conducen a los
nervios y desde aquí a los músculos, lo que les
permite mover el cuerpo de las distintas maneras en que puede ser
movido"[176].
Y aquí, de nuevo, la misma pregunta de antes:
¿Cómo pudo identificar esos "espíritus
animales", siendo tan pe-queños y moviéndose tan
rápidamente como él decía?
¿Real-mente sabía lo que decía o era un
producto de su fantasía? ¿Realmente escribía
con sinceridad o pretendía tomar el pelo al personal,
haciéndose pasar por un auténtico
científico?
e) De un modo igualmente escandaloso esta manera de
escribir, tan aparentemente seria, meticulosa y
científica, aun-que llena de falsedades, aparece en los
Principios de la Filo-sofía en general y en su
cuarta parte en particular, donde, entre otras cosas, habla de
forma detallada de cada uno de los cuatro elementos de
Empédocles como si se tratase de los más
recientes y revolucionarios descubrimientos de la Física.
Es posible que su mitomanía, impulsada por su
megalomanía, pudiera llevarle a crear y a creer
después las absurdas expli-caciones que daba, para las
cuales no tenía otro procedi-miento de verificación
que el de su propia fantasía, pero, en cualquier caso, no
deja de ser asombrosa tanto su actitud como la de la serie de
críticos a quienes no se les ha ocurrido denunciar esta
serie de osadas fantasías absurdas del pensador
francés.
2.2.7.2. Ocultación de fuentes
Algo parecido, aunque no idéntico, a esa
facilidad para mentir fue su tendencia a ocultar las diversas
fuentes que en bastantes casos debieron de servirle de
inspiración, tanto para la elaboración de su
filosofía como de sus teorías
científicas.
a) Así, por lo que se refiere al planteamiento de
la proposición "cogito, ergo sum" como verdad absoluta,
Des-cartes no hizo referencia alguna a Agustín de Hipona
(s. IV-V) ni a Jean de Mirecourt (s. XIV), ni a Gómez
Pereira (s. XVI), ni a su contemporáneo y "amigo" Jean
Silhon, quienes ya la habían utilizado en sus obras en un
sentido no muy alejado del que tuvo en los escritos cartesianos y
que, por lo menos en algún caso, debió de ser
conocida por el pensador francés.
b) Por lo que se refiere a la hipótesis del
"genio maligno" o de un dios como causa de las propias
intuiciones, tampoco hizo referencia a Guillermo de Ockham, quien
ya había sugerido en el siglo XIV que el propio Dios
podía hacer que las intuiciones humanas no se
correspondieran con realidades existentes en sí mismas
sino que fueran directa-mente causadas por la acción de
Dios.
c) Así mismo y en relación con la
utilización de la regla de la evidencia, tampoco
mencionó a Guillermo de Ockham ni a Jean de Mirecourt,
quienes ya se habían servido de ella, aunque desde una
perspectiva más amplia que la que le dio Descartes y
más ligada a la experiencia.
d) Igualmente y respecto al principio de
inercia, tampoco mencionó ni a Guillermo de Ockham,
ni a Galileo, ni a su amigo Beeckman, que ya habían
intuido de un modo muy aproximado este principio, aunque dando
los dos últi-mos al movimiento inercial un carácter
circular y no rectilí-neo, no alcanzando la
comprensión y precisión que logró Descartes
en su enunciado de dicho principio.
e) Por lo que se refiere a su defensa del
mecanicismo, tampoco mencionó al médico y
filósofo español Gómez Pereira,
quien ya defendió esa teoría en el siglo XVI
aplicán-dola al mundo animal.
f) El uso del francés como lengua culta
en su Discurso del método parecía una
innovación original, pero ya Nicole d"Oresme la
había utilizado en el siglo XIV, M. Montaigne
había escrito sus Ensayos en francés en la
segunda mitad del siglo XVI, y Pierre Charron la
había utilizado en su obra Sobre la
sabiduría, publicada en 1601.
g) Por lo que se refiere al uso de la máxima
moral relacionada con seguir las leyes y costumbres del
país en que uno se encuentre, tampoco mencionó a
Pierre Charron, que ya antes había valorado positivamente
esa adaptación a las costumbres de cada lugar. Se trataba,
por cierto, de una máxima que hasta cierto punto
podía ser prudente, pero que, llevada al extremo,
habría sido una muestra de cobardía, pues no por
estar en una sociedad de caníbales habría que
practicar el canibalismo, ni por estar entre nazis habría
que perseguir a los judíos. Descartes la aplicó,
por cierto, a su propia vida en medio de una sociedad dominada
por las supersticiones de la jerarquía católica,
procurando no ser simplemente un católico más, sino
aparecer como máximo paladín del
catolicismo.
Conviene recordar a este respecto su lema de juventud
"Larvatus prodeo" o sus palabras, dirigidas en una carta a su
amigo el padre Mersenne, en las que en relación con la
condena de Galileo por su defensa del heliocentrismo y con el
consiguiente peligro para él mismo por su defensa de un
punto de vista similar, le expresa una confidencia muy
significativa: "Para vivir bien debes ser
invisible"[177], máxima que, según
parece, procuró seguir a lo largo de toda su vida, no
sólo evitando defender puntos de vista contrarios a los de
la iglesia católica, sino incluso llegando a defender
doctrinas absurdas en cuanto pensó que podían ser
del agrado de esa organización.
h) Y, finalmente, tampoco hizo referencia a la serie de
coincidencias, casi al pie de la letra, que había entre
los proyectos esquemáticos del filósofo y
médico español –o portugués-
Francisco Sánchez, cuya obra escéptica
Quod nihil scitur había aparecido en 1581, y los
suyos, que, cierta-mente, significaron un desarrollo de lo que en
Francisco Sánchez, conocido como "el despertador
de Descartes", fue un esquema de trabajo, tal como puede
comprobarse en la parte correspondiente del presente
estudio[178]
2.2.7.3. Tendencia a la
fabulación
Como un aspecto complementario de la tendencia del
pensador francés a la mentira hay que hacer referencia
igualmente a su tendencia a la fabulación, que
aparece igualmente en diversos momentos a lo largo de su
vida.
a) En este sentido hay que aludir a la muy probable
fabulación de los sueños de 1919 en
Alemania, a los que Descartes hizo referencia en el Discurso
del método, que aunque pudieron tener una base real,
una parte importante de sus contenidos, tan detalladamente
elaborados, parece haber sido enriquecida con toda una serie de
detalles que convertían a esos sueños en algo
realmente misterioso y fantástico. En tal
elaboración también pudo haber participado su parte
el propio biógrafo A. Baillet. Por otra parte y aunque
Descartes en ningún momento hizo mención del libro
Las bodas químicas de Christian Rosenkreutz de
Johan Valentín Andreae, esta obra había aparecido
en 1616 y en ella hay una serie de detalles que coinciden de
manera tan sorprendente con los de los "sueños"
cartesianos que tal coincidencia lleva a pensar que en una
importante medida sus visiones no fueron otra cosa que
invenciones conscientes o la síntesis de una base real
onírica enriquecida con tales invenciones inspiradas en
esa obra, con la finalidad –normal hasta cierto punto en un
joven de veintitrés años- de llamar la
atención sobre su persona. En esos sueños se le
planteaba la cuestión acerca de qué camino
debía seguir en la vida ("Quod vitae sectabor iter") y se
le indicaba, según la interpretación del
soñador, que debía dedicarla a la búsqueda
de la Verdad.
Un argumento importante en apoyo de esta
hipótesis acerca de la falsedad o tergiversación de
tales sueños es el de que habría sido muy
incoherente y extraño que, si tales sueños hubieran
sido reales y así los hubiera interpretado el pensador
francés, no hubiera tomado de inmediato la
corres-pondiente decisión de seguir el camino que en ellos
se le mostraba, pues todavía tardó bastantes
años en tomar una resolución en ese sentido, ya
que, en primer lugar, todavía en 1625 –es decir,
seis años después de los supuestos sueños-
se planteaba si compraría o no el cargo de "comisionado
general" de Châtellerault, lo cual le habría alejado
definiti-vamente de aquella "llamada divina", supuestamente
recibida en sus sueños; en segundo lugar, en el año
1628, teniendo ya 32 años, todavía se encontraba en
Francia y, aunque había destacado como un extraordinario
matemático, seguía sin tener claro a qué
dedicaría su vida; y, en tercer lugar, en el
año 1629, ya en Holanda, todavía se puso en
contacto con J. Ferrier para animarle a asociarse con él a
fin de construir una lente hiperbólica, lo cual tampoco
estaba especialmente cerca de aquella investigación de la
Verdad, que en teoría debía haber recibido una
respuesta inmediata en cuanto Descartes la hubiera considerado
auténticamente significativa, y que se demoró hasta
finales del año 1629.
b) Igualmente y aunque en el Discurso del
Método escribió de modo fabulador que
se había alistado en el ejército con la
intención de conocer la forma de pensar y las
costumbres de los diversos pueblos, en realidad lo que
había sucedido fue que, como consecuencia de haberse
alistado como voluntario en el ejército, había
llegado a conocer esas otras formas de pensar y esas otras
costumbres de otros pueblos. Como ya se ha dicho, su alistamiento
en el ejército parece haber tenido como explicación
la relacionada con la simple frivolidad de haber
considerado que tal ocupación era la más adecuada
para un joven perteneciente a la nobleza, sin llegar a
plantearse si las guerras en que habría podido participar
estaban o no justificadas.
c) La unión de su tendencia a la
fabulación junto a su ingenua
megalomanía puede explicar igualmente sus
delirios relacionados con la idea de que los jesuitas suprimiesen
sus tradicionales libros de textos de carácter
escolástico para sustituirlos por otros con su propia
filosofía. Y esa misma unión de ambos aspectos de
su personalidad explicaría también la facilidad con
que el pensador francés llegó a afirmar que en sus
escritos se explicaban todos los fenómenos de la
Naturaleza o que en la Geometría había llegado tan
lejos como la mente humana podía llegar o que iba a
realizar unos estudios médicos tales que
permitirían que la media de edad de la vida humana
alcanzase los cien años.
Paradójicamente y a pesar de que afirmó
haber escogido la soledad para dedicarse más
enteramente a la búsqueda de la verdad, su vida en
Holanda, a excepción del primer año, no se
caracterizó por la tranquilidad y el trabajo silencioso,
sino por todo lo contrario. Como señala Watson,
sólo al principio Descartes procuró mantener en
secreto su domicilio, pero no parece que lo hiciera por aquel
supuesto afán de soledad, sino por el temor a ser
perseguido por las autoridades religiosas como consecuencia de
sus actividades en París durante los años
anteriores o por algún suceso puntual desconocido que
fuera el que desencadenase su precipitada marcha. Como ya se ha
dicho, un año después de su partida y coincidiendo
con la muerte de Bérulle, Descartes dejo de ocultarse y se
trasladó a Amsterdam, lugar donde era perfectamente
visible. Durante los años siguientes a la muerte de
Bérulle asistió a diversas universidades
holandesas, como la de Leiden en 1630; y antes de 1635 mantuvo
relaciones con Helena Jans y tuvo una hija, lo cual, aunque
muestra una faceta simplemente humana del pensador
francés, no encaja con aquel supuesto interés por
la soledad. Además, durante la serie de años
pasados en Holanda se vio envuelto en diversas polémicas
con diversos pensadores y científicos como Beeckman,
Fermat, Beau-grand, Roberval, Petit, Hobbes, Gassendi y Voetius,
polé-micas que no debieron de contribuir precisamente a
propor-cionarle la tranquilidad ni la soledad que decía
buscar.
2.2.8. Menosprecio hacia la mujer
Por lo que se refiere a la opinión de Descartes
acerca de la mujer hay que señalar que es el resultado de
diferentes fac-tores, sin que el de su egocentrismo, que parece
haber influí-do mucho en las anteriores
características de su personalidad, haya tenido
aquí más que una importancia secundaria.
Descartes consideró que las mujeres en general
estaban infradotadas desde el punto de vista intelectual
–con la excepción de las pertenecientes a la
"nobleza", como la princesa Elisabeth y la reina Cristina de
Suecia, cuyo linaje compensaba con creces las deficiencias que
hubieran debido tener por el hecho de ser mujeres-, de
forma que el pensador francés juzgó que no estaban
capacitadas para la comprensión de las cuestiones
filosóficas o teológicas, según lo expuso en
una carta en la que, refiriéndose a determinados
pensamientos relacionados con sus "demostraciones" de la
existencia de Dios, dijo al padre Vatier:
"estos pensamientos no me han parecido apropiados para
incluirlos en un libro [= Discurso del Método],
en el que he querido que incluso las mujeres pudieran
entender alguna cosa"[179].
Quizá esta misma valoración negativa de la
capacidad intelectual de la mujer pudo influir en su
admiración por la princesa Elisabeth, que habría
sido una excepción extraordi-naria, tanto por su capacidad
intelectual, que era realmente excelente, como por su pertenencia
a la nobleza, hecho que por sí mismo era para Descartes un
valor muy importante. De hecho, por lo que se refiere a su
admiración por la reina Cristina, en una gran medida
estuvo inconscientemente pro-vocada por su valoración de
la nobleza en sí misma, admi-ración que en este
caso le deslumbró hasta el punto de llegar a considerarla
más próxima a la divinidad que a la humani-dad,
aunque también pudo haber sucedido que el interés
de Descartes, más o menos consciente por conseguir recibir
de ella un trato especialmente favorable, concediéndole un
pues-to en la corte o una pensión que le sirviera como
solución de sus dificultades económicas, le hubiese
conducido a expresar de manera calculadamente servil una
intensidad emotiva mucho mayor que la que podía
corresponderse con los valo-res objetivos de la reina y con los
auténticos sentimientos del pensador francés. En
cualquier caso, tal admiración se fue apagando muy pronto,
a medida que Descartes comprendió que la reina le
mantenía a distancia, sin permitirle el acceso libre a la
corte y sólo en las escasas ocasiones en que a horas
intempestivas de la noche llegó a recibirle para escuchar
sus lecciones de filosofía.
La infravaloración intelectual de la mujer
aparece en esta frase de modo inequívoco, pero no parece
ser un punto de vista particular del filósofo
francés sino la cómoda aceptación de un
prejuicio de muy larga tradición, tanto bíblica
como de la misma cultura griega, pues, a pesar de que
Platón lo había superado en La
República, Aristóteles volvió a
asumirlo con-siderando a la mujer como una especie de
varón imperfecto o inacabado. La ideología
cristiana, con su doctrina de la mujer como la introductora del
pecado, no hizo nada positivo para superarlo, y Pablo de Tarso
defendió ideas absurdas como la de que "la cabeza de la
mujer es el varón"[180] y la de que, en
cuanto la mujer fue creada por causa del varón, "debe
llevar la mujer sobre su cabeza una señal de
sujeción"[181]
De este modo, habiéndose educado y habiendo
vivido en medio de un ambiente tan absurdamente machista como
ése, lo difícil hubiera sido que Descartes hubiese
podido llegar a tener acerca de la mujer un pensamiento
distinto.
2.2.9. Dificultades en su relación con las
mujeres
Por lo que se refiere de manera específica a su
relación con las mujeres parece que el pensador
francés pudo haber tenido una dificultad especial para
tratar con ellas como consecuencia de diversos aspectos de su
personalidad y de su aspecto físico poco agraciado, lo
cual pudo haberle mante-nido a cierta distancia del mundo
femenino hasta el punto de que su dificultad para relacionarse
con él pudo llevarle a considerar su trato con las mujeres
como la del zorro de la fábula, que, aunque
apetecía las uvas, al no poderlas alcanzar, se
conformó imaginando que no estaban maduras. En este
sentido puede haber un fondo de verdad en la anécdota
según la cual Descartes había comentado que nunca
había conocido a ninguna mujer más hermosa que la
verdad, aunque el motivo auténtico de una
afirmación como ésa pudo encon-trarse más
bien en el hecho de que tuviera dificultades para relacionarse
con el mundo femenino, al margen de que con el paso del tiempo
hubiese sublimado hasta cierto punto sus inclinaciones,
encauzándolas de manera más plena hacia el
ámbito del conocimiento y al de la búsqueda de
prestigio como científico y como
filósofo.
Quizá por ello, la única relación
afectiva que le condujo a una relación sexual, al menos
conocida, fue la que tuvo con Helena Jans, una sirvienta de uno
de los domicilios holande-ses en que estuvo hospedado, de la que
tuvo una hija. La otra relación, la que tuvo con la
princesa Elisabeth, fue mera-mente epistolar, y, dadas las
diferencias, tanto de clase social como de edad, Descartes la
aceptó en principio con gran sa-tisfacción y sin
plantearse siquiera la posibilidad de que su admiración y
progresivo enamoramiento pudiera llegar a ser correspondido. Sin
embargo, posteriormente se sintió tan atraído por
ella en momentos tan delicados como lo fueron los que precedieron
a su decisión de marchar a Suecia que se atrevió a
comunicar su enamoramiento a la princesa de mane-ra evidente,
aunque sin utilizar la palabra más directa para nombrar
ese sentimiento que no era otro que el de un apa-sionado amor. En
esos momentos su enamoramiento era tan real que pudo con su
orgullo y con su propia egolatría, hasta el punto de
manifestar a la princesa que sería capaz de vivir en
cualquier sitio con tal de estar a su lado y poder serle
útil en cualquier cosa que pudiera necesitar. Así
que, en este caso al menos, la anécdota acerca de la
superioridad de la belleza de la verdad sobre la mujer
habría resultado inadecuada.
2.2.9.1. Helena Jans y Elisabeth de
Bohemia
A continuación y por su importancia para
comprender mejor la personalidad del pensador francés, se
expone de un modo más extenso su relación con estas
dos mujeres, que tuvieron una influencia especial en su
vida.
a) Helena Jans fue una sirvienta de una de las
diversas casas holandesas en las que Descartes estuvo hospedado.
De ella tuvo una hija en el año 1635 y eso lleva a pensar
que debió de tener con ella cierta relación
afectiva desde al menos el año anterior, aunque de esto
parece que no han quedado apenas referencias. De su hija,
Francine, sólo pudo disfrutar durante cinco años,
entre 1635 y 1640, que parece que fueron especialmente
importantes en el plano afectivo de la vida de Descartes. Se sabe
que Francine fue bautizada en una iglesia protestante y que las
relaciones con Helena no quedaron reducidas a las de tener una
hija en común, sino que Descartes procuró que ella
viviese cerca de él e incluso que trabajase de sirvienta
en el mismo domicilio en el que él se hospedó por
un tiempo. Sin embargo, su afecto no llegó a tener una
intensidad tal que le llevase a casarse con ella, quizá
porque las diferencias de clases entre ellos repercu-tieron en
que para el pensador francés resultase poco menos que
imposible la simple idea de presentarla en sociedad como "su
mujer" o simplemente porque, dado su orgullo y su ambición
por el triunfo social, valorase más su propia
posi-ción y prestigio que el mantenimiento de una
relación que podía crearle problemas en la
proyección social de su egolatría. En cualquier
caso y aunque no parece que sus rela-ciones con Helena fueran
mucho más lejos, llegó a existir una
correspondencia escrita entre ellos.
Los biógrafos de Descartes más conocidos
no dicen nada de Helena Jans más allá del
año 1640, pero, según la reciente biografía
escrita por Desmond M. Clarke, Helena se casó en 1644,
Descartes actúo como testigo de su boda y le regaló
una cantidad considerable de florines para que pudiera vivir con
desahogo; posteriormente enviudó, se volvió a casar
y tuvo tres hijos de su segundo
marido[182]
¿Por qué los biógrafos silenciaron
lo sucedido con Hele-na después de la muerte de Francine?
Quizá porque en aquel siglo la mujer seguía
teniendo un papel social tan irrelevante que ni siquiera se
plantearon la pregunta de qué pudo suce-derle
después de la muerte de su hija quizá porque
entonces encontraban tan natural que Descartes se despreocupase
de ella que ni siquiera sintieron la curiosidad de seguirle la
pista, o quizá para así dejar libre a Descartes de
cualquier respon-sabilidad moral ulterior relacionada con la
suerte de Helena. En cualquier caso, parece que la
indagación presentada por Desmond M. Clarke acerca de esta
última parte de la vida de Helena Jans tiene una base
sólida y ayuda a tener una visión más
completa de la conducta de Descartes por lo que se refie-re a su
relación con la única mujer de quien tuvo una
hija.
b) Pero, al margen de esta relación, lo que es
evidente es que el amor más auténtico y apasionado
de Descartes fue el que sintió por la princesa
Elisabeth de Bohemia, que tenía 22 años
menos que él, que conoció en el año 1642 y
cuya rela-ción epistolar mantuvo hasta su muerte. Su
admiración hacia la princesa parece, como luego se
verá, un enamoramiento inevitablemente sublimado,
dadas las diferencias de clase social, de edad y de atractivo
físico[183]que determinaban de manera casi
inevitable que su relación sólo pudiera tener un
carácter intelectual y "afectivo-paternal" por parte de
Descartes hacia la princesa. Sin embargo en los últimos
años de su relación el pensador francés no
pudo seguir manteniendo reprimida la comunicación de su
enamora-miento, tal como la expresa en su correspondencia con la
princesa, en la que destacan diversos párrafos
especialmente llamativos por la admiración y por el
apasionado afecto, implícito y explícito, que
reflejan, tal como puede verse en textos como el
siguiente:
"El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado
hacién-dome recibir sus órdenes por escrito es
mayor de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar;
compensa mejor mis defectos que el favor que hubiera deseado con
pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios
labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis
muy humildes servicios cuando estuve últimamente en La
Haya. Pues hubiera tenido demasiadas maravillas que admirar al
mismo tiempo; y viendo salir discursos más que humanos de
un cuerpo tan semejante a los que los pintores dan a los
ángeles, hubiese estado encantado del mismo modo que, me
parece, deben estarlo los que llegando de la tierra acaban de
entrar en el Cielo"[184].
Para una interpretación lo más correcta de
algunas expresiones que aparecen en éste y en otros textos
de las cartas de Descartes a la princesa tiene especial
interés hacer referencia a una larga epístola que
escribió a Chanut el 6 de febrero de 1647, en la que con
la calculada finalidad de intimar con él y ganarse su
amistad para que fuera su valedor ante la reina Cristina, le
expresa unas reflexiones que parecen una confidencia impersonal
de algo que muy probablemente le estaba sucediendo en su
relación epistolar con la princesa. Escribe en este
sentido:
"Cierto es también que ni los usos del habla ni
la urba-nidad permiten que digamos a quienes son de
condición mucho más alta que la nuestra que nos
inspiran amor, sino únicamente que los respetamos, los
honramos, los estimamos y sentimos celosa devoción por
servirlos. Y creo que ello se debe a que, cuando la amistad une a
los hombres, puede considerarse que, hasta cierto punto, iguala a
aquellos que la profesan de forma recíproca. Y, en
consecuencia, si, al intentar ganarnos el amor de algún
grande, le dijéramos que lo amamos, podría pensar
que lo ofendemos al considerarnos su
igual"[185].
Cualquiera que se fije en la correspondencia de
Descar-tes con la princesa, podrá ver que en ella aparecen
aquellas expresiones a las que acaba de referirse, utilizadas en
lugar de las expresiones en que tales términos
podrían ser sustituidos por la palabra "amor" y otras
similares, adecuadas para expresar ese sentimiento.
Su relación con la princesa, inicialmente de
carácter inte-lectual, se transformó muy pronto en
un apasionado enamo-ramiento hacia ella, aunque intentó
presentar este sentimiento como "respeto", "honra", "estima",
"devoción" y "voluntad de servirla", términos que,
como el propio Descartes escribe en una carta a Chanut, eran una
manera de expresar su amor sin que ella tuviera que darse por
enterada. Sin embargo, también utilizó frases
elogiosas más explícitas relacionadas con su
enamoramiento, como la que le dirigió
diciéndole:
"considero que Vuestra Alteza posee el alma más
noble y elevada que me haya sido dado
conocer"[186].
Parece evidente que la princesa Elisabeth no
podía dejar de ser consciente del enamoramiento que las
palabras de Descartes dejaban traslucir en estas cartas, y que
tal senti-miento, lejos de molestarla, le agradaba hasta el punto
de que en su respuesta a esta última carta quiso ser
especialmente amable manifestándole cuán necesitada
estaba de su amistad, a la vez que sutilmente le señalaba
los límites dentro de los cuales podía seguir
recibiendo su afecto como expresión de ella. En este
sentido le escribió:
"Y aunque [los médicos] hubieran sido lo bastante
sa-bios para sospechar la parte que correspondía al alma
en los desórdenes de mi cuerpo, no me habría yo
sincerado con ellos. Pero con vos lo hago sin escrúpulos,
en la seguridad de que el candoroso relato de mis defectos no me
privará de la amistad que me profesáis,
sino que la acrecentará tanto más cuanto
veréis, al percataros de ellos, cuán necesitada
estoy de esa amistad"[187].
Estas palabras de la princesa debieron de provocar en
Descartes angustiosos sentimientos contradictorios, pues, por una
parte, la princesa le hablaba de amistad, pero, por
otra, al utilizar la expresión "cuán necesitada
estoy…" refiriéndola a esa amistad, la
frase tenía su agridulce veneno, pues, mien-tras es normal
unir los conceptos de necesidad y amor, que es
un sentimiento especialmente intenso, no lo es unir los
con-ceptos de necesidad y amistad, que parece
referirse a un sen-timiento menos intenso que el del amor y, por
ello mismo en escasas ocasiones aparece asociado con la
intensidad que re-flejaría la expresión utilizada
por la princesa "cuán necesitada estoy de esa amistad". Si
un varón escribiese a otro expre-sándole
cuán necesitado estaba de su amistad,
seguramente eso sería un motivo suficiente para que el
segundo se pregun-tase cuáles eran los auténticos
sentimientos del primero.
Parece, pues, que lo que la princesa le estaba diciendo
a Descartes de modo tácito era que le hacía muy
feliz sentirse tan querida por él, pero, de modo expreso,
sólo lo mucho que necesitaba su amistad. Era su manera de
mantener las distancias sin dejarlo marchar.
Como ejemplo de otro párrafo en el que de manera
más explícita Descartes declara su amor por la
princesa, puede verse el siguiente:
"nada me ocupa el pensamiento con más frecuencia
que recordar los méritos de Vuestra Alteza y desearle
tanto contento y felicidad como merece […] Pues nada hay
en el mundo a lo que tanto aspire con más celosa
devoción que a dar testimonio de que soy, en todo cuanto
pueda, el más humilde y obediente servidor de Vuestra
Alteza"[188].
Más adelante, en febrero de 1647, la princesa se
despide con unas palabras especialmente amables y estas palabras
parecen calar muy hondo en Descartes, quien le responderá
con otras todavía más efusivas. En efecto, escribe
la princesa:
"Le he prestado vuestros Principios [a un
médico llamado Weis], y me ha prometido referirme las
objeciones que tenga; si las tiene, y merecen la pena, os las
enviaré para que podáis formaros un juicio de la
capacidad del hombre que me ha parecido más sensato de
entre los doctos de estos lugares, ya que es capaz de apreciar
vuestros argumentos. Aunque no me cabe duda de que nadie lo
será de estimaros más de lo que os estima vuestra
muy devota amiga y servidora
ISABEL"[189].
Como puede observarse, la princesa utiliza aquí
justamente ese mismo tipo de términos ("estima", "devota
amiga", "servidora") que Descartes consideraba que se utili-zaban
cuando no era socialmente correcto mencionar la pala-bra "amor".
No siendo consciente de hasta qué punto las palabras de la
princesa podían tener o no un sentido cercano al tipo de
sentimiento que él hubiera deseado, en su carta del mes
siguiente le respondió:
"Sabiendo que está Vuestra Alteza satisfecha de
hallarse en el lugar en que se halla, no me atrevo a hacer votos
por su regreso, por más que me cueste mucho no desearlo, y
muy especialmente ahora que me encuentro en La Haya […]
Mas no me iré antes de dos meses, para poder tener antes
el honor de recibir los mandatos de Vuestra Alteza, que
tendrán siempre más poder sobre mi persona que
cualquier otra cosa en el
mundo"[190].
Y, finalmente, la carta en la que se advierte el
enamo-ramiento apasionado de Descartes de un modo que
difícil-mente hubiera podido ser más claro sin
utilizar la fórmula ritual empleada para la
expresión de tal sentimiento es la ya citada en la primera
parte de esta obra, de febrero de 1649, en la que el pensador
francés le expresa que viviría feliz toda su vida
en cualquier lugar en el que ella estuviera:
"no hay lugar en el mundo, tan rudo y tan falto de
comodidades, en el que no me considerase dichoso de pasar el
resto de mis días, si Vuestra Alteza estuviera en
él, y yo pudiera servirle de alguna
manera"[191].
Es en verdad difícil encontrar una
declaración de amor que, sin utilizar este término,
sea más evidente y clara, y, por ello mismo, resulta
sorprendente que sólo algunos críticos hayan
aceptado que Descartes estuviera enamorado de la princesa,
mientras que otros han opinado que se trataría de un "amor
platónico", cuando lo único que tenía de
"platónico" fue que la princesa no tenía por
él un sentimiento recíproco y por eso su
relación no pudo ir más allá de aquella
corres-pondencia escrita y de las ocasiones en que Descartes pudo
extasiarse contemplándola personalmente.
Por otra parte, una declaración como ésta,
tan llena de intenso sentimiento, aunque estratégicamente
colocada casi al final de la carta, tiene el interés
añadido de que Descartes la escribe cuando la
decisión de acudir a la corte sueca la tenía ya
casi tomada, y es seguro que una insinuación en sentido
contrario por parte de la princesa Elisabeth le hubiera
determinado a cambiar de planes. Por eso, cuando los
críticos se preguntan por los motivos de la marcha de
Descartes a la corte sueca, además de hacer referencia a
sus problemas económicos y a la hostilidad que le estaban
manifestando los teólogos holandeses, habría que
añadir su necesidad de esca-par de esta situación
en la que la tristeza y el sufrimiento por no sentirse
correspondido por la princesa le llevaron a inten-tar un cambio
radical en su vida que determinó incluso que al poco
tiempo tratase de desplazar sus sentimientos por la princesa
hacia una ciega admiración por la reina Cristina. Pues,
efectivamente, una vez en la corte sueca, sus senti-mientos por
la princesa se fueron enfriando, y, a partir de ese momento, al
parecer con cierto despecho, en octubre de 1649 le
escribió hablándole con admiración de las
extraordinarias virtudes de la reina, destacando en ella
además
"una dulzura de carácter y una bondad que fuerzan
a todos aquéllos que tienen el honor de acercarse a ella a
entregarse con devoción a su
servicio"[192].
Le cuenta poco más adelante que, al preguntarle
la reina por la princesa Elisabeth, le habló de lo que
pensaba de ésta y aprovechó la ocasión para
decirle que del mismo modo que no pensaba que la reina fuera a
sentir celos por lo bien que le hablaba de la princesa,
igualmente confiaba en que ella no sentiría celos por lo
bien que le estaba hablando de la reina:
"no temí que sintiera
envidia[193]alguna, de la misma forma que tengo la
seguridad de que Vuestra Alteza tampoco puede sentirla porque le
refiera sin rodeos lo que de esta reina
opino"[194].
Parece que la intención con que escribió
estas palabras pudo ser la de expresar a la princesa, aunque de
forma velada, que había superado aquella dependencia
afectiva tan absoluta que en los últimos tiempos
había sentido por ella, pues había encontrado a
otra persona cuyos méritos eran similares o tal vez
superiores a los suyos. Pero, en cualquier caso, Descartes
logró mantener una actitud de entereza ante la princesa,
aunque cediendo un poco a la tentación de una
pequeña venganza al referirse a la posibilidad de que la
princesa pudiera sentir celos por la admiración que
Descartes decía sentir hacia la reina Cristina. No
obstante y a pesar de la expresión de tal
admiración hacia la reina, hacia el final de la carta
Descartes manifiesta a la princesa:
"Bien considerado, y aunque siento la mayor
veneración por Su Majestad, no creo que haya nada que
pueda retenerme en este país más allá del
próximo verano"[195].
Por su parte, dos meses más tarde la princesa,
que se había percatado de la intención de su
enamorado admirador desengañado, lo único que hizo
fue dejar claro que, por supuesto, no sentía celos de
ninguna clase, sintiéndose quizá molesta porque se
le hubiera ocurrido tal idea. En este sentido, le
dijo:
"No creáis en forma alguna que tan
halagüeña descrip-ción [de la reina Cristina]
me da motivo de celos"[196],
dándole a entender con tales palabras que sus
sentimientos hacia él no tenían nada que ver con el
amor. Hacia el final de su carta y en referencia al comentario de
Descartes acerca de su regreso de Suecia, la princesa
aprovechó la ocasión para contestarle igualmente
con cierta ironía:
"Creo […] que peco en contra de su servicio [a la
reina] al congratularme sobremanera con la noticia de que la
gran veneración que por ella sentís no os
obligará a permanecer en Suecia. Si dejáis ese
país este invierno, espero que lo hagáis en
compañía del señor Kleist, pues así
os será más fácil proporcionar la dicha de
volver a veros a vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL"[197].
¿Qué sentido tenía esa
petición de Descartes a la princesa de que no sintiera
celos por su valoración tan positi-va de la reina
Cristina? ¿Qué sentido tenía también
la aclara-ción de la princesa de que no sentía
celos por esa descripción de las virtudes de la reina? Es
evidente que un comentario de este tipo, realizado en una
correspondencia entre dos perso-nas entre las cuales sólo
hubiera habido una simple relación de amistad –como,
por ejemplo, entre Descartes y el padre Mersenne-, no
habría requerido la precaución de que una de ellas
pidiera a la otra que no sintiera celos por las alabanzas
dirigidas a una tercera persona. Una petición de esa clase
habría sido realmente insólita y sorprendente, pues
la referen-cia a los celos surge normalmente cuando el comentario
posi-tivo acerca de una tercera persona –en este caso,
acerca de otra mujer- se le hace a la persona con la que existe
una relación afectiva de carácter similar, como
suele ser el de las relaciones amorosas entre parejas. Y ese
sentimiento amoroso es el que había existido en Descartes
respecto a la princesa Elisabeth, aunque sin un sentimiento
recíproco por parte de ella. La princesa sentía con
agrado el "amor cortés" de Descartes en cuanto éste
no le exigiera a cambio un sentimiento similar,
conformándose con un sentimiento de amistad mucho menos
intenso y mucho más libre. Descartes debía
conformarse con expresarle su amor de manera más o menos
encubierta o descubierta, que pudo disfrazar hasta cierto punto
como cariño de padre y maestro, y tal relación le
permitía contar al menos con la amistad de la princesa.
Pero ahí se encontraba el límite afectivo que ella
ponía a sus relaciones con el filósofo.
Por otra parte, en la carta de respuesta de la princesa
Elisabeth parece haber una burlona ironía cuando dice a
Descartes: "Me siento culpable de una falta contra su servicio [a
la reina] al congratularme sobremanera de que la gran
veneración que por ella sentís no os
obligará a permanecer en Suecia"[198].
Es decir, que lo que de manera velada parece decirle es que esa
veneración hacia la reina, anteriormente manifestada por
Descartes, le parecía bastante fingida, en cuanto era
incapaz de retenerle en la corte.
No obstante, a pesar de sus anteriores manifestaciones
tan llenas de apasionado sentimiento hacia la princesa
Elisa-beth, se puede afirmar que Descartes concedió a la
reina Cris-tina, al menos de manera idealizada, cuando
todavía no la conocía en persona –ni
conocía su lesbianismo o sus "cos-tumbres varoniles"-, un
afecto y una admiración similar al que había
sentido por la princesa, aunque este sentimiento es-tuviera
motivado por un espejismo momentáneo, provocado por el
vacío producido en él como consecuencia de su
decepción ante la falta de respuesta de la princesa a su
declaración de amor, velada en apariencia, pero muy clara
en realidad.
Ya se ha hablado de la debilidad que Descartes
sentía hacia la "nobleza de sangre" y en este sentido
parece cierto que la reina Cristina, seguramente por su
pertenencia a la alta nobleza, pudo haber provocado en Descartes
una admiración similar a la que le había causado la
princesa Elisabeth, tal como puede verse cuando, en una carta a
Chanut fechada cuatro días después de la escrita a
Elisabeth hablándole de la reina Cristina y siendo
Descartes casi con seguridad astuta-mente consciente de que
Chanut no tardaría mucho en mostrar esa carta a la reina,
le había dicho:
"creo que esta princesa [es decir, la reina Cristina]
está hecha más a imagen y semejanza de Dios que el
resto de los hombres"[199].
Y justo en esa misma fecha y en relación con la
carta que la reina le había escrito, le respondió
de un modo exageradamente fascinado –en la forma al
menos-:
"Si una carta me hubiera llegado desde el cielo, y la
hubiera visto descender de las nubes, no habría estado
más sorprendido, ni la habría recibido con mayor
respeto y veneración de los que he sentido al recibir
aquella que vuestra majestad ha consentido
escribirme"[200].
Párrafos como éste son, por otra parte,
una clara prueba de que no era precisamente la reina la
más interesada en la visita de Descartes sino que, por el
contrario, fue Descartes el interesado en acudir a ella por los
motivos antes indicados.
Por otra parte, la importancia de la relación
entre Descartes y la princesa Elisabeth no tuvo un
carácter exclusi-vamente afectivo sino que fue
especialmente valiosa desde el punto de vista intelectual en
cuanto fue un incentivo impor-tante que impulsó al
pensador francés a tratar de profundizar en el estudio de
diversas cuestiones filosóficas, como las que dieron lugar
a la obra dedicada a ella, Los principios de la
Filosofía, su escrito Las pasiones del alma,
posteriormente ampliado para ofrecérselo a la reina
Cristina, y al tratamiento de cuestiones filosóficas y
teológicas en las que la princesa mostró especial
interés, como la de la unión entre el alma y el
cuerpo y como la del libre albedrío, al margen de que
Descartes fuera incapaz de dar una respuesta acertada acerca de
tales cuestiones.
Método y
sistema
Para conseguir que la Filosofía se convirtiera en
un conocimiento firme y seguro, superando su escasa o inade-cuada
fundamentación, las inconsistencias y los prejuicios
observados en la formación recibida en el colegio de La
Flèche, pero también en una medida importante para
superar las críticas de los escépticos del siglo
XVI, Descartes com-prendió que era necesario elaborar un
método riguroso que le sirviera de guía en
la búsqueda de la verdad. Complemen-tariamente,
juzgó que debía reconsiderar el valor de todos los
conocimientos recibidos, poniéndolos en duda en cuanto no
ofrecieran garantías absolutamente seguras acerca de su
ver-dad. La misma aplicación de la duda a tales
conocimientos representó ya una aplicación de la
primera regla del método construido para este fin, el
cual, habiendo tenido una primera formulación en las
Reglas para la dirección del espíritu,
inspirada en las Matemáticas y escrita hacia el año
1628, quedó finalmente plasmado en el Discurso del
método, escri-to como prólogo de su obra
El mundo, que dejó sin publicar a raíz de
la condena de Galileo en el año 1633. El Discurso del
método fue finalmente publicado como obra
independiente en el año 1637.
Mientras en las Reglas para la dirección del
espíritu Descartes había enunciado veintiuna
reglas, en el Discurso del método las redujo a
cuatro. De ellas y con radical diferencia la más
importante era la primera, la regla de la evidencia,
pues, mientras las demás tenían un carácter
auxi-liar, como medios para alcanzar intuiciones evidentes,
sólo la aplicación de la regla de la evidencia
podía conducir, según Descartes, a la
intuición de auténticos conocimientos. Las reglas
del método cartesiano estaban inspiradas en las
Mate-máticas, donde le habían resultado
especialmente útiles para resolver problemas de este tipo.
La primera regla, la regla de la evidencia, era la que
mostraba la verdad de una intuición por la claridad y
distinción con que aparecía a la mente; las
demás reglas tenían un valor auxiliar y subordinado
respecto a la primera, sirviendo de preparación para
alcanzar las intui-ciones evidentes, desmenuzando la
complejidad de cualquier problema en sus partes más
simples mediante la regla del análisis, ayudando
a la razón, mediante la regla de la
síntesis, en su deducción
progresiva y segura de nuevos conoci-mientos evidentes a partir
de conocimientos igualmente evidentes, y confirmando, mediante la
regla de la enumera-ción, que todo el proceso se
realizaba con absoluta correc-ción, realizando las
enumeraciones, revisiones y pruebas necesarias para asegurar el
valor de los resultados.
La regla de la evidencia consistía
en
"no admitir jamás cosa alguna como verdadera en
tanto no la conociese con evidencia que lo era; es decir, evitar
cuidadosamente la precipitación y la prevención, y
no comprender nada más en mis juicios que lo que se
presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no
tuviese ninguna ocasión de ponerlo en
duda"[201].
Sin embargo, la utilización de la regla de la
evidencia, que tan buenos resultados había dado al
pensador francés en las Matemáticas, implicaba
dificultades insuperables para ser aplicada a fin de garantizar
la verdad de los conocimientos de carácter no
matemático, pues mientras en las Matemáticas su
aplicación iba unida de forma implícita o
explícita al princi-pio de contradicción,
que era –como luego se verá- el que en definitiva
podía confirmar el valor objetivo de la vivencia
subjetiva de la evidencia, en el caso de las
proposiciones relacionadas con las ciencias empíricas, la
regla de la evi-dencia era insuficiente por lo mismo que lo era
el principio de contradicción, en cuanto las
proposiciones empíricas te-nían un carácter
meramente consistente, pero no necesario ni
contradictorio por sí mismas. Es decir, tales
proposiciones podían ser verdaderas o falsas, pero no en
virtud de su propia estructura interna, como sucedía con
las proposiciones mate-máticas, sino en cuanto estuvieran
de acuerdo o no con lo que sucedía en la realidad
empírica; además, la propia evidencia era
sólo una vivencia necesariamente
subjetiva, por lo que su aplicación como criterio
de verdad objetiva no estaba justifi-cada. Es
posible que la comprensión de este problema fuese el
motivo que condujo a Descartes a tratar de fundamentar el valor
de la propia evidencia a fin de llevar al límite la
exi-gencia de seguridad respecto a su valor, en cuanto pudo
llegar a ser consciente de que no podía afirmar de modo
apriórico y seguro que la evidencia fuera un
criterio suficiente para la obtención de conocimientos
plenamente objetivos relacio-nados con la experiencia.
Su intento de justificación de esta regla fue un
fracaso. Descartes había encontrado una primera verdad,
"pienso, luego existo", y consideró que, en cuanto
advertía que dicha verdad se le mostraba por la absoluta
claridad y distinción con que aparecía a su mente,
en adelante podría considerar igualmente como verdaderas
todas las proposiciones que se le mostrasen con esa misma
evidencia. En este punto Descartes fue incapaz de admitir que la
verdad del cogito se funda-mentaba en el principio
de contradicción, que, por lo tanto, era un principio
anterior al del cogito, y tampoco comprendió que
dicho principio, aunque necesario, no era suficiente para
fundamentar el valor de aquellos conocimientos que no tuvieran un
valor simplemente analítico, como el de las
Matemáticas, sino sintético, como el relacionado
con la experiencia. Además, sus consideraciones acerca del
cogito le condujeron al círculo vicioso de
considerar que el cogito era verdadero por ser
evidente a la vez que juzgaba que la regla de la
evidencia quedaba fundamentada a partir del
cogito.
Pero la incoherencia y la trivialidad de los
plantea-mientos cartesianos no terminó aquí, pues,
comprendiendo que la justificación de dicha regla dejaba
mucho que desear, quiso darle el espaldarazo definitivo y para
ello pretendió fundamentarla a partir de Dios, cayendo
frívolamente en el nuevo círculo vicioso
según el cual primero se apoyaba en la regla de la
evidencia para alcanzar la demostración de la existencia
de Dios, y luego se apoyaba en la existencia de Dios para
fundamentar la regla de la evidencia, considerando que la
veracidad de Dios impediría la aparición de
evidencias a las que no les correspondiera verdad
alguna.
3.1. La duda metódica
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