El pensador francés puntualiza además,
aunque sólo sea por una simple convención
lingüística, que, a pesar de su definición del
concepto de sustancia como "una cosa exis-tente que no requiere
más que de sí misma para existir", sin embargo
juzgó que podía seguir hablando de sustancia
extensa y de sustancia pensante en cuanto eran realidades que
para existir sólo requerían del "concurso divino".
En cual-quier caso, como consecuencia del concepto
teológico de "conservación", ni la "res cogitans"
ni la "res extensa" serían autosuficientes en
ningún momento, ya que en todo instante
dependerían de esa creación continuada efectuada
por Dios. Pero, además, en contra de la ligera
interpretación de Rodis-Lewis, este concepto
teológico de "conservación" implica que, en cuanto
no haya una continuidad independiente en la existencia
de las cosas sino sólo una creación continuada,
no podría existir influencia causal de unos
fenómenos en otros, sino sólo la
apariencia de dicha relación. Ningún
fenómeno se produciría como consecuencia de otro u
otros anteriores sino siempre por la acción de
Dios, quien le conferiría su existencia a lo largo de
cada uno de los instantes que él quisiera y las diversas
modificaciones con que fuera apare-ciendo en los instantes
sucesivos en que Dios lo quisiera conservar. En este sentido, del
mismo modo que, cuando se está viendo una película,
se tiene la impresión de que existe una
relación causal entre las diversas
imágenes que aparecen en la pantalla hasta que se repara
en que la película está formada por toda una serie
de imágenes independientes entre sí y sin
otra relación que la de la sucesión en su
aparición, igualmente Descartes considera el Universo como
una reali-dad cuya existencia depende de Dios en cada uno de sus
instantes, haciéndolo existir en cada momento con las
diver-sas diferencias con que va apareciendo. Tal
interpretación implica la negación de la
relación de causalidad entre los distintos
fenómenos del Universo en un instante y en el
siguiente con sus diferencias respecto al anterior, de
manera que tales diferencias se deben exclusivamente a
la acción de Dios en cada acto de esa creación
continuada y no a una relación de causalidad entre el
Universo en un instante y en el siguiente. Sin embargo, es cierto
que, a efectos prácticos Descartes entendió su
mecanicismo desde la idea de una acción causal de las
diversas formaciones materiales, y que, por ello mismo, existe
una contradicción entre estos dos puntos de vista, pues la
creación del Universo a cada instante es incompatible con
la acción causal del Universo en un instante dado sobre el
propio Universo en el siguiente. Por ello y a pesar del
mítico recurso de Malebranche a su doctrina del
"ocasionalismo", su punto de vista, según el cual negaba
la existencia de una influencia causal entre los distintos
fenómenos, era al menos más coherente que la del
pensador francés. Este problema tenía una doble
vertiente, la relacio-nada con la "res extensa" –a la que
se ha hecho referencia- y la relacionada con la "res cogitans",
consistente en que la propia continuidad del alma y del ser
humano a lo largo del tiempo sería un simple espejismo,
pues, al ser creado por Dios a cada instante, no
existiría tampoco relación causal alguna entre cada
uno de los instantes de la supuesta vida unitaria de la
"res cogitans" y el siguiente.
La concepción del Universo desde la perspectiva
de la teología católica y desde la
científica son enteramente dis-tintas, pues el
científico considera que todos los fenómenos a lo
largo del tiempo están causalmente relacionados, mientras
que el teólogo, mediante este concepto de
"conservación", tiene que considerar que todo depende
causalmente de su dios en cualquier momento del tiempo, por lo
que, en realidad, no puede existir una relación de
causalidad entre los diversos aspectos del Universo en momentos
sucesivos. Sin embargo, el científico, olvidando la
"verdad teológica", puede seguir trabajando como
si existiera esa relación de causalidad entre los
diversos fenómenos del Universo, aunque tal
relación sea un espejismo, y algo semejante a esto es lo
que hizo Descartes, aunque posiblemente sin haber tomado
conciencia de este problema. Por otra parte y aunque en sus
plan-teamientos acerca de esta misma cuestión
Malebranche pudo haber llegado a sus conclusiones de
modo independiente respecto al planteamiento cartesiano, es
lógico suponer que extrajera esta fácil
consecuencia a partir de esa idea sobre la
conservación del mundo, que coincidía
plenamente con la de los teólogos católicos, como
no podía ser de otra manera. Así, cuando
Malebranche propuso su doctrina del ocasionalismo para
explicar la aparente relación causal entre las
diversas realidades del Universo, consideró que las
cosas no podían influir causalmente entre sí y
que sólo Dios era la causa de su aparente
relación en cuanto causar equivalía a producir algo
que anteriormente no existía y, en consecuencia,
equi-valía a crear. Por ello y teniendo en cuenta
que sólo Dios podía crear, sólo Dios
podía causar, mientras que las cosas eran
sólo la ocasión para la
intervención de Dios.
5.4. Otros aspectos de la obra cartesiana en la
Filosofía y en la Ciencia.
A lo largo de estas páginas no se ha pretendido
hacer una apología de Descartes ni de su obra, sino
explicar los diversos aspectos de su obra desde una perspectiva
crítica. En este sentido y junto a los aspectos negativos
reseñados, en la labor cartesiana hubo una serie de
resultados relevantes para el desarrollo de la Ciencia y la
Filosofía, que sirvieron para su liberación del
lastre del pensamiento antiguo y medieval, especialmente
mediatizado por las doctrinas de la jerarquía
católica, guiada por intereses ajenos a los del progreso
del pensamiento libre y de la búsqueda de la
verdad.
Hay que reconocer por ello que, a pesar de su servilismo
interesado con respecto a las doctrinas de la jerarquía
cató-lica, la crítica de Descartes a la
tradición de la escolástica y su intento
–teórico al menos- de conseguir un pensamiento
más independiente, crítico y riguroso tuvieron una
importante repercusión en el pensamiento posterior, tanto
en la corriente racionalista que él inició como en
la filosofía en general. Por ello y a pesar de las
críticas realizadas a su enfoque acerca del método
y a sus incoherentes razonamientos filosóficos y
científicos, hay que reconocer la importancia de su
esfuerzo por convertir la Filosofía en un conocimiento
riguroso.
En relación con tales aspectos positivos de la
labor cartesiana en la Filosofía y en la Ciencia, que, sin
embargo, en muchas ocasiones van acompañados de graves
errores, hay que hacer referencia a los siguientes:
a) La idea de que, en la búsqueda de un
auténtico conocimiento, era necesario hacer
abstracción de todas las doctrinas del pasado, aceptadas
de modo acrítico, ponién-dolas en duda y tratando
de encontrar un método seguro para no aceptar
como verdad aquello que no ofreciera las más estrictas
garantías de serlo.
Sin embargo y como ya se ha dicho, en este punto
Descartes no fue consecuente con los propósitos
anunciados, al aceptar, sin el requisito de la superación
de la duda metó-dica, las doctrinas o "prejuicios"
religiosos de la iglesia cató-lica en los que había
sido adoctrinado a lo largo de su infan-cia y de su juventud.
Igualmente, se equivocó cuando defendió que la
razón por sí sola podía alcanzar
conoci-mientos que fueran más allá de los meramente
lógicos, mate-máticos o analíticos, y, como
consecuencia de este racio-nalismo dogmático,
defendió teorías absurdas y contrarias a la
experiencia.
Igualmente fue especialmente negativa, aunque acorde con
sus intereses personales, su arrogante pretensión de
construir un sistema científico deductivo fundamentado en
el supuesto dios del cristianismo.
Por otra parte, aunque su intento de construir un
método seguro para el avance del conocimiento,
poniendo entre paréntesis las doctrinas y prejuicios del
pasado, fue realmente decisivo para un cambio de enfoque en el
estudio de los problemas filosóficos, su mayor fracaso en
el terreno de la metodología fue haber adoptado como
criterio de conoci-miento la regla de la evidencia, no
comprendiendo que, a pesar de su utilidad para las
Matemáticas, donde la utilizó junto con el conjunto
de reglas de su método con un éxito innegable, era
manifiestamente insuficiente en cuanto, a pesar de estar basada
en el principio de contradicción, no
servía para alcanzar el conocimiento de las ciencias
relacionadas con un contenido material o empírico.
Además, en cuanto no aceptó que la regla de la
evidencia estuviera fundamentada en el principio de
contradicción, dicha regla se convertía en una
simple "impresión de evidencia", que en consecuencia
sólo podía tener un valor subjetivo, de
manera que, sin la ayuda inexcusable de la experiencia
era un instrumento totalmente insuficiente para la
obtención de conocimientos empíricos. En algunos
momentos Descartes fue consciente de esta dificultad,
reconociendo que en diversas ocasiones había tenido
evidencias que posteriormente había visto como
erróneas, y, por ello, trató de fundamentar el
valor de esta regla en la veracidad divina, incurriendo en un
círculo vicioso, en cuanto para afirmar la existencia de
un dios veraz y garante de la verdad de los "conocimientos
evidentes" debía basarse ya en la regla de la evidencia,
cuyo valor todavía no estaba fundamentado.
Y de este modo, al basarse en la regla de la
evidencia, necesariamente subjetiva, su sistema
filosófico y científico fue realmente
decepcionante, tanto por lo anteriormente seña-lado como
por aquellas otras consideraciones relacionadas con su
pretensión de demostrar la existencia de un dios, que, en
su caso, coincidía con el dios católico, es decir,
un ser omnipotente, inmaterial, trascendente, inmutable,
sumamente veraz y creador del Universo, a pesar del
círculo vicioso que suponía partir de la regla
de la evidencia para llegar hasta ese dios, y partir de ese
mismo dios para garantizar el valor de la regla de la
evidencia.
b) La consideración de que la Filosofía
aristotélica o la Escolástica en general no
tenían por qué seguir siendo consi-deradas como la
base a partir de la cual reconstruir el edificio de la
Filosofía, de manera que había que abordar con
espíritu crítico su total reconstrucción
partiendo de una duda univer-sal acerca de los supuestos
conocimientos anteriores a fin de que sus errores no fueran un
freno para el progreso filosófico.
Sin embargo y como ya se ha dicho, también
aquí la labor del pensador francés fue
inconsecuente con sus propias pretensiones al eximir de esta
supuesta duda universal todo lo relativo a las creencias
religiosas de la iglesia católica y al seguir utilizando
diversas doctrinas de la teología católica y de la
filosofía griega, mezcladas con teorías que
debían tener carácter científico.
c) La comprensión de la importancia decisiva de
la razón para lograr el conocimiento de la
realidad.
Sin embargo, este descubrimiento, que había sido
cierta-mente el origen de la Filosofía, Descartes lo
valoró excesi-vamente en relación con el escaso
valor que concedió a la experiencia. Su
valoración de la razón fue tan exagerada que le
llevó a la convicción de que por su
mediación podía llegar a demostrar la existencia
del dios del cristianismo y a deducir el conjunto de leyes del
Universo, menospreciando la impo-sibilidad de tal empresa, ni
siquiera aunque hubiese contado con la mediación
ineludible de la experiencia.
Tanto el empirismo de Hume como la filosofía
kantiana señalaron que era la experiencia la que
debía proporcionar la materia del conocimiento, mientras
que el entendimiento debía proporcionar sus principios
para poder entender el material proporcionado por las
sensaciones. De ahí que fuera Kant quien, desde el punto
de vista de la mera reflexión teórica, apoyado
especialmente en las aportaciones especula-tivas de Bacon,
Galileo, Hume y Newton, corrigiese a Des-cartes y, desde una
perspectiva integradora del racionalismo con el empirismo, dijese
que "los pensamientos sin contenido son vacíos; las
intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario
hacer sensibles los conceptos (es decir, aña-dirles el
objeto en la intuición) como hacer inteligibles las
intuiciones (es decir, someterlas a
conceptos)"[425].
d) Su interpretación mecanicista de la
realidad, la cual propició una línea de avance
científico muy importante que sólo ha sufrido
cierta crisis a partir del siglo XX.
El mecanicismo, defendido un siglo antes por
Gómez Pereira en referencia al modo de ser del mundo
animal con la única exclusión del ser humano,
introdujo la perspectiva de que la Naturaleza funcionaba de
acuerdo con leyes estricta-mente deterministas, de
manera que todos los fenómenos se producían como
consecuencia de causas antecedentes de las que éstos
derivaban, que a su vez determinaban la aparición de los
sucesivos cambios en la Naturaleza. El conocimiento de la obra de
Gómez Pereira pudo ser decisivo para que Descartes
asumiese el mecanicismo de forma decidida, aunque
procurando dejar a salvo la libertad humana y aunque llegase a
considerar que los demás seres vivos carecían de
auténticas experiencias psíquicas y sólo
eran máquinas muy complejas.
Un mecanicismo mucho más avanzado considera que
los animales, aunque se comporten de acuerdo con leyes
mecá-nicas, son estructuras materiales organizadas de un
modo tan especialmente sofisticado que les permite alcanzar una
serie de cualidades psíquicas equiparables a las humanas y
cuya existencia Descartes había excluido como consecuencia
de que sus creencias religiosas le llevaron a suponer que
debía de existir una diferencia radical entre el ser
humano y el resto de los seres vivos, de manera que estos
últimos serían máqui-nas en definitiva, sin
capacidad de sentir. La Ciencia de los últimos tiempos
incluye el estudio del ser humano, al menos en la
práctica, desde la misma perspectiva que rige en todo el
ámbito de la Naturaleza, y no le concede una peculiaridad
tan especial como la de poseer un principio misterioso alejado de
la materia –el alma-, capaz de interactuar con ella y
estando a salvo del determinismo mecanicista. Al mismo tiempo,
reco-noce sin dificultad la existencia en el mundo
biológico de toda una serie de fenómenos
sensitivos, afectivos y cogniti-vos similares a los existentes en
el ser humano, al margen de las diferencias, mayores o menores,
igualmente constatables.
e) Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las
Matemáticas y en el de la Física, de los que se ha
hablado antes, fueron especialmente relevantes, pero no se
exponen aquí en cuanto no son objeto de este trabajo. La
plasmación de los principios de su física fue
especialmente brillante, pero sus teorías
astronómicas y, en especial, su abandono del
heliocentrismo fueron lamentables como consecuencia de su
pánico a la jerarquía católica –que le
condujo a renunciar al heliocentrismo al enterarse de la condena
de Galileo- y también como consecuencia de su continuo
olvido de la experiencia. En este punto tiene
interés hacer referencia a Beeckman como el amigo que le
ayudó a tomar conciencia de importancia de las
Matemáticas para la comprensión de las leyes
físicas, aunque hay que recordar igualmente que ya Galileo
había proclamado que "el Universo está escrito en
lenguaje matemático"[426]. Sin embargo, en
este campo de la ciencia, el orgullo cartesiano alcanzó
límites exagerados cuando, según cuenta R. Watson,
Descartes comentó a Beeckman que en Matemáticas
había llegado todo lo lejos que podía alcanzar la
mente humana[427]Su éxito en este terreno
le deslumbró hasta el punto de llegar a confiar de modo
exagerado en el valor del método que había aplicado
en él, creyendo que sería un instrumento adecuado y
suficiente para avanzar en el resto de los conocimientos, a pesar
de que ya Galileo había propuesto su método
hipotético-deductivo, que combinaba la razón y la
experiencia y que tantos pro-gresos científicos ha
determinado hasta la actualidad.
f) En relación con la Física y desde una
perspectiva racionalista, el pensador francés negó
que en sentido estricto existieran átomos, ya que
toda partícula de materia debía ser extensa, y, si
era extensa, debía ser divisible, aún cuando no se
tuvieran los medios de dividirla físicamente.
Sin embargo en su argumentación de los motivos
por los que no podían existir átomos Descartes
cayó nuevamente en el error de mezclar el espacio de la
geometría pura, en el que efectivamente no existe
un espacio último indivisible, ya que, por
definición, ser espacial implica ser divisible, con el de
la geometría física que se refiere a la
espacialidad como cualidad de la materia, de una materia de la
que no puede afirmarse nada de forma apriórica
sino sólo a partir de la experiencia. Por ello, su
conclusión era inadecuada por haber sido obtenida a partir
de la confusión entre el espacio de la
Geometría pura y el espacio como propiedad de la
"res extensa": el primero era, en efecto, infinitamente
divisible, pero por lo que se refiere al segundo no podía
afirmarse nada en cuanto no había experiencia alguna que
pudiera confirmar o falsar el valor de cualquier
respuesta.
Kant consideró esta cuestión como una de
las antinomias de la Razón Pura, en cuanto se
trataba de un problema que admitía tanto una
solución positiva como una negativa, lo cual significaba
que no se le podía dar una auténtica
solución, pues desde la Ciencia siempre se debe investigar
suponiendo, como afirma Descartes, que todo cuerpo, en cuanto
modo de la res extensa, sea divisible por el hecho de
ser espacial. Pero, en cuanto las ciencias
empíricas no trabajan con meros con-ceptos, como
sucede con las ciencias formales, el plantea-miento
cartesiano carecía de relevancia científica en
cuanto la misma experiencia es incompatible con una
demostración del carácter
infinitamente divisible de la res extensa.
Dicho de otro modo: Si se parte del concepto de materia como
realidad extensa y del concepto de lo extenso como realidad
infini-tamente divisible, en tal caso el punto de vista
cartesiano sería formalmente verdadero por
definición, es decir, por tratarse de una verdad
analítica, que nada diría acerca de la
experiencia. Pero, si se pretende hacer referencia al
carácter infinitamente divisible de la materia desde una
perspectiva empírica, nos encontramos ante una
afirmación indemos-trable, porque a partir de la
experiencia es imposible demos-trar la supuesta divisibilidad
infinita de la materia.
No obstante, este problema admite una solución
clara y además desde una perspectiva simplemente
racionalista, como lo fue la de Parménides respecto a su
idea del Ser. Y así, del mismo modo que Parménides
proclamó que el Ser no podía ser divisible porque
sólo el No-Ser podría hacerlo, pero el No-Ser no
existía, igualmente Descartes hubiera podido decir que ni
el Universo ni parte alguna de él podía ser
divisible, en cuanto ello sólo era posible en cuanto el
vacío (= el No-Ser) se interpusiera entre las diversas
partes del ser, pero como la existencia del vacío era una
contradicción, ni el Universo ni átomo alguno
podría ser dividido.
g) Otro mérito indiscutible en la labor
cartesiana fue el de su anticipación a Paulov en
más de dos siglos en el descu-brimiento de los
reflejos condicionados. En 1630, en una carta a Mersenne
le decía que, después de azotar a un perro varias
veces al son de un violín, el perro temblaría de
miedo al escuchar su sonido. Esta observación representa
un aspecto francamente positivo de su perspicacia que no ha sido
sufícientemente valorado, pues en los manuales de
Psicología se sigue atribuyendo este descubrimiento a
Paulov y nada se dice de Descartes.
5.5. "No hay nada en todo este mundo visible o
sensible sino lo que he explicado"
Para finalizar esta parte tiene cierto interés
mencionar unas afirmaciones especialmente sorprendentes que se
suman a la serie de incoherencias y absurdos a que se ha hecho
referencia en otros momentos. Estas afirmaciones apenas
requie-ren de comentario alguno, pues se califican por sí
mismas. Pero lo extraño del caso es que no suelen
mencionarse en los estudios acerca de la filosofía de
Descartes, a pesar de representar una confirmación
especialmente significativa del valor de las críticas
realizadas en estas páginas a una parte importante de sus
planteamientos.
Efectivamente, en Los Principios de la
Filosofía afirma Descartes que
"no hay ningún fenómeno en la Naturaleza
cuya explicación haya sido omitida en este
Tratado"[428],
y poco después, en este mismo capítulo,
añade:
"he probado que no hay nada en todo este mundo visible o
sensible sino lo que he explicado"[429]
Es decir, Descartes afirma que el conjunto de todo lo
explicado por él es una exposición
completa de todos los fenómenos naturales. O lo
que es lo mismo, si un supuesto fenómeno es real, en tal
caso ha sido explicado por él, y, si él da una
explicación de algo, esa explicación coincide con
la descripción racional de un fenómeno real,
mientras que, si no la da, es porque no existe.
Verdaderamente hay que reconocer que estas afirmacio-nes
tan atrevidas encajan perfectamente con la serie de
inco-herencias, errores y círculos viciosos antes
señalados, aunque superando a todas por su osadía,
y encajan plenamente con aquel orgullo característico de
la personalidad cartesiana y con el resto de peculiaridades de su
carácter.
Esta serie de planteamientos nos muestran al "padre del
racionalismo" como un pensador ególatra, osado, orgulloso
y frívolo, merecedor de un estudio más extenso y
profundo acerca de su personalidad y de las causas que influyeron
en sus delirios tan asombrosos. La dedicación del
filósofo francés a la búsqueda del
conocimiento, tanto en el ámbito de la Filosofía
como en el de la Ciencia, hubiera sido incompa-rablemente
más productiva si sus circunstancias personales y sociales
hubieran sido más favorables, pues los factores
seña-lados en la segunda parte de este trabajo fueron
especial-mente negativos y se convirtieron en un obstáculo
insalvable que impidió que su capacidad para el
pensamiento filosófico fructificase a una altura similar a
la que había alcanzado en el terreno de las
Matemáticas.
"Philosophia,
ancilla theologiae"
6.1. La subordinación de la razón a la
fe.
A pesar de su decepción por la formación
recibida, Descartes en ningún momento pareció dudar
del valor de la fe, de las Sagradas Escrituras
y de la teología católica, manifestando en
sus escritos su respeto y sumisión a las doctrinas de la
iglesia católica y construyendo su filosofía desde
su acatamiento a ellas.
Así, en las Reglas para la dirección
del espíritu, escrita mucho antes que el Discurso
del método, escribe:
"todo lo que ha sido revelado por Dios es más
cierto que cualquier otro
conocimiento"[430].
Posteriormente, en el Discurso del
Método, a fin de evitarse problemas con la iglesia
católica en relación con las supuestas verdades de
la teología, manifiesta su incapacidad para opinar sobre
ellas diciendo:
"no me hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de
mis razonamientos"[431],
y, en este mismo sentido, en las Meditaciones
metafísicas, desde una asombrosa frivolidad y sin
preocuparse de si cum-plía o no con las reglas de la
Lógica, proclama igualmente:
"es preciso creer que hay un Dios porque así se
enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso
creer las Sagradas Escrituras porque vienen de
Dios"[432].
Resulta sorprendente constatar cómo, en este
último texto, Descartes incurre de modo inexplicable en un
irracio-nalismo fideísta absurdo, cayendo
además en un círculo vicioso
incomprensible, tal como puede verse comparando ambas
afirmaciones tan próximas en el texto, observando que cada
una de ellas se justifica mediante la otra, con lo cual ninguna
de ellas queda justificada, y comprobando igual-mente que incurre
en un absurdo razonamiento fideísta, al proclamar
que se debe creer en Dios a partir del enunciado
meramente dogmático según el cual
"como la fe es un don de Dios, aquel que otorga la
gracia para hacer creer las demás cosas puede
también otorgarla para hacernos creer que
existe"[433].
Sorprende que el pensador francés incurriese en
errores tan graves y tan fáciles de percibir; resulta
todavía más sorprendente que éstos no fueran
los únicos sino que a lo largo de sus escritos haya muchos
más del mismo calibre que incitan a pensar que, dada su
indudable capacidad intelectual, era casi imposible que no fuera
consciente de ellos, siendo tan
evidentes[434]Teniendo Descartes una capacidad tan
extra-ordinaria para el razonamiento matemático, resulta
difícil explicar sus errores tan ingenuos en
estas argumentaciones, así como aquellos en los que
incurrió igualmente a la hora de fundamentar su
método.
Sea cual sea la explicación, en cualquier caso
parece que una parte importante de ella se encuentra en la
frivolidad a la que se ha hecho referencia en la segunda
parte de esta obra, unida al hecho de que los condicionamientos
relacionados con su propia formación religiosa así
como el ambiente clerical que le rodeaba, y su calculado
interés en contar con el apoyo de la jerarquía
católica para incrementar su prestigio como
filósofo pudieron determinar que no se preocupase
excesivamente por el rigor de sus razonamientos, relacionados con
unas creencias de cuya verdad partía de antemano sin una
previa crítica.
Es posible que Descartes no pretendiera tomar el pelo a
sus lectores o a los doctores de la facultad de Teología,
al menos de forma consciente, pero, por ello mismo y dada su
capacidad para el rigor matemático, resulta mayormente
difícil comprender que no se diese cuenta de las
incohe-rencias en que incurría con tanta frecuencia y, por
ello, en muchos de estos casos parece que el pensador
francés actuó con la frivolidad de quien
escribe aquello que considera que va a tener una buena acogida,
al margen de que nada tenga que ver con una argumentación
auténtica, porque lo que más le interesaba era que
nadie dudase de su incondicional lealtad y defensa de las
doctrinas católicas y que tal confianza en su fidelidad le
permitiera luego tomarse la libertad de pensar más
libremente sobre cuestiones algo delicadas sin tener que estar
especialmente obsesionado respecto a cuál iba a ser la
actitud de la jerarquía católica. En este sentido
además y en relación con el último texto
citado, es posible que Descartes, siendo consciente de que iba
dirigido a los doctores de una facultad de Teología, se
despreocupase del círculo vicioso en que incurría y
alcanzase ese nivel tan asombroso de frivolidad, al
suponer que ningún teólogo pondría
objeciones a sus "pequeñas" incoherencias relacionadas con
unos puntos de vista tan fieles a las doctrinas de la
jerarquía católica.
En cualquier caso la actitud cartesiana, muy cohibida a
la hora de analizar críticamente el valor de la
Teología por su temor a la Inquisición y a las
altas jerarquías católicas, se mantuvo a lo largo
de toda su vida y, por ello, representó un lastre excesivo
y fatal en quien hablaba de la necesidad de dudar de todo aquello
que no ofreciese las garantías más estrictas acerca
de su verdad a fin de alcanzar un conocimiento sólido de
todo lo que la mente humana pudiera lograr.
En esta misma línea de frivolidad llama la
atención el hecho de que en el Discurso del
Método, al hablar de la religión, Descartes
dijera que "enseña a ganar el cielo", pues tal
afirmación supone, en primer lugar, el absurdo de
consi-derar que "ganar el cielo" dependa de "determinadas
ense-ñanzas"[435], y, en segundo lugar, el
de aceptar de manera ingenua y dogmática que tales
enseñanzas eran verdaderas, al margen de que en principio
sólo las hubiera asumido de manera provisional, ya que la
puesta en práctica de su método le exigía
dudar de todo para comenzar la búsqueda de una
primera verdad evidente. Una prueba de esta cómoda
frivo-lidad la da el propio Descartes cuando poco después
reco-noce, sin necesidad de rectificar el texto anterior, que eso
de ganar el cielo no depende de tales
enseñanzas.
Un poco más adelante se refiere nuevamente a la
Teología mostrando de nuevo una frivolidad
argumentativa asombrosa al afirmar que
"las verdades reveladas […] están por encima de
nuestra inteligencia"[436],
sin habérsele ocurrido tratar de explicar
cómo podía haber conocido la autenticidad de
aquellas verdades supuestamente reveladas, pues el
argumento según el cual una supuesta "verdad" podía
aceptarse por haber sido revelada sólo
habría sido aceptable si hubiera venido acompañada
de una explica-ción mediante la que aclarase cómo y
cuándo se había produ-cido tal revelación,
quién la había revelado y, en su caso, qué
doctrinas habían sido reveladas.
También es verdad, por otra parte, que estas
últimas palabras del francés, podrían haber
sido escritas dándoles un sentido especial que, pasando
desapercibido, en el fondo pudieran resultar perfectamente
aceptables, aunque vacías de contenido. Descartes hubiera
podido estar diciendo, "supo-niendo que Dios haya revelado algo y
suponiendo que lo que Dios revela sea siempre verdadero porque
Dios es veracícimo y su inteligencia y poder son
incomprensible para el ser humano, en tal caso, las verdades
reveladas […] están por encima de nuestra
inteligencia. Es decir, según esta
interpretación, Descartes ni siquiera estaría
afirmando que Dios hubiera revelado nada.
Sin embargo, esta interpretación de las
intenciones del francés es demasiado especulativa y
sólo puede presentarse como una posibilidad puramente
lógica, pues en ningún momento sucedió
–ni podía suceder- que Descartes hiciera referencia
a las tales revelaciones divinas ni al modo según el cual
se habían producido.
Pero, además, teniendo en cuenta que a partir del
propio método cartesiano se planteaba la posibilidad de la
existencia de un dios muy poderoso o de un "genio maligno" que
podría haber determinado que las evi-dencias más
claras sólo fueran el resultado de un espejismo creado en
la propia mente por tales seres, la misma pretensión de
argumentar algo en favor del valor objetivo de unas verdades
reveladas podía ser ya uno de los engaños de aquel
"genio maligno" o de aquella divinidad
engañosa.
Además, la consideración según la
cual la razón humana era un instrumento
insuficiente para analizar críticamente las
verdades de la Teología resultaba especialmente absurda en
cuanto por esa misma insuficiencia tampoco
dispondría de capacidad para decidir acerca de la verdad
de tales doctrinas teológicas, y, por ello, la
afirmación de que pudiera estar segura de ellas era una
incoherencia.
Sorprendentemente y a pesar de haber afirmado la
nece-sidad de seguir las reglas del método,
Descartes no sólo no se tomó la molestia de aplicar
la duda, parte esencial del méto-do, a sus creencias
religiosas[437]sino que, además,
consideró que Dios, cuya existencia
pretendió demostrar aunque de modo absurdo, era la
última y necesaria justificación del método
en general, de la regla de la evidencia en particular y de la
misma verdad de los conocimientos evidentes, en cuanto, a
pesar de la evidencia con que se presentasen a la mente,
podrían ser falsos si no estuvieran respaldados por la
propia veracidad divina.
Sin embargo, de nuevo la hipótesis de la
existencia de aquel genio maligno impedía la
superación de la duda acerca de la existencia del mundo
sensible, por más que la veracidad divina fuera
incompatible con el engaño de hacerle creer en dicha
existencia, pues la hipótesis de la existencia del genio
maligno era un obstáculo insalvable para poder demostrar
la existencia del dios católico o la de cualquier otro
cuya existencia hubiera podido impedir los engaños de
aquel genio maligno.
Por otra parte, Descartes no se conformó con
subordinar su razón respecto a los contenidos de la fe
católica de un modo puramente teorético sino que de
forma explícita pro-clamó en diversas ocasiones la
sumisión de su pensamiento y de sus escritos a
la autoridad de la Iglesia, es decir, a la de sus altas
jerarquías.
Y así, en relación con la alternativa de
defender o no la teoría del heliocentrismo, que en
principio compartió con Galileo, en el Discurso del
método escribe que dejó de publicar un trabajo
anterior –El mundo- por miedo a que pudiera ser
perjudicial para la religión o para el Estado:
"Hace tres años que llegué al
término del tratado que contiene todas estas cosas y
empezaba a revisarlo para ponerlo en manos de un impresor, cuando
supe que unas personas [= la jerarquía católica]
por las que siento deferencia y cuya autoridad es tan poderosa
sobre mis acciones como mi propia razón sobre mis
pensamientos, habían desaprobado una opinión sobre
física, publicada un poco antes por otro; no quiero
decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo
que no había notado nada en ella, antes de que fuera
censurada, que pudiera imaginar que fuera perjudicial a la
religión ni al Estado […] y esto me hizo temer que
no fuera a haber también alguna en las mías en la
que me hubiese engañado […] Pues aunque fueran muy
fuertes las razones por las cuales la había adoptado
antes, mi inclinación, que siempre me ha hecho odiar
el oficio de hacer libros, me dio en seguida otras para
excusarme"[438]
Un aspecto especialmente significativo de la mendacidad
y falta de escrúpulos del pensador francés es el
hecho de que en esta misma página negase haber defendido
la tesis helio-céntrica, teniendo en cuenta que en sus
cartas a Mersenne le había comunicado
explícitamente que había renunciado a publicar su
trabajo porque en él defendía la misma tesis que
Galileo. Está claro que Descartes mentía
en el Discurso del método, donde negó que
él hubiera sido de esa misma opinión, a
pesar de sus confidencias a su amigo Mersenne en diversas cartas.
Además en otra carta mostró su preocupación
por la opinión del cardenal Bagni respecto a su
filosofía, manifestando nuevamente su opinión en
favor del heliocen-trismo, pero declarándose su "servidor"
y pidiendo a Mer-senne que comunicase al cardenal a través
de su médico su sometimiento a la Iglesia y a su
infalibilidad y su sentimiento de "inmenso respeto por todos sus
adalides":
"Si escribís al doctor del cardenal Bagni,
agradecería le dijerais que nada me impide publicar mi
filosofía excep-to la prohibición contra el
movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de
mi filosofía, pues toda mi física depende de
ello […] Os pido que sopeséis la opinión del
cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría
disgustarle, y siendo muy celoso de la religión
católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides.
No añadiré que no deseo ponerme a merced de la
censura, pues creyendo con firmeza en la infalibilidad de la
Iglesia, y sin tener dudas sobre mis pruebas, no temo que una
verdad contradiga la otra"[439].
El interés de esta carta para conocer hasta
qué punto llegaba el servilismo y el temor de
Descartes a la jerarquía católica es mucho mayor
todavía si se lo compara con la serie de escritos en los
que el pensador francés muestra su despre-cio insultante
contra quienes, no perteneciendo al selecto grupo de dicha
jerarquía, se atrevían a criticar algún
aspecto de lo que él escribía.
Como ya se ha dicho, sin llegar tan lejos en sus
mani-festaciones serviles de acatamiento a las enseñanzas
de la jerarquía católica, comunicó
igualmente al padre Mersenne que había decidido no
publicar su escrito El mundo a fin de prestar total
obediencia a la Iglesia, que había proscrito la
opinión de que la Tierra se movía:
"El conocimiento que tengo de vuestra virtud me alienta
a creer que tendríais mejor opinión de mí al
ver que he decidido desechar totalmente el tratado que he
escrito, y perder casi todo mi trabajo de cuatro años,
con la finalidad de prestar total obediencia a la
Iglesia, que ha proscrito la opinión de que la Tierra
se mueve. Sin embargo, como todavía no he visto que el
papa o el concilio ratificaran esta proscripción, lanzada
solo por la Congregación de Cardenales constituida para
censurar libros, me gustaría saber qué se piensa de
ella en Francia y si la autoridad de los cardenales ha bastado
para que sea artículo de
fe"[440].
En esta carta llama especialmente la atención la
mentira según la cual Descartes dice a Mersenne que ha
decidido "perder casi todo mi trabajo de cuatro años",
pues eviden-temente el hecho de que renunciase a defender el
helio-centrismo nada tenía que ver con el resto de
investigaciones que no se relacionaban con la teoría
copernicana y, de hecho, las fue publicando de manera separada y
especialmente en sus Principios de la
Filosofía.
Igualmente en las Meditaciones
metafísicas pide humil-demente a los decanos y
doctores de la facultad de Teología de La Sorbona que
acojan bajo su protección el libro que les presentaba. En
este caso la motivación que parecía guiarle era
doble:
-en primer lugar, la de asegurarse que no iba a tener
problemas con la jerarquía católica, en cuanto
sometía su escrito a la revisión de ese importante
colectivo de doctores en Teología, cuyo apoyo tuvo la
precaución de buscar; y
-en segundo lugar, la de la consideración de que
ese mismo apoyo podría servirle para aumentar su prestigio
ante la misma jerarquía católica, al mostrar su
respeto incon-dicional a sus doctrinas
teológicas:
"Por esto, Señores, cualquiera que sea el peso
que puedan tener mis razones, porque pertenecen a la
Filosofía, no espero que tengan gran predicamento sobre
los espíritus si no las tomáis bajo vuestra
protección"[441].
Sin embargo y a pesar de estas muestras de servilismo
rastrero, Descartes no consiguió que las Meditaciones
metafí-sicas se publicasen con la aprobación
de los doctores de la Sorbona.
Esa misma actitud servil fue la que siguió
manteniendo en los Principios de la Filosofía, en
donde, regresando al oscurantismo más patético de
la Edad Media y en contra-dicción con su prometedor
mensaje del Discurso del método, relacionado con
la liberación de la Filosofía respecto a cualquier
dependencia doctrinal del tipo que fuera, entre otras cosas
especialmente deplorables escribió:
"Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la
Iglesia"[442].
6.1.1. Irracionalismo fideísta
Además de lo anterior y aunque no es totalmente
seguro que Descartes estuviera convencido de la verdad de sus
propias palabras, hay que recordar que en su enumeración
de los grados de sabiduría coloca, en un grado
infinitamente superior a todos, la revelación
divina, de la cual dice que
"nos eleva de un solo golpe a una creencia
infalible"[443].
Afirma igualmente, haciendo una apología de la
fe, tan alta o más que las de Agustín
de Hipona o Tomás de Aquino, que
"se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por
más que excedan nuestro
alcance"[444],
y, en este mismo sentido y como si quisiera insistir en
el tes-timonio de su fe para evitar cualquier posible
polémica con la jerarquía católica, en la
carta a los decanos y doctores de la Sagrada Facultad de
Teología de París, citada anteriormente, no
sólo incurría en un círculo vicioso al decir
que Dios existía porque lo decían las
Sagradas Escrituras y que las Sagradas Escrituras eran ciertas
porque provenían de Dios sino en un
irracionalismo fideísta aparentemente
cándido, que ponía en evidencia su falta
escrúpulos y una enorme frivolidad que pudo impedirle
tomar conciencia de sus graves incoherencias. Tal vez esta
candidez pudo ser aparente y no tan ingenua, pues la carta en que
aparecían estas "deducciones" tan espe-ciales iba dirigida
a los decanos y doctores de la facultad de
Teología, ninguno de los cuales iba a ponerles
objeción algu-na tan fácilmente asumibles desde el
punto de vista católico.
Es probable que Descartes fuera consciente de lo
absur-do de sus afirmaciones, aunque cabe también la
remota posi-bilidad de que no lo fuera. En el primer caso,
¿qué expli-cación tendría su falta de
escrúpulos para plantear como evi-dente lo que sólo
era un evidente círculo vicioso? Parece que la
explicación de tal actitud se relacionaría con las
ansias del pensador francés por contar a cualquier precio
con el respaldo que podía darle ante las altas
jerarquías católicas la aproba-ción de sus
escritos por los doctores en de la Facultad de Teología de
París. Y, en el segundo caso, ¿qué
explicación tendría que, a pesar de su sobrada
capacidad intelectual, no hubiera sido consciente de la
existencia de un error tan mani-fiesto en su
argumentación?
Resulta difícil encontrar una
justificación para esta segunda parte de la disyuntiva.
Quizá se podría considerar que sus creencias
cristianas, asumidas desde su infancia, pudieron influir muy
negativamente en su capacidad para tratar estas cuestiones
religiosas desde un planteamiento crítico. De acuerdo con
esta posibilidad y en la misma línea que en el anterior
planteamiento, sería en cierto modo explicable que en la
primera parte de los Principios de la Filosofía,
al hablar de las relaciones entre razón y
fe, escribiera en un sentido similar al de Tomás
de Aquino:
"se ha de grabar en nuestra memoria como regla suprema
la de que deberán creerse, como las más ciertas de
todas, aquellas verdades que nos fueron reveladas por Dios. Y aun
cuando acaso la luz de la razón […] pareciera
sugerirnos otra cosa, se ha de dar fe, sin embargo,
únicamente a la autoridad divina más que a
nuestro propio juicio"[445].
Una tercera posibilidad –quizá la
más aceptable- es la de que la actitud cartesiana al
defender tales argumentaciones tan absurdas pudo deberse a una
mezcla de todos esos motivos, y especialmente a su deseo de
contar con la apro-bación de los teólogos doctores
como un apoyo ante cual-quier posible desautorización de
la jerarquía católica, y a su deseo de contar con
la aprobación de estos mismos doctores de la facultad de
Teología como una plataforma para aumen-tar su prestigio
como filósofo.
En cualquier caso, diversos puntos de vista como los que
se acaban de mostrar conducen a la conclusión
incuestionable de que si, en teoría, Descartes fue el
padre del racionalismo moderno por haber defendido la
independencia de la razón frente a la autoridad de la
filosofía anterior, y por haber pretendido encontrar un
método seguro para el progreso de la Filosofía
hasta convertirla en un auténtico conocimiento, en la
práctica siguió siendo un hijo póstumo
del fideísmo medieval por su falta de decisión
para poner entre paréntesis no sólo los
conocimientos sensibles, matemáticos y de cualquier otra
ciencia, sino también sus creencias religiosas a
la hora de reconstruir la Filosofía, creencias que, por el
contrario, situó por encima de la misma razón, la
cual en ningún caso podría arrogarse ni de lejos el
derecho de juzgarlas.
En definitiva, después de haber estado buscando
un método para fundamentar con el máximo rigor todo
el conocimiento, hasta el punto de no dar credibilidad alguna a
nada que no se le hubiera manifestado con absoluta
eviden-cia, con absoluta claridad y
distinción, finalmente Descartes defendió una
postura sorprendentemente contraria al propio racionalismo por el
que se le conoce, al concluir que el mayor conocimiento es el
que se obtiene mediante la fe en las verdades reveladas por
Dios, lo cual podría parecer una broma de mal gusto
en cuanto el "teólogo" francés no intentó
demostrar en ningún momento cómo había
podido asegurarse acerca del valor de aquellas supuestas
verdades, aceptadas simplemente por fe, es decir, sin
fundamento alguno, ni racional ni empírico.
Es verdad, por otra parte, que el "teólogo"
francés intentó demostrar la existencia del dios de
su religión a la vez que hablaba de la Revelación,
pero, al margen de que eviden-temente era imposible que la
demostrase, no presentó argu-mento alguno por el cual
hubiese que aceptar que ese dios hubiera revelado algo, que se
hubiera encarnado en Jesús o que hubiera revelado sus
"misterios" a la Iglesia Católica. Y así, si en el
Discurso del Método se exigió el mayor
rigor a la hora de aceptar cualquier supuesto conocimiento, de
manera que finalmente sólo la verdad "cogito, ergo sum"
superaba la prueba de la duda, este aparente rigor se mantuvo
incoherente y asombrosamente unido a unas supuestas verdades de
fe que no tenían otra justificación que la de
haberlas recibido como tales durante su infancia, hasta el punto
de que ni siquiera la regla de la evidencia constituyó
para él un principio seguro en su búsqueda del
conocimiento, en cuanto no fue la evi-dencia lo que le condujo a
defender las "verdades" de su fe religiosa, sino que fue su fe lo
que le llevó a defender tales supuestas verdades como
superiores a los conocimientos racionales.
Conviene recordar en este sentido que el cisma
protes-tante se había producido en el mismo siglo del
nacimiento de Descartes y que, desde aquel momento, la
jerarquía católica siguió utilizando todas
las armas a su alcance para evitar cualquier forma de pensamiento
que pudiera debilitar su poder, tanto religioso como
especialmente político y social. De hecho, ese poder era
muy fuerte desde hacía ya mucho tiempo, pero además
hacía pocos años que de manera implacable y cruel
se había manifestado condenando a la hoguera a Giordano
Bruno en el año 1600, a Giulio Caesare Vanini en el
año 1619, a Jean Fontanier en el año 1622, a
Galileo Galilei, a quien se condenó a un arresto
domiciliario de por vida en el año 1633, y, de manera
especialmente cruel y sanguinaria, cuando en 1628 Luís
XIII y el cardenal Riche-lieu asediaron con sus tropas a los
protestantes de La Rochelle, causando la muerte de 22.000
personas, es decir, de la gran mayoría de sus habitantes,
pudiendo haber sido Descar-tes –al menos, según
cuenta Baillet- testigo de aquella brutal masacre. Además,
el Parlamento de París, bajo el mando del cardenal
Richelieu, había decretado en 1624 la prohibición
bajo pena de muerte de enseñar cualquier opinión
contraria a los autores antiguos aprobados y de mantener debates
públi-cos sobre temas distintos a los aprobados por los
doctores de la Facultad de Teología.
Teniendo en cuenta este ambiente tan denso de
fanática intolerancia, es comprensible que, a raíz
de todos estos hechos, presentes en la memoria del pensador
francés, éste no se atreviera a publicar su obra
El mundo y que en definitiva no se atreviera a publicar
nada que pudiera poner en peligro su integridad física o
su prestigio filosófico y, por eso, resulta explicable que
en 1637, cuando publicó el Discurso del
Método, optase por excluir de la duda metódica
todo lo concerniente a las "verdades" de la religión
católica.
Por otra parte, todas estas consideraciones conducen a
pensar que, si Descartes fue un filósofo, fue igualmente
un teólogo, aunque no llegase a serlo al estilo de
Tomás de Aquino, en cuanto no se conformó con
realizar escritos teoló-gicos sino que tuvo la osada
ambición de estructurar y siste-matizar la totalidad del
conocimiento, y porque, a pesar de haber realizado aquellos
continuos panegíricos de la Revela-ción y de la
iglesia católica, a excepción de sus incursiones en
el problema de la demostración de la existencia de Dios,
no realizó deducción de ninguna clase para
demostrar los contenidos relacionados con la fe en la que
había sido educado, siendo por el contrario su creencia en
el dios católico y sus cualidades el punto de partida no
demostrado, a pesar de los vanos intentos del pensador
francés, para todas sus deducciones posteriores, que
convertían su sistema en un gigante aparentemente
hercúleo pero con los pies de barro y enormemente
dañado en la casi totalidad de su estructura.
Así que, si Nietzsche dijo de Kant que era un
teólogo disfrazado, con mayor razón podría
haber dicho que Descar-tes era un teólogo sin disfraz en
cuanto intentó deducir el árbol de la
Filosofía a partir de unas raíces
teológicas que siempre aceptó, al considerar
que la supuesta revelación divina "nos eleva de un solo
golpe a una creencia infa-lible"[446], sin haberla
sometido a la prueba de la duda, a pesar de que en diversos
momentos "jugó a demostrar" aquello que previamente
había aceptado sin otras bases que las de las creencias
recibidas, de las que afirmó que tenían un valor
absoluto sin investigar si era posible justificarlas
racional-mente en lugar de aceptarlas de modo irracional y por el
solo hecho de haber sido adoctrinado en ellas.
En este sentido ya en las Reglas para la
dirección del espíritu no tuvo ningún
reparo en hablar de "un poder superior" como origen de "creencias
infalibles" sin aclarar el origen de su supuesto conocimiento de
tal poder superior, y afirmando del modo más
irracional imaginable y absolu-tamente inconciliable con lo que
debería haber sido la actitud propia del llamado "padre
del racionalismo" que
"componen por impulso sus juicios acerca de las cosas
aquellos a quienes su propio espíritu mueve a creer algo,
sin estar convencidos por ninguna razón, y
sí sólo determinados por algún poder
superior, por la propia libertad o por una
disposición de la fantasía: la primera
influencia nunca
engaña"[447],
es decir, ¡una "influencia" que provendría
de aquel "poder superior"! Y quien escribió esto fue
¡"el padre del raciona-lismo"! ¿Qué genio le
otorgó ese título?
6.1.2. El valor de la fe
De manera complementaria con lo señalado en el
apartado anterior, para intentar comprender el pensamiento
cartesiano tiene interés comentar algunos textos que
reflejan su punto de vista acerca del valor de la fe, considerada
en sí misma o en su relación con el
conocimiento.
a) Así, en las Reglas para la
dirección del espíritu defendió, al
igual que Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, la
supremacía de la fe sobre el conocimiento hasta
el punto de llegar a escribir:
"Todo lo que ha sido revelado por Dios es más
cierto que cualquier otro conocimiento, puesto que, como la fe
que tenemos en ello se refiere siempre a cosas oscuras, es acto
no del espíritu sino de la voluntad, y si esa fe tiene
fundamentos en el entendimiento, éstos pueden y deben ser
descubiertos principalmente por una de las dos vías
ya indicadas [intuición y deducción], como
quizás algún día mostraremos con mayor
amplitud"[448].
Estas palabras resultan especialmente sorprendentes
porque dan por hecho
1) que el dios de la iglesia católica
existe,
2) que ha revelado algo,
3) que la fe se refiere a cosas oscuras,
4) que es un acto de la voluntad, y
5) que podría tener fundamentos en el
entendimiento,
A continuación se pasa a realizar el
análisis de tales afirmaciones:
1) Por lo que se refiere a la simple afirmación
de la existencia del dios católico ya se han comentado en
otro lugar los intentos y subsiguientes fracasos del pensador
francés por demostrar la existencia de tal supuesta
realidad. Aquí su simple afirmación se presenta
como una declaración dogmá-tica basada en el
adoctrinamiento recibido por Descartes, que posteriormente no se
atrevió a someter a la duda metódica por el temor
al enorme poder de la Iglesia católica sobre la vida y la
muerte de quienes se atrevían a criticar cualquiera de sus
doctrinas y porque el propio pensador francés optó
por la solución vital más fácil: La de ser
un fiel lacayo de quienes en aquellos momentos detentaban de modo
implacable el poder religioso, político y
social.
2) Respecto a la cuestión de si el dios
católico había revelado algo o no, ya se ha hecho
referencia al lamentable círculo vicioso en que
incurrió el "teólogo" francés cuando
escribió que había que creer en las sagradas
Escrituras porque provenían de Dios y que había que
creer en Dios porque así constaba en las Sagradas
Escrituras, inspiradas por él. Aquí se muestra un
nuevo dilema: O Descartes era consciente del círculo
vicioso en que incurría o no lo era. Si lo era, o bien
demostraba que no tenía escrúpulos para decir lo
que creía que sentaría bien a la jerarquía
católica o bien no daba importancia a saltarse las leyes
de la Lógica, porque en cualquier caso creía en
aquellas doctrinas religiosas al margen de su incoherencia
lógica. Y, si no lo era, en ese caso demostraba que su
frivolidad era realmente asombrosa en cuanto pretendiese aparecer
ante la jerarquía católica como defensor de sus
doctrinas.
3) La afirmación de que la fe se refiera a "cosas
oscuras" plantea el problema de por qué habría que
afirmar tales contenidos en cuanto fueran así, en lugar de
abstenerse de juicio mientras no se dispusiera de la suficiente
evidencia respecto a su verdad o falsedad. Conviene recordar a
este respecto que, según indicaba en las cuartas
Meditaciones metafísicas una actuación de
la voluntad pronunciándose acerca de cuestiones en
relación con las cuales el enten-dimiento no hubiese
proporcionado suficiente claridad y distinción implicaba
un uso moralmente incorrecto del libre albedrío, y eso era
lo que en este caso sucedía. Pero, al pare-cer, en esos
momentos a Descartes no le interesó ser cohe-rente con su
propia doctrina acerca de las causas del error.
4) La consideración de que la fe sea un acto de
la voluntad era realmente una herejía respecto a la
dogmática católica, según la cual la fe es
una "virtud teologal", es decir, una virtud que el hombre no
adquiere por sus propios esfuer-zos, como sucedería con
las llamadas "virtudes cardinales", sino que recibiría de
Dios como un don gratuito. El hecho de que Descartes la
considere además como un acto de la voluntad no
introduce novedad alguna en su pensamiento en cuanto para
él cualquier juicio se forma mediante un acto de la
voluntad mediante el cual se afirma o se niega determinada
relación entre conceptos. Por ello es una incongruencia el
hecho de que cuando se trata de actos de la voluntad referidos a
los contenidos oscuros de la doctrina católica Descartes
los considere meritorios a pesar de que, de acuerdo con sus
propias consideraciones, tales pronunciamientos de la voluntad
serían moralmente condenables.
5) Plantear la posibilidad de que la fe tenga
fundamentos en el entendimiento está en
contradicción con el concepto mismo de fe, en cuanto
ésta se refiere por definición a doc-trinas
incomprensibles para el entendimiento humano y, por ello
mismo, el asentimiento a sus contenidos sería moral-mente
incorrecto desde la perspectiva cartesiana, en cuanto la actitud
de la voluntad debería ser la de afirmar o negar tales
contenido sólo cuando el entendimiento dispusiera de
razones objetivas suficientes para hacerlo, y abstenerse de
juicio mientras tales razones fueran incompletas, tanto para
afirmar como para negar. Pero además, si existieran
fundamentos en el entendimiento en relación con los
contenidos de la fe, o bien tales fundamentos serían
suficientes para que la voluntad se pronunciase y en tal caso la
fe equivaldría a conocimiento, o bien no lo serían
y en tal caso la fe, entendida como acto de la voluntad,
implicaría un mal uso del libre
albedrío.
En las Meditaciones metafísicas
Descartes retoma sus reflexiones acerca de la fe y trata de
encontrar una solución al problema que plantea el hecho de
que se refiera a "cosas oscuras" en relación con las
cuales la voluntad no tendría ningún derecho a
pronunciarse. El "teólogo" francés respon-de a esta
dificultad diciendo que
"aunque de ordinario se diga que la fe versa sobre cosas
oscuras, se entiende eso solamente de su materia, y no de la
razón formal en cuya virtud creemos; al contrario, di-cha
razón formal consiste en cierta luz interior con la que
Dios nos ilumina de un modo sobrenatural, y gracias a ella
confiamos en que las cosas propuestas a nuestra creencia nos han
sido reveladas por Él, siendo entera-mente imposible que
mienta y nos engañe: lo cual es más seguro que
cualquier otra luz natural, y hasta, a me-nudo, más
evidente, a causa de la luz de la
gracia"[449].
Esta respuesta era sorprendentemente lamentable.
Descartes parecía haberse confundido de público, de
manera que en lugar de escribir meditaciones
filosóficas estuviera escribiendo meditaciones
teológicas y místicas, pues esa referencia a
lo "sobrenatural" y a la "luz de la gracia" podría
resultar muy poético y sugerente, pero se encontraba a
millones de años luz de lo que hubiera podido considerarse
como un discurso racional. Por otra parte, era igualmente
deplorable, por cuanto incurría en un nuevo círculo
vicioso, proclamar que la razón formal por la que se
podían afirmar los contenidos oscuros de la fe
consistía en que "Dios nos ilumina de un modo
sobrenatural" para que tales contenidos pudieran ser afirmados,
pues el "teólogo" francés no explicó
qué proceso místico le condujo a tal
iluminación sobrenatural o cómo consiguió el
conocimiento de que otros hubieran llegado a ella, pues, si eso
hubiera sucedido, la voluntad habría tenido bases
suficientes para pronunciarse sin nece-sidad de recurrir a la
fe.
Pero ya se sabe que en el terreno de las creencias
reli-giosas siempre se recurre a seguridades meramente subjetivas
que nada aportan al conocimiento, pero sí al dogmatismo,
al fanatismo y a la intolerancia contra quienes intentan alcanzar
algo de claridad acerca de estos asuntos pretendidamente
sobrenaturales a los que solo unos pocos escogidos
tendrían un privilegiado acceso.
En los Principios de la Filosofía
Descartes vuelve a expresarse de un modo ingenuamente
dogmático, que para nada se corresponde con lo que
debería ser la actitud de un filósofo, sino
sólo con la de un obispo o con la del lacayo de un obispo,
como lo fue en muchas ocasiones el "teólogo"
francés cuando defendió que
"Se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por
más que excedan nuestro
alcance"[450].
En otros momentos se pronuncia en un sentido
idéntico al del texto anterior e idéntico al de
Tomás de Aquino cuando escribe:
"que sea evidentísimo que las cosas reveladas por
Dios deben ser creídas y que debe preferirse la luz de la
gracia a la luz de la naturaleza no puede ser motivo de duda o
asombro para nadie que verdaderamente tenga fe
católica"[451].
Es verdad, por otra parte, que, si se analizan estos
textos de manera algo minuciosa, podría considerarse en
sentido estricto que no dicen nada criticable en cuanto
simplemente proclaman que "las cosas reveladas por Dios deben ser
creídas", sin especificar si realmente hay cosas reveladas
por Dios. Y, si con esta puntualización no es suficiente,
hay que tener en cuenta que se refiere a quien "tenga la fe
católica", cuyas implicaciones estarían reflejadas
en las palabras ante-riores. Ahora bien, en cuanto Descartes
esté afirmando de forma dogmática, como así
parece, que en efecto hay un dios, el dios católico, que
ha revelado determinadas doctrinas, en tal caso incurre en un
dogmatismo fideísta simplemente irracional,
lógicamente motivado por el temor a la jerarquía
católica y por su deseo de servir fielmente a los
intereses de esa jerarquía en espera de
reciprocidad.
Más adelante, en una carta al marqués de
Newcastle, Descartes vuelve a tratar del tema de la fe desde una
pers-pectiva que pretende aproximar la fe al conocimiento, aunque
evidentemente sin conseguirlo, y aceptando la existencia de una
"incertidumbre" final como resultado de este proceso:
"todos los conocimientos que podemos tener de Dios sin
milagro en esta vida descienden del razonamiento y del
progreso de nuestro discurso, que los deduce de los principios de
la fe, que es oscura, o proceden de las ideas y de las
nociones naturales que hay en nosotros, que, por claras que sean,
son groseras y confusas respecto de asunto tan alto. De manera
que el conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la
razón conserva, en primer término, las tinieblas de
que fue sacado y, además, la incertidumbre que
experimentamos en todos nuestros
razonamientos"[452].
Lo más llamativo de este escrito es que en
él, cuando el autor habla acerca de las condiciones para
la aceptación de cualquier doctrina de fe como
auténtico conocimiento, acepta la existencia de un
problema que impediría que la fe pudiera equipararse al
conocimiento. Pues, cuando dice que el "pro-greso de nuestro
discurso […] deduce [los conocimientos] de los principios
de la fe, que es oscura", reconoce que por muy exactas y
perfectas que sean las deducciones efectuadas a partir de tales
"principios de la fe", en cuanto ésta es "oscura", las
implicaciones últimas de tales principios serán tan
oscuras como lo eran esos principios. Y así lo reconoce el
propio pensador cuando escribe a continuación que "el
conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la
razón conserva […] las tinieblas de que fue
sacado". La pregunta que surge por ello es: ¿Cómo
se puede seguir hablando de "conocimiento" en relación con
unos contenidos de los que se considera que su fundamento es
"oscuro" y que "conserva […] las tinieblas de que fue
sacado?
A pesar de que estos escritos pertenecen a momentos
avanzados de la vida de Descartes, conviene no olvidar que en el
fondo su actitud respecto a estas "verdades de fe" fue la misma
que había tenido desde el principio, aunque pudo
intensificarse en esos últimos años de su vida como
conse-cuencia de su relación con diversos representantes
del clero católico y como consecuencia de otros factores
personales, relacionados, por ejemplo, con el amargo final de sus
discu-siones con los teólogos protestantes
holandeses.
6.2. La perspectiva sobre la
Religión
Desde un punto de vista teórico Descartes
pretendió ser fiel a las doctrinas de la jerarquía
católica y, en líneas generales, lo fue hasta el
punto de intentar demostrar en ocasiones algunas de ellas. Sin
embargo, en algún momento se atrevió a pensar de un
modo más independiente y eso le condujo a defender
doctrinas menos ortodoxas que llegaron a rozar la
herejía.
6.2.1. Ortodoxia
Por lo que se refiere a la dogmática
católica, inundada de tantos absurdos, resulta
sorprendente que Descartes la acep-tase con tanta facilidad y sin
plantear apenas objeciones. La única explicación de
este hecho parece que se relaciona con una actitud de
sumisión instintiva al inmenso poder de la
jerarquía católica ejercido cruelmente contra toda
forma de pensamiento que pudiera ser discordante respecto a sus
doctrinas. Y, como a Descartes le importó más su
propio prestigio en la sociedad en que le tocó vivir que
la búsqueda de la verdad en un terreno tan peligroso como
el religioso, ello determinó posiblemente que estableciese
los límites dentro de los cuales poder pensar, discutir y
escribir libremente, dejando al margen de dichos límites
todo –o casi todo- lo concerniente a la religión,
como el propio pensador declaró en el Discurso del
método.
A pesar de todo, más que el hecho de que
Descartes no discutiera la absurda dogmática
católica, en cuanto hacerlo era realmente peligroso, lo
que llama la atención es que llega-se a defender de un
modo explícito doctrinas realmente incoherentes y en
ningún caso asumibles desde la raciona-lidad.
Además, en cuanto es difícil aceptar que Descartes
no alcanzase a comprender la contradicción de tantas
doctrinas del cristianismo, una explicación de su actitud,
como ya se ha indicado, consiste en que, llevado de su propio
instinto de conservación, renunciase a sumergirse en el
terreno peligroso del análisis crítico de las
doctrinas teológicas y decidiese construir su propio
pensamiento, partiendo de su aceptación
acrítica.
Tal actitud no era la más propia de un
auténtico buscador de la verdad, pero tanto su vida como
su producción filosófica son plenamente congruentes
con esta explicación. A esto hay que añadir que la
actitud cartesiana en torno a las doctrinas de la iglesia
católica en algunas ocasiones fue más allá
de la aceptación de sus doctrinas y no se conformó
con ser prudente sometiendo sus ideas a la autoridad de la
Iglesia en lo que pudiera estar equivocado, sino que llegó
a inter-narse en este terreno de modo innecesario en apoyo de
estas doctrinas y lo hizo de un modo tan deplorable que su
actitud conduce a pensar que este "teólogo", en lugar de
ser consi-derado como "el padre de la filosofía moderna",
con mayor motivo debería haber sido considerado, en cierto
modo al menos, como un hijo póstumo del
fideísmo medieval.
En este sentido y como ejemplo de esta actitud sumisa a
la jerarquía católica, Descartes habló de
dogmas de fe con toda la naturalidad del mundo, como si fueran
verdades evidentes. Así, por lo que se refiere al tema de
la creación, trató de justificar el dogma
correspondiente a partir de la omnipotencia divina
preguntando:
"¿de qué serviría la infinita
potencia de ese imaginario infinito, si nunca pudiera crear
nada?"[453].
Su pereza mental y su rendición incondicional a
la dogmática católica le impidió plantearse
otra pregunta: ¿qué necesidad podía tener un
ser infinito y perfecto en todos los sentidos de crear nada?
Alguien podría quizá contestar: "No creó el
Universo porque lo necesitase, sino porque quiso". Pero
igualmente se le podría responder: "Necesitar y querer son
el fondo una misma cosa, pues sólo se quiere lo que se
echa en falta, algo de lo que se carece, algo de lo que de
algún modo se siente una necesidad, pero, por
definición, un ser perfecto no carece de nada, y, por ello
mismo, no puede querer nada, por lo que suponer que haya
querido crear el mundo sólo tiene sentido desde
una visión antropomórfica de lo que podría
ser un dios, pero ni siquiera desde lo que sería una
consecuencia de aquel constitutivo formal de dios, como "ipsum
esse subsistens", del que hablaba Tomás de Aquino, pues un
ser infinito y perfecto en todos los sentidos sería tan
autosuficiente que no haría absolutamente nada, a pesar de
que Descartes opone que, dado su poder infinito, sería muy
extraño que no lo utilizase… Sí, muy
extraño, pero mucho más extraño es que un
dios que todo lo programa y todo lo controla, juzgue, premie,
castigue a "sus juguetes teledi-rigidos" como si fueran
responsables de los actos para los que él mismo les
habría programado, y que además realice la comedia
de encarnarse en un hombre para sufrir y morir a fin de conseguir
que su padre renuncie a la venganza del castigo y perdone al
hombre sus pecados, como si, al margen de esa comedia, su
supuesta misericordia infinita fuera insuficiente para la
concesión del perdón –si hubiera habido algo
que perdonar-.
En relación con esta cuestión, Descartes
acepta igual-mente sin discusión de ninguna clase el
dogma de la "Encar-nación", dogma central del
cristianismo según el cual Dios se hizo hombre para ser
sacrificado en una cruz y pagar de ese modo por el pecado
original del que, por cierto, no se dice ni una sola palabra en
el Antiguo Testamento, por lo que representa uno de los inventos
originales del cristianismo. El pensador francés menciona
ese dogma en una carta a Chanut, haciendo referencia al amor que
el hombre debe sentir hacia ese Dios por el hecho de que Dios se
haya hecho uno más con nosotros y haya pagado por los
pecados del hombre con el sacrificio de su muerte. Escribe el
"teólogo" francés:
"no me asombra que algunos filósofos estén
convén-cidos de que sólo la religión
cristiana nos hace capaces de amar a Dios al enseñarnos el
misterio de la Encar-nación con el que Dios se
rebajó hasta hacerse semejante a
nosotros"[454].
Como era comprensible hasta cierto punto, Descartes no
se detuvo a analizar si tenía algún sentido la idea
de un dios que se hiciera hombre, qué sentido tenía
decir que dios se rebajaba al hacerse hombre, qué
sentido tenía que tuviera que sacrificarse en una cruz,
que tal sacrificio fuera el instrumento necesario para perdonar
al hombre, que hubiera algo de lo que tuviera que perdonar a los
hombres, y, en su caso, que el dios católico no pudiera
perdonar sin necesidad de ninguna tragicomedia especial como la
de su encarnación y muerte para "pagar por los pecados del
hombre", como si tuviera algún sentido un perdón
que no fuera gratuito y no a cambio de una muerte.
Toda esa serie de ideas absurdas se podían
rebatir con la simple consideración de que un ser
omnipotente puede lograr directamente y sin mediación de
nada todo aquello que pueda conseguirse a través de la
mediación de cualquier instru-mento. Y, en este sentido,
la idea de un Dios que se hacía hombre a fin de
sacrificarse y obtener así el perdón para los
demás hombres no era otra cosa que un mito sádico
relacionado con la Ley del Talión, que dejaba de tener
sentido desde el momento en que se considerase que una
conse-cuencia de la supuesta misericordia infinita de
ese dios sería la de que concedería su
perdón al hombre –si es que tenía algo de
qué perdonarle- sin necesidad de tanta
historia.
La referencia de Descartes a la importante doctrina
cató-lica relacionada con el amor a Dios por parte del
hombre, a pesar de ser una doctrina muy importante en el
cristianismo, tampoco parece tener otro sentido que el que le da
el hecho de que quienes practican esa religión tienen un
concepto antropomórfico de ese dios y consideran que su
amor a él será correspondido hasta el punto de que
será compensado con la eterna felicidad en una vida
igualmente eterna.
Pero, por añadir una ligera crítica a esta
doctrina, es ciertamente difícil entender la idea de un
dios, amor infinito, que mantenga al ser humano en unas
condiciones de vida tan lamentables, sometido al dolor y a todo
tipo de enfermedades, hambre y sufrimientos, hasta que llegue el
momento en que se le ocurra permitirle gozar de esa felicidad
prometida. ¿Tendría sentido que un padre mantuviera
encerrado a su hijo sin comer y pasando toda clase de penalidades
hasta que finalmente se le ocurriera dejarle disfrutar de la
vida? ¿Qué otra cosa es la vida humana terrena en
comparación con esa otra vida en la que todo sería
felicidad sin mezcla de sufri-miento alguno? Desde la doctrina
católica, cuando no se dispone de respuestas para estas
preguntas tan simples, siempre se recurre a la idea de que se
trata de un "misterio" y de que hay que ser humilde y someter la
propia razón a los dogmas que la jerarquía
católica establece, por muy contra-dictorios que
sean.
Estos dogmas y creencias, tan irracionales y
antropo-mórficos, fueron los que ocuparon la mente y la
pluma del pensador francés para ganarse los favores de la
jerarquía católica y para poder sobrevivir con
cierto sentimiento de sosiego en aquellos tiempos en los que el
poder de la iglesia católica no se limitaba al de las
simples excomuniones sino que trataba de colaborar para el
cumplimiento de los desig-nios de su dios, enviándole con
diligencia a los herejes para que los juzgase y condenase al
fuego eterno… o, mejor, para que no entorpeciesen su
fabuloso negocio.
6.2.2. Heterodoxia
A pesar de la preocupación cartesiana por
mantenerse fiel a la ortodoxia católica, en algunas
ocasiones la tendencia espontánea de su discurso racional
le llevó a defender alguna doctrina que se alejaba de esa
línea de pensamiento. En este sentido tiene interés
reflejar su punto de vista acerca de la oración y
su pretensión de demostrar algunos dogmas de fe,
lo cual era contradictorio con los conceptos de dogma o
de misterio.
Finalmente, hay que señalar que en algunos casos
su racionalidad le condujo al rechazo de algún dogma de la
fe católica, aunque manteniendo sus opiniones de manera
privada.
a) Críticas al sentido tradicional de la
oración
Por lo que se refiere al tema de la
oración, Descartes, siendo coherente en líneas
generales con el concepto católico de dios, criticó
el sentido que tradicionalmente ha tenido y sigue teniendo la
oración en el cristianismo como petición a
Dios de determinados bienes. En este punto, la jerarquía
católica ha sabido encontrar en la oración un
enorme filón económico para seguir llenando de
manera compulsiva las arcas del Vaticano, las de sus
múltiples sucursales distri-buidas por los diversos
lugares del planeta y las de los comerciantes que instalan sus
negocios en torno a los "lugares santos", como Jerusalén,
Lourdes, Fátima, Roma o Santiago de Compostela, adonde
acuden los fieles confiando en que su dios o alguno de sus
más allegados, como María o algún otro
personaje, bíblico o moderno, les concederán sus
peticiones como satisfacción por sus peregrinaciones,
donativos y oraciones.
En relación con esta cuestión Descartes
escribió:
"cuando [la teología] nos obliga a orar a Dios no
es para que le enseñemos cuáles son nuestras
necesidades ni para que tratemos de impetrarle que cambie algo en
el orden establecido desde toda la eternidad por su providencia:
una y otra conducta sería reprensible, sino sólo
para que obtengamos lo que ha querido desde toda la eternidad que
obtuviéramos mediante nuestras
plegarias"[455].
El "teólogo" francés tenía
razón en sus críticas a estas formas de
oración, pero no la tenía en la defensa de que la
oración pudiera tener algún sentido, como lo
sería el de que "obtengamos lo que [Dios] ha querido desde
toda la eternidad que obtuviéramos mediante nuestras
plegarias", lo cual seguía siendo ridículo en
cuanto Descartes olvidaba aquí que
1) en cuanto ese dios, como consecuencia de su
omnipotencia y de su infinita bondad, siempre haría lo
mejor, no tenía sentido la actitud antropomórfica
de pretender recordarle o pedirle que lo hiciera; y
2) en cuanto tenía mucho menos sentido pedirle
que hiciera algo distinto de lo mejor.
Era muy difícil que Descartes llevase a sus
últimas consecuencias la idea de que, habiendo
predeterminado ese dios la marcha del Universo hasta en sus
detalles ínfimos, la oración pudiera tener sentido
alguno. Y considerar que la oración pudiera servir para
que ese dios concediera al hombre lo que había decidido
concederle como consecuencia de sus oraciones era una
solución absurda que hacía depender las
decisiones divinas de las oraciones del hombre, pues si ese dios
siempre hacía lo mejor, el hecho de que algo fuera lo
mejor no podía depender de que el hombre lo pidiera o lo
dejara de pedir, y, por ello, las acciones divinas debían
ser las mismas, con independencia de que el hombre se las pidiera
o no. Es decir, en cuanto ese dios hacía siempre lo mejor,
la oración no podía determinar que hiciera algo
distinto de lo que tenía planificado, como si el hecho de
que el hombre se lo pidiera pudiera determinar que aquello que no
era lo mejor se convirtiera en lo mejor como consecuencia de las
peticiones humanas. La oración tendría un
carácter tan antropomórfico como lo tendría
la actitud de quien entendiera a ese dios como un padre que
espera a que su hijo le suplique la comida para dársela,
olvidando que, en cuanto la comida fuera buena para el hijo, el
padre se la daría sin condición de ninguna clase, y
que, en cuanto no lo fuera, aunque se la pidiera, no se la
daría.
No obstante, a pesar de que desde un punto de vista
simplemente teórico no parecía nada difícil
llegar a com-prender el carácter meramente
antropomórfico de la oración, teniendo en cuenta
las graves consecuencias que habrían derivado de que
Descartes hubiera defendido públicamente un punto de vista
como éste, resulta comprensible que no tratase de
profundizar mucho más en esta cuestión.
En relación con este punto, Descartes hace
referencia en otro momento a la doctrina católica
particular en que se habla la "gloria" de su dios y por la que se
le rinde pleitesía, como si se tratase al menos de un
faraón egipcio. Sin embargo, Descartes no se atreve o no
se plantea profundizar en el tema sino que sólo lo
menciona de pasada, aceptando la doctrina de que "todas las cosas
han sido creadas para gloria de Dios", pero defendiendo, que ese
dios debió de tener otro fin al crear el Universo, tal
como lo indica cuando escribe:
"aunque es verdadero […] que todas las cosas han
sido creadas para gloria de Dios sería, sin embargo,
pueril y absurdo si alguien afirmara en Metafísica que
Dios, como un hombre muy soberbio, no ha tenido otro fin al crear
el universo que el de ser alabado por los
hombres"[456]
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |