Han abundado las congratulaciones injustificadas por los
adelantos en materia de higiene urbana durante el industrialismo,
porque quienes creían que el progreso se produjo
automáticamente en todas las esferas de la vida, durante
el siglo XIX, se negaban a aceptar los duros hechos. No se
dedicaron a hacer estudios comparados entre la ciudad y el campo,
entre lo mecanizado y lo no mecanizado; y contribuyeron
aún más a crear confusión mediante el uso de
rudimentarias tablas de mortalidad, sin las debidas correcciones
en lo tocante a grupos por edades y por sexos, con lo cual
pudieron pasar por alto hechos, como la mayor densidad de los
adultos en las ciudades y la mayor cantidad de niños y
ancianos, más expuestos a las enfermedades y a la muerte,
en el campo.
A través de estas estadísticas, las tasas
de mortalidad en las ciudades resultan más favorables que
a través de un esmerado análisis actuarial. Hasta
la fecha, apenas si se ha iniciado un análisis
satisfactorio de los nacimientos y las muertes, la salud y la
enfermedad, en relación con el medio. Al amontonar las
tasas urbanas y rurales en una cifra se han ocultado las cifras
relativamente peores de las zonas industrializadas y
urbanas.
Y se siguen llevando a cabo estos análisis
engañosos, que pasan por investigaciones objetivas.
Así, Mabel Buer ha intentado levantar el cargo formulado
contra la revolución industrial por haber empeorado el
ambiente urbano, y para ello ha llevado a cabo un estudio sobre
la disminución en la tasa de mortalidad que tuvo lugar
antes de 1815, vale decir, antes que el hacinamiento, la falta de
higiene y la urbanización general de la población
hubieran producido sus característicos resultados
desvitalizadores. No es necesario poner en duda esta
mejoría anterior, lo mismo que no es necesario olvidar la
constante disminución de la tasa de mortalidad en el curso
del siglo XIX. Pero también hay que dejar en claro el
hecho igualmente indiscutible del ulterior
empeoramiento.
En vez de atribuir el inicial avance a la
mecanización de la industria, hay que hacer lo que
corresponde, es decir, atribuirlo a otro factor absolutamente
independiente: el aumento de la provisión de alimentos,
que permitió mejorar la dieta y contribuyó a
aumentar la resistencia a las enfermedades. También otro
factor puede haber intervenido en esto: la mayor difusión
del uso del jabón posibilitada por el aumento de grasas
disponibles. El uso del jabón en la higiene personal puede
haberse extendido del lavado de los pezones de la madre que
amamantaba, al lavado del crío; y finalmente, por
imitación, pasó de la mitad femenina de la sociedad
a la masculina. Dicho aumento de uso del jabón no puede
medirse fácilmente sobre la base de los inventarios
comerciales; pues el jabón fue, en un comienzo, un
monopolio comercial y, como tal, un artículo de lujo: el
jabón ordinario era producido y consumido generalmente
dentro del hogar. La difusión del hábito de lavar
con agua y jabón bien podría explicar la
disminución de las tasas de mortalidad infantil, antes del
siglo XIX; del mismo modo que la escasez de agua y jabón
podría explicar, en parte, las lamentables tasas de
mortalidad infantil en la ciudad paleotécnica.
En términos generales, la pobreza
higiénica estaba muy difundida. Falta de luz solar, falta
de agua pura, falta de aire no contaminado, falta de una dieta
variada: la falta de todo esto era tan común que
equivalía a un estado crónico de inanición
higiénica entre la mayor parte de la población.
Hasta las clases más prósperas sucumbían, e
incluso a veces se enorgullecían de sus deficiencias
vitales. Herbert Spencer, quien era un disconformista incluso con
respecto a su propio credo del utilitarismo, se vio obligado a
predicar a sus contemporáneos el evangelio del juego y el
descanso físico; y en sus Ensayos sobre
educación llegó hasta pedir como favor
especial a los padres que les permitieran a sus hijos
.
Un primer plano de
Villa Carbón
Cabe conceder que, dado el ritmo con que se introdujo el
industrialismo en el mundo occidental, el problema de construir
ciudades adecuadas resultaba casi insoluble. Las premisas que
hicieron posibles esas operaciones limitaban también su
éxito humano. ¿Cómo construir una ciudad
coherente sobre la base de los esfuerzos de un millar de
individuos rivales que no conocían más ley que sus
preciosas voluntades? ¿Cómo integrar nuevas
funciones mecánicas en un nuevo tipo de plan que pudiera
desarrollarse rápidamente, cuando la esencia misma de esa
integración dependía del ejercicio de un firme
control por parte de autoridades públicas que a menudo no
existían, o que, en caso de existir, no ejercían
otros poderes que los concedidos específicamente por el
Estado, el cual ponía en la cúspide los derechos de
propiedad individual? ¿Cómo facilitar una multitud
de nuevos instrumentos y servicios a trabajadores que sólo
podían pagar el alquiler de los alojamientos más
míseros? ¿De qué manera crear un buen plan
físico para funciones sociales que, por su parte, quedaban
abortadas?
Las ciudades que contenían aún residuos
vitales de la tradición medieval, como Ulm, a causa de su
lento ritmo de crecimiento y de una audaz política de
propiedad municipal de la tierra en gran escala,
conseguían a veces efectuar la transición con
pérdidas relativamente pequeñas. En cambio,
allí donde la industria surgía explosivamente, como
ocurrió por ejemplo en Nurembeg, las consecuencias eran
tan deplorables como en las ciudades que carecían de toda
envoltura histórica. Y en el Nuevo Mundo todavía en
1906 se construían ciudades (como Gary, en el estado de
Indiana) sin prestar ninguna atención a las
características físicas, excepto la
ubicación de la planta industrial. En lo tocante a
complejos industriales aún más recientes, como la
metrópolis del automóvil, Detroit, no aprendieron
nada de los errores del pasado: ¿acaso no afirmaba Henry
Ford que la historia era hojarasca? De modo que las
fábricas que levantaron en relación con las normas
de ingeniería más modernas estaban instaladas en
medio de un tumulto urbano, constituyendo modelos clásicos
de desorganización municipal e incompetencia
técnica. La misma época que se jactaba de sus
conquistas mecánicas y de su presciencia científica
dejaba a cargo del azar sus procesos sociales, como si el
hábito del pensamiento científico se hubiera
agotado en las máquinas y no fuera capaz de ocuparse de
las realidades humanas. El torrente de energía que se
extraía de los yacimientos de carbón
descendía por las laderas con el mínimo de
mejoramiento posible del ambiente: las aldeas industriales, las
aglomeraciones fabriles, eran más toscas, en
términos sociales, que las aldeas feudales de la Edad
Media.
El nuevo brote urbano, el conglomerado del
carbón, lo que Patrick Geddes denominó , no estaba
ni aislado en el campo ni adherido a un antiguo núcleo
histórico. Se extendía en una masa de densidad
relativamente uniforme por docenas y a veces centenares de
kilómetros cuadrados. No había centros efectivos en
este conglomerado urbano: ninguna institución capaz de
unir a sus miembros en una vida urbana activa, ninguna
organización política capaz de unificar sus
actividades comunes. Sólo perduraban las sectas, los
fragmentos, los residuos sociales de viejas instituciones, como
los restos enlodados que deja esparcidos un gran río
cuando termina la inundación y descienden las aguas. En
otras palabras, una vida social de . Estas nuevas ciudades no
sólo fueron incapaces, en su mayor parte, de producir
arte, ciencia o cultura, sino que, en un comienzo, hasta fueron
incapaces de importarlas de centros más antiguos. Cuando
se creaba localmente un excedente, con prontitud se lo trasladaba
a otros puntos: los rentistas y financieros lo empleaban en lujos
personales o en obras filantrópicas, como la sala de
conciertos Carnegie, en Nueva York, que a menudo beneficiaron a
los capitales mucho ante de que se hicieran otras donaciones
análogas a la región de la cual procedían
originalmente las riquezas.
Acerquémonos más todavía a la
ciudad paleotécnica, examinémosla con la vista, con
el oído, el olfato y el tacto. Los observadores de hoy,
debido al creciente contraste con el ambiente neotécnico
que despunta, pueden por fin ver lo que sólo los poetas
como Hugo, Ruskin o Morris veían cien años
atrás: una realidad que los filisteos, enredados en su red
utilitaria de sueños, alternativamente negaban como una
exageración sentimental o saludaban con entusiasmo, como a
un indiscutible signo de .
La noche se extendía sobre la Villa
Carbón: su color predominante era el negro. Negras nubes
de humo despedían las chimeneas de las fábricas,
así como las playas de los ferrocarriles, nubes que a
menudo se expandían por la población, mutilando el
organismo mismo, difundiendo el hollín y las cenizas por
todas partes. La invención del gas artificial para el
alumbrado constituyó una ayuda indispensable para esta
diseminación: la invención de Murdock se remonta a
fines del siglo XVIII y a través de la generación
siguiente su uso se difundió, primero en las
fábricas y luego en las casas de familia, primero en las
grandes ciudades y luego en los pequeños centros; porque,
sin su ayuda, el trabajo habría tenido que suspenderse
frecuentemente debido al humo y la bruma. La fabricación
de gas para el alumbrado, dentro de los límites de las
ciudades, se convirtió en un nuevo rasgo
característico: los enormes tanques de gas erguían
sus estructuras sobre el paisaje urbano, grandes moles en la
escala de las catedrales; y, a decir verdad, su tracería
de hierro, contra un ocasional firmamento claro de color verde
limón, en la madrugada, constituía uno de los
más agradables elementos estéticos en el nuevo
orden.
Estas estructuras no eran necesariamente malas; a decir
verdad, de haberse puesto el cuidado suficiente para separarlas,
podrían haber resultado atrayentes. Lo atroz era el hecho
de que, como todas las demás construcciones levantadas en
las nuevas ciudades, estaban dispuestas casi al azar; las
pérdidas de gas los llamados distritos de gasógenos
y nada tiene de sorprendente que esos distritos llegaran a
figurar, con frecuencia, entre las secciones más
degradadas de la ciudad. Descollando sobre la ciudad,
contaminando su aire, los tanques de gas simbolizan el predominio
de los intereses sobre las necesidades vitales.
El sudario ponzoñoso de humo ya había
cubierto los distritos alfareros en el siglo XVIII debido a la
utilización de barnices salinos baratos; ahora se
volvía más denso en todas partes, en Sheffield y
Birmingham, en Pittsburgh, Essen y Lille. En este nuevo medio las
ropas oscuras sólo constituían una
coloración protectora, no era una forma de luto; la galera
negra era casi un diseño funcional: un símbolo
afirmativo de la energía del vapor. Los tintes negros de
Leeds, por ejemplo, convirtieron su río en una
ponzoñosa cloaca retinta; en tanto que las tiznaduras
aceitosas del carbón blando se difundían por todas
partes; incluso quienes se lavaban las manos dejaban una orilla
de grasa no disuelta en los bordes de los lavatorios.
Añádanse a estas constantes manchas sobre la piel y
las ropas las diminutas partículas de hierro procedentes
de las operaciones de pulido y afilado, el cloro sin usar
procedente de las fábricas de soda y, después, las
nubes de polvo acre que llegaban de las fábricas de
cemento, así como los diversos subproductos de otras
industrias químicas: todas estas cosas irritaban la vista,
raspaban la garganta y los pulmones, aminoraban el tono general,
incluso cuando no producían con su contacto una u otra
enfermedad definida. En cuanto a los vahos del carbón, tal
vez no sean desagradables: el hombre, con su largo pasado
salvaje, sabe apreciar los olores añejos; de modo que
acaso su principal defecto era que suprimía otros aromas
más agradables o insensibilizaba para
percibirlos.
En semejantes condiciones era necesario que uno tuviera
todos los sentidos embotados a fin de sentirse feliz; y, desde
luego, uno tenía que perder el gusto. Esta pérdida
del gusto tuvo un efecto sobre la dieta: hasta la gente pudiente
comenzó a comer productos en lata y alimentos pasados,
porque ya no podían notar la diferencia. La pérdida
del discernimiento gustativo elemental se extendió a otros
dominios: también el discernimiento cromático se
debilitó y se prefirieron los tonos más oscuros,
los colores más sobrios y las mezclas más
mortecinas, a los brillantes colores puros, y tanto los pintores
prerrafaelistas como los impresionistas fueron vilipendiados por
la burguesía, porque sus colores puros eran considerados y
. Si de vez en cuando quedaban un toque de color brillante, se lo
encontraba solamente en los anuncios callejeros, esas superficies
de papel que se conservaban joviales porque era necesario
cambiarlas a menudo.
Este nuevo ambiente era sombrío, sin colorido,
acre, maloliente. Todas estas cualidades disminuían la
eficiencia humana y exigían una compensación
suplementaria en materia de lavado, baño y salubridad; o,
en último extremo, en materia de tratamiento
médico. No era pequeño el gasto en limpieza en la
ciudad paleotécnica, al menos desde que se
reconoció la necesidad de la limpieza. Considérese
un solo punto de un típico sobreviviente del
paleotécnico: Pittsburgh. Su contaminación por el
humo comenzó desde temprano, pues ya en un grabado que
data de 1849 se advierte que está en pleno desarrollo. Una
generación atrás el costo anual para mantener
limpia a Pittsburgh se calculaba en un millón y medio de
dólares, aproximadamente, en lo tocante a trabajo
suplementario de lavandería; setecientos cincuenta mil
dólares en limpieza general suplementaria y sesenta mil
dólares en limpieza suplementaria de cortinas. En este
cálculo, que representa unos 2.310.000 dólares por
año, no se toman en cuenta las pérdidas debidas a
la corrosión de edificios o los mayores gastos en pintura
de las obras de carpintería, ni los gastos suplementarios
en alumbrado, durante los períodos de
smog.***
Todavía después de los denodados esfuerzos
que se han realizado para reducir la contaminación del
humo, una sola gran fábrica de acero, situada en el
corazón de Pittsburgh, se sigue burlando de estos
esfuerzos por mejorar las cosas; y, a decir verdad, es tan
poderosa la influencia de la tradición paleotécnica
que hace muy poco las autoridades municipales se prestaron para
autorizar la ampliación de esta fábrica, en vez de
exigir, con firmeza, su traslado. Hasta aquí, por lo que
hace a las pérdidas pecuniarias. Pero, ¿qué
decir de las incalculables pérdidas por causa de
enfermedad, por causa de mala salud, por causa de todas las
formas de intoxicación psicológica que van desde la
apatía hasta las neurosis declaradas? El hecho de que
estas pérdidas no se prestan para las mediciones objetivas
no les quita realidad.
En el transcurso del período paleotécnico
la indiferencia ante estas formas de desvitalización se
basaba principalmente en una invencible ignorancia. En
Técnica y civilización he citado las
frases indignadas y sorprendidas de uno de los principales
apologistas de esta civilización, Andrew Ure, ante los
testimonios presentados por los astutos médicos convocados
ante la Comisión Sadler de Investigaciones en las
Fábricas.
Dichos médicos se refirieron a los experimentos
efectuados por el doctor Edwards, de París, sobre el
crecimiento de los renacuajos, que demuestran que la luz del sol
es de importancia fundamental para su desarrollo. De esto
deducían —y hoy sabemos que estaban plenamente
justificados— que es igualmente necesario para el
crecimiento de los niños. La orgullosa respuesta de Ure
fue que el alumbrado de gas en las fábricas bastaba como
sustituto del sol. Tan desdeñosos eran aquellos
utilitarios con respecto a la naturaleza y a las costumbres
humanas bien probadas que criaron a más de una
generación con una dieta desvitalizada, basada
exclusivamente en el consumo de calorías. Dicha dieta se
ha perfeccionado durante la generación pasada gracias a
los nuevos conocimientos científicos, sólo para ser
degradada una vez más por la difusión del uso de
insecticidas y exterminadores de plagas que son tóxicos,
de elementos conservadores y mejoradores de los alimentos, para
no hablar de venenos radiactivos igualmente fatales, como el
Strontium 90. Por lo que hace al ambiente paleotécnico,
todavía opone amplia resistencia y azota con sus plagas a
decenas de millones de personas.
Aparte de la suciedad, las nuevas ciudades se
enorgullecían por otra distinción, igualmente
espantosa para los sentidos. Los funestos efectos de esta plaga
sólo han sido reconocidos en los últimos
años, gracias a progresos técnicos que guardan
relación con esa típica invención
biotécnica que es el teléfono. Me refiero al ruido.
Permítaseme citar el relato de un testigo auditivo de
Birmingham a mediados del siglo XIX. La indiferencia ante el
estrépito era un fenómeno típico.
¿Acaso los fabricantes ingleses no impidieron que Watt
redujera el ruido que hacía su máquina de
émbolo porque querían una prueba auditiva de su
poder?
En la actualidad un gran número de experimentos
ha dejado establecido el hecho de que el ruido puede producir
profundos cambios fisiológicos: la música puede
mantener a raya el cómputo de bacterias en la leche; del
mismo modo, algunas enfermedades bien definidas, como las
úlceras de estómago y la presión
sanguínea alta, parecen ser agravadas por la
tensión de vivir, por ejemplo, al alcance de los ruidos de
una autopista o de un aeródromo. Igualmente se ha
establecido en forma bien clara la disminución de la
eficacia en el trabajo como consecuencia de los ruidos. Por
desgracia, el medio paleotécnico parecía
diseñado especialmente para crear una cantidad
máxima de ruido: el ululato temprano de la sirena de la
fábrica, los chillidos de la locomotora, las estridencias
de la antigua máquina de vapor, los resuellos y los
crujidos de los ejes y las correas de trasmisión, los
golpes retumbantes, del martillo pilón, los
gruñidos y gangueos de los transportadores y los gritos de
los obreros que trabajan y en medio de este variado fragor. Todos
estos ruidos incitaban al ataque general contra los
sentidos.
Al establecer la eficacia vital del campo en
comparación con la ciudad, o de la ciudad medieval en
comparación con la ciudad paleotécnica, no se debe
olvidar este importante factor de la salud. Los recientes
perfeccionamientos en determinados sectores, el uso de tacones de
goma y llantas de goma, no han disminuido la fuerza de esta
acusación. El ruido que hacen en una ciudad activa los
automóviles y los camiones, al ponerse en funcionamiento,
cambiar marchas y adquirir velocidad, es un síntoma de su
falta de madurez técnica. Si la energía que se ha
dedicado a estilizar las carrocerías de los
automóviles se hubiera consagrado al desarrollo de una
unidad silenciosa de energía termoeléctrica, la
ciudad moderna no sería tan atrasada como su predecesora
paleotécnica en materia de ruido y humo. En cambio, las
metrópolis del reinado del motor de combustión
interna, como Los Ángeles, ostentan, y a decir verdad
exaltan, todos los males urbanos propios del período
paleotécnico.
Experimentos con el sonido que se llevaron a cabo en
Chicago en la década de 1930 demuestran que, si se
gradúan los ruidos por porcentajes hasta el cien por
ciento —que es el ruido, como el del cañoneo de la
artillería, que de extenderse durante un período
prolongado enloquecería a uno—, el campo sólo
tiene de un ocho a un diez por ciento de ruido, los suburbios un
quince por ciento, los barrios residenciales de la ciudad un
veinticuatro por ciento, los sectores comerciales un treinta por
ciento y los barrios industriales un treinta y cinco por ciento.
En general, estos mismos límites resultarían, sin
duda, aplicables a cualquiera de los sectores urbanos en el curso
de los últimos ciento cincuenta años, si bien es
posible que antaño los límites superiores fueran
más altos. Hay que recordar, asimismo, que en las ciudades
paleotécnicas no se hacía nada para separar las
fábricas de los hogares de los obreros; de modo que, en
muchas ciudades, el ruido era omnipresente durante el día
y a menudo por la noche. La era de los transportes aéreos,
cuyos ruidos aeroplanos destruyen el valor residencial de los
suburbios en las cercanías de los aeródromos,
amenaza ahora con extender aún más este ataque
contra la vida y la salud.
Considerando esta nueva superficie urbana en sus
términos físicos más bajos, sin hacer
referencia a sus servicios sociales o a su cultura, se hace
evidente que antes, en el transcurso de toda la historia
conocida, nunca han vivido masas tan vastas de personas en un
ambiente tan ferozmente degradado, tan feo por su forma y de un
contenido tan envilecido. Los esclavos de galeras en Oriente, los
miserables prisioneros en las minas de plata de los atenienses,
el proletariado humillado en las insulae de los romanos,
fueron clases que, sin lugar a dudas, conocieron una
degradación semejante; pero la miseria humana nunca
había sido tan universalmente aceptada como cosa normal,
como cosa normal e inevitable.
El
contraataque
Tal vez la contribución máxima de la
ciudad industrial fue la reacción que produjo contra sus
propias grandes fechorías y ante todo el arte de la
sanidad o higiene pública. Los modelos originales para
estos males fueron las cárceles y los hospitales
pestíferos del siglo XVIII: su mejoramiento los
convirtió en plantas piloto, por así decirlo, en la
reforma de la ciudad industrial. Las realizaciones del siglo XIX
en materia de fabricación de grandes desagües
cerámicos y de cañerías de hierro hizo
posible el aprovechamiento de fuentes distantes de agua
relativamente pura y la evacuación, por lo menos en una
corriente vecina, de las cloacas; en tanto que los repetidos
brotes de paludismo, cólera, tifoidea y otras enfermedades
actuaron como estímulo para promover estas innovaciones,
ya que sucesivamente generaciones de especialistas en higiene
establecieron, sin mayor dificultad, la relación existente
entre la suciedad y la cogestión, el agua y los alimentos
contaminados, y estas condiciones.
En lo tocante al punto fundamental de la
degradación de la ciudad, John Ruskin dio en la tecla. ,
escribió, calles limpias y activas en el interior, y
afuera el campo abierto, de manera que, desde cualquier parte de
la ciudad, puedan alcanzarse en unos cuantos minutos de caminata
un aire perfectamente fresco, la hierba y la vista del horizonte
distante.» Esta feliz visión atraería incluso
a los fabricantes, quienes aquí y allá, en Port
Sunlight y Bournville, comenzaron a edificar aldeas industriales
cuyo atractivo rivalizaría con el de los mejores suburbios
más recientes.
Importar aire fresco, agua pura, espacio abierto verde y
luz solar a la ciudad pasó a ser el objetivo primordial
del urbanismo inteligente. La necesidad era tan urgente que, a
pesar de su pasión por la belleza urbana, Camillo Sitte
insistía en la función higiénica del parque
urbano, como un , para usar su propia expresión» los
de la ciudad, cuya función era nuevamente apreciada en
razón de su ausencia.
El culto de la limpieza tuvo sus orígenes antes
de la era paleotécnica: debe mucho a las ciudades
holandesas del siglo XVII, con su abundante suministro de agua,
sus grandes ventanales en las casas, que denunciaban cada
partícula de polvo en el interior, y sus pisos de mosaico;
por lo cual el fregado y el blanqueado del ama de casa holandesa
se hicieron proverbiales. La limpieza obtuvo nuevos refuerzos
científicos después de 1870. En tanto que, con su
criterio dualista, se separaba el cuerpo del espíritu,
podía desdeñarse su cuidado sistemático,
casi como un síntoma de preocupaciones más
espirituales. Pero la nueva concepción del organismo que
se desarrolló en el siglo XIX, con Johannes Müller y
Claude Bernard, reunía los procesos fisiológicos y
psicológicos; y así el cuidado del cuerpo se
convirtió, una vez más, en una disciplina moral y
estética. a través de sus investigaciones
bacteriológicas, Pasteur modificó la
concepción del medio externo e interno de los organismos:
en la suciedad y la mugre se desarrollaban virulentos organismos
microscópicos, los cuales, en buena medida,
desaparecían ante el agua y el jabón y la luz del
sol. Como consecuencia de esto, el granjero que hoy ordeña
una vaca adopta precauciones sanitarias que no se preocupaba por
tomar un cirujano londinense de mediados del siglo XIX al
prepararse para llevar a cabo una operación importante,
hasta que Lister le enseñó qué era lo que se
debía hacer. Las nuevas normas en materia de luz, aire y
limpieza que Florence Nightingale estableció para los
hospitales, las impuso también en la sala de estar de su
casa, con sus paredes blancas, como verdadero preludio al
admirablemente higiénico de Le Corbusier, en la
arquitectura moderna.
Por fin, la indiferencia de la ciudad industrial ante la
oscuridad y la mugre quedaba debidamente denunciada como un
monstruoso salvajismo. Nuevos adelantos en las ciencias
biológicas pusieron de relieve las fechorías del
nuevo ambiente con su humo, su bruma y sus emanaciones. A medida
que aumenta nuestro conocimiento experimental de la medicina,
esta lista de males se alarga: ya incluye las doscientas y tantas
sustancias productoras de cáncer que, por lo común,
se encuentran todavía en el aire de la mayoría de
las ciudades industriales, para no hablar del polvillo
metálico y pétreo y de los gases tóxicos que
elevan la gravitación y aumentan la mortalidad en las
enfermedades de las vías respiratorias.
Si bien la presión del conocimiento
científico contribuyó lentamente a mejorar las
condiciones existente en la ciudad, como totalidad, tuvo un
efecto más rápido sobre las clases educadas y
acomodadas, que pronto entendieron la insinuación y
huyeron de la ciudad para refugiarse en un ambiente que no fuera
tan hostil a la salud. Una de las causas de esta
aplicación tardía de la higiene moderna al
diseño urbano fue el hecho de que las mejoras del equipo
higiénico de las viviendas introducían una
alteración radical en los costos; y estos costos se
reflejaban en inversiones municipales mayores en servicios
públicos y en mayores impuestos para pagarlas.
Así como el industrialismo temprano, para sacar
sus ganancias, estrujó no sólo la economía
maquinista sino también la miseria de los trabajadores,
por su parte la ciudad fabril rudimentaria había mantenido
sus salarios e impuestos bajos mediante la pauperización y
el agotamiento del medio. La higiene reclamaba espacio, equipos
municipales y recursos naturales de los que hasta entonces se
había carecido. Con el tiempo este reclamo llevó a
la socialización municipal como acompañamiento
normal de la mejora de los servicios. Ni la provisión de
agua pura ni la eliminación colectiva de la basura y los
excrementos podían dejarse a cargo de la conciencia
privada ni ser resueltas únicamente en caso de que dieran
ganancias.
En los centros más pequeños podría
dejarse a las compañías privadas el privilegio de
mantener uno o más de estos servicios, hasta que un
notorio brote de enfermedad impusiera el control público;
pero en las ciudades mayores la socialización era el
precio de la seguridad; y así, a pesar de las pretensiones
teóricas del liberalismo, el siglo XIX se
convirtió, como acertadamente destacaron Beatrice y Sidney
Webb, en el siglo del socialismo municipal. Cada mejora en el
interior del edificio reclamaba su servicio de propiedad y
administración colectivas: por una parte,
cañerías maestras de agua, depósitos de
agua, acueductos y estaciones de bombeo; por la otra,
cañerías maestras de desagüe, plantas de
reducción de aguas servidas y granjas que las utilizaban.
Sólo faltaba la propiedad pública de la tierra para
la extensión, la protección o la
colonización de la ciudad. Ese paso hacia adelante
constituyó una de las contribuciones más
significativas de la ciudad jardín de Ebenezer
Howard.
Mediante esta socialización eficaz y de amplia
difusión, la tasa general de mortalidad, así como
la tasa de mortalidad infantil, tendieron a decrecer
después de la década de 1870; y tan manifiestas
eran estas mejoras que aumentó la inversión social
de capital municipal en estos servicios. Pero los rasgos
principales seguían siendo negativos: los nuevos barrios
de la ciudad no expresaban, en ninguna forma positiva,
comprensión de la interacción entre el organismo
como totalidad y el ambiente que las ciencias biológicas
proponían. Hoy mismo, en realidad sería imposible
recaudar del seudomoderno uso a la moda de las grandes, ventanas
de vidrio herméticamente cerradas, que Downes y Blunt ya
habían establecido en 1877, las propiedades bactericidas
de la luz directa del sol. Esa irracionalidad denuncia
cuán superficial es aún el respeto de la ciencia
por parte de muchas personas que se suponen instruidas, e incluso
de técnicos.
Por primera vez las mejoras sanitarias introducidas
inicialmente en los palacios sumerios y cretenses, y extendidas a
las familias patricias de Roma, en fecha posterior, se
ponían ahora al alcance de toda la población de la
ciudad. Se trataba de un triunfo de los principios
democráticos que ni siquiera los regímenes
dictatoriales podían coartar; y, a decir verdad, uno de
los máximos beneficios públicos conferidos por el
destructor de la Segunda República Francesa
consistió en la tremenda limpieza de París
emprendida bajo las órdenes del barón Haussmann, un
servicio mucho más fundamental, y en realidad
también mucho más original, que cualquiera de sus
célebres actos de urbanismo propiamente dicho.
Nueva York fue la primera gran ciudad que obtuvo una
amplia provisión de agua pura mediante la
construcción del sistema Croton de depósitos y
acueductos, inaugurado en 1842; pero, con el tiempo, todas las
grandes ciudades se vieron obligadas a seguir este ejemplo. La
distribución de las aguas servidas siguió siendo un
arduo problema, y excepto en ciudades suficientemente
pequeñas como para disponer de granjas capaces de
transformar todos los residuos de esa naturaleza, hasta la fecha
el problema no ha sido resuelto el debida forma. No obstante, el
nivel de un cuarto de baño privado e higiénico por
familia —un inodoro conectado a cañerías
públicas, en las comunidades de edificación
densa— ya estaba establecido a fines del siglo XIX. Por lo
que hace a la basura, los procedimientos usuales, que consisten
en arrojarla o quemarla, cuando se trata de un valioso abono
agrícola, sigue siendo uno de los pecados persistentes de
la administración municipal no
científica.
La limpieza de las calle fue un problema más
arduo, hasta que los adoquines y el asfalto se universalizaron,
se eliminó la tracción a sangre y se hizo abundante
la provisión pública de agua; pero, en
última instancia, resultó más fácil
solucionarlo que resolver el problema de la higienización
del aire. Hoy mismo la cortina de polvo y humo que impide el paso
de los rayos ultravioleta sigue siendo una de los atributos
desvitalizadores de los centros urbanos más
congestionados, acrecentado, en vez de ser aminorado, por el
ostentoso aunque técnicamente anticuado automóvil,
que incluso agrega un invisible veneno: el monóxido de
carbono. Como compensación parcial, la introducción
de agua corriente y baños en la vivienda —y la etapa
intermedia de reaparición de los baños
públicos, abandonados después de la Edad
Media— debe haber contribuido a reducir tanto las
enfermedades, en general, como la mortalidad infantil, en
particular.
En conjunto, la obra de los reformadores sanitarios e
higienistas, de un Chadwick, una Florence Nightingale, un Louis
Pasteur y un barón Haussmann, despojó a la vida
urbana, en sus niveles más bajos, de algunos de sus peores
terrores y degradaciones físicas. Si el industrialismo
disminuyó los aspectos creados de la vida urbana, los
efectos maléficos de sus productos residuales y
excrementos fueron también reducidos con el tiempo. Hasta
los cuerpos de los muertos contribuyeron a la mejora, pues
formaron un cinturón verde de suburbios y parques
mortuorios en torno de la ciudad en desarrollo; y también
al respecto merece Haussmann un saludo respetuoso por su audaz y
magistral solución del problema.
El nuevo medio industrial carecía tan
evidentemente de los atributos de la salud que apenas si tiene
algo de sorprendente que el contramovimiento de la higiene
proporcionara las contribuciones más positivas al
urbanismo durante el siglo XIX. Los nuevos ideales fueron
expuestos provisionalmente en una utopía titulada
Hygeia, or the City of Health, publicada por el doctor
Benjamin Ward Richardson en 1875. En ella se descubren residuos
inconscientes de aceptación del grado existente de
hacinamiento; pues en tanto que menos de una generación
después Ebenezer Howard preveía una superficie de
2.500 hectáreas para albergar y cercar a 32.000 personas,
Richardson proponía poner 100.000 personas en 1.600
hectáreas. En la nueva ciudad los ferrocarriles
serían subterráneos, a pesar de las locomotoras de
carbón, entonces corrientes; pero en las casas no se
permitirían sótanos de ningún género,
prohibición que obtuvo respaldo legal en Inglaterra. La
construcción de los subterráneos sería de
ladrillo, por dentro y por fuera, para facilitar el lavado con
mangueras —recurrente sueño masculino—, las
chimeneas estarían conectadas con túneles centrales
que trasladarían el carbón no quemado a un horno de
gas donde se consumiría.
Por arcaicas que hoy resulten algunas de estas
propuestas, en muchos aspectos el doctor Richardson no
sólo se adelantaba a su tiempo sino que estaba igualmente
adelantado con respecto a nuestra época. Propuso abandonar
y preconizó un pequeño hospital para cada cinco mil
personas. Del mismo modo se daría albergue, en edificios
de dimensiones modestas, a los desvalidos, los ancianos y los
incapacitados mentales. Las concepciones físicas de
Richardson sobre la ciudad hoy resultan anticuadas; pero, por mi
parte, sostengo que aún son dignas de atención sus
contribuciones a la atención médica colectiva. Con
amplia justificación racional, propuso que se volviera a
las elevadas normas médicas y humanas de la ciudad
medieval.
La ciudad
subterránea
Fue principalmente a través de las reacciones que
produjo, del éxodo que generó, que el
régimen paleotécnico tuvo un efecto sobre las
futuras formas urbanas. Estos contraataques fueron instigados, a
partir de la década de 1880, por una transformación
dentro de la propia industria.
Dicho cambio fue inicialmente caracterizado por Patrick
Geddes como el paso de la economía paleotécnica,
hasta entonces reinante, dominada por el carbón, el hierro
y la máquina de vapor, a una economía
neotécnica, basada en la electricidad, los metales
más livianos, el transformador y el motor
eléctricos. Geddes oponía la suciedad y el desorden
jactanciosos de la ciudad minera a las condiciones existentes en
una planta generadora de energía hidroeléctrica,
donde la necesidad de asegurar el flujo constante de corriente
impone una lmpieza inmaculada en todos los puntos de
contacto.
Estos perfeccionamientos neotécnicos, que
confluyeron en la década de 1880, fueron reforzados en la
misma época por la introducción de la
cirugía aséptica, que completó las reformas
higiénicas iniciadas en los hospitales por Florence
Nightingale y lord Lister. Invenciones neotécnicas
típicas, desde la fotografía hasta las
comunicaciones radiales, surgieron directamente de
descubrimientos científicos; a dichas invenciones se
sumaron adelantos igualmente importantes derivados de la
bacteriología y la fisiología, que establecieron la
importancia de la luz solar para el crecimiento saludable, y la
necesidad de aire puro, agua limpia, cuerpos limpios y un
ambiente general limpio para impedir la propagación de las
enfermedades. Muchas industrias, en vez de aferrarse a miopes
prácticas tradicionales, alentaron la investigación
científica, la racionalización técnica y el
planeamiento coordenado en todos los dominios. Con esta nueva
postura mental en las empresas comerciales, el arte perdido del
urbanismo volvió una vez más a la ciudad: ya no se
dejaban de lado como impertinencias afeminadas la forma y el
orden, la claridad y la limpieza.
Esta transformación se ha visto retardada por
empecinados intereses creados que han sacado partido de las
invenciones neotécnicas para prolongar prácticas
técnicas y comerciales socialmente deletéreas. Pero
si la economía neotécnica no ha dado todavía
nacimiento a la ciudad neotécnica completa, comparable al
arquetipo paleotécnico de Villa Carbón, es
necesario buscar una causa más fundamental para ello: en
la nueva economía, con su creciente productividad, su
difusión en la automatización y su excedente de
productos y ocios, la propia industria ya no puede dominar y
desplazar todos los demás aspectos de la vida; se
convierte potencialmente, cuando no de hecho, en una parte
contribuyente de una pauta comunal mucho más compleja.
Cabe, pues, hablar de un parque industrial o un recinto comercial
neotécnico; pero la ciudad multilateral donde estas
unidades desempeñarían idealmente un papel no puede
ser caracterizada solamente por sus atributos
tecnológicos. Lo más cercano a una ciudad
neotécnica puede encontrarse en una comunidad tan amplia y
equilibrada como lo es una de las de Inglaterra.
Por consiguiente, se ha desarrollado en dos direcciones
la eliminación de la ciudad industrial clásica y la
enmienda de sus vicios propios. En primer lugar, a través
del mayor desarrollo de la tecnología, con aplicaciones
más vastas de la ciencia y de la práctica
perfeccionada, incluso en las industrias que antaño
explotaban más a sus obreros, maculando y desfigurando el
ambiente. En segundo lugar, a través de una serie de
reacciones contra los males específicos que aparecieron
con el régimen de carbón y hierro de la
producción capitalista clásica. Estas reacciones
frente al modelo clásico de villa Carbón
están sintetizadas, a esta altura de los tiempos, en el
concepto en desarrollo del. No hay mejor testimonio de las
condiciones empobrecidas o positivamente malas generadas por la
ciudad paleotécnica que la abundancia de leyes que se ha
acumulado durante el último siglo y que está
destinada a corregirlas: normas sanitarias, servicios
higiénicos, escuelas públicas gratuitas, seguridad
en el empleo, fijación de salario mínimo, viviendas
para obreros, eliminación de tugurios, conjuntamente con
la creación de parques y campos de juego públicos,
bibliotecas públicas y museos. A estas mejoras les falta
todavía encontrar su expresión cabal en una nueva
forma de ciudad.
Pero, no obstante, la ciudad industrial
arquetípica dejó profundas heridas en el ambiente;
y algunas de sus peores características han subsistido,
sólo superficialmente mejoradas por los medios
neotécnicos. Así el automóvil está
contaminando el aire desde hace más de medio siglo sin que
sus ingenieros hagan algún esfuerzo serio por eliminar de
su escape el tóxico gas de monóxido de carbono, por
más que unas cuantas bocanadas de ése, en su forma
pura, resulten mortales; ni tampoco han eliminado los
hidrocarbonos no quemados que contribuyen a producir el
smog, que cubre una conurbación tan plagada de
automóviles como es Los Ángeles. Así,
también, los ingenieros de vialidad que se han atrevido a
introducir sus autopistas múltiples en el corazón
mismo de la ciudad y que se han preocupado por garantizar el
estacionamiento de los automóviles en enormes playas y
garajes, han repetido magistralmente, ampliándolos, los
peores errores de los ingenieros de ferrocarriles. A decir
verdad, en el preciso instante en que se procedía a
eliminar el tren elevado para el transporte público, como
un grave estorbo, estos descuidados ingenieros reinstalaban el
mismo tipo de estructura anticuada para conveniencia del
automóvil privado. Así, buena parte de lo que da la
impresión de ser brillantemente contemporáneo no
hace nada más que restablecer la forma arquetípica
de Villa Carbón, bajo una cubierta niquelada.
Pero hay un aspecto de la ciudad moderna donde la
presión de Villa Carbón se deja sentir con
más fuerza todavía y en la que los efectos finales
son aún más hostiles a la vida. Me refiero al
entrelazamiento de imprescindibles instalaciones
subterráneas, a fin de producir un resultado absolutamente
gratuito: la ciudad subterránea, concebida como ideal.
Como cabía esperar de un régimen cuyas invenciones
claves salieron de las minas, el túnel y el
subterráneo fueron sus únicas contribuciones a la
forma urbana; y lo que no deja de ser sintomático, ambos
tipos de instalaciones fueron derivados directos de la guerra,
primeramente en la ciudad antigua y luego en el complejo trabajo
de zapa necesario para conquistar la fortificación
barroca. En tanto que en la superficie de Villa Carbón las
formas del transporte y la vivienda han sido reemplazadas en
buena parte, su red subterránea ha prosperado y
proliferado. Las cañerías maestras de agua y
desagüe, así como las grandes redes de gas y
electricidad, fueron contribuciones valiosas al nivel superior de
la ciudad; y, con ciertas limitaciones, podrían
justificarse el ferrocarril subterráneo, el túnel
para automóviles y los lavatorios subterráneos.
Pero a esas instalaciones se han sumado luego las tiendas y los
almacenes subterráneos y, finalmente, los refugios
antiaéreos, como si el tipo de medio que sirvió
para los mecanismos físicos y los servicios
públicos de la ciudad aportara otras ventajas reales a sus
habitantes. Por desgracia, la ciudad subterránea exige la
presencia constante de seres humanos vivos, los cuales
también quedan bajo tierra; y esa imposición
constituye poco menos que un entierro prematuro o, por lo menos,
una preparación para la existencia en cápsulas, que
es la única que quedará al alcance de quienes
aceptan el perfeccionamiento mecánico como la principal
justificación de la aventura humana.
La ciudad subterránea constituye una clase nueva
de ambiente. Es una prolongación y una
normalización del medio impuesto al minero —aislado
de las condiciones naturales—, en todo momento bajo un
control mecánico posibilitado por la luz artificial, la
ventilación artificial y las limitaciones artificiales de
las reacciones humanas ante las que sus organizadores consideran
lucrativas o útiles. Este nuevo ambiente se
constituyó paulatinamente a partir de una serie de
invenciones empíricas; y a esto se debe que, hasta en las
metrópolis más ambiciosas, sólo rara vez se
hayan proyectado las instalaciones subterráneas (como las
grandes cloacas de París) con miras a su reparación
económica y su conexión con los edificios
próximos, por más que es evidente que, en los
barrios más populosos de una ciudad, un solo túnel,
accesible a intervalos, podría servir como arteria
colectiva y, a la larga, daría lugar a grandes
economías.
Una generación atrás, Henry Wright, al
analizar el costo de la vivienda, descubrió que el precio
de una habitación entera estaba enterrado en la calle, en
las diversas instalaciones mecánicas necesarias para el
funcionamiento de la casa. Desde entonces el costo relativo de
estas cañerías, cales y conductos
subterráneos ha aumentado; en tanto que, con cada
ampliación de la ciudad, lo mismo que con cada aumento de
la congestión interna, el costo del sistema entero
también aumenta desproporcionadamente.
Dada la presión que se ejerce para hundir
más capitales en la ciudad subterránea, se dispone
de menos dinero para el espacio y la belleza
arquitectónica sobre su superficie; en realidad, el paso
siguiente en el desarrollo de la ciudad, un paso que ya se ha
dado en muchas ciudades norteamericanas, consiste en extender el
principio de la ciudad subterránea incluso al
diseño de edificios que están visiblemente sobre la
superficie del suelo, desbaratando así todo esfuerzo
artístico. Con el aire acondicionado y la constante
iluminación fluorescente, los espacios internos de los
nuevos rascacielos norteamericanos no son muy diferentes de
cómo serían si estuvieran a treinta metros por
debajo de la superficie. Ninguna extravagancia en materia de
equipo mecánico es demasiado grande para producir este
ambiente interno uniforme, pero el ingenio técnico que se
invierte en la fabricación de estos edificios
herméticamente cerrados no es capaz de crear el
equivalente de un fondo orgánico para las funciones y
actividades humanas.
Todo esto corresponde simplemente a los preparativos.
Pues los sucesores de la ciudad paleotécnica han creado
instrumentos y condiciones que, potencialmente, son mucho
más letales que los que destruyeron tantas vidas en la
ciudad de Donora, en Pensilvania, debido a una
concentración de gases tóxicos, o la que, en
diciembre de 1952, mató en Londres, en una semana, un
número de seres humanos que se calcula en unos cinco mil
por encima de las defunciones normales. La explotación del
uranio para producir materiales capaces de fisión amenaza,
si se continúa con ella, con envenenar la litosfera, la
atmósfera y la biosfera —para no hablar del agua
para beber—, en una forma que superará de lejos las
peores fechorías de la primitiva ciudad industrial, ya que
los procesos industriales prenucleares podían detenerse y
sus residuos podían absorberse o cubrirse, sin causar un
daño permanente.
Una vez que tiene lugar la fisión, la
radiactividad liberada permanece a lo largo de la vida de los
productos, una vida que a veces hay que medir en muchas centurias
y hasta en miles de años; no se la puede alterar ni
relegar a un sitio determinado sin contaminar, a la larga, la
zona donde se la arroja, ya sea ésta la estratosfera o el
fondo del océano. Mientras tanto, la elaboración de
estos materiales letales continúa sin cesar, como
preparativo para ataques militares colectivos destinados a
exterminar poblaciones enteras. Para hacer tolerables estos
preparativos criminalmente insanos, las autoridades
públicas han preparado diligentemente a sus ciudadanos
para que marchen a sótanos y subterráneos en busca
de . Sólo el costo apabullante que implicaría la
creación de toda una red de ciudades subterráneas,
que pudiera dar cabida a la población entera, impide hasta
ahora este monstruoso abuso de la energía
humana.
El industrial victoriano que exponía a sus
conciudadanos al hollín y al smog, a una higiene
pésima y a enfermedades fomentadas por el ambiente,
alimentaba con todo la fe en que su obra contribuía, en
última instancia, a la . Pero sus herederos en la ciudad
subterránea no se hacen tales ilusiones: son presa de
terrores compulsivos y de fantasías pervertidas, cuyo
resultado final puede ser el exterminio universal; y cuanto
más se consagren a adaptar su ambiente urbano a esta
posibilidad, más seguro es que acarrearán el
genocidio colectivo ilimitado, que muchos de ellos ya han
justificado en su espíritu como el precio necesario para
conservar la y la . Los señores de la ciudadela
subterránea están metidos en una a la que no le
pueden poner fin, con armas cuyos efectos últimos no
pueden controlar y con objetivos que no pueden lograr. La ciudad
subterránea amenaza, por lo tanto, con convertirse en la
cripta funeraria última de nuestra civilización
incinerada. La única alternativa que le queda al hombre
moderno consiste en salir nuevamente a la luz y tener el coraje,
no de escapar a la luna, sino de volver a su propio centro
humano, y de dominar las compulsiones e irracionalidades
belicosas que comparte con sus amos y mentores. No sólo
tiene que olvidarse del arte de la guerra, sino que
también debe adquirir y dominar, como nunca antes, las
artes de la vida.
Autor:
Henry Guzman
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