Estética revolucionaria peronista. La tragedia de los ´70 (página 3)
Entre los cantantes juveniles contestatarios que a mediados de los ´60 cultivaban el llamado género de protesta, la intransigencia antisistema era un tema muy cercano a los dos anteriormente mencionados. Por cierto, a ellos se agregaba el efecto supuestamente subversivo de la marihuana, que era rechazado por los militantes por considerarla un símbolo de la cultura hedonista propia del sistema. En principio, así se percibía desde el peronismo en general –no sólo del peronismo revolucionario- pues aquellas notas del movimiento hippie se veían como frutos de la penetración sociocultural del imperialismo en los pueblos latinoamericanos.
Era evidente que todo marchaba hacia una radicalización ideológica y política crecientemente arrolladora, que devoraba todo lo que hallaba a su paso, tal como sucedió en el seno de la Iglesia Católica -aunque no sólo en ella- con la emergencia de unos sacerdotes totalmente distintos a los tradicionales: los "curas del Tercer Mundo".
Claro que en muchos casos se producía un aggiornamento meramente exterior, un baño revolucionario, un ritual de bautismo pero no una conversión, pero eso habilitaba para exponer un cacho de cara, o el sello de goma de una agrupación, en la feria de las vanidades políticas juveniles.
Esa radicalización hacía girar el plano ideológico cada vez más en clave antiimperialista en primer lugar, con contenidos de liberación nacional y luego como proyecto de liberación social nacional, es decir, como lucha antioligárquica (o antiburguesa para las izquierdas marxistas).
En el plano político la lucha quedaría a cargo de una organización político-militar que conduciría al pueblo en armas a la conquista del poder gracias precisamente a la organización de un ejército popular que no sería entonces una simple herramienta metodológica sino una determinada concepción del poder. Eso significaba superar las limitaciones -consideradas como obstáculos- que presentaba la democracia parlamentaria liberal. Y ahí aparecían nuevas divisiones y diferencias entre organizaciones y corrientes revolucionarias, ya que mientras algunas que proponían la lucha armada se incorporaban a organizaciones político-militares ya existentes o creaban las propias, otras no lo hacían y diferían el momento de la inmersión en la lucha armada de sus militantes para un más adelante muy impreciso, o para cuando el pueblo lo determinara de acuerdo a sus análisis de las condiciones objetivas, puesto que el pueblo no se equivocaba nunca.
Las expresiones más radicalizadas eran las del peronismo revolucionario y del Ejército Revolucionario del Pueblo, y otras también marxistas como la última nombrada.
El Partido Comunista continuaba rechazando la lucha armada con los mismos argumentos que había rechazado la teoría del foco de Guevara.
El movimiento peronista era en si mismo más atractivo que la política parlamentaria en base a los partidos políticos tradicionales democrático–burgueses, por su capacidad de contener clases, sectores y vanguardias que se complementaban bajo la conducción del líder revolucionario.
Aquellos años se poblaron de acciones, discursos, imágenes, referencias, símbolos y representaciones contrapuestas del capitalismo y el socialismo, que transmitían enfáticamente sus respectivas presuntas bondades, así como las emblemáticas maldades del otro.
Sin embargo, lo cierto es que la propaganda política proveniente del campo popular en general, abarcativo de todas las tendencias ideológicas antiimperialistas era más intensa, más fervorosa y más inteligente que la proveniente del campo opuesto. La propaganda antiimperialista no tenía ejemplos a presentar de logros del socialismo en ninguna parte, salvo mistificaciones; por otra parte, evitaba referenciarse expresa y abiertamente con el segundo mundo, sea el soviético o el chino, sabiendo que caería mal a los sentimientos patrióticos populares, pero muy especialmente a los peronistas en general, toda vez que éstos -incluido Montoneros al principio- tenían como un axioma la tesis de la existencia de dos imperialismos, el capitalista y el soviético.
De modo que su propaganda acentuaba la deshumanización y la explotación social, la industria de la guerra, el consumismo y la extracción y acumulación de plusvalía de la periferia en el centro del mundo, y como consecuencia el hambre, la pobreza y el analfabetismo de nuestros pueblos.
A la inversa, el capitalismo no irradiaba una propaganda inteligente acerca de las limitaciones y defectos, y mucho menos de los horrores del campo socialista. Era políticamente incorrecto, igual que ahora, mostrar ese costado del mundo. Y aquellos disidentes de la URSS que denunciaban esos horrores lo hacían en la más absoluta soledad.
Tampoco el imperialismo podía hacer propaganda a la propiedad privada ni al modo de vida norteamericano (ambos moralmente reprochables por entonces) pues le permitía al otro bando denunciar la explotación de los pueblos, pero sí aparecían como telón de fondo de las representaciones del mundo capitalista. Por otra parte, el cine y las revistas de este origen se imponían terriblemente frente a un escaso cine soviético que no se ocupaba de hacer propaganda sino de contar historias tristes en blanco y negro que sumían a los espectadores en un desconsuelo absoluto.
La revolución, como el capitalismo, eran mundiales, más allá de las particularidades locales que a menudo contradecían los modelos generales que pretendían explicar a ambos sistemas. La época misma era revolucionaria, de modo que engendraba su opuesto, la contrarrevolución mundial, presente no como abstracción sino como realidad concreta en el planeta y en cualquiera de sus puntos geográficos. En América latina ambas se realimentaban desde afuera y desde adentro mezclándose con resultados desiguales con ciertas tradiciones populares y revolucionarias locales cuando éstas existían previamente. No siendo así se expandía un mismo formato que se volvía hegemónico.
En todas partes se buscaban anclajes conceptuales en las obras de ideólogos y dirigentes revolucionarios de todo el mundo, estableciendo posiciones en torno a ellos, participando así -real o simbólicamente- del debate mundial de ideas.[37]
La revolución venía impregnada de perfume y de colores, de moños, de música y alegría, de democracia, de igualdad, justicia y solidaridad. Pero la realidad interna del socialismo real siempre se ocultaba. No obstante, se sabía que la propaganda comunista mentía, pero los interesados callaban. Eso tampoco se discutía en ninguna organización revolucionaria por varias razones, pero una de las más comunes era por cálculo: gracias a aquello de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo al cual quizá habría que recurrir alguna vez, en las buenas o en las malas, y sobre todo en éstas. Por esa razón no era inteligente abrir más focos de discusión con aquellos que no eran tenidos como enemigos. O que si lo eran en teoría, de hecho lo eran en un carácter secundario o más lejos aún. En consecuencia, existía una "natural" absolución de sus pecados.
A cambio de entrenamiento y formación político-militar y otras asistencias más complejas en el interior y en el exterior se cerraba un ojo, y dos también si fuera necesario, ante las contradicciones internas de la URSS, de Cuba, China o Vietnam.
De modo que era muy fácil convertirse indirectamente en stalinistas por conveniencia política, por seguridad, por ocultamiento de diferencias y por omisión de denuncias de lo que pasaba en el mundo comunista. Obviamente, para llegar a esta conclusión se requería una autocrítica generacional muy profunda décadas después, pero estando en el centro de aquellos acontecimientos era imposible verse desde un foco distante, saliéndose de uno mismo. Me refiero a las organizaciones revolucionarias peronistas, y, por lo tanto, a sus miembros.
Mientras tanto, Castro pedía a los jóvenes de todo el mundo y especialmente a los latinoamericanos la donación de sus cuerpos y almas como leña para la hoguera de la revolución mundial, igual que antes había hecho Guevara. Ambos reclamaban imperiosamente apóstoles dispuestos a morir como mártires de la revolución si fuere llegado el caso. Y era tan dramática esa apelación que prendió en hombres consagrados al servicio de Dios, muchos de los cuales se comprometieron con la lucha armada y murieron en ella, lo mismo que innumerables intelectuales y artistas en todas partes. Y aquellos que no se atrevieron o no pudieron dar ese paso trascendental para ellos se convirtieron en obreros o se fueron a misionar a las villas miseria de los pobres.
El compromiso debía ser total. No ya el referido a las artes o a las disciplinas intelectuales tal como había funcionado hasta entonces con el llamado arte comprometido o el arte para el pueblo, sino el compromiso personal de los sujetos y de su potencia creadora debiendo primero purificarse por el fuego para convertirse en un Hombre Nuevo.
El complejo del pequeño burgués se venía diseminando desde mediados de los ´60 en las filas intelectuales y la culpa por el pecado original del origen de clase burguesa llevó a más de uno, después de una transfiguración, a convertirse en soldado obediente de las órdenes indiscutibles que otros impartían.
La revolución no tenía más chances que la confrontación violenta pues la violencia era el camino -el método esencial de toda revolución marxista- y no el debate intelectual ni político. Por otra parte, la lógica de la violencia es su constante reproducción ampliada para imponerse tanto material como psicológicamente sobre los enemigos.
Entre tanto, la muerte heroica se había estetizado mucho más que lo que lo había hecho la propia revolución en sus etapas iniciales; y se había mitificado en aguas de redención cristiana, por más ateísmo o crisis transitorias de fe que pudieran y solieran sobrellevar algunos militantes revolucionarios más tarde o más temprano.
El revolucionario ya era imprescindiblemente un hombre armado con un arma automática en sus manos, y no ya con ciertas ideas peligrosas en su cabeza. Un guerrillero era un semidios, es decir, un hombre nacido mortal pero con destino de inmortalidad, independientemente de su eventual grado de esclarecimiento o capacidades intelectuales en lo ideológico, político o moral. No era el arma en si, sino el arma en las manos del hombre el símbolo del Hombre Nuevo, y no aquello de los ojos plácidos llenos de paz.
Es sabido que el corazón no tiene lógica y que la lógica del cerebro no es suficiente para la revolución. En ésta, la lógica principal pasa a ser el arma del revolucionario, colocada por encima de la razón y del sentimiento.
La revolución era ofrecida en su modelo maximalista de redención terrenal. Lo que no se ofrecía ni se demandaba suficientemente, salvo en Argentina, era el planteo de la revolución en paz, o con el mínimo grado de violencia, puesto que las políticas de alianza de clases estaban ensombrecidas tanto por sus propios fracasos como por las teorías políticas críticas al uso por entonces. Tampoco, salvo en Argentina y por obra del peronismo, se ofrecía ni se compraba la teoría de los dos imperialismos, mutuamente funcionales en tanto existiera el equilibrio del terror, es decir del armamentismo.
Respecto al campo del Tercer Mundo, en determinado momento dejó de ser un planteo residual de la estadística, y hasta de la geografía de la pobreza, para convertirse en la contracara del mito de los orígenes dado que nada de eso era ya importante cuando la Voluntad y la Vocación al socialismo lo destinaban a ser el lugar de la Utopía, allí donde estaría el Paraíso, tierra de promisión y paz de los Justos de todo el planeta.
Pero para llegar a la felicidad colectiva, al supremo Bien, había que pasar antes por la etapa de destruir toda Iniquidad. Había que producir una gran dosis de mal para no tener que estar produciéndola siempre. Por lo tanto, había que saber reconocer al enemigo y diferir la definición y la identificación de los amigos. Esa etapa primera se llama revolución.[38]
VIII
LA DÉCADA MÁS RADICALIZADA (1966-1976)
En la década del ´60 -ya nos hemos referido a ello- la juventud se convertía en un sujeto social claramente distinguible en el conjunto de la sociedad. Y dentro de ella nacía por imperio de las circunstancias un sector que iba ocupando los bordes de la vida política hasta llegar a ser un nuevo sujeto político, y poco después un sujeto político revolucionario, es decir, alineado tras un discurso y una misión liberadores y revolucionarios.
Esta emergencia es claramente observable a partir de 1966, apurada por el golpe de estado del gral. Onganía contra el presidente Illia, en junio de ese año, que instalaría en el poder por siete años a la llamada Revolución Argentina, obviamente diseñada y decidida en EE.UU.
El punto nodal de esa etapa, la de la construcción de la herramienta revolucionaria en sus diversas formas concretas, fue el año 1973, cuando empalman dos generaciones que se articulan fortaleciendo, aparentemente, las posibilidades prácticas de un incipiente proyecto revolucionario peronista: por un lado, la juventud treintañera nacida en la década del 40, que había conocido a Perón y se identificaba con él y el movimiento, fogueándose como militantes después del 55, y por el otro los adolescentes y jóvenes veinteañeros nacidos hacia 1950, que entraban a la militancia al llegar a la universidad.
O sea, los setentas como consumación de la década anterior, como culminación de un desarrollo ideológico-político que llevaba implícita la convicción de la conquista del poder por la vía armada. O sea, la teoría y la doctrina, la organización y la metodología[39]Fueron diez años en los que se subió la montaña y se bajó de ella sin haber tomado un respiro en la cima para poder mirar en derredor. Del apogeo a la caída.
Fueron diez años de intensa actividad revolucionaria que se apagaron definitivamente poco después de 1976, cuando se produjo el último golpe de estado, que habría de durar hasta 1983.
Si bien no toda la juventud argentina estuvo en el compromiso político revolucionario ya que muchos jóvenes lo rechazaron, lo cierto es que este espacio turbulento tendía a ser cada vez más amplio y hegemónico, aunque los medios de comunicación -censurados y autocensurados- procuraran minimizar su existencia y su desarrollo.
Por otra parte, en el campo de las agrupaciones revolucionarias, tanto de superficie como clandestinas, se iba dando en esos años un creciente proceso de uniformización ideológico-político-cultural por necesidades propias de la acción. A medida que la organización superior (Montoneros) de la Tendencia Revolucionaria y las subordinadas aumentaban en cantidad de miembros (y en 1973 lo hicieron a un ritmo desbordante) era preciso ajustar ciertos puntos y concepciones ideológico-políticos en procura de una coherencia que facilitara las relaciones verticales de conducción y que al mismo tiempo tuviera efectos demostrativos de un supuesto fuerte grado de solidez y coherencia de principios por parte de sus miembros.
Esos mismos procesos de coherentización -a veces de purificación- pretendían reforzar tanto el sentido de pertenencia a la estructura organizacional, lo cual equivalía a brindar solidez al pregonado y cada vez más diferenciado "proyecto montonero". Pero también, y fundamentalmente, buscaba instalar el principio de verticalismo descendente como fundamento de la autoridad interna, algo lógico en ese tipo de organizaciones.[40]
Los jóvenes estudiantes peronistas habían partido de una expectativa y una construcción de la militancia como comunidad de ideas, de afectos y de prácticas que se veían representadas en la agrupación como herramienta política, es decir, como un espacio de formación política y una familia para adquirir contornos, perfiles, identidades; en suma, otra forma de luchar contra la soledad, el olvido y el anonimato. Pero cuando llegó el desarrollo acelerado de la Tendencia en lo cualitativo y cuantitativo, y se produjo ese proceso de ajustes antes mencionado, comenzó la fase necesaria y previsible en toda organización revolucionaria de convertir a cada persona en un soldado, en una máquina de reaccionar disciplinadamente por haber sido previamente programada.
Al cabo de unos pocos años se había llegado a las antípodas de aquellas expectativas de los inicios, pero la distancia entre ambos puntos, es decir, hasta la despersonalización del final, continuaría creciendo mientras un anonimato general envolvería gradualmente a los militantes.[41]
Tanto el marco teórico estratégico (el más ideológico) como el marco táctico (el más político) eran definidos desde la conducción estratégica de Perón. El primero se sometía hábilmente a los condicionamientos del momento, del ahora, que constituían el cuello de botella cotidiano en la fase de la lucha revolucionaria previa a la toma del poder.
De ahí que con frecuencia cursara una soterrada insatisfacción en muchos militantes -ávidos de trascendencia unos, proclives al principismo político, frecuentemente grandilocuente e inconducente otros- respecto a lo que percibían y consideraban como contradicciones internas, las cuales ya excepcionalmente se explicitaban procesando larvadamente cual focos infecciosos que se volvían crónicos.
El espacio de la autocensura se movilizaba por contraste con el plano doctrinal, político e ideológico tal cual se lo bajaba de las fuentes correspondientes en danza, tanto las consideradas legales y/o legítimas, aunque a menudo no se hallara coincidencia o correspondencia perfecta entre ellas. Por otro lado, existía una autorepresión a partir de la adopción fervorosa (por lo menos para su exposición) de la estética revolucionaria.
Por lo tanto, en la Tendencia se estaba dividido en dos mitades: en una aquello que se quería, se soñaba, se deseaba y se había leído, en la otra lo que había realmente, lo que existía concretamente como insumo para construir la revolución. Y el pragmatismo mandaba hasta que se tornaba peligroso. Entonces se volvía al principismo (siempre verticalmente interpretado). [42]
Según los miembros de la Tendencia la condición movimientista del peronismo, con su diversidad de matices y líneas internas, y el carácter zigzagueante de Perón dificultaban la asunción del carácter y/o destino revolucionario del peronismo más nuevo. Las contradicciones asomaban a granel cuando se intentaba el debate acerca de las relaciones entre el último combate y la prospectiva de la guerra total en el futuro.
En definitiva, se trataba entonces de una dialéctica reprimida y desviada entre la Tendencia y Perón, que provenía desde antes de la llegada de éste al país, y en la cual las crecientes disputas no se explicitaban abiertamente ni se resolvían sino autoritaria, vertical y demasiado pragmáticamente. Y siempre demasiado tarde, mientras se buscaba ganar tiempo para aglutinar poder político y social para romper el cerco que sectores político-sindicales cercanos a Perón (y a veces a la oligarquía) le habían tendido.[43]
El aparatismo era fortalecido por la estética de las grandes concentraciones disciplinadas, propias de todos los totalitarismos, la estética de la escala gigante, de la cual el peronismo tenía su particular modalidad más suelta, más popular, como la de la Plaza de Mayo del 45 al 55. Esto último no había sido experimentado por la juventud, sólo se había leído o se había visto en La Hora de los Hornos, lo cual alimentaba la resurrección en los ´70 del mito de la comunión popular en la Plaza, con las masas concelebrando con el Sumo sacerdote, dando gracias a Dios, a Perón y a Evita. Pero la realidad era otra, y no parecía comprenderse. Si antes la Plaza había sido el marco para las epifanías de Perón y Evita y su consiguiente adoración por los millones de discípulos, en los ´70 ya no funcionaba bajo los mismos presupuestos, ni de una parte ni de la otra.
Las nuevas movilizaciones a Ezeiza y las posteriores a la Plaza de Mayo no resultaron ser fiestas, habiéndose transformado en oportunidades para el envío de metamensajes y presiones dirigidos tanto a Perón, a sus adlateres y a las otras alas del movimiento, como a la oligarquía y el imperialismo. El aparato de la Tendencia continuó siendo medio y mensaje hacia adentro y hacia fuera, lo cual producía en algunos euforia y en otros temor y preocupación.
En función de las exigencias políticas de la escala las organizaciones territoriales de la Tendencia debieron apelar al acarreo masivo de militantes en medios de transporte colectivos, especialmente en trenes que se asaltaban como un malón sin pagar boleto o por medio de kilométricas marchas. Otras veces se recurría a las conexiones con algunos sindicatos amigos. De este modo se venía sosteniendo la producción de prensa de las diversas organizaciones con sus equipos gráficos y con la colaboración financiera para su realización en los circuitos comerciales.
También se incrementaron las oportunidades de mostrarse y provocar impresiones de asombro a propios y extraños por la espectacularidad y grandiosidad de las concentraciones y movilizaciones de militantes, de simpatizantes y de peronistas de Perón[44]en medio de banderas gigantescas y estandartes de formas y mensajes normalizados, de brazaletes y vinchas con los colores de la bandera argentina y la sigla JP, mientras se coreaban consignas y se cantaban anónimos versos políticos de actualidad encima de viejas melodías. La Juventud Peronista de La Plata, Berisso y Ensenada, por caso, tenía una magnitud de militantes y simpatizantes y una capacidad de movilización tan grande que cuando se desplazaba a las grandes concentraciones de Buenos Aires capital, terminaba opacando a otras famosas organizaciones peronistas locales. Mientras tanto, la niña bonita desde el ´72 en adelante será la patria socialista, que para la mayoría de los militantes de base era lo mismo que el socialismo nacional pregonado por Perón desde 1969, o sea, viniendo de Perón, lo mismo que el Justicialismo pero aggiornado.
Sólo en la conducción de Montoneros, y poco más abajo, existía la secreta certeza de que esa consigna, si se la volviera independiente de quien la había creado, representaría fatalmente mucho más que lo que las bases peronistas entendían por socialismo.
IX
ESTÉTICA E IMAGINARIOS
La cultura revolucionaria de los años ´70 era tan absolutista como la cultura capitalista a la cual consideraba reaccionaria[45]Al igual que ésta, aquella tenía sus respectivos cadalsos y sus Index donde constantemente se sometía a juicio y castigo popular a la cultura del enemigo.
Desde ya, se ignoraba a los disidentes de cualquier experiencia del socialismo real, como a Solzhenitzin. Las organizaciones revolucionarias no se referían a este digno hombre[46]y sólo algunos medios de prensa lo hacían, los del campo liberal, intentando cooptarlo como icono propio.
En realidad, en la militancia no se juzgaban los libros supuestamente reaccionarios, de los cuales cabría presumir que habrían sido leídos previamente para poder ser juzgados y condenados en consecuencia. Pero era así; en realidad, se juzgaba directamente a sus autores, quienes ya venían prejuzgados. Así ocurrió con Borges[47]acusado de vendepatria por "jueces" que jamás habían leído una línea de cualquiera de sus trabajos, pero que no trepidaban en pontificar acerca de las bondades de otro grande, Leopoldo Marechal, al que tampoco habían leído pero sabían que era peronista.
Un intelectual debía ser un revolucionario, de lo contrario no era un intelectual sino un farsante que debía ser descubierto y juzgado. La política estaba por encima, por debajo y a los costados del arte, del artista y del científico.[48]
Se debía ser miembro de la sociedad únicamente en las particulares formas que el proyecto ideológico concebía para la organización futura de aquella, es decir, los hombres al servicio del orden socialista, para el cual la belleza estaba en la lucha, en la guerra, no en la paz ni en la armonía ni en la naturaleza. Y todo eso se debía creer con una fe ardiente, como supuestamente habían hecho los creyentes con los dogmas del cristianismo primitivo.
Todo intelectual y todo artista debían estar al servicio de lo colectivo. Lo prohibido era la caja de cristal. Más aún, quien no está conmigo está contra mí, era la consigna latente sostenida por todos los revolucionarios, incluidos los no marxistas. Y pese a que existía una estética revolucionaria a la cual todos adherían de hecho se pretendía estar en contra de todo esteticismo en la militancia por considerarlo una debilidad burguesa[49]
Parecía existir un carácter aparentemente plural de esa estética revolucionaria, evidenciado en las múltiples iconografías particulares que la aludían desde concepciones políticas e ideológicas concretas pero contradictorias entre si.
Las imágenes y los imaginarios de la revolución se caracterizaban por su carácter disruptivo, avasallante, cargado de transgresión en el concepto y en el acto de su presentación subversiva frente al orden legal y simbólico del sistema.
Uno de sus elementos eran las imágenes icónicas, aquellas que expresaban y transmitían más allá de lo particular y concreto, no sólo impresionando los sentidos de los espectadores sino fundamentalmente activando su dotación sensible.
Uno de sus iconos básicos lo constituía la representación gráfica de los proletarios, obreros, trabajadores, como se los designaba según las correspondientes líneas políticas e ideológicas, siempre en un escenario de huelgas y luchas callejeras de masas donde estaban los dos géneros presentes, marchando en la calle tomados del brazo, abigarrados, o alzando sus brazos mientras gritaban consignas socialistas -se suponía-, enfocados desde abajo por la mirada del artista pintor, dibujante o fotógrafo, con sus overoles limpios, y sus rostros también limpios, con la mirada levantada hacia lo alto y lejano para otear más allá del horizonte, allí donde poéticamente se halla la utopía. Eran obreros europeos, aseados, pobres pero dignos, alfabetizados (leían a Marx y a sus epígonos), tenían una elevada moral revolucionaria, eran coherentes, solidarios y unidos, no tenían flaquezas ni dudas respecto de sus metas y su doctrina.
Muy diferente era la imaginería producida y transmitida por la Tendencia Revolucionaria a partir de la estética militante de Ricardo Carpani, el fusionador de las amenazantes sangres indígenas, mestizas y blancas en los rostros sufridos de los explotados latinoamericanos, en los que destacaban la composición de la figura del hombre trabajador, de rostro anguloso, con una cabeza y un torso de huesos grandes, de mirada fiera, con el ceño fruncido y los puños cerrados, como un moderno Martín Fierro redivivo, de chuza y metralleta intercambiables según los paisajes históricos referenciados en la historia nacional y como anticipo de la cercana nueva epopeya que aguardaba a la gente de la tierra.
Que a algunos militantes los sobrecogiera de emoción una u otra estética, por lo menos en ciertas especiales circunstancias, no era simple casualidad.
Otro icono omnipresente era la imagen romántica del dirigente esclarecido y carismático hablándole a las masas. Y en eso los laureles se los llevaba Perón en el balcón de la Casa Rosada, hablándole al pueblo como un padre a sus hijos, sonriendo junto a Evita.
Y aunque los peronistas lo consideraban lo máximo en materia de liberación nacional y social, en altos niveles de compromiso militante y en condiciones de mucha confianza y reserva solía escucharse alguna vez aquello de "¡qué zorro que es el Viejo!", lo cual sería impensable entre militantes de base. Y sin embargo, la mayoría sentía que el Viejo era un viejo bueno, cuya sonrisa bondadosa desnudaba la esencia de su corazón, y por eso simplemente no podía ser un viejo cagador.[50]
También la imagen de Lenin hablando a los obreros rusos, aunque no integrara los activos de la estética revolucionaria peronista, se miraba con respeto. El icono propagandizaba -como toda publicidad– el mensaje concreto y también el rol de mensajero, de orador, de hombre esclarecido al servicio de los explotados. Había algo en la hermosa cabeza de Lenin que lo tornaba respetable ante los ojos de los revolucionarios peronistas, lo mismo que el rostro de Trotzky asociado a su triste destino, pero por lo general en las filas de militantes de superficie no se avanzaba más allá de eso. La palabra comunismo cedía sus notas solidarias ante las más conocidas de totalitarismo, KGB, silencio forzado, miedo, Gulag, etc.
Los valores que se desprendían de las imágenes icónicas eran el oscuro objeto de deseo de los militantes revolucionarios. El primero era la rebeldía. Un rebelde es siempre para la estética revolucionaria un ser mítico que bordea la leyenda. Cuando ya está cerca de ésta última es porque muchas miradas y muchos corazones se han inflamado con el relato, el testimonio o la visión de sus actos. Y esa rebeldía valía para la causa de la revolución tanto o más que la claridad teórica, toda vez que la teoría era dogma y la revolución era una encarnación en las conciencias y en la voluntad. En ese sentido, no existía mejor propaganda revolucionaria que la propia conducta de los rebeldes.
Y luego estaba la imagen de Ernesto Guevara, especialmente en aquella famosa fotografía de Korda que consagró una estética definitiva del guerrillero heroico, romántico, idealista, optimista, como lo revela su mirada entreviendo a lo lejos la utopía que lo movilizaba. Esa lectura se volvió universal y superó a todas las demás, llegando a reconfigurar las percepciones acerca de los guerrilleros. Guevara fue visto como un Cristo, así como Cristo fue visto como un guerrillero, es decir, con una metralleta en las manos. Mientras tanto, ¡oh casualidad!, aparecían libros y revistas referidos a los zelotes, la comunidad a la cual habría pertenecido Jesús, en los que para mayor gusto de los revolucionarios peronistas se afirmaba que ¡si los zelotes vivieran hoy serían palestinos![51]
La otra imagen era algo especial para cualquier peronista: la de Evita, la muchacha frágil y tierna como la veían desde el corazón los militantes, la enamorada del Líder, la más leal, la apasionada, la que le había puesto ardor al peronismo, la que desde algún ignoto lugar[52]recordaba que "si la patria fuera grande y el pueblo feliz, ser peronista sería un derecho, pero hoy es una obligación".
Si las imágenes de Guevara conmovían a tantos jóvenes por su feroz y apasionada determinación revolucionaria, las imágenes de Evita conmovían hasta las lágrimas a los peronistas que la veían y escuchaban en La Hora de los Hornos por primera vez debido a que estaban prohibidas igual que esa película. Se sentía -se presentía aun antes de haber leído algo sobre ella- que Evita había sufrido, que había sentido el desprecio de los ricos, y que por eso mismo sabía amar, y a esos jóvenes de los ´60 y los ´70, en su mayoría provenientes de la clase baja, les dolía el dolor de ella y su resentimiento porque era su propio resentimiento proyectado.
Se amaba y se sufría con y por Evita porque su entrega a la Causa había sido incondicional y total, como la de Guevara quizá, pero mucho más triste.[53]
La rebeldía es siempre efervescente, está siempre dispuesta a desbordar y estallar. Por eso la rebeldía era bella, y siempre era joven, renovadamente joven debido a sus jóvenes portadores y porque ella tornaba jóvenes aun a aquellos militantes y dirigentes revolucionarios que aún siendo de mediana edad continuaban siendo rebeldes.
De la percepción y la experiencia personal, la rebeldía rescatada como valor fundante de la condición de revolucionario pasaba al depósito colectivo, al imaginario múltiple de la revolución, que no era un mero depósito de imágenes apiladas sino un lugar de reformulaciones y asociaciones de significantes y significados en función de los diversos planteos finalísticos implicados, es decir, de la brumosa pero cálida y anhelada noción de revolución con toda su cuota de azar y de imprevisión, además de mecanicismo y reduccionismo, por cierto.
Pero la imaginería de la Revolución Industrial inglesa y sus obreros socialistas no prendió en las filas peronistas. A los peronistas les gustaba mucho la película La batalla de Argelia, referida a la Revolución Argelina, por ser aquellos hombres más parecidos a nosotros, no sólo por una compartida condición de mestizos sin fundamentalmente por la de explotados recientes. De allí que también les impactaran La Hora de los Hornos y las imágenes del ensayo insurreccional del "Cordobazo", como correlato local más parecido a la gesta de los argelinos.
Los militantes peronistas que vivían en la zona del centro del país recibían diariamente en diversos horarios una andanada de información acerca del estado de la rebeldía en Sudamérica, y especialmente en Argentina, por medio de los noticieros de Radio Colonia, instalada en la vieja Colonia del Sacramento, en Uruguay. Esos noticieros informaban de cada acción de la guerrilla de Argentina y de Uruguay que no podría haber sido conocida por otros medios de comunicación. Sus relatos creaban en las mentes juveniles un imaginario de película revolucionaria en la que los jóvenes oyentes se proyectaban y aprendían indirectamente las actividades cotidianas de la revolución: la manifestación, las bombas molotov, el asalto a un banco para obtener dinero o a una comisaría para robar armas para la Causa.
Con todo, la búsqueda de insumos teóricos externos (salvo La batalla de Argelia[54]y el libro Los condenados de la tierra, del argelino Franz Fanon, estaba restringida en el campo del peronismo revolucionario, como correspondía a un movimiento originariamente nacionalista.
Tampoco se frecuentaba a Marcusse; si alguien lo hacía era excepcional y seguramente debido a una obligación como alumno o bien por tratarse de algún profesor peronista de ciencias sociales. Lo mismo, tratándose de Althusser.
Un peronista revolucionario exploraba la idea de revolución y de socialismo desde otras vertientes teóricas, por ejemplo leyendo a John William Cooke y recién después -y no siempre- a Ernesto Guevara. Mientras que otros lo hacían a partir de la lectura de la doctrina social de la Iglesia, o de las experiencias de vida comunitaria organizadas por Lanza del Vasto.
Tampoco entró el Mayo francés del ´68, ni conceptual ni estéticamente en las filas políticas peronistas. Para muchos militantes peronistas fueron decisivas para su formación teórica las esclarecedoras charlas de Abelardo Ramos sobre ese tema:
"Luchas de supraconsumo las de ellos, ya cansados de todo, y de consumir, mientras las nuestras, las latinoamericanas , son luchas para poder consumir".
Por otra parte, las luchas latinoamericanas no eran "juveniles" sino populares, lo cual es muy distinto cuantitativa y cualitativamente. Acá no existían problemas generacionales instalados como tales (eso vino mucho más tarde) salvo en sectores de clase que se movían al ritmo de las inducciones culturales foráneas, en tanto entre los peronistas todos lo eran por igual, es decir, sin jerarquías ni antigüedad: los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos.
No gustaban las vanguardias ni el vanguardismo en el peronismo revolucionario: directamente se las rechazaba. Se pensaba que existía un pueblo y una clase con conciencia revolucionaria (la clase trabajadora) con un conductor, y desde allí saldría la unidad necesaria para emprender la definitiva lucha nacional. Por eso mismo, la lucha de los estudiantes y de la JP no era para liderar ni para convertirse en vanguardia.
En realidad, a esos peronistas les atraían mucho más las luchas del pueblo negro norteamericano, a las que miraban con mucho respeto, pero, como estética -no sólo como ética– postulaban la particularidad de las diversas luchas y el rechazo al planteo internacionalista de la óptica marxista que pretendía homologar todas las luchas del mundo bajo las mismas premisas.
Tampoco les conmovía la poética callejera de las consignas y los grafittis parisinos del ´68. Lo peronista era la política, el arte de lo posible, lo de Francia olía a spleen. Tampoco les conmovían los planteos contestatarios norteamericanos. ¡Qué tenían que ver con América latina los hippies, el LSD, la marihuana, los poetas malditos, la bohemia, etc! Y si bien es cierto que a la larga todo sumaba, recién después de la última dictadura de Argentina se pudieron valorar los aportes positivos de aquellas experiencias contemporáneas.
Si el comportamiento rebelde configuraba también una poética, los revolucionarios peronistas tenían una poética fundamentalmente oral, testimonial y simbólica más que escritural, en la que lo predominante y destacado era la emocionalidad y la espontaneidad de los comportamientos.
Puesto que eran mayoritariamente jóvenes politizados con posterioridad a 1955 -excepción hecha de los fundadores de la Juventud Peronista- las formas de su politización estaban centradas en la transmisión oral del relato peronista por parte de los mayores, generalmente en el seno de la familia[55]cuando todavía existía la familia chica y la grande y ambas eran una sola en las adversidades. Luego, tanto aquellos que en la pubertad pudieron cursar la escuela secundaria como los que debieron ir a trabajar -cosa común por entonces-, se buscaban en razón de la condición de peronistas que portaban y que habían asumido como un acto de honor y de hombría, en tiempos en que ser pobre, "negro" o peronista constituía una mancha infamante del honor personal.
La inclinación al peronismo, y la formación política militante, fue simultáneamente un proceso vertical y horizontal. En este último aspecto, la riqueza del relato compartido entre pares, generalmente estudiantes, se volvía descomunal, dejando marcados los corazones junto con pequeños enclaves en el cerebro, como si se tratara de clavar banderas en la cima de una montaña. Esas banderas eran las consignas peronistas célebres, como la que decía, referida a los tiempos felices del primer peronismo, que "en la Argentina los únicos privilegiados son los niños". Eso, y saber que Perón había hecho construir la Ciudad de los Niños -una ciudad en miniatura-, era un motivo más para hinchar el pecho de orgullo cuando los trabajadores se lo contaban a sus hijos en los tiempos de la Resistencia Peronista.
Más tarde, en su propia militancia, esos hijos continuaron recibiendo, compartiendo y transmitiendo aquel relato a los más jóvenes, en condiciones de cruzada de liberación política pero con profunda fe religiosa.
Por eso, los modelaba más un imaginario compartido que las precisiones conceptuales de su ideología, o las posibles contradicciones entre los libros que después habían leído para afirmar aquellos sentimientos.
La siguiente anécdota revela la superposición entre la norma y el deseo en el plano de la estética. Ciertamente, las organizaciones deseaban que las banderas y estandartes con su nombre aparecieran en los diarios o en la televisión, como hecho propagandístico, para lo cual se avisaba a cronistas y fotógrafos de los diarios la realización de los acontecimientos programados en los sitios y horas previstos. Pero más allá de eso, como correspondía a organizaciones estudiantiles crecientemente ligadas al concepto de revolución social, no existía en ellas la práctica de sacar fotografías para el archivo histórico de sus multitudinarias manifestaciones callejeras, como sí sería lógico en cualquier organización institucional, pues además de las consabidas razones de seguridad se consideraba una muestra de frivolidad y narcisismo incompatibles con la calidad de revolucionario que sus miembros se esforzaban por desarrollar.
No obstante, algunos militantes, generalmente novatos, compraban posteriormente los diarios y revistas correspondientes para documentar el acto militante concreto que los tuviera como protagonistas en alguna fotografía, para certificar su presencia real en los hechos, lo cual les confería historicidad propia: yo estuve allí, dirían más tarde a sus futuros hijos y nietos cuando le preguntasen ¿qué hiciste tú en la guerra, papá?
Como vemos, la necesidad de trascendencia y de goce espiritual que se revolvía inquietamente en los corazones se realizaba de múltiples maneras y fundamentalmente a nivel subjetivo, pese a la irresistible estética colectivista.
Todos los militantes, fueran obreros, empleados o estudiantes, sentían de maneras diversas (pero sentían) que eso del compromiso era una ética y también una estética –una forma de sentir, de presentarse y de ser visto-, aunque el pudor les hiciera comportarse como si lo ignoraran. El summum de ambas era traspasar las fronteras del rol convencional correspondiente a cada situación individual y tomar las armas. Pasaje equivalente al efectuado por el sacerdote más famoso de esos años, ejemplo de compromiso intelectual y moral: Camilo Torres, que ingresó a la guerrilla y fue fotografiado de cuerpo entero, enfocado desde abajo hacia arriba, empuñando un revólver, con una gestualidad y una estatura de tono épicos. Esa fotografía, mucho menos conocida que la más famosa de Ernesto Guevara, es su exacto correlato.
A diferencia de la cultura ambiente de la época, tan estructurada y definitiva, la cultura revolucionaria era sentida y concebida como instrumento, como herramienta, como medio para fines revolucionarios, es decir para algo que la trascendía, equivalente a la potencialidad del arado y su destino de semilla para los cerebros y de metralleta para las manos. Y como tal, esa cultura revolucionaria se consideraba un bien colectivo más legítimo que la cultura convencional y "decente" puesto que a aquella no se adhería por inercia ni tampoco forzadamente como sucedía con la cultura del sistema, sino voluntariamente, con las energías disponibles para la donación personal, conquistando el puesto a fuerza de lucha; ni tampoco esperando pasivamente la eventual distribución social democrática de la cultura por las vías formales del sistema sino convirtiéndose en creador de cultura revolucionaria.
X
INDUMENTARIA, GESTUALIDAD Y EMOCIONALIDAD
A principios de los ´70 fue común ver cómo varones y mujeres militantes universitarios fumaban cigarrillos negros Particulares, cortos o largos. ¿Por qué semejante elección, típica de adultos, por parte de muchachos y adolescentes? Sobre todo cuando esos cigarrillos tenían aroma y sabor un tanto particulares, de ahí su nombre.
Ni era la única marca disponible en cigarrillos negros ni tampoco los fumaban por placer, sino para no continuar fumando rubios, y esto por diversas razones. Entre otras las siguientes:
Los militantes tenían pudor de fumar rubios, sobre todo los de mayor venta, aquellos que tenían mayor publicidad, pues ¡cómo un militante "comprometido" iba a sacar un cigarrillo de las marcas de moda cuando conocía las críticas respecto al poder alienante de la publicidad televisiva! ¡Menos aún si era alguna marca norteamericana! ¡Qué dirían los presentes que lo conocían!
Fumar un cigarrillo rubio de marca y de moda era tenido por uno mismo y por los demás como una frivolidad, una incoherencia con lo que supuestamente ese militante aparentaba estar haciendo y siendo.
Existían ciertas marcas que eran vistas como exclusivas de las clases altas, por lo tanto, ¿cómo sería posible que los militantes, en general provenientes de las clases baja o media, consumieran símbolos de status propios de los explotadores? Los Particulares, en cambio, eran para la gente común pues su precio y el diseño de su cajetilla eran muy austeros comparados con los de las marcas principales del mercado.
Fumar esa marca siendo un militante era leído por los demás como una reafirmación del compromiso con la Causa. Más aún si eso lo hacía una militante, como forma de contrarrestar la influencia de la moda en los tradicionales roles femeninos. De esa manera, adoptando un estilo de sencillez se mostraban como más cercanas a los varones militantes, en lugar de parecerse a muñecas histéricas de clase media.
Por las mismas razones, y por imitar un comportamiento de la corriente militante más poderosa a partir de cierto momento: la de la Tendencia, muchos estudiantes adoptaron esa marca aunque pertenecieran a minúsculas agrupaciones de izquierda.
También en esos años se puso de moda entre los militantes de ambos sexos el uso de los blujeans o pantalones vaqueros sin dobladillo, a diferencia de cómo se estilaba en décadas anteriores, por lo que debido al desgaste por el roce terminaban desflecados. El mensaje implícito equivalía a un "¡qué me importa!", o a un "no me ando fijando en esas pavadas sino en cosas más importantes".[56]
Igual que hoy, en aquellos años algunos militantes reforzaban una apariencia de estilo rural y guerrillero usando botas de cuero de carpincho junto con vaqueros importados y la emblemática cazadora de color verde oliva de estilo guevarista.
Otros, cuando iban a las guitarreadas de los sábados por la noche[57]llevaban poncho federal (preferentemente de estilo salteño) enrollado a un costado y echado hacia atrás para dejar ver parte del cuerpo debajo. Algunos, con unos pocos años más a cuestas, usaban chalinas de alpaca o vicuña como los mayores en la década del ´40 y del ´50, y especialmente en los tiempos de los conservadores.
A esas particularidades del atuendo se añadía la melena peinada hacia atrás, que modelaba la cabeza, la tornaba respetable, caudillezca, acompañada fatalmente de un espeso bigote caído hacia ambos costados de la boca y una barba cerrada y descuidada.
Lo que nunca se veía en las filas peronistas, a diferencia de otras orientaciones políticas, era el uso del cabello al estilo afro, como los jóvenes norteamericanos del Black Power o como Angela Davis, cuyas imágenes eran habituales por entonces, o sea al estilo Tarantini entre nosotros. Ni en mujeres ni en varones: si hubiera habido un militante varón con esas características seguramente se lo habría considerado un frívolo, un hippie, alguien que robaba cámara para que lo miraran las mujeres, lo cual dejaría en evidencia que era un hedonista. En consecuencia, habría terminado siendo excluido tácitamente.
Por cierto, el comportamiento, la gestualidad, la expresión, tan ardientemente mostradas en las discusiones públicas eran muy distintas en campo propio, por caso en reuniones en casas de compañeros, o en peñas o guitarreadas exclusivas para los militantes. Sobre todo, jamás se confundirían con expresiones o manifestaciones propias de la estética hippie, plena de desenfado y de transgresión (desde la óptica de la militancia). Por ejemplo, los compañeros jamás se sentarían en el piso como los hippies, salvo que no hubiera sillas, pero nunca deliberadamente en la posición de flor de loto. Tampoco cantarían canciones de protesta en inglés ni nada que no fuera folclore o tango.
Tampoco las muchachas peronistas usaban minifalda, a diferencia de las organizaciones reputadas de izquierda.
En realidad, todo lo expuesto sobre el campo femenino en el peronismo se compadecía con una tácita pero ineludible adaptación femenina al tradicional espíritu machista del peronismo.
Y aquellos muchachos que estudiaban abogacía y que usaban habitualmente traje con chaleco, moda por entonces en la facultad de Derecho, se abstenían de concurrir vestidos de ese modo cuando iban al comedor universitario donde se encontrarían con otros compañeros de militancia. El miedo a ser tomados por cajetillas era muy grande.
Existía, pues, una estética de la militancia, o más estrictamente, de la apariencia de los militantes, que se diferenciaba nítidamente de la estética tenida por complaciente, basada en los cánones tradicionales de belleza de los muchachos y muchachas y en la novedad de la moda en la indumentaria, así como también en los comportamientos, posturas y gestualidad típicos en el sector mayoritario de la juventud.
Los militantes no debían pertenecer a dos mundos ideológicos ni estéticos que fueran opuestos y excluyentes. O sea que no se trataba tan sólo de escaparle a la moda, cualquiera fuera ésta, adoptando una apariencia de sencillez y austeridad pasiva, sino más bien activa, como expresión deliberada de valores que se compartían y predicaban con el ejemplo. En este sentido, la estética revolucionaria tenía necesariamente un poder normatizador de las conductas y la expresión personales.
Los militantes debían parecer –aunque no lo fueran- pues la imagen, la apariencia, la presencia misma, eran actos propagandísticos. De modo que pertenecer a una organización o agrupación política, o pretender serlo, exigía como contrapartida un comportamiento adecuado, y no sólo una determinada manera de vestirse. Por ej., un militante no debía estar "de levante" en la facultad o en el comedor universitario porque sería tenido por un miembro del mundo opuesto a la militancia comprometida: el mundo del individualismo, la frivolidad, el hedonismo; términos éstos que eran frecuentes por entonces y se asociaban con los hippies y con la sociedad complaciente en general. ¡Nada que ver, pues, con el Hombre Nuevo![58]
Y si alguno se metía con una compañera, debía ser preferentemente peronista o de lo contrario había que peronizarla. Hasta para encarar a las mujeres existía un estilo peronista que era directo, sin rodeos, machista, altanero, acriollado, que resultaba atractivo para las muchachas de clase media acostumbradas a muchachos aburridos y tímidos de sus cursos, que era como los peronistas de clase baja concebían a sus competidores de clase (de clase social). No era que los militantes no fueran tímidos, pero debía disimularse adoptando poses y componiendo una aparente personalidad machista que se atribuía tácitamente a la estética nacionalista/peronista.
La estética de la transgresión se daba en la indumentaria y en las poses pero también en las relaciones públicas con los no compañeros, fueran estudiantes o profesores. Los militantes peronistas debían ser serios: cuando hablaran en público debían hacerlo con sentido militante, abriendo heridas en las conciencias de los no peronistas presentes (¡ !) ante los cuales lo máximo sería pregonar que lo único verdadero y bueno en la historia argentina habían sido los caudillos federales del pasado y el líder del presente.
Semejante transgresión demostraría no sólo coraje individual, sino también un comportamiento rebelde, insumiso, aunque lo efectuaran las compañeras peronistas puesto que éstas adoptaban automáticamente, los presupuestos de machismo implícito en sus conductas. Y en esto lo mejor para la militancia era la denuncia del otro y de sus referentes, un discurso verborrágico demoledor, que no diera respiro al contendiente ni le permitiera abrir la boca, y luego la retirada triunfal sin prestarse al juego tramposo del otro de debatir argumentos. Y todo ello con un estilo agresivo y bizarro más propio de la estética nazi-fascista que de la comunista o socialista.
La sonrisa estaba restringida tácitamente en los espacios públicos en horario de militancia, pues equivalía de hecho a una suerte de laxitud muscular, algo impropio de un militante que debía estar siempre listo y con la tensión suficiente para saltar como un tigre cuando fuera necesario.
En lo corporal y hasta en lo gestual existía un regodeo bizarro que se expresaba en la dureza de la expresión del rostro a lo cara de pocker, en la mirada fría y hasta asesina en presencia de los enemigos (otros estudiantes no peronistas), y en los pasos vivos, sobre todo cuando se estaba en una manifestación callejera y había una cámara filmando. Ciertamente, hasta el ´73, en esas circunstancias todos daban la espalda para esconder sus rostros delatándose al mismo tiempo, pero después, cuando ya se dominaron las calles por un tiempo, se miraba a la cámara con aire desafiante sin dar importancia (por lo menos aparentemente) a las potenciales consecuencias de ser identificado por los "servicios". ¡Valiente!
Los comportamientos descriptos no eran, pues, casuales, sino aprendidos intuitivamente y reproducidos como exigencias del guión representativo de la militancia peronista en todo el país, sobre todo desde que surgió la Tendencia Revolucionaria. De allí que se convirtieran en comportamientos ritualizados, del mismo modo que había sucedido en la militancia de las agrupaciones de izquierda en la década del ´60.
Cuando al nivel físico de respuestas militantes se le añadía la capacidad oratoria y la iniciativa personal, y ambas podían dispararse espontáneamente donde y cuando fuera necesario, entonces se poseía carisma.
Ser carismático era el sueño de todos, aunque habitualmente no se mencionara el asunto, ya que carismático era Perón -y Evita lo había sido con desmesura-, por lo que nadie osaría atribuirse esas sagradas cualidades sin que ello constituyera un sacrilegio. Por eso, las apetencias de carisma de los jóvenes peronistas se inclinaban hacia los modelos de la vertiente historiográfica revisionista, especialmente hacia los caudillos federales y Rosas especialmente.
Desde otro punto de vista se puede ver la militancia peronista revolucionaria en las universidades como un juego de actuación de un guión político-ideológico y de representaciones compartidas entre militantes/actores y espectadores/protagonistas, con la intención de derribar las clásicas paredes entre ambos. Los que estaban sobre el escenario hablándole a los de abajo los incitaban a subir y unirse a ellos, pero para eso debían primeramente pasar por las etapas de iniciación política.[59]
En los primeros años de la presencia del peronismo estudiantil, al final de los ´60, eran frecuentes las intervenciones oratorias ante muy reducidos auditorios, por ejemplo aula por aula, para manifestar solidaridad con las huelgas o los planes de lucha de los trabajadores. Simultáneamente se producían intervenciones en las asambleas estudiantiles convocadas por las agrupaciones reformistas, anotándose los peronistas en el último lugar de la lista de oradores, adoptando allí puntos de vista absolutamente opuestos a los expresados anteriormente por aquellas y cerrando con un final con tutto, demoledor, que las dejaba reducidas a la mínima expresión mientras los aplausos y los gritos de entusiasmo de los militantes propios y de los no militantes allí presentes y demás espectadores confluían en un espontáneo pero apasionado canto de la marchita.
Con frecuencia las intervenciones públicas se daban para denunciar la muerte de militantes revolucionarios obreros o guerrilleros por parte de las fuerzas militares. En todos los casos siempre aparecía la lección de historia política nacional poniendo el acento en la línea nacional y especialmente en la etapa peronista que arrancaba en 1943 por oposición al régimen conservador anterior y que proseguía hasta el presente por la continuidad de la lucha en la Resistencia, y como colofón se pregonaban los requerimientos de la lucha política nacional cuyos núcleos eran el regreso del general Perón a la Patria, la realización de la Segunda Revolución Justicialista y desde el ´73 el anuncio de la inexorable y próxima Guerra Popular Prolongada.
Esas intervenciones ponían en juego las habilidades oratorias de los cuadros militantes en la justa de discursos sucesivos frente a estudiantes predominantemente de izquierda, así por lo menos hasta fines de 1971. Pero para hacerlo y hacerlo bien y ganar la justa oratoriana había que poner en juego muchas condiciones actorales que asombrosamente ellos habían adquirido tan sólo mirando -por así decir-, o sea sin ensayos previos ni marcaciones de ningún director escénico.
Se trataba, pues, de actores vocacionales, intuitivos, no de conservatorio -ni de laboratorio-, que no conocían un ápice de técnicas de oratoria ni de persuasión de masas, pero que estaban tan consustanciados con la presunta verdad de sus planteos y tan llenos de santo ardor interior que hacían que el personaje se confundiera con el actor, al punto de parecer fanáticos ante los espectadores novatos y con poco entrenamiento en esas tenidas.
Más tarde, cuando la militancia universitaria y otras de superficie aceleraron el traspaso de sus mejores cuadros al campo de la militancia clandestina en las organizaciones armadas el escenario cambió: de ser relativamente fijo y estable pasó a ser móvil. Los anteriores espectadores salieron de escena, siendo sucedidos por un público distante, anoticiado de los cambios operados en el guión por las noticias hábilmente producidas y censuradas por las autoridades y los medios de comunicación.
Del drama secular que se venía jugando en la Argentina se pasó sin solución de continuidad a la tragedia rayana en la hecatombe, clausurándose el proceso de estetización de la revolución, pues si la violencia era por entonces el verdadero arte, el combatiente sería necesariamente un artista. Vida de artista, pues, la del que soñaba vivir peligrosamente, por más que la revolución se tornara inviable o las condiciones objetivas fueran desfavorables.
También las emociones se experimentaban con modalidades e intensidades diferentes entre militantes y no militantes. Las anécdotas son infinitas y aun así parecen artificiosas si se las desmenuza al nivel de detalle. Lo cierto es que emociones patrióticas y religiosas eran en general algo novedoso para los militantes, pero no por ello se experimentaban automáticamente. Por empezar, las primeras eran típicas de los peronistas, no de los marxistas que la tenían más clara respecto a la irracionalidad del sentido metafísico de la Patria. En cambio, para los peronistas (o para cierta clase de éstos) podía ser una experiencia profundamente dramática, tanto o más que lo que era para los miembros de las agrupaciones fascistas.
Las características personales de la encarnación de las emociones a menudo organizaban las respuestas consiguientes y las decisiones trascendentales de muchos compañeros. Como ejemplo vaya la considerable influencia de La batalla de Argelia en la reflexión emotiva y en la toma de decisiones personales fundamentales de los compañeros en algún momento de la militancia, tales como las de incorporarse a la lucha armada; o bien los efectos de El Evangelio según San Mateo, de Pasolini, para fines equivalentes en los militantes cristianos.
Ciertamente, los ejemplos anteriores eran más observables en militantes realmente comprometidos con su condición, con su autopercepción y sus aspiraciones de ser militantes revolucionarios, y no tanto en los menos comprometidos de hecho. No obstante, se sabe, lo ideal era tener el corazón caliente y la cabeza fría. Sin embargo, una constitución demasiado emocional podía jugar malas pasadas, como cuando se desbordaba por efecto de una alteración profunda y sorpresiva de los sentidos.
Las películas en blanco y negro, propias del cine revolucionario[60]de esos años se instalaban con mayor profundidad e intensidad en los militantes. Las sombras, la oscuridad, el blanco y el negro, tenían relación con un mundo subterráneo, oculto, resistente como las caras oscuras de los latinoamericanos, tras las cuales se ocultaba un mundo de sensibilidades totalmente desconocidas para otros de pieles blancas. La luz era la libertad, lo grande; todo lo contrario de lo pequeño, de lo reducido, del espacio legal de los pobres y los presos que en América latina eran todos menos los explotadores. El murmullo, el susurro, la parquedad de los analfabetos amerindios se oponía a la magnificencia del sonido expandido de las bandas de sonido de las películas comerciales, más propias de las manifestaciones masivas del poder que de las peripecias de la vida de un solo hombre explotado, tan importante como todo el resto de los mortales.
El cine militante, o por lo menos contestatario, modelaba las formas de lectura visual de las imágenes. Así fue como las producciones de los estudiantes de cinematografía que eran militantes y que utilizaban fotos fijas y animación, lograban producir emociones intensas en los espectadores estudiantes, los cuales por lo general sentían simpatía no sólo por esa estética sino por la revolución misma, aun cuando ésta pudiera ser una nebulosa conceptual dentro de sus mentes.
Existía, pues, un acostumbramiento por bombardeo de imágenes para que las emociones se produjeran a repetición. De modo que una imagen podía desencadenar todo un proceso interno, intelectual, psicológico y emocional con la velocidad del rayo. Las imágenes eran tremendamente sintetizadoras, lo mismo que las emociones producidas en consecuencia. En esas circunstancias se podía trascender la influencia del asunto teórico real o potencialmente implicado volando hacia el universo; algunos hacia Dios o hacia Jesús; otros hacia la idea de universo material; otros hacia la sociedad de hombres alineados vestidos de overoles azules marchando hacia delante con la mirada fija en un punto lejano.
La lectura, pues, anclaba la imaginación en lo leído, en el asunto concreto, aun en sus relaciones estructurales; en cambio, las emociones la elevaban junto con la espiritualidad hacia la totalidad de lo cósmico, pero lo hacían como lo hacen las drogas, sometiéndolos a nivel de conciencia y de epidermis, con la inmediatez de una descarga orgásmica, como sucedía con el famoso travelling final de La batalla de Argelia, con la fecundidad de un manifiesto en cada cuadro.
La revolución se desdoblaba en dos: ella y sus representaciones, y éstas llevaban la delantera en su poder de determinar las percepciones y las concepciones de los militantes.
Aquello fue más una cuestión de sentimientos, el peronismo era -y los peronistas lo afirmaban y lo creían- un sentimiento en primer lugar, y una emoción profunda seguidamente.
Lo que no se podía comprender -era imposible pensarlo siquiera- era que los no peronistas consideraran esa experiencia como una irracionalidad alienante. Eso obligaba a los más preparados intelectualmente a reformular ciertas teorías de izquierda y de derecha referidas a las diversas concepciones sobre los caudillos y los líderes.
En esos ejemplos las palabras eran más engañosas que el mismo Perón, quien por cierto sabía utilizar hábilmente las mismas palabras con mensajes contrapuestos para destinatarios diferentes.
XI
LA SENSIBILIDAD
Las modalidades del aparecer y presentarse ante las múltiples miradas de la sociedad convulsa de esos años, según las múltiples formas del imaginario de la revolución, aludía directa y claramente a ésta. Es decir, actuaba como mensaje propagandístico. Por lo tanto, esas formas eran vigiladas y controladas de modos muy sutiles. Pero su aceptación y consiguiente realización también canalizaban, más o menos inconscientemente, un deseo personal de búsqueda de una identidad propia y la gratificación de profundos deseos insatisfechos.
La sensibilidad de muchos militantes experimentaba profundas transformaciones como consecuencia de su crecimiento en formación y compromiso revolucionario.
Generalmente, los militantes cultivaban intensamente su sensibilidad social al ingreso a la militancia universitaria mediante la formación académica en sus respectivas carreras, por un lado, y la formación militante, por el otro. Luego, a lo largo de ésta, su sensibilidad profunda en los planos espiritual y emocional podía llegar a tales niveles que se tornara independiente de nuevos insumos racionales. En esos casos, una sensibilidad a flor de piel era determinante de sus comportamientos globales como revolucionario.
Pero esos procesos cursaban silenciosamente en la intimidad de cada uno de ellos. La fase inicial comenzaba, por lo general, con un autocuestionamiento personal, íntimo, secreto, producido por la insatisfacción con uno mismo por razones diversas como la chatura de la propia cotidianeidad; por la intensidad de la vida atribuida al revolucionario y combatiente; por la mitología del buen cristiano aprendida durante la infancia; por tener una crisis de fe religiosa; por un profundo sentido ético y estético de la vida, por un espíritu dionisíaco; por resentimiento social o de clase recibido o construido; y a veces, también por aventurerismo.
Las determinaciones consiguientes abonaban diversas y sucesivas formas y grados de compromiso militante. Pero las razones no eran intercambiables: algunos sentían en la militancia la posibilidad de volar, de ser uno mismo, de romper cadenas, de gozar a cada instante nuevas sensaciones que la vida del guerrillero presuntamente les acarrearía, mientras que otros, por el contrario, aun inconscientemente buscaban morir para vivir eternamente como héroes, en la gloria, o redimirse como cristianos, y otros, decepcionados con Dios, buscaban reencontrase con Él en la entrega de la militancia y el sacrificio eventual de la muerte en combate.[61]
En síntesis, tendencias de afirmación de la vida y tendencias opuestas de asedio a la muerte. Lo curioso es cómo los militantes universitarios que en principio habían sido interpelados por planteos de racionalidad política que generalmente conducían a adquirir determinada forma de conciencia política, social e histórica, terminaron más tarde siendo movilizados exclusivamente por la esfera de los sentimientos y las emociones cuando el mito de la revolución disparaba fácilmente la interpelación total de su ser. El resultado fue una continua búsqueda interior, una reflexión generalmente trágica acerca de la vida y de la muerte, más aún en el caso de los jóvenes con formación social cristiana y sed de trascendencia.
Al margen de otras posibles consideraciones, por ejemplo a la luz de la psicología, lo cierto es que espiritualmente emociones y sentimientos exacerbados producían sensaciones de purificación, y por más que algunos se quedaran colgados mirándose por dentro, la mayoría anhelaba salir de si mismo, proyectarse y expandirse espiritualmente para realizarse integralmente.
Por eso, a menudo algunos llegaban por esa ruta a un reencuentro personal con Dios, con Cristo o con la religión, lo cual les brindaba una nueva y necesaria aunque provisoria paz interior.
XII
COMUNICACIONES Y FORMAS
Cerca del ´73 las comunicaciones gráficas de las organizaciones integrantes de la Tendencia habían mejorado sus diseños y su eficacia comunicativa, tanto interna como externamente.
En todas se bajaba línea desde la conducción de Montoneros para sostener homogénea y cohesionadamente a la tropa.
La información interna autorizada coherentizaba y armonizaba las relaciones entre sus diversos estamentos, algo muy apreciado en todo momento desde los intereses propios de cualquier conducción. Generalmente, esa bajada de línea se efectuaba en reuniones de militantes por imposibilidad, inconveniencia, dificultades o peligros de hacerlo por medios de prensa interna o de circulación abierta.
El conocimiento de información "secreta" o restringida producía reacciones diferentes según las jerarquías y compromisos militantes. Como en toda organización militar -aunque aquella fuera político-militar- primaba "el primero se cumple, luego se discute". Eso en todos los niveles, por ej., en las organizaciones estudiantiles los militantes de base aceptaban la información bajada con sus explicaciones y justificaciones sin cuestionarla. Y toda información terminaba siendo tenida por veraz, cuando lo cierto es que la conducción superior manipulaba la información y la regulaba de acuerdo a sus propios análisis y conveniencias. De hecho operaba una autocensura muy fuerte y generalizada, por miedo fundamentalmente. El pensamiento omnipresente aun implícitamente era el siguiente: los compañeros montoneros de la conducción saben lo que hacen y los compañeros de la conducción de la agrupación universitaria también; no por nada están en ese lugar. Por lo tanto, una actitud de disconformidad o una disidencia en cierto momento podía hacer peligrar no sólo la pertenencia formal de un militante al grupo y el consiguiente rechazo de quienes hasta ese momento habían sido sus amigos y compañeros. Pero en las organizaciones armadas todo se volvía mucho más peligroso por la posibilidad de incoar un juicio revolucionario por disidencias de pensamiento o por acciones u omisiones concretas en las tareas debidas y encomendadas.
Por otra parte, para la estética del soldado real o potencial, la obediencia ciega era una respuesta actitudinal esperada y buscada desde arriba hacia abajo, pero en todos los tramos de la pirámide de poder se vislumbró en ciertos momentos que la organización era un espacio verticalista y autoritario del que ya no se podía escapar como no fuera desertando[62]Por esa razón, a partir de la desintegración de la Tendencia en sus diversos estamentos se suspendía voluntariamente toda expresión de discrepancia con las conducciones, autocensurándose por miedo a las sanciones ejemplificadoras.
La forma más frecuente de comunicación interna en las agrupaciones de superficie, universitarias, sindicales o políticas de cualquier signo han sido siempre los folletines, los cuadernillos políticos o las revistas de circulación interna. En las agrupaciones peronistas esos medios gráficos permitían aprender y afirmar conocimientos sobre la historia argentina del siglo XIX, especialmente en lo relacionado con la línea nacional, los caudillos, Rosas, la cultura nacional, el revisionismo histórico, la obra de Perón en el primer peronismo, la historia de la Resistencia y los mensajes y desarrollos estratégicos de Montoneros, amén de artículos de denuncia referidos a las decisiones adoptadas por la dictadura militar de turno, en particular por la Revolución Argentina, que permaneció siete años en el poder.
Esos cuadernillos tenían nombres llamativos y eufónicos, por ej. Patria y Pueblo, Estrella Federal, etc, que revelaban desde allí su orientación ideológica y política.
En general, luego de tipear los esténciles se imprimían en mimeógrafos de las propias agrupaciones, o de agrupaciones amigas, o de sindicatos con los que existían alineamientos y buenas relaciones políticas. Cuando estas relaciones se tenían con sindicatos poderosos se podía pasar a impresiones electrónicas.
Los cuadernillos eran vendidos internamente y si sobraban se ofrecían a los estudiantes más afines a la agrupación de que se tratare. Se leían con avidez y se guardaban como si fueran libros peronistas, es decir, como si expresaran verdades de autores importantes, tal era la confianza y el respeto que se le tenía a su contenido, muchas veces elaborado por algún compañero de la conducción. Y una y otra vez eran releídos buscando no sólo conceptos fundamentales sino, especialmente, renovar las emociones experimentadas anteriormente con su lectura, como un combustible necesario para seguir tirando.
La cartelería mural, el medio más barato y efectivo de todos hacia adentro y hacia fuera de las agrupaciones se plasmó en dos tamaños: carteles anchos y de baja altura, y carteles de grandes dimensiones.
En los primeros se escribían textos con mensajes ideológico-políticos emblemáticos del peronismo (por ej.: La Patria dejará de ser colonia –nivel superior- o la bandera flameará sobre sus ruinas –nivel inferior-, y se colocaban encima de alguna arcada en los pasillos de la facultad, o bien alto sobre una pared ancha y en un lugar de alta visualización por los estudiantes.
A ambos costados se pintaban las caras de Evita -a la izquierda- y la de Perón a la derecha, con pinceleta y pintura negra, o con aerosol del mismo color rellenando los espacios vacíos de un esténcil de aluminio o de placas de radiografía ya utilizadas. Los militantes solían hacer chistes sobre la ubicación del líder y de su segunda esposa en los carteles, como si se tratara de una sorprendente casualidad recién descubierta, sin embargo, todos estaban de acuerdo en que cada uno debía ser pintado en esos lugares. Algo, pues, significaba.[63]
Otras imágenes emblemáticas desde el surgimiento de Montoneros fueron la chuza montonera de los gauchos federales del siglo XIX, y la metralleta de Montoneros en el siglo XX, ambas entrelazadas en un costado de un cartel y en el opuesto la estrella federal de ocho puntas[64]también el clásico logo de Perón Vuelve (la P dentro de los brazos de la V), también el logo de la Juventud Peronista (JP) y el nombre Montoneros con letras gruesas de color negro sobre fondo blanco en gran tamaño, de modo que al divisar el cartel de grandes dimensiones a la distancia fuera ese nombre lo primero en percibirse. Montoneros era la muleta de todas las agrupaciones universitarias y también de la Juventud Peronista, y al mismo tiempo su paraguas, el techo de su expresión ideológico-política.
Los carteles de texto se confeccionaban con papel afiche de colores azul, blanco y azul pegados de modo de formar una bandera argentina, escribiéndose encima con marcadores negros o azules desarrollando un tema usualmente referido a política, historia o cultura nacional.
Se adherían a las paredes con cinta de pegar y se colocaban en los sitios previamente conquistados, acordados o tolerados por las restantes agrupaciones. Dado que hasta la llegada de Montoneros a la escena nacional las agrupaciones peronistas eran pequeñas en las facultades, sus carteles solían ser arrancados por los militantes de izquierda, pero desde entonces y en un rápido crecimiento fueron copando los lugares de mayor y mejor exposición de la cartelera sin que nadie se atreviera ya a arrancarles el más pequeño cartel.
En los paredones de las calles se pegaban afiches impresos comercialmente, generalmente denunciando al régimen, convocando a actos peronistas muy importantes para la agenda de la Tendencia o para transmitir un breve slogan cargado de ideología en torno a la lucha liderada por Perón y entablada por Montoneros o la JP.
Por razones de seguridad se pegaban en horas de la madrugada con engrudo y pinceleta. Ocasionalmente solían encontrarse a esas horas en las calles militantes peronistas, radicales, o de agrupaciones de izquierda, todos estudiantes, y a veces militantes de agrupaciones extra universitarias, especialmente los de la JP, dedicados a pintar mensajes o convocatorias en los paredones con pintura negra.
A medida que Montoneros crecía y hegemonizaba el campo político revolucionario los carteles de las organizaciones de la Tendencia se normalizaban y se producían con una estética cada vez más identificable, en la que sobresalían los mensajes ideológicos en un slogan de gran reconocimiento, como podía ser "Patria sí, Colonia no", o bien "Sólo el pueblo salvará al Pueblo", y en el nivel inmediatamente por debajo el nombre de Montoneros, en ambos costados el logotipo de la JP y alguna otra organización universitaria o trabajadora y la estrella federal rojo punzó en un costado, y al otro la metralleta y la chuza entrecruzadas.
Las dimensiones de los carteles, hechos en tela, también fueron aumentando proporcionalmente en largo y ancho. En consecuencia, para evitar que el viento se embolsara en ellos durante las marchas y actos se les practicaban múltiples agujeros. También esos carteles se hicieron con los colores de la bandera argentina, símbolo perenne de las organizaciones nacionalistas y peronistas.
Las fotografías de las grandes concentraciones de la Tendencia en la Plaza de Mayo muestran banderas de Montoneros de veinte metros de ancho y aun de cincuenta sobresaliendo al frente de la concentración, al medio y atrás, mientras en otra ala se situaban generalmente las organizaciones adversarias y enemigas de aquella, aun siendo peronistas.
La intención de las dimensiones empleadas en las banderas y carteles, junto con la movilización misma de grandes cantidades de militantes era producir un fuerte impacto visual que connotara ideas de fuerza y aparato, es decir, de una organización muy poderosa capaz de hegemonizar el espacio popular.[65]
Los destinatarios de aquellos mensajes explícitos e implícitos, lingüísticos y visuales, eran propios y extraños, es decir, sus propios simpatizantes necesitados constantemente de estímulos favorables para sostener una militancia crecientemente riesgosa, transgresora y violenta en todos los planos; y también la conducción del movimiento peronista, o sea Perón, ante quien se jugaba constantemente el juego de la representatividad interna del proyecto montonero. También constituían mensajes para la oligarquía y el imperialismo, que se tornaban amenazantes al revelar la firme determinación del sector de continuar la lucha para acabar con su poder.[66]
Además, en aquellos años de revoluciones por doquier, sea en preparación o ya desencadenadas, las marchas y los actos en la Plaza de Mayo desde la asunción de Cámpora obligaban al registro noticioso y visual del peronismo revolucionario en la prensa gráfica y televisiva, es decir, a la mayoría de ésta ya no le era posible ocultar o disimular su existencia como lo habían hecho hasta entonces. Y eso repercutía hacia fuera, instalando y posicionando política e ideológicamente al peronismo en su conjunto y a su parte revolucionaria también a nivel internacional. Ciertamente, la lectura de la situación de Argentina, hecha desde afuera, no coincidía con el imaginario triunfalista de la mayoría de los miembros de la Tendencia. Desde ese momento los mensajes hacia fuera, o de circulación abierta, que emitirá el peronismo, se polarizarán cada vez más rápidamente entre el campo político-sindical, con mayor afinidad y lealtad a Perón, campo habitualmente designado como la "derecha peronista", y el campo de la Tendencia Revolucionaria, o la "izquierda peronista". Ambos producirán sus propios órganos de prensa y propaganda que serán comprados y leídos por aquellos respectivamente afines ideológica y políticamente a cada uno.
Después del triunfalismo inicial del período camporista que duró prácticamente todo el año 1973, las peripecias de la Tendencia por causa de la lucha interna político-militar con el campo opuesto fueron generando en la militancia tendencias centrífugas, especialmente después de la expulsión de la Plaza de Mayo, el 1 de junio de 1974.
Montoneros intentó neutralizarlas con un fuerte disciplinamiento pero la organización se partió verticalmente poco después, generando nuevos realineamientos en todos los estamentos. La rapidez de los acontecimientos convulsivos de ese año no permitió a aquella contener los contradictorios sentimientos y comportamientos de la militancia en todos los puntos del país, sobre todo a partir de la muerte de Perón. En muchos lugares, desde entonces, la militancia de superficie se dispersó y apenas se mantuvo informada mediante las revistas de la Tendencia, las cuales se compraban en los kioscos hasta cierto momento, y en las cuales la conducción montonera construía las noticias tanto como lo hacían los medios de prensa del sistema.
XIII
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