Lunes 17 de
enero. Mi primer día en "La Esperanza"
Al despertarme en la mañana una extraña
sensación se apoderó de mí. Creí
estar en el dormitorio de la escuela Normal en Bogotá.
Pero al abrir los ojos me di cuenta que los objetos que me
rodeaban eran otros. Por una cortina mal cerrada penetraba un
rayo de luz enceguecedor. La cama, un armario, un sofá,
una mesa y dos sillas de madera me parecieron de anticuario. Las
cortinas eran de un blanco lúgubre. Sobre la mesa,
destinada a servir de escritorio, había útiles de
escribir. Aquella habitación más austera que bella
me estremeció. Imaginé que así serían
los cuartos de los grandes hoteles. Algo muy distinto del
risueño cuartito donde dormía con mi madre, con
macetas de flores, un turpial en una jaula trinando alegremente y
el retrato de mi padre mirándonos con ternura. A pesar de
mis tristes pensamientos me levanté de la cama y
abrí la ventana. ¡Que cambio tan prodigioso!. Un
torrente de luz entró por ella y todos lo objetos antes
tristes tomaron vida, animación y colorido. Apoyé
mis codos en el reborde de la ventaja y me entregué a la
contemplación de la naturaleza. Al mirar el horizonte y
aspirar aquel aire fresco, con aroma de bosque, sentí
correr la sangre por mis venas con mayor fuerza, una nueva vida.
Aquel espectáculo me enloquecía, era uno de
aquellos momentos de felicidad en que verdaderamente disfrutaba
de la dulzura de la vida.
Un recuerdo vino a mi mente, el de mi madre. Y
ensombreció aquel hermoso cuadro. Una pobre mártir
inclinada todo el tiempo sobre una mesa de planchar en cuartos
malsanos. Cómo extrañaba ahora su tierna y
permanente solicitud. Con estos pensamientos tristes me
retiré de la ventana y me puse a arreglar el cuarto.
Saqué de la maleta mis mascotas, amuletos, neceser,
estuche de cosméticos, joyerito, cofre de tarjetas,
adornos, mis libros, ropa y útiles de aseo. Todos los
regalos que me habían gustado y mis tareas de arte y
artesanías. Cuatro forros para cojines, repujados en
terciopelo, dos para las sillas y dos para el sofá. Sobre
la almohada coloqué mi gatito de felpa y en el reborde de
la pared de la cabecera de la cama, una pequeña
reproducción en porcelana, de la piedad de Miguel
Ángel. Finalmente saqué dos carpetas de tela
bordadas, una para el tanque del excusado y otra para la mesa de
trabajo. Sobre ella coloqué un portaretratos con una foto
abrazando a mi madre.
Puse los jabones en el baño y asperjé algo
del perfume en las cortinas y en la cama. Coloqué sobre la
mesa de trabajo mis libros de clases, dos álbumes
atractivos de fotografías, y el último regalo de mi
madre, un libro forrado en terciopelo azul cuyas letras grandes y
doradas decían: "Mi Diario". Cuando terminé, aun de
pié me crucé de brazos y observé el nuevo
aspecto de mi cuarto. Ahora estaba aromatizado, alegre,
más tierno y acogedor.
Procedí entonces a arreglarme y esperé a
que me llamaran al desayuno. Del comedor pasamos al estudio a
establecer el grado de instrucción de mis alumnas. Ambas
se hallaban en estado rudimentario, pero mientras Sofía
leía bien, prestaba atención y revelaba bastante
amor por el estudio, Matilde prácticamente no sabía
leer, asistía de mala gana y no manifestaba ningún
interés por aprender.
Martes 18 de
enero. La rutina diaria
Me parece que como ayer van a transcurrir muchos
días de ahora en adelante. Después del desayuno,
don Crisóstomo y Arturo salen a los potreros a
inspeccionar las faenas del campo. Doña Mercedes con sus
dos empleadas se dedican al arreglo de la casa. Sofía,
Matilde y yo vamos al salón de clases, donde alternamos el
aprendizaje de conocimientos en varias asignaturas, lectura,
escritura, artes y artesanías. En la tarde, después
del almuerzo damos un paseo por los alrededores de la casa.
Después cada una se dedica a sus propias
tareas.
Durante el paseo de hoy, Sofía me habló
con cierta pesadumbre de la soledad y tristeza del campo. Hay en
ella como cierto dolor oculto. Matilde no habló casi y
parecía disgustada.
Domingo 23 de
enero. Monotonía, melancolía y
miedo
Ayer sábado ya empecé a sentir una
monotonía desesperante. Aproveché el día de
hoy para levantarme un poco más tarde, arreglar mi cuarto,
escribir a mi madre, extenderme algo más en mi diario y
así contrarrestar el aburrimiento. Me siento aislada en
esta casa. La señora no me da confianza y me trata con
aire protector de lástima, dizque por el infortunio de mi
origen humilde. El señor de la Hoz me espanta, me causa
temor y aversión con esa mirada fija y extraña que
me hace recordar sus episodios con mi madre y conmigo en
Bogotá. Matilde no me quiere y cada vez es más
díscola y altanera. Afortunadamente con Sofía y
Arturo nos comprendemos. Sofía es dulce y amable conmigo,
pero me entristece su extraña melancolía. Arturo
intenta siempre ser amable y se apresura a satisfacer mis
triviales caprichos aunque su excesiva timidez lo hace
sufrir.
Miércoles
26 de enero. La promesa de las mariposas
Hoy nos acompañó Arturo en nuestro paseo
vespertino. Todo el tiempo estuvo junto a mí silencioso y
cuando me miraba lo hacía con extraña fijeza.
Sentados en un potrero vi pararse cerca una gran mariposa blanca.
¡Qué bella! dije, y me levanté para asirla,
pero levantó el vuelo. Arturo se lanzó en pos de
ella y después de una cuantas peripecias pudo
aprisionarla. Radiante de gozo la colocó en mis manos.
Desde entonces prometió traerme todos los días, a
su regreso de los potreros, una bella mariposa.
Viernes 28 de
enero. El odio de Matilde
Con motivo de una tarea no correcta hice una
observación a Matilde. Me respondió mal y tuve que
reprenderla. ¿Quién es Usted para que me venga a
regañar?, me respondió con inmensa furia, como si
se fuera a estallar. Sorprendí en sus ojos un resplandor
de cólera que me hizo comprender que me odiaba
intensamente. Para evitar una insolencia mayor me retiré
del salón.
En la mañana tuve que dar la primera
queja al señor de la Hoz porque Matilde continuaba su mal
comportamiento. Mientras la reprendía severamente, ella
reía o furiosa mordía un pañuelo. En la
tarde, Arturo en lugar de una mariposa me trajo un botón
de rosa roja y al entregármelo, por primera vez,
clavó la mirada de sus grandes ojos grises en mí y
sin bajarlos me preguntó: ¿lo guardará
Usted?, claro que sí le contesté.
Domingo 6 de
febrero. Un botón por una flor
Ayer en la tarde antes de salir a nuestro paseo
rutinario, me había sentado en un tronco, a la sombra de
un sauce, frente a la ventana de mi cuarto. Con un libro de
lectura en mis manos me había entregado a mis meditaciones
habituales, cuando sentí que alguien se acercaba. Era
Arturo. Qué pena interrumpirla me dijo con voz triste y
profunda, pero quería avisarle que mañana temprano
viajo con mi padre a Bogotá y quería saber si se le
ofrece algo. Muchas gracias le contesté, por ahora que
tenga feliz viaje y regrese pronto porque nos va a hacer mucha
falta.
Serio y reflexivo se inclinó sobre una mata de
rosas que estaba a su lado, desgajó un botón y me
lo obsequió diciendo: por favor consérvelo hasta mi
regreso. Con una emoción indescriptible le
contesté, claro que sí, muchas gracias.
Después de unos instantes de silencio embarazoso
me miró con un extraño fulgor y con voz
rápida, brusca y temblorosa, como haciendo un gran
esfuerzo me dijo, me regala la flor que lleva en su pecho?.
Maquinalmente sin decir palabra la desprendí y se la
entregué. Gracias, alcanzó a decir con una voz
inmensamente profunda, porque en ese momento llegaba Sofía
y Matilde. Ambos nos pusimos rojos como una amapola y él
disimuló su inquietud haciendo figuras en el piso con un
pedazo de vara que traía en sus manos.
Sofía me abrazó feliz y Matilde hosca y
sombría se sentó en el tronco junto al
árbol. Vamos entonces de paseo?, pregunté. Las
estábamos esperando. Matilde contestó, estoy muy
cansada, mejor los espero aquí. Tan pronto partimos los
tres, Matilde regresó a casa y no se dejó ver en el
resto de la tarde.
Alegría
por una ausencia y tristeza por otra
Hoy temprano han viajado ambos a Bogotá. Que
pecado, Dios mío!, siento alegría por el viaje del
señor de la Hoz, pero por la partida de Arturo, aunque
corta, siento un vacío en mi alma que me
estremece.
Entre más extrema el señor de la Hoz sus
demostraciones cariñosas hacia mí, cada día
siento que mi aversión hacia él aumenta. Ya no solo
me fastidia sino que también me aterroriza. Busca la
ocasión de que esté sola y aunque trato de evitar
estos momentos, es imposible esquivarlos todos. Me habla entonces
con su voz temblorosa y premonitoria de las desgracias que pueden
ocurrirme. Si mi madre muriera me quedaría sola, si
enfermara como sobreviviría?. Este hombre se complace en
entristecerme.
Pero si su interés es sincero y verdadero por
qué presiento lo contrario?, al final enmudece y se queda
mirándome en una forma que me da pavor. Quizá por
esto he sentido alivio por su ausencia.
Pero por la partida de Arturo siento mucha tristeza.
Arturo y Sofía son las dos únicas personas en esta
casa que me inspiran confianza. Como de la familia solo he tenido
a mi madre, posiblemente la necesidad de afecto ha hecho que
considere a Sofía y Arturo como hermanos. Me he hecho la
ilusión de contar con el apoyo de ambos, especialmente de
Arturo, y ésta es posiblemente la causa de mi honda
tristeza.
Miércoles
9 de febrero. Historia de Matilde
Doña Mercedes, hastiada por el silencio que le
causan las ausencias de su marido y de su hijo, ha roto la
muralla de hielo que había interpuesto entre ambas y
procura estar conmigo hasta dos o tres horas diarias, en las que
tengo que oírle sus largos cuentos y enredos. Para
justificar la búsqueda de mi compañía me
propuso que bordáramos entre las dos un palio para la
iglesia del pueblo cercano.
Al informarle que el comportamiento de Matilde se
hacía cada vez más intolerable, me contó su
historia: Heredó el pésimo carácter de su
madre, la esposa de mi pobre hermano. Una campesina rica que lo
mantuvo siempre dominado y murió al nacer la niña.
Mi hermano enfermó y al poco tiempo murió. Con
Crisóstomo nos encargamos de la niña. Aunque no se
entienden bien decidimos casarla con Arturo. No sé por
qué estas confidencias me hicieron un daño tan
terrible.
Jueves 10 de
febrero. La familia de la Hoz y Sánchez
La historia de Matilde que ayer me contó
doña Mercedes, me dejó profundamente intrigada.
Hasta el punto que tuve que pedirle a Simona, la empleada de
mayor edad, de las dos que acompaña a doña
Mercedes, que me contara algo más de la familia. Con mucho
gusto señorita Luisa, esta noche después que
doña Mercedes se haya acostado, paso por su pieza y
charlamos un rato.
Efectivamente, en la noche subió Simona
silenciosamente a mi aposento y cerró con cuidado la
puerta mientras yo trasladaba la lámpara de aceite a un
rincón para disminuir la iluminación en la pieza.
Nos sentamos sobre cojines en el suelo y durante más de
dos horas, sin interrumpirla, Simona con una dicción pobre
me contó las siguientes historias: Yo acompaño a
doña Mercedes desde niña.
Doña Mercedes Sánchez de Pescador y
Robledo, como ella misma se firma para aparentar nobleza al
estilo extranjero, huérfana de madre desde muy niña
y por naturaleza de mal genio. Su padre don Crisanto
Sánchez, era un comerciante que empezó vendiendo
alpargatas en la plaza de mercado y llegó a integrarse en
el alto comercio y alta sociedad bogotana.
Desde señorita, doña Mercedes ha estado
desprovista de hermosura, ha sido voluntariosa y ha tenido
constantes crisis nerviosas.
Al doblar la esquina de la soltería a los treinta
años, se enfermó de un histerismo religioso
repugnante. Iba de iglesia en iglesia, de convento en convento,
paseando su soltería y aburrimiento.
Un buen día le propuso matrimonio a otro
solterón pelirrojo, que trabajaba en el almacén de
su padre. La rapidez con que se celebró el matrimonio y el
inmediato viaje de los recién casados a vivir a
España, sorprendió y causó extrañeza
en el círculo de amigos de la familia Sánchez.
Más tarde se supo ocultamente que había quedado
embarazada.
Don Juan Crisóstomo de la Hoz, de familia
humilde, pelirrojo y de ascendencia hispana, desde muy joven
empezó a trabajar en el almacén de don Crisanto
Sánchez. Casi cuarentón, al ver la oportunidad de
casarse con la hija solterona de su patrón, Mercedes, le
aceptó el matrimonio que ella propuso.
A los dos años de casados Juan Crisóstomo
y Mercedes, estando en España, regresaron a Bogotá
con sus dos hijos Arturo y Sofía por la muerte del padre
de Mercedes. Juan Crisóstomo, desde entonces, ocupó
el lugar y fue el jefe y dueño de todos los haberes de su
difunto suegro. La infidelidad de Juan Crisóstomo, unida a
otras causas ocultas, arrojaba algunas dudas sobre este
matrimonio. Sin embargo supieron ocultar estas desavenencias ante
el medio social en que vivían y pasaban ante los ojos de
todos como un matrimonio modelo.
Juan Crisóstomo era sectario, demagogo y
clerical. Fue jefe de un grupo sombrío y agitador, que en
nombre de la religión y contra el liberalismo,
habían hecho un juramento como el de Aníbal: "Morir
antes que aceptarlos".
Su virtud y reputación intachables eran arquetipo
en aquella sociedad, sus palabras órdenes, su caridad el
más productivo de los negocios y la Iglesia, su apoyo
incondicional. Fue jefe o miembro de todas las congregaciones o
hermandades, presidente de todas las asociaciones, banquero de la
Curia, católico exaltado y conservador
combatiente.
Inteligente y audaz, había trepado como hiedra
intrigante y tenaz por las grietas de aquella sociedad
conservadora, se había apoderado de su dirección y
la tenía prisionera al servicio de sus caprichos.
Había asimilado el medio social en que vivía, lo
manipulaba y dominaba.
Con la hipocresía como escudo, la religión
como bandera, fe fanática y una conducta intachable
fingida, libró sus grandes batallas en el comercio y en la
banca. Don Crisóstomo se hacía llamar el padre de
los huérfanos, e hizo que la fama de su caridad llenara el
ámbito de toda la ciudad. Cuando su salud no le
permitió controlar bien sus negocios, liquidó
algunos, otros los arrendó y se retiró a la casa de
esta finca de campo llamada "La Esperanza", en las
afueras de este pueblo de Fusa, cercano a
Bogotá.
Doña Mercedes quiso dominar a su marido desde el
principio, pero encontró una resistencia tenaz en el
carácter violento y sin educación de él.
Siempre que su madre podía, la llevaba de
compañía, a las casas de familia bogotanas
acomodadas, donde iba a planchar. Desde que don Juan
Crisóstomo en su casa de Bogotá la vio por primera
vez, quedó prendado de la niña Luisa. Buscaba
entonces la oportunidad para jugar con la niña, hacerle
caricias sospechosas y decirle palabras obscenas.
Ya anciano y retirado en su casa campestre supo que la
señorita Luisa se había graduado en la Escuela
Normal de maestra, e inmediatamente gestionó, con la
dirección de instrucción pública su
contratación como institutriz de sus dos hijas en "La
Esperanza".
La señorita es hija de una familia humilde,
quedó huérfana de padre sin conocerlo. Él
era carpintero, lo reclutaron para la guerra civil y murió
en un pueblo lejano. Para sobrevivir las dos, su madre se
dedicó a planchar ropas en familias acomodadas como la de
don Crisóstomo y doña Mercedes. Su educación
en una normal pública, fue complementada, con grandes
esfuerzos de su madre, en una academia de poca alcurnia, donde su
voz privilegiada y su aptitud para el piano le facilitaron el
aprendizaje.
Tiene razón Simona, al día siguiente de mi
grado, aturdida aun por los aplausos de la ceremonia de clausura,
me informaron en la normal, que había sido contratada como
institutriz de dos niñas de una familia adinerada en una
casa campestre en un pueblo cercano. Ante la idea de verme sola
en una casa campestre de un pueblo extraño, lidiando de
pronto con padres de familia incultos y autoridades del pueblo
engreídas, con un cúmulo de emociones
extrañas, confundida y temblorosa acepté el
ofrecimiento. Hasta entonces había vivido en el cuarto
estrecho de mi madre, o en los fríos claustros de la
Escuela Normal de mi Bogotá nativa.
Continuó Simona, el día que la
señorita Luisa llegó como institutriz aquí a
"La Esperanza", doña Mercedes quedó
sorprendida de que la hija de un carpintero y una planchadora
tuviera tan elegante presencia y tan distinguidos modales. Desde
entonces nuevos celos se juntaron a su torturada alma.
Autor:
Rafael Bolívar
Grimaldos
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