Los dados mágicos – Monografias.com
I
Calíguenes no viajó hasta aquel puerto,
como sus padres, en el viejo barco articulado, que se
contorsionaba en el agua como una serpiente.
Tampoco hizo el incómodo viaje hasta el complejo
en el deslizador. Éste levantaba tal nube de polvo al
escape de su colchón, que hubieron de limpiar los filtros
varias veces.
Él se gestó y nació en el propio
complejo.
Nunca había abandonado el protegido
hábitat, como no fuese confinado en algún
vehículo. Los niños, antes de adquirir las defensas
necesarias, no podían hacerlo. De cualquier forma, no
había pisado el exterior, ni sentido en su rostro el
viento crudo no acondicionado, o el sol desnudo. El niño
sabía toda esta historia, porque sus padres se
habían encargado de repetírsela. De otra forma, la
saga familiar quedaría inconexa.
La joven pareja saltó al muelle, con una
niña de pocos años y sin equipaje. Tan sólo
sus personas podrían acceder al complejo; para lo cual
sería imprescindible que se bañasen, dejaran sus
ropas, y las cambiaran por las del hábitat.
El puerto estaba desierto, desvencijados los edificios,
cerrados sus almacenes y oficinas, muertas de herrumbre las
inertes máquinas. Todo lo cubría una capa de polvo
que no había visto la lluvia; y el sol, casi en su cenit,
hacía flamear la tierra. Allí no había
más trazas de movimiento, que las del vehículo
deslizador que esperaba sobre el muelle.
Los pocos pasajeros que habían desembarcado se
subieron, y de inmediato, el barco se curvó como un pez y
enfiló hacia la bocana. Al resto de los viajantes se les
vio aliviados tras las ventanillas, pensando, con seguridad, que
el siguiente atraque sería más acogedor. La pareja
introdujo a la niña en el vehículo. La
habían sacado del barco, embutida en un sobretodo
protector con capucha, unas gafas oscuras, y una máscara
de respiración. Madre e hija se internaron, mientras
él quedaba sobre el muelle.
Aldés Zarela sabía por referencias,
cuán abrupto era el itinerario que les aguardaba. Se
acercó a uno de los tripulantes, para preguntar, si no
había otro medio que aquel para ir al hábitat. El
tipo se encogió de hombros, y le comentó, que unos
aeróstatos también hacían el recorrido, pero
sólo si los vientos eran propicios, que no era el
caso.
Desde arriba, ajena a estas consideraciones, Noyndia
observaba junto a la portezuela. Se cogió del brazo de su
marido nada más subir:
— ¿Nos vamos ya?
El interior es confortable y su ambiente grato y
luminoso. El desplazador más tiene la apariencia y la
holgura de un barco, que las de un vehículo de tierra
firme. En realidad, lo mismo se deslizaría también
por la superficie del agua. Sus asientos, en cuatro filas dobles,
se encaran cada cuatro con una mesa en medio. No obstante, pueden
vencerse en cualquier dirección. Dos amplios ventanales
ocupan los costados desde el techo hasta el piso, y entre los
asientos, tres pasillos comunican sin agobios el morro con la
cola. Las estancias especiales son inmejorables.
El gran óvalo puso en marcha sus motores, y
quedó gravitando sobre el aire a presión bajo las
lonas. Acto seguido giró sobre sí,
impulsándose por el asfalto. Después dobló a
la derecha y abandonó la carretera.
— ¡Dios mío, nos vamos a estrellar!
—Se aferró Noyndia a su marido,
horrorizada.
—Tranquilízate mujer. Este trasto es muy
seguro —Le acarició los cabellos.
— ¿Pero es que estás ciego?,
¡no va por la carretera, va por el campo!
Él sonrió.
—Que no, mujer, que es así. El deslizador
está hecho para eso precisamente, para ir por cualquier
sitio.
La niña, libre ya de las protecciones, va mirando
al exterior embobada. La madre la contempló con
envidia.
— ¿Entonces…, todo ese polvo qué
es…?
—Es provocado por su sistema de
deslizamiento.
—Pues vaya una cosa…—Noyndia no las
tenía todas consigo.
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