Conquista rápida y saqueo cuantioso de Gonzalo Jiménez de Quesada
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de Bogotá - Reparto del botín
- Final
del gobierno de Gonzalo Jiménez de
Quesada
Santa Marta
Barrancabermeja
Su expedición contaba con hombres acostumbrados a
la guerra, habían servido algunos de ellos en los
ejércitos de Carlos V. Constaba de setecientos hombres y
ochenta caballos que emprendieron marcha por tierra el 6 de Abril
de 1536, más doscientos soldados y marineros que se
embarcaron en lanchas por el río Magdalena. La flotilla de
la expedición fue a buscar la desembocadura del río
y entrar por ellas para remontar la corriente. Jiménez de
Quesada con su tropa, después de dar vuelta a la
Ciénaga, se internó por tierras y montañas
que habitaban los indios Chimilas, raza guerrera e indomable que
dio que hacer durante muchos años a los colonos de Santa
Marta. Las tropas conquistadoras llevaban en pos suya
recuas de indios cargueros que se fugaban en todas las
paradas, y había que ir a los caseríos vecinos en
busca de otros. Siguiendo la jornada por aquellas tierras
intransitables, pasaron con dificultad un río llamado
Ariguaní, en donde se ahogó parte del
equipaje.
Después de atravesar la población
indígena de Chiriguaná, perdieron los guías
en las montañas y gastaron ocho días en llegar a
las lagunas de Tamalameque. En aquel lugar los indios guardaban
aún frescos los malos recuerdos de Alfinger, y salieron a
defender la población con denuedo, pero fueron sometidos.
Quesada descansó allí con su tropa, y envió
al río Magdalena algunos hombres a averiguar si la
flotilla que venía por el rio había llegado al
lugar. Volvieron los mensajeros con la triste nueva de que la
flotilla no existía. La mayor parte de las embarcaciones
habían naufragado en la desembocadura del río, y
los hombres que lograron llegar a tierra fueron víctimas
de las flechas de los indios o de la voracidad de los caimanes.
Los otros barcos fueron a parar a Cartagena. Luis de
Manjarrés, Cardoso, Ortún Velasco y otros se
volvieron a Santa Marta, alistaron otra flotilla bajo el mando
del Licenciado Gallegos y al cabo de casi dos meses se reunieron
con Jiménez de Quesada en las orillas del río
Magdalena.
Este río estaba muy poblado en la parte baja, por
lo que fue preciso librar con frecuencia reñidos combates
con los indígenas. Estos salían a detener el paso a
los españoles, a veces con gran número de canoas
con las que rodeaban sus embarcaciones. Eran tantas las
dificultades que habían sufrido, que las dos expediciones,
la de tierra y la de mar, se reunieron en Sompallón para
suplicar al adelantado que desistiese de la empresa. Éste,
con el capellán, el padre Domingo de Las Casas y los
oficiales, lograron persuadir a los descontentos al plantearles
que devolverse empezando la jornada sería desacreditarse y
ganarse la fama de cobardes.
Continuaron camino, unos por tierra y otros por agua.
Los de tierra iban precedidos por macheteros, a
órdenes del capitán Gerónimo de Inzá,
rompiendo selva cerrada que jamás había pisado ser
humano, pues los indios se desplazaban siempre por el río
en canoas. En aquellos bosques tropicales, enmarañados,
crecían árboles apiñados, espinos y plantas
trepadoras, tigres, jabalíes, asquerosos mapuros, y los
murciélagos y mosquitos que se cebaban en la sangre de
muchos. Se veían troncos derribados unos sobre otros,
plagados de animales nocivos como arañas, cien-pies,
gusanos, alacranes y serpientes. Por lo anterior los macheteros a
veces gastaban hasta ocho días en abrir una senda que la
expedición transitaba en pocas horas.
A los que caminaban por tierra las espinas y ramazones
despedazaban sus vestidos y arañaban sus cuerpos, eran
picados por los tábanos y seguidos de enjambres de
zancudos con ponzoñas llenas de quemazón. Se
guarecían debajo de los árboles para defenderse de
las tempestades, comían frutas y raíces silvestres.
Muchos enfermaron y gran parte murieron comidos por tigres o
picados por culebras. Pasaban a nado los ríos, esteros y
lagunas que desaguan en el río Magdalena. Los que lo
navegaban eran atemorizados por caimanes y seguidos por indios
flecheros, que por instantes los rodeaban con gran número
de canoas. De noche, oscuras tempestades los atemorizaban con
espantosos rayos y truenos. Algunos afligidos con enfermedades
propias de aquellos climas, cubiertos los cuerpos de llagas,
cojos o ciegos y desesperados, al ver que el camino se alargaba
indefinidamente permitían que pasasen adelante sus
compañeros y ellos se dejaban morir debajo de algún
árbol. Los tigres se habían vuelto tan atrevidos,
que se apoderaban de su presa, sin que los demás oyesen
los gritos de angustia. Sacaban a los españoles de sus
hamacas en las noches, aprovechándose del estruendo de los
aguaceros y la luz de los rayos.
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