Atenas está en la cumbre de su vida
artística: Ictinus y Calícrates diseñan y
construyen el Partenón. Fidias esculpe sus frisos.
Píndaro escribe sus últimas odas. Sócrates
presenta Antígona y Edipo Rey. Atenas, además, ha
llegado al máximo de su democracia: se gobierna a
sí misma en asamblea de todos sus ciudadanos varones
adultos; cualquiera puede ser electo para cualquier
posición; Pericles ha introducido el pago a los jurados
para que los pobres puedan ocupar esos puestos; hay puestos
públicos a los que no se llega por elección sino
por sorteo. Otras ciudades griegas imitan la democracia
ateniense.
La política es la principal
actividad de los ciudadanos atenienses y de los ciudadanos de las
ciudades que también han establecido la democracia. A
cargo de todos está el gobierno de la ciudad.
¿Qué habilidades hacen falta para participar
exitosamente en la vida pública? ¿Cómo se
triunfa en política? Estos son los temas que ahora
interesan. Estas son las preguntas para las que se quieren
respuestas. Por ese tiempo habían aparecido unos
señores que decían tener esas
respuestas.
Los
sofistas
La palabra sophistes significaba
maestro en sabiduría. Como tales se presentaban estos
señores que andaban de lugar en lugar, participaban en la
política y cobraban por sus lecciones. Sabían o
simulaban saber de todo: astronomía, geometría,
aritmética, fonética, música, pintura. Pero
su ciencia no buscaba la verdad sino la apariencia de saber
porque ésta reviste de autoridad.
Enseñaban la areté
requerida para estar a la altura de las nuevas circunstancias
sociales y políticas (recordemos que la palabra
areté, traducida generalmente por virtud, no
tenía entonces las connotaciones morales que nuestra
palabra virtud tiene; era más "lo que es propio de", como
se explicó en la introducción).
La primera exigencia de esa
areté era el dominio de las palabras para
ser capaz de persuadir a otros. "Poder convertir en
sólidos y fuertes los argumentos más
débiles", dice Protágoras. Gorgias dice que con las
palabras se puede envenenar y embelesar. Se trata, pues, de
adquirir el dominio de razonamientos engañosos. El arte de
la persuasión no está al servicio de la verdad sino
de los intereses del que habla. Llamaban a ese arte
"conducción de almas". Platón dirá
más tarde que era "captura" de almas.
No eran, pues, propiamente filósofos
pero tenían en común una actitud que sí
puede llamarse filosófica: el escepticismo y
relativismo. No creían que el ser humano fuese
capaz de conocer una verdad válida para todos. Cada quien
tiene "su" verdad.
Los filósofos anteriores daban
generalmente a sus libros el título "Sobre la Naturaleza o
lo existente". Gorgias parece burlarse de ellos cuando titula el
suyo "Sobre la Naturaleza o lo No existente". Con ese libro
pretendió demostrar tres cosas: 1) nada existe, 2) si
existiese algo no podríamos conocerlo, 3) si
conociésemos algo no podríamos comunicarlo a los
demás. Platón comentó: ¿Son al menos
estos principios verdaderos? Si no, ¿por qué los
asegura Gorgias con tanta universalidad?
Protágoras decía: "Como cada
cosa me aparece, así es para mí; y como aparece a
ti, así es para ti."
El escepticismo alcanzó a los
dioses.
"No dispongo de medios –dice
Protágoras– para saber si existen o no, ni la forma
que tienen; porque hay muchos obstáculos para llegar a ese
conocimiento, incluyendo la oscuridad de la materia y la cortedad
de la vida humana."
Y alcanzó a las leyes de las
ciudades. Antes se creía que éstas tenían
origen divino, ya fuese porque Apolo hubiese inspirado
directamente al legislador –tal era el caso de Licurgo,
legendario fundador de Esparta– ya fuese porque los
legisladores acostumbraban consultar sus proyectos de ley al
oráculo de Delfos. Ahora se ha viajado suficiente para
poder comparar las leyes griegas con las leyes de otros lugares
y, sobretodo, se tiene experiencia de cómo se redactan y
aprueban leyes en las asambleas democráticas. Los sofistas
eran miembros de esas asambleas. Protágoras estuvo en el
grupo enviado a Turii, en el sur de la actual Italia, para dar
leyes a la nueva colonia ateniense.
Para ellos, por tanto, las leyes eran
convencionalismos humanos. Normas que los hombres adoptan
para no vivir como animales. En el principio se vivió
así y los fuertes se aprovechaban de los débiles.
Las leyes protegen al débil del fuerte. En ese sentido son
convenientes, aunque no tienen otro fundamento.
Porque no tienen otro fundamento los
hombres pueden transgredirlas con tal de que los demás no
lo adviertan. Por la misma razón, un hombre fuerte,
realmente fuerte, puede ignorar las leyes, apoderarse del poder y
satisfacer sus deseos; en ello brilla la dike (ver el
sentido de esta palabra en la introducción) de la
naturaleza.
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