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Expropiación bancaria en México (página 2)



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Junto con la expropiación se nos castigó con la sindicalización de empleados, quienes por razones obvias éramos personal de confianza. La consigna fue inducirnos a no aceptar la formación de un sindicato único del ramo, como pretendían grupos activistas, ya que las autoridades reconocían el peligro que significaría la existencia de un organismo con poder de paralizar al país con una huelga general de actividad bancaria. Se logró que cada institución tuviera su sindicato, dependencia inútil en la práctica, que representa costo superfluo, pero inocua, al fin.

Las transacciones más complicadas eran cambio de divisas, porque como detallo adelante el peso se devaluó en febrero, en agosto se dejaron de convertir dólares y el pasado miércoles se cerró el mercado. Toda operación justificable se negociaba con funcionarios de Banco de México, quienes autorizaban la entrega de dólares, si procedía.

Al finalizar septiembre regresé a mi oficina en las oficinas centrales del Banco. Había ingresado 25 años atrás como economista. Mis tareas consistían en observar permanentemente el comportamiento de la economía y mercados financieros, indagar a qué obedecían sus fluctuaciones, analizar las políticas públicas, dar seguimiento a su instrumentación y con esas bases elaborar pronósticos, para efectos de planeación estratégica y proporcionar información a clientes y público en general. En ese mes fui protagonista de lo acaecido en el microcosmos donde los integrantes de la colectividad realizan sus operaciones financieras cotidianas, lejos del gabinete de trabajo, lo cual me brindó ricas e inolvidables enseñanzas.

Desde el ángulo humano atestigüé escenas de angustia y desesperación, como la del joven funcionario de una corporación trasnacional cuya madre fue operada en Houston y requería dólares para sacarla del hospital. Un importador tenía mercancía perecedera en la frontera que debía recoger, previo pago en efectivo. Los diplomáticos necesitaban dólares para enviar a sus familias a sus países. Varios clientes exigieron se les restituyeran los billetes verdes que entregaron, en lugar de la equivalencia en pesos fijada a los mexdólares. Algunos comprendían y aceptaban sin discusión; pero los hubo agresivos, quienes nos culparon de robarles, por ser representes del Banco. Compartí preocupaciones y ansiedades ante dificultades provocadas por un acto autoritario de gobierno. Al mismo tiempo tuve la satisfacción de servirles y ayudarles a resolverlas, cuando se pudo.

Como profesional, descendí de mi torre de marfil, me alejé de la teoría y estuve en el campo de la batalla económica real, donde se viven en carne propia los efectos de decisiones que los funcionarios toman desde sus escritorios. Presencié en vivo e in situ un suceso que tendría consecuencias socioeconómicas graves y tardadas. El sistema financiero parecía desintegrarse. Empresas y personas con adeudos en dólares considerables sufrirían trastornos y pérdidas enormes. Se debilitaría la inversión y acarrearía desempleo. La inflación erosionaría el ingreso de todos, en particular estratos de bajo ingreso. Estábamos al borde de un retroceso con inflación y de una transición en todos los órdenes. Por eso considero que fue acontecimiento paradigmático.

Doce años después, por azares del destino, me hallaba al frente de una dirección estatal del Banco, fuera del DF. Igual que en 1982 estuve en el escenario donde se vivió la crisis de 1994-95. Conocí los sufrimientos de empresarios y familias que deseaban cubrir sus adeudos mas carecían de solvencia para hacerlo, porque los intereses se quintuplicaron. Muchas empresas dejaron de vender, se les negaba crédito y debieron cerrar. Numerosas personas perdieron su empleo. Varias familias perdieron sus casas. Con vergüenza y dolor visité a clientes con quienes llevaba amistad para suplicarles que pagaran. Se lamentaban de no tener liquidez disponible. También presioné a deudores que no cumplían, aunque tuvieran con qué, atenidos a que FOBAPROA se haría cargo o porque grupos de lucha como el Barzón les aconsejaban abstenerse.

La expropiación bancaria fue un episodio en la complicada mecánica de la sociedad, y carecera de sentido visto en forma aislada. Pero fue acontecimiento paradigmático al repercutir en todos los aspectos de la vida nacional. Alteró el funcionamiento de las instituciones, de la administración pública, de la estructura del sistema financiero y del aparato económico. Modificó la conducta de la gente, la conciencia colectiva y la cultura. Demostró que era imperativo erradicar el autoritarismo que otorgaba al Presidente facultades para asumir el control absoluto de las acciones gubernamentales y actuar con discrecionalidad, según su criterio y estilo personal, sin medir las consecuencias de largo plazo.

En este ensayo describo la situación que privaba en los años previos a aquel suceso; profundizo en los incidentes que lo originaron, y examino los efectos que tuvo en el sistema financiero en general y en las instituciones bancarias en particular, con la finalidad de aquilatar su significado y trascendencia.

Tomo como antecedente lo ocurrido de 1954 a 1982, cuando se gestaron y desarrollaron los hechos que llevaron al traumatismo del último año y al prolongado y doloroso estancamiento con inflación que le siguió, a modificar políticas y estrategias y a reconstruir la maltrecha economía. Divido el periodo en tres etapas, que dan cuerpo a sendos capítulos: Primero, el desarrollo estabilizador, que arranca en el sexenio de Adolfo López Mateos y se reafirma con Gustavo Díaz Ordaz, entre 1964 y 1970. Segundo, el desarrollo compartido, prometido por Luis Echeverría Álvarez. Tercero, la administración de la abundancia derivada del auge petrolero, a que se comprometió José López Portillo.

Enseguida planteo la pregunta ¿Por qué se expropiaron [los bancos]? y dilucido que el acto tuvo fondo político más que motivos económicos. Es el capítulo crucial, porque da respuesta a esa incógnita que está en la mente desde entonces.

En el siguiente capítulo analizo lo ocurrido en la banca estatizada de 1982 a 1988, correspondiente a la presidencia de Miguel de la Madrid. Describo el proceso de indemnización a los accionistas y cómo se reorganizó el sistema bancario.

A continuación reseño lo que vino después de la expropiación, cuando se presenció cambio de rumbo, se adaptó la economía a la globalidad y al liberalismo y auspició la reprivatización de la banca, que afrontó severos problemas durante la crisis de 1994-95.

Cierro con la Conclusión obtenida al conjugar la información presentada. No es una sinopsis, sino la interpretación somera de lo ocurrido, que invita a la reflexión y a aportar sugerencias de cómo evitar que vuelvan a presentarse episodios como el descrito.

Analizo lo sucedido con enfoque histórico, por referirse a acontecimientos registrados en el tiempo y el espacio. Me esforcé por no caer en dogmatismos y especulaciones, sino por apegarme a hechos reales, sucintos, como los conocí. Trato el tema con la amplitud que proporciona la antropología cultural que involucra el estudio de aspectos políticos, culturales, económicos y sociales. Limito el uso de estadísticas al mínimo, para ilustrar la relevancia cuantitativa de ciertos conceptos.

Los argumentos, descripciones y deducciones se fundan en autores que conocieron el asunto y en fuentes oficiales, fundamentalmente Banco de México, Nacional Financiera, Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) y Asociación de Banqueros de México (su nombre antes de la estatización). Los combiné con información recabada en aquellas fechas, notas que conservo en mis archivos y experiencias propias.

El desarrollo estabilizador

México emprendió su industrialización a fines del siglo 19º, durante el gobierno de Porfirio Díaz, mas recibió impulso definitivo durante la segunda guerra mundial, a principios de los cuarentas, cuando los Estados poderosos se convirtieron en campos de batalla, dejaron de producir bienes de consumo para fabricar material bélico y dejaron libre el campo a economías subdesarrolladas, que apuntalaron su estructura fabril.

El mundo vivía bajo el proteccionismo y la intervención estatal, adoptadas por el presidente Franklin D. Roosevelt de EUA para salir de la depresión de los años treinta, como política del Nuevo Trato (New Deal), que fundó el Estado-benefactor (welfare-state), inspirado en recetas keynesianas, con que impulsaría la economía y redistribuiría el ingreso, con ayuda de fuerte gasto público. El paradigma se refrendó al finalizar la contienda y favoreció la reconstrucción de Europa y la reanudación del desarrollo de los países poderosos, que remolcaron a las áreas periféricas. Los dos decenios posteriores se distinguieron por veloz desarrollo y prosperidad.

En tal marco, el gobierno mexicano siguió la estrategia de fomentar industrias nuevas y necesarias y sustituir importaciones, por medio de infraestructura, estímulos fiscales, crédito preferencial, subsidios, dotación de tierras y productos básicos a precios subsidiados, así como con protección arancelaria e importaciones sujetas a permiso previo,[1] que proporcionaran clientela cautiva a los productores. Las empresas obtenían alta rentabilidad y se estimulaba la inversión privada. Se perseguía el crecimiento hacia dentro, a través de inversión pública, creación de empleo, ascenso del ingreso nacional y de la demanda agregada, táctica keynesiana típica.[2]

En 1954 se devaluó el peso y empezó la etapa del desarrollo estabilizador,[3] que se consolidó en los años sesentas. Así se nombró por combinar crecimiento económico con estabilidad de precios, que la teoría consideraba antagónicas, por lo que se calificó de milagro mexicano. Fue punto de partida de la modernización que trasformó al país de primordialmente rural y agropecuario, en urbano e industrial.

En 1959 Ortiz Mena mencionó como objetivo de la política económica "lograr una creciente movilización de los recursos financieros nacionales a través de medidas que hagan posible coordinar la política monetaria, fiscal y de fomento del mercado de capitales y que permitan ampliar los fondos de financiamiento que, debidamente eslabonados con la política de comercio exterior coadyuven al mantenimiento de la estabilidad cambiaria." Puntualizó que los recursos financieros se canalizarían a sectores donde existieran faltantes.[4] Esto es, la autoridad determinaría adonde colocarlos.

El gobierno ejerció manejo austero y disciplinado del presupuesto, aplicó política monetaria prudente y mantuvo bajos e invariables los precios de energéticos y servicios proporcionados por él. Esto garantizaba estabilidad monetaria, tipo de cambio fijo y libertad de cambios.

Existía larga tradición en materia bancaria, porque la primera institución de corte moderno fue Banco de Londres, México y Sudamérica, de capital inglés, fundada en 1864, durante el imperio de Maximiliano, al que seguirían varios más, de capital foráneo.[5]

Las instituciones privadas operaban en siete mercados especializados: 94 de depósito, 81 financieras, 18 hipotecarias, 2 de capitalización y ahorro y préstamo para vivienda familiar, más departamentos de ahorro y fideicomiso, que la ley permitía tener junto a otros ramos.[6] Las más grandes constituían filiales que cubrían varios mercados, de tal forma que se anticiparon a la figura de banca universal o múltiple, como se llamaría aquí.

Banco de México las regulaba, vigilaba y controlaba mediante estricta reglamentación. Tenía la facultad de fijar las tasas de interés de acuerdo con las necesidades de generar ahorro y estimular la demanda de financiamiento.

Un grupo de 23 bancos estatales —13 de ellos de crédito rural— cubrían campos específicos: industria, comercio exterior, fomento cooperativo, agricultura, azúcar, obras y servicios públicos, complementados por 14 fondos permanentes de fomento (fideicomisos) y organizaciones auxiliares.

Las instituciones privadas mantenían un depósito obligatorio (conocido como encaje legal), que servía como instrumento de control monetario y para orientar el crédito a actividades productivas cuyo desarrollo se creía conveniente. En ciertos renglones las instituciones privadas disponían hasta de 90% de los recursos captados para inversión libre; pero en otros se limitaba a 25%.[7]

El crédito otorgado a empresas y particulares por cada instancia era similar. Por ejemplo, en 1965 la cartera de la banca privada era 31,313 millones de pesos, y la de la estatal, 28,044 millones.[8]

Con tal estructura financiera el gobierno dirigía recursos de la banca a actividades dinámicas y productivas, que coadyuvaran al desarrollo.

El producto interno bruto se incrementó 5.9% anual en términos reales entre 1960 y 1970. La población ascendía 3.4% anual y la tasa de inflación era 3.7%. La productividad de la mano de obra subió 66.5% en el decenio y los salarios industriales se elevaron 4.9% al año. El ingreso real por habitante creció 2.7% anual y fue apreciable la movilidad social.[9]

La rapidez con que creció la economía no obedeció sólo a eficacia de la política económica, sino a que México disponía de vastos recursos físicos sin aprovechar; el mercado interno se hallaba en expansión; no se resentía el efecto de la sobrepoblación, y el ambiente internacional era propicio, porque se vivía el auge de posguerra. Por lo demás, se disfrutaba de estabilidad política y seguridad pública que inducían placidez y confianza en el futuro. Era terreno ideal para la inversión privada fija, que creció 12% anual en términos reales entre 1960 y 1970. Aportaba más de 60% de la total.[10]

Prevalecía nacionalismo económico: se procuraba que el desarrollo se sustentara en ahorro interno. Las empresas con mayoría de capital nacional recibían estímulos especiales, reducción fiscal y se les reservaban la explotación de recursos naturales y de actividades provechosas. El criterio oficial era: "la inversión extranjera privada directa es bienvenida por cuanto puede jugar un papel importante para acelerar el progreso económico. Pero deberá ajustarse a nuestra legislación, operar en forma complementaria a los esfuerzos nacionales y coadyuvar a la consecución de los objetivos sociales," especificó el secretario de Hacienda en la convención bancaria de 1965.[11] A tono con ese nacionalismo y dado el carácter estratégico de la banca, se prohibía la participación de personas o entidades extranjeras en su capital.

La era se recuerda con nostalgia. Las familias sentían que su ingreso les alcanzaba, las necesidades eran sencillas, se desconocía la inflación, existían paz y seguridad.

La estrategia fue efectiva, pero daba la impresión de que se buscaba el desarrollo por el desarrollo mismo, fincado en el fomento industrial, por haber sido el camino seguido por las naciones poderosas. Por eso se conoce como desarrollismo. Se incitaba a producir de todo, aunque no existieran condiciones viables de mercado. Lo importante era que se establecieran empresas sin importar que operaran con eficiencia, productividad, calidad, puntualidad ni costos mínimos. La falta de competencia externa aseguraba ventas y rentabilidad.

La industrialización sustentada en el proteccionismo fue costosa. Para el Estado, porque implicaba subsidiar la inversión. Para la sociedad, porque inducir desarrollo hacia dentro forzó el sistema y provocó desajustes entre recursos, población y tecnología; entre regiones y sectores, y entre grupos sociales. Se incrementó el PIB/H, a costa de concentrar el ingreso. Para la economía, porque la mayor parte de la inversión se orientaba a fabricar bienes de consumo, más fáciles de sustituir, en lugar de promover ramas dinámicas de alta tecnología. Para las familias, porque auspició empresas ineficientes, que proporcionaban bienes y servicios de mala calidad y caros.

Hirschman es elocuente: "se esperaba que la industrialización cambiara el orden social y todo lo que hizo fue producir manufacturas."[12]

Se estancó el sector agropecuario, por recibir escasa atención, inseguridad en la tenencia de la tierra, concentración demográfica, deterioro ambiental y favorecía migración interna y al exterior. El latifundio combatido por la reforma agraria se sustituyó por el minifundio, por reparto indiscriminado de tierras y parcelación excesiva. La productividad rural se abatía persistentemente. Para colmo, descendieron los precios internacionales de materias primas. La contribución del sector al producto interno bruto bajó de 15.9% en 1960 a 11.3% en 1970. La importación de alimentos de elevó 251.5%. En contraste, lo aportado por el sector industrial se amplió de 19.2% a 23.3%. El ingreso urbano se ampliaba, en tanto el rural se encogía. Los campesinos se refugiaban en ciudades, por lo que la población urbana pasó de 39.3% a 48.6% del total.

La población se multiplicaba en 3.4% anual. El número de habitantes casi se duplicó en veinte años: de 26 millones de personas en 1950 a 48 millones en 1970.[13] Era efecto del progreso, al mejorar servicios de salud pública, asistencia social y calidad de vida. Influyeron la ignorancia y el tabú religioso, ya que 27% de los mayores de 15 años era analfabeta, sólo 17% terminaron primaria completa y 96% declaraba ser católica, cuyo dogma prohíbe el control natal. Además, existía el mito de que México estaba subpoblado y su territorio era un cuerno de la abundancia. El gobierno, por su lado, se abstenía de inculcar planeación familiar.

En el exterior se formaba un huracán. La demanda de dólares de EUA y de libras esterlinas era enorme, porque nutrían las reservas de divisas. EUA y Gran Bretaña no se daban abasto para satisfacerla, ya que la extracción de oro en que se apoyaban no crecía con la celeridad requerida. Por tanto, ambas monedas se sobrevaluaron, se agudizó el déficit de pagos de sus emisores y menguó la confianza en ellas. Varios países, en particular Francia, convirtieron dólares en oro y agravaron la situación.

Fondo Monetario Internacional (FMI) adoptó medidas para corregir los desequilibrios, pero fueron infructuosos. En 1967 se devaluó la libra esterlina y desató crisis financiera que se extendería por todos lados. En 1968 el dólar de EUA estuvo a punto de caer. Se estimaba que los acreedores extranjeros poseían 3,000 millones de dólares que podrían ser convertidos. Para evitarlo se desmonetizó parcialmente el oro: se suspendió su empleo como medio de liquidación de saldos internacionales y se liberó la compraventa comercial, aunque los bancos centrales lo mantendrían como parte de sus reservas. En 1969 se devaluó el franco francés y se revaluó el macro alemán. Era imposible sostener paridades fijas. El mundo desarrollado se encontraba ante seria crisis financiera y EUA padeció serio receso. En ese marco arranca el desarrollo compartido.

El desarrollo compartido

Crisis financiera mundial, receso de la economía de EUA, más factores internos, conjugados, truncaron el desarrollo estabilizador en 1971, primer año de gobierno de Luis Echeverría Álvarez. Se debilitaron el consumo, la inversión y la exportación y el producto interno bruto real se movió al ritmo de la población, 3.4%,[14] lo que anuló el avance.

El progreso de la década anterior se debió en parte a la estabilidad política y a la eficacia del aparato electoral operado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que organizaba el cambio sexenal de presidente sin complicaciones, al tiempo que en otros rincones de Latinoamérica se sucedían golpes de Estado y se implantaban dictaduras militares. Fue otro milagro mexicano. Mas la represión con que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz contuvo el movimiento estudiantil en octubre de 1968 menguó el prestigio y legitimidad de la institución presidencial e hizo temer que se rompiera dicha estabilidad.

La efervescencia continuó en el siguiente sexenio. El 10 de junio de 1971 un contingente de manifestantes se reunió en la Plaza de las Tres Culturas para pedir se democratizara la enseñanza, desaparecieran los líderes estudiantiles o porros que asolaban los planteles y se liberara a los arrestados durante los disturbios de 1968, calificados de presos políticos por sus cabecillas. También se reprimió de manera sangrienta. Originó tal conmoción, que Echeverría tuvo que calmar los ánimos y ofreció actuar con apertura democrática, consistente en tolerar a disidentes, modernizar el sistema electoral, abrir la participación de otros partidos y corrientes políticas, satisfacer exigencias de obreros y estudiantes e invitar a intelectuales a colaborar con el gobierno. Para demostrar voluntad destituyó al procurador de justicia y al jefe del Departamento del Distrito Federal y liberó a detenidos por las trifulcas de 1968.

"Ante los cambios ocurridos en el país por un acelerado crecimiento material cuyos beneficios se concentraron en pocas manos y en unas cuantas regiones, ante una tasa demográfica que rebasaba la capacidad de las estructuras tradicionales para asimilar en condiciones de dignidad a millones de nuevos mexicanos, y ante los crecientes desequilibrios del orden internacional, se hizo evidente la necesidad de revisar los términos de nuestra convivencia. […] Era imperioso sacudir la inercia originada en tres décadas de prosperidad desigual y de una expansión de la fuerza productiva que relegaba las legítimas exigencias sociales y las sometía en nombre de una falsa y precaria estabilidad," explicaría Echeverría.[15]

El presidente se comprometió a atender a todos los sectores y buscar avance equilibrado, que beneficiara a la sociedad, a través de lo que llamó desarrollo compartido, en contraposición al estabilizador.[16] Ofreció impulsar la modernización económica con justicia social, satisfacer las demandas populares y atenuar las diferencias de ingreso. Es decir, resolvería todos los problemas y erigiría nuevo país. En cierta ocasión manifestó: "En cinco años haremos lo que no se ha hecho en cincuenta," relata Krauze.[17]

Riding lo observó así: "Echeverría parecía estar decidido a atacar los agudos problemas sociales del país y se embarcó en un programa para construir caminos, escuelas y clínicas de salud en zonas rurales pobres. Pero las erogaciones estuvieron mal proyectadas. Echeverría recorría el campo y, como respuesta a las peticiones presentadas por las comunidades locales, simplemente ordenaba que su burocracia entrara en acción, obligando a las secretarías a cambiar hombres, equipo y fondos que estaban destinados a otros programas. El resultado fue el caos administrativo."[18]

Construyó un Estado benefactor, como el fundado por Roosevelt en los treintas, con sesgo paternalista: repartía riqueza, pero no contribuía a crearla. Se fue por la línea del populismo, que Toto Jiménez define como "régimen político que busca elevar el nivel de bienestar de su pueblo afectando a ciertos grupos minoritarios de su población, […] el gobierno destina recursos a proyectos poco productivos económicamente, y no presta atención al déficit fiscal y a la balanza de pagos; además de proveer de recursos a sectores poco productivos con fines políticos o sociales."[19] El cometido era alcanzar prestigio inmediato, sin medir las consecuencias que acarreara a largo plazo. Las fuentes de recursos serían emitir dinero y contratar deuda externa, cargas que heredarían generaciones futuras.

En el terreno económico exacerbó el desarrollismo, con intensa actividad gubernamental y gasto público desbordado, de respuesta veloz. No preocupaba avanzar con estabilidad monetaria, procedimiento sano, pero lento.

"El Estado surgió como el único actor inicial promotor del despegue industrial de manera patrimonialista. Fue el promotor de todo el edificio proteccionista, que se vio obligado a cerrar fronteras a la competencia externa, pero también a reglamentar demasiado la industrialización interna. Fue como alimentar una paloma con balas de plomo para que no volara," sostienen Rudomin et. al.[20]

El gasto público se cuadruplicó y absorbió la tercera parte del producto interno bruto (PIB) en los dos últimos años del sexenio. El déficit presupuestario, que en 1970 fue 1.8% del PIB, ascendió a 7.5% del PIB.[21] El gasto público subió de 13% del PIB en 1970 a 40% en 1976.[22]

Banco de México fue obligado a incrementar su financiamiento al gobierno federal; redujo tasas de interés para inducir demanda de crédito, y elevó la reserva obligatoria para que el financiamiento bancario se canalizara de preferencia a agricultores pobres, ejidatarios, pequeña y mediana industria y a zonas de menor desarrollo relativo.[23] La colocación libre de las instituciones se contrajo a entre 20% a 75%,[24] frente a 25% a 90%, mencionadas.

Echeverría enfatizaba que al Estado correspondía dirigir e impulsar la economía, en busca del mejor interés de la población. Intensificó la estatización de empresas de cualquier ramo, aun cuando fueran improductivas y carecieran de enfoque social, y creaba organismos y fideicomisos que instrumentaran sus programas de desarrollo, a tal grado que se duplicó el número de empresas y organismos del Estado, para sumar 700.[25] La inversión fija pública aumentó 11.9% real al año. De representar 38% en 1970, aportaba 51% en 1976. En consecuencia, se desplazó capital privado, al que se atribuían los males que afectaban a la sociedad. Sólo aumentó 2.9% anual y su participación se redujo de 62% a 49%.[26] Canceló o redujo privilegios al sector privado. Recalcaba que la mexicana era economía mixta.

La actitud del Presidente desencadenó enfrentamientos con empresarios. El sentir que privaba en la comunidad de negocios afloró en el funeral del empresario regiomontano Eugenio Garza Sada, asesinado en 1973 por la Liga comunista 23 de septiembre. Allí Margáin Zozaya expresó: "Sólo se puede actuar impunemente cuando se ha perdido el respeto a la autoridad; cuando el estado deja de mantener el orden público; cuando no tan sólo se deja que tengan libre cauce las más negativas ideologías, sino que además se les permite que cosechen sus frutos negativos de odio, destrucción y muerte.

"Cuando se ha propiciado desde el poder a base de declaraciones y discursos el ataque reiterado al sector privado, del cual formaba parte destacada el occiso, sin otra finalidad aparente que fomentar la división y el odio entre las clases sociales. Cuando no se desaprovecha ocasión para favorecer y ayudar todo cuanto tenga relación con las ideas marxistas a sabiendas de que el pueblo mexicano repudia este sistema opresor."[27]

Al comienzo del sexenio se elevaron precios de gasolinas y azúcar; después precios de garantía de productos agrícolas y la carga impositiva de las clases medias. Se aceleró el gasto y para cubrirlo se ordenó emitir circulante, lo que desató inflación. Los precios crecían entre 3% y 4% anual en la década anterior. Promediaron 19.3% anual en la segunda mitad del sexenio.

Para acallar la inconformidad decretó ocho aumentos de salario mínimo, que en lo sucesivo deberían revisarse anualmente, en vez de cada dos años, como se hacía antes. Los salarios se triplicaron, crecieron por arriba de la productividad de mano de obra, estrangularon la ganancia de las empresas y se desalentó la inversión.

La economía entró en espiral inflacionaria. A pesar de ello se mantuvo el tipo de cambio del dólar en 12.50 pesos, vigente desde 1954, porque la fortaleza del peso era uno de los símbolos más venerados desde que Nueva España fue el mayor productor de plata y emitía la moneda más fuerte del Imperio Español, el real de ocho, conocido como Mexican dollar. Echeverría no deseaba pasar a la historia como el presidente que devaluaría después de dos décadas de tipo de cambio fijo. En consecuencia, se sobrevaluó el peso, se abarataron las importaciones, encareció la exportación y el déficit comercial casi se duplicó.

El país gozaba de excelente reputación por su estabilidad política, su desarrollo estabilizador, potencialidad económica, riqueza petrolera, libertad cambiaria y prestigio como deudor cumplido. El endeudamiento externo se mantenía en cifras prudentes, que en 1971 inspiraron a Hugo B. Margáin, secretario de Hacienda, a elogiar a la administración antecesora: "Es preciso hacer saber a la nación que por el camino del endeudamiento hubiéramos llegado a la insolvencia y tal vez al deterioro de la armonía social."[28]

Pronto se desechó tal principio, se aceleraron los déficit fiscal y comercial y para cubrirlos se incurrió en deuda externa. El criterio era, según Krauze: "Si había dinero, había que gastarlo y si no, había que imprimirlo o pedirlo prestado. ¿Para qué otra cosa podría servir el crédito acumulado por el desarrollo estabilizador."[29]

Margáin reprobaba la indisciplina financiera y así lo manifestó en agosto de 1973: "Hay algunas reglas que deben tomarse en cuenta, señor presidente. La deuda interna y externa tienen un límite y ya llegamos a ese límite."[30] A los pocos días renunció por razones de salud y fue designado embajador en el Reino Unido.

Lo sustituiría José López Portillo, quien durante buen tramo de su vida profesional ejerció como abogado; en 1960 se incorporó a la burocracia; en 1970 fue nombrado director de la Comisión Federal de Electricidad, y en 1973 secretario de Hacienda, sin experiencia administrativa ni conocimientos económicos y financieros. No se requerían, pues Echeverría aclaró: "las finanzas públicas se manejan desde Los Pinos." Despojó a Hacienda de esa responsabilidad y utilizaría recursos externos para promover discrecionalmente la economía.

La globalización financiera arrancó a mediados de los sesenta y cada día la consolidaba el desarrollo de la tecnología en computación y telecomunicaciones. Creó terreno propicio para la crisis que llevó a la devaluación de las principales divisas señalada y fue señal de que urgía reorganizar el sistema financiero mundial concebido en Bretton Woods, en 1944.[31] Entre 1950 y 1970 se vivió la revolución bancaria. Al intensificarse la concurrencia internacional el mercado demandaba mejores productos bancarios. La banca universal o múltiple sustituyó a las instituciones especializadas. Se formaron consorcios y redes internacionales de servicios financieros para atender a mercados más refinados y exigentes.

En los setentas el orbe presenciaba intenso movimiento especulativo de capitales y altas tasas de interés. En México éstas se mantenían inflexibles, controladas por el banco central, en un clima de presión inflacionaria. Entre 1973 y 1977 los depósitos bancarios obtenían rendimiento negativo, lo que originó desintermediación bancaria, dolarización y débil formación de capital.[32] Era obvio que la banca especializada ya no satisfacía las necesidades.

A pesar del sesgo socializante de Echeverría no hubo señales de que el Estado interviniera la banca privada, que en 1970 manejaba 70% de los recursos totales. El 30% restante correspondía a 32 instituciones nacionales [del Estado] y 11 fondos de garantía y fomento.[33]

En ese año se modificó la legislación para actualizar el sistema financiero y darle capacidad para competir en el medio internacional, ya inmerso en la globalidad. Se reconoció la existencia de grupos financieros, "siempre que apliquen una política financiera coordinada y establezcan un sistema recíproco de garantía en caso de pérdida de sus capitales pagados."[34] Actuaban como banqueros, socios, consejeros y asesores de empresas, lo cual patrocinaba estrecha comunión gobierno-empresas-bancos que imprimía flexibilidad y dinamismo a la actividad económica. La prueba se tiene en las convenciones anuales de banqueros, a las que asistían altos funcionarios gubernamentales y empresarios a examinar, informar y comentar asuntos cruciales de la marcha de la economía nacional, en presencia de destacados invitados extranjeros.

La estructura era simple y funcional. Las instituciones trabajaban en armonía, coordinadas por Hacienda, Banco de México y las comisiones nacionales Bancaria y de Valores.

En 1974 se emitieron reglas para establecer y operar bancos múltiples, anexas a la Ley general de instituciones de crédito, a cuyo amparo los intermediarios de todas las especialidades podrían fundirse en una unidad, que brindaría todos los servicios financieros, bursátiles y asesoría bajo un techo.

Se reafirmó la estructura oligopólica que venía de atrás: dos bancos captaban la mitad de los recursos, a partes casi iguales: a veces uno superaba al otro y viceversa. Otros dos se repartían 18%. Los siguientes dos, intervenidos por el Estado por haber sufrido dificultades (les llamaban bancos mixtos), operaban 14%. Al resto tocaba el 18% restante.

La banca mexicana vivió un proceso de innovación, expansión y promoción, que le insertó en el marco global, en condición desventajosa, porque la limitaba la estricta reglamentación vigente.

La deuda externa se volvió acuciante. El sector público debía 3,000 millones de dólares en 1970. "Como consecuencia del incremento en los requerimientos de financiamiento total del sector público, de la escasez de recursos internos y de la necesidad de apoyar las reservas internacionales, la deuda externa del sector público aumentó a 19,600 millones de dólares al 31 de diciembre de 1976," informó Banco de México.[35] ¡Seis veces y media más!

Lo curioso es que la deuda pública se privatizo , dice Green, porque se contrató con bancos, proveedores y otras fuentes privadas, cuya aportación se elevó de 43% en 1970 a 76% en 1976.[36] Se antoja inverosímil, dada la aversión del presidente hacia el sector privado y de que los prestamistas particulares cobran tasas más altas, imponen condiciones más onerosas, son más exigentes para cobrar vencimientos y no conceden períodos de gracia. Se hizo así porque urgían los fondos y éstos no exigen que los recursos se dirijan a proyectos de desarrollo social, como los organismos internacionales.

Echeverría ambicionaba ocupar la secretaría general de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Como paso previo se arrogó el liderazgo de los países subdesarrollados, englobados entonces como tercer mundo, en su cruzada contra las potencias capitalistas, que le hizo paladín del tercermundismo. En el seno de ONU expresó: "Formulo votos porque a la era de descolonización política que hemos vivido, suceda otra de descolonización económica, significada por el progreso compartido entre las naciones y por su actuación solidaria y efectiva en la solución de los problemas que a todos atañen. […] Las naciones pobres deben establecer, unidas, las bases y las fronteras sobre las cuales y no más allá de las cuales participen decorosamente en la comunidad mundial, porque para ellas las relaciones internacionales no se plantean en términos de dominación, sino de autonomía y desarrollo."[37]

Su actitud en la arena internacional se modificó de diplomática en agresiva, con visible encono contra EUA y su Agencia Central de Inteligencia (CIA), a medida que avanzó su gestión. Para ilustrarlo, Grayson relata que cuando Echeverría visitó la Universidad Nacional Autónoma de México, en marzo de 1975, fue insultado y apedreado por estudiantes, a quienes increpó y calificó de "jóvenes fascistas, manipulados por la CIA," con lo cual acusó a EUA de entrometerse en asuntos locales.[38]

Su conducta errática y temperamental le creó ambiente adverso
en todos los sectores: en la derecha por su excesiva intrusión
en la economía y su desdén por el sector privado; en la izquierda
porque su actuación no respondió a su retórica reformista,
opina Grayson.[39] Había descontento por todos lados:
surgieron conflictos obrero-patronales y efervescencia dentro del PRI. Se reprodujeron
asaltos a bancos y secuestros, como instrumento de recaudación de fondos
para sostener grupos guerrilleros, como los comandados por Genaro Vázquez
y Lucio Cabañas.[40] Hacia el fin de sexenio fueron raptados
personajes prominentes como Rubén Figueroa Figueroa, gobernador de Guerrero,
José Guadalupe Zuno, suegro del presidente, y Julio Hirschfeld Almada,
secretario de Turismo.

EUA sufrió recesión en 1974-75, catalogada de nuevo como la más grave desde los treintas,[41] que tendría impacto en la economía mexicana.

A lo largo del sexenio la confianza se deterioró progresivamente, se desalentó la inversión y huyó el ahorro. En 1976 hubo que conseguir 5,000 millones de dólares para cubrir la fuga de capitales, informa Green.[42] El epílogo fue devaluación de 59.7% del peso, anunciada un día antes del último informe presidencial, después de veintidós años de paridad fija. En octubre se solicitaron 1,200 millones de dólares al Fondo Monetario Internacional (FMI), mediante entrega de una carta de intención, donde se establecieron compromisos de saneamiento y estabilización económicos, con lo que la nación se entregó en condiciones aceptables de reserva internacional.[43]

El PIB subió sólo 1.7% en el año y los precios crecieron 22.2%.[44] La crisis modificó los flujos de dinero y agravó los mles. El público se mostraba desconfiado: prefería mantener su ahorro en efectivo o dólares. La captación de la banca privada bajó 40.4%%. En moneda nacional tuvo saldo negativo de 6,707 millones de pesos y en dólares se multiplicó casi 12 tantos.[45] El financiamiento de la banca privada en moneda nacional descendió 32.9%.[46]

"El financiamiento del elevado déficit presupuestal del sector público se conjugó con el debilitamiento de la captación de recursos del sistema bancario mexicano y con el extraordinario incremento de activos de mexicanos en el exterior, factores que determinaron que dicho sector concurriera a los mercados internacionales de capital y obtuviera en forma conjunta un volumen de recursos de largo plazo, sin precedente," explica Banco de México.[47]

El desarrollo compartido resultó un fracaso, opina Solís. "El haber introducido dos objetivos adicionales —la mejor distribución del ingreso y el menor endeudamiento externo—en la política de desarrollo sin incluir dos nuevos instrumentos para lograrlo —la reforma fiscal y la mayor competitividad internacional— determinó en buena medida el descalabro del desarrollo compartido, pues hubo que financiar el gasto público con endeudamiento externo y en la medida que este recurso se tornó insuficiente, con endeudamiento interno, principalmente vía emisión primaria, con las consecuentes presiones inflacionarias y sacrificio de los objetivos del esquema."[48]

Todas las relaciones económicas y sociales giraban en torno al paternalismo del Estado, cuya otra cara es hijismo: población subsidiaria, dependiente de Papá Gobierno, dador de todos los bienes. Fue lastre que inhibió la iniciativa personal, la creación innovadora y el trabajo productivo en todas las actividades y hundió más a la actividad agropecuaria, reprimió la acumulación de conocimientos y la formación de empresarios competentes, con aptitudes gerenciales, técnicas y promotoras. El talento empresarial se concentró en empresas grandes —trasnacionales el grueso— de vasta capacidad tecnológica y productiva, mientras la mayoría sobrevivieron merced a protección estatal.

La conclusión de Grayson es: "Echeverría no sólo fracasó en elevar a México a la categoría de líder regional, sino que dejó a su país más dependiente que nunca del sistema económico en general y de Estado Unidos en particular. Una deuda creciente y la necesidad de adoptar un programa de estabilización diseñado por el FMI fue el epítome de esa dependencia."[49]

La administración de la abundancia

El presidente José López Portillo recibió el país en condiciones críticas, que él compendió en "inflación complicada después con recesión y desempleo.

"Esto precipitó el fin de una larga etapa y ocasionó después el disparo de los precios, la devaluación del peso e hizo evidente la vulnerabilidad del sistema financiero frente al rompimiento de la estabilidad."[50]

La economía salió pronto de su postración, gracias al descubrimiento y explotación de ricos yacimientos de petróleo, en el marco de la emergencia energética mundial, surgida en 1973, cuando los Estados árabes suspendieron sus exportaciones a EUA, en represalia por el apoyo que éste dio a Israel en la Guerra del yom kippur sostenida contra Egipto y Siria. Le declararon embargo petrolero, extensivo a otros países desarrollados. Como resultado se cuadruplicó el precio. La situación se agravó en 1979-1980 por revolución en Irán y guerra de éste contra Irak. El precio se triplicó entonces, para acumular alza de diez tantos en siete años, que desquició el aparato económico mundial.[51]

Las reservas probadas del hidrocarburo de México pasaron de 3,954 millones de barriles en 1975 a 56,999 millones en 1981, suficientes para 61 años.[52] Su exportación subió de 557 millones de dólares en 1976 a 15,623 en 1982. Más de 70% del ingreso de exportación provenía del crudo. El reto sería ahora administrar la abundancia, declaró engreído el Presidente.[53]

Con la reanimación económica se olvidó la amarga experiencia echeverrista. "El auge petrolero despertó expectativas exageradas en todos los segmentos de la sociedad mexicana. El gobierno fue tentado a satisfacer todas las demandas, tales como programas sociales ampliados, altos subsidios a bienes y servicios producidos por el sector público (como gasolina y electricidad baratas), pródigos subsidios a productores del sector privado (tales como mayores subsidios a la exportación y menores tarifas arancelarias a la importación), proyectos de infraestructura de larga escala y otras inversiones de capital," señala Cornelius.[54]

Aprovechar la riqueza petrolera demandó abundante inversión para explorar, extraer y refinar, ampliar instalaciones de petroquímica básica y fortalecer infraestructura. El gasto público subió de 32.0% a 48.7% del producto interno bruto (PIB) entre 1976 y 1982 y el déficit se extendió de 7.2% a 17.6%.[55]

La economía se recuperó en 1978: el PIB aumentó 8.2%. En 1979 se aceleró y creció 9.2%. En 1980 lo hizo en 8.3%.[56] Fueron las tasas más altas jamás conseguidas.

"El éxito de México se convirtió en la envidia de un mundo que trastabillaba en recesión. Ese encanto, sin embargo, distrajo la atención de que había comenzado su petrolización," anota Grayson, consistente en una "economía sobrecalentada por la acción de ingresos petroleros, moneda sobrevaluada, dependencia creciente de crédito externo para importar crecientes cantidades de alimentos, capital y bienes suntuarios (que crecieron de 6,000 millones de dólares en 1977 a 23,000 millones en 1981), un sector agrícola estancado y, sobre todo, gigantescos déficit presupuestales inflamados por prodigioso gasto público, […que se cubría] imprimiendo pilas de nuevos billetes."[57]

Lo reconoce Banco de México: "se creó una aguda dependencia de los ingresos provenientes del petróleo para poder financiar el alto ritmo de la inversión y el fuerte incremento del gasto corriente."[58]

Alto dinamismo petrolero y vigoroso gasto público detonaron efecto multiplicador en inversión privada, producción, ingreso nacional y demanda agregada. La estructura productiva fue incapaz de responder, por lo que sobrevinieron cuellos de botella y agotamiento de capacidad instalada, que avivaron la inflación, cuya tasa promedio fue 24.6% anual entre 1977 y 1981, equivalente a la de un sexenio completo durante el desarrollo estabilizador. En 1982 alcanzó 61.9%.[59]

López Portillo aceptaba que la inflación era "el problema fundamental," pero "no es una alternativa, es un modo con el que tenemos que acostumbrarnos a vivir en un periodo relativamente alto." Aseguró que se resolvería con "talento mexicano, para dar soluciones a nuestro propio estilo, […con una] respuesta que puede ser única en el mundo."[60]

En la V Reunión de la República preguntó: "¿Qué es mejor para un país como el nuestro ¿{sic} inflación con desarrollo o inflación con recesión? La respuesta es obvia."[61] Fue declaración tácita de que había elegido el primer camino y descartaba buscar desarrollo sin inflación o al menos con inflación moderada.

A mediados de 1979 Banco de México aumentó las tasas de interés de 15% a 20%, en respuesta a que crecieron en EUA, para contener la salida de ahorro. Ante la fuerza que cobró el alza de precios, en 1980 dispuso deslizar el tipo de cambio, sin festinarlo demasiado. Equivalían a minidevaluaciones, para eludir una devaluación fuerte. El peso se depreció 1.7% en ese año[62]y 12.4% en 1981.[63]

La mezcla de aumento de la tasa de interés y deslizamiento del peso "explican en buena parte la aceleración del proceso inflacionario desde 1980 y contribuyeron de manera decisiva a que el círculo perverso del campo monetario y financiero arrastrara al sistema productivo, en pleno ciclo de expansión," opinan Cardero et. al.[64]

Las circunstancias aconsejaban que se modernizara el sistema financiero.[65] El auge petrolero impulsó el producto nacional y amplió el ingreso, la demanda e la inversión, lo que implicaba disponer de instrumentos de captación adecuados al estado de alta liquidez, agilitar los mecanismos de crédito, fortalecer el mercado de valores y proporcionar incentivos para atraer ahorro. México recibiría altos ingresos por venta de petróleo, ingresaba al mercado de petrodólares como demandante y oferente y se articulaba al mercado financiero internacional. El sector público requería expedientes eficaces para disponer de recursos para la explotación petrolera y regular el mercado financiero. Era oportuno adecuar las operaciones de dinero a las nuevas condiciones de la economía y a su integración al orden internacional.

En abril de 1977 el gobierno federal comenzó a emitir petrobonos, certificados de participación garantizados por una cantidad de petróleo colocada en fideicomiso en Nacional Financiera.[66] Fue una opción novedosa para captar recursos del público. En noviembre colocó certificados de la Tesorería de la Federación (CETES),[67] con lo cual implantó el mercado de dinero, que no existía.. Con ellos se separaba el impacto monetario directo del déficit federal, de sus efectos en la demanda agregada, permitiría controlar la base monetaria, el multiplicador bancario, las estructuras de tasas, cubrir necesidades de efectivo y ajustar sus posiciones de liquidez. También se redujo el encaje legal y se simplificó su manejo, con la intención de liberar recursos para el sector privado. Por su parte, los bancos introdujeron instrumentos de captación y colocación adecuados a las circunstancias y diversificaron operaciones, con lo cual obtuvieron economías de escala y abatieron costos. Esto les dotó de competitividad para participar en el mercado internacional.

El ahorro financiero se mantuvo en 20.6% del PIB durante el sexenio, ligeramente abajo del previo, de 21.4%,[68] a pesar de la velocidad con que creció la economía, debido a que la inflación y el optimismo auspiciaban fuerte gasto en consumo. Por eso y porque el ingreso fiscal creció menos que el egreso se recurrió indiscriminadamente a deuda externa. La del sector público pasó de 19,600 millones de dólares en 1976, a 58,874 millones en 1982.[69] Tres tantos más. Sólo en 1981 se incrementó 56.6%, 20,000 millones de dólares, de los que la mitad se negoció a corto plazo.

El sector privado, contagiado del furor y seguro de que se mantendrían la prosperidad y el tipo de cambio, amplió su endeudamiento externo de 4,400 millones de dólares en 1976 a 18,000 en 1982, cuatro veces más, a tasa anual de 26.5%. El problema de la deuda "pasó de preocupante a alarmante," reconoció Banco de México.[70] "Muchas empresas continuaron incrementando sus pasivos en moneda extranjera, aun cuando la sobrevaluación del tipo de cambio se hacía cada vez más evidente," y no se aprovechaba la protección contra riesgos cambiarios ofrecida por la autoridad.[71]

Grayson compara a México con un adicto a la heroína que vende su sangre en la mañana para conseguir una dosis de droga en la noche: "hacía frente a las presiones de la petrolización cambiando petróleo por préstamos."[72]

La soberbia de creerse sociedad rica, aunada a inflación desenfrenada y a la tozudez de no devaluar el peso exacerbó la importación. Los comercios ofrecían toda clase de artículos provenientes de todas partes, que los consumidores adquirían con avidez. En 1981 el ingreso petrolero de 13,305 millones de dólares cubrió apenas el déficit en cuenta corriente de 12,544 millones.

La historia reciente no dejó enseñanza alguna. "Desde 1980, tal como había pasado en los años previos a la devaluación de 1976, las fugas de capital se incrementan a raíz del creciente déficit en las cuentas con el exterior (servicio de la deuda, demanda de importaciones de las industrias más dinámicas y políticas de apertura), y del aumento de la inflación (por el deslizamiento creciente en el tipo de cambio y las tasas de interés cada vez más elevadas).

"Estas medidas de política se enlazaron con el ciclo de expansión industrial, golpeando severamente. […] México aplicó políticas monetaria, financiera y cambiaria, incompatibles con la fase ascendente de su sector productivo," opinan Cardero et. al.[73]

Los empresarios confiaban en que el peso se mantendría sobrevaluado, pues el presidente expresó que lo "defendería como un perro."[74] Obtenían crédito externo para importar activos físicos y financieros, a veces en condiciones inconvenientes, que causarían serios trastornos si el peso se desplomara frente al dólar e incidirían en la catástrofe que estaba por venir.

A fines de 1980 el precio empezó a descender en el mercado petrolero, porque se estabilizó la demanda, por lograrse economías en su uso, emplear otras fuentes primarias de energía, explotar nuevos yacimientos y adoptar tecnologías y procesos de distribución más eficaces.[75]

Se vislumbraba el término de la efímera bonanza en un cuadro de inflación implacable, peso sobrevaluado, enormes déficit fiscal y comercial, gravosa deuda externa, junto a actividad agropecuaria estancada, estructura industrial débil y la certeza de que se abatiría el valor de la moneda. En cuanto al mercado financiero internacional, las tasas de interés eran atractivas.

Era lógico que se acelerara la huida de divisas. "La especulación cambiaria no disminuía. Las fugas de capital continuaron en las primeras semanas del año y en febrero se intensificaron. Asimismo, el pago del endeudamiento de corto plazo en que se incurrió durante el segundo semestre de 1981, junto con los menores ingresos de PEMEX, presionaron las finanzas del sector público, de tal manera que el déficit de caja del Gobierno Federal, acumulado hasta la primera semana de febrero, fue más de tres veces superior al registrado en la misma fecha de 1981," indicó Banco de México.[76]

El desequilibrio en balanza de pagos se hizo intolerable, por lo que el 18 de febrero de 1982 el peso se dejó en flotación y subió de 26.23 pesos por dólar a 43.99 pesos.[77]

Para afrontar la situación se puso en marcha un programa de ajuste económico, consistente en reducir el presupuesto de egresos y aumentar el ingreso tributario; reducir los desequilibrios interno y externo; apoyar selectivamente a sectores prioritarios para absorber pérdidas cambiarías de las empresas; se fortaleció el control de precios; se redujeron los aranceles de 1,500 artículos básicos, materias primas y bienes de capital; se flexibilizó la política de tasas de interés y de tipo de cambio, y en marzo se decretó alza salarial de emergencia.

Las medidas fueron tardías e inoperantes, pues el sistema económico se hallaba desbarajustado. Fue imposible contraer el déficit presupuestal, porque la devaluación de febrero y el incremento salarial robustecieron la inflación, impulsaron el gasto público y atizaron la volatilidad cambiaria. Se debilitó la actividad económica y se contrajo el ingreso fiscal.

La sangría de divisas fue tremenda: la cuenta errores y omisiones de la balanza de pagos registró saldo negativo de 8,373 millones de dólares en 1981 y de 6,580 millones en 1982.[78] En la V Reunión de la República citada López Portillo manifestó que salieron 10,000 millones, sin precisar cuando. Al 31 de diciembre de 1981 la reserva primaria bruta de Banco de México era de 5,035 millones de dólares.[79] Un año después fue de 1,832 millones, "nivel insuficiente para mantener las operaciones comerciales y financieras del país con el exterior, opinó el banco central.[80]

Dada la contundencia de la crisis, se cerraron fuentes de crédito foráneas y se implantó doble tipo de cambio: uno general y otro preferencial, aplicable a la importación de bienes prioritarios, pago de intereses de la deuda externa pública y privada y de obligaciones del sistema bancario mexicano con el exterior. Asimismo, se dispuso que los depósitos bancarios en moneda extranjera se restituyeran por el equivalente en moneda nacional, al tipo de cambio general vigente al realizarse el pago y se cerró el mercado cambiario. Los dólares confiados a la banca se convertían en mexdólares.

El 19 de agosto de 1982 se restablecieron las operaciones en el mercado cambiario, a tipo de cambio preferencial de 69.50 pesos por dólar. Tendría deslizamiento diario de 4 centavos, que lo llevó a 98.48 pesos al fin del periodo. En el mercado ordinario el dólar cerró en 148.50 pesos, casi seis veces más que un año antes.[81]

"El 22 de agosto de 1982, el Gobierno Mexicano solicitó a la comunidad bancaria internacional una prórroga de 90 días para los pagos de capital correspondientes a la deuda del sector público."[82] La república se declaraba en moratoria por segunda vez en su vida[83]y era precursora de la crisis de la deuda que agobiaría al ámbito subdesarrollado y repercutiría en todo el planeta.[84]

El 1º de septiembre se decretó control general de cambios.

"Al finalizar 1982, el país afrontaba la más grave crisis económica desde la Gran Depresión Mundial de fines de los años veinte y principios de los treinta," reconoce Banco de México."[85]

El sexenio cerró con baja de 0.5% del PIB real. Frente a crecimiento demográfico de 2.8%, significó retroceso de 3.3% real. La tasa de inflación se disparó a 98.8%.

De 1971 a 1982 se instrumentaron políticas expansivas, fincadas en déficit fiscales excesivos, que malograron los avances del desarrollo estabilizador, favorecieron los desastres de 1976 y 1982 y fraguaron el camino a un largo y doloroso estancamiento con inflación, que se prolongó a los años noventas, retardó la adaptación a la globalidad, empobreció a empresas y familias y dejo angustiada a la sociedad. Los dos sexenios se recuerdan como la docena trágica.

¿Por qué se expropiaron?

La banca ha sido, es y será órgano vital del aparato económico, por intermediar entre personas con excedente para ahorrar y quienes necesitan recursos para gastar o invertir. Tiene el don de crear dinero cuando otorga crédito. Es comparable al aparato circulatorio del ser humano, ya que capta y distribuye el fluido que proporciona energía a las funciones de producción, circulación y consumo de bienes y servicios y de distribución del ingreso, o sea el dinero, igual que la sangre da vitalidad a los órganos del cuerpo.

El hecho de ser estratégica desde el punto de vista económico da idea de por qué se expropiaron. Pero también tiene relevancia cultural, social y política, ya que todos los vínculos y relaciones que se entablan en la sociedad humana de una u otra forma se basan en el uso de dinero, como instrumento de cambio y acumulador y medida de valor.

Para comprender los fundamentos políticos, jurídicos e institucionales de esa disposición, conviene recordar como funcionaba el sistema político mexicano y ligarlo con la administración de la economía y la conducta humana.

A partir de los años treinta, ya fundado el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que se convertiría en Partido Revolucionario Institucional (PRI),[86] se implantó el presidencialismo, que concedía al titular del Poder Ejecutivo Federal facultades para concentrar el poder y tomar las decisiones que forjaban el destino nacional durante seis años, de manera autoritaria, centralizada e indiscutida. Controlaba el presupuesto nacional y su distribución en forma de tierras, agua, créditos, insumos, energéticos, permisos, concesiones, lo cual le otorgaba el dominio de la economía, apoyado en estructura corporativista que compraba lealtades e incitaba a políticos, empresarios, organismos, intelectuales y grupos de la sociedad civil a disciplinarse al régimen.

Se practicaba lo que Weber denomina disciplina racional: "realización consecuentemente racionalizada, es decir, metódicamente ejercitada, precisa e incondicionalmente opuesta a toda crítica, de una orden recibida, así como la íntima actitud exclusivamente encaminada a tal realización." El factor decisivo es "la uniformidad de la obediencia a la acción ordenada."[87]

El esquema compartía ideas de Maquiavelo, quien aconseja un Estado autoritario para que un país se fortalezca y avance, y de Hobbes, quien sostiene que toda sociedad requiere de un Leviatán, organismo con autoridad absoluta para imponer orden.[88] Weber aconseja establecer un régimen burocrático capaz de someter a las masas, por medio de organizaciones que faciliten el manejo de la interacción y actividad política.[89] Freud piensa que "el dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural, pues las masas son perezosas e ignorantes, no admiten gustosas la renuncia al instinto."[90]

Vargas Llosa designó dictadura perfecta a este sistema. Fue infundado, porque tenía rasgos de democracia, que Lipset define "sistema político que proporciona constitucionalmente y en forma regular la posibilidad de cambiar a los gobernantes y como un mecanismo social que permite a la mayor parte posible de la población influir en las decisiones principales escogiendo a sus representantes de entre aquellos que luchan por los cargos públicos."[91]

Sartori opina: México "ingeniosamente se las arregló para retirar a sus dictadores cada seis años. No obstante, […] si un dictador en verdad es un dictador, no se le podría retirar. Los dictadores lo son porque las leyes a su discreción. […] Los presidentes mexicanos tienen poderes casi dictatoriales, pero no […] son dictadores."[92]

Fue figura democrática sui generis, en cuyo centro se hallaba el PRI, fundado, controlado y operado por el gobierno. Le competía organizar el cambio regular de gobernantes, con intervención de la mayor parte posible de la población, requisitos especificados por Lipset.

Tuvo legitimidad, de acuerdo a Schumpeter, por ser "arreglo institucional para llegar a decisiones políticas por las cuales ciertos individuos adquieren el poder de decidir mediante una lucha competitiva por el voto del pueblo."[93]

Se calificó de presidencialismo, porque el poder del titular era incuestionable durante el período legal de seis años, respetado bajo el principio de no reelección, que imponía el cambio ordenado de gobierno. Al presidente se le reconocía y obedecía como caudillo, líder, cacique, tlatoani o apóstol, según la línea de actuación que eligiera. Ejercía la dominación carismática que proporcionan la fuerza de la organización, la asociación racional y el poder patrimonial conferido por el manejo del presupuesto gubernamental. Sus órdenes se obedecían sin titubear. Terminado un sexenio lo remplazaba su sucesor, de manera automática protocolaria. Este régimen sobrevivió setenta años y fue admirado en muchas partes por haber probado efectividad, en una época en que en otras partes de Latinoamérica eran comunes las revueltas, golpes de Estado y dictaduras.

Riding comenta: la omnipotencia del presidente es "mito poderoso, en el cual cree la mayoría de los mexicanos y sostienen aún aquellos que saben que es falso. Al igual que el derecho divino de los reyes y la infalibilidad del Papa, éste mantiene el misterio del cargo. El presidente, después de todo, es el heredero de una tradición prehispánica de autoritarismo que reforzó enormemente el centralismo político y el dogmatismo religioso de la colonización española. Así pues, la sumisión a cada uno de los presidentes proporciona continuidad al sistema."[94]

Lo anterior concuerda con un mito típico de sociedades tradicionales, que Eliade denomina mito del eterno retorno, simbolismo de regeneración periódica de la naturaleza.[95] Asienta que la creación del mundo se reproduce de manera continua. Cada sexenio era como un acto cosmogónico, en el que se inauguraba nueva era y ocurría algún acontecimiento trascendental, que devenía en paradigma. "El acontecimiento histórico en sí mismo, sea cual fuere su importancia, no se conserva en la memoria popular y su recuerdo sólo enciende la imaginación poética en la medida en que ese acontecimiento histórico se acerque más al modelo mítico."[96]

Las decisiones anunciadas en septiembre de 1982 fueron autoritarias, ejercidas según la costumbre. Empero, devaluar el peso, congelar los depósitos en dólares, convertirlos en mexdólares y establecer el control de cambios fueron medidas de emergencia para restablecer equilibrio financiero y pudieren haber sido recomendables. En cambio, expropiar la banca y sindicalizar a sus empleados persiguieron desviar la atención de las causas del desastre provocado por ineptitud que alentó fuga de divisas y puso en peligro la estabilidad política.

El presidencialismo había sido eficaz para recuperar el equilibrio y restablecer la confianza en momentos críticos, porque el gobierno tenía el dominio corporativo de los cuerpos políticos y organizaciones sindicales y empresariales, con quienes hacía pactos que se respetaban, por tradición y conveniencia. Se demostró en 1938, al expropiarse la industria petrolera, y en 1954 y 1976, al devaluarse el peso.

Limitada comprensión de los fenómenos económicos, romanticismo y altivez inspiraban a López Portillo a plantear soluciones retóricas ilusorias. Reconocía como problema central la inflación y juzgaba imperativo contenerla. Pero, aclaraba: "Desde luego, el éxito de una política de esa naturaleza dependerá del patriotismo, solidaridad y colaboración de todos los sectores sociales."[97] No aquilataba el peso de la inflación en la expectativa de devaluación. Opinaba que el futuro del peso estaría determinado por "presiones económicas circunstanciales" y aventuró: "lo importante es que ya nos olvidamos del peso y su conversión a dólares como factor de nuestra economía, como ocurrió durante muchísimos decenios."[98] Los empresarios sugerían devaluar para favorecer la exportación. El presidente aseguraba que no se requería porque "no tenemos una gran capacidad de exportación. […] No tendría sentido y sí en cambio podríamos alentar la inflación y podríamos castigar a muchos de nuestros ahorradores."[99] Más contundente hubiera sido argüir que no convenía hacerlo porque el gobierno, empresas y particulares estaban muy endeudados en dólares y se encarecería el pago de sus obligaciones.

La sociedad tenía otra percepción. La serie de imprudencias cometidas vaticinaban que se depreciaría la moneda, pues los precios se elevaban de prisa. El ambiente era propicio para la especulación. La economía mexicana funcionaba como un casino, al modo que describiera Keynes, quien advirtió: "Los especuladores pueden no hacer daño cuando sólo son burbujas en una corriente firme de espíritu de empresa; pero la situación es seria cuando la empresa se convierte en burbuja dentro de una vorágine de especulación."[100] Este autor entiende especulación como "actividad de prever la psicología del mercado" y empresa como "tarea de prever los rendimientos probables de los bienes por todo el tiempo que duren."[101] Lo que se observaba entonces encaja en esta concepción.

Los remedios fueron contraproducentes.

López Portillo, igual que Echeverría, se obstinaba en no devaluar el peso, para salvaguardar su imagen personal. "Presidente que devalúa se devalúa" era la conseja. Cuando se hizo imposible mantener su valor dispuso su deslizamiento, equivalente a minidevaluaciones sucesivas, que hacían ventajoso comprar dólares, señala Quijano, pues depositados en los bancos producían interés y además se beneficiaban del incremento diario del tipo de cambio. Incitó a dolarizar los depósitos bancarios.[102] Se trató de contenerlo con mayor tasa de interés pasiva, lo cual repercutió en la activa e incrementó el costo financiero de las empresas, quienes lo trasladaban a los precios. El desliz del peso encareció las importaciones. La conjugación de estos fenómenos aceleraron la inflación. Los comerciantes se anticipaban al alza de costos y subían precios a priori. "Los precios ya no se movían por la variación de costos, sino por la expectativa de variación futura en los costos. La inflación había sufrido un cambio cualitativo, y nos estábamos aproximando a la hiperinflación," advierte Quijano.[103]

La globalidad financiera era una realidad que llegó a México. Los bancos locales realizaban sus operaciones de captación, colocación y servicios sujetos a estricta reglamentación y vigilancia y habían perdido penetración en el mercado, como lo indica la desintermediación mencionada. A su lado operaban 80 oficinas de representación de bancos trasnacionales en 1979, sin facultades para actuar como tales, pero movían importantes flujos de dinero en el mercado internacional.[104] Además, las principales instituciones mexicanas tenían oficinas en el extranjero, desde donde trasferían recursos en ambos sentidos. Así, "la intermediación financiera mexicana se bifurcó: por una parte, la intermediación continuó realizándose en el mercado local, aunque cada vez más dolarizada; por la otra, la intermediación comenzó a realizarse desde el mercado internacional," comenta Quijano.[105]

Era inminente la devaluación. No lo veía quien no deseaba verlo. La gente efectuaba transacciones comerciales, de casas, automóviles, todo género de bienes y cobro de alquileres en dólares. Toda persona informada que poseía ahorro buscaba protegerlo y lo convertía en billete verde o lo trasfería al exterior. Quizá eso pensó el Presidente cuando dijo "ya nos olvidamos del peso." Dolarizar era rutina de moda, como cuando hay furor por invertir en la bolsa de valores. Me consta, porque durante mi estancia en una sucursal bancaria —relatada en el Preámbulo— operé trasferencias de dólares de funcionarios de la Secretaría de Hacienda y Banco de México a instituciones de Texas y California.

El patriotismo a que apeló el Presidente no interviene en las decisiones económicas, porque no hay forma de medirlo en términos de costo, eficiencia, productividad, ganancia y ambición. El ser humano busca su conveniencia, no la de los demás. Procede con egoísmo pragmático, como lo proclama el positivismo económico o utilitarismo, cuyo exponente es Bentham, quien a fines de siglo 18° aseveró: "con motivo de cada acto que ejecuta, todo ser humano se ve inclinado a seguir la línea de conducta que, en su inmediata estimación del caso, contribuirá en el más alto grado a su propia felicidad máxima, cualquiera que sea su efecto en relación con la dicha de otros seres similares, uno cualquiera o todos ellos en conjunto."[106] La autopreferencia —así llama a su principio— es rasgo inherente del hombre en todas las épocas y estuvo en el fondo de las acciones de todo quien se percató de lo que sucedía y actuó a tiempo.

La situación brindó posibilidades de ganancia a los bancos, quienes tenían facultad legal y deber profesional de aprovecharlas. Según Tello "De una utilidad bruta de la banca, al 31 de agosto de 1982 de cerca de 18,400 millones de pesos, más de 8,900 provenían de operaciones cambiarias."[107]

Los bancos detentaban gigantesco poder, como núcleos de grupos integrados por instituciones financieras, industriales, comerciales, aseguradoras, inmobiliarias y de servicios. "No sólo dominaban el sistema financiero en una situación de fuerte concentración, sino que tenían una participación activa en el capital de otros intermediarios financieros y en empresas industriales y comerciales. La inserción de los bancos en los grupos económicos daba lugar a una asignación preferencial del crédito (en los límites permitidos por el sistema de canalización a determinadas actividades) hacia empresas de su propiedad, en detrimento de las independientes," expresa Guillén Romo.[108]

La razón esgrimida por López Portillo para estatizar la banca fue que ésta probó "más que suficientemente su falta de solidaridad con los intereses del país y del aparato productivo. […] Ha pospuesto el interés nacional y ha fomentado, propiciado y aún mecanizado la especulación y la fuga de capitales,"[109] afirmación superficial y demagógica que quedó impresa en su Sexto informe. Apoya el supuesto de que "con la nacionalización de la banca y con el control de cambios, se programará mejor lo que el trabajo y el ahorro de los mexicanos, el petróleo, otras exportaciones y el financiamiento, nos significan." Según él, así terminarían la especulación y quitarían a la inflación los impactos especulativos que habían envenenado la economía.[110]

Tal aserto no tuvo fundamento, porque la banca privada se hallaba regulada, vigilada y controlada y el gobierno disponía de sus bancos y fondos de fomento, por lo que dominaba la operación bancaria. La estatización sólo sustituiría al cuerpo directivo y burocratizaría la administración, como enuncio adelante.

En uno de los dos mayores bancos y en los que se manejaban como negocio familiar la propiedad y la administración central concurrían en las mismas personas. Pero en la mayoría de las instituciones la propiedad pertenecía a los accionistas y la administración recaía en sus directivos y funcionarios, quienes eran los banqueros auténticos. Varios poseían acciones, en corta cantidad. Por tanto, los propietarios no siempre eran responsables directos de las acciones de que se les acusó.

Al dirigir sus baterías contra los bancos López Portillo asestó un golpe propagandístico espectacular, que tuvo la aprobación de políticos, medios informativos, intelectuales, agrupaciones civiles y público en general. Encontró chivo expiatorio al cual responsabilizar y zafarse de la culpa, como ser humano normal, que por naturaleza propende a ocultar y negar sus errores. No estaba en su carácter admitir que se equivocó, a diferencia de Díaz Ordaz, quien doce años antes asumió la responsabilidad de cuanto ocurrió en su sexenio y expresó: "Sereno me someto a su juicio [del pueblo] inapelable."[111]

Espinosa Yglesias opinó en 2000: "La estatización de la banca mexicana resume los vicios de la administración que presidió José López Portillo. Aunque en su origen sólo fuera un desesperado y final intento por salvar su imagen, todavía hoy estamos pagando las consecuencias."[112]

"El Gobierno decretó la nacionalización de la banca y estableció el control de cambios, acorralado por los hechos. Para quienes gustan de las comparaciones, las dos grandes nacionalizaciones mexicanas de este siglo, el petróleo en 1938 y la banca en 1982, no fueron resueltas por designio, por convicción ideológica plasmada en un programa previo, sino por defensa," opina Quijano.[113]

En su último Informe el Presidente presentó elocuente versión de los hechos, aderezada con arrepentimiento y llanto, que conmovió y persuadió a algunos de que lo sucedido obedeció a que "en unos cuantos, recientes años, ha sido un grupo de mexicanos, sean los que fueron, en uso —cierto es— de derechos y libertades pero encabezados, aconsejados y apoyados por los bancos privados, el que ha sacado más dinero del país, que los imperios que nos han explotado desde el principio de nuestra historia."[114] Les acusó de haber extraído los dólares y les espetó: "Ya nos saquearon. México no se ha acabado. No nos volverán a saquear."[115]

Repasar los acontecimientos en frío, a la distancia, deja ver que la acusación fue cobarde. Si alguien ocasionó el saqueo, fue el Presidente, por desacatar leyes de la economía e ignorar cómo se comportan las personas cuando tratan de defender su patrimonio, movidas por su autopreferencia. Imbuía al público su fantasía de que México vivía en Jauja e incitaba a actuar con ligereza. Incumplió sus promesas de "administrar la riqueza," "tratar la inflación con talento mexicano" y "defender el peso como un perro." En cambio, entregó la economía destrozada, en estado recesivo, con inflación y desconfianza en el futuro, que tendrían repercusiones más allá del decenio. Aún así, al expropiar la banca logró que su sexenio cerrara en un marco de cohesión política.

La banca estatizada

Para dar legitimidad a la estatización bancaria se reformaron, a posteriori, los artículos 25º, 26º y 28º de la Constitución y las leyes que regían el sistema financiero. El artículo 28º concedió al Estado la exclusiva en prestación de servicios bancarios, a través de sociedades nacionales de crédito (SNCs), que operarían como bancos múltiples y bancos de desarrollo (antes banca nacional). Como complemento se promulgó la Ley reglamentaria del servicio público de banca y crédito, en vigor el primer día de 1983.[116]

El capital de las SNCs se documentó en certificados de aportación patrimonial, en dos series: serie A, correspondiente a 66%, que sólo podría ser suscrita por el gobierno federal, y serie B, del restante 34%, que podrían suscribir el gobierno federal, entidades u organismos del sector público y empresas o personas de nacionalidad mexicana, ninguno de los cuales podría poseer más de 1% del capital.

En julio la Secretaría de Hacienda determinó que la compensación a los propietarios de los bancos se haría mediante Bonos del gobierno federal para el pago de la indemnización bancaria (BIBs), cuya emisión y administración corresponderían a un fideicomiso constituido en Banco de México.[117]

La deuda contraída con accionistas fue 143,500 millones de pesos, ó 1,487 millones de dólares, al tipo de cambio controlado promedio de 1982.[118] "El valor de las primeras instituciones indemnizadas fue 71,700 millones de pesos," señaló Banco de México.[119] El periódico La jornada mencionó que los intereses causados entre esa fecha y 31 de agosto de 1983 fueron 39,229 millones, por lo que el costo sumó 110,906 millones de pesos.[120] El banco central no informó cuánto se indemnizó en 1984.[121] Un año después sólo anotó: "la mayor parte de los convenios de indemnización bancaria concluyeron en 1984."[122] Es factible que el total rebasara de 400,000 millones de pesos, 1.4% del PIB de ese año, ó 2,380 millones de dólares. Eso costaron los bancos.

El proceso de pago fue arduo y complicado, dada su magnitud y por el esmero con que se hizo. Se valuó cada concepto de activo y pasivo de las instituciones y se escucharon puntos de vista de los involucrados.

De cualquier modo fue evidente que "el gobierno puede violar, constitucionalmente, los derechos privados de propiedad, por lo que el riesgo expropiatorio para la inversión privada es relativamente alto," arguye Katz, dado que la Constitución otorga atribuciones al Estado para expropiar propiedad privada por causa de utilidad pública, sin puntualizar el significado de ésta, mediante indemnización, en los términos que él mismo fije, en plazo no mayor de diez años.[123] Para pagar bancos se emitieron BIBs a 10 años.

El procedimiento contravino los principios de una república democrática, donde el gobierno debe garantizar que los derechos privados de propiedad no sean violados. Esto explica que se compensara con prontitud y generosidad a los accionistas afectados, entre ellos empresarios, inversionistas, empleados de bancos y público en general. Yo fui uno de ellos, ya que poseía títulos de mi banco.

La compensación fue generosa, opinaron accionistas importantes en pláticas que tuve con algunos a la sazón. No alivió su indignación y pena moral, que fueron grandes, mas les aportó liquidez para emprender proyectos en casas de bolsa, de cambio, aseguradoras, almacenes de depósito, arrendadoras, factoraje, etc. u otras actividades.

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