Si, en definitiva, un estado se establece para la
pervivencia y el desarrollo de sus ciudadanos, sería
lógico que éstos no dejasen de ser sus propios
dueños y guías. El proveerse de unas normas, es
necesario al individuo para su protección ante los otros y
procurar que los frutos de la cooperación no les sean
escamoteados. Por eso, la forma primaria de ley habría de
arrancar del ciudadano, que experimenta su déficit en las
propias carnes; consensuarse luego con sus íntimos, de
éstos con el círculo de residencia, municipio…
región… y las instancias que fueran precisas, hasta la
generalidad más amplia; pero no a la inversa. En el camino
quedarían aquellos supuestos que por peculiares
sólo se apropian a un grupo o un territorio. Qué
mejor reconocimiento que el de igual a igual. Que el papel del
ciudadano no quede reducido poco menos que al de votante, y ello,
sólo en periódicas ocasiones. Por su falta de
concreción, el principio de igualdad que el estado
salvador y omnipresente pueda dispensarnos, será
impreciso. Y habrá quien no desee igualarse a nadie, ni
quiera ser más ni menos, sino el resto: particular y
distinto, y desde ahí, que corra de su cuenta; o quien
no
tolere una mínima desventaja con su semejante,
que de todo hay.
Las tres dimensiones humanas: consumista, social y
privativa, en cuanto a la consideración íntegra del
individuo, se satisfacen de una manera pancista. Tanto más
en el consumo, tanto menos en la vida propia y las aspiraciones
personales. En cuanto a su dimensión social, ni mucho ni
poco sino en apariencia.
Cómo conjugar bien común y propio, o lo
que es lo mismo, necesidades en general y
particulares.
El flujo del poder y mando mejor cumpliría, no
desde una instancia superior e impersonal; no como la del estado
hacia sus súbditos, sino elevándose de forma
progresiva, desde el individuo a la comunidad. Pretencioso tal
vez. No obstante, para el logro de una meta así, existe un
poderoso instrumento, la educación; y junto a ella, la
convivencia real, confraternizada, de los pequeños
ámbitos. El hombre íntegro, ni más ni menos.
Aquel que se hace cargo de sí mismo y de su existencia, y
que es capaz de enfrentarse a su propio destino. Este hombre no
se dejaría arrastrar por otros porque no sepa o no
confíe en sus propias fuerzas. Y es del trato y el roce de
cada día, de donde surgen tanto la comprensión y la
sinergia como el sentir común. Antes se confraterniza con
alguien próximo que con el extraño, por muy socio
que sea. El principio de igualdad entonces, será
consecuente y espontáneo, no una engañifa. Pues
quién desea que en su trato de cada día lo
discriminen.
Así pues, la igualdad práctica nunca
será una imposición inconcreta desde arriba, sino
la consecuencia de la actividad ciudadana y sus relaciones. No es
lo mismo. Es de aquí, de donde el tópico
igualitario derivaría, por el roce y la
comprensión, hacia la equidad. Pues nada es más
justo que el merecimiento de las propias consecuciones. Sin
embargo, nadie ignora, que la competitividad libre y las
capacidades de unos, bien podrían dar al traste con las
expectativas e incluso la supervivencia de otros. Es por ello que
se plantea "lo social" como problema. El grupo asociado lo es, si
comporta derechos y deberes para con sus socios. Sin embargo, no
todos cumplimos las obligaciones con la misma eficacia o de tan
buena fe. No por ello, a tales, se les excluiría de los
correspondientes derechos de forma tajante. Se hace necesario un
nivel de bienestar suficiente que garantice la supervivencia
común y una vida digna para todos. De qué
servirían si no tanto estado y tanta gaita.
Que la sociedad se establezca, viene a significar, como
la ampliación del individuo en sus semejantes, de tal
manera, que figuradamente, nuestro yo se multiplica. El grupo
viene a ser como un organismo vivo cuyas células son sus
socios, y que como en él, todos comparten la común
vivencia.
Decimos por tanto que la sociedad es, como la suma de
esos componentes particulares que somos todos. Sólo, que
ella en sí no es pensante, y sí los individuos que
la componen. No podemos hacer la comparación entre la
sociedad y nuestro organismo sin esta salvedad. Ocurre, que
nuestro pensamiento (nuestro sistema nervioso en general), nos
gobierna, como a seres vivos que somos, a nuestra forma; sin
embargo para la sociedad la cosa cambia. Seguimos siendo cada una
de sus células los pensantes, y nos regimos con
raíces propias. El estado sólo habría de ser
el ámbito de encuentro y nuestro seguro. Y es que no se
establece de una forma natural e imprescindible como nuestro
organismo sino acomodaticia. Es la estructura humana que nos
permite paliar las limitaciones en una sociedad que nos desborda:
el macro grupo. Pero no puede ignorarse al micro grupo o al
grupúsculo.
La dicha ampliación del yo con nuestros
semejantes sólo será efectiva, reconfortante y
auténtica, por un convivir pleno, en el "estar" junto a
los otros, una puesta en común con los cotidianos. Nuestro
círculo de convivencia se agrandará por donde
quiera que vaguemos según y cómo, pero siempre
será limitado.
La solidaridad, el querer, el compañerismo, la
fraternidad en suma, no nacen simplemente del pensamiento o por
una lejana información o referencia. Necesitamos la
presencia real del otro y el verdadero intercambio comunicativo.
Sin convivencia, ponerse en el
lugar de alguien y comprenderlo es difícil. No
sentirás el yo de tu semejante como si fuera el propio y
sus penas o alegrías las verás de lejos.
Bien será que el estado sea garante de las
particulares relaciones de sus súbditos, pero los
sentimientos de solidaridad, la igualdad, la tolerancia y la
colaboración, no pueden sembrarse desde un poder delegado
y esperar que arraiguen. El sentir surge con espontaneidad de las
vívidas relaciones que son sus fuentes; lo otro
será tan idealista como un amor
platónico.
En este punto, la educación se hace
imprescindible y aun decisiva, pues capacita al humano para
entenderse y entender a los otros. Será el hombre integro,
como ya dijimos, el capacitado para la convivencia. En su
defecto, siempre será posible una aproximación
progresiva. La perfección no existe.
Que los individuos, como tales, ejerzan el poder, no
significa, que los poderes delegados y las instituciones no
existan. Se refiere, a que la ciudadanía gobernase a la
par con éstos. O lo que es lo mismo, como si
dijéramos, en democracia directa; una participación
real de todos en la cosa pública.
Cualquier opinión puede ser valiosa, y de gran
valer, si habitual y espontánea. No es razonable, que el
ciudadano, el actor de la sociedad, no tenga más cometido
de gobierno que el de votar a uno de los candidatos cuando se le
solicita y apenas si otra participación hasta la nueva
consulta.
La ciudadanía no ha de otorgar el poder a los que
gobiernan y desentenderse, debe ejercerlo con ellos. O sea,
ejercer su derecho a voz y voto en las decisiones. De tal manera,
estaría presente en sus foros, aun en la distancia, e
incluso físicamente; de forma limitada en ese caso como es
obvio.
En este punto, vienen al pensamiento, esos programas de
radio y televisión a los que se puede llamar y expresar
opiniones. Medios hay para que algo así pueda establecerse
para las cámaras de representación o cualquier otro
foro por el estilo. Nos referimos a la informática y los
medios de comunicación. Obviando los problemas
técnicos, tal alternativa es posible. Sus
señorías ya no andarán perdidos entre nubes
teóricas de una cierta irrealidad e intereses partidistas.
Con la intervención del ciudadano, el legislativo, el
ejecutivo y hasta el judicial, irían con los pies en el
suelo del sentir real que los hacedores reales del estado, que
somos todos, expresaran.
Que deleguemos en otros la ejecución de nuestras
decisiones no quiere decir que decidan por nosotros. Es ese el
sentido estricto del sistema democrático, como una
concatenación de ámbitos en que el individuo
expresaría su voluntad de forma continua. Desde su familia
y localidad hasta el propio gobierno. Todo ello a través
de la representación; por la cual, teóricamente, la
voluntad local subiría a las más altas instancias.
Lo peor es que hay muchos intereses de por medio: los partidos
políticos, los grupos de presión, las
mayorías intermedias y un largo etcétera, que hacen
que la fórmula no sea efectiva. En la práctica, es
el gobierno de turno, aun prescindiendo de gran parte de los
seguidores, quien impone su voluntad, aun suponiéndola
justa. El ciudadano queda a su merced, para, solo, aguantar
marea.
Cada vez más, los medios de comunicación
posibilitan el acceso del ciudadano a cualquier instancia, sin
que ello suponga gran merma en sus quehaceres ni le exija ser muy
avezado.
Bien fácil resulta que desde su casa, por medio
de la televisión, la radio… teléfono,
redes… cualquier persona pueda seguir aquello que se
dilucida en los grandes, o no tan grandes, foros. Tampoco es
difícil pedir su sufragio u opinión a través
del teléfono o de Internet pongamos por caso. Y
naturalmente que su voto, para cuestiones no triviales,
habría de ser auténtico y veraz.
Sería auténtico, si para la
votación cada uno de los sufragistas recibiese una especie
de cuestionario, único e intransferible, que el
superordenador del estado elaboraría al azar. Dichas
cuestiones, sencillas, si no triviales, no tendrían otro
objeto que asegurar, si el individuo en cuestión sabe de
qué va el tema y que su voto no contradice sus propias
estimaciones.
Por veracidad entendemos, que el voto de cada uno sea
cierto e inviolable. En cuanto que las votaciones fuesen
simultaneas para todos y en tiempo limitado, nadie se
ocuparía en votar por nadie pues malgastaría la
ocasión propia. Y cómo identificar al votante. Que
su propio aparato receptor leyese la huella digital, el iris o
cualquier otra característica única.
De todas formas, habrá quien no esté
capacitado para cuestiones así. No obstante esta modalidad
de votación no sería decisiva. Por lógica
los doctos serán los profesionales de la política,
o así debería ser. El porcentaje válido para
ambos en el recuento no excederá como mucho de la mitad.
No es pedir demasiado.
Finalmente, sabido es, que los programas, los planes de
gobierno y hasta las leyes, no siempre aciertan. Suele ocurrir
también, que aquello que se vota, o no se lleva a cabo o
fracasa estrepitosamente; que mil y un decretos y actuaciones no
llegan a buen puerto.
Bueno sería que, previamente, alguien se
encargase de prever la viabilidad de tanto proyecto, para en su
caso darles o no vía libre. Claro que un estudio de este
tipo habría de ser lógico. Como un problema de
matemáticas, o casi. Irrefutable. ¿Y dónde
guarda el estado la información más completa y
precisa que valga a este cometido? En su Administración.
Es ésta la fuente más abundante y segura, no
sólo de su economía sino del potencial humano y sus
recursos.
Hablaríamos entonces de un cuarto poder; y no nos
referimos al de los medios de comunicación. Un poder
independiente, a la par que el legislativo, el ejecutivo y el
judicial. El poder lógico. Que como de la
Administración se trata, sus específicos
integrantes serían funcionarios, de carrera y por
oposición como corresponde. Su finalidad sólo esa,
la revisión de proyectos. Cualquiera de sus estudios
sería vinculante, salvo por imprecisión o
ambigüedad. Impugnables por otros todos ellos, no importa de
quien, si ofreciesen una resolución más factible y
razonada, como corresponde a su naturaleza.
Naturalmente que para una función así
sólo cabe la lógica. Lógica
matemática, estadística,
silogística…
Si se hicieran concesiones a la subjetividad o las
querencias, apaga y vámonos.
Pero después de todo, si la mayoría no se
diese por enterada, de qué valen las "recomendaciones
lógicas". Para qué más molestia. La
mayoría "nunca pierde la razón".
Las ideas
Cisma
Según la segunda ley de la Termodinámica,
el sentido de evolución de un sistema cerrado (Tal como el
Universo en su conjunto), va, del orden hacia el desorden,
según lo que se denomina el incremento permanente de
entropía. Sin otras consideraciones y suponiendo que no
existan otros cosmos, ni que éste que nos toca sufriese
alguna transformación impredecible, así queda
establecido. Sin embargo, la biología parece que burle
este principio, y a contra corriente, consiga, que sus sistemas
vivos se organicen cada vez más. Mas sólo es una
apariencia. Un oasis en el desierto que permanece, pero sin otro
destino final que el de su entorno. Quizá la inteligencia
sí que pudiese romper el fatídico proceso si
encontrara cómo soslayarlo. Puede que la especie
sobreviviera en "su hábitat" protector, si no para
siempre, sí "una eternidad de bolsillo". Pero a fin de
cuentas sólo significaría la postergación de
lo inevitable, y tan lejos queda algo así, que por la
simple probabilidad fenecería en el intento.
¿Qué nos importa a nosotros en nuestra
limitación, y ni siquiera a esos ínclitos
descendientes futuros, si su tiempo también
devendrá a relativo y el remate será el fin? O tal
vez no, quien sabe. Hay quien afirma, y lo demuestra, que la
información, la estructura metamórfica de cada ser
permanecerá, y que, pese a toda transformación
presente o futura será recuperable cuando las condiciones
propicias ocurran. Por ejemplo, el más desastroso entre
los fenómenos del Universo, el llamado agujero negro,
engulle cuanto le rodea y nada escapa a su voracidad. Tras el
proceso sólo resta en su interior el detritus más
consumado. Casi una nada compacta. Sin embargo aun allí la
información preexistente persiste. A lo mejor, "los
prolegómenos de un otro Big Ben".
¿Adónde vagarán las consecuencias
de nuestra acción al paso del tiempo? ¿Qué
es de la huella de nuestros actos que se desvanece?
¿Qué de nuestros particulares campos
magnético—eléctricos, o las ondas
energéticas de nuestras vísceras? ¿En
qué desintegración se integrarán nuestros
despojos? Porque no cabe duda que cada acción deje tras
ella su propio sello. ¿Toparán por el devenir con
el certero decodificador que pueda detectarlos y los reintegre a
su causa como forma de vida? ¿O ni siquiera tanto
será imprescindible? Pudiera ser; cosas peores se han
visto; si no, y sin ir más lejos, qué decir del
milagro, de lo maravilloso, de nuestra propia existencia. Desde
luego, si ello no ocurre, por falta de tiempo no ha de ser. Y al
cabo, qué más da morir un segundo que todas las
eternidades juntas y otras tantas. Será un
instante.
Pero una cuestión así, tan lejana e
inconmensurable, bien puede esperar. Bajemos pues de las alturas
y abdiquemos, que más vale pájaro en mano que
ciento volando. Y de no perder el hilo, mejor fuese pegar hebra,
que si no hay mal que cien años dure, ni bien que los
pare, promediemos los dos impostores, no sea que, de
sobrecargados, fenezcamos a la mitad por no echar
cuentas.
La cuestión no es obvia: ¿Por qué
en el sistema democrático, el estado de la igualdad y las
libertades por antonomasia, persiste el adoctrinamiento?
¿O es que en el fondo, tal vez pretendemos, que el fin
democrático sea el triunfo de una
ideología?
No es lo mismo la puja espontánea de los
pensamientos que avalar sin reservas a uno o algunos, prendados
quizá de su hermosura. La panacea aparente puede
encandilarnos de forma tal que sea difícil no caer en el
proselitismo. A fin de cuentas esto son y no otra cosa los
afamados "ismos". Esas parcelaciones del pensamiento, tan
abundantes, que no por sernos útiles nos serán
imprescindibles. Superables por tanto.
Agnosticismo, Ateísmo, Cristianismo,
Deísmo, Budismo, Socialismo, Comunismo, Capitalismo,
Liberalismo, Marxismo… y el largo etcétera; tan
largo, que quizá acertásemos con descubrir un nuevo
"ismo" como la denominación de origen. No sería
complicado. ¿Por qué no "miopismo"? Pues qué
cortas miras las nuestras para quedar varados sin
consideración en sólo uno o algunos de tantos
pensamientos posibles y sus matices. Y qué apocadas
condiciones nos constriñen, que sólo la
facción o el grupo nos vitaliza. Ciertamente, tal cantidad
de posturas y sus expresiones, denotan nuestra multiplicidad y su
riqueza, pero también nuestra miseria y egoísmo. Y
ello es más cierto, si consideramos que la idea, por su no
concreción, nunca será absoluta; lo que tampoco
contradice su oportunidad o su adecuación transitoria. He
aquí, en boga como siempre, el mejor de los ejemplos:
Libertad, Igualdad, Fraternidad. La concreción ilustrada.
Consideremos: principio y fin, nacimiento, vida, muerte…
realidad, ser, existir, nada, todo…; son estas,
conceptuaciones evidentes en si mismas, axiomáticas. Sin
embargo la triple proclama, con ser certera, es tan maleable como
la vida misma. Y es lo lógico.
De los tres conceptos antedichos, quizá sea el
tercero, la fraternidad, el precedente de sus hermanos. Esa
hermandad, de raíces biológicas nada menos, es
innegable. Aunque eso sí, algo imprecisa, por cuanto
más abunda el pariente que el hermano, y la especie queda
disgregada y diversa "en su irremediable grado de
entropía". Pese a ello, en ese azarado sentir común
la igualdad podrá efectuarse si efectivamente se formatea
con la convivencia. O al contrario quizás. No obstante, en
el simple asociacionismo, a secas, la lógica de
igualación requiere necesariamente de su otra hermana, la
libertad.
Pero la libertad, el fundamento de unas relaciones
justas e igualitarias, paradójicamente, como
condición primera no llega a tanto. En esencia la libertad
como primigenia no puede darse. Huelga decir por que. Y
sólo el espíritu podría ser libre. Vete a
saber.
No es extraño entonces, que sobre los "tres
conceptos clave de la convivencia" recaigan tantas
consideraciones como doctrinas. Por entonces, cuando el triple
considerando vio la luz, ni su impulsor ni sus promotores
tuvieron a bien explayarlo, hasta, por ejemplo, la
cooperación, la superación, o la individualidad del
raciocinio; no tanto hasta la equidad, que habría de ser
evidente. Pero así queda en honor a sus loables
intenciones y la concreción. Claro, el resto queda
implícito y se sobreentiende, se dirá; que a buen
entendedor pocas palabras bastan. Y así es admitido.
Aunque mejor se pensase que la triple proclama era proclive a las
reivindicaciones concretas que la exigían sin más.
Pese a todo permanece en el tiempo, casi definitiva, como el abc,
como el alfa y el omega, y va para tres siglos. A más
abundamiento anda manida, cuando no sesgada, por estos, esos y
aquellos. Hay quién hace de la libertad su bandera. A
otros la igualdad los comanda. Y cómo no, la fraternidad
es traída y llevada como el cofre de los tesoros; no es
para menos, pero ya tanto… Y ojo, todo ello a su forma y
según: con la conveniencia extendida o como resulta
empecinada de una obsesión añeja que no por
legítima sea eficaz. Un tándem "cuasi
cómodo" pero inestable, y al que solamente salvará
el soporte definitivo, una razón común, la
lógica universal. Casi nada.
Las doctrinas se perpetúan convictas de la
memoria, igual que una vocación. Como paños
calientes al trauma infantil fosilizado, o bálsamos de
atroces vivencias, que hacen que la libertad del individuo no
sea. Y es que sin esa comunión razonable, sólo se
puede ser libre entre los estrechos márgenes de la ideo
endogamia, tras la virtualidad de una memoria remanente, e
incluso, según los dictados de una retro genética.
Para qué decir de los yugos circunstanciales. Claro que
no, no es más libre nuestra libertad que nuestra
inteligencia, y somos tan poca cosa, que decir sí o no, se
nos viene apuntado, y aun creemos que sea por nuestro
concurso.
Quizá no haya mejor ideología que ninguna.
Aferrarse a la idea huérfana, desvincularse del contexto
universalista, será provechoso, por perseguir una
obsesión o una injusticia, pero también como forma
de suplir cierta pereza filosófica y no querer entenderse
con los contrarios. Cosa distinta será marcarse las pautas
al abrigo de la lucidez común y compartida. Caminar
abriendo el camino, porque sólo el ahora es presente y su
pasado un futuro caduco. Eso sí, confiados en la
única verdad en candelero, la de nuestra evolución.
Y es que los atributos humanos nunca serán conclusos. Como
todo, sus formas de ser están en el cambio, pues nada
permanece. Pobres de nosotros, si pensásemos, que nuestra
razón, nuestra lógica, es indeleble; como un
absoluto; la única diosa incontrovertible. Mas, si su
evolución persiste, a poco, tan tosca parecerá en
el grado presente como el utensilio de piedra ante el robot o las
garras de nuestros ancestros reptiles comparadas a nuestras
manos.
Nadie espere que la parte se imponga al todo y
así permanezca, pues sus impulsos rectores también
los abarca.
Autor:
Fandila Soria Martínez
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |