Con respecto a la historia de los
diccionarios, se dice que en el siglo VIIa.c, en Mesopotamia, un
rey asirio, mandó a tallar en tablas de piedra, diversas
palabras que eran utilizadas, en aquella época, en esta
región oriental. Más adelante, con toda la fuerza y
el empuje intelectual de los filósofos griegos, es que uno
de ellos, Apolinio, crea una recopilación de léxico
griego, en un texto escrito, llamado Lexicón. Esto
ocurría en el siglo III a.c. De manera posterior, se
fueron desarrollando, ya pasado el siglo X, distintos
diccionarios, que en la actualidad, son representativos del
vocablo de diversos países europeos.
Con respecto al primer diccionario
vinculante para toda Hispanoamérica, el diccionario de la
Real Academia de La Lengua, su primera edición data del
siglo XVIII. Existen diversos tipos de diccionarios. Están
aquellos de la lengua utilizada en diversos países, donde
se ordenan palabras de manera alfabética y se da sus
significados. Aparte del hecho, de entregar su origen
etimológico y se ocupan como sustantivos, adjetivos,
adverbios entre otros datos útiles.
Asimismo, podemos encontrar los de
sinónimos y antónimos. De igual manera están
aquellos de idiomas, etimológicos (tratan sobre el origen
de las palabras) y especializados. Todos estos son los
diccionarios más utilizados por las personas.
La Estructura de
un Diccionario
La estructura de un diccionario al uso posee un
patrón muy rico que tiene por objeto:
Optimizar el flujo de información con la
mayor economía posible (número de
páginas respecto al de palabras definidas)Realizar su elaboración de tal forma que no
sature nuestras capacidades cognitivas, sino que se adapte a
ellas.
Y lo intrigante es que ambos objetivos y resultados
también se presentan en las taxonomías,
utilizándose en ambas las leyes de escala (distribuciones
potenciales) y la Regla de Miller, de la que ya os hable en este
post: "Psicología Cognitiva, Números
Mágicos, Regla de Miller y Taxonomía de
Suelos".
Los Diccionarios poseen la forma de una pirámide
invertida. En la base (como está al revés coincide
con la cúspide), aparecen un gran número de
palabras complejas (nivel jerárquico inferior), mientras
que en el vértice del triángulo (nivel
jerárquico superior) un minúsculo número de
palabras muy simples que no se definen. A estas últimas,
Mark las denomina atómicas. En medio, nos encontramos con
varios niveles jerárquicos de vocablos, cuyo número
es inversamente proporcional al rango que ocupan en ella. Aunque
el trabajo no lo menciona explícitamente, tal estructura
se ajusta a una ley potencial. Las escasas palabras
atómicas en la cúspide sirven de ladrillos para
construir otras más numerosas en el nivel
jerárquico inferior, y así sucesivamente hasta el
rango de 7, a partir del cual no se generaba economía
adicional alguna. Mark comprobó, utilizando el afamado
Diccionario Oxford, así como el electrónico Wordnet
(Universidad de Princeton), que de haberse realizado tan solo con
dos niveles jerárquicos, el Oxford, por ejemplo,
contendría al menos un 30% de páginas adicionales
para dar cuenta del mismo contenido (número de palabras a
definir).
Reitero que se trata de un patrón fractal, como
ya apunté al hablar de las taxonomías en el
siguiente post: ¿Es la Mente Fractal?: Dedicado a Eusebio
Sempere. Ya os describí, que la regla de Miller
añade otra constricción al número de
posibilidades de elaborar un diccionario o una taxonomía
eficiente. Todo parece apuntar que nuestra memoria reciente no es
capaz de manejar más de 7 palabros y/o constructos
mentales a la vez. Lo intrigante, es que lo que el autor
denominó "número mágico 7" transciende a
nuestras capacidades de la memoria reciente, para aparecer
también en otros dominios de las neurociencias, y no
conocemos la razón.
Resumiendo, los seres humanos, como defiende Changizi,
por evolución cultural, seleccionan constructos adaptados
a nuestras estructuras mentales. Tal actividad es inconsciente.
Sin embargo, las regularidades matemáticas generadas son
muy ricas. Y yo apostillo, estas son muy semejantes a la manera
en la que la naturaleza se auto-organiza, ya que de no ser
así, probablemente nuestra mente solo percibiera ruido del
mundo exterior. Ya iremos abundando sobre el tema.
Utilidad del
diccionario
A juzgar por cómo se escribe en estos tiempos, los
diccionarios cuentan poco en el momento de la redacción.
Sobre todo la semántica, imprescindible para ajustar la
palabra al significado que el/la autor/a quiera dar al vocablo,
parece no tenerse en consideración. Por poner sólo
un ejemplo, no son pocos/as los escritores/as que utilizan el
participio, "enervado", con la clara intención de
fortalecer al personaje descrito en su relato, cuando en realidad
dicha palabra tiene un significado totalmente opuesto. Leo en el
M. Molier: Enervar* Pron. Perder alguien las energías
físicas, el ánimo o la voluntad. Abandonarse,
abatir (se), afeminar (se), apandorgarse, aplatanar(se),
apoltronarse, castrar, deprimirse, desanimar(se), desnervar,
desnerviar, emperezarse. *Apatía, débil. 2. Tr. y
prnl. Poner (se) nervioso. Lo mismo o parecido, en el
DRAE.
Hace unos pocos días redactaba yo una estampa
lírica que deseaba dedicar a mi maestro de
Metáfora, Richard Monfort. En uno de los párrafos
escribí: "Como le sucede al óvulo, invadido de
espermatozoides". Richard, a quien rogué que me corrigiese
el texto, respondió en la escuela: Detalles en la
prosa: como le sucede al óvulo, invadido de
espermatozoides. Los espermatozoides no invaden al óvulo,
lo asedian; la invasión (fecundación) la realiza
sólo uno. (En ocasiones –añado- son
varios los espermatozoides que pueden penetrar en el
óvulo, casos de mellizos, trillizos, etc., pero lo normal
es que sea uno el que fecunde el óvulo.)
¿Qué diferencia hay entre "invadir" y
"asediar"? Veamos lo que nos dice el diccionario. DRAE.
(Existen cinco acepciones, mas nos basta con destacar la
primera.) Invadir: Irrumpir, entrar por la fuerza. Asediar:
Cercar un punto fortificado, para impedir que salgan quienes
están en él o que reciban socorro de
fuera.
Pese al esfuerzo que despliego cada vez que escribo,
consultando diccionarios y textos gramaticales, no dejo de
cometer errores ortográficos, sintácticos y
semánticos que, cuando paso mis escritos a Metáfora
para ser corregidos, quedan minuciosamente al descubierto. En
ocasiones, como hoy va a suceder, me lanzo a la aventura de
valerme por mí mismo, a riesgo de equivocarme. No obstante
pasar por la criba del DRAE o del M. Moliner (diccionarios que
tengo incorporados en mi ordenador) cada palabra de dudoso
significado, no falla: el gazapo, una vez publicado el texto, se
burla de mis escasos conocimientos lingüísticos
haciéndome una pedorreta. Mas no crea nadie que es
sólo a mí a quien le suceden estas cosas; si
analizásemos cuidadosamente los trabajos literarios que se
publican en Internet, nos sorprendería la cantidad de
fallos cometidos por escritores/as, algunos/as de ellos/as
catedráticos/as de lengua (eso si que es grave), o de
poetas que no admiten rectificaciones de sus lectores/as,
arremetiendo despiadadamente contra quienes osan criticar sus
obras. ¿Acaso –me pregunto- no es digna de gratitud
la persona que se atreve a enmendar lo corregible? ¿Por
qué esa falta de humildad, cuando nuestro rico idioma
demanda a gritos el respeto que merece? Sencillamente, creo,
porque la soberbia no perdona –menos aún
tratándose de literatura– a los/as defensores/as del
diccionario. Algo parecido ocurre en pintura, música o con
cualquiera de las Bellas Artes. De esta manera, quien así
se comporta deja de aprender y frena a los/as prudentes.
En poesía, de modo especial, se cometen
numerosos errores al pretender salvar la rima, empleando palabras
que semánticamente son incorrectas. ¿No merece la
pena en estos casos, cuando la rima es difícil, calentarse
la cabeza con la finalidad salvar el verso? ¿Para
qué sirven los diccionarios de sinónimos y los
inversos? Es más sencillo, desde luego, prescindir de
ellos, además de ser muchísimo más
cómodo. Lo dicho: para escribir correctamente es
necesario padecer.
Autor:
Iris Cinta
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