Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 7)
Tiempo después de haber deambulado por algunos
lugares y países regresó sin dinero y con un
apetito voraz. "Regresaba tan pobre como se fue, hasta el
extremo de que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar
el alquiler del caballo. Hablaba el español cruzado con
jerga de marineros. Le preguntaron dónde había
estado, y contestó: -Por ahí. …Le
había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo,
enrolado en una tripulación de marineros
apátridas… No lograba incorporarse a la familia.
Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio
de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas
ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a la mesa,
dio muestras de una simpatía radiante, sobre todo cuando
contaba sus aventuras en países remotos. Había
naufragado y permanecido dos semanas a la deriva en el mar del
Japón, alimentándose con el cuerpo de un
compañero que sucumbió a la insolación, cuya
carne salada y vuelta a salar y cocinada al sol tenía un
sabor granuloso y dulce. En un mediodía radiante del Golfo
de Bengala su barco había vencido un dragón de mar
en cuyo vientre encontraron el casco, las hebillas y las armas de
un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasma de la
nave corsario de Víctor Hugues, con el velamen desgarrado
por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por
cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la
Guadalupe. Úrsula lloraba en la mesa como si estuviera
leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba
José Arcadio sus hazañas y desventuras. -Y tanta
casa aquí, hijo mío -sollozaba-. ¡Y tanta
comida tirada a los puercos Pero en el fondo no podía
concebir que el muchacho que llevaron los gitanos fuera el mismo
atarván que se comía medio lechón en el
almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban flores. Algo similar le
ocurría al resto de la familia. Amaranta no podía
disimular la repugnancia que le producían en la mesa sus
eructos bestiales. Arcadio, que nunca conoció el secreto
de su filiación, apenas si contestaba a las preguntas que
él le hacía con el propósito evidente de
conquistar sus afectos. Aureliano trató de revivir los
tiempos en que dormían en el mismo cuarto, procuró
restaurar la complicidad de la infancia, pero José Arcadio
los había olvidado porque la vida del mar le saturó
la memoria con demasiadas cosas que
recordar…"
Decidido a casarse con Rebeca, fue a la tienda de Pietro
Crespi. "Lo había encontrado dictando una
lección de cítara y no lo llevó aparte para
hablarle. -Me caso con Rebeca, le dijo. Pietro Crespi se puso
pálido, le entregó la cítara a uno de los
discípulos, y dio la clase por terminada. Cuando quedaron
solos en el salón atiborrado de instrumentos
músicos y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo: -Es su
hermana. -No me importa -replicó José Arcadio.
Pietro Crespi se enjugó la frente con el pañuelo
impregnado de espliego. -Es contra natura -explicó- y,
además, la ley lo prohíbe. José Arcadio se
impacientó no tanto con la argumentación como con
la palidez de Pietro Crespi. -Me cago dos veces en natura -dijo-.
Y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia de ir a
preguntarle nada a Rebeca. Pero su comportamiento brutal se
quebrantó al ver que a Pietro Crespi se le
humedecían los ojos. -Ahora -le dijo en otro tono-, que si
lo que le gusta es la familia, ahí le queda Amaranta. El
padre Nicanor reveló en el sermón del domingo que
José Arcadio y Rebeca no eran
hermanos…"
Úrsula, molesta por la boda de José
Arcadio y Rebeca, los echó de la casa, y se fueron a vivir
frente al cementerio. José Arcadio luego se apoderó
de tierras baldías y ajenas. "Se decía que
empezó arando su patio y había seguido derecho por
las tierras contiguas, derribando cercas y arrasando ranchos con
sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza de los mejores predios
del contorno. A los campesinos que no había despojado,
porque no le interesaban sus tierras, les impuso una
contribución que cobraba cada sábado con los perros
de presa y la escopeta de dos
cañones…"
"…José Arcadio había doblegado
la cerviz al yugo matrimonial. El carácter firme de
Rebeca, la voracidad de su vientre, su tenaz ambición,
absorbieron la descomunal energía del marido, que de
holgazán y mujeriego se convirtió en un enorme
animal de trabajo. Tenían una casa limpia y ordenada.
Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de
las tumbas entraba por las ventanas y salía por las
puertas del patio, y dejaba las paredes blanqueadas y los muebles
curtidos por el salitre de los muertos. El hambre de tierra, el
cloc, cloc de los huesos de sus padres, la impaciencia de su
sangre frente a la pasividad de Pietro Crespi, estaban relegados
al desván de la memoria. Todo el día bordaba junto
a la ventana, ajena a la zozobra de la guerra, hasta que los
potes de cerámica empezaban a vibrar en el aparador y ella
se levantaba a calentar la comida, mucho antes de que aparecieran
los escuálidos perros rastreadores y luego el coloso de
polainas y espuelas y con escopeta de dos cañones, que a
veces llevaba un venado al hombro y casi siempre un sartal de
conejos o de patos silvestres. Una tarde, al principio de su
gobierno, Arcadio fue a visitarlos de un modo intempestivo. No lo
veían desde que abandonaron la casa, pero se mostró
tan cariñoso y familiar que lo invitaron a compartir el
guisado…"
"Un año después de la fuga del coronel
Aureliano Buendía, José Arcadio y Rebeca se fueron
a vivir en la casa construida por Arcadio. Nadie se enteró
de su intervención para impedir el fusilamiento. En la
casa nueva, situada en el mejor rincón de la plaza, a la
sombra de un almendro privilegiado con tres nidos de petirrojos,
con una puerta grande para las visitas V cuatro ventanas para la
luz, establecieron un hogar hospitalario. Las antiguas amigas de
Rebeca, entre ellas cuatro hermanas Moscote que continuaban
solteras, reanudaron las sesiones de bordado interrumpidas
años antes en el corredor de las begonias. José
Arcadio siguió disfrutando de las tierras usurpadas cuyos
títulos fueron reconocidos por el gobierno conservador.
Todas las tardes se le veía regresar a caballo, con sus
perros montunos y su escopeta de dos cañones, y un sartal
de conejos colgados en la montura. Una tarde de septiembre, ante
la amenaza de una tormenta, regresó a casa más
temprano que de costumbre. Saludó a Rebeca en el comedor,
amarró los perros en el patio, colgó los conejos en
la cocina para sacarlos más tarde y fue al dormitorio a
cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que
cuando su marido entró al dormitorio ella se
encerró en el baño y no se dio cuenta de nada. Era
una versión difícil de creer, pero no había
otra más verosímil, y nadie pudo concebir un motivo
para que Rebeca asesinara al hombre que la había hecho
feliz. Ese fue tal vez el único misterio que nunca se
esclareció en Macondo. Tan pronto como José Arcadio
cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un
pistoletazo retumbó la casa. Un hilo de sangre
salió por debajo de la puerta, atravesó la sala,
salió a la calle, siguió en un curso directo por
los andenes disparejos, descendió escalinatas y
subió pretiles, pasó de largo por la calle de los
Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la
izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa
de los Buendía, pasó por debajo de la puerta
cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes
para no manchar los tapices, siguió por la otra sala,
eludió en una curva amplia la mesa del comedor,
avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin
ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una
lección de aritmética a Aureliano José, y se
metió por el granero y apareció en la cocina donde
Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos
para el pan…"
"Lo encerraron herméticamente en un
ataúd especial de dos metros y treinta centímetros
de largo y un metro y diez centímetros de ancho, reforzado
por dentro con planchas de hierro y atornillado con pernos de
acero, y aun así se percibía el olor en las calles
por donde pasó el entierro. El padre Nicanor, con el
hígado hinchado y tenso como un tambor, le echó la
bendición desde la cama. Aunque en los meses siguientes
reforzaron la tumba con muros superpuestos y echaron entre ellos
ceniza apelmazada, aserrín y cal viva, el cementerio
siguió oliendo a pólvora hasta muchos años
después, cuando los ingenieros de la
compañía bananera recubrieron la sepultura con una
coraza de hormigón".
Arcadio (José Arcadio)
Arcadio fue llevado a la casa Buendía a los dos
meses de nacido con el aval de José Arcadio
Buendía. Úrsula, que se opuso a esto, exigió
"que se ocultara al niño su verdadera identidad".
Arcadio nunca se enteró de su verdadero origen.
Arcadio, "que había heredado el entusiasmo
didáctico de su abuelo", fue encargado por el
corregidor para atendiera la escuela que había conseguido
que el Gobierno construyera en Macondo.
Cuando el coronel Aureliano se fue a la guerra
nombró a Arcadio como jefe civil y militar de Macondo.
"-Ahí te dejamos a Macondo -fue todo cuanto le dijo a
Arcadio antes de irse-. Te lo dejamos bien, procura que lo
encontremos mejor. Arcadio le dio una interpretación muy
personal a la recomendación. Se inventó un uniforme
con galones y charreteras de mariscal, inspirado en las
láminas de un libro de Melquíades, y se
colgó al cinto el sable con borlas doradas del
capitán fusilado. Emplazó las dos piezas de
artillería a la entrada del pueblo, uniformó a sus
antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas incendiarias, y
los dejó vagar armados por las calles para dar a los
forasteros una impresión de invulnerabilidad. Fue un truco
de doble filo, porque el gobierno no se atrevió a atacar
la plaza durante diez meses, pero cuando lo hizo descargó
contra ella una fuerza tan desproporcionada que liquidó la
resistencia en media hora. Desde el primer día de su
mandato Arcadio reveló su afición por los bandos.
Leyó hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto
le pasaba por la cabeza. Implantó el servicio militar
obligatorio desde los dieciocho años, declaró de
utilidad pública los animales que transitaban por las
calles después de las seis de la tarde e impuso a los
hombres mayores de edad la obligación de usar un brazal
rojo. Recluyó al padre Nicanor en la casa cural, bajo
amenaza de fusilamiento, y le prohibió decir misa y tocar
las campanas como no fuera para celebrar las victorias liberales.
Para que nadie pusiera en duda la severidad de sus
propósitos, mandó que un pelotón de
fusilamiento se entrenara en la plaza pública disparando
contra un espantapájaros. Al principio nadie lo
tomó en serio. Eran, al fin de cuentas, los muchachos de
la escuela jugando a gente mayor. Pero una noche, al entrar
Arcadio en la tienda de Catarino, el trompetista de la banda lo
saludó con un toque de fanfarria que provocó las
risas de la clientela, y Arcadio lo hizo fusilar por irrespeto a
la autoridad. A quienes protestaron, los puso a pan y agua con
los tobillos en un cepo que instaló en un cuarto de la
escuela. -¡Eres un asesino! -le gritaba Úrsula cada
vez que se enteraba de alguna nueva arbitrariedad-. Cuando
Aureliano lo sepa te va a fusilar a ti y yo seré la
primera en alegrarme. Pero todo fue inútil. Arcadio
siguió apretando los torniquetes de un rigor innecesario,
hasta convertirse en el más cruel de los gobernantes que
hubo nunca en Macondo. -Ahora sufran la diferencia -dijo don
Apolinar Moscote en cierta ocasión-. Esto es el
paraíso liberal. Arcadio lo supo. Al frente de una
patrulla asaltó la casa, destrozó los muebles,
vapuleó a las hijas y se llevó a rastras a don
Apolinar Moscote. Cuando Úrsula irrumpió en el
patio del cuartel, después de haber atravesado el pueblo
clamando de vergüenza y blandiendo de rabia un rebenque
alquitranado, el propio Arcadio se disponía a dar la orden
de fuego al pelotón de fusilamiento.
-¡Atrévete, bastardo! -gritó Úrsula.
Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le
descargó el primer vergajazo. -¡Atrévete,
asesino! -gritaba-. ¡Y mátame también a
mí, hijo de mala madre! Así no tendré ojos
para llorar la vergüenza de haber criado un fenómeno.
Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el
fondo del patio, donde Arcadio se enrolló como un caracol.
Don Apolinar Moscote estaba inconsciente, amarrado en el poste
donde antes tenían al espantapájaros despedazado
por los tiros de entrenamiento. Los muchachos del pelotón
se dispersaron, temerosos de que Úrsula terminara
desahogándose con ellos. Pero ni siquiera los miró.
Dejó a Arcadio con el uniforme arrastrado, bramando de
dolor y rabia, y desató a don Apolinar Moscote para
llevarlo a su casa. Antes de abandonar el cuartel, soltó a
los presos del cepo".
"…Arcadio dio una rara muestra de
generosidad, al proclamar mediante un bando el duelo oficial por
la muerte de Pietro Crespi. Úrsula lo interpretó
como el regreso del cordero extraviado. Pero se equivocó.
Había perdido a Arcadio, no desde que vistió el
uniforme militar, sino desde siempre. Creía haberlo criado
como a un hijo, como crió a Rebeca, sin privilegios ni
discriminaciones. Sin embargo, Arcadio era un niño
solitario y asustado durante la peste del insomnio, en medio de
la fiebre utilitaria de Úrsula, de los delirios de
José Arcadio Buendía, del hermetismo de Aureliano,
de la rivalidad mortal entre Amaranta y Rebeca. Aureliano le
enseñó a leer y escribir, pensando en otra cosa,
como lo hubiera hecho un extraño. Le regalaba su ropa,
para que Visitación la redujera, cuando ya estaba de
tirar. Arcadio sufría con sus zapatos demasiado grandes,
con sus pantalones remendados, con sus nalgas de mujer. Nunca
logró comunicarse con nadie mejor que lo hizo con
Visitación y Cataure en su lengua. Melquíades fue
el único que en realidad se ocupó de él, que
le hacía escuchar sus textos incomprensibles y le daba
instrucciones sobre el arte de la daguerrotipia. Nadie se
imaginaba cuánto lloró su muerte en secreto, y con
qué desesperación trató de revivirlo en el
estudio inútil de sus papeles. La escuela, donde se le
ponía atención y se le respetaba, y luego el poder,
con sus bandos terminantes y su uniforme de gloria, lo liberaron
del peso de una antigua amargura. Una noche, en la tienda de
Catarino, alguien se atrevió a decirle: -No mereces el
apellido que llevas. Al contrario de lo que todos esperaban,
Arcadio no lo hizo fusilar. -A mucha honra -dijo-, no soy un
Buendía. Quienes conocían el secreto de su
filiación, pensaron por aquella réplica que
también él estaba al corriente, pero en realidad no
lo estuvo nunca. Pilar Ternera, su madre, que le había
hecho hervir la sangre en el cuarto de daguerrotipia, fue para
él una obsesión tan irresistible como lo fue
primero para José Arcadio y luego para Aureliano. A pesar
de que había perdido sus encantos y el esplendor de su
risa, él la buscaba y la encontraba en el rastro de su
olor de humo. Poco antes de la guerra, un mediodía en que
ella fue más tarde que de costumbre a buscar a su hijo
menor a la escuela, Arcadio la estaba esperando en el cuarto
donde solía hacer la siesta, y donde después
instaló el cepo. Mientras el niño jugaba en el
patio, él esperó en la hamaca, temblando de
ansiedad, sabiendo que Pilar Ternera tenía que pasar por
ahí. Llegó. Arcadio la agarró por la
muñeca y trató de meterla en la hamaca. -No puedo,
no puedo -dijo Pilar Ternera horrorizada-. No te imaginas
cómo quisiera complacerte, pero Dios es testigo que no
puedo. Arcadio la agarró por la cintura con su tremenda
fuerza hereditaria, y sintió que el mundo se borraba al
contacto de su piel. -No te hagas la santa -decía-. Al
fin, todo el mundo sabe que eres una puta. Pilar se sobrepuso al
asco que le inspiraba su miserable destino. -Los niños se
van a dar cuenta -murmuró-. Es mejor que esta noche dejes
la puerta sin tranca. Arcadio la esperó aquella noche
tiritando de fiebre en la hamaca. Esperó sin dormir,
oyendo los grillos alborotados de la madrugada sin término
y el horario implacable de los alcaravanes, cada vez más
convencido de que lo habían engañado. De pronto,
cuando la ansiedad se había descompuesto en rabia, la
puerta se abrió. Pocos meses después, frente al
pelotón de fusilamiento, Arcadio había de revivir
los pasos perdidos en el salón de clases, los tropiezos
contra los escaños, y por último la densidad de un
cuerpo en las tinieblas del cuarto y los latidos del aire
bombeado por un corazón que no era el suyo.
Extendió la mano y encontró otra mano con dos
sortijas en un mismo dedo, que estaba a punto de naufragar en la
oscuridad. Sintió la nervadura de sus venas, el pulso de
su infortunio, y sintió la palma húmeda con la
línea de la vida tronchada en la base del pulgar por el
zarpazo de la muerte. Entonces comprendió que no era esa
la mujer que esperaba, porque no olía a humo sino a
brillantina de florecitas, y tenía los senos inflados y
ciegos con pezones de hombre, y el sexo pétreo y redondo
como una nuez, y la ternura caótica de la inexperiencia
exaltada. Era virgen y tenía el nombre inverosímil
de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había
pagado cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida,
para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había
visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de
sus padres, y nunca se había fijado en ella, porque
tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el
momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó
como un gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la
hora de la siesta, con el consentimiento de sus padres, a quienes
Pilar Ternera había pagado la otra mitad de sus ahorros.
Más tarde, cuando las tropas del gobierno los desalojaron
del local, se amaban entre las latas de manteca y los sacos de
maíz de la trastienda. Por la época en que Arcadio
fue nombrado jefe civil y militar, tuvieron una
hija".
Arcadio mantenía relaciones con José
Arcadio y Rebeca, fundadas no tanto en el parentesco como en la
complicidad. Siendo aún jefe civil y militar de Macondo,
Arcadio visitó a su tío José Arcadio.
"Sólo cuando tomaban el café reveló
Arcadio el motivo de su visita: había recibido una
denuncia contra José Arcadio. Se decía que
empezó arando su patio y había seguido derecho por
las tierras contiguas, derribando cercas y arrasando ranchos con
sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza de los mejores predios
del contorno… Era un alegato innecesario, porque Arcadio no
había ido a hacer justicia. Ofreció simplemente
crear una oficina de registro de la propiedad para que
José Arcadio legalizara los títulos de la tierra
usurpada, con la condición de que delegara en el gobierno
local el derecho de cobrar las contribuciones. Se pusieron de
acuerdo. Años después, cuando el coronel Aureliano
Buendía examinó los títulos de propiedad,
encontró que estaban registradas a nombre de su hermano
todas las tierras que se divisaban desde la colina de su patio
hasta el horizonte, inclusive el cementerio, y que en los once
meses de su mandato Arcadio había cargado no sólo
con el dinero de las contribuciones, sino también con el
que cobraba al pueblo por el derecho de enterrar a los muertos en
predios de José Arcadio. Úrsula tardó varios
meses en saber lo que ya era del dominio público, porque
la gente se lo ocultaba para no aumentarle el sufrimiento.
Empezó por sospecharlo. -Arcadio está construyendo
una casa -le confió con fingido orgullo a su marido,
mientras trataba de meterle en la boca una cucharada de jarabe de
totumo. Sin embargo, suspiró involuntariamente: No
sé por qué todo esto me huele mal. Más
tarde, cuando se enteró de que Arcadio no sólo
había terminado la casa sino que se había encargado
un mobiliario vienés, confirmó la sospecha de que
estaba disponiendo de los fondos públicos. -Eres la
vergüenza de nuestro apellido, le gritó un domingo
después de misa, cuando lo vio en la casa nueva jugando
barajas con sus oficiales. Arcadio no le prestó
atención…"
Tras la toma armada de Macondo, Arcadio fue relevado del
cargo, hecho prisionero y fusilado. "Al amanecer,
después de un consejo de guerra sumario, Arcadio fue
fusilado contra el muro del cementerio. En las dos últimas
horas de su vida no logró entender por qué
había desaparecido el miedo que lo atormentó desde
la infancia. Impasible, sin preocuparse siquiera por demostrar su
reciente valor, escuchó los interminables cargos de la
acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa hora
debía estar bajo el castaño tomando el café
con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hija de
ocho meses, que aún no tenía nombre, y en el que
iba a nacer en agosto. Pensaba en Santa Sofía de la
Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado
para el almuerzo del sábado, y añoró su
cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que
parecían artificiales. Pensaba en su gente sin
sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida,
empezando a comprender cuánto quería en realidad a
las personas que más había odiado. El presidente
del consejo de guerra inició su discurso final, antes de
que Arcadio cayera en la cuenta de que habrían
transcurrido dos horas. -Aunque los cargos comprobados no
tuvieran sobrados méritos -decía el presidente-, la
temeridad irresponsable y criminal con que el acusado
empujó a sus subordinados a una muerte inútil,
bastaría para merecerle la pena capital. En la escuela
desportillada donde experimentó por primera vez la
seguridad del poder, a pocos metros del cuarto donde
conoció la incertidumbre del amor, Arcadio encontró
ridículo el formalismo de la muerte. En realidad no le
importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación
que experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue
una sensación de miedo sino de nostalgia. No habló
mientras no le preguntaron cuál era su última
voluntad. -Díganle a mi mujer -contestó con voz
bien timbrada- que le ponga a la, niña el nombre de
Úrsula -hizo una pausa y confirmó-: Úrsula,
como la abuela. Y díganle también que si el que va
a nacer nace varón, que le pongan José Arcadio,
pero no por el tío, sino por el abuelo. Antes de que lo
llevaran al paredón, el padre Nicanor trató de
asistirlo. -No tengo nada de qué arrepentirme, dijo
Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón
después de tomarse una taza de café negro. El jefe
del pelotón, especialista en ejecuciones sumarias,
tenía un nombre que era mucho más que una
casualidad: capitán Roque Carnicero. Camino del
cementerio, bajo la llovizna persistente, Arcadio observó
que en el horizonte despuntaba un miércoles radiante. La
nostalgia se desvanecía con la niebla y dejaba en su lugar
una inmensa curiosidad. Sólo cuando le ordenaron ponerse
de espaldas al muro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo mojado y un
vestido de flores rosadas abriendo la casa de par en par. Hizo un
esfuerzo para que le reconociera. En efecto, Rebeca miró
casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de
estupor, y apenas pudo reaccionar para hacerle a Arcadio una
señal de adiós con la mano. Arcadio le
contestó en la misma forma. En ese instante lo apuntaron
las bocas ahumadas de los fusiles y oyó letra por letra
las encíclicas cantadas de Melquíades y
sintió los pasos perdidos de Santa Sofía de la
Piedad, virgen, en el salón de clases, y
experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le
había llamado la atención en las fosas nasales del
cadáver de Remedios. -¡Ah, carajo! -alcanzó a
pensar-, se me olvidó decir que si nacía mujer la
pusieran Remedios. Entonces, acumulado en un zarpazo desgarrador,
volvió a sentir todo el terror que le atormentó en
la vida. El capitán dio la orden de fuego. Arcadio apenas
tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza sin comprender
de dónde fluía el líquido ardiente que le
quemaba los muslos. -¡Cabrones! -gritó-. ¡Viva
el partido liberal!".
Santa Sofía de la Piedad
Para evitar que su hijo Arcadio no la pretendiera, su
madre Pilar Ternera les pagó a Santa Sofía de la
Piedad y a sus padres para que se casara con su hijo. "Era
virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa
Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado
cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para
que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había visto
muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus
padres, y nunca se había fijado en ella, porque
tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el
momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó
como un gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la
hora de la siesta, con el consentimiento de sus padres, a quienes
Pilar Ternera había pagado la otra mitad de sus ahorros.
Más tarde, cuando las tropas del gobierno los desalojaron
del local, se amaban entre las latas de manteca y los sacos de
maíz de la trastienda. Por la época en que Arcadio
fue nombrado jefe civil y militar, tuvieron una
hija…"
"Santa Sofía de la Piedad, la silenciosa, la
condescendiente, la que nunca contrarió ni a sus propios
hijos, tuvo la impresión de que aquel era un acto
prohibido… Para Santa Sofía de la Piedad la
reducción de los habitantes de la casa debía haber
sido el descanso a que tenía derecho después de
más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había
oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable,
que sembró en la familia los gérmenes
angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa
solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró
toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos
niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus
nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido
de sus entrañas, sin saber ella misma que era su
bisabuela. Sólo en una casa como aquélla era
concebible que hubiera dormido siempre en un petate que
tendía en el piso del granero, entre el estrépito
nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una
noche la despertó la pavorosa sensación de que
alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una
víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que
si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a
dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se
daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque
los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra,
el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en
la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la
única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que
tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le
faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían
milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó
a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta
eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la
madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que
más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa
Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por
aquella condición subalterna. Al contrario, se
tenía la impresión de que le gustaba andar por los
rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y
limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia,
y que particularmente en los tiempos de la compañía
bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero
cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de
Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de
trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera
vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche
a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se
trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado
en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del
corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por
las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo
antes había encontrado Úrsula en el vaso donde
estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni
recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa
Sofía de la Piedad se pasaba el día en los
dormitorios, espantando los lagartos que volverían a
meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas
coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el
jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias
habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el
fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una
escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero
al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando
siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a
sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la
destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió
luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la
cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña
que se reproducían en pocas horas, raspando el
comején. Pero cuando vio que también el cuarto de
Melquíades estaba telarañado y polvoriento,
así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y
que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los
escombros y el aire de miseria que sólo el coronel
Aureliano Buendía y el joven militar habían
previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso
el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula
y un par de medias de algodón que le había regalado
Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres
mudas que le quedaban. -Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es
mucha casa para mis pobres huesos. Aureliano le preguntó
para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si
no tuviera la menor idea de su destino. Trató de precisar,
sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con
una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una
explicación verosímil. Desde la muerte de sus
padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo,
ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar
de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro,
porque ella estaba dispuesta a irse con lo único que
tenía: un peso y veinticinco centavos. Desde la ventana
del cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de
ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la
vio meter la mano por un hueco del portón para poner la
aldaba después de haber salido. Jamás se
volvió a saber de ella…"
Aureliano Segundo
Del concubinato entre Arcadio y Santa Sofía de la
Piedad nacieron Remedios, la bella, y los gemelos José
Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.
"En la larga historia de la familia, la tenaz
repetición de los nombres le había permitido sacar
conclusiones que le parecían terminantes. Mientras los
Aurelianos eran retraídos, pero de mentalidad
lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y
emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico.
Los únicos casos de clasificación imposible eran
los de José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo. Fueron
tan parecidos y traviesos durante la infancia que ni la propia
Santa Sofía de la Piedad podía distinguirlos. El
día del bautismo, Amaranta les puso esclavas con sus
respectivos nombres y los vistió con ropas de colores
distintos marcadas con las iniciales de cada uno, pero cuando
empezaron a asistir a la escuela optaron por cambiarse la ropa y
las esclavas y por llamarse ellos mismos con los nombres
cruzados. El maestro Melchor Escalona, acostumbrado a conocer a
José Arcadio Segundo por la camisa verde, perdió
los estribos cuando descubrió que éste tenía
la esclava de Aureliano Segundo, y que el otro decía
llamarse, sin embargo, Aureliano Segundo a pesar de que
tenía la camisa blanca y la esclava marcada con el nombre
de José Arcadio Segundo. Desde entonces no se sabía
con certeza quién era quién. Aun cuando crecieron y
la vida los hizo diferentes, Úrsula seguía
preguntándose si ellos mismos no habrían cometido
un error en algún momento de su intrincado juego de
confusiones, y habían quedado cambiados para siempre.
Hasta el principio de la adolescencia fueron dos mecanismos
sincrónicos. Despertaban al mismo tiempo, sentían
deseos de ir al baño a la misma hora, sufrían los
mismos trastornos de salud y hasta sonaban las mismas cosas. En
la casa, donde se creía que coordinaban sus actos por el
simple deseo de confundir, nadie se dio cuenta de la realidad
hasta un día en que Santa Sofía de la Piedad le dio
a uno un vaso de limonada, y más tardó en probarlo
que el otro en decir que le faltaba azúcar. Santa
Sofía de la Piedad, que en efecto había olvidado
ponerle azúcar a la limonada, se lo contó a
Úrsula. «Así son todos -dijo ella, sin
sorpresa-. Locos de nacimiento.» El tiempo acabó de
desordenar las cosas. El que en los juegos de confusión se
quedó con el nombre de Aureliano Segundo se volvió
monumental como el abuelo, y el que se quedó con el nombre
de José Arcadio Segundo se volvió óseo como
el coronel, y lo único que conservaron en común fue
el aire solitario de la familia. Tal vez fue ese entrecruzamiento
de estaturas, nombres y caracteres lo que le hizo sospechar a
Úrsula que estaban barajados desde la
infancia".
Como a Aureliano Segundo se estremecía con la
sola idea de presenciar un fusilamiento, prefería la casa.
Se introducía en el cuarto de Melquíades (cuando
éste aún vivía), donde éste
tenía sus libros "y las cosas raras que
escribía en los últimos años".
Allí se entregaba a la lectura, y "se dio a la tarea
de descifrar los manuscritos", pero le fue imposible. En el
cuarto se le aparecía Melquíades. "Desde
entonces, durante varios años, se vieron casi todas las
tardes. Melquíades le hablaba del mundo, trataba de
infundirle su vieja sabiduría, pero se negó a
traducir los manuscritos. «Nadie debe conocer su sentido
mientras no hayan cumplido cien años»,
explicó. Aureliano Segundo guardó para siempre el
secreto de aquellas entrevistas. En una ocasión
sintió que su mundo privado se derrumbaba, porque
Úrsula entró en el momento en que Melquíades
estaba en el cuarto. Pero ella no lo vio. -¿Con
quién hablas? -le preguntó. -Con nadie -dijo
Aureliano Segundo. -Así era tu bisabuelo -dijo
Úrsula-. También él hablaba
solo".
Aureliano Segundo empezó a dar muestras de
holgazanería y disipación. "Mientras estuvo
encerrado en el cuarto de Melquíades fue un hombre
ensimismado, como lo fue el coronel Aureliano Buendía en
su juventud. Pero poco antes del tratado de Neerlandia una
casualidad lo sacó de su ensimismamiento y lo
enfrentó a la realidad del mundo. Una mujer joven, que
andaba vendiendo números para la rifa de un
acordeón, lo saludó con mucha familiaridad.
Aureliano Segundo no se sorprendió porque ocurría
con frecuencia que lo confundieran con su hermano. Pero no
aclaró el equívoco, ni siquiera cuando la muchacha
trató de ablandarle el corazón con lloriqueos, y
terminó por llevarlo a su cuarto. Le tomó tanto
cariño desde aquel primer encuentro, que hizo trampas en
la rifa para que él se ganara el acordeón. Al cabo
de dos semanas, Aureliano Segundo se dio cuenta de que la mujer
se había estado acostando alternativamente con él y
con su hermano, creyendo que eran el mismo hombre, y en vez de
aclarar la situación se las arregló para
prolongarla. No volvió al cuarto de Melquiades. Pasaba las
tardes en el patio, aprendiendo a tocar de oídas el
acordeón, contra las protestas de Úrsula que en
aquel tiempo había prohibido la música en la casa a
causa de los lutos, y que además menospreciaba el
acordeón como un instrumento propio de los vagabundos
herederos de Francisco el Hombre. Sin embargo, Aureliano Segundo
llegó a ser un virtuoso del acordeón y
siguió siéndolo después de que se
casó y tuvo hijos y fue uno de los hombres más
respetados de Macondo. Durante casi dos meses compartió la
mujer con su hermano. Lo vigilaba, le descomponía los
planes, y cuando estaba seguro de que José Arcadio Segundo
no visitaría esa noche la amante común, se iba a
dormir con ella. Una mañana descubrió que estaba
enfermo. Dos días después encontró a su
hermano aferrado a una viga del baño empapado en sudor y
llorando a lágrima viva, y entonces comprendió. Su
hermano le confesó que la mujer lo había repudiado
por llevarle lo que ella llamaba una enfermedad de la mala vida.
Le contó también cómo trataba de curarlo
Pilar Ternera. Aureliano Segundo se sometió a escondidas a
los ardientes lavados de permanganato y las aguas
diuréticas, y ambos se curaron por separado después
de tres meses de sufrimientos secretos. José Arcadio
Segundo no volvió a ver a la mujer. Aureliano Segundo
obtuvo su perdón y se quedó con ella hasta la
muerte. Se llamaba Petra Cotes". Con ella tocaba el
acordeón en las fiestas ruidosas, creyendo enloquecer de
confusión. "Era como si en ambos se hubieran
concentrado los defectos de la familia y ninguna de sus virtudes.
Entonces decidió que nadie volviera a llamarse Aureliano y
José Arcadio. Sin embargo, cuando Aureliano Segundo tuvo
su primer hijo, no se atrevió a
contrariarlo…"
"En pocos años, sin esfuerzos, a puros golpes
de suerte, había acumulado una de las más grandes
fortunas de la ciénaga, gracias a la proliferación
sobrenatural de sus animales. Sus yeguas parían trillizos,
las gallinas ponían dos veces al día, y los cerdos
engordaban con tal desenfreno, que nadie podía explicarse
tan desordenada fecundidad, como no fuera por artes de magia.
«Economiza ahora -le decía Úrsula a su
atolondrado bisnieto-. Esta suerte no te va a durar toda la vida.
» Pero Aureliano Segundo no le ponía
atención. Mientras más destapaba champaña
para ensopar a sus amigos, más alocadamente parían
sus animales, y más se convencía él de que
su buena estrella no era cosa de su conducta sino influencia de
Petra Cotes, su concubina, cuyo amor tenía la virtud de
exasperar a la naturaleza. Tan persuadido estaba de que era ese
el origen de su fortuna, que nunca tuvo a Petra Cotes lejos de
sus crías, y aun cuando se casó y tuvo hijos,
siguió viviendo con ella con el consentimiento de
Fernanda. Sólido, monumental como sus abuelos, pero con un
gozo vital y una simpatía irresistible que ellos no
tuvieron, Aureliano Segundo apenas si tenía tiempo de
vigilar sus ganados. Le bastaba con llevar a Petra Cotes a sus
criaderos, y pasearla a caballo por sus tierras, para que todo
animal marcado con su hierro sucumbiera a la peste irremediable
de la proliferación…"
"Sordo al clamor de Úrsula y a las burlas de
su hermano, Aureliano Segundo sólo pensaba entonces en
encontrar un oficio que le permitiera sostener una casa para
Petra Cotes, y morirse con ella, sobre ella y debajo de ella, en
una noche de desafuero febril. Cuando el coronel Aureliano
Buendía volvió a abrir el taller, seducido al fin
por los encantos pacíficos de la vejez, Aureliano Segundo
pensó que sería un buen negocio dedicarse a la
fabricación de pescaditos de oro. Pasó muchas horas
en el cuartito caluroso viendo cómo las duras
láminas de metal, trabajadas por el coronel con la
paciencia inconcebible del desengaño, se iban convirtiendo
poco a poco en escamas doradas. El oficio le pareció tan
laborioso, y era tan persistente y apremiante el recuerdo de
Petra Cotes, que al cabo de tres semanas desapareció del
taller. Fue en esa época que le dio a Petra Cotes por
rifar conejos. Se reproducían y se volvían adultos
con tanta rapidez, que apenas daban tiempo para vender los
números de la rifa. Al principio, Aureliano Segundo no
advirtió las alarmantes proporciones de la
proliferación. Pero una noche, cuando ya nadie en el
pueblo quería oír hablar de las rifas de conejos,
sintió un estruendo en la pared del patio. «No te
asustes -dijo Petra Cotes-. Son los conejos.» No pudieron
dormir más, atormentados por el tráfago de los
animales. Al amanecer, Aureliano Segundo abrió la puerta y
vio el patio empedrado de conejos, azules en el resplandor del
alba. Petra Cotes, muerta de risa, no resistió la
tentación de hacerle una broma. -Estos son los que
nacieron anoche -dijo. -¡Qué horror! -dijo
él-. ¿Por qué no pruebas con vacas? Pocos
días después, tratando de desahogar su patio, Petra
Cotes cambió los conejos por una vaca, que dos meses
más tarde parió trillizos. Así empezaron las
cosas. De la noche a la mañana, Aureliano Segundo se hizo
dueño de tierras y ganados, y apenas si tenía
tiempo de ensanchar las caballerizas y pocilgas desbordadas. Era
una prosperidad de delirio que a él mismo le causaba risa,
y no podía menos que asumir ac-titudes extravagantes para
descargar su buen humor. «Apártense, vacas, que la
vida es corta», gritaba. Úrsula se preguntaba en
qué enredos se había metido, si no estaría
robando, si no había terminado por volverse cuatrero, y
cada vez que lo veía destapando champaña por el
puro placer de echarse la espuma en la cabeza, le reprochaba a
gritos el desperdicio. Lo molestó tanto, que un día
en que Aureliano Segundo amaneció con el humor rebosado,
apareció con un cajón de dinero, una lata de
engrudo y una brocha, y cantando a voz en cuello las viejas
canciones de Francisco el Hombre, empapeló la casa por
dentro y por fuera, y de arriba abajo, con billetes de a peso. La
antigua mansión, pintada de blanco desde los tiempos en
que llevaron la pianola, adquirió el aspecto equivoco de
una mezquita. En medio del alboroto de la familia, del
escándalo de Úrsula, del júbilo del pueblo
que abarrotó la calle para presenciar la
glorificación del despilfarro, Aureliano Segundo
terminó por empapelar desde la fachada hasta la cocina,
inclusive los baños y dormitorios y arrojó los
billetes sobrantes en el patio. -Ahora -dijo finalmente- espero
que nadie en esta casa me vuelva a hablar de
plata…"
Petra Cotes, su concubina, lo había hecho hombre.
"Siendo todavía un niño lo sacó del
cuarto de Melquíades, con la cabeza llena de ideas
fantásticas y sin ningún contacto con la realidad,
y le dio un lugar en el mundo. La naturaleza lo había
hecho reservado y esquivo, con tendencias a la meditación
solitaria, y ella le había moldeado el carácter
opuesto, vital, expansivo, desabrochado, y le había
infundido el júbilo de vivir y el placer de la parranda y
el despilfarro, hasta convertirlo, por dentro y por fuera, en el
hombre con que había soñado para ella desde la
adolescencia…"
Cuando se situación económico
empeoró, "las rifas no dieron nunca para más.
Al principio, Aureliano Segundo ocupaba tres días de la
semana encerrado en su antigua oficina de ganadero, dibujando
billete por billete, pintando con un cierto primor una vaquita
roja, un cochinito verde o un grupo de gallinitas azules,
según fuera el animal rifado, y modelaba con una buena
imitación de las letras de imprenta el nombre que le
pareció bueno a Petra Cotes para bautizar el negocio:
Rifas de la Divina Providencia. Pero con el tiempo se
sintió tan cansado después de dibujar hasta dos mil
billetes a la semana, que mandó a hacer los animales, el
nombre y los números en sellos de caucho, y entonces el
trabajo se redujo a humedecerlos en almohadillas de distintos
colores. En sus últimos años se les ocurrió
sustituir los números por adivinanzas, de modo que el
premio se repartiera entre todos los que acertaran, pero el
sistema resultó ser tan complicado y se prestaba a tantas
suspicacias, que desistieron a la segunda tentativa. Aureliano
Segundo andaba tan ocupado tratando de consolidar el prestigio de
sus rifas, que apenas le quedaba tiempo para ver a los
niños, Fernanda puso a Amaranta Úrsula en una
escuelita privada donde no se recibían más de seis
alumnas…"
Se casó con Fernanda del Capio, a quien
compartió con Petra Cotes.
Aureliano Segundo, "era un ser que llevaba la
alegría por fuera, pero sus amarguras por dentro. Tuvo una
estrecha relación de complicad con su hija Meme, debido a
que por la dureza de Fernanda no compartía sus secretos
con ésta sino con él. Murió en la cama de
Fernanda el mismo día en que murió su hermano
gemelo José Arcadio Segundo".
Una semana antes de morir "había vuelto a la
casa, sin voz, sin aliento y casi en los puros huesos, con sus
baúles trashumantes y su acordeón de perdulario,
para cumplir la promesa de morir junto a la esposa. Petra Cotes
lo ayudó a recoger sus ropas y lo despidió sin
derramar una lágrima, pero olvidó darle los zapatos
de charol que él quería llevar en el ataúd.
De modo que cuando supo que había muerto, se vistió
de negro, envolvió los botines en un periódico, y
le pidió permiso a Fernanda para ver al cadáver.
Fernanda no la dejó pasar de la puerta. -Póngase en
mi lugar -suplicó Petra Cotes-. Imagínese
cuánto lo habré querido para soportar esta
humillación. -No hay humillación que no la merezca
una concubina -replicó Fernanda-. Así que espere a
que se muera otro de los tantos para ponerle esos
botines".
Fernanda del Carpio
"Fernanda era una mujer perdida para el mundo.
Había nacido y crecido a mil kilómetros del mar, en
una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra
traqueteaban todavía, en noches de espantos, las carrozas
de los virreyes. Treinta y dos campanarios tocaban a muerto a las
seis de la tarde. En la casa señorial embaldosada de losas
sepulcrales jamás se conoció el sol. El aire
había muerto en los cipreses del patio, en las
pálidas colgaduras de los dormitorios, en las arcadas
rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no tuvo
hasta la pubertad otra noticia del que los melancólicos
ejercicios de piano ejecutados en alguna casa vecina por alguien
que durante años y años se permitió el
albedrío de no hacer la siesta. En el cuarto de su madre
enferma, verde y amarilla bajo la polvorienta luz de los
vitrales, escuchaba las escalas metódicas, tenaces,
descorazonadas, y pensaba que esa música estaba en el
mundo mientras ella se consumía tejiendo coronas de palmas
fúnebres. Su madre, sudando la calentura de las cinco, le
hablaba del esplendor del pasado. Siendo muy niña, una
noche de luna, Fernanda vio una hermosa mujer vestida de blanco
que atravesó el jardín hacia el oratorio. Lo que
más le inquietó de aquella visión fugaz fue
que la sintió exactamente igual a ella, como si se hubiera
visto a sí misma con veinte años de
anticipación. «Es tu bisabuela, la reina -le dijo su
madre en las treguas de la tos-. Se murió de un mal aire
que le dio al cortar una vara de nardos.» Muchos
años después, cuando empezó a sentirse igual
a su bisabuela, Fernanda puso en duda la visión de la
infancia, pero la madre le reprochó su incredulidad.
-Somos inmensamente ricos y poderosos -le dijo-. Un día
serás reina. Ella lo creyó, aunque sólo
ocupaban la larga mesa con manteles de lino y servicios de plata,
para tomar una taza de chocolate con agua y un pan de dulce.
Hasta el día de la boda soñó con un reinado
de leyenda, a pesar de que su padre, don Fernando, tuvo que
hipotecar la casa para comprarle el ajuar. No era ingenuidad ni
delirio de grandeza. Así la educaron. Desde que tuvo uso
de razón recordaba haber hecho sus necesidades en una
bacinilla de oro con el escudo de armas de la familia.
Salió de la casa por primera vez a los doce años,
en un coche de caballos que sólo tuvo que recorrer dos
cuadras para llevarla al convento. Sus compañeras de
clases se sorprendieron de que la tuvieran apartada, en una silla
de espaldar muy alto, y de que ni siquiera se mezclara con ellas
durante el recreo. «Ella es distinta -explicaban las
monjas-. Va a ser reina.» Sus compañeras lo
creyeron, porque ya entonces era la doncella más hermosa,
distinguida y discreta que habían visto jamás. Al
cabo de ocho años, habiendo aprendido a versificar en
latín, a tocar el clavicordio, a conversar de
cetrería con los caballeros y de apologética con
los arzobispos, a dilucidar asuntos de estado con los gobernantes
extranjeros y asuntos de Dios con el Papa, volvió a casa
de sus padres a tejer palmas fúnebres. La encontró
saqueada. Quedaban apenas los muebles indispensables, los
candelabros y el servicio de plata, porque los útiles
domésticos habían sido vendidos, uno a uno, para
sufragar los gastos de su educación. Su madre había
sucumbido a la calentura de las cinco. Su padre, don Fernando,
vestido de negro, con el cuello laminado y una leontina de oro
atravesada en el pecho, le daba los lunes una moneda de plata
para los gastos domésticos, y se llevaba las coronas
fúnebres terminadas la semana anterior. Pasaba la mayor
parte del día encerrado en el despacho, y en las pocas
ocasiones en que salía a la calle regresaba antes de las
seis, para acompañarla a rezar el rosario. Nunca
llevó amistad íntima con nadie. Nunca oyó
hablar de las guerras que desangraron el país. Nunca
dejó de oír los ejercicios de piano a las tres de
la tarde. Empezaba inclusive a perder la ilusión de ser
reina, cuando sonaron dos aldabonazos perentorios en el
portón, y le abrió a un militar apuesto, de
ademanes ceremoniosos, que tenía una cicatriz en la
mejilla y una medalla de oro en el pecho. Se encerró con
su padre en el despacho. Dos horas después, su padre fue a
buscarla al costurero. «Prepare sus cosas -le dijo-. Tiene
que hacer un largo viaje.» Fue así como la llevaron
a Macondo…"
Fernanda del Carpio, que era "la mujer más
fascinante que hubiera podido concebir la
imaginación", fue llevada a Macondo durante el
carnaval sangriento "con la promesa de nombrarla reina de
Madagascar".
Aureliano Segundo se enamoró de ella y, luego de
ir a buscarla a su lugar de origen, se casó con ella.
"El matrimonio estuvo a punto de acabarse a los dos meses
porque Aureliano Segundo, tratando de desagraviar a Petra Cotes,
le hizo tomar un retrato vestida de reina de Madagascar. Cuando
Fernanda lo supo volvió a hacer sus baúles de
recién casada y se marchó de Macondo sin
despedirse. Aureliano Segundo la alcanzó en el camino de
la ciénaga. Al cabo de muchas súplicas y
propósitos de enmienda logró llevarla de regreso a
la casa, y abandonó a la
concubina…"
"…Fernanda tuvo que atragantarse sus
escrúpulos y atender como a reyes a invitados de la
más perversa condición, que embarraban con sus
botas el corredor, se orinaban en el jardín,
extendían sus petates en cualquier parte para hacer la
siesta, y hablaban sin fijarse en susceptibilidades de damas ni
remilgos de caballeros…"
"…Era tal el desorden, que Fernanda se
exasperaba con la idea de que muchos comían dos veces, y
en más de una ocasión quiso desahogarse en
improperios de verdulera porque algún comensal confundido
le pedía la cuenta…"
"…En la casa siguieron recibiendo invitados a
almorzar, y en realidad no se restableció la antigua
rutina mientras no se fue, años después, la
compañía bananera. Sin embargo, hubo cambios
radicales en el tradicional sentido de hospitalidad, porque
entonces era Fernanda quien imponía sus leyes. Con
Úrsula relegada a las tinieblas, y con Amaranta
abstraída en la labor del sudario, la antigua aprendiza de
reina tuvo libertad para seleccionar a los comensales e
imponerles las rígidas normas que le inculcaran sus
padres. Su severidad hizo de la casa un reducto de costumbres
revenidas, en un pueblo convulsionado por la vulgaridad con que
los forasteros despilfarraban sus fáciles fortunas. Para
ella, sin más vueltas, la gente de bien era la que no
tenía nada que ver con la compañía bananera.
Hasta José Arcadio Segundo, su cuñado, fue
víctima de su celo discriminatorio, porque en el
embullamiento de la primera hora volvió a rematar sus
estupendos gallos de pelea y se empleó de capataz en la
compañía bananera. -Que no vuelva a pisar este
hogar -dijo Fernanda-, mientras tenga la sarna de los forasteros.
Fue tal la estrechez impuesta en la casa, que Aureliano Segundo
se sintió definitivamente más cómodo donde
Petra Cotes. Primero, con el pretexto de aliviarle la carga a la
esposa, trasladó las parrandas. Luego, con el pretexto de
que los animales estaban perdiendo fecundidad, trasladó
los establos y caballerizas. Por último, con el pretexto
de que en casa de la concubina hacía menos calor,
trasladó la pequeña oficina donde atendía
sus negocios. Cuando Fernanda se dio cuenta de que era una viuda
a quien todavía no se le había muerto el marido, ya
era demasiado tarde para que las cosas volvieran a su estado
anterior. Aureliano Segundo apenas si comía en la casa, y
las únicas apariencias que seguía guardando, como
las de dormir con la esposa, no bastaban para convencer a nadie.
Una noche, por descuido, lo sorprendió la mañana en
la cama de Petra Cotes. Fernanda, al contrario de lo que
él esperaba. no le hizo el menor reproche ni soltó
el más leve suspiro de resentimiento, pero ese mismo
día le mandó a casa de la concubina sus dos
baúles de ropa. Los mandó a pleno sol y con
instrucciones de llevarlos por la mitad de la calle, para que
todo el mundo los viera, creyendo que el marido descarriado no
podría soportar la vergüenza y volvería al
redil con la cabeza humillada. Pero aquel gesto heroico fue
apenas una prueba más de lo mal que conocía
Fernanda no sólo el carácter de su marido, sino la
índole de una comunidad que nada tenía que ver con
la de sus padres, porque todo el que vio pasar los baúles
se dijo que al fin y al cabo esa era la culminación
natural de una historia cuyas intimidades no ignoraba nadie, y
Aureliano Segundo celebró la libertad regalada con una
parranda de tres días. Para mayor desventaja de la esposa,
mientras ella empezaba a hacer una mala madurez con sus
sombrías vestiduras talares, sus medallones
anacrónicos y su orgullo fuera de lugar, la concubina
parecía reventar en una segunda juventud, embutida en
vistosos trajes de seda natural y con los ojos atigrados por la
candela de la reivindicación. Aureliano Segundo
volvió a entregarse a ella con la fogosidad de la
adolescencia, como antes, cuando Petra Cotes no lo quería
por ser él sino porque lo confundía con su hermano
gemelo, y acostándose con ambos al mismo tiempo pensaba
que Dios le había deparado la fortuna de tener un hombre
que hacía el amor como si fueran dos. Era tan apremiante
la pasión restaurada, que en más de una
ocasión se miraron a los ojos cuando se disponían a
comer, y sin decirse nada taparon los platos y se fueron a
morirse de hambre y de amor en el
dormitorio…"
"Fue un descanso para Fernanda. En los tedios del
abandono, sus únicas distracciones eran los ejercicios de
clavicordio a la hora de la siesta, y las cartas de sus hijos. En
las detalladas esquelas que les mandaba cada quince días,
no había una sola línea de verdad. Les ocultaba sus
penas. Les escamoteaba la tristeza de una casa que a pesar de la
luz sobre las begonias, a pesar de la sofocación de las
dos de la tarde, a pesar de las frecuentes ráfagas de
fiesta que llegaban de la calle, era cada vez más parecida
a la mansión colonial de sus padres. Fernanda vagaba sola
entre tres fantasmas vivos y el fantasma muerto de José
Arcadio Buendía, que a veces iba a sentarse con una
atención inquisitiva en la penumbra de la sala, mientras
ella tocaba el clavicordio…"
"La situación pública era entonces tan
incierta, que nadie tenía el espíritu dispuesto
para ocuparse de escándalos privados, de modo que Fernanda
contó con un ambiente propicio para mantener al
niño escondido como si no hubiera existido nunca. Tuvo que
recibirlo, porque las circunstancias en que se lo llevaron no
hacían posible el rechazo. Tuvo que soportarlo contra su
voluntad por el resto de su vida, porque a la hora de la verdad
le faltó valor para cumplir la íntima
determinación de ahogarlo en la alberca del baño.
Lo encerró en el antiguo taller del coronel Aureliano
Buendía. A Santa Sofía de la Piedad logró
convencerla de que lo había encontrado flotando en una
canastilla. Úrsula había de morir sin conocer su
origen. La pequeña Amaranta Úrsula, que
entró una vez al taller cuando Fernanda estaba alimentando
al niño, también creyó en la versión
de la canastilla flotante. Aureliano Segundo, definitivamente
distanciado de la esposa por la forma irracional en que
ésta manejé la tragedia de Meme, no supo de la
existencia del nieto sino tres años después de que
lo llevaron a la casa, cuando el niño escapó al
cautiverio por un descuido de Fernanda, y se asomó al
corredor por una fracción de segundo, desnudo y con los
pelos enmarañados y con un impresionante sexo de moco de
pavo, como si no fuera una criatura humana sino la
definición enciclopédica de un
antropófago…"
"Fernanda creía de veras que su esposo estaba
esperando a que escampara para volver con la concubina. En los
primeros meses de la lluvia temió que él intentara
deslizarse hasta su dormitorio, y que ella iba a pasar por la
vergüenza de revelarle que estaba incapacitada para la
reconciliación desde el nacimiento de Amaranta
Úrsula. Esa era la causa de su ansiosa correspondencia con
los médicos invisibles, interrumpida por los frecuentes
desastres del correo. Durante los primeros meses, cuando se supo
que los trenes se descarrilaban en la tormenta, una carta de los
médicos invisibles le indicó que se estaban
perdiendo las suyas. Más tarde, cuando se interrumpieron
los contactos con sus corresponsales ignotos, había
pensado seriamente en ponerse la máscara de tigre que
usó su marido en el carnaval sangriento, para hacerse
examinar con un nombre ficticio por los médicos de la
compañía bananera. Pero una de las tantas personas
que pasaban a menudo por la casa llevando las noticias ingratas
del diluvio le había dicho que la compañía
estaba desmantelando sus dispensarios para llevárselos a
tierras de escampada. Entonces perdió la esperanza. Se
resignó a aguardar que pasara la lluvia y se normalizara
el correo y, mientras tanto, se aliviaba de sus dolencias
secretas con recursos de inspiración, porque hubiera
preferido morirse a ponerse en manos del único
médico que quedaba en Macondo, el francés
extravagante que se alimentaba con hierba para burros. Se
había aproximado a Úrsula, confiando en que ella
conociera algún paliativo para sus quebrantos. Pero la
tortuosa costumbre de no llamar las cosas por su nombre la
llevó a poner lo anterior en lo posterior, y a sustituir
lo parido por lo expulsado, y a cambiar flujos por ardores para
que todo fuera menos vergonzoso, de manera que Úrsula
concluyó razonablemente que los trastornos no eran
uterinos, sino intestinales, y le aconsejó que tomara en
ayunas una papeleta de calomel. De no haber sido por ese
padecimiento que nada hubiera tenido de pudendo para alguien que
no estuviera también enfermo de pudibundez, y de no haber
sido por la pérdida de las cartas, a Fernanda no le
habría importado la lluvia, porque al fin de cuentas toda
la vida había sido para ella como si estuviera lloviendo.
No modificó los horarios ni perdoné los ritos.
Cuando todavía estaba la mesa alzada sobre ladrillos y
puestas las sillas sobre tablones para que los comensales no se
mojaran los pies, ella seguía sirviendo con manteles de
lino y vajillas chinas, y prendiendo los candelabros en la cena,
porque consideraba que las calamidades no podían tomarse
de pretexto para el relajamiento de las costumbres. Nadie
había vuelto a asomarse a la calle. Si de Fernanda hubiera
dependido no habrían vuelto a hacerlo jamás, no
sólo desde que empezó a llover, sino desde mucho
antes, puesto que ella consideraba que las puertas se
habían inventado para cerrarlas, y que la curiosidad por
lo que ocurría en la calle era cosa de rameras. Sin
embargo, ella fue la primera en asomarse cuando avisaron que
estaba pasando el entierro del coronel Gerineldo Márquez,
aunque lo que vio entonces por la ventana entreabierta la
dejó en tal estado de aflicción que durante mucho
tiempo estuvo arrepintiéndose de su
debilidad…"
"…La pasión claustral de Fernanda puso
un dique infranqueable a los cien años torrenciales de
Úrsula. No sólo se negó a abrir las puertas
cuando pasó el viento árido, sino que hizo
clausurar las ventanas con crucetas de madera, obedeciendo a la
consigna paterna de enterrarse en vida. La dispendiosa
correspondencia con los médicos invisibles terminó
en un fracaso. Después de numerosos aplazamientos, se
encerró en su dormitorio en la fecha y la hora acordadas,
cubierta solamente por una sábana blanca y con la cabeza
hacia el norte, y a la una de la madrugada sintió que le
taparon la cara con un pañuelo embebido en un
líquido glacial. Cuando despertó, el sol brillaba
en la ventana y ella tenía una costura bárbara en
forma de arco que empezaba en la ingle y terminaba en el
esternón. Pero antes de que cumpliera el reposo previsto
recibió una carta desconcertada de los médicos
invisibles, quienes decían haberla registrado durante seis
horas sin encontrar nada que correspondiera a los síntomas
tantas veces y tan escrupulosamente descritos por ella. En
realidad, su hábito pernicioso de no llamar las cosas por
su nombre había dado origen a una nueva confusión,
pues lo único que encontraron los cirujanos
telepáticos fue un descendimiento del útero que
podía corregirse con el uso de un pesario. La
desilusionada Fernanda trató de obtener una
información más precisa, pero los corresponsales
ignotos no volvieron a contestar sus cartas. Se sintió tan
agobiada por el peso de una palabra desconocida, que
decidió amordazar la vergüenza para preguntar
qué era un pesario, y sólo entonces supo que el
médico francés se había colgado de una viga
tres meses antes, y había sido enterrado contra la
voluntad del pueblo por un antiguo compañero de armas del
coronel Aureliano Buendía. Entonces se confió a su
hijo José Arcadio, y éste le mandó los
pesarios desde Roma, con un folletito explicativo que ella
echó al excusado después de aprendérselo de
memoria, para que nadie fuera a conocer la naturaleza de sus
quebrantos. Era una precaución inútil, porque las
únicas personas que vivían en la casa apenas si la
tomaban en cuenta…"
"…Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la
cantaleta hasta el día siguiente, después del
desayuno, cuando se sintió aturdido por un abejorreo que
era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia,
y era Fernanda que se paseaba por toda la casa doliéndose
de que la hubieran educado como una reina para terminar de
sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán,
idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar
que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba
los riñones tratando de mantener a flote un hogar
emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer,
tanto que soportar y corregir desde que amanecía Dios
hasta la hora de acostarse, que llegaba a la cama con los ojos
llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie le había
dicho nunca buenos días, Fernanda, qué tal noche
pasaste, Fernanda, ni le habían preguntado aunque fuera
por cortesía por qué estaba tan pálida ni
por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de
que ella no esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto
de una familia que al fin y al cabo la había tenido
siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como
un monigote pintado en la pared, y que siempre andaban
desbarrando contra ella por los rincones, llamándola
santurrona, llamándola farisea, llamándola lagarta,
y hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva
voz que ella era de las que confundían el recto con las
témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y ella
había aguantado todo con resignación por las
intenciones del Santo Padre, pero no había podido soportar
más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo
que la perdición de la familia había sido abrirle
las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona,
válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la
misma índole de los cachacos que mandó el gobierno
a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a
nadie menos que a ella, la ahijada del duque de Alba, una dama
con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las
esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que
tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y
que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no
se sentía emberenjenado frente a dieciséis
cubiertos, para que luego el adúltero do su marido dijera
muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos
cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de
ciempiés, y la única que podía determinar a
ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de
qué lado y en qué copa, y cuándo se
servía el vino rojo, y de qué lado y en qué
copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que
creía que el vino blanco se servía de día y
el vino rojo do noche, y la única en todo el litoral que
podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo sino en
bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano
Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento do
preguntar con su mala bilis de masón de dónde
había merecido ese privilegio, si era que olla no cagaba
mierda, sino astromelias, imagínense, con esas palabras, y
para que Renata, su propia hija, que por indiscreción
había visto sus aguas mayores en el dormitorio, contestara
que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mucha
heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura
mierda, mierda física, y peor todavía que las otras
porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia hija,
de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de
la familia, pero de todos modos tenía derecho a esperar un
poco de más consideración de parto do su esposo,
puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su
autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima
por voluntad libre y soberana la grave responsabilidad de sacarla
del solar paterno, donde nunca se privé ni se dolió
de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de
entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una
carta con su firma y el sello de su anillo impreso en el lacre,
sólo para decir que las manos de su ahijada no estaban
hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el
clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la
había sacado de su casa con todas las admoniciones y
advertencias y la había llevado a aquella paila de
infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de
que ella acabara de guardar sus dietas de Pentecostés ya
se había ido con sus baúles trashumantes y su
acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una
desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba
dicho, a quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca
para adivinar que era una, que era una, todo lo contrario de
ella, que era una dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa
o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios,
obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y con quien no
podía hacer, por supuesto, las maromas y vagabundinas que
hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a todo,
como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo
bien, porque éstas al menos tenían la honradez de
poner un foco colorado en la puerta, semejantes
porquerías, imagínese, ni más faltaba, con
la hija única y bienamada de doña Renata Argote y
don Fernando del Carpio, y sobre todo de éste, por
supuesto, un santo varón, un cristiano de los grandes,
Caballero de la Orden del Santo Sepulcro, de esos que reciben
directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en la
tumba, con la piel tersa como raso de novia y los Ojos vivos y
diáfanos como las esmeraldas. -Eso sí no es cierto
-la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo trajeron ya
apestaba. Había tenido la paciencia de escucharla un
día entero, hasta sorprendería en una falta.
Fernanda no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche,
durante la cena, el exasperante zumbido de la cantaleta
había derrotado al rumor de la lluvia. Aureliano Segundo
comió muy poco, con la cabeza baja, y se retiré
temprano al dormitorio. En el desayuno del día siguiente
Fernanda estaba trémula, con aspecto de haber dormido mal,
y parecía desahogada por completo de sus rencores Sin
embargo, cuando su marido preguntó si no sería
posible comerse un huevo tibio, ella no contestó
simplemente que desde la semana anterior se habían acabado
los huevos, sino que elaboré una virulenta diatriba contra
los hombres que se pasaban el tiempo adorándose el ombligo
y luego tenían la cachaza de pedir hígados de
alondra en la mesa. Aureliano Segundo llevó a los
niños a ver la enciclopedia, como siempre, y Fernanda
fingió poner orden en el dormitorio de Meme, sólo
para que él la oyera murmurar que, por supuesto, se
necesitaba tener la cara dura para decirles a los pobres
inocentes que el coronel Aureliano Buendía estaba
retratado en la enciclopedia. En la tarde, mientras los
niños hacían la siesta, Aureliano Segundo se
sentó en el corredor, y hasta allá lo
persiguió Fernanda, provocándolo,
atormentándolo, girando en torno de él con su
implacable zumbido de moscardón, diciendo que, por
supuesto, mientras ya no quedaban más que piedras para
comer, su marido se sentaba como un sultán de Persia a
contemplar la lluvia, porque no era más que eso, un
mampolón, un mantenido, un bueno para nada, más
flojo que el algodón de borla, acostumbrado a vivir de las
mujeres, y convencido de que se había casado con la esposa
de Jonás, que se quedó tan tranquila con el cuento
de la ballena. Aureliano Segundo la oyó más de dos
horas, impasible, como si fuera sordo. No la interrumpió
hasta muy avanzada la tarde cuando no pudo soportar más la
resonancia de bombo que le atormentaba la cabeza. -Cállate
ya, por favor -suplicó. Fernanda, por el contrario,
levantó el tono. -No tengo por qué callarme -dijo-.
El que no quiera oírme que se vaya. Entonces Aureliano
Segundo perdió el dominio. Se incorporó sin prisa,
como si sólo pensara estirar los huesos, y con una furia
perfectamente regulada y metódica fue agarrando uno tras
otro los tiestos de begonias, las macetas de helechos, los potes
de orégano, y uno tras otro los fue despedazando contra el
suelo. Fernanda se asustó, pues en realidad no
había tenido hasta entonces una conciencia clara de la
tremenda fuerza interior de la cantaleta, pero ya era tarde para
cualquier tentativa de rectificación. Embriagado por el
torrente incontenible del desahogo, Aureliano Segundo
rompió el cristal de la vidriera, y una por una, sin
apresurarse, fue sacando las piezas de la vajilla y las hizo
polvo contra el piso. Sistemático, sereno, con la misma
parsimonia con que había empapelado la casa de billetes,
fue rompiendo luego contra las paredes la cristalería de
Bohemia, los floreros pintados a mano, los cuadros de las
doncellas en barcas cargadas de rosas, los espejos de marcos
dorados, y todo cuanto era rompible desde la sala hasta el
granero, y terminó con la tinaja de la cocina que se
reventé en el centro del patio con una explosión
profunda…"
"Cuando se enteró de la fuga, Fernanda
despotricó un día entero, mientras revisaba
baúles, cómodas y armarios, cosa por cosa, para
convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se
había alzado con nada. Se quemó los dedos tratando
de prender un fogón por primera vez en la vida, y tuvo que
pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el
café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios
de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno
servido, y sólo volvía a abandonar el dormitorio
para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en rescoldo,
y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de
lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al
extremo de quince sillas vacías. Aun en esas
circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad,
sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la
limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba
nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las
paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la
impresión de que la casa se estaba llenando de duendes.
Era como si los objetos, sobre todo los de uso diario, hubieran
desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios
medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que
estaba segura de haber puesto en la cama y, después de
revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina, donde
creía no haber estado en cuatro días. De pronto no
había un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y
encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella
caminadera de las cosas era más desesperante cuando se
sentaba a escribir. El tintero que ponía a la derecha
aparecía a la izquierda, la almohadilla del papel secante
se le perdía, y la encontraba dos días
después debajo de la almohada, y las páginas
escritas a José Arcadio se le confundían con las de
Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la
mortificación de haber metido las cartas en sobres
cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces. En
cierta ocasión perdió la pluma. Quince días
después se la devolvió el cartero que la
había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al
dueño de casa en casa. Al principio, ella creyó que
eran cosas de los médicos invisibles, como la
desaparición de los pesarios, y hasta empezó a
escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz,
pero había tenido que interrumpirla para hacer algo, y
cuando volvió al cuarto no sólo no encontró
la carta empezada, sino que se olvidó del propósito
de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se
dio a vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de
sorprenderlo en el momento en que los cambiara de lugar, pero muy
pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el
cuarto de Melquíades sino para ir a la cocina o al
excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que
terminó por creer que eran travesuras de duendes, y
optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenía
que usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la
cabecera de la cama. Amarró el plumero y la almohadilla
del papel secante en la pata de la mesa, y pegó con goma
el tintero en la tabla, a la derecha del lugar en que
solía escribir. Los problemas no se resolvieron de un
día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la
pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes
la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita de
la pluma, y hasta con su propio brazo, que al poco tiempo de
estar escribiendo no alcanzaba el tintero. Ni Amaranta
Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se
enteraron jamás de esos insignificantes infortunios.
Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era,
justamente porque se sentía liberada de todo compromiso,
como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de
sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios
porque estaban resueltos de antemano en la imaginación.
Aquella correspondencia interminable le hizo perder el sentido
del tiempo, sobre todo después de que se fue Santa
Sofía de la Piedad. Se había acostumbrado a llevar
la cuenta de los días, los meses y los años,
tomando como puntos de referencia las fechas previstas para el
retorno de los hijos. Pero cuando éstos modificaron los
plazos una y otra vez, las fechas se le confundieron, los
términos se le traspapelaron, y las jornadas se parecieron
tanto las unas a las otras, que no se sentían transcurrir.
En lugar de impacientarse, experimentaba una honda complacencia
con la demora. No la inquietaba que muchos años
después de anunciarle las vísperas de sus votos
perpetuos, José Arcadio siguiera diciendo que esperaba
terminar los estudios de alta teología para emprender los
de diplomacia, porque ella comprendía que era muy alta y
empedrada de obstáculos la escalera de caracol que
conducía a la silla de San Pedro. En cambio, el
espíritu se le exaltaba con noticias que para otros
hubieran sido insignificantes, como aquella de que su hijo
había visto al Papa. Experimentó un gozo similar
cuando Amaranta Úrsula le mandó decir que sus
estudios se prolongaban más del tiempo previsto, porque
sus excelentes calificaciones le habían merecido
privilegios que su padre no tomó en consideración
al hacer las cuentas…"
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