Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 3)
La peste del
insomnio
"Era la peste del insomnio. Cataure, el indio, no
amaneció en la casa. Su hermana se quedó, porque su
corazón fatalista le indicaba que la dolencia letal
había de perseguiría de todos modos hasta el
último rincón de la tierra. Nadie entendió
la alarma de Visitación. -Si no volvemos a dormir, mejor
-decía José Arcadio Buendía, de buen humor-.
Así nos rendirá más la vida. Pero la india
les explicó que lo más temible de la enfermedad del
insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no
sentía cansancio alguno, sino su inexorable
evolución hacia una manifestación más
crítica: el olvido. Quería decir que cuando el
enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a
borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el
nombre y la noción de las cosas, y por último la
identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser,
hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado. José
Arcadio Buendía, muerto de risa, consideró que se
trataba de una de tantas dolencias inventadas por la
superstición de los indígenas. Pero Úrsula,
por si acaso, tomó la precaución de separar a
Rebeca de los otros niños. Al cabo de varias semanas,
cuando el terror de Visitación parecía aplacado,
José Arcadio Buendía se encontró una noche
dando vueltas en la cama sin poder dormir. Úrsula, que
también había despertado, le preguntó
qué le pasaba, y él le contestó: -Estoy
pensando otra vez en Prudencia Aguilar. No durmieron un minuto,
pero al día siguiente se sentían tan descansados
que se olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó
asombrado a la hora del almuerzo que se sentía muy bien a
pesar de que había pasado toda la noche en el laboratorio
dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el
día de su cumpleaños. No se alarmaron hasta el
tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin
sueño, y cayeron en la cuenta de que llevaban más
de cincuenta horas sin dormir. -Los niños también
están despiertos -dijo la india con su convicción
fatalista-. Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la
peste. Habían contraído, en efecto, la enfermedad
del insomnio. Úrsula, que había aprendido de su
madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo
beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieron
dormir, sino que estuvieron todo el día soñando
despiertos. En ese estado de alucinada lucidez no sólo
veían las imágenes de sus propios sueños,
sino que los unos veían las imágenes soñadas
por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de
visitantes. Sentada en su mecedor en un rincón de la
cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a
ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado
por un botón de aro, le llevaba una rama de rosas. Lo
acompañaba una mujer de manas delicadas que separó
una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula
comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de
Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos,
confirmó su certidumbre de que nunca los había
visto. Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio
Buendía no se perdonó jamás, los animalitos
de caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos
en el pueblo. Niños y adultos chupaban encantados los
deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces
rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del
insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió
despierto a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó.
Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces
había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas
alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no tuvieron nada
más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada
con los brazos cruzados, contando el número de notas que
tenía el valse de los relajes. Los que querían
dormir, no por cansancio, sino por nostalgia de los
sueños, recurrieron a toda clase de métodos
agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse
durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los
límites de la exasperación el cuento del gallo
capón, que era un juego infinito en que el narrador
preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo
capón, y cuando contestaban que sí, el narrador
decía que no había pedido que dijeran que
sí, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador
decía que no les había pedido que dijeran que no,
sino que si querían que les contara el cuento del gallo
capón, y cuando se quedaban callados el narrador
decía que no les había pedido que se quedaran
callados, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, Y nadie podía irse, porque el
narrador decía que no les había pedido que se
fueran, sino que si querían que les contara el cuento del
gallo capón, y así sucesivamente, en un
círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la
peste había invadido el pueblo, reunió a los jefes
de familia para explicarles lo que sabía sobre la
enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que
el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga.
Fue así como se quitaron a los chivos las campanitas que
los árabes cambiaban por guacamayas y se pusieron a la
entrada del pueblo a disposición de quienes
desatendían los consejos y súplicas de los
centinelas e insistían en visitar la población.
Todos los forasteros que por aquel tiempo recorrían las
calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para
que los enfermos supieran que estaba sano. No se les
permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no
había duda de que la enfermedad sólo sé
transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de
beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo
la peste circunscrita al perímetro de la población.
Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en
que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y
se organizó la vida de tal modo que el trabajo
recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por
la inútil costumbre de dormir. Fue Aureliano quien
concibió la fórmula que había de defenderlos
durante varios meses de las evasiones de la memoria. La
descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido
uno de los primeros, había aprendido a la
perfección el arte de la platería. Un día
estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para
laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se
lo dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre
en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito:
"tas". Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No
se le ocurrió que fuera aquella la primera
manifestación del olvido, porque el objeto tenía un
nombre difícil de recordar. Pero pocos días
después descubrió que tenía dificultades
para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las
marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con
leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre
le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos
más impresionantes de su niñez, Aureliano le
explicó su método, y José Arcadio
Buendía lo puso en práctica en toda la casa y
más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo
entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla,
reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y
marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca,
gallina, yuca, malanga, guineo. Paco a poco, estudiando las
infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que
podía llegar un día en que se reconocieran las
cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad.
Entonces fue más explícito. El letrero que
colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de
la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a
luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que
ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche
y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y
hacer café con leche. Así continuaron viviendo en
una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por
las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando
olvidaran los valores de la letra escrita. En la entrada del
camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que
decía Macondo y otro más grande en la calle central
que decía Dios existe. En todas las casas se habían
escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos.
Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza
moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad
imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos
práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue
quien más contribuyó a popularizar esa
mistificación, cuando concibió el artificio de leer
el pasado en las barajas como antes había leído el
futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en
un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes,
donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que
había llegado a principios de abril y la madre se
recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un
anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de
nacimiento quedaba reducida al último martes en que
cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas
prácticas de consolación, José Arcadio
Buendía decidió entonces construir la
máquina de la memoria que una vez había deseado
para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El
artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las
mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad
de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un
diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera
operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran
frente a sus ojos las naciones más necesarias para vivir.
Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando
apareció par el camino de la ciénaga un anciano
estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando
una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de
trapos negros. Fue directamente a la casa de José Arcadio
Buendía. Visitación no lo conoció al abrirle
la puerta, y pensó que llevaba el propósito de
vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un
pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del
olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba
también cuarteada por la incertidumbre y sus manas
parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente
que venían del mundo donde todavía los hombres
podían dormir y recordar. José Arcadio
Buendía lo encontró sentado en la sala,
abanicándose con un remendado sombrero negra, mientras
leía can atención compasiva los letreros pegados en
las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto,
temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo.
Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió
olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino
con otro olvido más cruel e irrevocable que él
conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de
objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un
maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José
Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz
se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto,
antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los
objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes
tonterías escritas en las paredes, y aun antes de
reconocer al recién llegado en un deslumbrante resplandor
de alegría. Era Melquíades. Mientras Macondo
celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio
Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su
vieja amistad".
Zoofilia
"El interrogatorio fue para José Arcadio
Segundo una revelación. No le sorprendió que el
padre le preguntara si había hecho cosas malas con mujer,
y contestó honradamente que no, pero se desconcertó
con la pregunta de si las había hecho con animales. El
primer viernes de mayo comulgó torturado por la
curiosidad. Más tarde le hizo la pregunta a Petronio, el
enfermo sacristán que vivía en la torre y que
según decían se alimentaba de murciélagos, y
Petronio le constó: -Es que hay cristianos corrompidos que
hacen sus cosas con las burras. José Arcadio Segundo
siguió demostrando tanta curiosidad, pidió tantas
explicaciones, que Petronio perdió la paciencia. -Yo voy
los martes en la noche -confesó-. Si prometes no
decírselo a nadie, el otro martes te llevo. El martes
siguiente, en efecto, Petronio bajó de la torre con un
banquito de madera que nadie supo hasta entonces para qué
servía, y llevó a José Arcadio Segundo a una
huerta cercana. El muchacho se aficionó tanto a aquellas
incursiones nocturnas, que pasó mucho tiempo antes de que
se le viera en la tienda de Catarino. Se hizo hombre de gallos.
-Te llevas esos animales a otra parte -le ordenó
Úrsula la primera vez que lo vio entrar con sus finos
animales de pelea-. Ya los gallos han traído demasiadas
amarguras a esta casa para que ahora vengas tú a traernos
otras. José Arcadio Segundo se los llevó sin
discusión, pero siguió criándolos donde
Pilar Ternera, su abuela, que puso a su disposición cuanto
le hacía falta, a cambio de tenerlo en la casa. Pronto
demostró en la gallera la sabiduría que le
infundió el padre Antonio Isabel, y dispuso de suficiente
dinero no sólo para enriquecer sus crías, sino para
procurarse satisfacciones de hombre".
LA PESTE DE LA PROLIFERACIÓN
"Desde que Aureliano Segundo se hizo cargo de la
casa, aquellas festividades eran cosa corriente, aunque no
existiera un motivo tan justo como el nacimiento de un Papa. En
pocos años, sin esfuerzos, a puros golpes de suerte,
había acumulado una de las más grandes fortunas de
la ciénaga, gracias a la proliferación sobrenatural
de sus animales. Sus yeguas parían trillizos, las gallinas
ponían dos veces al día, y los cerdos engordaban
con tal desenfreno, que nadie podía explicarse tan
desordenada fecundidad, como no fuera por artes de magia.
-Economiza ahora -le decía Úrsula a su atolondrado
bisnieto-. Esta suerte no te va a durar toda la vida. Pero
Aureliano Segundo no le ponía atención. Mientras
más destapaba champaña para ensopar a sus amigos,
más alocadamente parían sus animales, y más
se convencía él de que su buena estrella no era
cosa de su conducta sino influencia de Petra Cotes, su concubina,
cuyo amor tenía la virtud de exasperar a la naturaleza.
Tan persuadido estaba de que era ese el origen de su fortuna, que
nunca tuvo a Petra Cotes lejos de sus crías, y aun cuando
se casó y tuvo hijos, siguió viviendo con ella con
el consentimiento de Fernanda. Sólido, monumental como sus
abuelos, pero con un gozo vital y una simpatía
irresistible que ellos no tuvieron, Aureliano Segundo apenas si
tenía tiempo de vigilar sus ganados. Le bastaba con llevar
a Petra Cotes a sus criaderos, y pasearla a caballo por sus
tierras, para que todo animal marcado con su hierro sucumbiera a
la peste irremediable de la proliferación. Como todas las
cosas buenas que les ocurrieron en su larga vida, aquella fortuna
desmandada tuvo origen en la casualidad. Hasta el final de las
guerras, Petra Cotes seguía sosteniéndose con el
producto de sus rifas, y Aureliano Segundo se las arreglaba para
saquear de vez en cuando las alcancías de Úrsula.
Formaban una pareja frívola, sin más preocupaciones
que la de acostarse todas las noches, aun en las fechas
prohibidas, y retozar en la cama hasta el amanecer. -Esa mujer ha
sido tu perdición -le gritaba Úrsula al bisnieto
cuando lo veía entrar a la casa como un sonámbulo-.
Te tiene tan embobado, que un día de estos te veré
retorciéndote de cólicos, con un sapo metido en la
barriga. José Arcadio Segundo, que demoró mucho
tiempo para descubrir la suplantación, no lograba entender
la pasión de su hermano. Recordaba a Petra Cotes como una
mujer convencional, más bien perezosa en la cama, y
completamente desprovista de recursos para el amor. Sordo al
clamor de Úrsula y a las burlas de su hermano, Aureliano
Segundo sólo pensaba entonces en encontrar un oficio que
le permitiera sostener una casa para Petra Cotes, y morirse con
ella, sobre ella y debajo de ella, en una noche de desafuero
febril. Cuando el coronel Aureliano Buendía volvió
a abrir el taller, seducido al fin por los encantos
pacíficos de la vejez, Aureliano Segundo pensó que
sería un buen negocio dedicarse a la fabricación de
pescaditos de oro. Pasó muchas horas en el cuartito
caluroso viendo cómo las duras láminas de metal,
trabajadas por el coronel con la paciencia inconcebible del
desengaño, se iban convirtiendo poco a poco en escamas
doradas. El oficio le pareció tan laborioso, y era tan
persistente y apremiante el recuerdo de Petra Cotes, que al cabo
de tres semanas desapareció del taller. Fue en esa
época que le dio a Petra Cotes por rifar conejos. Se
reproducían y se volvían adultos con tanta rapidez,
que apenas daban tiempo para vender los números de la
rifa. Al principio, Aureliano Segundo no advirtió las
alarmantes proporciones de la proliferación. Pero una
noche, cuando ya nadie en el pueblo quería oír
hablar de las rifas de conejos, sintió un estruendo en la
pared del patio. -No te asustes -dijo Petra Cotes-. Son los
conejos. No pudieron dormir más, atormentados por el
tráfago de los animales. Al amanecer, Aureliano Segundo
abrió la puerta y vio el patio empedrado de conejos,
azules en el resplandor del alba. Petra Cotes, muerta de risa, no
resistió la tentación de hacerle una broma. -Estos
son los que nacieron anoche -dijo. -¡Qué horror!
-dijo él-. ¿Por qué no pruebas con vacas?
Pocos días después, tratando de desahogar su patio,
Petra Cotes cambió los conejos por una vaca, que dos meses
más tarde parió trillizos. Así empezaron las
cosas. De la noche a la mañana, Aureliano Segundo se hizo
dueño de tierras y ganados, y apenas si tenía
tiempo de ensanchar las caballerizas y pocilgas desbordadas. Era
una prosperidad de delirio que a él mismo le causaba risa,
y no podía menos que asumir actitudes extravagantes para
descargar su buen humor. -¡Apártense, vacas, que la
vida es corta!, gritaba. Úrsula se preguntaba en
qué enredos se había metido, si no estaría
robando, si no había terminado por volverse cuatrero, y
cada vez que lo veía destapando champaña por el
puro placer de echarse la espuma en la cabeza, le reprochaba a
gritos el desperdicio. Lo molestó tanto, que un día
en que Aureliano Segundo amaneció con el humor rebosado,
apareció con un cajón de dinero, una lata de
engrudo y una brocha, y cantando a voz en cuello las viejas
canciones de Francisco el Hombre, empapeló la casa por
dentro y por fuera, y de arriba abajo, con billetes de a peso. La
antigua mansión, pintada de blanco desde los tiempos en
que llevaron la pianola, adquirió el aspecto equivoco de
una mezquita. En medio del alboroto de la familia, del
escándalo de Úrsula, del júbilo del pueblo
que abarrotó la calle para presenciar la
glorificación del despilfarro, Aureliano Segundo
terminó por empapelar desde la fachada hasta la cocina,
inclusive los baños y dormitorios y arrojó los
billetes sobrantes en el patio. -Ahora -dijo finalmente- espero
que nadie en esta casa me vuelva a hablar de plata. Así
fue. Úrsula hizo quitar los billetes adheridos a las
grandes tortas de cal, y volvió a pintar la casa de
blanco. -Dios mío -suplicaba-. Haznos tan pobres como
éramos cuando fundamos este pueblo, no sea que en la otra
vida nos vayas a cobrar esta dilapidación. Sus
súplicas fueron escuchadas en sentido contrario. En
efecto, uno de los trabajadores que desprendía los
billetes tropezó por descuido con un enorme San
José de yeso que alguien había dejado en la casa en
los últimos años de la guerra, y la imagen hueca se
despedazó contra el suelo. Estaba atiborrada de monedas de
oro. Nadie recordaba quién había llevado aquel
santo de tamaño natural. -Lo trajeron tres hombres
-explicó Amaranta-. Me pidieron que lo guardáramos
mientras pasaba la lluvia, y yo les dije que lo pusieran
ahí, en el rincón, donde nadie fuera a tropezar con
él, y ahí lo pusieron con mucho cuidado, y
ahí ha estado desde entonces, porque nunca volvieron a
buscarlo. En los últimos tiempos, Ursula le había
puesto velas y se había postrado ante él, sin
sospechar que en lugar de un santo estaba adorando casi
doscientos kilogramos de oro. La tardía
comprobación de su involuntario paganismo agravó su
desconsuelo. Escupió el espectacular montón de
monedas, lo metió en tres sacos de lona, y lo
enterró en un lugar secreto, en espera de que tarde o
temprano los tres desconocidos fueran a reclamarlo. Mucho
después, en los años difíciles de su
decrepitud, Úrsula solía intervenir en las
conversaciones de los numerosos viajeros que entonces pasaban por
la casa, y les preguntaba si durante la guerra no habían
dejado allí un San José de yeso para que lo
guardaran mientras pasaba la lluvia. Estas cosas, que tanto
consternaban a Úrsula, eran corrientes en aquel tiempo.
Macondo naufragaba en una prosperidad de milagro. Las casas de
barro y cañabrava de los fundadores habían sido
reemplazadas por construcciones de ladrillo, con persianas de
madera y pisos de cemento, que hacían más llevadero
el calor sofocante de las dos de la tarde. De la antigua aldea de
José Arcadio Buendía sólo quedaban entonces
los almendros polvorientos destinados a resistir a las
circunstancias más arduas y el río de aguas
diáfanas cuyas piedras prehistóricas fueron
pulverizadas por las enloquecidas almádenas de José
Arcadio Segundo, cuando se empeñó en despejar el
cauce para establecer un servicio de navegación. Fue un
sueño delirante, comparable apenas a los de su bisabuelo,
porque el lecho pedregoso y los numerosos tropiezos de la
corriente impedían el tránsito desde Macondo hasta
el mar. Pero José Arcadio Segundo, en un imprevisto
arranque de temeridad, se empecinó en el proyecto. Hasta
entonces no había dado ninguna muestra de
imaginación. Salvo su precaria aventura con Petra Cotes,
nunca se le había conocido mujer. Úrsula lo
tenía como el ejemplar más apagado que había
dado la familia en toda su historia, incapaz de destacarse ni
siquiera como alborotador de galleras, cuando el coronel
Aureliano Buendía le contó la historia del
galeón español encallado a doce kilómetros
del mar, cuyo costillar carbonizado vio él mismo durante
la guerra. El relato, que a tanta gente durante tanto tiempo le
pareció fantástico, fue una revelación para
José Arcadio Segundo. Remató sus gallos al mejor
postor, reclutó hombres y compró herramientas, y se
empeñó en la descomunal empresa de romper piedras,
excavar canales, despejar escollos y hasta emparejar cataratas.
-Ya esto me lo sé de memoria -gritaba Úrsula-. Es
como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos
vuelto al principio. Cuando estimó que el río era
navegable, José Arcadio Segundo hizo a su hermano una
exposición pormenorizada de sus planes, y éste le
dio el dinero que le hacía falta para su
empresa…"
La Peste del
Banano
"Los gringos, que después llevaron mujeres
lánguidas con trajes de muselina y grandes sombreros de
gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de la línea
del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de
redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y
ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y extensos
prados azules con pavos reales y codornices. El sector estaba
cercado por una malta metálica, como un gigantesco
gallinero electrificado que en los frescos meses del verano
amanecía negro de golondrinas achicharradas. Nadie
sabía aún qué era lo que buscaban, o si en
verdad no eran más que filántropos, y ya
habían ocasionado un trastorno colosal, mucho más
perturbador que el de los antiguos gitanos, pero menos
transitorio y comprensible. Dotados de recursos que en otra
época estuvieron reservados a la Divina Providencia
modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de
las cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre y
lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes hela das en
el otro extremo de la población, detrás del
cementerio. Fue en esa ocasión cuando construyeron una
fortaleza de hormigón sobre la descolorida tumba de
José Arcadio, para que el olor a pólvora del
cadáver no contaminara las aguas. Para los forasteros que
llegaban sin amor, convirtieron la calle de las cariñosas
matronas de Francia en un pueblo más extenso que el otro,
y un miércoles de gloria llevaron un tren cargado de putas
inverosímiles, hembras babilónicas adiestradas en
recursos inmemoriales, y provistas de toda clase de
ungüentos y dispositivos para estimular a los inermes
despabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a
los modestos escarmentar a los múltiples y corregir a los
solitarios La Calle de los Turcos, enriquecida con luminosos
almacenes de ultra marinos que desplazaron los viejos bazares de
colorines bordoneaba la noche del sábado con las
muchedumbres de aventureros que se atropellaban entre las mesas
de suerte y azar los mostradores de tiro al blanco, el
callejón donde se adivinaba el porvenir y se interpretaban
los sueños, y las mesas de fritangas y bebidas, que
amanecían el domingo desparramadas por el suelo, entre
cuerpos que a veces eran de borrachos felices y casi siempre de
curiosos abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y
botellazos de la pelotera. Fue una invasión tan tumultuosa
e intempestiva, que en los primeros tiempos fue imposible caminar
por la calle con el estorbo de los muebles y los baúles, y
el trajín de carpintería de quienes paraban sus
casas en cualquier terreno pelado sin permiso de nadie, y el
escándalo de las parejas que colgaban sus hamacas entre
los almendros y hacían el amor bajo los toldos, a pleno
día y a la vista de todo el mundo. El único
rincón de serenidad fue establecido por los
pacíficos negros antillanos que construyeron una calle
marginal, con casas de madera sobre pilotes, en cuyos
pórticos se sentaban al atardecer cantando himnos
melancólicos en su farragoso papiamento. Tantos cambios
ocurrieron en tan poco tiempo, que ocho meses después de
la visita de mister Herbert los antiguos habitantes de Macondo se
levantaban temprano a conocer su propio pueblo. -Miren la vaina
que nos hemos buscado solía decir entonces el coronel
Aureliano Buendía-, no mas por invitar un gringo a comer
guineo. Aureliano Segundo, en cambio, no cabía de contento
con la avalancha de forasteros. La casa se llenó de pronto
de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos
mundiales, y fue preciso agregar dormitorios en el patio,
ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una de
dieciséis puestos, con nuevas vajillas y servicios, y aun
así hubo que establecer turnos para almorzar. Fernanda
tuvo que atragantarse sus escrúpulos y atender como a
reyes a invitados de la más perversa condición, que
embarraban con sus botas el corredor, se orinaban en el
jardín, extendían sus petates en cualquier parte
para hacer la siesta, y hablaban sin fijarse en susceptibilidades
de damas ni remilgos de caballeros. Amaranta se
escandalizó de tal modo con la invasión de la
plebe, que volvió a comer en la cocina como en los viejos
tiempos. El coronel Aureliano Buendía, persuadido de que
la mayoría de quienes entraban a saludarlo en el taller no
lo hacían por simpatía o estimación, sino
por la curiosidad de conocer una reliquia histórica, un
fósil de museo, optó por encerrarse con tranca y no
se le volvió a ver sino en muy escasas ocasiones sentado
en la puerta de la calle. Úrsula, en cambio, aun en los
tiempos en que ya arrastraba los pies y caminaba tanteando en las
paredes, experimentaba un alborozo pueril cuando se aproximaba la
llegada del tren. -Hay que hacer carne y pescado, ordenaba a las
cuatro cocineras, que se afanaban por estar a tiempo bajo la
imperturbable dirección de Santa Sofía de la
Piedad. -Hay que hacer de todo -insistía- porque nunca se
sabe qué quieren comer los forasteros. El tren llegaba a
la hora de más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con
un alboroto de mercado, y los sudorosos comensales, que ni
siquiera sabían quiénes eran sus anfitriones,
irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la
mesa, mientras las cocineras tropezaban entre sí con las
enormes ollas de sopa, los calderos de carnes, las
bangañas de legumbres, las bateas de arroz, y
repartían con cucharones inagotables los toneles de
limonada. Era tal el desorden, que Fernanda se exasperaba con la
idea de que muchos comían dos veces, y en más de
una ocasión quiso desahogarse en improperios de verdulera
porque algún comensal confundido le pedía la
cuenta.
Había pasado más de un año
desde la visita de mister Herbert, y lo único que se
sabía era que Tos gringos pensaban sembrar banano en la
región encantada que José Arcadio Buendía y
sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los
grandes inventos. Otros dos hijos del coronel Aureliano
Buendía, con su cruz de ceniza en la frente, llegaron
arrastrados por aquel eructo volcánico, y justificaron su
determinación con una frase que tal vez explicaba las
razones de todos. -Nosotros venimos -dijeron- porque todo el
mundo viene. Remedios, la bella, fue la única que
permaneció inmune a la peste del
banano…
Cuando llegó la compañía
bananera, sin embargo, los funcionarios locales fueron
sustituidos por forasteros autoritarios, que el señor
Brown se llevó a vivir en el gallinero electrificado, para
que gozaran, según explicó, de la dignidad que
correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y
los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del
pueblo. Los antiguos policías fueron reemplazados por
sicarios de machetes…
La huelga estalló dos semanas después
y no tuvo las consecuencias dramáticas que se
temían. Los obreros aspiraban a que no se les obligara a
cortar y embarcar banano los domingos, y la petición
pareció tan justa que hasta el padre Antonio Isabel
intercedió en favor de ella porque la encontró de
acuerdo con la ley de Dios. El triunfo de la acción,
así como de otras que se promovieron en los meses
siguientes, sacó del anonimato al descolorido José
Arcadio Segundo, de quien solía decirse que sólo
había servido para llenar el pueblo de putas francesas.
Con la misma decisión impulsiva con que remató sus
gallos de pelea para establecer una empresa de navegación
desatinada, había renunciado al cargo de capataz de
cuadrilla de la compañía bananera y tomó el
partido de los trabajadores. Muy pronto se le
señaló como agente de una conspiración
internacional contra el orden público. Una noche, en el
curso de una semana oscurecida por rumores sombríos,
escapó de milagro a cuatro tiros de revólver que le
hizo un desconocido cuando salía de una reunión
secreta…
José Arcadio Segundo y otros dirigentes
sindicales que habían permanecido hasta entonces en la
clandestinidad, aparecieron intempestivamente un fin de semana y
promovieron manifestaciones en los pueblos de la zona bananera.
La policía se conformó con vigilar el orden. Pero
en la noche del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas
y mandados, con grillos de cinco kilos en los pies, a la
cárcel de la capital provincial. Entre ellos se llevaron a
José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un
coronel de la revolución mexicana, exiliado en Macondo,
que decía haber sido testigo del heroísmo de su
compadre Artemio Cruz. Sin embargo, antes de tres meses estaban
en libertad, porque el gobierno y la compañía
bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién
debía alimentarlos en la cárcel. La inconformidad
de los trabajadores se fundaba esta vez en la insalubridad de las
viviendas, el engaño de los servicios médicos y la
iniquidad de las condiciones de trabajo. Afirmaban,
además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con
vales que sólo servían para comprar jamón de
Virginia en los comisariatos de la compañía.
José Arcadio Segundo fue encarcelado porque reveló
que el sistema de los vales era un recurso de la
compañía para financiar sus barcos fruteros, que de
no haber sido por la mercancía de los comisariatos
hubieran tenido que regresar vacíos desde Nueva
Orleáns hasta los puertos de embarque del banano. Los
otros cargos eran del dominio público. Los médicos
de la compañía no examinaban a los enfermos, sino
que los hacían pararse en fila india frente a los
dispensarios, y una enfermera les ponía en la lengua una
píldora del color del piedralipe, así tuvieran
paludismo, blenorragia o estreñimiento. Era una
terapéutica tan generalizada, que los niños se
ponían en la lila varias veces, y en vez de tragarse las
píldoras se las llevaban a sus casas para señalar
con ellas lo números cantados en el juego de
lotería. Los obreros de la compañía estaban
hacinados en tambos miserables. Los ingenieros, en vez de
construir letrinas, llevaban a los campamentos, por Navidad, un
excusado portátil para cada cincuenta personas, y
hacían demostraciones públicas de cómo
utilizarlos para que duraran más. Los decrépitos
abogados vestidos de negro que en otro tiempo asediaron al
coronel Aureliano Buendía, y que entonces eran apoderados
de la compañía bananera, desvirtuaban estos cargos
con arbitrios que parecían cosa de magia. Cuando los
trabajadores redactaron un pliego de peticiones unánime,
pasó mucho tiempo sin que pudieran notificar oficialmente
a la compañía bananera. Tan pronto como
conoció el acuerdo, el señor Brown enganchó
en el tren su suntuoso vagón de vidrio, y
desapareció de Macondo junto con los representantes
más conocidos de su empresa. Sin embargo, varios obreros
encontraron a uno de ellos el sábado siguiente en un
burdel, y le hicieron firmar una copia del pliego de peticiones
cuando estaba desnudo con la mujer que se prestó para
llevarlo a la trampa. Los luctuosos abogados demostraron en el
juzgado que aquel hombre no tenía nada que ver con la
compañía, y para que nadie pusiera en duda sus
argumentos lo hicieron encarcelar por usurpador. Más
tarde, el señor Brown fue sorprendido viajando de
incógnito en un vagón de tercera clase, y le
hicieron firmar otra copia del pliego de peticiones. Al
día siguiente compareció ante los jueces con el
pelo pintado de negro y hablando un castellano sin tropiezos. Los
abogados demostraron que no era el señor Jack Brown,
superintendente de la compañía bananera y nacido en
Prattville, Alabama, sino un inofensivo vendedor de plantas
medicinales, nacido en Macondo y allí mismo bautizado con
el nombre de Dagoberto Fonseca. Poco después, frente a una
nueva tentativa de los trabajadores, los abogados exhibieron en
lugares públicos el certificado de defunción del
señor Brown, autenticado por cónsules y
cancilleres, y en el cual se daba fe de que el pasado nueve de
junio había sido atropellado en Chicago por un carro de
bomberos. Cansados de aquel delirio hermenéutico, los
trabajadores repudiaron a las autoridades de Macondo y subieron
con sus quejas a los tribunales supremos. Fue allí donde
los ilusionistas del derecho demostraron que las reclamaciones
carecían de toda validez, simplemente porque la
compañía bananera no tenía, ni había
tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su
servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con
carácter temporal. De modo que se desbarató la
patraña del jamón de Virginia, las píldoras
milagrosas y los excusados pascuales, y se estableció por
fallo de tribunal y se proclamó en bandos solemnes la
inexistencia de los trabajadores. La huelga grande
estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se
pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se
pararon en los ramales. Los obreros ociosos desbordaron los
pueblos. La calle de los Turcos reverberó en un
sábado de muchos días, y en el salón de
billares del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de
veinticuatro horas. Allí estaba José Arcadio
Segundo, el día en que se anunció que el
ejército había sido encargado de restablecer el
orden público. Aunque no era hombre de presagios, la
noticia fue para él como un anuncio de la muerte, que
había esperado desde la mañana distante en que el
coronel Gerineldo Márquez le permitió ver un
fusilamiento. Sin embargo, el mal augurio no alteró su
solemnidad. Hizo la jugada que tenía prevista y no
erró la carambola. Poco después, las descargas de
redoblante, los ladridos del clarín, los gritos y el
tropel de la gente, le indicaron que no sólo la partida de
billar sino la callada y solitaria partida que jugaba consigo
mismo desde la madrugada de la ejecución, habían
por fin terminado. Entonces se asomó a la calle, y los
vio. Eran tres regimientos cuya marcha pautada por tambor de
galeotes hacia trepidar la tierra. Su resuello de dragón
multicéfalo impregnó de un vapor pestilente la
claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos,
brutos. Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de
carnaza macerada por el sol, y la impavidez taciturna e
impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron
más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que eran
unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran
idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con
igual estolidez el peso de los morrales y las cantimploras, y la
vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el
incordio de la obediencia ciega y el sentido del honor. Ursula
los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y levantó
la mano con los dedos en cruz. Santa Sofía de la Piedad
existió por un instante, inclinada sobre el mantel bordado
que acababa de planchar, y pensó en su hijo, José
Arcadio Segundo, que vio pasar sin inmutarse los últimos
soldados por la puerta del Hotel de Jacob. La ley marcial
facultaba al ejército para asumir funciones de
árbitro de la controversia, pero no se hizo ninguna
tentativa de conciliación. Tan pronto como se exhibieron
en Macondo, los soldados pusieron a un lado los fusiles, cortaron
y embarcaron el banano y movilizaron los trenes. Los
trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con
esperar, se echaron al monte sin más armas que sus
machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje.
Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para
impedir el tránsito de los trenes que empezaban a abrirse
paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del
telégrafo y el teléfono. Las acequias se
tiñeron de sangre. El señor Brown, que estaba vivo
en el gallinero electrificado, fue sacado de Macondo con su
familia y las de otros compatriotas suyos, y conducidos a
territorio seguro bajo la protección del ejército.
La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra
civil desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un
llamado a los trabajadores para que se concentraran en Macondo.
El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia
llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en
el conflicto. José Arcadio Segundo estaba entre la
muchedumbre que se concentró en la estación desde
la mañana del viernes. Había participado en una
reunión de los dirigentes sindicales y había sido
comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse
con la multitud y orientarla según las circunstancias. No
se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el
paladar, desde que advirtió que el ejército
había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la
plazoleta, y que la ciudad alambrada de la compañía
bananera estaba protegida con piezas de artillería. Hacia
las doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres
mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños,
habían desbordado el espacio descubierto frente a la
estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el
ejército cerró con filas de ametralladoras. Aquello
parecía entonces, más que una recepción, una
feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas
y las tiendas de bebidas de la calle de los Turcos, y la gente
soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el
sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el rumor
de que el tren oficial no llegaría hasta el día
siguiente. La muchedumbre cansada exhaló un suspiro de
desaliento. Un teniente del ejército se subió
entonces en el techo de la estación, donde había
cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se
dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo
estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de
unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le
pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que
levantara al otro para que oyera mejor lo que iban a decir.
José Arcadio Segundo se acaballó al niño en
la nuca. Muchos años después, ese niño
había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que
había visto al teniente leyendo con una bocina de
gramófono el Decreto del Jefe Civil y Militar de la
provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés
Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García
Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a
los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al
ejército para matarlos a bala. Leído el decreto, en
medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un
capitán sustituyó al teniente en el techo de la
estación, y con la bocina de gramófono hizo
señas de que quería hablar. La muchedumbre
volvió a guardar silencio. -¡Señoras y
señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta,
un poco cansada-, tienen cinco minutos para retirarse! La
rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de
clarín que anuncié el principio del plazo. Nadie se
movió. -Han pasado cinco minutos -dijo el capitán
en el mismo tono-. ¡Un minuto más y se hará
fuego!. José Arcadio Segundo, sudando hielo, se
bajó al niño de los hombros y se lo entregó
a la mujer. -Estos cabrones son capaces de disparar,
murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo
de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del
coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las
palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la
maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido
de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por
la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo
se empiné por encima de las cabezas que tenía
enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que
falta.
Al final de su grito ocurrió algo que no le
produjo espanto, sino una especie de alucinación. El
capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de
ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo
parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran
estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se
escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus
escupitajos incandescentes, pero no se percibía la
más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un
suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía
petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De
pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte
desgarró el encantamiento: -¡Aaaay, mi madre! Una
fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de
cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una
descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas
tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el
otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el
pánico. Muchos años después, el niño
había de contar todavía, a pesar de que los vecinos
seguían creyéndolo un viejo chiflado, que
José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su
cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como
flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle
adyacente. La posición privilegiada del niño le
permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba
a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió
fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo: -Tírense al
suelo! ¡Tírense al suelo! Ya los de las primeras
líneas lo habían hecho, barridos por las
ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse
al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico
dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en
una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se
movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo
de dragón de la calle opuesta, donde también las
ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados,
girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se
reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo
sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una
cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la
metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los
brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la
estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el
instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre,
antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio
vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo
de sequía, y con el punto mundo donde Úrsula
Iguarán había vendido tantos animalitos de
caramelo. Cuando José Arcadio Segundo despertó
estaba boca arriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en
un tren interminable y silencioso, y de que tenía el
cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos
los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto
a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se
acomodé del lado que menos le dolía, y sólo
entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos.
No había un espacio libre en el vagón, salvo el
corredor central. Debían de haber pasado varias horas
después de la masacre, porque los cadáveres
tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su
misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los
habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de
arrumos en el orden y el sentido en que se transportaban los
racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla,
José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón
a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los
relámpagos que estallaban por entre los listones de madera
al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos
hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban
a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente
reconoció a una mujer que vendía refrescos en la
plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba
enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata
moreliana con que trató de abrirse camino a través
del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio
un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja
hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo
que había visto nunca, con casi doscientos vagones de
carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el
centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes
lámparas de posición, y se deslizaba a una
velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se
veían los bultos oscuros de los soldados con las
ametralladoras emplazadas. Después de medianoche se
precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio
Segundo ignoraba dónde había saltado, pero
sabía que caminando en sentido contrario al del tren
llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de
marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza
terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer.
Atraído por el olor del café, entró en una
cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba
inclinada sobre el fogón. -¡Buenas! -dijo exhausto-.
Soy José Arcadio Segundo Buendía. Pronunció
el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que
estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que
era una aparición al ver en la puerta la figura
escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias
de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo
conocía. Llevó una manta para que se arropara
mientras se secaba la ropa en el fogón, le calenté
agua para que se lavara la herida, que era sólo un
desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para
que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de
café, sin azúcar, como le habían dicho que
lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del
fuego. José Arcadio Segundo no habló mientras no
terminó de tomar el café. -Debían ser como
tres mil -murmuró. -¿Qué? -Los muertos
-aclaró él-. Debían ser todos los que
estaban en la estación. La mujer lo midió con una
mirada de lástima. -Aquí no ha habido muertos
-dijo-. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha
pasado nada en Macondo. En tres cocinas donde se detuvo
José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron
lo mismo: -No hubo muertos. Pasó por la plazoleta de la
estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una
encima de otra, y tampoco allí encontró rastro
alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia
tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La
única noticia humana era el primer toque para misa.
Llamó en la puerta de la casa del coronel Gavilán.
Una mujer encinta, a quien había visto muchas veces, le
cerró la puerta en la cara. -Se fue -dijo asustada-.
Volvió a su tierra. La entrada principal del gallinero
alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos
policías locales que parecían de piedra bajo la
lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su callecita
marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del
sábado. José Arcadio Segundo saltó la cerca
del patio y entró en la casa por la cocina. Santa
Sofía de la Piedad apenas levantó la voz. -Que no
te vea Fernanda -dijo-. Hace un rato se estaba levantando. Como
si cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al
cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado catre
de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda
hacía la siesta, le pasó por la ventana un plato de
comida. Aureliano Segundo había dormido en casa porque
allí lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la
tarde todavía seguía esperando que escampara.
Informado en secreto por Santa Sofía de la Piedad, a esa
hora visitó a su hermano en el cuarto de
Melquíades. Tampoco él creyó la
versión de la masacre ni la pesadilla del tren cargado de
muertos que viajaba hacia el mar. La noche anterior habían
leído un bando nacional extraordinario, para informar que
los obreros habían obedecido la orden de evacuar la
estación, y se dirigían a sus casas en caravanas
pacíficas. El bando informaba también que los
dirigentes sindicales, con un elevado espíritu
patriótico, habían reducido sus peticiones a dos
puntos: reforma de los servicios médicos y
construcción de letrinas en las viviendas. Se
informó más tarde que cuando las autoridades
militares obtuvieron el acuerdo de los trabajadores, se
apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que
éste no sólo había aceptado las nuevas
condiciones, sino que ofreció pagar tres días de
jolgorios públicos para celebrar el término del
conflicto. Sólo que cuando los militares le preguntaron
para qué fecha podía anunciarse la firma del
acuerdo, él miró a través de la ventana del
cielo rayado de relámpagos, e hizo un profundo gesto de
incertidumbre. -Será cuando escampe -dijo-. Mientras dure
la lluvia, suspendemos toda clase de actividades. No
llovía desde hacia tres meses y era tiempo de
sequía. Pero cuando el señor Brown anuncié
su decisión se precipitó en toda la zona bananera
el aguacero torrencial que sorprendió a José
Arcadio Segundo en el camino de Macondo. Una semana
después seguía lloviendo. La versión
oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país
por cuanto medio de divulgación encontró el
gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo
muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con
sus familias, y la compañía bananera
suspendía actividades mientras pasaba la lluvia. La ley
marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario
aplicar medidas de emergencia para la calamidad pública
del aguacero interminable, pero la tropa estaba acuartelada.
Durante el día los militares andaban por los torrentes de
las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando
a los naufragios con los niños. En la noche,
después del toque de queda, derribaban puertas a
culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los
llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la
búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos,
incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero
los militares lo negaban a los propios parientes de sus
víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en
busca de noticias. -Seguro que fue un sueño
-insistían los oficiales-. En Macondo no ha pasado nada,
ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo
feliz. Así consumaron el exterminio de los jefes
sindicales. El único sobreviviente fue José Arcadio
Segundo…".
"José Arcadio Segundo llegó a la
conclusión de que el coronel Aureliano Buendía no
fue más que un farsante o un imbécil. No
entendía que hubiera necesitado tantas palabras para
explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola
bastaba: miedo…"
"…A los seis meses de encierro, en vista de
que los militares se habían ido de Macondo, Aureliano
Segundo quitó el candado buscando alguien con quien
conversar mientras pasaba la lluvia. Desde que abrió la
puerta se sintió agredido por la pestilencia de las
bacinillas que estaban puestas en el suelo, y todas muchas veces
ocupadas. José Arcadio Segundo, devorado por la pelambre,
indiferente al aire enrarecido por los vapores nauseabundos,
seguía leyendo y releyendo los pergaminos ininteligibles.
Estaba iluminado por un resplandor seráfico. Apenas
levantó la vista cuando sintió abrirse la puerta,
pero a su hermano le basté aquella mirada para ver
repetido en ella el destino irreparable del bisabuelo. -Eran
más de tres mil -fue todo cuanto dijo José Arcadio
Segundo-. Ahora estoy seguro que eran todos los que estaban en la
estación".
El
diluvio
"Llovió cuatro años, once meses y dos
días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo
se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de
convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se
acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de
recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de
estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron
techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las
últimas cepas de las plantaciones. Como ocurrió
durante la peste del insomnio, que Úrsula se dio a
recordar por aquellos días, la propia calamidad iba
inspirando defensas contra el tedio. Aureliano Segundo fue uno de
los que más hicieron para no dejarse vencer por la
ociosidad. Había ido a la casa por algún asunto
casual la noche en que el señor Brown convocó la
tormenta, y Fernanda trató de auxiliarlo con un paraguas
medio desvarillado que encontró en un armario. -No hace
falta -dijo él-. Me quedo aquí hasta que escampe.
No era, por supuesto, un compromiso ineludible, pero estuvo a
punto de cumplirlo al pie de la letra. Como su ropa estaba en
casa de Petra Cotes, se quitaba cada tres días la que
llevaba puesta, y esperaba en calzoncillos mientras la lavaban.
Para no aburrirse, se entregó a la tarea de componer los
numerosos desperfectos de la casa. Ajusté bisagras,
aceité cerraduras, atornillé aldabas y
nivelé fallebas. Durante varios meses se le vio vagar con
una caja de herramientas que debieron olvidar los gitanos en los
tiempos de José Arcadio Buendía, y nadie supo si
fue por la gimnasia involuntaria, por el tedio invernal o por la
abstinencia obligada, que la panza se le fue desinflando poco a
poco como un pellejo, y la cara de tortuga beatífica se le
hizo menos sanguínea y menos protuberante la papada, hasta
que todo él terminó por ser menos
paquidérmico y pudo amarrarse otra vez los cordones de los
zapatos. Viéndolo montar picaportes y desconectar relojes,
Fernanda se preguntó si no estaría incurriendo
también en el vicio de hacer para deshacer, como el
coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro,
Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio
Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos.
Pero no era cierto. Lo malo era que la lluvia lo trastornaba
todo, y las máquinas más áridas echaban
flores por entre los engranajes si no se les aceitaba cada tres
días, y se oxidaban los hilos de los brocados y le
nacían algas de azafrán a la ropa mojada. La
atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran
podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando
en el aire de los aposentos. Una mañana despertó
Úrsula sintiendo que se acababa en un soponcio de
placidez, y ya había pedido que le llevaran al padre
Antonio Isabel, aunque fuera en andas, cuando Santa Sofía
de la Piedad descubrió que tenía la espalda
adoquinada de sanguijuelas. Se las desprendieron una por una,
achicharrándolas con tizones, antes de que terminaran de
desangarla. Fue necesario excavar canales para desaguar la casa,
y desembarazarla de sapos y caracoles, de modo que pudieran
secarse los pisos, quitar los ladrillos de las patas de las camas
y caminar otra vez con zapatos. Entretenido con las
múltiples minucias que reclamaban su atención,
Aureliano Segundo no se dio cuenta de que se estaba volviendo
viejo, hasta una tarde en que se encontró contemplando el
atardecer prematuro desde un mecedor, y pensando en Petra Cotes
sin estremecerse. No habría tenido ningún
inconveniente en regresar al amor insípido de Fernanda,
cuya belleza se había reposado con la madurez, pero la
lluvia lo había puesto a salvo de toda emergencia
pasional, y le había infundido la serenidad esponjosa de
la inapetencia. Se divirtió pensando en las cosas que
hubiera podido hacer en otro tiempo con aquella lluvia que ya iba
para un año. Había sido uno de los primeros que
llevaron láminas de cinc a Macondo, mucho antes de que la
compañía bananera las pusiera de moda, sólo
por techar con ellas el dormitorio de Petra Cotes y solazarse con
la impresión de intimidad profunda que en aquella
época le producía la crepitación de la
lluvia. Pero hasta esos recuerdos locos de su juventud
estrafalaria lo dejaban impávido, como si en la
última parranda hubiera agotado sus cuotas de salacidad, y
sólo le hubiera quedado el premio maravilloso de poder
evocarías sin amargura ni arrepentimientos. Hubiera podido
pensarse que el diluvio le había dado la oportunidad de
sentarse a reflexionar, y que el trajín de los alicates y
las alcuzas le había despertado la añoranza
tardía de tantos oficios útiles como hubiera podido
hacer y no hizo en la vida, pero ni lo uno ni lo otro era cierto,
porque la tentación de sedentarismo y domesticidad que lo
andaba rondando no era fruto de la recapacitación ni el
escarmiento. Le llegaba de mucho más lejos, desenterrada
por el trinche de la lluvia, de los tiempos en que leía en
el cuarto de Melquíades las prodigiosas fábulas de
los tapices volantes y las ballenas que se alimentaban de barcos
con tripulaciones. Fue por esos días que en un descuido de
Fernanda apareció en el corredor el pequeño
Aureliano, y su abuelo conoció el secreto de su identidad.
Le cortó el pelo, lo vistió, le
enseñó a perderle el miedo a la gente, y muy pronto
se vio que era un legítimo Aureliano Buendía, con
sus pómulos, altos, su mirada de asombro y su aire
solitario. Para Fernanda fue un descanso. Hacía tiempo que
había medido la magnitud de su soberbia, pero no
encontraba cómo remediarla, porque mientras más
pensaba en las soluciones, menos racionales le parecían.
De haber sabido que Aureliano Segundo iba a tomar las cosas como
las tomó, con una buena complacencia de abuelo, no le
habría dado tantas vueltas ni tantos plazos, sino que
desde el año anterior se hubiera liberado de la
mortificación. Para Amaranta Úrsula, que ya
había mudado los dientes, el sobrino fue como un juguete
escurridizo que la consolé del tedio de la lluvia.
Aureliano Segundo se acordé entonces de la enciclopedia
inglesa que nadie había vuelto a tocar en el antiguo
dormitorio de Meme. Empezó por mostrarles las
láminas a los niños, en especial las de animales, y
más tarde los mapas y las fotografías de
países remotos y personajes célebres. Como no
sabía inglés, y como apenas podía distinguir
las ciudades más conocidas y las personalidades más
corrientes, se dio a inventar nombres y leyendas para satisfacer
la curiosidad insaciable de los niños. Fernanda
creía de veras que su esposo estaba esperando a que
escampara para volver con la concubina. En los primeros meses de
la lluvia temió que él intentara deslizarse hasta
su dormitorio, y que ella iba a pasar por la vergüenza de
revelarle que estaba incapacitada para la reconciliación
desde el nacimiento de Amaranta Úrsula. Esa era la causa
de su ansiosa correspondencia con los médicos invisibles,
interrumpida por los frecuentes desastres del correo. Durante los
primeros meses, cuando se supo que los trenes se descarrilaban en
la tormenta, una carta de los médicos invisibles le
indicó que se estaban perdiendo las suyas. Más
tarde, cuando se interrumpieron los contactos con sus
corresponsales ignotos, había pensado seriamente en
ponerse la máscara de tigre que usó su marido en el
carnaval sangriento, para hacerse examinar con un nombre ficticio
por los médicos de la compañía bananera.
Pero una de las tantas personas que pasaban a menudo por la casa
llevando las noticias ingratas del diluvio le había dicho
que la compañía estaba desmantelando sus
dispensarios para llevárselos a tierras de escampada.
Entonces perdió la esperanza. Se resignó a aguardar
que pasara la lluvia y se normalizara el correo y, mientras
tanto, se aliviaba de sus dolencias secretas con recursos de
inspiración, porque hubiera preferido morirse a ponerse en
manos del único médico que quedaba en Macondo, el
francés extravagante que se alimentaba con hierba para
burros. Se había aproximado a Úrsula, confiando en
que ella conociera algún paliativo para sus quebrantos.
Pero la tortuosa costumbre de no llamar las cosas por su nombre
la llevó a poner lo anterior en lo posterior, y a
sustituir lo parido por lo expulsado, y a cambiar flujos por
ardores para que todo fuera menos vergonzoso, de manera que
Úrsula concluyó razonablemente que los trastornos
no eran uterinos, sino intestinales, y le aconsejó que
tomara en ayunas una papeleta de calomel. De no haber sido por
ese padecimiento que nada hubiera tenido de pudendo para alguien
que no estuviera también enfermo de pudibundez, y de no
haber sido por la pérdida de las cartas, a Fernanda no le
habría importado la lluvia, porque al fin de cuentas toda
la vida había sido para ella como si estuviera lloviendo.
No modificó los horarios ni perdoné los ritos.
Cuando todavía estaba la mesa alzada sobre ladrillos y
puestas las sillas sobre tablones para que los comensales no se
mojaran los pies, ella seguía sirviendo con manteles de
lino y vajillas chinas, y prendiendo los candelabros en la cena,
porque consideraba que las calamidades no podían tomarse
de pretexto para el relajamiento de las costumbres. Nadie
había vuelto a asomarse a la calle. Si de Fernanda hubiera
dependido no habrían vuelto a hacerlo jamás, no
sólo desde que empezó a llover, sino desde mucho
antes, puesto que ella consideraba que las puertas se
habían inventado para cerrarlas, y que la curiosidad por
lo que ocurría en la calle era cosa de rameras. Sin
embargo, ella fue la primera en asomarse cuando avisaron que
estaba pasando el entierro del coronel Gerineldo Márquez,
aunque lo que vio entonces por la ventana entreabierta la
dejó en tal estado de aflicción que durante mucho
tiempo estuvo arrepintiéndose de su debilidad. No
habría podido concebirse un cortejo más desolado.
Habían puesto el ataúd en una carreta de bueyes
sobre la cual construyeron un cobertizo de hojas de banano, pero
la presión de la lluvia era tan intensa y las calles
estaban tan empantanadas que a cada paso se atollaban las ruedas
y el cobertizo estaba a punto de desbaratarse. Los chorros de
agua triste que caían sobre el ataúd iban ensopando
la bandera que le habían puesto encima, y que era en
realidad la bandera sucia de sangre y de pólvora,
repudiada por los veteranos más dignos. Sobre el
ataúd habían puesto también el sable con
borlas de cobre y seda, el mismo que el coronel Gerineldo
Márquez colgaba en la percha de la sala para entrar inerme
al costurero de Amaranta. Detrás de la carreta, algunos
descalzos y todos con los pantalones a media pierna, chapaleaban
en el fango los últimos sobrevivientes de la
capitulación de Neerlandia, llevando en una mano el
bastón de carreto y en la otra una corona de flores de
papel descoloridas por la lluvia. Aparecieron como una
visión irreal en la calle que todavía llevaba el
nombre del coronel Aureliano Buendía, y todos miraron la
casa al pasar, y doblaron por la esquina de la plaza, donde
tuvieron que pedir ayuda para sacar la carreta atascada.
Úrsula se había hecho llevar a la puerta por Santa
Sofía de la Piedad. Siguió con tanta
atención las peripecias del entierro que nadie dudó
de que lo estaba viendo, sobre todo porque su alzada mano de
arcángel anunciador se movía con los cabeceos de la
carreta. -Adiós, Gerineldo, hijo mío
-gritó-. Salúdame a mi gente y dile que nos vemos
cuando escampe. Aureliano Segundo la ayudó a volver a la
cama, y con la misma informalidad con que la trataba siempre le
preguntó el significado de su despedida. -Es verdad -dijo
ella-. Nada más estoy esperando que pase la lluvia para
morirme. El estado de las calles alarmó a Aureliano
Segundo. Tardíamente preocupado por la suerte de sus
animales, se echó encima un lienzo encerado y fue a casa
de Petra Cotes. La encontró en el patio, con el agua a la
cintura, tratando de desencallar el cadáver de un caballo.
Aureliano Segundo la ayudó con una tranca, y el enorme
cuerpo tumefactos dio una vuelta de campana y fue arrastrado por
el torrente de barro líquido. Desde que empezó la
lluvia, Petra Cotes no había hecho más que
desembarazar su patio de animales muertos. En las primeras
semanas le mandó recados a Aureliano Segundo para que
tomara providencias urgentes, y él había contestado
que no había prisa, que la situación no era
alarmante, que ya se pensaría en algo cuando escampara. Le
mandó a decir que los potreros se estaban inundando, que
el ganado se fugaba hacia las tierras altas donde no había
qué comer, y que estaban a merced del tigre y la peste.
-No hay nada que hacer -le contestó Aureliano Segundo-. Ya
nacerán otros cuando escampe. Petra Cotes los había
visto morir a racimadas, y apenas si se daba abasto para destazar
a los que se quedaban atollados. Vio con una impotencia sorda
cómo el diluvio fue exterminando sin misericordia una
fortuna que en un tiempo se tuvo como la más grande y
sólida de Macondo, y de la cual no quedaba sino la
pestilencia. Cuando Aureliano Segundo decidió ir a ver lo
que pasaba, sólo encontró el cadáver del
caballo, y una mula escuálida entre los escombros de la
caballeriza. Petra Cotes lo vio llegar sin sorpresa, sin
alegría ni resentimiento, y apenas se permitió una
sonrisa irónica. -¡A buena hora! -dijo. Estaba
envejecida, en los puros huesos, y sus lanceolados ojos de animal
carnívoro se habían vuelto tristes y mansos de
tanto mirar la lluvia. Aureliano Segundo se quedó
más de tres meses en su casa, no porque entonces se
sintiera mejor allí que en la de su familia, sino porque
necesité todo ese tiempo para tomar la decisión de
echarse otra vez encima el pedazo de lienzo encerado. -No hay
prisa -dijo, como había dicho en la otra casa-. Esperemos
que escampe en las próximas horas. En el curso de la
primera semana se fue acostumbrando a los desgastes que
habían hecho el tiempo y la lluvia en la salud de su
concubina, y poco a poco fue viéndola como era antes,
acordándose de sus desafueros jubilosos y de la fecundidad
de delirio que su amor provocaba en los animales, y en parte por
amor y en parte por interés, una noche de la segunda
semana la despertó con caricias apremiantes. Petra Cotes
no reaccionó. «Duerme tranquilo -murmuró-. Ya
los tiempos no están para estas cosas.» Aureliano
Segundo se vio a sí mismo en los espejos del techo, vio la
espina dorsal de Petra Cotos como una hilera de carretes
ensartados en un mazo de nervios marchitos, y comprendió
que ella tenía razón, no por los tiempos, sino por
ellos mismos, que ya no estaban para esas cosas. Aureliano
Segundo regresó a la casa con sus baúles,
convencido de que no sólo Úrsula, sino todos los
habitantes de Macondo, estaban esperando que escampara para
morirse. Los había visto al pasar, sentados en las salas
con la mirada absorta y los brazos cruzados, sintiendo
transcurrir un tiempo entero, un tiempo sin desbravar, porque era
inútil dividirlo en meses y años, y los días
en horas, cuando no podía hacerse nada más que
contemplar la lluvia. Los niños recibieron alborozados a
Aureliano Segundo, quien volvió a tocar para ellos el
acordeón asmático. Pero el concierto no les
llamó tanto la atención como las sesiones
enciclopédicas, de modo que otra vez volvieron a reunirse
en el dormitorio de Memo, donde la imaginación de
Aureliano Segundo convirtió el dirigible en un elefante
volador que buscaba un sitio para dormir entre las nubes. En
cierta ocasión encontró un hombre de a caballo que
a pesar de su atuendo exótico conservaba un aire familiar,
y después de mucho examinarlo llegó a la
conclusión de que era un retrato del coronel Aureliano
Buendía. Se lo mostró a Fernanda, y también
ella admitió el parecido del jinete no sólo con el
coronel, sino con todos los miembros de la familia, aunque en
verdad era un guerrero tártaro. Así se le fue
pasando el tiempo, entre el coloso de Rodas y los encantadores de
serpientes, hasta que su esposa le anunció que no quedaban
más de seis kilos de carne salada y un saco de arroz en el
granero. -¿Y ahora qué quieres que haga?
-preguntó él. -Yo no sé -contestó
Fernanda-. Eso es asunto de hombres. -Bueno -dijo Aureliano
Segundo-, algo se hará cuando
escampe…
Macondo estaba en ruinas. En los pantanos de las
calles quedaban muebles despedazados, esqueletos de animales
cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las
hordas de advenedizos que se fugaron de Macondo tan
atolondradamente como habían llegado. Las casas paradas
con tanta urgencia durante la fiebre del banano, habían
sido abandonadas. La compañía bananera
desmanteló sus instalaciones. De la antigua ciudad
alambrada sólo quedaban los escombros. Las casas de
madera, las frescas terrazas donde transcurrían las
serenas tardes de naipes, parecían arrasadas por una
anticipación del viento profético que años
después había de borrar a Macondo de la faz de la
tierra. El único rastro humano que dejó aquel soplo
voraz, fue un guante de Patricia Brown en el automóvil
sofocado por las trinitarias. La región encantada que
exploré José Arcadio Buendía en los tiempos
de la fundación, y donde luego prosperaron las
plantaciones de banano, era un tremedal de cepas putrefactas, en
cuyo horizonte remoto se alcanzó a ver por varios
años la espuma silenciosa del mar. Aureliano Segundo
padeció una crisis de aflicción el primer domingo
que vistió ropas secas y salió a reconocer el
pueblo. Los sobrevivientes de la catástrofe, los mismos
que ya vivían en Macondo antes de que fuera sacudido por
el huracán de la compañía bananera, estaban
sentados en mitad de la calle gozando de los primeros soles.
Todavía conservaban en la piel el verde de alga y el olor
de rincón que les imprimió la lluvia, pero en el
fondo de sus corazones parecían satisfechos de haber
recuperado el pueblo en que nacieron. La calle de los Turcos era
otra vez la de antes, la de los tiempos en que los árabes
de pantuflas y argollas en las orejas que recorrían el
mundo cambiando guacamayas por chucherías, hallaron en
Macondo un buen recodo para descansar de su milenaria
condición de gente trashumante. Al otro lado de la lluvia,
la mercancía de los bazares estaba cayéndose a
pedazos, los géneros abiertos en la puerta estaban
veteados de musgo, los mostradores socavados por el
comején y las paredes carcomidas por la humedad, pero los
árabes de la tercera generación estaban sentados en
el mismo lugar y en la misma actitud de sus padres y sus abuelos,
taciturnos, impávidos, invulnerables al tiempo y al
desastre, tan vivos o tan muertos como estuvieron después
de la peste del insomnio y de las treinta y dos guerras del
coronel Aureliano Buendía. Era tan asombrosa su fortaleza
de ánimo frente a los escombros de las mesas de juego, los
puestos de fritangas, las casetas de tiro al blanco y el
callejón donde se interpretaban los sueños y se
adivinaba el porvenir, que Aureliano Segundo les preguntó
con su informalidad habitual de qué recursos misteriosos
se habían valido para no naufragar en la tormenta,
cómo diablos habían hecho para no ahogarse, y uno
tras otro, de puerta en puerta, le devolvieron una sonrisa ladina
y una mirada de ensueño, y todos le dieron sin ponerse de
acuerdo la misma repuesta: -Nadando. Petra Cotes era tal vez el
único nativo que tenía corazón de
árabe. Había visto los últimos destrozos de
sus establos y caballerizas arrastrados por la tormenta, pero
había logrado mantener la casa en pie. En el último
año, le había mandado recados apremiantes a
Aureliano Segundo, y éste le había contestado que
ignoraba cuándo volvería a su casa, pero que en
todo caso llevaría un cajón de monedas de oro para
empedrar el dormitorio. Entonces ella había escarbado en
su corazón, buscando la fuerza que le permitiera
sobrevivir a la desgracia, y había encontrado una rabia
reflexiva y justa, con la cual había jurado restaurar la
fortuna despilfarrada por el amante y acabada de exterminar por
el diluvio. Fue una decisión tan inquebrantable, que
Aureliano Segundo volvió a su casa ocho meses
después del último recado, y la encontró
verde, desgreñada, con los párpados hundidos y la
piel escarchada por la sarna, pero estaba escribiendo
números en pedacitos de papel, para hacer una rifa.
Aureliano Segundo se quedó atónito, y estaba tan
escuálido y tan solemne, que Petra Cotes no creyó
que quien había vuelto a buscarla fuera el amante de toda
la vida, sino el hermano gemelo. -Estás loca -dijo
él-. A menos que pienses rifar los huesos. Entonces ella
le dijo que se asomara al dormitorio, y Aureliano Segundo vio la
mula. Estaba con el pellejo pegado a los huesos, como la
dueña, pero tan viva y resuelta como ella. Petra Cotes la
había alimentado con su rabia, y cuando no tuvo más
hierbas, ni maíz, ni raíces, la albergó en
su propio dormitorio y le dio a comer las sábanas de
percal, los tapices persas, los sobrecamas de peluche, las
cortinas de terciopelo y el palio bordado con hilos de oro y
borlones de seda de la cama episcopal".
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