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En celebración de la Publicación de El Origen de Las Especies (página 9)




Enviado por Felix Larocca



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La biología nació como una ciencia
taxonómica cuyo objeto era clasificar la diversidad de las
especies vivas, reconducir la multiplicidad a la unidad. Cuando a
finales del siglo XIX, a partir de Weismann, de ese binomio
sólo queda la diversidad, la biología adopta un
sesgo bien diferente. Cuando, además, ese mismo objetivo se
impuso a la sociedad, la
biología se convirtió en eugenesia, en el intento
de clasificar (y por tanto de dominar) a los hombres, de
establecer diferencias entre ellos y, en consecuencia, justificar
las políticas
de desigualdad
social. Darwin, Mendel y
Gobineau escriben al mismo tiempo,
poniendo al desnudo las gigantescas contradicciones que el
concepto
ilustrado de igualdad de
todos los hombres acabó planteando a la burguesía
sólo un siglo después de haberlo llevado a los
textos legales más importantes y, naturalmente, endosando
su propia incongruencia al movimiento
obrero. Un siglo y medio después los Medawar siguen
planteando así la cuestión: "Los marxistas
desprecian la noción darwiniana de que existen diferencias
innatas de las capacidades humanas y, en su lugar, deciden
sostener que los hombres nacen iguales y son producto de su
crianza y su medio" (389). De modo que esta ridícula
pirueta histórica quiere hacernos creer que fue Marx y no las
declaraciones burguesas de derechos, empezando por la
norteamericana de finales del siglo XVIII, las que postularon que
los hombres "nacen iguales". De esa forma volvemos a la
dicotomía entre la política y la ciencia:
las declaraciones legales -efectivamente- tienen poco que ver con
la realidad porque los hombres nacen desiguales y su desarrollo y
crianza posterior multiplica esa desigualdad originaria. La
biodiversidad
no alcanza sólo a las especies sino a cada individuo
dentro de ellas. Por lo tanto, también alcanza al hombre: todos
los hombres son diferentes unos de otros. Pero ¿por
qué son diferentes los hombres? Precisamente porque son
hombres, es decir, porque todos ellos son iguales; son diferentes
porque son iguales y sólo pueden ser diferentes en la
medida en que son iguales. Para que dos cosas desiguales se
puedan comparar tiene que existir algún punto de semejanza
que permita esa comparación. Pero a la burguesía,
cuya ideología es metafísica, le interesó a finales
del siglo XVIII defender la igualdad y medio siglo después
le interesó defender la desigualdad, de manera que en cada
momento histórico se quedó con uno de los extremos
de la contradicción, olvidándose del otro.

La genética
demuestra la unidad dialéctica de la igualdad y la
diferencia, por más que unas veces se recurra a un aspecto
y otras al otro por separado de manera oportunista, según
lo que se pretenda "demostrar" en cada momento. Así, se
alude al genoma humano como si todos los hombres tuvieran el
mismo, mientras que en otras ocasiones se recurre a determinado
gen como elemento diferencial de un determinado rasgo.
Está más que comprobado que el genoma de todos los
hombres es casi idéntico, e incluso que también
coincide hasta extremos sorprendentes con el genoma de algunas
especies muy alejadas del ser humano. Esto demuestra que las
diferencias más importantes entre las especies y entre los
individuos de una misma especie no se agotan con el análisis de su genoma. Los seres humanos se
pueden clasificar de muchas maneras diferentes; no obstante,
todas ellas serán siempre internas a una única
especie. Siguiendo a Aristóteles, Linneo clasificó al
hombre entre la materia viva
como Homo sapiens, confirmando que en el hombre no
hay especies sino que él es en sí mismo una
única especie. En consecuencia, todos los hombres son
iguales porque todos forman parte de la especie Homo
sapiens
. Pero también es igualmente posible
establecer diferencias entre la especie y valorar que algunas de
esas diferencias (rapidez, fortaleza, inteligencia)
son mejores o más favorables que otras. Ahora bien,
clasificar a los seres humanos es bastante distinto de clasificar
a los artrópodos y no cabe duda de que en la especie
humana los criterios más importantes a tener en cuenta son
las de carácter social y cultural, al menos a
determinados efectos.

El concepto de raza tiene un origen biológico que se
inicia en los animales y no se
aplica a los seres humanos hasta finales del siglo XVII como una
manera de estudiar la diversidad y las diferencias entre ellos.
Se empezó a poner el acento en la diversidad y no en la
unidad de tipo de la que luego hablaría Darwin.
Después esa diversidad de razas había que
reclasificarla de alguna manera, la más conocida de las
cuales es la que elaboró John F. Blumenbach (1752-1840).
Existían cinco razas humanas diferentes, que Blumenbach
relacionaba con el color de la
piel. Se
pueden resumir las clasificaciones raciales elaboradas afirmando
que ninguna de ellas tenía ningún sentido evolutivo
(390), lo cual en biología debe ser suficientemente
concluyente del alcance de las mismas. En el siglo siguiente esas
diferencias entre razas humanas se habían jerarquizado, se
habían convertido en superioridades e inferioridades. Al
mismo tiempo que Linneo, el filósofo británico Hume
fue uno de los primeros que reconvierte las diferencias en
jerarquías, seguido luego por el francés Cuvier,
bajo la forma de superioridad de unas razas sobre otras, es
decir, adoptando un nuevo significado colectivo. Los hombres no
sólo son diferentes sino que, colectivamente, los
pertenecientes a una determinada raza son superiores a los de
otra. Así, unos pueblos son mejores, más fuertes y
más inteligentes que otros.

A finales del siglo XIX el concepto biológico de raza
adquiere ya la pretensión de explicar la evolución de la cultura y la
historia humanas.
Las razas dominantes son las que han promovido las formas
culturales más brillantes. La decadencia de las naciones
dominantes se ha producido a causa de la degeneración
biológica de la raza, por el mestizaje. La historia no es
otra cosa que el campo de batalla donde se libran las contiendas
entre las razas. Las diferencias entre ellas se preservan porque
no son sociales sino naturales, es decir, genéticas o
congénitas. El trasiego ideológico de la naturaleza a
la sociedad, un recorrido de ida y vuelta, es permanente y
concierne a todos los ámbitos de la biología. Se
transvasa el maltusianismo que había nacido para las
sociedades,
pasa luego a todos los seres vivos y retorna de nuevo a la
sociedad en forma de superpoblación, de lucha por la
subsistencia, colonización, expansión,
emigración e imperialismo,
en definitiva. Se transvasa también en forma de selección
natural, de guerra,
concebida como la continuación de la biología por
otros medios, la
lucha de todos contra todos. Según Paul Rohrbach, la
historia no es más que una "selección duradera de
los pueblos más capaces que llegarán a realizar una
porción de progreso humano imprimiendo al universo el sello
de su idea nacional" (391).

Finalmente, la raza superior se puede y se debe preservar en
su pureza y, si es posible, mejorarla mediante una cuidadosa
crianza. Si el hombre se puede considerar como una maquinaria
bioquímica, con más razón se
puede también equiparar al ganado. La mejora de la raza es
imprescindible para ganar la guerra -biológica y militar-
de todos contra todos. En el antiguo Egipto los
faraones practicaban el incesto para que su descendencia se
pareciera lo más posible a su propia persona, para
mantener la identidad y la
pureza de su estirpe, descendiente de dioses. No es que el
poder
político de los reyes derive de dios sino que el rey -como
los papas romanos- es la encarnación de dios en la tierra.
Según una reiterativa fórmula de las constituciones
monárquicas, la persona del rey es sagrada. Por eso la
realeza europea ha practicado la endogamia durante siglos; los
príncipes, los nobles, los aristócratas
pretendían sobrevivir a sí mismos, perpetuarse en
su descendencia. El cuento de la
Cenicienta nace entre los plebeyos que aspiran a convertir a sus
hijas en princesas, porque los príncipes nunca a aspiraron
a otra cosa que a preservar su condición (biológica
y social). Al fin y a la postre la palabra "bastardo" es un
insulto en casi todos los idiomas; las mezclas siguen
sin gustar. En biología las hibridaciones del siglo XIX se
transformaron en su contrario, en la búsqueda de la
pureza, del homocigoto. Los conceptos fundamentales se volvieron
del revés. Hibridación pasó a convertirse en
sinónimo de degeneración, mientras que la
consanguinidad permitía la regeneración, el
reencuentro con la pureza perdida. Pero la pureza es
difícil de encontrar, por lo que hubo que obtenerla de
manera antinatural a través de los cruces
consanguíneos. Los criadores de animales de pedigrí
practican habitualmente el incesto con ellos para obtener razas
puras. Antes de Weismann la biología coincidía en
defender que los híbridos se caracterizan por su vigor
renovado (heterosis) y por una mayor capacidad de
adaptación pero, a partir de entonces, se comenzó a
abrir una vía opuesta, favorable a la pureza
génica. En alemán existen dos vocablos distintos
para aludir al incesto: junto a la coloquial inzest
existe otra más técnica (inzucht) cuyo
empleo se ha
extendido a otros idiomas como una técnica de cultivo
consanguíneo especialmente utilizado en las plantas, a las
que también se puede forzar a la autofecundación,
aunque se trate de especies alógamas, a fin de lograr su
pureza.

Una de las discusiones que se entabló en la URSS en
torno a Lysenko y
el mendelismo concernía precisamente a la técnica
de inzucht y la mayor o menor vitalidad que presentaban
las plantas híbridas con respecto a las puras. Por lo
tanto, la discusión también tenía un aspecto
práctico: si había que sembrar variedades puras o
era mejor hacerlo con híbridos. Los mendelistas como
Vavilov defendían las variedades puras, preferían
el inzucht, en definitiva, mientras Lysenko era
partidario de las hibridaciones. Según Lysenko "cuanto
más homocigoto es el patrimonio
hereditario menos se adapta el organismo a los cambios en las
condiciones". Por el contrario, el inzucht de una planta
alógama empobrece el patrimonio hereditario y, por
consiguiente, disminuye su capacidad de adaptación
biológica.

La mayor parte de las críticas vertidas contra Lysenko
conciernen precisamente a su falta de consideración sobre
la pureza génica de los ejemplares con los que
experimentaba, que no se trataba de variedades puras y que esta
circunstancia alteraba los resultados. Esta objeción es
cierta: Lysenko no sólo no atiende a la pureza
génica sino que sus experimentos no
se practicaron in vitro sino en condiciones silvestres,
lo cual acentúa ese condicionamiento. No sólo los
postulados teóricos de Lysenko son distintos sino que
también las condiciones en las que realiza los
experimentos son diferentes. A Lysenko le interesa la
hibridación en condiciones naturales y no de laboratorio.
Por lo tanto, sus concepciones botánicas adolecen de esa
servidumbre que, indudablemente, debe tomarse en
consideración. Pero también deben tomarse en
consideración las servidumbres de los experimentos
mendelistas, que se realizan con variedades supuestamente puras y
en las condiciones asépticas de una laboratorio. Porque
estamos tratando de la vida en la naturaleza, no de la vida
in vitro (si a eso se le puede llamar vida). ¿Se
pueden extrapolar los resultados mendelistas desde el laboratorio
a la naturaleza? ¿Acaso existe en la naturaleza
algún ser vivo génicamente puro? La
conclusión de Mae Wan Ho es que no existen los linajes
puros: "Todas las poblaciones humanas son genéticamente
diversas y tienen varios alelos comunes en la mayoría de
los genes. Para la mayor parte de los organismos que se
reproducen sexualmente es imposible obtener líneas puras,
las que por definición tendrían que ser homocigotos
en todos sus genes. Cuando se llevan a cabo experimentos de
laboratorio para producir líneas que sean homocigotos en
la mayor cantidad de genes posibles por cruce interno, es decir,
cruzando individuos genéticamente relacionados, como
hermanos o medio hermanos entre sí o los padres con sus
descendientes, estos tienden a morir rápidamente debido a
los efectos adversos denominados en conjunto "depresión
endogámica"" (392). Los experimentos biológicos en
laboratorio y con cobayas de laboratorio también pueden
dar lugar a conclusiones erróneas. Los animales criados
in vitro se han obtenido por procedimientos
incestuosos y han llevado una vida artificial, por lo que
disponen de un sistema
inmunitario muy débil y son propensos a contraer toda
clase de
patologías. La inoculación de virus que en
animales de laboratorio les causa graves tumores e incluso
la muerte,
resulta inocua cuando el mismo experimento se lleva a cabo con
animales silvestres.

Entre los mendelistas la búsqueda de la pureza es la
persecución de lo inmaculado y virginal. También
los alquimistas propagaron la existencia de unos metales "nobles",
el oro y la
plata, y en la tabla
periódica de los elementos aún se denominan
gases "nobles"
a aquellos que se mezclan con dificultad. Subyacen aquí
dos cosmovisiones radicalmente enfrentadas en los más
variados terrenos, incluido el biológico, de las que ya
hemos enumerado algunas (las células no
se fusionan, las hibridaciones vegetativas no existen) pero
podríamos exponer otras parecidas que podrían
entrar dentro de la corriente del pedigrí, el homocigoto y
demás formas de pureza génica. Así, en la
paleontología está muy difundida la tesis (que no
es más que una hipótesis harto dudosa) de que los
neandertales no se mezclaron con los cromañones, los
primeros Homo sapiens, a pesar de que ambos convivieron
durante al menos 10.000 años compartiendo el mismo
territorio. El legado que la paleontología nos ha
transmitido de los neandertales procede del estudio que
realizó Marcellin Boule entre 1909 y 1912 de los restos
hallados en La Chapelle-aux-Saints, en Francia:
había aparecido el hombre de las cavernas. El
tamaño de los fósiles neandertales sugiere una baja
estatura (1"60 metros), físico corpulento (84 kilos),
grandes músculos y una ancha caja torácica,
una estampa bestial de seres primitivos, anteriores en la
escala
evolutiva al hombre moderno, el auténtico Homo sapiens
sapiens
. Según nos aseguran, los humanos actuales no
podemos descender de seres tan primitivos. Esa falsa imagen
tradicional ha conducido a afirmar que el neandertal no es un
Homo sapiens sino una especie distinta; los
análisis genéticos "demuestran" que no tenemos ni
rastro de los genes de neandertal. Esta hipótesis (que
aparece como tesis) ha creado otro gran misterio de la
evolución, la desaparición de los neandertales sin
dejar rastro. Como los cromañones no se mezclaron con
ellos, la desaparición de los neandertales es una
incógnita que a veces se resuelve con el recurso
fácil a la lucha por la vida: la competencia entre
cromañones y neandertales acabó con la
extinción de estos porque los primeros eran superiores,
mejores, más aptos, más inteligentes.

Otro componente más del peyorativo estereotipo
neandertal es la hipótesis lanzada en 1971 por el
lingüista Philip Lieberman y el anatomista Edmund Crelin de
que, por su desarrollo anatómico, los neandertales no
tenían capacidad para hablar. Sin embargo, en Oriente
Medio se han descubierto recientemente restos de un neandertal
entre los que sobresalía un hueso hioides de la garganta,
similar al del Homo sapiens. Quizá aún no
podían emitir una gama de sonidos tan amplia como la
actual, pero reunían todas las condiciones
fisiológicas del habla y, por lo tanto, hablaron. Por otro
lado, la exploración realizada en 2007 en la Cova Gran de
Santa Linya (Lleida) demuestra que el yacimiento estuvo ocupado
tanto por los neandertales como por el Homo sapiens. Es
más, la industria
lítica fabricada por ambas especies está
estratigráficamente separada por sólo 10
centímetros. La paleontología soviética,
aunque se fundamentó en el estudio de un escaso
número de fósiles, defendió las tesis
expuesta por Gabriel de Mortillet en 1883 y Ales Hridlicka en
1927, según la cual los neandertales "fueron los
antepasados del hombre actual. Cuesta suponer -añade
Niesturj- que una población tan numerosa de neandertalenses
se hubiera extinguido absolutamente, sin dejar huellas" (393).
Todo parece indicar, al menos, que neandertales y
cromañones estuvieron en contacto, se comunicaron y,
posiblemente, incluso intercambiaron entre sí herramientas y
conocimientos. Lo más probable es que, además, como
sostiene el paleontólogo estadounidense Erik Trinkaus, se
cruzaran entre ellos y, por tanto, que los neandertales no
desaparecieran sino que se hibridaran con los cromañones.
A pesar del legado transmitido por la paleontología desde
hace un siglo, se ha ido descubriendo que los neandertales
conocían el fuego, tallaban sus herramientas, enterraban a
sus muertos y fabricaban adornos rudimentarios, indicios de un
modo de vida social muy avanzado y, por lo tanto, de un intelecto
muy desarrollado.

Los gráficos con los cuales los
paleontólogos ilustran la evolución de los
homínidos son, ciertamente, muy curiosos y podrían
ilustrar también la "ley" de las
series homólogas que Vavilov estableció para las
plantas cultivadas. Se trata del nacimiento y posterior
extinción, una tras otra, de varios tipos diferentes de
homínidos que evolucionan en paralelo a lo largo de
cientos de miles de años y, aunque algunas de ellas
coincidan en el tiempo, se dibujan como las líneas
paralelas de Euclides, que jamás se cruzan entre
sí. También aquí los paleontólogos lo
que buscan son las diferencias de unos homínidos con
otros, así como remarcar la importancia del descubrimiento
que cada uno de ellos realiza. Está desapareciendo la
vieja imagen de la evolución como un "árbol" cuyas
ramas son líneas divergentes, lo mismo que la teoría
de los eslabones de Darwin: no se trata ya de que los eslabones
perdidos no aparezcan sino que nunca los hubo. Al ser especies
muy distintas entre sí, no son posibles los cruces entre
esos homínidos, no aparece ninguna forma de interacción entre ellos, excepto una, el
exterminio, porque en ocasiones se sostiene que los
homínidos superiores exterminaron a los inferiores.
Algunos paleontólogos pretenden recuperar las peores y
más sospechosas versiones del maltusianismo y el
darwinismo (394) y, en lugar de hibridación, lo que
prevalecen son otros conceptos: la extinción seguida de la
sustitución o reemplazamiento de una especie por otra. Que
numerosas especies de seres vivos se han extinguido y que otras
se siguen extinguiendo en la actualidad, es algo
difícilmente discutible, y los homínidos no tienen
por qué ser una excepción a dicha norma. Pero la
evolución es incompatible con la generalización de
ese fenómeno. La discontinuidad observada hasta la fecha
tiene que conducir a alguna forma de continuidad, es decir, de
contacto, tanto en cuanto a un origen común de algunas de
las diferentes líneas, como a la no desaparición de
otras que, bajo una morfología
distinta, llegan hasta la actualidad, hasta el Homo
sapiens
.

Linneo convirtió al animal "racional" de
Aristóteles en el Homo sapiens que coronaba la
clasificación de las especies vivas, poniendo al intelecto
en un primer plano de la evolución. Pero si en
biología la noción de vida es un verdadero
laberinto, lo mismo sucede a la hora de concebir el pensamiento.
Para introducirlo en la evolución el reduccionismo
positivista viene identificando la capacidad intelectual con el
tamaño cerebral según una ecuación
simplista: a mayor cerebro (o una
versión un poco más sofisticada, como el denominado
coeficiente de cefalización), mayor inteligencia. De ese
modo da la impresión de que el cerebro segrega
pensamientos del mismo modo que el riñón segrega
orina. En ocasiones ni siquiera es todo el cerebro lo que se toma
en consideración sino sólo una parte del mismo.
Otra versión reduccionista de esta misma concepción
consiste en afirmar que un desarrollo tecnológico mayor,
materializado en la fabricación de herramientas, acredita
una inteligencia superior. Estas concepciones son unilaterales e
incluso claramente erróneas algunas de ellas. Los hombres
actuales no somos más inteligentes que Tales de Mileto
porque seamos capaces de construir aceleradores de
partículas. Por otro lado, un comportamiento
humano más complejo no es consecuencia de una mayor
masa cerebral sino de una reorganización más
compleja de la misma. El cerebro del Homo sapiens no se
diferencia -principalmente- del de una especie progenitora por su
mayor tamaño sino por una mayor densidad neuronal
y una reestructuración interna del sistema nervioso.
Las diferencias, decía Ramón y Cajal, no son
cuantitativas sino cualitativas (395). Después de afirmar
que el hombre tiene cuatro veces más neuronas que un
chimpancé, Chauchard explica la especificidad del cerebro
humano de la forma siguiente: "No es el número de neuronas
lo que cuenta en sí, sino la riqueza de interconexiones y
la densidad de la red […] La diferencia no
es de volumen ni de
peso sino de estructura
íntima. Hay zonas esenciales a las que no podríamos
tocar sin perturbar el psiquismo, pero aparte de éstas,
podrían hacerse amplias ablaciones sin causar demasiados
perjuicios […] La ablación total del cerebro opuesto, si
bien causa trastornos motores y
sensitivos, no altera la inteligencia" (396). La evolución
de los mamíferos no ha desarrollado todas las
áreas del cerebro de manera simultánea. Un 90 por
ciento de la corteza cerebral humana es neocorteza (isocorteza),
en su mayor parte de carácter asociativo, que es la parte
que más se ha desarrollado (397). El índice de
cefalización, por consiguiente, es sólo una medida
muy grosera de la evolución del pensamiento.

Pero la cuestión primordial es que tanto el aumento de
tamaño como la reestructuración interna del cerebro
no fue la causa sino la consecuencia del pensamiento. El
pensamiento no es consecuencia del incremento de la masa cerebral
sino del uso, esto es, de la
comunicación entre los hombres. Las facultades
cognitivas están íntimamente vinculadas al lenguaje y
el lenguaje es
consecuencia de la naturaleza social del hombre y, por
consiguiente, de la continua comunicación entre ellos: "El lenguaje
mismo es tan producto de una comunidad como
en otro sentido, lo es la existencia de la comunidad misma. Es,
por así decirlo, el ser comunal que habla por sí
mismo" (398). El hombre es un animal racional porque es
esencialmente social. Es la comunicación entre los seres
humanos y su posterior desarrollo en forma de lenguaje articulado
lo que transformó cuantitativa y cualitativamente el
cerebro. También aquí, como decía Lamarck,
la función
precedió al órgano: los idiomas se aprenden
hablando, con el uso, como lo demuestra el temprano aprendizaje
infantil del idioma materno. Las primeras formas de
comunicación verbal no concernían al intelecto sino
a la actividad y a los estados de ánimo; las primeras
formas lingüísticas son los verbos y, más
concretamente, los tiempos verbales imperativos (399).

La sociabilidad humana significa también que el
intelecto es universal, como sabemos desde los estoicos. Todos
los hombres son capaces de pensar y, por ello mismo, de
comunicarse entre sí, de recibir y transmitir información por medio del lenguaje.
Descartes
identificaba la razón con el sentido común. La
universalidad de la razón diferencia al hombre del animal
e iguala a todos los hombres entre sí (400). Las
preocupaciones han cambiado bastante desde entonces. Hoy se habla
más del famoso "cociente intelectual" que del intelecto
mismo. Algunas corrientes evolucionistas están llenas de
prejuicios de la más variada especie, y el pensamiento
tampoco podía escapar a ellos. Los prejuicios se acarrean
del pasado y se extrapolan al presente: del mismo modo que los
brutos neandertales no pudieron mezclarse con los Homo
sapiens
porque éstos son el hombre moderno, tampoco
este hombre moderno podía mezclarse con los salvajes, que
son los supervivientes actuales de las especies primitivas,
etnias inferiores destinadas también -inexorablemente- a
la extinción. Así, para destacar el arcaísmo
morfológico de los neandertales, las ilustraciones de las
enciclopedias los comparan con un prototipo humano
extraído de las calles de Londres, Berlín o Nueva
York, como si los yanomani amazónicos, los bosquimanos
africanos o los maoríes polinésicos no fueran
perfectos ejemplares del Homo sapiens actual. Lo
lamentable es que no hay paleontólogos entre los yanomani,
bosquimanos o maoríes (o al menos sus enciclopedias no
llegan a nuestras librerías). Esa circunstancia ha
favorecido que determinados evolucionistas no sólo hayan
marginado la existencia de tales Homo sapiens sino que
hayan construido sus teorías
en su contra.

A finales del siglo XIX Europa se
había lanzado a la conquista del
mundo. Sus naciones se estaban apoderando de las regiones
más remotas de los cinco continentes, practicando una
política de exterminio poblacional y saqueo material. A
pesar de las invocaciones acerca de su superioridad, las
formulaciones ideológicas que justificaban esa
política imperialista constituían una
degeneración total del intelecto. En su decadencia la
burguesía ya no creía en el progreso y sus
creaciones son una lamentación pesimista y reaccionaria
(401). Apenas quedaba nada del racionalismo y
las luces de 1800. La burguesía había entrado en su
pesadilla más oscura, de la que el racismo es
sólo un pálido exponente con numerosas
ramificaciones en la filosofía, la historia, la sociología y, naturalmente, la
genética. La pretensión de extraer el vuelco
teórico de Weismann de ese ambiente
ideológico oprobioso es una manipulación de la
historia de la ciencia, lo mismo que el "redescubrimiento" de
Mendel, las tesis de Bateson o las de Morgan. La introducción de esas concepciones
seudobiológicas -y no otras- en las ciencias
sociales no es ninguna casualidad. En 1900 la biología
y la sociología se retroalimentan. El director del diario
The Economist Walter Bagehot (1826-1877) fue el primero
que aplicó la selección natural a las sociedades.
La diferencia entre el salvaje y el hombre civilizado es igual a
la que existe entre los neandertales y los cromañones, los
animales silvestres y los domesticados. El proceso de
domesticación es el mismo para los hombres y para los
animales.

La obra del sociólogo austriaco Ludwig Gumplowicz
(1838-1909) prueba, además, los vínculos entre el
racismo y el positivismo.
Fue un precursor de lo que hoy llamaríamos el "choque de
civilizaciones". Según Gumplowicz, la ley suprema de la
evolución social es el instinto de conservación,
que tiene como consecuencia la lucha de las razas por su
supremacía, una lucha despiadada en la que el más
fuerte se impone al más débil. Éste es el
fundamento de la historia de los pueblos. El motor de la
evolución social es la guerra de las diferentes razas por
conquistar o preservar el poder político, lucha en la cual
la raza más fuerte subyuga a la más débil.
El derecho perpetúa la desigualdad política, social
y económica, lo mismo que el Estado, que
expresa el dominio del
más fuerte sobre el más débil. Las nociones
ilustradas acerca de la igualdad no tienen para Gumplowicz
ningún significado. Por razones naturales, o sea,
biológicas, el derecho es lo contrario de la libertad y la
igualdad: expresa el dominio de los fuertes y los pocos sobre los
débiles y los muchos.

La estadística es otra ciencia de la
clasificación: establece una "media" y las "desviaciones"
y "regresiones" que aparecen a partir de ella. Siempre ha sido un
instrumento de poder y de control sobre las
sociedades (402). Su confusión con la genética
(biometría) tampoco es ninguna casualidad. La
biología está repleta de "monstruos" que rompen la
norma de la especie, como la medicina de
enfermos y la sociedad de "desviados", de modo que unos son
llevados a los laboratorios, otros a los hospitales y otros a los
siquiátricos, a las cárceles o a los campos de
concentración, lugares en los que se puede experimentar
con ellos, practicar lobotomías, electrochoques o drogas. En
unos casos la justificación es la enfermedad y la delincuencia,
pero en otros es suficiente con la "peligrosidad social".
Entonces ni siquiera es necesario un juicio previo para
encerrarles porque el Estado
actúa con el benéfico fin de curarles.

El planteamiento eugenista de Morgan, por ejemplo, sigue el
siguiente discurso
"científico": antes de empezar a utilizar métodos
genéticos para "regular las características de la
raza humana" hay que determinar un canon de lo que es un ser
humano, un prototipo del hombre que queremos alcanzar. Estamos de
acuerdo en que no queremos imbéciles, pero
¿quiénes son imbéciles? No existen ese tipo
de definiciones biológicas. En el denominado "cociente
intelectual" o en la "mayoría de edad" no hay más
que recursos
políticos y, por tanto, ideológicos, instrumentos
de poder. Los ejemplos se pueden multiplicar. No queremos
enfermos, pero ¿quiénes están enfermos?
¿A quién corresponde tomar esas decisiones
"científicas"? Morgan no lo aclara. ¿Serán
personajes cualificados como el propio Morgan, que obtuvo el
premio Nobel de Medicina? Pero prosigamos con los argumentos de
Morgan: "No cabe duda alguna" de que las personas defectuosas son
una carga "perpetua" para la sociedad "que se ve en la
obligación de confinarlos en asilos y
penitenciarías". Así ha sucedido "desde largo
tiempo atrás", por lo que la eugenesia no es ninguna
novedad. El dilema es el siguiente: si es más conveniente
el confinamiento o que queden en libertad previa
esterilización. Morgan tampoco aclara para quién es
más conveniente una u otra opción. Lo que sí
recomienda, sobre la base de criterios genéticos
estrictos, es el confinamiento, aunque reconoce que un gobierno puede
hacerlo de forma arbitraria. La conclusión
"científica" a la que llega es la siguiente: la democracia
garantiza que todos los individuos tengan las mismas
oportunidades pero "el
conocimiento más elemental de la especie humana sabe
que semejante conclusión no es sino una ilusión";
luego la democracia contradice la genética (403). Por
tanto, lo mejor es que las sociedades se organicen no en torno a
la democracia sino en torno a este tipo de argumentos
"científicos", que son tan "elementales" según
Morgan.

El maltusianismo es un ingrediente fundamental del racismo,
presentándose bajo la forma de control de la natalidad con
todos los avales seudocientíficos necesarios, incluso en
los tratados actuales
de inmunología. Así, Janeway escribe
sin rubor: "La inmunología puede contribuir al control de
la población vacunando contra la fertilidad. Esperemos que
todas estas cosas y muchos otros beneficios todavía
inimaginables puedan entusiasmar y estimular a los estudiantes
del futuro" (404). Por mi parte espero que no sea así. No
sólo no queda claro quién va a ser el beneficiario
de ese "beneficio" sino que tampoco es posible imaginar
qué relación tiene la inmunología con las
vacunas contra
la fertilidad, que nunca ha sido considerada como enfermedad
contagiosa, salvo que se trate de un reconocimiento
implícito de una práctica aberrante que se ha
venido imponiendo desde mediados del siglo pasado: la
esterilización de las mujeres del Tercer Mundo encubierta
como vacunas contra plagas e infecciones.

Pocas dudas pueden caber de que la eugenesia es una
política brutal predispuesta contra los sectores
más oprimidos de una sociedad clasista que pretende
perpetuarse a sí misma. Aunque es muy conocido que la
realeza y la aristocracia europea arrastran taras
genéticas, físicas y sicológicas desde hace
muchísimas generaciones, la eugenesia no se ha planteado
exterminar o esterilizar a estos sectores sociales privilegiados;
no son su clientela porque el racismo y la eugenesia no se
fundamentan en la condición genética sino en la
clase social. No menos revelador es el hecho de fundamentar una
intervención física sobre el
cuerpo humano,
como la esterilización, a causa del árbol
genealógico, de una supuesta malformación
genética de los ancestros, una reminiscencia
seudocientífica del pecado
original de la Biblia. Lo mismo cabe decir del intento de
proceder de esa manera por razones de probabilidad,
de posible riesgo, de
peligro o de circunstancias cuya concurrencia es sólo
probable, pero en ningún caso comprobada (405). Entre las
numerosas leyendas que
está aportando la genética a la mitología contemporánea está
la creación de "grupos de
riesgo", esto es, personas normales aparentemente pero que portan
genes defectuosos que los hacen propensos a enfermedades o
comportamientos fuera de la norma. Ya hay pólizas de
seguros,
licencias de matrimonio y
profesiones para las que se exigen pruebas
genéticas previas.

En su conocido manual de
genética, escrito con otros dos autores, Dobzhansky
plantea una pertinente pregunta: ¿se hereda la
criminalidad? ¿Hay criminales natos, o sea, de nacimiento?
¿Se forjan los criminales en el útero materno?
¿Son también criminales los padres de los
criminales? Un apasionante dilema para incluir en los planes de
estudio de biología. La respuesta de los mendelistas es
empírica o estadística y consiste en comprobarlo
acudiendo a la cárcel a estudiar el genoma de los
reclusos. Quizá entonces comprueben que cuando alguien
entra en ella es a causa de una mutación génica,
reversible cuando sale de ella. Pero, ¿por qué
realizar la encuesta en
una cárcel y no en el consejo de administración de un banco? En los
países católicos la usura es un delito y los
bancos pasan
de propiedad de
los padres a la de los hijos, que siguen cobrando intereses
astronómicos y apropiándose de las viviendas de
quienes no pagan sus hipotecas. ¿Tienen genes criminales
los banqueros? La carrera militar también suele ser
hereditaria, pasa de padres a hijos, quienes heredan una
propensión profesional a acabar con la vida de sus
semejantes de manera impune. ¿Se han realizado investigaciones
genéticas en los acuartelamientos? ¿Han estudiado
los mendelistas el genoma de los evasores de impuestos?
¿O no se refieren a este tipo de criminalidad? ¿O
no la consideran criminal sino todo lo contrario, legal? Y su
criterio de discriminación sobre lo que es legal y lo
que es criminal, ¿acaso es científico? ¿Por
qué robar 10 es un crimen y robar 10 millones es un
negocio? Las respuestas que se obtuvieran a estas preguntas
confirmarían que la criminalidad, como muchas de las
acciones
humanas son sociales, no biológicas ni genéticas.
Por su parte, la de Dobzhansky es que la criminalidad "como tal"
no se hereda; lo que se hereda es "una tendencia" hacia un
condicionamiento similar de la conducta (406),
es decir, casi sí, se hereda un poquito.

Uno de los detractores de Lysenko fue Julian Huxley, nieto del
conocido defensor de Darwin y miembro la "Sociedad
Eugenésica" (o sea, racista) desde 1931, lo que no le
impidió llegar a ser el primer Secretario General de la
UNESCO en 1946. Escribió un libro contra
Lysenko, y también cosas como ésta:

Por grupo social
problemático entiendo a esa gente de las grandes ciudades,
demasiado conocida por los trabajadores sociales, que parece
desinteresarse de todo y continuar simplemente su existencia
desnuda en medio de una extrema pobreza y
suciedad. Con demasiada frecuencia deben ser asistidos por fondos
públicos, y se vuelven una carga para la comunidad.
Desgraciadamente, tales condiciones de existencia no les impiden
seguir reproduciéndose, y sus familias son en promedio muy
grandes, mucho más grandes que las del país en su
conjunto.

Diversos tests, de inteligencia y de otro tipo, revelaron que
tienen un C.I. [cociente intelectual] muy bajo, y que
están genéticamente por debajo de lo normal en
muchas otras cualidades, como la iniciativa, el interés y
afán general exploratorio, la energía, la
intensidad emocional y el poder de la voluntad. Esencialmente, no
son culpables de su miseria e imprevisión. Pero tienen la
mala suerte de que nuestro sistema social abona el suelo que les
permite crecer y multiplicarse, sin otra expectativa que la pobreza y la
suciedad.

Como muestran estas afirmaciones, el racismo no era un
problema étnico sino social. Las políticas racistas
van dirigidas contra los trabajadores y los sectores sociales
oprimidos y marginados en su conjunto.

Los positivistas imaginan que ideologías, como el
racismo, son ajenas a la ciencia y a los científicos, que
llegan de fuera de ella o que son extrapolaciones
(manipulaciones) posteriores a ella. La historia demuestra, por
el contrario, que la ideología empieza y acaba junto con
la ciencia. Por ejemplo, en 1873 se supo que la lepra no era una
enfermedad hereditaria, como se había pensado durante
siglos, sino que tenía un origen vírico: el bacilo
de Hansen. Se trata de una enfermedad que causó estragos
entre las poblaciones, adquiriendo un aura mítica y
mística, una especie de castigo divino. Antes de conocer
sus causas, ya en el siglo XVII la lepra había sido
erradicada, gracias a una dilatada experiencia empírica.
Pero el pánico
estaba arraigado tanto entre la población como entre los
científicos, de manera que, pese a desaparecer la
enfermedad, los tratados de medicina empezaron a hablar de que
existían dos tipos: los leprosos auténticos y los
semileprosos. Los primeros habían desaparecido pero
subsistían los segundos. Se sabía además que
la enfermedad no era contagiosa pero los manuales
divulgaron que era hereditaria. De ahí que a partir del
siglo XVII empiece a aparecer un supuesto colectivo de
semienfermos cuyo mal se transmitía de padres a hijos como
la maldición del pecado original: se denominaron agotes y
fueron confinados en los Pirineos. Un avance científico
abría el camino a una deformación
ideológica, con sus lamentables secuelas de
marginación, legal y social, seguidas durante siglos
(407). Al igual que los leprosos, los agotes fueron internados,
se les marcó con distintivos en sus ropas para que la
población los marginara, se decía que olían
mal (fetidez, halitosis), lo mismo que los gitanos, los moros y
los judíos,
etc. Como a cualquier otro monstruo, los médicos les
extraían sangre e hicieron
toda clase de experimentos con ellos, lanzándose las
más absurdas teorías acerca de su origen porque -no
cabían dudas- tales personas no podían tener el
mismo origen que el resto de las personas "normales": eran una
raza distinta y las razas distintas siempre llegan hasta
aquí desde algún lugar bien remoto. Por
consiguiente, había que adoptar precauciones: sólo
podían casarse entre ellos porque -una vez más- la
mezcla volvía a presentarse como arriesgada. Lo que se
había iniciado como un problema médico, ya
resuelto, degeneró en un problema étnico. La pureza
se convertía en una cuestión de salud
pública. Los agotes eran falsos enfermos, eso que hoy
llamaríamos "un grupo de riesgo", una condición
equívoca impuesta por la ciencia como un pesado fardo que
debieron soportar de padres a hijos poblaciones completas.

La marginación de los agotes llega prácticamente
hasta el día de hoy, pero no se acaba ahí porque
las nuevas "ciencias" han
creado nuevos "grupos de riesgo", algunos de los cuales -SIDA- son
conocidos y otros -anemia
falciforme- no tanto. A partir de los años setenta la
anemia falciforme, una deformación de la hemoglobina,
convirtió en sospechosos a los afroamericanos en los que
se concentra, creando en Estados Unidos en
su contra un sistema de controles y precauciones irracional y
falto de fundamento. Esta enfermedad está considerada como
génica y no tiene cura. No es contagiosa, de modo que su
detección masiva no sirve para mucho, salvo para eliminar
el derecho a la intimidad, engrosar historiales médicos y
vendérselos a las aseguradoras. Sólo se manifiesta
en aquellos cuyos dos alelos son coincidentes y, como suele
suceder en estos casos, se confundió a los portadores con
los auténticos enfermos. Las multinacionales de la
salud sembraron
la alarma a través de los medios de
comunicación asegurando que se trataba de algo
peligroso. A pesar de su inutilidad, se lanzó una
campaña de detección, imponiendo pruebas a las
embarazadas y a los escolares negros. Era un absurdo. En aquellos
años no existía manera de detectar la enfermedad en
los fetos. Además, el aborto era
ilegal. Se trataba de un negocio para la sanidad privada y las
multinacionales farmacéuticas, uno de los primeros fraudes
científicos, de los que luego hemos conocido varios.
Comenzaron las discriminaciones. Las aseguradoras se negaron a
contratar si su posible cliente era
portador del alelo; se les negó el trabajo en
compañías aéreas e incluso el ingreso en el
ejército del aire porque
decían que su sangre reaccionaría mal a las bajas
presiones que se experimentan al volar a gran altitud. En 1972 la
revista
Ebony, dirigida a lectores afroamericanos,
publicó un anuncio para recaudar fondos para la
investigación contra esta enfermedad. En el mismo se
caracterizaba erróneamente a los portadores como personas
débiles. El anuncio estaba financiado por American
Express
y aseguraba que quienes no morían quedaban
debilitados. Los portadores también eran enfermos:
debían evitar las actividades fatigosas y acudir con
regularidad al médico. Incluso el mismo Linus Pauling, un
prototipo encomiable tanto de científico como de persona,
realizó unas desafortunadas declaraciones, sugiriendo que
se "marcara" a los portadores para que no se casaran entre
sí o, al menos, que no tuvieran hijos. Se dieron casos de
matrimonios que tenían hijos enfermos, mientras que uno
sólo de los cónyuges era portador, lo cual
destrozó parejas por sospechas de infidelidad conyugal…
La dominación social siempre necesita agotes a los que
ponerles un distintivo ostentoso que los separe de los
demás, bajo absurdos protocolos que,
además, son preventivos y se justifican por el propio
interés "médico" del afectado; por si acaso…

Una de las maneras de clasificar a las personas consiste en
otorgarles una nacionalidad,
cuyo fundamento, en los países del norte de Europa, es el
ius sanguinis, el derecho de sangre, es decir, que son
alemanes, por ejemplo, los descendientes de padres alemanes,
cualquiera que sea su lugar de nacimiento, cualquiera que sea el
lugar donde residan, y aunque ignoren el idioma o la cultura de
su país de origen. Según el pangermanismo, las
fronteras del Estado deben extenderse hasta el lugar en donde se
encuentren esos alemanes. Luego, siguiendo las leyes de Mendel,
los posteriores cruces, convenientemente seleccionados, se
encargarían de eliminar las impurezas de sangre adheridas
a lo largo de la historia procedentes de razas inferiores. Cuando
en 1900 se descubrieron los grupos sanguíneos, los
eugenistas comenzaron a interesarse por ellos para aparentar un
respaldo científico a sus absurdos postulados. En 1928 se
formó en Alemania la
Gessellschaft für Blutgruppenforschung
(Asociación para la Investigación de los Grupos
Sanguíneos) que editaba la revista Zeitschrift
für Rassen
.

La sangre ocupó antiguamente el papel que hoy ocupan
los genes. Antes que los genes se concibió la sangre como
ese fluido misterioso omnipresente que todo lo condicionaba. En
Japón
la obsesión por el grupo sanguíneo está muy
extendida, mucho más que el signo astrológico en
occidente. Fomentada por los medios de
comunicación, esta subcultura se ha convertido
allá en un estilo de vida
que nadie cuestiona, de manera que algunas guarderías
educan a los niños
de manera distinta en función de su grupo
sanguíneo. Según la Biblia, el alma y, por
tanto, la vida, está en la sangre, que es sagrada: "No
comeréis la sangre de ninguna carne, porque la vida de
toda carne es su sangre" (Levítico 17:13). Los Testigos de
Jehová no permiten transfusiones porque las leyes sobre la
sangre son una manera de preservar el sentido sagrado de la vida.
El cuerpo le pertenece al hombre pero la sangre (el alma) le
pertenece sólo a dios y por eso en los sacrificios
rituales, como en las guerras, hay
derramamiento de sangre, los homicidios se
llaman delitos de
sangre y un caballo de buena raza es un "pura-sangre". La
aristocracia tiene la sangre de color azul; ser de buena familia es ser de
"buena cuna", es decir, algo que no surge en la vida, que no se
cultiva, sino que se lleva dentro desde siempre y no se debe
mezclar. Como la solera para el buen vino, lo
aristocrático es lo rancio, cuanto más antiguo
mejor, como si sobre el presente influyeran las generaciones
pretéritas, como si así tuviera todo más
arraigo.

Pero con el capitalismo
los homozigotos se convierten en una cuestión de política
económica, dejando atrás los rancios prejuicios
nobiliarios. Es lo mismo con otras palabras, cuestión de
presupuestos
públicos. Cuando los eugenistas aluden hoy a los enfermos,
los presidiarios o los locos hay una consideración que
prevalece sobre cualquier otra: son una carga para la sociedad.
Ellos hablan en nombre de toda la sociedad -no sabemos con
qué representación- pero en contra de una parte de
esa misma sociedad bajo los fríos cálculos del
coste y el beneficio. Ese aspecto cuantitativo autoriza la magia
de (con)fundir a enfermos, presos y locos bajo la misma
rúbrica, porque no son más que números. El
Premio Nobel de Medicina Alexis Carrel preguntaba por qué
se aísla en hospitales a los infecciosos y no a los que
propagan enfermedades intelectuales
y morales. Además, "se requieren sumas gigantescas para
mantener las cárceles y los manicomios", por lo que lo
más barato es abolir las cárceles: "Castigando a
los delincuentes con un látigo o con algún procedimiento
más científico, seguido de una corta estancia en el
hospital, bastaría probablemente para asegurar el orden".
Para los casos de crímenes graves "debería
disponerse, humana y económicamente" de la eutanasia
mediante gases. Hay que dejarse de sentimentalismos, concluye
Carrel, porque las cámaras de gas son el
único modo de edificar una sociedad verdaderamente
civilizada (408).

Esta epidemia ideológica no ha remitido. Actualmente
los libros de
bolsillo siguen difundiendo argumentaciones tan frías y
repugnantes como las de Carrel en 1936. Las deformaciones que se
publican acerca de las enfermedades hereditarias (confundidas con
las genéticas, las congénitas y las innatas)
conducen a políticas eugenésicas. Hoy seguimos
leyendo argumentaciones como la siguiente: antiguamente la parte
de la población que padecía enfermedades
hereditarias, como la diabetes,
moría joven y no tenía descendencia. Pero ahora ya
es posible curarlas, al menos en parte, por lo cual ya no se
mueren como antes y transmiten sus genes defectuosos a su
descendencia. La sanidad generalizada no permite que opere la
selección natural, es decir, que se mueran los menos
aptos, por lo que en los siglos futuros aumentarán las
enfermedades genéticas. Además las radiaciones,
las drogas, la
proliferación de productos
químicos, los pesticidas, la
contaminación, el napalm de Vietnam y las explosiones
atómicas aceleran las mutaciones génicas y en el
futuro crearán perturbaciones en la salud que se
transmitirán de generación en generación
provocando graves crisis
médicas "para socorrer a una sociedad tiranizada por la
enfermedad y ayudar a millones de tullidos durante toda su vida"
(409).

No hay nada más opuesto a la libertad que el miedo;
atenaza a las sociedades y, por lo tanto, siempre ha sido un
mecanismo de dominación política. El origen del
miedo es la ignorancia. Sólo tenemos miedo de lo que
desconocemos, por lo que el mejor antídoto en su contra
sigue siendo la divulgación del saber, del conocimiento,
de lo que los antiguos llamaban "las luces".

Presentados como si de una ciencia se tratara, el
neodarwinismo y la teoría sintética llegan a los
medios de comunicación como burda subcultura, una infra
literatura vulgar
que alberga y explota los peores instintos que ha conocido la
humanidad. Alteran los detalles de la exposición
para que no logremos relacionar ese subgénero con el
doctor Mengele y sus experimentos genéticos con gemelos en
los campos de concentración. Los ataques contra Lysenko en
la posguerra lograron desviar la atención sobre estas teorías
seudocientíficas de los imperialistas no sólo en la
Alemania nazi sino en Gran Bretaña, Estados Unidos, Suecia
y otros países capitalistas. Sólo la URSS se
había librado de aquella repugnante plaga
"científica".

La revolución
verde contra la revolución roja

El 12 de setiembre de 2009 falleció Borlaug, un
acontecimiento ampliamente difundido en todo el mundo por los
medios de comunicación en unos términos repetidos
unánimemente hasta la saciedad: padre de la revolución
verde, padre de la agricultura
moderna, el hombre que salvó del hambre a millones de
seres humanos en el Tercer Mundo… En la avasalladora
información biográfica acerca del agrónomo
sólo faltaba un detalle: qué tarea había
desempeñado hasta 1943 en un laboratorio militar secreto.
Por lo demás, su vida parecía haber sido el
contraste absoluto con la de Lysenko, el responsable de millones
de muertos a causa de unas cosechas desastrosas en la URSS. El
bien y el mal cara a cara. Creo que en medio de las cortinas de
humo tejidas en torno a los dos agrónomos de la guerra
fría, quienes desconfíen de las explicaciones
maniqueas desearán saber si los éxitos de Borlaug y
los fracasos de Lysenko fueron tan grandes, e incluso si
existieron siquiera como tales, es decir, para quiénes
fueron un éxito y
para quiénes un fracaso.

Para comprender la revolución verde hay que volver a
situarse a mediados del siglo pasado, volver a recordar otra vez
las guerras calientes y frías de entonces, cuando Henry
Wallace era ministro de Agricultura de Roosevelt. Wallace
había llegado a aquel Ministerio porque, al mismo tiempo,
era propietario de una de las empresas
comercializadoras de semillas más importantes del mundo,
Pioneer Hi-Bred Seed, hoy fusionada con Dupont, la
multinacional de los transgénicos. En
compañía de Nelson Rockefeller y del embajador
estadounidense en México,
Daniels, Wallace puso en marcha una misión
científica para asesorar en las nuevas técnicas
agrícolas capitalistas al sur de Río Grande. Para
implementarlas, en 1943 se creó una Oficina de
Estudios Especiales dentro del Ministerio de Agricultura mexicano
que enlazaba a la Fundación Rockefeller con el gobierno
local bajo la dirección de J. George Harrar, un
botánico (410) a la sombra de Warren Weaver que
llegó a ser presidente de la Fundación Rockefeller
cuando Dean Rusk dejó el cargo vacante en 1961 al
integrarse en el gobierno de Kennedy. Fueron numerosos los
agrónomos estadounidenses que se instalaron entonces en
México, divididos por especialidades, pero concentrados en
el cultivo de maíz,
frijoles y trigo, encargándose Borlaug de esta
última área.

El objetivo de Rockefeller y Borlaug era impulsar la
penetración del capitalismo en el campo, crear una
agricultura dependiente de los grandes monopolios internacionales
que controlan las semillas, los fertilizantes y los pesticidas,
fomentar el monocultivo intensivo e introducir maquinaria para
realizar las faenas agrícolas que antes se realizaban
manualmente. La productividad
aumentó en algunas regiones, sobre todo en Estados Unidos,
Europa y en los países abastecedores de trigo para el
mercado mundial,
como Argentina y otros. Pero los daños colaterales de la
nueva política agraria fueron mucho más
considerables, tanto de tipo social como ambiental:
emigración de los campesinos a la ciudad, endeudamiento de
los que permanecieron, concentración de la propiedad de la
tierra,
desastre ecológico de los pesticidas, derroche de agua… y el
hambre.

La política agraria monopolista de la
posguerra se fundamentaba en el maltusianismo, articulada en
torno a una falsedad que, sin embargo, parece de sentido
común: el hambre es consecuencia de la falta de alimentos, el
mundo se ha quedado sin tierras adicionales para cosechar, la
población mundial se dispara y la única manera de
aumentar la producción de alimentos es aumentar la
productividad de cada porción de tierra cultivable por
medio de la innovación
tecnológica. Éste es el núcleo de la
demagogia maltusiana. Ahora bien, la tesis central de que el
hambre es consecuencia de la escasez de
alimentos es falsa:

a) porque agricultura no es sinónimo de
alimentación; una buena parte de ella son
cultivos industriales (algodón, café o
té) o biocombustibles que no tienen que ver con la
alimentación b) porque el campesino ha
sido despojado de sus tierras, ya no come lo que él mismo
produce y debe adquirir su sustento en un mercado c) porque el
campesino vive de un salario, de
manera que si no come no es por falta de alimentos sino por falta
de dinero para
comprarlos d) porque la producción está destinada
al comercio y a
la exportación, para las despensas de los que
puedan pagarla

El reciente ejemplo de los biocombustibles
ilustra la situación de la agricultura que entonces
empezaba a gestarse. Nunca en la historia como en 2007 Estados
Unidos había sembrado tanta superficie de maíz,
alcanzando la mayor producción de su historia. Pero la
cuarta parte de la cosecha no se destinó a la
alimentación sino a la producción de etanol,
subiendo su precio un 110
por ciento en un año y medio. Si el maíz sube, se
incrementan también el pollo, el huevo, las bebidas de
fructuosa y otros alimentos que una parte importante de la
población mundial no puede pagar. Como consecuencia, una
producción creciente de maíz está provocando
un incremento del hambre en el mundo. En todo el mundo se
está disparando el precio de los alimentos: 75 por ciento
desde su nivel mínimo de 2000 y 20 por ciento sólo
en 2007. En el hambre nada tiene que ver la biología ni la
producción alimentaria sino el mercado, es decir, el
capitalismo.

No es difícil incurrir en la sospecha de que Estados
Unidos no invirtió billones de dólares en la
agricultura del Tercer Mundo con el fin de prevenir hambrunas.
Había otra amenaza real: el descontento social creciente
entre el campesinado, con el riesgo de otra revolución
como la que habían llevado a cabo los comunistas en
China. La
revolución verde se diseñó para prevenir la
revolución socialista. Como escribió Paul Hoffman,
presidente de la Fundación Ford, en una carta al
embajador de Estados Unidos en India, si "nos
hemos embarcado en dicho programa a un
costo de no
más de 200 millones al año, el resultado final
será una China totalmente inmunizada contra la
atracción de los comunistas. La India, en mi
opinión, es hoy lo que China fue en 1945" (411). Los
campesinos de todo el mundo exigían el reparto de la
tierra y la reforma
agraria. Además, la introducción de las nuevas
políticas agrarias estuvo acompañada por una fuerte
presión
ideológica y por amenazas apenas veladas de futuras
hambrunas que había que prevenir urgentemente. Los
agrónomos se pusieron al servicio de
las multinacionales para servir el consabido catálogo de
inminentes catástrofes políticas, favorecidas por
calamidades agrícolas (sequías, plagas, etc.). La
predicción de hambrunas generalizadas ganó espacio
dentro del subgénero seudocientífico
apocalíptico (411b), sobre todo después del
informe de la
Fundación Ford de 1959, que manipuló las tendencias
demográficas y la producción de alimentos en India
para pronosticar una hambruna en 1967.

La revolución verde llevó el dominio monopolista
al campo, que en muy pocos años pasó del
autoconsumo (o de unos mercados de
alcance local) al mercado mundial, poniendo la
alimentación del mundo entero en manos de media docena de
multinacionales, aquellas que controlan los pesticidas, los
fertilizantes y las semillas. Provocó profundas
distorsiones sociales. Entre 1950 y 1980 México
pasó de ser un país no sólo autosuficiente,
sino exportador de granos básicos (maíz y frijoles)
a convertirse en un país importador creciente de esos
granos. Antes de la llegada de Rockefeller y Borlaug, el trigo no
era un cultivo importante en la India, ni tampoco un componente
básico de la dieta autóctona; después el
país asiático se convirtió en uno de los
principales productores de trigo del mundo.

Los relatos acerca de las maravillas de la revolución
verde no recuerdan la catástrofe de Bhopal, en la India,
uno de los más espeluznantes dramas padecidos por una fuga
tóxica en una de aquellas plantas de pesticidas instaladas
para incrementar las exportaciones
químicas estadounidenses. Sucedió en 1984 y el
saldo fue de más de 10.000 muertos y medio millón
de personas afectadas por gravísimas enfermedades, que
aún no han remitido. La fábrica era propiedad de
Unión Carbide (desde 2001 fusionada con Dow Chemical), un
monopolio que
se pasó de la electricidad a la
agroquímica al calor de los
fabulosos beneficios generados por la revolución verde.
Para solventar los desastres sanitarios y ecológicos del
DDT, en 1957 Union Carbide crea un sustitutivo, el SEVIN, en cuya
fabricación intervenían sustancias altamente
tóxicas, como la monometilamina (metilamina anhidra), e
incluso potencialmente letales como el gas fosgeno. La
reacción de estos gases entre sí forman el MIC
(isocianato de metilo), que es la base de la producción de
SEVIN y uno de los compuestos más inestables y peligrosos
de la industria química. En Francia o
Alemania estaba totalmente prohibido el almacenamiento de
MIC, salvo en pequeñas cantidades, pero Union Carbide
llegó a construir 14 plantas gigantescas en la India que
no fueron clausuradas a pesar de los numerosos accidentes que
se fueron produciendo casi desde su inauguración. Fue una
catástrofe suficientemente anunciada con anterioridad y
debidamente silenciada después porque de otra forma no se
podrían haber aireado las excelencias de la
revolución verde (412).

Las mismas multinacionales agroalimentarias que se
enriquecieron con aquella revolución son las que con
idéntica excusa de acabar con el hambre en el mundo,
encabezan hoy la producción de semillas
transgénicas. En los últimos años de su vida
Borlaug rindió sus últimos servicios a
estas multinacionales realizando una gira mundial para defender
el uso de los transgénicos, la segunda revolución
verde que -como la primera- llegaba para acabar con el hambre en
el mundo, un drama con el que se ha acabado tantas veces que
cuesta comprender los motivos por los que siempre reaparece…
Hoy se empieza a reconocer abierta y públicamente que
sigue habiendo un gravísimo problema de hambre en el
mundo. Ahora bien, la infraliteratura maltusiana se preocupa de
añadir también que ese problema ha tenido una causa
que no es política, social y económica, sino
técnica: hasta ahora no podíamos manipular los
genomas. El hambre ha sido fruto de nuestra ignorancia y, en
consecuencia, sus soluciones son
técnicas y no políticas. Se puede erradicar el
hambre sin cambiar de sistema socio-político, sin acabar
con el capitalismo. El hambre, causada por modos de
producción basados en la explotación del hombre
por el hombre (413), se ha convertido en la gran coartada para
seguir llenando los bolsillos de los capitalistas, es decir, de
quienes han creado el problema. La biología sigue jugando
al escondite con la política y disfrazando con propuestas
humanitarias (y "científicas") lo que no son más
que sucios pero lucrativos negocios.

Si el demonio es el contrapunto de dios, Lysenko es el de
Borlaug. La buena prensa de
éste choca con la abominable del otro. La campaña
propagandística reincide en los repetidos fracasos de los
experimentos lysenkistas, que no se ciñen al aspecto
científico sino que se trasladan al económico.
Lysenko sería así el responsable último de
unas supuestas malas cosechas, que a su vez causaron otras
supuestas hambrunas, que a su vez causaron millones de muertos.
Tratándose de la URSS todo vale y siempre se mide por
millones porque cualquier otra cifra no es noticiable. Es
enormemente interesante analizar esta imputación porque
originalmente no aparece para nada en 1948 y años
subsiguientes. La lectura de
las primeras críticas al lysenkismo, como las de Ashby o
Huxley, no realizan ninguna mención a los fracasos
agrícolas, lo cual es doblemente sorprendente porque ellos
estaban allí, visitaron las cooperativas
agrarias y no realizan ninguna observación al respecto. El vacío
atraviesa la época de Stalin, la peor considerada en los
medios capitalistas, e incluso va más allá de los
tiempos de Jrushov. Lo que resulta aún más
sorprendente todavía es que se trata de un argumento que,
como veremos, nace en 1964 de una forma modesta en la propia
Unión Soviética dentro de las pugnas internas que
condujeron a la destitución de Jrushov. Por si no hubieran
aparecido suficientes argumentos contra Lysenko fuera de sus
fronteras, a partir de 1965 los reformistas soviéticos
aportaron uno más, otra falsedad a añadir al
cúmulo de las que habían ido surgiendo. Sólo
hubo que dramatizarlo y exagerar hasta el ridículo para
ligarlo a un acontecimiento pretérito, la
colectivización agraria, que había ocurrido 35
años antes. Así quedaba unido estrechamente a
Stalin.

En la URSS el decreto de 1917 que nacionalizaba la tierra, la
colectivización, los koljoses y la política agraria
soviética acabaron con el secular problema del hambre en
menos de diez años de revolución socialista. El
país padeció una gran hambruna en 1921, a causa,
fundamentalmente, de la guerra civil promocionada desde el
exterior y del acaparamiento de los latifundistas (414). Diez
años después de la revolución, en 1927, los
problemas se
habían solucionado en lo fundamental; se acabaron el
paro y las
cartillas de racionamiento. Esos éxitos contrastan
poderosamente con la pavorosa situación en los
países capitalistas más importantes, donde la
población padecía la miseria más espantosa.
Por tanto, lo que pretendió la campaña de
intoxicación propagandística fue trasladar a la
URSS un problema como el hambre cuando por aquellas mismas
fechas, en 1929, el capitalismo entraba en una de sus peores
crisis económicas jamás conocidas. En Estados
Unidos el índice de paro superó el 25 por ciento y
el del subempleo el 50 por ciento, afectando a 53 millones de
obreros. La hambruna que sufrió aquel país en la
década de los treinta ha sido convenientemente archivada
en el olvido: más de ocho millones de personas fallecieron
de hambre como consecuencia de la gran depresión
capitalista y más de cinco millones de campesinos (uno de
cada seis) fueron arrojados de sus tierras al no poder hacer
frente al pago de las hipotecas bancarias. Mientras la
mayoría de la población estadounidense
sufría hambre, existían en el país reservas
de millones de toneladas de comida que no se vendían para
no hundir los precios. Esta
hambruna real se ha tapado con el invento de una ficticia en la
URSS a causa de la colectivización.

Si pasamos a la situación económica de la
posguerra, sólo encontramos menciones a Lysenko en el
manual de Alece Nove (415) que repite la letanía de
memoria. Nove
salta de la economía a la biología para asegurar
que Lysenko era un charlatán pseudocientífico que
triunfó "con ayuda de la máquina del Partido"
imponiendo sus ideas en las granjas "al tiempo que se
prescindía de los auténticos expertos en
Genética", una ciencia que fue "destruida". Los
bolcheviques pusieron a "pequeños Stalin" como éste
al frente de cada rama de las ciencias y de las artes, afirma
Nove, los cuales torpedearon los contactos con la ciencia
mundial. Sin embargo, Nove no refiere ninguna muerte, ni
habla tampoco de hambre; únicamente alude a la escasez de
reservas alimentarias, lo cual hizo que se retrasara el
racionamiento existente durante la guerra mundial.
Tampoco Harry Schwartz refiere hambre ni muertes (416). Durante
la guerra los nazis siguieron en la URSS una política de
tierra quemada: "Las viviendas y las fábricas fueron
destruidas, el ganado sacrificado y tanta gente fue muerta que la
población de 1939 no se alcanzó de nuevo hasta 15
años después" (417). Quedaron destruidos 65.000
kilómetros de vías férreas y 25 millones de
personas se quedaron sin vivienda. La agricultura de las zonas
ocupadas fue devastada; unos siete millones de caballos murieron
o fueron saqueados por los nazis, así como 17 millones de
cabezas de ganado bovino. En 1946 hubo una terrible
sequía, según Cafagna, la peor en medio siglo. Como
consecuencia de todo ello, este historiador también habla
de precariedad pero no de hambre ni muertes a causa de ello
(418). A pesar de las destrucciones de los campos y de los
tractores causadas por la guerra y de la reducción en un
tercio del número de trabajadores koljosianos, las
cosechas recuperaron casi inmediatamente el nivel de 1940. Se
enviaron a las cooperativas más de 120.000
agrónomos y técnicos y se empezaron a roturar
más de 17 millones de hectáreas de tierras
vírgenes. Las horas de trabajo,
reconoce Madison, se redujeron un 15 por ciento. En 1958 se
logró obtener la cosecha máxima de la historia, e
incluso pudieron exportar trigo al extranjero.

Esta situación también contrasta con la de los
países capitalistas, en donde aún en 1948 la
población pasaba hambre en países como Holanda, por
ejemplo, donde fallecieron 30.000 personas por dicha causa. Por
ese motivo, para calmar el descontento, llegó el Plan Marshall
desde Estados Unidos. A diferencia de la URSS, Europa occidental
no se recuperó por sí misma de la
devastación bélica. El éxito de la
agricultura soviética en la posguerra no necesitó
de la incorporación de la química industrial. Por
eso Harry Schwartz pone de manifiesto el "retraso" que
experimentaba la URSS en la introducción de fertilizantes
y pesticidas en la agricultura (419). A su vez ese "retraso"
derivaba de que la Unión Soviética no estaba
experimentando con armas
químicas ni bacteriológicas, que fueron el venero
de la evolución de la química en los países
capitalistas en la primera mitad del siglo XX.

Desde el punto de vista científico, las concepciones de
Lysenko tampoco constituyeron ningún fracaso. La
agronomía, como muchas otras materias, entre ellas la
medicina, tiene mucho que ver con el arte, desde luego
bastante más que con las llamadas ciencias "exactas" (si
es que existe alguna ciencia de esas características). El
método de
Lysenko era empírico, basado en la prueba y el error,
idéntico al del resto de los experimentos
biológicos. De ahí que medio siglo después
de su informe hubo 280 intentos fracasados antes de lograr clonar
a la primera oveja y más de mil antes de clonar al primer
perro, intentos que comprometieron a un número mucho mayor
de personal
investigador y más medios técnicos. Lo mismo cabe
decir de un procedimiento mucho más antiguo como la
fecundación in vitro, en donde los
resultados siguen siendo escasos. En los primeros 25 años
transcurridos desde que en 1981 nació la primera
niña por fecundación in vitro, han nacido
más de un millón de niños mediante esta
técnica, pero el porcentaje de niños nacidos por
ciclo de tratamiento se cifra entre un 20 y un 30 por ciento, es
decir, que son necesarios 24 embriones para conseguir un embarazo. No
obstante, en una ciencia mediática como la
biología, los errores no son nunca noticia, salvo aquellos
que tengan su origen en la agricultura soviética.

Esa concepción de la ciencia avanzando linealmente con
sus velas desplegadas también es fruto de una
ideología burguesa basada en la competencia y el
éxito. Los superhéroes están en la ciencia
como en los tebeos y comics para niños. En genética
Superman, Batman y el Capitán América
se travisten en Mendel, Morgan, Watson y Crick. Los fracasados
nunca cuentan, como si el éter o el flogisto nunca
hubieran sido concebidos por la física. Pero para que
apareciera Copérnico antes debió existir Tolomeo.
Para que unos científicos avancen otros han debido errar y
entrar en vías muertas. El experimento fallido es tan
importante como el fructífero y nadie ha dejado de ser
reputado como científico por el hecho de haber fracasado.
La burguesía tiene una manera muy curiosa de presentar las
noticias.
Así, la
clonación saltó a las primeras páginas
de los periódicos del mundo el 27 de febrero de 1997,
cuando hacía siete meses que existía la oveja
Dolly. El retraso en dar a conocer la noticia estuvo motivado
porque Dolly fue el único ejemplar clónico que
había prosperado entre los cientos de intentos realizados
con anterioridad. Antes de anunciarlo públicamente los
científicos querían asegurarse de que no se iba a
morir inmediatamente, como había ocurrido con los
ejemplares anteriores. Lo que no es noticia son hechos como los
siguientes: Dolly fue la primera oveja clónica y (casi) la
única; no ha vuelto a crearse ninguna otra. Dolly fue una
verdadera excepción porque la clonación animal (casi) no es operativa. A
día de hoy, hay especies a las que no se ha conseguido
clonar, y de cada cien intentos de clonación animal nace
un porcentaje entre el cero y el cuatro por ciento; de ese cuatro
por ciento que nace, la mayoría muere dentro de las
primeras 24 horas (420). Dolly sólo sobrevivió
cinco años y medio. Pero como los fracasos no son noticia,
se ha convertido la excepción en norma, transmitiendo una
imagen falsa del estado de la ciencia.

Hace bien poco, en 2006, se publicaba en castellano el
libro del genetista Dean Hamer titulado "Los genes de dios", en
el que sostiene que las convicciones religiosas están
determinadas por los genes. Diez años antes la revista
Nature Genetics ya había publicado un
artículo del mismo autor titulado "La felicidad
heredable". Se había gastado muchos millones, un
laboratorio y un equipo de "investigadores" trabajando durante
años para descubrir el gen de la felicidad. El año
anterior ya aseguró en el mismo medio haber descubierto el
de la homosexualidad
(421). Quizá el mensaje que nos quieren transmitir es que,
pase lo que pase, siempre van a ser felices los mismos, es decir,
que la felicidad también es hereditaria y que nunca
lograremos nada con cambios ambientales (sociales, familiares,
políticos, económicos) sino que necesitamos terapia
génica…

Pero quizá el mejor ejemplo del alcance de los
procedimientos lysenkistas sea la defensa que emprende del
método del mentor (o del patrón) de Michurin, al
que da un contenido práctico y teórico a la vez. El
método de Michurin es un procedimiento asexual de
obtención de híbridos vegetales, un injerto de una
variedad joven en una vieja que permite a ésta adquirir
algunas propiedades de la vieja sin necesidad de intercambiar
cromosomas (422).
Según Michurin y Lysenko no sólo se pueden obtener
híbridos por vía sexual, con el cruce de los
cromosomas paternos y maternos, sino también por el
método del mentor, que Lysenko vincula a las condiciones
ambientales, especialmente a la nutrición. Pero,
además de un carácter práctico, Lysenko le
da un carácter teórico y demostrativo de gran
importancia. Apoyándose en él critica la
teoría cromosómica porque Michurin había
demostrado la posibilidad de crear híbridos por vía
no sexual: "Según la teoría cromosómica de
la herencia, los
híbridos únicamente pueden ser obtenidos por
vía sexual. La teoría cromosómica niega la
posibilidad de obtener híbridos por vía vegetativa,
pues niega que las condiciones de vida ejerzan una influencia
específica sobre la naturaleza de las plantas. Michurin
por el contrario no sólo reconoció la posibilidad
de obtener híbridos por vía vegetativa, sino que
elaboró el método del mentor". Las nuevas
características del híbrido son diferentes de las
dos variedades de origen y se transmiten a la descendencia de tal
manera que "cualquier carácter puede transmitirse de una
raza a otra tanto mediante injerto como por vía sexual",
concluía Lysenko, quien gráficamente afirma que
mientras la hibridación sexual reinicia la vida, la
vegetativa la continua (423).

En suma, la hibridación vegetativa es un trasplante
entre vegetales. Normalmente se utiliza en los árboles
frutales, en los que se diferencia entre una base compuesta por
el tronco y las raíces, el mentor o patrón, y una
parte aérea, la púa, que se aloja en la anterior.
Se puede definir como un intercambio de las propiedades
morfológicas, fisiológicas y génicas entre
dos especies diferentes por medios no sexuales. Es una
práctica agrícola tradicional
sistemáticamente ignorada o ferozmente criticada,
incurriendo algunos biólogos en una cadena de
tergiversaciones para tratar de sostener sus postulados
mendelistas. Por ejemplo, Ayala pone en boca de Lysenko la
afirmación de que "en las condiciones apropiadas las
plantas de trigo producen semillas de centeno" (424). Pero este
biólogo ni siquiera alcanza la condición de
mentiroso; simplemente ignora lo que Lysenko dijo porque no ha
leído sus escritos, no lo necesita para disertar acerca de
ello y se lo inventa porque sus lectores no le importan lo
más mínimo. Los mendelistas como Ayala afirman que
la hibridación vegetativa no existe ya que no se obtienen
auténticos ejemplares mixtos sino quimeras, es decir,
plantas con dos tipos de células genéticamente
distintas, yuxtapuestas, y no de mezclas de ambas. Un manual
realiza la siguiente exposición al respecto:

Una curiosidad muy especial son los híbridos de
injerto. Se obtienen cortando el brote injertado en el punto de
inserción, de éste con el patrón
después de que ambos se han unido. En este punto se forman
nuevos tallos por regeneración, los cuales, tienen, en
parte, células del patrón.

Dado que las regeneraciones se llevan a cabo de forma
meramente mitótica, los tipos de tejido generados por el
patrón y el injerto conservan su identidad
genética. Son posibles alteraciones modificadoras
únicamente por influencia mutua de sustancias. Por ello se
prefiere para esto el concepto de "quimeras", pues no se trata de
verdaderos híbridos (425).

Otra edición
reciente de un conocido tratado lo explica de la siguiente
manera: "Después de la soldadura,
cada componente conserva sin alteración su patrimonio
hereditario. Mediante intercambio de materia entre patrón
e injerto, algunas veces es posible una cierta influencia, con
carácter de modificación, sobre ciertas propiedades
de ambos participantes […] Tales híbridos de injerto
pueden producir externamente la impresión de un verdadero
híbrido de origen sexual pero en realidad no pueden
equipararse a los híbridos, pues incluso en estas
soldaduras tan íntimas, cada célula y
cada estrato celular conserva su carácter hereditario
específico, aun cuando en la configuración externa
se manifiesten claramente ciertas influencias recíprocas
entre los estratos de tejidos de
especies diferentes" (426). Finalmente estas concepciones se
transmiten a los diccionarios,
en donde la teoría se convierte en dogma: "No se trata de
transferencia de caracteres de unas células a otras, sino
de formaciones celulares mixtas en que cada célula
conserva las características íntegras de su origen
[…] Sólo en algún caso raro ha sido posible
obtener quimeras en que la mezcla llega a lo íntimo de las
células" (427). La paradoja no puede ser más
evidente: no existen híbridos vegetativos pero cuando
existen -algún caso raro- no son tales híbridos
sino quimeras…

Los mendelistas afirman que si se observa al microscopio la
zona de empalme entre el mentor y la púa, se advierten los
dos tipos de células, unas junto a las otras. Cada uno de
esos tipos de células tiene una dotación
génica diferente que, al dividirse, transmite una herencia
separada. Según este criterio, volveríamos a las
dualidades metafísicas de siempre que dan lugar a otras
tantas definiciones y, por lo tanto, deslindes entre lo que es un
híbrido y lo que es una quimera. No cabe duda,
además, de que la observación al microscopio de las
células en los puntos de unión del injerto al
mentor es un buen criterio para el deslinde… tan bueno, por lo
menos, como cualquier otro. El problema es que la
interacción y comunicación entre células es
otra de las cuestiones que ha venido padeciendo un tratamiento
singular en los manuales de citología, como si se tratara
de un fenómeno infrecuente e intrascendente en la
naturaleza. La fecundación, la fusión
de un óvulo y un espermatozoide, hubiera debido atraer una
mayor atención hacia este fenómeno. Sin embargo, la
división celular y la morfogénesis, la
diversificación celular, han acaparado toda la
atención y, como consecuencia del micromerismo, la célula
se ha estudiado como un componente aislado del organismo, como si
las células no interrelacionaran y se comunicaran entre
ellas. La fusión celular se ha comprobado que es muy
importante en el hígado, en el corazón, e
incluso se han encontrado fusiones
celulares en el cerebro. Las células de la médula
ósea también se fusionan con células que
tienen un cierto grado de lesión para evitar su muerte.
Las células no son componentes estáticos de los
organismos vivos sino laboratorios en permanente actividad que
metabolizan la luz incidente, el
aire o las sustancias procedentes de las raíces.
También metabolizan las sustancias que otras
células segregan. Por lo tanto, es preciso reconocer que,
como mínimo, las células mantienen una
comunicación fisiológica permanente entre ellas;
unas metabolizan las secreciones de otras. En particular, en los
injertos las células de las púas metabolizan las
secreciones del patrón, que es el mecanismo vegetativo y
nutritivo del conjunto. Otro ejemplo: mediante injerto se puede
transferir la condición vernalizada de una púa a un
patrón.

Pero a los mendelistas no les interesa la interacción
fisiológica entre las células; lo que a ellos les
interesa es el genoma y lo que se esfuerzan por sostener es la
tesis de que el genoma de las células del patrón
permanece diferente del de las púas a lo largo del tiempo,
es decir, que las células derivadas del
patrón siempre serán diferentes de las
células derivadas de las púas, que unas y otras
mantendrán eternamente su separación, que la mezcla
génica sólo es posible por medios sexuales.

A pesar de lo que digan sus detractores, no es la
metafísica lo que le preocupa Lysenko. Tampoco es eso lo
que preocupa a los cultivadores que trabajan sobre el terreno. La
metafísica preocupa a quienes, como los mendelistas,
alardean de no interesarse por ella. La orientación de
Michurin, Lysenko y los cultivadores que trabajan sobre el
terreno no son las enciclopedias ni los diccionarios sino la
práctica. Por ejemplo, por medio de injerto se pueden
crear variedades nuevas, como la pavía o nectarina, un
híbrido vegetativo de melocotón y ciruela (428). El
vino francés es un injerto de una variedad
autóctona de viña en patrones de origen
californiano, caracterizados porque sus raíces son muy
resistentes a la filoxera. Al viticultor le importa muy poco si
en el punto de injerto permanecen indefinidamente células
francesas y californianas sin mezclarse entre sí; lo
relevante es el fruto, la uva, que la cosecha no se malogre y la
calidad del
vino sea elevada. Después de más de un siglo de
este tipo de injertos, los viticultores saben que una cepa
francesa plantada en California no proporciona una uva de la
misma calidad, y que lo mismo sucede con una cepa californiana
plantada en Francia. Sin estos injertos, la viticultura hubiera
desaparecido de Europa a causa de los patógenos del suelo.
Parece, por lo tanto, que sí se produce un fruto
híbrido, algo diferente a las dos variedades de
procedencia, por más que al microscopio en la planta los
mendelistas sigan observando dos tipos de células
diferentes a lo largo del tiempo. Pero los injertos no tienen
sólo un siglo de historia sino probablemente cien, tantos
como la agricultura misma (429).

Si los académicos bajaran de su pedestal y preguntaran
a los horticultores se encontrarían con una paradoja: a
muchos de éstos lo que les gustaría es que los
mendelistas tuvieran razón y que en sus hibridaciones el
patrón no influyera sobre la producción del
injerto. En numerosas ocasiones lo que pretenden los
prácticos no es la hibridación sino precisamente
que no haya ninguna clase de influencia mutua, que el
patrón no tenga otra función que la vegetativa.
Pero lo que sucede es todo lo contrario: el patrón no
puede dejar de influir en el desarrollo de las
características del injerto, reforzándolas o
inhibiéndolas. Si se injertan las mismas púas en
patrones de especies diferentes, se obtendrán resultados
también diferentes. A la inversa, los campesinos japoneses
han logrado cultivar hasta once tipos de fruta distintos en un
mismo árbol. Por este método es posible obtener
distintos tipos de ciruelas (amarillas, rojas, claudias) con el
mismo tronco y las mismas raíces, injertando una rama con
cada una de esas variedades. Uno de los árboles que
más se utiliza como patrón es el almendro ya que
sus raíces verticales perforan profundamente la tierra,
por lo que el aprovechamiento de los nutrientes del suelo es
mayor, resultando inmejorable para su empleo en suelos pobres.
Con los injertos adecuados, del tronco de un almendro se pueden
lograr tanto almendras como melocotones o ciruelas. El injerto se
puede utilizar para producir más fruto, para hacerlo
más dulce o más grande, más resistente a la
sequía, a las temperaturas (altas o bajas) o a las
enfermedades, para acortar el tiempo de espera de la primera
producción, para lograr que la planta no crezca tan alta,
para prolongar la duración de la vida útil del
árbol, para cambiar el sexo de un
árbol original… Hoy los aficionados a los bonsais
practican injertos para criar árboles con las
raíces dañadas, es decir, para reproducir aquellos
ejemplares que son difíciles de cultivar por otros medios.
Se pueden mejorar los frutales con injertos de otras variedades
del mismo frutal y también se puede combinar -y se ha
combinado en la práctica- el injerto con la
hibridación sexual: en Puerto Rico la
chironja, un híbrido de Citrus sinensis con
Citrus paradisi, se suele injertar en diferentes
patrones de cítricos. Las plantas de sandía
injertadas en patrones de calabaza,
además de ser resistentes al hongo Fusarium,
resuelven el problema de la sandía blanda recién
cortada (430). La prohibición de empleo de pesticidas hace
que el control de patógenos se esté llevando a cabo
actualmente con métodos biológicos, uno de los
cuales es el injerto. En determinados casos los injertos son una
alternativa al empleo de pesticidas y una poderosa técnica
de control de las enfermedades del suelo. A causa de ello en muy
poco tiempo en España el
número de plantas injertadas ha pasado de unas 150.000 a
más de un millón, y sigue creciendo imparable. En
un artículo publicado en la revista "Horticultura" en
abril de 2007, Pedro Hoyos refiere cifras mucho más
elevadas, del orden de 110 millones en 2004 (431). Lysenko le ha
ganado ampliamente la partida a Borlaug.

Lysenko reconoce abiertamente que de cualquier injerto no se
obtiene siempre una hibridación, ofreciendo un porcentaje
de logros en torno al 17 por ciento que, naturalmente,
varía según la especie. No todas las plantas se
pueden injertar y no siempre por medio de injerto se crean
variedades nuevas. La interacciones posibles entre el
patrón y el injerto dependen de la afinidad entre ambos o,
en su caso, del grado de rechazo y, en particular, del vigor de
cada uno de ellos. Una regla casi general es que las influencias
recíprocas entre injerto y patrón son tanto mayores
cuanto mayor es la afinidad entre ambos. En este punto las
técnicas para lograr buenas hibridaciones son muy
variadas. Por ejemplo, si no hay afinidad entre los dos
componentes que se intentan acoplar, se realiza un injerto triple
a través de un intermediario, es decir, introduciendo un
tercer componente entre el patrón y el injerto. De esta
manera se pueden injertar variedades de perales incompatibles con
el patrón-membrillo: al porta-injerto de membrillo se le
injerta primero una variedad compatible o afín y luego se
lleva a cabo un segundo injerto que sea compatible. Por esta
vía se han obtenido recientemente árboles enanos,
con una parte aérea reducida pero con un fuerte
enraizamiento en tierra.

Lysenko no participa en el debate
metafísico sobre si hay hibridación o quimera;
incluso admite, siguiendo a Darwin, que muchas veces sólo
aparecen quimeras y que éstas se pueden diferenciar de las
verdaderas hibridaciones. Cuando se injerta una variedad sobre un
patrón, la cepa resultante suele tener las
características de la cepa de la cual se saca la
púa, es decir, que el injerto es el factor dominante sobre
el patrón. Es fácil comprobar que en muchos casos
se producen quimeras porque brotan retoños silvestres por
debajo del punto de injerto y los de la púa por encima.
Ahora bien, que no siempre aparezcan verdaderos híbridos
no quiere decir que la hibridación resulte imposible
(432). Las precisiones aportadas por Lysenko se podrían
multiplicar para el pleno ridículo de sus detractores. Por
ejemplo, Lysenko advierte también que aunque dos especies
se puedan hibridar vegetativamente, eso no significa que se
obtenga precisamente aquella variedad que se pretendía
lograr. A veces se injerta para extraer lo mejor de una y otra
variedad y lo que se obtiene es una mezcla de las peores
características de ambas. Eso puede tener un
interés teórico pero carece de relevancia
práctica. En otras ocasiones lo que el cultivador pretende
es que el injerto produzca más de lo mismo o produzca
más rápidamente. Por ejemplo, en Japón el
Pinus parviflora crece mucho más deprisa si se
injerta en raíces de pinos negros autóctonos.

Con su defensa de las hibridaciones vegetativas Lysenko
pretende transmitir un criterio práctico que no resulta
excluyente de ningún punto de vista teórico. Como
en el resto de su obra, se dirige a los cultivadores, no a los
catedráticos. Les recuerda que, además de las
hibridaciones sexuales, hay otra posibilidad de mejorar la
producción agraria, las hibridaciones vegetativas. En los
casos en que el agricultor no puede mejorar una determinada
variedad mediante el cruce sexual, puede intentarlo por medio de
injerto. Es lo que los lysenkistas calificaron como darwinismo
"creativo". En su informe de 1948 Lysenko dijo algo capaz de
convencer a cualquiera: con los métodos michurinistas se
han creado 300 nuevas variedades de plantas. Cualquiera que
hubiera estado allí hubiera preguntado,
¿cuántas han creado los genetistas formales? La
respuesta es: ninguna. Mientras los mendelistas no podían
obtener híbridos por vía sexual de una manera
controlada, el método del mentor sí lo
permitía (en determinados casos y bajo determinadas
circunstancias). Los primeros transgénicos se obtuvieron
medio siglo después de que Lysenko leyera su informe. Un
discurso pronunciado por él en 1941 es bastante
ilustrativo de la diferencia entre un país socialista y un
país capitalista en materia de investigación científica: los
norteamericanos realizan experimentos genéticos con
moscas, decía Lysenko, nosotros lo hacemos con
patatas.

A partir de aquí se reproduce de nuevo la
polémica sobre el alcance exacto de ese darwinismo
"creativo" que se trataba de implementar en la URSS, así
como sobre el significado exacto de otras expresiones, como la de
Michurin, según la cual es posible "quebrantar" la
herencia. Es una cuestión a la que ya me he referido en
relación con la vernalización. Por más que
las expresiones de Michurin (y en ocasiones de Lysenko) no sean
muy exactas, están fuera de contexto las burlas que, al
respecto, proliferan entre los mendelistas, según las
cuales el darwinismo soviético era tan "creador" que
lograba convertir las lechugas en patatas y a la inversa. No cabe
duda que cualquier posibilidad agrícola creativa tiene sus
límites
intrínsecos, que no es posible transgredir. Pero, al mismo
tiempo, esos límites no se conocen y los campesinos llevan
buscándolos desde hace 6.000 años con resultados
muy variados. Pero por variados que sean, constatan una
abrumadora evidencia favorable a las tesis de Michurin y Lysenko.
Si para alguien resulta excesivo hablar de "crear" nuevas
especies, al menos tendrá que reconocer que desde hace
milenios el hombre ha logrado "orientar" la evolución de
las ya creadas por la misma naturaleza, de manera que aquellos
límites están cada vez más lejanos, es
decir, que las posibilidades "creativas" son cada vez
mayores.

Julian Huxley dedica una especial atención a esta
cuestión en su crítica
a Lysenko. Sin ninguna clase de argumentación asegura que
las hibridaciones vegetativas no han desempeñado
ningún papel en la evolución. El detalle no puede
pasar desapercibido: las hibridaciones vegetativas no han
desempeñado ningún papel en la evolución y
las hibridaciones sexuales lo han podido absolutamente todo. A
eso conduce exactamente la metafísica mendelista: por un
lado el todo y por el otro la nada. Si fuera cierto, sería
imposible averiguar los motivos por los cuales Darwin estudia el
asunto en su obra. Para no caer en esta trampa, lo mismo que
todos los mendelistas, Huxley silencia completamente cualquier
mención a Darwin en este asunto, lo que le conduce a
lanzar una falsedad: según él los híbridos
vegetativos fueron descubiertos originalmente por Winkler y Baur
en Alemania a comienzos del siglo XX y luego fueron estudiados
por Jorgensen y Crane en Inglaterra. Con
esta exposición, Huxley trata de subrayar lo mismo que con
la vernalización: Michurin tampoco es un precursor en esta
materia. El truco es siempre el mismo: no existe
hibridación vegetativa, pero por si acaso fuera cierta su
existencia, sus inventores nunca serían los
soviéticos sino otros.

Tiene razón Huxley en este punto: los soviéticos
no inventaron nada, se limitaron a estudiar lo que cualquier
horticultor llevaba practicando desde hace 10.000 años,
posiblemente desde el origen mismo de la agricultura. En
agronomía como en poesía
quizá haya que reconocer que, como decía Machado,
todo lo que no es de origen popular es plagio. Es muy probable
que toda la fruta que compramos en los supermercados no haya sido
una producción espontánea de la naturaleza sino
producto de miles de años de hibridaciones de todo tipo,
sexuales y vegetativas, exactamente igual que los animales
domesticados, debiendo poner de manifiesto que son los pueblos
orientales los primeros y los mejores conocedores de la materia.
En un afán a la vez erudito y reivindicativo hay que
reconocer, además, que una de las primeras hibridaciones
documentadas con nombres y apellidos se remonta a 1835, cuando un
horticultor francés, Jean Louis Adam, creó una
variedad intermedia entre Cytisus purpureus y
Laburnum anagyroides a la que le puso su nombre:
Laburnocytisus adamii. También hay que reconocer
el enorme interés de las publicaciones de Hans Winkler
sobre la materia, pero a diferencia de Huxley, que habla por
referencias indirectas, parece necesario conocerlas con un poco
más de detalle porque no refuerza precisamente las
concepciones mendelistas. En 1907, en los comienzos de la oleada
mendelista, Winkler llevó a cabo sus propios experimentos
de hibridación, publicando un primer artículo en el
que considera que de su primer injerto había obtenido,
efectivamente, una quimera, si bien en un artículo
posterior publicado al año siguiente manifestó
haber logrado un auténtico híbrido (433).

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