Es decir, esta página de las
Meditaciones resulta especialmente llamativa porque en
ella Descartes
parece estar pensando en voz alta y reflejando los pensamientos
contradictorios que le vienen a la mente, tanto los que se
relacionan con la idea de que cualquier verdad estaría
subordinada a Dios como los que se relacionan con la idea de que
habría verdades absolutas e independientes de la
omnipotencia divina. Pero, a continuación de los textos
anteriores, Descartes presenta una aparente solución a tal
contradicción, según la cual:
"puesto que no tengo ninguna razón para creer que
existe algún Dios engañador, e incluso que no he
considerado aún las que prueban que existe un Dios, la
razón para dudar [de la verdad de las evidencias
antes afirmadas] es bien ligera […] Pero para poder
eliminarla por completo debo examinar […] si existe un
Dios; y si encuentro que existe uno, debo examinar también
si puede ser engañador; pues, sin el
conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar
jamás seguro de cosa
alguna"[260].
Es decir, que a pesar de haber afirmado en el primer
texto como
verdaderas las evidencias de carácter matemático
–además de la del cogito y la de la
imposibilidad de que lo que ha sucedido no haya sucedido-, ahora,
al reconocer que debe "examinar […] si existe un Dios" y
"examinar también si puede ser engañador" –ya
que sin el conocimiento
de esas dos verdades no ve "que pueda estar jamás seguro
de cosa alguna"-, eso le lleva finalmente a negar que tales
intuiciones
tengan un valor
absoluto, supeditando éste al de la existencia de un Dios
veraz. Pero, de forma inexorable, Descartes incurre de nuevo en
el círculo vicioso que le objetó Arnauld,
pues, si no podía estar seguro de nada hasta que
demostrase la existencia de Dios, no podía contar con
ningún fundamento sólido para demostrar su
existencia.
d2) A continuación hay otros textos en los que se
plantea nuevamente la misma cuestión con cierta
ambigüedad, pero que finalmente, igual que en caso anterior,
se resuelven en favor de la subordinación del valor de
cualquier evidencia a la omnipotencia y a la veracidad de
Dios.
–En el primero se dice:
"aunque sea de tal naturaleza
que, tan pronto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente,
no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, puesto
que soy también de tal naturaleza que no puedo mantener el
espíritu siempre fijo en una misma cosa y que a menudo me
acuerdo de haber juzgado una cosa como verdadera, cuando dejo de
considerar las razones que me han obligado a juzgarla así,
puede suceder en el intervalo que se me presenten otras razones
que me hagan cambiar fácilmente de opinión, si
ignorara que hay un Dios. Y así jamás
poseería una ciencia
verdadera y cierta de nada, sino solamente opiniones vagas e
inconstantes"[261].
Conviene llamar la atención acerca de que en este texto
Descartes no afirma que en cuanto comprenda alguna cosa muy clara
y distintamente sea verdadera, sino sólo que no
puede dejar de creerla verdadera, pero que sólo
el conocimiento de la existencia de un Dios veraz puede
proporcionarle la seguridad de que
lo es, pues, como señala en otros lugares, si hubiera sido
producido por la naturaleza y no por un dios veraz, no
podría estar seguro acerca de la correspondencia de las
propias evidencias con la verdad. Sin embargo, Descartes se
olvida aquí de las ocasiones en que había
reconocido que en el pasado había tenido ciertas
evidencias que posteriormente comprendió que eran falsas y
de que la supuesta existencia de Dios no le había servido
de garantía –a él ni a nadie- respecto a la
verdad de aquellas falsas evidencias.
Por otra parte, tiene especial interés
señalar que la respuesta cartesiana a la objeción
de Arnauld se basó en una consideración de esta
clase: Para
salir del apuro que suponía la objeción de Arnauld
a Descartes no se le ocurrió otra cosa que decir que las
evidencias demostradas eran independientes de Dios y que Dios era
sólo la garantía de la verdad de las "evidencias
olvidadas", es decir, de aquellas evidencias cuyo proceso
deductivo no se encontrase actualmente presente en la propia
mente, de manera que esa garantía divina serviría
para no tener que estar demostrando continuamente la serie de
evidencias cuyo proceso deductivo se hubiera olvidado.
Pero evidentemente esta respuesta fue una simple argucia
lamentable en que Descartes tuvo que caer en cuanto su
egolatría era incompatible con la admisión de su
error tan frívolo.
–En el texto que sigue Descartes incurre en los
mismos errores, afirmando de modo explícito que
sabe que los ángulos de un triángulo
equivalen a dos rectos mientras está atento a la
demostración, pero que nuevamente necesita saber que Dios
existe para estar seguro de aquella verdad en cuanto, si hubiera
siso creado por la naturaleza, no podría estar seguro de
que sus "evidencias olvidadas" fueran verdaderas:
"cuando considero la naturaleza del triángulo,
sé con evidencia, puesto que estoy versado en geometría,
que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por
menos de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a
la demostración; pero tan pronto como esa atención
se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido
claramente, no es difícil que dude de la verdad de aquella
demostración, si no sé que hay Dios. Pues
puedo convencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal manera
que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las
cosas que creo comprender con más evidencia y certeza,
dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a menudo
muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después
otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente
falsas"[262].
Sin embargo y como se acaba de decir, el texto
citado es contradictorio porque, mientras al principio
afirma:
"sé con evidencia, puesto que estoy
versado en geometría, que [los] tres ángulos
[de un triángulo] valen dos rectos",
considera después que
"no es difícil que dude de la verdad de
aquella demostración, si no sé que hay
Dios",
y, al igual que en otras ocasiones, incurre en la
contradicción de considerar que la evidencia y la
duda sean conceptos compatibles.
Conviene recordar, además, en contra de esta
tesis en favor
de la existencia de evidencias independientes de Dios, la serie
de ocasiones en que a propósito de las verdades matemáticas, a propósito de la
verdad del principio de contradicción y a propósito
de toda verdad, Descartes, teniendo en cuenta la omnipotencia
divina, proclama que todas ellas son verdades no por su propia
consistencia sino sólo porque Dios así lo ha
querido, pues la omnipotencia y la voluntad divina son el
fundamento absoluto de todo valor y de toda verdad. Y,
además, Descartes incurre en una nueva
contradicción cuando considera que Dios debe ser
veraz, considerando la veracidad como un valor en
sí misma, con independencia
de la omnipotencia divina.
Precisamente como consecuencia de tal omnipotencia
divina, que podría conducirle a engañar siempre que
lo quisiera, el creyente tendría mayores motivos para
desconfiar de la verdad de sus evidencias que el ateo, en cuanto
fuera consciente de que su dios omnipotente podría
sugerirle evidencias a las que no les correspondiera verdad
alguna, mientras que el ateo contaría con principios
lógicos como el de contradicción para las
Matemáticas y el contacto con la experiencia para
confirmar o falsar sus teorías
acerca de la realidad empírica. Descartes no parece darse
cuenta de que la certeza, en cuanto sea posible en las ciencias
empíricas, viene proporcionada por la aplicación de
la metodología científica, que es la
clave para el establecimiento, el mantenimiento
o la sustitución de cualquier hipótesis o teoría
en cuanto sea coherente con la experiencia. Igualmente, el
pensador francés hubiera podido recordar que la
aplicación de la cuarta regla de su método
servía precisamente para conseguir que los resultados
obtenidos en una investigación pudieran ser más
seguros, sin
necesidad de recurrir al argumento mágico de una divinidad
necesariamente veraz.
Por otra parte, hay que insistir en que la mayor o menor
seguridad de cualquier científico acerca del valor de sus
teorías no tiene nada que ver con sus creencias o
incredulidades religiosas, sino con los resultados del uso de una
metodología adecuada que le permita confirmar o desmentir
cualquier teoría en cualquier momento. Y, por cierto,
tiene interés también recordar que no han sido las
creencias religiosas las que abrieron el camino de la ciencia,
sino que, por el contrario, fue precisamente la creencia en el
dios católico y en las "verdades bíblicas" lo que
condujo al mantenimiento a sangre y fuego de
teorías erróneas como el geocentrismo, y a la
condena de pensadores y científicos como Bruno y Galileo
por haber defendido el heliocentrismo, y fue esa misma creencia
religiosa la que de manera asombrosa ha seguido siendo un
obstáculo absurdo para la aceptación del
evolucionismo defendido por Darwin.
En definitiva, la tesis cartesiana según la cual
el ateo no podría tener más que opiniones, en
cuanto no contase con la garantía de Dios en apoyo de sus
evidencias, además de ser absurda, parece un intento
más del "teólogo" francés por ganarse los
favores de la jerarquía católica al haber situado
al dios católico en la cúspide de su sistema y como
garantía del valor de su método. Una visión
tan teológica de la realidad debía de ser bien
vista por la jerarquía católica y debía de
potenciar el prestigio de Descartes como adalid del
catolicismo.
Pero lo más lamentable de todo no fue la absurda
utilización que Descartes hizo de Dios,
considerándolo como garante de las verdades evidentes en
general y de las evidencias olvidadas, sino el hecho de
que hubiese criticado la objeción de Arnauld mediante este
argumento y mediante la complementaria y novedosa doctrina,
incompatible con las defendidas en esta misma obra, según
la cual las evidencias actuales eran verdaderas por
sí mismas, pasando por alto la serie de textos a los que
se ha hecho referencia, en los cuales el francés
insistió en la idea de que Dios era la fuente y
el fundamento de toda verdad, tal como le dijo a su amigo
Mersenne.
En definitiva, como resultado de su frivolidad Descartes
había incurrido en un círculo vicioso, Arnauld lo
había criticado acertadamente y el pensador
francés, como consecuencia de su orgullo aparentó
haber olvidado su doctrina esencial acerca de la evidencia,
según la cual sólo un dios veraz podía
garantizar su valor, y dejó de lado, sin
explicación de ninguna clase, su hipótesis acerca
de la existencia de un genio maligno
o de una divinidad embaucadora que determinasen que las
evidencias fueran falsas. De manera asombrosamente frívola
y contradictoria pretendió defenderse de la
objeción de Arnauld proclamando en esta ocasión que
las evidencias eran verdaderas por sí mismas y que era
Arnauld quien se había equivocado en la comprensión
de esta cuestión. Resultaba especialmente lamentable que,
para defenderse de una crítica
justa, lo hiciera afirmando que Arnauld no le había
entendido bien respecto al valor de las verdades evidentes, en
lugar de aceptar que, aunque había concedido a Dios el
papel de avalista de "evidencias olvidadas" –lo cual, por
cierto, no tenía ningún sentido-, su papel
primordial era el de garantizar el valor de cualquier
evidencia.
e) Crítica a la respuesta cartesiana.-
Es difícil creer que Descartes no fuera consciente de que
su respuesta era incongruente, pero, al parecer, su orgullo le
impidió aceptar la crítica de Arnauld y, en
consecuencia, parece que, para que su incoherencia pasara
desapercibida, lo que hizo fue afirmar que éste
había interpretado erróneamente el sentido que
él daba a la evidencia, alegando que él no
había negado que ésta tuviera valor por sí
misma sino sólo que lo tuviera en aquellos momentos en que
sólo se conservaba el recuerdo de haberla tenido, pero sin
recordar las razones que habían conducido a ella, de
manera que en esos casos Dios sería la garantía de
su valor, y, por ello, en cuanto las evidencias actualmente
presentes a la conciencia
tenían valor por sí mismas, podían ser
utilizadas para demostrar la existencia de Dios.
Pero, después de haber examinado esta serie de
textos relacionados con el valor que Descartes concedió a
la evidencia, parece claro que su actitud ante
la crítica de Arnauld no fue nada veraz en cuanto, como se
ha podido comprobar, los textos del Discurso del
método, los de las Meditaciones
metafísicas e incluso los de los Principios de la
Filosofía defendieron de un modo claro
la subordinación a Dios del valor de cualquier evidencia,
con la única excepción, si acaso, de uno de los
textos citados, en el que, de modo contradictorio con los otros,
considera que las evidencias matemáticas serían
verdaderas por sí mismas. Y, por ello mismo, es del todo
comprensible que Arnauld, conocedor del valor relativo que
Descartes había concedido a la evidencia en el
Discurso del método y en las Meditaciones
metafísicas, desconociese que en esta última
obra Descartes, a la vez que seguía afirmando el anterior
valor condicionado de la evidencia, hubiese introducido
–posiblemente para defenderse de críticas como la de
Arnauld[263]un sentido nuevo de dicho concepto,
defendiendo –al menos en una ocasión- que las
verdades evidentes eran verdaderas por ellas mismas y con
independencia de Dios, y concediendo a Dios sólo el papel
secundario de garante de la verdad de las "evidencias olvidadas",
es decir de aquellas verdades cuya explicación evidente no
se encontraba actualmente presente en la propia
conciencia.
De este modo parecía que aquel círculo
vicioso quedaba superado, en cuanto desde una evidencia
válida por sí misma, Descartes podía
intentar demostrar la existencia de Dios, dejando para el mismo
Dios el papel secundario de garantizar a posteriori el
valor de las evidencias, papel innecesario, por cierto, en
cuanto, como el propio pensador ya había tenido en cuenta
en su cuarta regla, siempre eran posibles nuevas revisiones y
enumeraciones de las razones que confirmaban el valor de aquellos
conocimientos cuya evidencia no fuera patente en un determinado
momento, o siempre era posible también, como
sucedía en las ciencias experimentales, en la Lógica
o en las Matemáticas, realizar una nueva
demostración o un experimento que confirmase el valor de
las evidencias olvidadas en favor de una determinada deducción o de una determinada ley
científica.
Arnauld hubiera podido replicar a Descartes con estas
consideraciones, pero es posible que juzgase más prudente
no entrar en discusiones con una persona tan
dogmática y pendenciera como lo era el pensador
francés. Además, en el año 1641, en el que
se publicaron las Meditaciones metafísicas,
Descartes cumplía 45 años, mientras que Arnauld
sólo cumplía 29, de manera que el respeto al
prestigio de Descartes así como la llamativa amabilidad
con que éste le había tratado en su respuesta
incluida en las Meditaciones metafísicas pudieron
influir en que Arnauld no se atreviera a replicarle
nuevamente.
En definitiva y por todo lo expuesto, la respuesta de
Descartes a la objeción de Arnauld representa un
falseamiento chapucero de su propia doctrina en cuanto
efectivamente, como acaba de mostrarse, él había
comprendido que, mientras no se descartase la posibilidad de la
existencia de un genio maligno o de una divinidad engañosa
que provocase la existencia de las diversas aunque falsas
evidencias, y mientras no se demostrase la existencia de un Dios
veraz, que sirviera de garantía del valor de cualquier
evidencia, más allá de la verdad del
cogito no podía avanzar un sólo paso en el
conocimiento. Y, por cierto, resulta especialmente
sintomático de que Descartes llegó a ser consciente
del callejón sin salida en que se había introducido
el hecho de que en su obra posterior, los Principios de la
Filosofía, síntesis
última de su pensamiento, el genio maligno dejase
de aparecer, sin que, al igual que sucedía en otras
cuestiones, el pensador francés se tomase la molestia de
explicar los motivos de su ausencia, al margen de que cualquiera
puede sospechar, con muchas probabilidades de acertar, que el
"teólogo" francés había comprendido que
aquella hipótesis convertía en imposible la tarea
de escapar del solipsismo.
g) Finalmente, Descartes no comprendió
–o no se atrevió a aceptar- que el dios
católico podía ser infinitamente más
engañador que el genio maligno, por lo que no tenía
sentido tratar de fundamentar en él la regla de la
evidencia ni confiar en que la verdad de cualquier evidencia
dependiera de él. Por lo que se refiere a ese dios,
en el pensamiento teológico tradicional había una
contradicción interna que en apariencia podía
servir para negar que pudiera ser engañador, pero que en
realidad sólo servía para afirmarlo: Por su
omnipotencia, podía ser engañador; por su veracidad
y bondad, no. Si no se tenía en cuenta su omnipotencia,
entonces se podía llegar a juzgar que la idea de que Dios
fuera la causa de falsas evidencias o de cualquier mentira era un
sacrilegio, y de esto fue de lo que Voetius, rector de la
universidad de
Utrecht, J. Trigland, profesor de
teología de Leyden, y otros teólogos protestantes
acusaron a Descartes, a pesar de que él negó haber
defendido tal idea. Sin embargo, según se ha mostrado en
citas anteriores, aunque Descartes afirmó en algún
caso tal posibilidad, en general la negó, quizá por
el temor a las represalias de la jerarquía católica
ante una aparente herejía tan grave, pero especialmente
porque para que su sistema tuviera cierta coherencia, necesitaba
contar con un dios veraz.
Así, en el texto que se cita a
continuación, Descartes admite claramente la posibilidad
de que Dios sea la causa de que pueda equivocarse y en
este sentido, escribe:
"hace mucho que tengo en mi espíritu cierta
opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y
por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora bien,
¿quién me podría asegurar que este Dios no
ha hecho que no exista tierra
ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso,
ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin
embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo
esto no me parezca existir sino como lo veo? E igualmente, como a
veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las
cosas que piensan saber con mayor certidumbre, puede ser que
él [= Dios] haya querido que yo me equivoque siempre que
hago la suma de dos y tres, o que cuento los
lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aún
más fácil que esto. Pero puede ser que Dios no haya
querido que fuese engañado de esta manera, pues es
soberanamente bueno. Con todo, si repugnara a su bondad el
haberme hecho tal que yo me engañara siempre,
parecería también ser contrario a él
permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no
puedo dudar de que lo
permite"[264].
Pero, a continuación y de forma
categórica, aunque sin argumentar ni decir nada en contra
de sus anteriores reflexiones y llegando en otro momento a
recriminar a Voetius por haberle acusado de la afirmación
de que Dios pudiera engañar, rechaza tal posibilidad a
partir de la consideración contradictoria de que la
veracidad es un aspecto de la perfección
divina.
El texto cartesiano citado más arriba es en
cierto modo equívoco, pues al principio dice que "puede
ser que Dios haya querido que yo me equivoque", es decir, que no
existiría contra-dicción alguna en la idea de un
Dios engañador; pero luego añade que
"puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado,
pues es soberanamente bueno" y con ese "puede
ser"[265] está reconociendo la
posibilidad, aunque no la necesidad, de que
Dios no engañe, sin ver en ninguna de ambas alternativas
contradicción alguna con la esencia divina. Sin embargo,
cuando afirma que la bondad de Dios es incompatible con el
engaño, incurre en una contradicción tanto con el
texto en el que dice "puede ser que Dios haya querido que yo me
equivoque", como también con su anterior defensa absoluta
de la omnipotencia divina, según la cual no puede
aceptarse que existan valores por
encima de su voluntad, de manera que el hecho de que Dios sea
veraz o no, no dependería de que la veracidad
fuera un valor en sí misma al que debiera
someterse la actuación divina, ya que, en cuanto la
acción
de Dios quedase sometida a supuestos valores independientes de su
voluntad, no sería omnipotente, tal como reconoce el
"teólogo" francés en las Meditaciones
metafísicas:
"Cuando se considera con atención la inmensidad
de Dios, se ve con evidencia que no puede haber nada que no
dependa de Él; y no sólo todo lo que subsiste, sino
todo orden, ley o criterio de bondad y verdad, de Él
dependen […] Pues si algún criterio de bondad
hubiera precedido a su preordenación, le hubiese
determinado, entonces, a hacer lo mejor. Mas sucede al contrario:
que, como se ha determinado a hacer las cosas que hay en el
mundo, por esa razón […] son muy buenas:
es decir, que la razón de que sean buenas depende de
que las ha querido así. […] Así, no hay
por qué pensar que las verdades eternas dependen del
entendimiento humano, o de la existencia de las cosas, sino
tan sólo de la voluntad de Dios que, como supremo
legislador, las ha ordenado y establecido desde toda la
eternidad"[266].
En consecuencia, nuevamente hay que insistir en que la
doctrina cartesiana acerca del valor de cualquier verdad es la de
que todas ellas dependen de Dios hasta el punto de que sin
él no habría forma de escapar de la duda. Pero
además, desde la consideración de que por su
omnipotencia ese dios podría ser engañador, su
existencia no sería ninguna garantía en favor de
que las evidencias que uno tuviera se correspondieran con
auténticas verdades, sino que, por el contrario, el
supuesto dios católico hubiera podido ser causa de los
errores humanos sin que tal actitud hubiera implicado defecto
alguno en su ser, de manera que
"hubiera podido hacer, desde toda la eternidad, que dos
por cuatro no fuesen ocho"[267].
Sin embargo y a fin de evitarse problemas con
la jerarquía católica, cuando en Los principios
de la Filosofía juzgó que había
demostrado la existencia de Dios, dijo igualmente, de un modo
sospechosamente servil y acorde con las doctrinas de la Iglesia
Católica pero contradictorio con su anterior
afirmación, según la cual
"la razón de que [las cosas] sean buenas depende
de que [Dios] las ha querido
así"[268],
que en la idea innata que tenía de Dios
veía
"que es eterno, omnisciente, omnipotente, fuente de toda
bondad y verdad, creador de todas las cosas
[…]"[269],
y que
"la luz natural nos
enseña que el engaño depende necesariamente de
algún defecto[270]
sin detenerse a pensar que, desde el momento en que
consideró que Dios era omnipotente, dejaba de
tener sentido cualquier referencia a una supuesta
veracidad como un valor en sí mismo al
que Dios debiera someterse, en cuanto todo valor dependía
de su voluntad omnipotente, y en cuanto el hecho de que Dios
debiera ser necesariamente veraz representaría un
límite a su teórica omnipotencia. Pero
Descartes, sometiéndose a la doctrina más ortodoxa
de la teología católica y sin preocuparse por su
frívola contradicción, volvió a defender
que
"el primero de sus atributos que parece que ha de ser
considerado aquí consiste en que [Dios] es
veracísimo y la fuente de toda luz, de tal modo que
repugna en absoluto que nos
engañe"[271].
Pero, como ya se ha dicho, la afirmación de que
"repugna en absoluto que nos engañe" es
contradictoria con la simultánea
afirmación de la omnipotencia divina, proclamada
igualmente por Descartes. Ésta debía situar a Dios
por encima de cualquier valor moral que
fuera anterior a las decisiones de su voluntad, pues todo valor
dependía de ella, por lo que, en consecuencia,
habría podido engañar, si así lo hubiera
querido, sin que tal engaño hubiese implicado la
existencia en él de imperfección alguna.
3.4. Francisco Sánchez, "despertador de
Descartes"
En relación con los antecedentes que muy
probablemente influyeron en la búsqueda y en la
elaboración por parte de Descartes de un método
para la elaboración de una Filosofía –o de
una Ciencia- bien fundamentada, tiene especial interés
hacer referencia a Francisco Sánchez (1551-1623),
médico español
–o portugués- que fue profesor en la universidad de
Toulouse, que escribió en primera persona, como
después el propio Descartes, y con alguna frase que tanto
por su tono como por su contenido, en el que se hace referencia a
la duda metódica universal, lleva de modo natural a
recordar otra que después escribiría el
filósofo francés, pues efectivamente Francisco
Sánchez escribió en 1.580: "Entonces me
encerré dentro de mí mismo, y poniéndolo
todo en duda y en suspenso, como si nadie en el mundo hubiese
dicho jamás nada, empecé a examinar las cosas en
sí mismas, que es la única manera de saber
algo"[272]. Por su parte, en el Discurso del
método Descartes dijo:
"después que hube empleado algunos años en
estudiar así el libro del
mundo y en tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un
día la resolución de estudiar también en
mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi
espíritu en elegir los caminos que debía
seguir"[273]
La semejanza del punto de vista de Sánchez con el
de Descartes consiste en que ambos consideran que deben
distanciarse de las opiniones mal fundamentadas y ambos pensaron
que era necesario partir de una duda universal para reconstruir
el conocimiento en la medida en que fuera posible. La diferencia
entre ellos consiste en que Descartes llevó la duda hasta
un nivel tan extremo que se quedó atrapado en la propia
subjetividad y luego le resultó imposible escapar de ella
sin cometer diversos atentados contra la Lógica. Sin
embargo, Sánchez, sin la exagerada osadía de
Descartes, se conformaba con dejar de lado el lastre de las
diversas opiniones para "examinar las cosas en sí mismas",
que recuerda el lema de la Fenomenología "zu den Sachen selbst!"
–¡a las cosas mismas!- y que sugiere una clara
tendencia a estudiar los diversos fenómenos desde una
perspectiva empírica, a diferencia del camino seguido por
Descartes, consistente en partir de la propia subjetividad para
deducir a partir de ella el conjunto de la
realidad.
Pero, al margen de estas semejanzas y diferencias entre
estos textos, cualquiera puede observar las curiosas semejanzas
entre los puntos de vista de ambos pensadores, pues existieron
otras similitudes especialmente llamativas en las ideas de ambos
pensadores, ya que tanto uno como otro
1) consideraron que debían encerrarse dentro
de sí mismos y debían ponerlo todo en
duda como único camino para llegar a "saber
algo",
2) manifestaron su deseo de construir una nueva
ciencia más segura, y
3) tomaron conciencia de la necesidad de encontrar un
nuevo método basado en la razón
para conseguir este fin. En este sentido Francisco Sánchez
había escrito: "Yo […] propondré en otro
libro si es posible saber algo y de qué modo; esto es,
cuál puede ser el método que nos conduzca
a la ciencia en cuanto lo permita la humana
fragilidad"[274]
Sin embargo, Descartes en ningún momento
mencionó al filósofo español, como si no
hubiera conocido su obra, lo cual habría sido bastante
extraño si se tienen en cuenta las llamativas
coincidencias entre ambos pensadores, el hecho de que el
español ejerció como profesor en la universidad
francesa de Toulouse y el hecho de que el pensador francés
no mencionaba casi nunca las fuentes en las
que de algún modo pudo haberse inspirado. Por ello, la
semejanza entre el programa de Francisco Sánchez
y su desarrollo en la obra de Descartes llevan a pensar
que tal coincidencia no fue una simple casualidad sino que en
realidad hubo una auténtica influencia del español
sobre el francés, al margen de que éste no tuviera
especial interés en mencionarla. Quizá pensó
que referirse a los escritos de Sánchez redactados en
primera persona y manifestando la necesidad de dudar de
todo y de buscar un método racional para
avanzar en el descubrimiento de la verdad podía
arrebatarle ante los demás la "originalidad" de sus ideas,
lo cual no habría sido muy coherente con su
vanidad[275]Por otra parte, en la obra de
Sánchez había una crítica a algunos aspectos
del catolicismo y eso pudo contribuir a que Descartes considerase
más prudente que no se le relacionase con
él.
La existencia del
Dios del cristianismo
Como ya se ha dicho, el papel que jugó la
regla de la evidencia como punto de partida para
demostrar la existencia del dios católico y la
utilización posterior de tal supuesta realidad para
justificar el valor de la regla de la evidencia
determinó que Descartes incurriese en un
círculo vicioso que fue incapaz de reconocer
porque su interés en recuperar el valor de los
conocimientos sometidos a la duda metódica fue un objetivo
esencial que le impidió tomar conciencia de la
imposibilidad de escapar desde aquellas bases más
allá de la propia subjetividad. Por ello, a partir de la
consideración según la cual era necesario
fundamentar el valor de la regla de la evidencia para
asegurar el valor de cualquier supuesto conocimiento, y a partir
de la consideración errónea de que sólo el
dios católico podía proporcionar tal
garantía, la consecuencia inevitable fue la de la
imposibilidad de librarse del solipsismo, en cuanto la
demostración de la existencia de tal divinidad quedaba
imposibilitada desde el momento en que la regla de la evidencia,
única herramienta para lograr tal demostración,
sólo podía utilizarse con éxito a
partir del momento en que ese dios, cuya existencia había
que demostrar, hubiera garantizado su valor.
No obstante y aun pasando por alto esta imposibilidad,
explicada posteriormente de manera especial por Hume y por
Kant, la
utilización cartesiana de la regla de la evidencia para
intentar tal demostración fue realmente desafortunada como
consecuencia de haber empleado unos argumentos que, además
de estar radicalmente alejados de la evidencia, en ocasiones
sólo hubieran podido servir para demostrar lo contrario de
lo que el filósofo francés se propuso.
Y así, por lo que se refiere a esta
problemática, Descartes no contaba con otro apoyo que el
proporcionado por su primera proposición considerada como
verdadera, "pienso, luego existo", junto con de la regla de
la evidencia, aunque utilizándola de manera
ilegítima según las propias exigencias
cartesianas, en cuanto ésta no había quedado
fundamentada de acuerdo con las requerimientos
metodológicos del pensador francés.
Esa primera verdad del cogito le condujo a
definirse como "una cosa que piensa", esto es, como un ser que
tenía ideas. Respecto a tales ideas,
señaló que existían diferencias entre ellas
respecto al modo de presentarse: Unas eran innatas, en
cuanto las encontraba en sí mismo; otras debía
considerarlas adventicias, en cuanto parecían
proceder de algo distinto del propio ser; y finalmente las
llamadas facticias las construía él mismo
combinando distintas ideas.
En cuanto la afirmación de la existencia de una
realidad externa había quedado en suspenso por la
aplicación de la duda metódica, Descartes
sólo contaba con esa serie de ideas como base para
intentar demostrar la existencia del dios de la iglesia
católica. Con este fin utilizó diversos argumentos,
ninguno de los cuales podía ser concluyente porque, al
margen de la imposibilidad intrínseca para el logro de tal
objetivo, los planteamientos cartesianos contribuyeron
todavía más si cabe a reforzar el carácter
quimérico de tal hazaña.
1) Así en las Meditaciones
Metafísicas utilizó un argumento similar al
tipo de los empleados por Tomás de Aquino, quien,
partiendo del movimiento, de
la causalidad o de la contingencia, consideraba que en el
conjunto de seres movidos, causados o contingentes no era posible
remontarse al infinito sino que era necesario suponer la
existencia de un primer motor
inmóvil, una primera causa incausada o un
ser necesario que explicasen respectivamente la
existencia de realidades movidas, causadas o contingentes. Ahora
bien, como Descartes no podía contar para sus
argumentaciones con el punto de partida de la realidad externa,
en cuanto su existencia había quedado puesta entre
paréntesis como consecuencia de la aplicación de la
duda metódica a los conocimientos sensibles, sólo
le quedaban las ideas existentes en la "res cogitans". Y
así, utilizando un procedimiento
similar al de Tomás de Aquino pero referido exclusivamente
a tales ideas, estimó en primer lugar que éstas
debían estar causalmente relacionadas de tal modo
que había de existir una idea primera de la que
las demás dependían, y, en segundo lugar, que la
causa de dicha idea primera debía ser una
realidad correspondiente a dicha idea, en la que
existiría realmente la perfección que en
las ideas sólo estaba por
"representación":
"Y aunque pueda suceder que una idea dé origen a
otra idea, esto, sin embargo, no puede continuar al infinito,
sino que es necesario llegar por fin a una idea primera, cuya
causa sea como un patrón o un original, en la que se halle
contenida formal y efectivamente toda la realidad o
perfección que se encuentra sólo objetivamente o
por representación en estas
ideas"[276]
Este argumento casi parecía una burla a causa de
su superficialidad, pues, en primer lugar, partía de la
falsa premisa de que las ideas estuvieran causalmente enlazadas
entre sí de forma que la intuición de una
debiera conducir necesariamente hasta otra anterior y
así hasta llegar a una primera idea de la que las
demás dependerían, lo cual resulta realmente
llamativo si se tiene en cuenta que nadie más ha hablado
de la existencia de una cadena causal de ideas que
conducirían a una primera idea que sería el origen
de las demás. Todos tenemos ideas que aparecen de acuerdo
con diversas leyes del
psiquismo humano, pero a nadie se le ocurre que exista una
relación de causalidad entre una idea y cualquier otra, a
no ser que se está haciendo referencia a las leyes de
asociación de ideas, que no son leyes de las ideas sino
leyes de carácter psíquico. En segundo lugar,
porque el hecho de que considere que la causa de esa idea
primera deba ser una realidad que posea en
sí la perfección existente en ella por
representación es una burda falacia, pues si
Descartes había puesto en duda la existencia de un mundo
externo relacionado y causa de las sensaciones, parecía al
menos igual de lógico que se abstuviese de considerar que
cualquiera de las ideas tuviera un origen que estuviera
más allá de la propia subjetividad. Además,
podría haber comprendido que nadie se encuentra en
posesión de una "idea primera", identificada con el
dios cristiano o con una "sustancia infinita", por
más que posea conceptos confusos de series
infinitas, como la de los números naturales o la del
espacio de la geometría euclídea entendido como
infinito.
2) Desde otra perspectiva y partiendo nuevamente de las
ideas, Descartes indicó que entre las ideas innatas
había una que tenía un carácter muy especial
cuando se la comparaba con el carácter limitado del propio
ser. Se trataba de la idea de dios –del dios cristiano-, y,
en el Discurso del Método señala que, en
cuanto yo era un ser que dudaba y en cuanto por ello
"mi ser no era completamente perfecto, pues veía
claramente que conocer era una perfección superior a
dudar, quise indagar de dónde había aprendido a
pensar en algo más perfecto que yo; y conocí
evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que
fuese, en efecto, más
perfecta"[277].
Igual que el anterior y que el siguiente y que todos los
argumentos empleados, éste era también
asombrosamente pobre, frívolo y contradictorio,
especialmente si se tenía en cuenta el rigor empleado por
Descartes a la hora de aplicar la duda metódica con aquel
rigor que le llevó a dejar en sus pensó el valor de
las verdades matemáticas. Cuando escribe "quise indagar de
dónde había aprendido a pensar en algo más
perfecto que yo" parece no querer entender que del mismo modo que
se puede crear el concepto de "Superman" sin tener capacidad que
la de una fantasía simplemente normal por el mismo
procedimiento se puede crear el concepto de un ser como aquel al
que hace referencia el dios del cristianismo.
Pero además se trata de una demostración
contradictoria en cuanto el reconocimiento de que "mi ser no era
completamente perfecto" no podía conducir a la
conclusión de la existencia de un "ser perfecto", pues del
mismo modo que "el obrar sigue al ser", un ser perfecto no
crearía seres imperfectos. Simplemente no crearía,
precisamente por ser perfecto, por tenerlo todo y por no faltarle
nada.
3) A continuación y como un nuevo argumento
Descartes indica que, si él hubiera sido causa de
sí mismo, se habría dado las perfecciones que
conocía y que estaban contenidas en la idea de dios, y
que, por ello, era evidente que había debido crearle un
ser que tuviera todas las perfecciones cuya simple idea él
poseía, pues
"si hubiese estado solo e
independiente de cualquier otro de tal manera que procediese de
mí mismo todo lo poco en que participaba del ser perfecto,
hubiera podido tener por mí mismo, por la misma
razón, todo lo demás que sabía que me
faltaba y así ser yo mismo infinito, eterno, inmutable,
omnisciente, todopoderoso y en fin tener todas las perfecciones
que podía advertir en
Dios"[278].
Pero al utilizar este argumento Descartes
incurrió en el mismo error existente en el anterior al no
darse cuenta de que con tal planteamiento estaba afirmando que
el amor de ese
dios hacia él, a pesar de ser supuestamente infinito, era
inferior al que él mismo se tenía, en cuanto ese
ser le había dotado de una naturaleza muy inferior
respecto a la que él mismo se habría dado si
hubiera podido hacerlo, pues se habría dotado de todas las
perfecciones que conocía y no se habría conformado
con su simple conocimiento.
De nuevo y frente a esta "demostración", tan
fácilmente alcanzada, resulta sorprendente comprobar la
frivolidad con que Descartes llega a considerar
"evidente" un argumento tan absurdo, pues, partiendo de los
datos de su
argumentación, más bien debería haber
concluido en un resultado totalmente contrario, ya que la propia
imperfección sería una prueba en contra de
la existencia de dios como ser perfecto, pues, de
acuerdo con el adagio "operari sequitur esse", las obras de ese
supuesto dios, en cuanto ser perfecto, deberían haber sido
perfectas, y, por ello, si su omnipotencia le permitía
crear lo que quisiera y su bondad le impulsaba a conceder todas
las perfecciones posibles a lo creado, ese dios no habría
actuado de acuerdo con su supuesta bondad y poder infinitos al
haberle creado de un modo tan imperfecto; y, por ello, la propia
existencia del pensador francés, que conocía
perfecciones que no tenía, constituía una clara
demostración de la inexistencia de aquel supuesto ser
perfecto meramente pensado al que se refería con la
palabra "dios".
Conviene recordar a este respecto que una de las
críticas de Hume al argumento
físico-teleológico de Tomás de Aquino se
basaba precisamente en el hecho de que la consideración
del mundo, como imperfecto y limitado que era, no
permitía concluir de manera válida en la necesidad
de una causa perfecta e infinita, como lo sería
el dios cristiano, sino, en el mejor de los casos, imperfecta y
limitada como el propio mundo.
Parece que en algún momento Descartes
llegó a ser consciente de esta dificultad y parece
igualmente que trató de resolverla mediante un argumento
realmente insostenible. En efecto, en las Meditaciones
metafísicas había escrito:
"habría sido mucho más perfecto de lo que
soy si Dios me hubiese creado de modo que no me equivocara
jamás"[279],
pero a continuación y como justificación
la actuación de Dios, aparentemente incompatible al menos
con su omnipotencia e infinita bondad, se atreve a
escribir:
"Pero no por eso puedo negar que en cierto modo el que
algunas de las partes de todo el Universo no
estén exentas de defectos es una perfección mucho
mayor que si todas fueran
iguales"[280].
El absurdo de esta justificación de la
actuación divina a la hora de considerar que el Universo sea
más perfecto con imperfecciones que sin ella se advierte
muy sencillamente si alguien tratase de aplicar esta misma
justificación a la propia esencia divina:
¿Aceptarían los teólogos católicos la
doctrina de que Dios, además de poseer perfecciones, posee
imperfecciones porque de ese modo es más perfecto? Por
otra parte, esta doctrina no era del todo nueva, pues en la
antigüedad griega ya Heráclito había escrito que "la
armonía oculta es superior a la manifiesta",
refiriéndose con esas palabras a la propia realidad del
Universo entendido de un modo panteísta como realidad
divina que tendría toda una serie de aspectos diversos y
contrapuestos. Que Heráclito hablase en esos
términos del Universo-Dios tenía sentido en cuanto
no pretendía hablar de otra cosa que de aquella Naturaleza
que se le ofrecía mediante la experiencia. Pero que
Descartes aplicase esa misma consideración a la realidad
del Universo, supuestamente creado por el dios cristiano, no
tenía ningún sentido lógico, aunque
sí el de escapar a la persecución de la
jerarquía católica como se le hubiera ocurrido
decir que la bondad o la omnipotencia divina eran limitadas en
cuanto su creación tenía imperfecciones, como en
especial la del sufrimiento que rodea la vida del ser humano y la
de la gran mayoría de los seres vivos:
¿Tenía algún sentido la afirmación de
que el Universo fuera más perfecto con sus imperfecciones
que sin ellas? ¿Tiene algún sentido, más
allá del sadismo, considerar que la humanidad es
más perfecta con la enorme dosis de sufrimiento que
contiene por las enfermedades, por el hambre,
por la conformación biológica de los seres vivos
que se alimentan de otros seres vivos a quienes causan
sufrimientos absurdos que si no existieran toda esa serie de
aspectos negativos? ¿O acaso la omnipotencia divina no
llegaba tan lejos como para crear un mundo sin dolor? Descartes
en ningún momento llega a plantearse estas
consideraciones, aunque tuvo el atrevimiento de afirmar la
absurda idea de que el hecho de
"que algunas de las partes de todo el Universo no
estén exentas de defectos es una perfección mucho
mayor que si todas fueran iguales",
afirmación insensata y frívola que, desde
luego, no encajaba para nada con su aparente exigencia de rigor,
de claridad y distinción, a la hora de aceptar cualquier
supuesta verdad y que tendría idéntica
justificación que la de quien afirmase que la suma de lo
que tiene y de lo que debe le hace más rico que si no
tuviera deudas.
De este modo Descartes pretendía solucionar el
problema de la incompatibilidad entre la perfección divina
y la "aparente" imperfección del Universo, que se muestra de manera
especialmente clara en la existencia del sufrimiento. No
obstante, parece sintomático de cierta inseguridad el
hecho de que al final del párrafo
citado Descartes escribiera el término
"semblables"[281], como si no se hubiera atrevido
a escribir "igual de perfectas", en cuanto pudo ser consciente de
que con tal expresión habría puesto en mayor
evidencia lo absurdo de considerar que la
imperfección pudiera ser tan perfecta como
la perfección.
4) Descartes utilizó también una
variación del argumento ontológico de
Anselmo de Canterbury, señalando que
"volviendo a examinar la idea que yo tenía de un
ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en
ella de la misma manera que en la de un triángulo
está comprendido que sus tres ángulos son iguales a
dos rectos"[282].
Una exposición
similar de este argumento, aunque más breve pero
igualmente criticable, aparece en las Meditaciones
Metafísicas, donde escribe:
"como no puedo concebir a Dios sin existencia, se
infiere que la existencia es inseparable de él y, por lo
tanto, que existe verdaderamente"[283].
Resulta curioso que una de las críticas que
pueden presentarse contra este argumento, que ya había
sido criticado por el mismo Tomás de Aquino y por
Guillermo de Ockam, la proporcionó el propio Descartes de
manera involuntaria. En efecto, del mismo modo que
consideró que Dios hubiera podido hacer que los radios de
una circunferencia no midieran lo mismo y que la suma de los
ángulos de un triángulo no equivaliesen a dos
rectos, si el argumento que concluye en la existencia de Dios se
basa en la semejanza existente entre la afirmación de que
en Dios su existencia está contenida en su esencia "de
la misma manera que en la de un triángulo está
comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos
rectos", en tal caso y en cuanto Descartes entiende que el
principio de contradicción en que se basan tales
afirmaciones de la geometría no tendría un valor
necesario y absoluto sino sólo derivado de la omnipotencia
divina, no estaría legitimado para servirse de tal
principio para demostrar la existencia de Dios mientras dicha
existencia no estuviera ya demostrada, lo cual era, como en
tantas otras ocasiones, un círculo vicioso.
Una segunda crítica a este argumento deriva del
propio planteamiento, en el cual, de acuerdo con su frivolidad,
Descartes habla de "la idea que yo tenía de un
ser perfecto", añadiendo que "la existencia estaba
comprendida en ella", es decir, que en esta argumentación
Descartes ni siquiera llega a hablar de la existencia de "Dios"
sino sólo de la existencia de la "idea de Dios", idea que,
aun cuando pudiera existir de un modo más o menos confuso,
en ningún caso sería equivalente al propio Dios
como realidad supuestamente denotada por dicha idea. Es decir,
afirmar que la existencia está contenida en
la idea de un ser perfecto no equivale a demostrar la
existencia de un ser perfecto sino sólo a señalar
de manera redundante la existencia de esa misma idea
de un ser perfecto.
Pero, al margen de estas críticas, ya en la
época de Anselmo de Canterbury, primer defensor de este
argumento, surgieron otras críticas igualmente acertadas.
Así, el fraile Gaunilon indicó que, siguiendo la
argumentación anselmiana, igual podría demostrarse
la existencia de las Islas Afortunadas, ya que, si no
existieran, no serían afortunadas, queriendo dar a
entender que una cosa es que la mente sea capaz de forjar ideas
diversas, pero otra muy distinta es que a partir de tales ideas
se pueda deducir la existencia de realidades trascendentes que se
correspondan con ellas.
Posteriormente, Tomás de Aquino, Ockham, Hume y
Kant aportaron sus propias críticas, considerando, en
definitiva, que había que diferenciar entre el orden
del pensamiento y el orden de la realidad: Por lo
que se refiere al pensamiento y admitiendo la posibilidad de
tener en él la idea de un ser perfecto, a fin de
poder afirmar que tal ser exista en la realidad y no
sólo como idea, sería necesaria la
experiencia correspondiente de tal supuesto ser
perfecto, cuyas cualidades deberían
corresponderse con las de su idea, de manera que dicha
experiencia debe ser la piedra de toque para saber si la idea
pensada se corresponde con una realidad independiente
del pensamiento cuyas cualidades se identifiquen con las de
aquella idea.
Adelantándose a Kant, Hume había
dicho que era posible pensar en Dios o en cualquier quimera como
existentes o como no existentes, pero que, en el mejor de los
casos, a la hora de afirmar la existencia de realidades
distintas a las meramente pensadas no podía ser suficiente
el simple hecho de pensarlas sino que había que recurrir a
la experiencia.
Igualmente Kant señaló más
adelante que la existencia no era un predicado real, es
decir, no era una cualidad nueva que se añadiese
al conjunto de cualidades que se asocian con determinado
concepto, sino que hacía referencia a la
"posición absoluta de una cosa", es decir, a la
afirmación de la existencia de una realidad
empírica que se correspondía en sus cualidades
con las de un determinado concepto, de manera que las
cualidades que éste tuviera en el pensamiento
serían las mismas que tendría en la
realidad si en verdad existiera, pero sólo la
experiencia podía mostrar si lo pensado
se correspondía con una realidad existente fuera del
pensamiento, además de existir en
él.
En cuanto todas estas críticas son aplicables al
planteamiento cartesiano, vuelve a mostrarse el fracaso del
pensador francés a la hora de aplicar la regla de la
evidencia al conformarse con una argumentación tan
absurda que sólo sirve como un ejemplo más para
mostrar que nunca se deben aceptar las "evidencias"
subjetivas –que son todas- como criterio
suficiente de conocimiento.
5) Finalmente, en las Meditaciones
Metafísicas indica Descartes que toda idea posee un
doble valor: En el hecho de pensar algo puede
diferenciarse, por una parte, el hecho mismo de pensar,
y, por otra, la realidad pensada. El hecho de
pensar posee, según Descartes, una "realidad
formal", mientras que la realidad pensada posee una
"realidad objetiva". A continuación afirma que como
actos diversos de un sujeto pensante las ideas no
plantean problema alguno desde la perspectiva de su realidad
formal; pero dice que se plantea un problema cuando uno se
pregunta por la causa que pueda haber producido tales
ideas en cuanto contienen una realidad objetiva. Indica
a continuación que la realidad objetiva de la
mayoría de las ideas, en la medida en que es
limitada por representar diversas realidades naturales,
que son limitadas, podría haber sido causada por él
mismo; pero, según el pensador francés, no ocurre
lo mismo con la idea de Dios, pues la realidad
objetiva que en ella se contiene es infinita y, en
consecuencia, no podría ser explicada su presencia en
él como si él mismo fuera su causa, pues
"lo que es más perfecto, es decir lo que contiene
en sí más realidad, no puede seguirse ni depender
de lo menos perfecto"[284].
Indica por ello que el yo, como sustancia
finita, no podría poseer la idea de una sustancia
infinita a menos que ésta estuviera causada en
él por una sustancia infinita realmente
existente. En consecuencia, llegó a afirmar que la simple
presencia en él de la idea de Dios demostraba la
existencia del propio Dios.
Resulta asombrosamente decepcionante la facilidad con
que a Descartes se le mostró como evidente un
argumento tan absurdo y, en cualquier caso, tan carente de
evidencia, al menos si se tiene en cuenta la rigurosa "claridad y
distinción" que él parecía exigir para la
aplicación segura de la regla de la evidencia, y si se
tiene en cuenta la serie de filósofos que le sucedieron, en cuanto
ninguno o casi ninguno llegó a compartir su aparente
convicción acerca del valor demostrativo de tal argumento
–aunque tampoco de los otros-. Cuando se refirió a
la realidad objetiva de la idea de Dios diciendo que era
infinita, el "teólogo" francés no tuvo en
cuenta que en sentido estricto no se tiene una idea
positiva de "lo infinito", pues, cuando se intenta una
hazaña como ésa, lo único que se consigue es
pensar en la negación de lo finito, pero en
ningún caso una comprensión positiva de
"lo infinito", del mismo modo que tampoco se abarca con el
pensamiento la serie infinita de los números naturales,
sino sólo que dicha serie nunca termina y que todos y cada
uno de los números tienen su correspondiente sucesor de
forma indefinida. En consecuencia, la "realidad
objetiva" de la idea de Dios, no podía ser pensada como
infinita sino sólo como indefinida, de
manera que estar en posesión de tal idea no
implicaba abarcar con absoluta comprensión su
significado. En este sentido indicó Spinoza que
Dios tenía infinitos atributos, pero que el ser humano,
como parte del mismo "Deus sive Natura", sólo
conocía el pensamiento y la extensión. Por otra
parte, la realidad objetiva de las ideas del Universo,
de Atenea, de la Vía Láctea, de Odiseo, del
Everest, de Asterix o del pueblo en que uno vive son
mayores o más complejas que los pensamientos
correspondientes de quien se encuentra en posesión de
tales ideas, y, sin embargo, nadie se plantea el problema de
cómo es posible que estén almacenadas en su mente.
En consecuencia, parece evidente que puede pensarse cualquier
ente imaginario, por muy inmenso y extraño que sea, aunque
se piense de modo impreciso, y que no por ello hay que concluir
en que deban existir seres reales independientes que se
correspondan con el contenido de tales ideas y que sean causantes
de ellas.
Por otra parte y en relación con esta
cuestión Hobbes
objetó a Descartes que no tenía sentido afirmar de
algo que tuviera más o menos realidad: "¿Admite la
realidad el más y el menos? O bien, si piensa que una cosa
es más cosa que otra, considere cómo es posible
explicar eso con toda la claridad y evidencia requerida por una
demostración"[285].
Por ello y teniendo en cuenta el cúmulo de
circunstancias que conformaron el ambiente
social y cultural de Descartes, no resulta demasiado
extraño que se conformase con unos argumentos tan endebles
y tan alejados de la evidencia para demostrar la existencia
del dios católico, argumentos asumidos con la misma
frivolidad con que defendió otras doctrinas
igualmente absurdas, como sucede con su consideración
según la cual
"aunque Dios haya querido que algunas verdades fuesen
necesarias, esto no significa que las haya querido
necesariamente"[286],
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