3.1. La duda metódica
Para la puesta en práctica del método a
fin de fundamentar y reconstruir el conjunto de los conocimientos
Descartes
aplicó la duda de manera generalizada –aunque no por
completo, pues la religión quedó
libre de ella-, y llegó a la conclusión de que
podía existir una duda razonable tanto respecto a la
existencia de una realidad externa como respecto al valor de las
verdades matemáticas y, en consecuencia, del
conjunto de todos los conocimientos. Sin embargo, la
aplicación de dicha duda no podía conducirle a la
negación del valor de todos esos conocimientos, en cuanto
tuviera realmente argumentos suficientes para ello, de manera
que, si adoptó una actitud
aparentemente escéptica respecto a ellos, lo hizo de
manera teatralmente calculada, sirviéndose de manera
inadecuada de argumentos que, como puede verse a
continuación, en realidad no conducían ni a una
duda razonable acerca de la existencia de la realidad externa ni
acerca de las verdades matemáticas, sino sólo a la
negación del carácter objetivo de
las sensaciones y al reconocimiento de que hay quien se equivoca
al realizar cálculos matemáticos, lo cual se sabe precisamente
porque existe un procedimiento
objetivo para verificarlos.
3.1.1. La duda artificiosa sobre la existencia de la
realidad externa
Por lo que se refiere a la aplicación de la duda
metódica universal –y al margen de la
contradictoria excepción al no aplicarla a la
religión-, Descartes aplicó la duda a los
conocimientos sensibles –incluido el de la
existencia del propio cuerpo-, considerando en el Discurso
del método que
"como nuestros sentidos a veces nos engañan,
quise suponer que no había ninguna cosa que fuese tal como
ellos nos hacen imaginar"[194].
Igualmente, en las Meditaciones
metafísicas escribió
posteriormente:
"a veces he experimentado que estos sentidos eran
engañosos, y es más prudente no confiar por entero
en nada que ya alguna vez nos ha
engañado"[195].
Además, consideró que la duda tenía
pleno sentido en este terreno en cuanto podía
suceder
"que estemos dormidos, y que todas esas
particularidades, por ejemplo, que abrimos los ojos, movemos la
cabeza, extendemos las manos, y cosas
semejantes"[196]
sólo fueran ilusiones provocadas por el
sueño, teniendo en cuenta además la imposibilidad
de diferenciar de un modo seguro entre la
vigilia y el sueño.
Como consecuencia de estas consideraciones Descartes
pensó, o, mejor, dijo que pensaba, que tenía
motivos suficientes para dudar de la existencia de una
realidad externa independiente del sujeto.
Sin embargo, lo que el propio autor había escrito
en el Discurso del método como base para afirmar
la problematicidad de la realidad externa no le permitía
llegar a tal conclusión, pues efectivamente en esta obra
indicaba simplemente que "no había ninguna cosa que fuese
tal como ellos nos hacen imaginar" pero no que no
existiera ninguna cosa, aunque fuera distinta de la que
los sentidos
mostraban. De manera que el hecho de que las cosas no fueran
"tal"[197] como los sentidos las presentan
sólo debería haberle servido para desconfiar acerca
del valor objetivo de las sensaciones a la hora de mostrar
cómo era la realidad en sí misma, pero no
para dudar acerca de su existencia.
Por esto el planteamiento cartesiano del Discurso
del método, que finalmente ponía en duda la
existencia de la realidad externa, era simplemente una falacia
que no se deducía de la consideración del
carácter engañoso de los sentidos. Además,
parece que el propio filósofo se traiciona cuando utiliza
la expresión "quise suponer"[198], que
indica que en realidad no se produjo en él una duda de tan
largo alcance sino que era el propio pensador quien se forzaba a
sí mismo para dudar acerca de la existencia de la realidad
externa a partir de un supuesto que no debía conducirle a
otra duda que a la relacionada con la creencia ingenua en el
valor objetivo de las sensaciones.
Por otra parte y a diferencia del planteamiento del
Discurso del Método, en las Meditaciones
metafísicas la argumentación cartesiana tiene
un matiz muy distinto, en el que tal vez los críticos no
parecen haber reparado, pues aquí Descartes ya no dice
simplemente que las cosas no sean tales como aparecen
sino que, en cuanto los sentidos nos engañan, hay que
dudar de su valor de una manera total, no
concediéndoles crédito
alguno ni siquiera para afirmar la existencia de aquello
que provoca las sensaciones.
Es decir, parece que Descartes pudo tomar conciencia de la
insuficiencia del planteamiento del Discurso del
método en cuanto servía para reconocer que los
sentidos eran engañosos, considerando que las sensaciones
no eran un fiel reflejo de la realidad, pero no para demostrar
que fueran engañosos hasta el punto de que no sirvieran
para informar al menos de que existía una
realidad que afectaba a los sentidos, pues si sabía
que los sentidos le engañaban, eso sólo
podía haberlo descubierto en cuanto hubiera conocido una
perspectiva más objetiva en comparación con la cual
había observado ese error de los sentidos o porque los
mismos sentidos y la razón le habían servido para
corregir errores anteriores respecto a lo
observado.
Por otra parte, conviene observar que en el texto citado
de las Meditaciones Descartes se contradice por lo que
se refiere a su doctrina acerca del error, pues mientras
aquí afirma que "es más prudente no confiar por
entero en nada que ya alguna vez nos ha
engañado"[199], considerando que el
engaños estarían causados por una realidad
independiente de la voluntad del sujeto, en otros
momentos indica con mayor acierto que el engaño o el error
no provienen de los sentidos sino de una actuación de la
voluntad que se pronuncia de forma inadecuada en cuanto se haya
determinado a afirmar o a negar sin que el entendimiento le haya
proporcionado bases suficientes para hacerlo. Y así, en
este caso concreto, no
tendría por qué haber afirmado que los sentidos
eran engañosos sino sólo que podía
producirse un error cuando se confundían las sensaciones
con aquello que las causaba: Que uno vea a lo lejos un
árbol que parece más pequeño que el
lápiz con el que lo dibuja puede ser motivo para afirmar
que los sentidos son engañosos respecto al tamaño
de los objetos, pero no respecto a su existencia, pues la mente
se sirve de las sensaciones, pero tiene procedimientos
complementarios para corregir los errores iniciales a que puedan
inducir por sí mismos, de manera que el error no proviene
de los sentidos sino de los pronunciamientos de la mente cuando
no tiene en cuenta aquellos mecanismos, como el recuerdo de
experiencias pasadas, que deben servirle para corregir la
información procedente de manera exclusiva
de la información sensible actual. Por ello, si
–como defiende Descartes- a la hora de juzgar la voluntad
se refiere a las sensaciones que aparecen en su mente,
acertará al decir que son como son, mientras que
será el sujeto quien deberá aprender a
interpretarlas del modo más adecuado, que en ningún
caso concluirá en la identificación del mundo de
las sensaciones con el mundo de la realidad externa sino
sólo al reconocimiento de la existencia de cierto
isomorfismo, ya que, por definición, sensación y
mundo externo son realidades diversas.
Sin embargo, a fin de corregir este error –no de
los sentidos sino del sujeto que juzga y confunde las sensaciones
con la realidad que las provoca- en las Meditaciones el
pensador francés cambia el contenido y la forma de
redacción del Discurso y habla
simplemente de que, como los sentidos son engañosos, en
principio hay que dudar de ellos no sólo en lo referente a
la falta de adecuación entre ellas y la realidad que las
causa sino incluso en la consideración de que las
sensaciones podrían producirse en el sujeto sin una
realidad que las provocase. Y en esta obra además, para
poder asegurar
que la duda tuviera un valor casi absoluto, introduce la
artificiosa hipótesis del genio maligno,
a partir de la cual todo sería efectivamente dudoso a
excepción de la verdad del cogito.
Parece que en todas estas elucubraciones lo que
Descartes pretende no es dudar de todo lo dudable sino introducir
una duda artificial acerca de casi todo para que
así su sistema
apareciera más prodigioso: El conjunto de la realidad
quedaba puesto entre paréntesis por la aplicación
de la duda; a continuación se descubría una
única verdad que superaba la prueba de la duda,
cogito, ergo sum; a partir de ésta se recuperaba
a Dios; y a partir de Dios se recuperaba la realidad externa.
Realmente se trataba de un proceso
portentoso, digno de la megalomanía del filósofo
francés.
Pero, en resumidas cuentas,
Descartes no jugó limpio en ese juego de la
duda metódica, no sólo por haber excluido la
religión de dicha duda sino especialmente por haber
jugado a dudar de lo que quiso para luego aparentar que
era capaz de realizar la proeza de redescubrirlo todo con la
ayuda de Dios. Sin embargo, Descartes no tenía
motivos para negar que por debajo de lo observado subyaciera
una realidad X, al margen de que los sentidos no
pudieran captar cómo era dicha realidad en
sí misma y al margen de cómo apareciera
como consecuencia de las sensaciones que las sensaciones
provocaba como consecuencia del modo de ser de los
sentidos.
En líneas generales ésta fue la crítica
de Kant al "idealismo
problemático" cartesiano, indicando que la
categoría de existencia era aplicable a todo
aquello que fuera objeto de sensación. En este
punto, señaló Kant que no por el hecho de reconocer
que la experiencia no capte le realidad de un modo objetivo,
conociéndola en su ser más propio o como "cosa en
sí", hay que llegar a una postura idealista que niegue la
existencia de la realidad empírica, pues, aunque la
realidad en sí misma no se identifique con el modo
según el cual el sujeto la conoce, "la existencia de
la cosa que aparece no es de este modo suprimida, […] sino
que se indica que, por medio de los sentidos, no podemos, en modo
alguno, conocer lo que esta existencia sea en sí
misma"[200] y, así, era absurdo considerar
que los sentidos fueran engañosos hasta el punto de
mostrar puras apariencias sin algo que
apareciera, al margen de que su forma de manifestarse estuviera
con-dicionada por el modo de ser de la sensibilidad del sujeto y
al margen de que nunca pudiera llegar a conocerse cómo
fuera ese algo en sí mismo.
La crítica kantiana era acertada y servía
además para restituir al concepto de
"existencia" el significado propio de su uso en el lenguaje
ordinario, concepto que, a la vez que se aplica al sujeto
cognoscente, se aplica igualmente a la realidad conocida en
cuanto ambos se encuentran en un mismo plano –hasta el
punto de que, como el propio Kant señala, ni siquiera el
sujeto se conoce tal como es en sí mismo, sino
sólo tal como aparece para sí-.
Es decir, mientras Descartes enfocaba la cuestión
partiendo de un yo inicial que se enfrentaba a unas
sensaciones cuya relación con una realidad externa e
independiente del sujeto se suponía pero no podía
demostrarse, desde un planteamiento como el kantiano o el de la
epistemología genética
de J. Piaget lo
inicial no sería el yo ni lo subsiguiente la
experiencia de unas sensaciones supuestamente
relacionadas con una realidad externa, sino que lo
inicial sería un complejo de experiencias difusas
que progresivamente se irían diferenciando y polarizando,
dando lugar a la aparición de la conciencia
subjetiva, como realidad unida a sensaciones, percepciones,
recuerdos, actividad voluntaria, imágenes y
pensamientos, y a la aparición de aquello que
provoca estos fenómenos que aparecen ante la conciencia.
Dicho con palabras del propio Piaget: "En el punto de partida de
la evolución mental no existe seguramente
ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o
sea, que las impresiones vividas y percibidas no están
ligadas ni en una conciencia personal sentida
como un "yo", ni a unos objetos concebidos como exteriores: se
dan sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en
un mismo plano, que no es ni interno, ni externo, sino que
está a mitad de camino entre estos dos polos, que
sólo poco a poco irán
oponiéndose entre sí"[201]. La
conciencia subjetiva aparece también y de modo
especial como capacidad de actuar sobre la realidad de
la que se tienen experiencias sin que el sujeto las haya creado,
mientras que el otro polo de la experiencia, es decir, la
realidad sensible manifiesta su ser imponiéndose
a la subjetividad sin que ésta pueda hacer otra cosa que
experimentarla, enfrentarse a ella o tratar de captarla y
manipularla, sin poder trascender la experiencia para conocer la
realidad independiente del sujeto.
3.1.2. La duda artificiosa sobre las verdades
matemáticas
A continuación y pese a que el método
aplicado a los conocimientos matemáticos fue el
que inspiró al pensador francés para la
depuración y posterior recuperación en su caso de
los conocimientos que pudieran superar la criba de la duda
metódica, éste la aplicó a esos mismos
conocimientos a partir de la consideración de
que
"puesto que hay hombres que se equivocan al razonar
incluso en los temas más simples de la geometría
e incurren allí en paralogismos, y juzgando que estaba
sujeto a error lo mismo que cualquier otro, rechacé como
falsas todas las razones que antes había tomado por
demostraciones"[202].
Sin embargo, el pensador francés no se
percató –o lo disimuló- de que desde el
momento en que afirmaba que había hombres que se
equivocaban o que incurrían en paralogismos eso
sólo podía haberlo descubierto a partir del
conocimiento
de cuál era la verdad acerca de estas cuestiones,
descubrimiento que efectivamente se produce realizando las
revisiones, enumeraciones y pruebas
previstas en la cuarta regla del método y contando con el
principio de contradicción. Y, así, la
duda metódica sobre las verdades matemáticas no
podía tener sentido desde la referencia a los errores que
eventualmente puedan cometerse al realizar cualquier cálculo,
pues tales errores pueden corregirse mediante los procedimientos
señalados y además, como ya se ha señalado,
sólo la conciencia de la verdad permite reconocer tales
errores. En consecuencia, sólo el supuesto de la
existencia de un genio maligno o de un dios engañador,
introducido en las Meditaciones, podría servir
para dudar del valor de las verdades matemáticas o de
cualquier otro conocimiento con la única excepción
de la verdad del cogito, en cuanto su evidencia
estuviera provocada por tales seres hipotéticos
3.1.3. Duda metódica y
religión
La duda metódica debía extenderse en
teoría
también a la religión, que no sólo tiene
como base doctrinas dogmáticas indemostrables en muchos
casos sino también contradictorias en casi todas. Por
ello, Descartes fue inconsecuente con su teórica
pretensión acerca de la universalidad de la duda por haber
eximido de dicha prueba las supuestas verdades de su
religión, que desde el principio aceptó, con
asombrosa frivolidad, como reveladas, tanto por haber
sido adoctrinado en ellas durante su infancia como
por su temor a enfrentarse con la jerarquía
católica y por su deseo de contar con su apoyo. Teniendo
en cuenta estos motivos, en la primera máxima de
su moral
provisional, introducida en el Discurso del
método, se refiere a su decisión de
"conservar con firmeza la religión en la que Dios
me ha concedido la gracia de ser instruido desde mi
infancia"[203].
En relación con esta cuestión, con su
frivolidad habitual aunque siempre sorprendente,
Descartes en ningún momento aclara nada acerca del
portentoso acontecimiento en el que ese dios le habría
concedido tal gracia de ser instruido en su religión, ni
acerca de cualquier otro procedimiento mediante el cual hubiese
podido alcanzar tales conocimientos a los que se abstuvo de
aplicar la duda. Además, para dejar zanjada una
cuestión que podía haberle reportado algún
serio disgusto, el pensador francés no sólo no
sometió la religión a la duda sino que
proclamó abiertamente la total subordinación de su
razón a la "autoridad de
la Iglesia"[204] y tal actitud
representaba el reconocimiento explícito de que la
exclusión de la Religión respecto a la
aplicación de la duda metódica no
tenía su justificación en las exigencias de la vida
diaria, como había declarado en relación con las
máximas de su moral provisional, sino en el temor a las
represalias de la jerarquía católica y de su "Santa
Inquisición" en el caso de que se hubiese atrevido a dudar
–o a simular que dudaba- de las doctrinas impuestas por
dicha jerarquía, y en su deseo de contar con el apoyo de
dicha jerarquía cuando pudiera interesarle para su
promoción personal como filósofo,
como defensor de la dogmática católica y de la
armoniosa convivencia del conocimiento con las verdades de fe,
que, al igual que había defendido Tomás de Aquino,
Descartes consideró siempre por encima de la razón
en cuanto procedentes del propio Dios.
Resulta ciertamente asombroso que la frivolidad
cartesiana llegase tan lejos, hasta el punto de llevarle a
afirmar que aquellas doctrinas habían sido reveladas por
Dios, pues, si no iba a comunicar cómo había
averiguado la existencia de tal revelación, al menos
podía haber tenido la coherencia metodológica de no
haber hecho referencia a ella, ya que indudablemente a todo el
mundo le habría interesado saber cómo convertir las
propias creencias en verdades evidentes y, si él hubiera
sabido cómo hacerlo, su informe
habría sido de extraordinaria utilidad. Pero
parece que no fue capaz de llegar tan lejos y que, tal vez por no
haber considerado que sus lectores podrían pedirle
explicaciones, se atrevió a afirmar de modo gratuito
aquello que debía haber demostrado previamente en lugar de
presentarlo como verdad absoluta. Resulta asombroso por ello que
quien fue considerado como "padre del Racionalismo"
destacase en tantas ocasiones como uno de los mayores defensores
de este irracionalismo teológico fideísta, tan
absurdo e injustificable en cualquier filósofo, en
cualquiera que aspire a la verdad.
Paradójicamente, este fideísmo se
encontraba mucho más próximo a la tradición
de la Escolástica que a la Filosofía
Moderna, de la que se ha considerado a Descartes como "el
padre", pues, al margen de la modernidad de su
pensamiento en
otros planteamientos, su doctrina relacionada con la
fundamentación de su método y de su sistema
filosófico, en la que afirma la total
subordinación de la razón a la fe, se
encuentra en la misma línea que las de Agustín de
Hipona (siglos IV-V), Anselmo de Canterbury (siglo XI) o
Tomás de Aquino (siglo XIII).
Y resulta, por cierto, casi igual de sorprendente el
hecho de que los analistas de la obra cartesiana en general hayan
pasado por alto esta incoherencia tan grave por lo que se refiere
a su exclusión de la religión a la hora de aplicar
la duda metódica supuestamente universal. Los
críticos suelen mencionar como única
explicación de esta actitud aquel temor a la
Inquisición y, en general, a las reacciones de las
autoridades eclesiásticas con las que Descartes
mantenía buenas relaciones. Y, efectivamente, el
Discurso del Método se publicó en el
año 1.637, es decir, cuando la condena de Galileo por la
Inquisición católica en 1.633 todavía estaba
demasiado reciente como para haberla olvidado. Sin embargo, tal
justificación de la actitud cartesiana sólo hubiera
servido para entender que el pensador francés no se
atreviera a escribir nada que representase un ataque frontal a
las doctrinas católicas, pero no para entender que quien
es conocido como "padre del racionalismo moderno" dedicase tantas
páginas de su obra a afirmar el valor superior de la fe
sobre la razón, a defender los dogmas católicos y a
afirmar como verdades absolutas todas las doctrinas supuestamente
provenientes de una "revelación" o de las altas
jerarquías de la Iglesia Católica, sobre todo si se
tiene en cuenta su insistencia en la necesidad construir la
Filosofía de un modo totalmente riguroso y
a partir de verdades absolutamente evidentes.
3.1.4. La duda metódica y los primeros
conocimientos
A partir de la puesta en práctica de la duda
metódica Descartes consideró la proposición
"cogito ergo sum" como la única que superaba la duda en
cuanto por más que quisiera considerar que todo era
falso,
"era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba,
fuese alguna cosa"[205].
A partir de esta primera verdad consideró en
principio que se encontraba en posesión de una regla
general para la recuperación de los conocimientos puestos
en duda en cuanto cumplieran con dicha regla, según la
cual
"las cosas que concebimos muy clara y distintamente son
todas verdaderas"[206].
Sin embargo el propio Descartes se cerró el paso
para la recuperación de cualquier otro conocimiento
más allá del cogito cuando unas
páginas después escribió:
"esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber,
que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son
todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o
existe y que es un ser perfecto y que todo lo que
está en nosotros procede de él. De donde se sigue
que siendo nuestras ideas o nociones cosas reales y provenientes
de Dios, en cuanto son claras y distintas, no pueden ser en esto
más que verdaderas"[207].
Por ello, el paso siguiente para el proceso de
recuperación de los diversos conocimientos sometidos a la
duda consistió en tratar de demostrar la existencia de
Dios. Sin embargo, Descartes no reparó en que desde el
momento en que el valor de aquella regla general y la
posibilidad de aplicarla para la obtención de nuevos
conocimientos estaba subordinada a la previa existencia de
Dios, era inevitable que, a la hora de intentar demostrar la
existencia de Dios, incurriese en un círculo
vicioso ya que, para realizar dicho intento, se estaba
sirviendo de aquella regla general cuyo valor
debía haber sido garantizado previamente por aquel ser
cuya existencia todavía no estaba demostrada, tal como se
muestra en el
siguiente esquema:
? ———– Existencia de Dios ————
?
? ?
Regla de la evidencia Justificación de
la
ya justificada ? —————— ? regla de la
evidencia
Por otra parte, en las Meditaciones
metafísicas había introducido una
consideración que complicaba la situación
todavía más, si cabe. Consistía en la
hipótesis hiperbólica de que siempre podría
imaginar la posibilidad de la existencia de
"algún genio maligno, tan poderoso como
engañoso que [hubiera] empleado todo su ingenio en
engañarme"[208],
proporcionándole evidencias subjetivas a
las que no les correspondieran verdades
objetivas.
El pensador francés añadió a esta
hipótesis la de la posible existencia de un dios
igualmente poderoso con la misma capacidad de engaño que
el genio maligno, y también la de que el
auténtico Dios, que para él sería el
dios de la religión católica, podría ser
igualmente el causante de tales engaños, aunque más
tarde, cuando Voetius, rector de la universidad de
Utrecht, le acusó de haber defendido esa hipótesis,
Descartes no tuvo la valentía de aceptar que efectivamente
la había defendido. En favor de la crítica de
Voetius puede verse cómo en el texto que sigue Descartes
defiende que el poder de Dios es tal que, si quisiera
–y nada ajeno a su voluntad podría impedir que lo
quisiera-, podría hacer que él se equivocase en
todo lo que considera cierto, y en este sentido
escribe:
"hace mucho tiempo que
tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que
existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y
producido tal como soy. Pues, ¿quién me
podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista
tierra
ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso,
ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin
embargo yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo
esto no me parezca existir sino como lo veo? E, igualmente, como
a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las
cosas que piensan saber con la mayor certidumbre, puede ser
que él haya querido que yo me equivoque siempre que hago
la suma de dos y tres, o que cuento los
lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más
fácil, si es que se puede imaginar algo más
fácil que esto"[209].
A continuación, sin embargo, desde otra
perspectiva y planteando sus dudas acerca de esta
cuestión, pero sin llegar a negar tal posibilidad, escribe
que
"quizá Dios no ha querido que fuese
engañado de esta manera, pues es soberanamente
bueno"[210].
Existe la posibilidad teórica de que tales dudas
se le planteasen a partir del dilema según el cual desde
el supuesto de la omnipotencia divina el engaño universal
era una más entre las opciones que tal divinidad hubiera
podido escoger, mientras que desde la consideración de la
bondad y de la veracidad divinas tales engaños resultaban
incompatibles con ese dios. Sin embargo, esta aparente antinomia
tenía una solución evidente en el sentido
según el cual Dios sí podía ser
engañador, pues, teniendo en cuenta la prioridad de la
omnipotencia divina sobre cualquier valor, en cuanto todo valor
–como el de la veracidad- estaba subordinado a su voluntad,
en tal caso, Dios hubiera podido ser tan engañador o
infinitamente más que el genio maligno sin que eso
implicase una imperfección en él, ya que todos
los valores
estaban subordinados a su voluntad. Por ello, al considerar
Descartes que Dios no podría haber querido que él
se equivocara por ser infinitamente bueno, olvidaba que la
omnipotencia divina era el fundamento de todos los valores.
Por ello y teniendo en cuenta que Descartes sabía
que el poder del supuesto dios católico era infinito y
fundamento de cualquier valor, pero no sometido a ninguno que
él no quisiera, es lógico suponer que optase por no
meterse en líos teológicos ni con los protestantes
ni con los católicos y que, por ello, negase haber
defendido que Dios sí podía ser engañador.
En este tipo de cuestiones Descartes siempre procuró ser
lo suficientemente astuto para evitarse problemas,
menos en las ocasiones en que los tuvo con los protestantes en
cuanto no sentía que su vida pudiera peligrar por
ello.
Poco más adelante, en la meditación
tercera, Descartes plantea igualmente la hipótesis de un
dios inauténtico que, como consecuencia de su poder, fuera
engañador y, en este sentido, escribe:
"se me ocurría que quizá un Dios
podía haberme dado una naturaleza tal
que yo me equivocara incluso con respecto a las cosas que me
parecían más claras. Pero siempre que se presenta a
mi pensamiento esta opinión, anteriormente concebida,
acerca de la suprema potencia de un
Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si
quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas
que creo conocer con una evidencia muy
grande"[211]
Sin embargo y sin argumento alguno, como el pensador
francés debió de comprender que ni el genio
maligno, ni esta divinidad engañosa, ni la otra supuesta
divinidad auténtica le iban a conducir a ninguna salida
del pozo del solipsismo escéptico en que había
caído, a continuación, olvidando sus preocupaciones
respecto a estas teóricas posibilidades y en medio de una
nueva incoherencia, reafirmó su punto de vista anterior
según el cual aquellos conocimientos que se le hubiesen
manifestado con claridad y distinción, cumpliendo con la
regla general de la evidencia, podía considerarlos como
verdaderos, sin necesidad de que Dios confirmase su valor y
escribiendo en este sentido:
"engáñeme quien pueda, que lo que nunca
podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo
esté pensado que soy algo, ni que alguna vez sea cierto
que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que
dos más tres sean algo distinto de
cinco"[212].
Y, de este modo, se contradijo de nuevo al menos en lo
que se refiere a la proposición de carácter
matemático, en relación con la cual en diversas
ocasiones había proclamado de manera rotunda que la verdad
de tales proposiciones dependía de Dios de un modo
absoluto, hasta el punto de que, el hecho de que los
ángulos de un triángulo sumasen dos rectos, o que
los radios de una circunferencia fueran iguales o, en definitiva,
que el principio de contradicción fuera válido
dependía de la voluntad divina y no de una supuesta verdad
intrínseca e independiente que pudiera existir en tales
proposiciones.
Por ello, a partir de estas consideraciones Descartes se
metió en un callejón sin salida, ya que, al margen
de la verdad del cogito, la hipótesis del genio
maligno, la del dios engañador –o incluso la de que
el mismo dios católico podría engañar como
consecuencia de su omnipotencia- eran obstáculos
insalvables para la recuperación de cualquier otro
conocimiento, lo cual, sin embargo, no fue un obstáculo
para que el pensador se saltase sus contradicciones afirmando lo
que antes había negado y proclamando con su frivolidad
habitual que las proposiciones evidentes eran verdaderas con
independencia
de Dios.
3.2. "Cogito, ergo sum"
Una vez aplicada la duda al ámbito de la realidad
externa y al de los conocimientos matemáticos,
considerando que podía estar equivocado respecto a su
valor como consecuencia de que los sentidos eran
engañosos, o de que todo aquello que consideraba real
fuera sólo producto de un
sueño o de que podía estar siendo engañado
por un dios poderoso pero caprichosamente mentiroso, Descartes
llegó finalmente a la conclusión de que
"mientras yo quería pensar de ese modo que todo
era falso era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba,
fuese alguna cosa"[213],
y, por ello, juzgó que
"notando que esta verdad, pienso, luego existo,
era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las
más extravagantes suposiciones de los escépticos,
juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo,
como el primer principio de la filosofía que
buscaba"[214].
Y efectivamente Descartes pretendió convertir esa
proposición en "el primer principio" de su
filosofía, haciéndolo en un doble sentido: como
fundamento –al menos parcial- de la regla de la evidencia y
del método en general, y como primera verdad de
su sistema filosófico.
3.2.1. Cogito e
intuición
Como se acaba de decir, la proposición "cogito,
ergo sum" se mostró a Descartes como fundamento, aunque no
absoluto, de la regla de la evidencia en cuanto su
carácter de verdad evidente podía servirle
de criterio para aplicarlo al resto de conocimientos,
que sólo podría considerar como verdaderos en
cuanto se presentasen a su mente con la misma evidencia
con la que se le había mostrado aquella única
proposición que había superado la prueba de la
duda. Esta proposición sería además la
primera verdad de su sistema filosófico en cuanto
sólo contaba con ella para intentar deducir cualquier
otra.
Sin embargo y por lo que se refiere al supuesto
carácter intuitivo del cogito hay que
señalar que, de acuerdo con los supuestos cartesianos, en
realidad no lo tenía, pues las intuiciones se
referían a conceptos mientras que la
proposición "cogito, ergo sum" evidentemente no era un
concepto sino un entimema, es decir, un razonamiento abreviado en
el que estaba implícita la premisa universal "todo aquello
que piensa existe" o la premisa individual "si pienso, existo".
En las Reglas para la dirección del espíritu
Descartes había definido la intuición como
un concepto, pero no como una relación entre
conceptos, es decir, como un juicio, y en este sentido
había escrito que la intuición era
"un concepto que forma la inteligencia
pura y atenta con tanta facilidad y distinción que no
queda ninguna duda sobre lo que entendemos"[215].
Así pues el cogito no podía tener
carácter intuitivo, en cuanto la
intuición se refería a una
realidad clara y distinta, es decir, separada de cualquier otra,
mientras que la proposición "cogito, ergo sum"
hacía referencia no a una sola sino a dos realidades, al
hecho de pensar y al hecho de existir, y, por
ello, tal proposición, a pesar de la evidencia con que se
dedujera su relación, no podía tener
carácter intuitivo sino deductivo, en
cuanto el pensar y el existir se relacionaban desde la Lógica
entendiendo que el primero no podía darse sin el segundo,
tal como ya lo había planteado Gómez Pereira en el
siglo anterior cuando escribió: "nosco me aliquid noscere,
et quidquid noscit, est, ergo ego sum"[216] y tal
como comentó Gassendi.
3.2.2. El cogito y el principio de
contradicción
Por otra parte, en su análisis acerca de la verdad absoluta del
cogito Descartes no fue consciente de que la
justificación de dicha proposición implicaba la
previa aceptación del principio de
contradicción en cuanto la reflexión acerca de
la imposibilidad de pensar sin existir implicaba ya el uso de una
regla lógica relacionada esencialmente con dicho
principio. Y así –como se acaba de ver-, el
cogito cartesiano no era una simple
intuición sino una deducción,
aunque muy simple, en la que se ponían en conexión
los conceptos de pensar y existir. Esta
deducción podía esquematizarse de
acuerdo con su estructura
lógica subyacente, mostrando así que decir "es
imposible pensar sin existir" presuponía haber comprendido
que la existencia de pensamiento o de la duda era
contradictoria con la inexistencia de la propia realidad
pensante. El proceso cartesiano que culminaba en el "cogito, ergo
sum" había comenzado con una primera verdad: "cogito",
auténtica primera verdad incluso en cada momento en que se
estuviera cuestionado su valor, pues tal cuestionamiento era
imposible sin pensar. Y, en segundo lugar, Descartes completaba
su deducción con la nueva verdad,
"existo", en cuanto ya sobreentendía en la
primera parte de su deducción que pensar sin existir
era una contradicción, pues el argumento "pienso,
luego existo" era necesariamente verdadero porque su
negación: "no es verdad que si pienso, entonces
existo" habría sido una
contradicción.
Este punto de vista fue el que Descartes había
defendido en las Reglas para la dirección del
espíritu aplicándola a las proposiciones de la
Aritmética:
"si digo: cuatro y tres son siete, esta unión es
necesaria, pues no podemos concebir distintamente el
número siete si no incluimos en él de un modo
confuso el número tres y el número
cuatro"[217],
pues aquí, sin mencionar el principio de
contradicción Descartes venía a considerar que
había verdades necesarias en cuanto el sujeto de
la proposición correspondiente incluía en su
definición el predicado, por lo que su negación
habría sido una contradicción, y,
así, la necesidad de esta conclusión es
clara y distinta no de un modo mágico y misterioso sino en
cuanto cumplía con el principio de identidad y,
por ello mismo, con el de contradicción.
Del mismo modo, cuando Descartes escribe
"habiendo notado que en todo esto: pienso, luego
soy, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que
veo muy claramente que para pensar es necesario
ser"[218],
juzga que el criterio de verdad es el de la claridad y
distinción con que algo se presenta a la mente, pero no
llega plantearse que, en cuanto existe una causa que determina la
aparición en la mente de la vivencia de tal "claridad y
distinción", es decir, de tal "evidencia", es precisamente
esa causa anterior la que debería ser considerada
como el auténtico criterio de verdad de ese conocimiento.
Es decir, si Descartes afirma que en la proposición
pienso, luego existo "no hay nada que me asegure que
digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es
necesario ser", la consecuencia de esta afirmación no
debería haber sido que en adelante debería
considerar como verdad aquello que se apareciera con la misma
evidencia, sino aquello que se le mostrase con la misma
necesidad, pues, como el propio Descartes reconoce, la
vivencia de la evidencia procedía de la necesidad
con que la existencia aparecía unida al pensamiento. Pero,
¿en qué consistía tal necesidad? Al
margen de que Descartes no quisiera o no supiera reconocerlo,
dicha necesidad provenía simplemente de que la
negación de tal unión habría resultado
contradictoria. Precisamente en este mismo sentido
indicó Hume un siglo después que sólo es
demostrable como necesario aquello cuya negación
implica una contradicción, situación que
se produciría en las proposiciones
analíticas, en las que el predicado está
contenido por definición en el sujeto, por lo que
su negación resultaría contradictoria. Y,
en este caso, aunque fuera de manera implícita, en el
pensamiento estaba incluida la existencia.
Complementariamente, cuando Descartes
escribe:
"por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las
demás cosas se seguía [il suivait] muy evidente y
muy ciertamente que yo era"[219],
su utilización de la expresión "il
suivait" viene a ser equivalente a "se deducía", aunque
parece que Descartes rehuyó esa expresión de forma
premeditada para tratar de presentar el cogito como un
principio absoluto al margen de cualquier deducción, a
pesar de considerar que el hecho de que algo "se siga" o "se
deduzca" de otra cosa presupone el uso implícito del
principio de contradicción, el cual es en
definitiva el auténtico fundamento de la verdad que se
descubre. Así, por ejemplo, si se afirma que todos los
hombres son mortales y se niega que los chinos sean mortales, se
incurre en una contradicción en cuanto se
está afirmando y negando a la vez que todos los hombres
sean mortales, en cuanto los chinos son una parte de ese conjunto
y es la conciencia de tal contradicción la que conduce a
la evidencia de la falsedad necesaria de la unión de tales
proposiciones contradictorias.
A quienes le objetaron que la verdad del principio de
contradicción tendría un carácter anterior
al de la verdad del cogito Descartes replicó
indicando que él no se basaba en dicho principio sino que
la verdad de dicha proposición se le mostraba como
evidente de un modo intuitivo, es decir, de un modo
racionalmente directo y no por la mediación de
algún principio lógico anterior que tuviera que
aplicar. Sin embargo, el punto de vista de quienes defendieron la
anterioridad del principio de contradicción respecto al de
la evidencia era el correcto, teniendo en cuenta de manera
especial no sólo la existencia de una causa
–y no siempre apropiada – a partir de la cual surge
la impresión de evidencia sino además que la
evidencia –o la impresión de
evidencia– tiene siempre y necesariamente un carácter
subjetivo por ser una impresión o una vivencia,
lo cual explica que haya evidencias
para todos los gustos, de manera que, aunque no haya por
qué desecharla como indicio de algo, está muy lejos
de ser un criterio suficiente para la aceptación de una
determinada proposición como verdadera, y, en cualquier
caso, debe ir unida a otros criterios, como el principio de
contradicción en el caso de las ciencias
formales, y la constatación empírica en el
caso de contenidos relacionados con la
experiencia[220]Además el punto de vista
del pensador francés era erróneo, pues mientras el
principio de contradicción se muestra como evidente, son
muchas las evidencias que no van más allá de una
seguridad
puramente subjetiva, como lo demuestra la misma
existencia de tantas evidencias contradictorias entre
diversas personas o en una misma persona en
distintos momentos, como el propio Descartes reconoció
respecto a sus propias evidencias. En consecuencia hay que
rechazar que haya una equivalencia entre lo evidente y
lo verdadero en cuanto hay toda una serie de puntos de
vista que mientras para unos son verdades evidentes, para otros
son evidentemente absurdos, especialmente en el terreno de la
política,
en el de las diversas supersticiones, prejuicios y creencias
religiosas, y en toda una serie de afirmaciones dogmáticas
cuya única y pobre base para considerarlas verdaderas es
la consideración de que uno tiene la evidencia o
viva impresión de que lo son. ¿Qué
valor tiene la "evidencia" de quienes compran determinado billete
de lotería porque han soñado en el número al
que van a jugar y tienen la absoluta evidencia y
seguridad de que va a tocarles?
La vivencia de evidencia –cuando se relaciona con
auténticos conocimientos- no funciona de esa forma
inmediata e irracional y sin la ayuda de
elementos a partir de los cuales se produzca, pues en el caso de
las Matemáticas surge como consecuencia de la
captación de la necesidad de una determinada
tautología, aunque para llegar al "flash" de la
vivencia de evidencia previamente haya que realizar un proceso
deductivo más o menos largo que de pronto conduzca a la
comprensión de la necesidad de tal igualdad. Y en
el caso de las ciencias empíricas sucede lo mismo, pero
con el factor añadido de la experiencia, que juega un
papel tan decisivo como el principio de contradicción en
las Matemáticas y en realidad muy similar a dicho
principio en cuanto la experiencia sirve para rechazar como falsa
cualquier teoría de la que se demuestre su
contradicción con la experiencia.
En consecuencia, Descartes hubiera debido buscar unas
bases mucho más firmes para asegurarse del valor objetivo
de sus diversas evidencias y, en este sentido, hubiera debido
valorar el principio de contradicción como una de
las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para
garantizarlas, en lugar de confiar en ellas como garantía
suficiente de la verdad de sus contenidos.
Por otra parte, afirmar, como lo hace Descartes, que el
principio de contradicción no tiene un valor por
sí mismo sino que depende de la omnipotencia divina,
implicaría aceptar que en el fondo cualquier razonamiento
tendría siempre un carácter arbitrario, pues el
principio de contradicción es la regla fundamental sobre
la que descansan todos los razonamientos y, por ello, la
relativización de dicho principio implicaría la
relativización de cualquier razonamiento. Por ello, si el
principio de contradicción tuviera un valor relativo,
subordinado a la voluntad del dios católico, la
pretensión cartesiana de demostrar la existencia
de ese dios sería absurda en sí misma, en cuanto en
los momentos en que se intentase tal hazaña se
estaría concediendo a dicho principio y a los
razonamientos utilizados para conseguir tal demostración
un valor absoluto para negárselo después, una vez
obtenida tal demostración y suponiendo que fuera posible
realizarla.
3.2.3. El cogito y la regla de la
evidencia
Con respecto a esta primera proposición
considerada como verdadera se pregunta Descartes a
continuación qué es
"lo que se necesita en una proposición para que
sea verdadera y cierta"[221]
y, dejando en segundo plano su referencia al
principio de contradicción, que había
utilizado de modo implícito para defender la verdad del
cogito, concluye que lo que le confirma su verdad es la
claridad y distinción –es decir,
la evidencia- con que la contempla. Esta
conclusión es la que le hace incurrir, con su frivolidad
habitual, en el sorprendente círculo vicioso de
pretender fundamentar el valor de la evidencia en la
verdad del cogito y, al mismo tiempo, tratar de
fundamentar la verdad del cogito en la
evidencia con que se presentaba a su mente.
En efecto, a partir de esta proposición,
Descartes considera que se encuentra ya en posesión de una
"regla general" para progresar en el descubrimiento del resto de
conocimientos que estén al alcance de la razón
humana; se trata de la regla de la evidencia:
"habiendo notado que no hay nada en esto: pienso,
luego, existo, que me asegure la verdad, sino que veo
muy claramente que para pensar es necesario existir,
juzgué que podía tomar como regla general que las
cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas
verdaderas"[222].
Pero, de este modo y como era habitual en él,
incurrió en un nuevo círculo vicioso,
pues, como ya indicó Huet, la regla de la
evidencia, que debía haber sido fundamentada a partir
del "cogito, ergo sum", se convertía al mismo tiempo en el
fundamento incoherente de ese primer conocimiento, de manera que
el valor de la evidencia se fundamentaba en la verdad del
"cogito", mientras que la verdad del "cogito" se fundamentaba en
su carácter evidente. Pero, además, la regla de
la evidencia, que debía servir de punto de partida
para la fundamentación del método y para la
recuperación de todos los conocimientos, planteaba otros
problemas insolubles que determinaron que Descartes quedase
encerrado en un solipsismo del que le resultó
imposible escapar, pues, aunque hubiese podido dar por confirmado
el valor de esta regla a partir de la verdad del cogito
–como en un primer momento pareció pensar-, sin
embargo consideró finalmente que por sí misma no
tenía valor suficiente como para demostrar la
existencia del mundo y la del propio cuerpo, ni la verdad de
cualquier otra proposición, ya que todavía
podía sospechar que
"quizá un dios podría haberme dotado de
tal naturaleza que yo podría haberme engañado
incluso a propósito de cosas que me parecieran
máximamente manifiestas […] Estoy obligado a admitir que
para él es fácil, si lo quiere, ser causa de mi
error, incluso en materias en las que creo disponer de una
evidencia muy grande"[223].
Y así, además de tener que solucionar el
problema del círculo vicioso existente por lo que
se refería a la relación entre la regla de la
evidencia y el cogito, tenía que demostrar la
existencia de un dios que no fuera engañador para
que la regla de la evidencia quedase confirmada en su
valor. Pero, al margen del fracaso en que Descartes
incurrió en su intento de fundamentar dicha regla,
ésta no podía servir como criterio de
verdad porque:
a) Toda evidencia es una
impresión y toda impresión es
subjetiva; por ello toda evidencia es
subjetiva; y, por ello, no puede demostrarse que se
corresponda con una verdad objetiva a no ser mediante la
ayuda del principio de contradicción para las
proposiciones analíticas o mediante la ayuda de la
experiencia para las sintéticas.
Parece que el propio Descartes se dio cuenta de este
problema y que por este motivo se planteó la
hipótesis de la existencia de un dios
engañador o de un genio maligno –o
incluso la del propio dios católico como engañador-
que pudieran ser causa de tales evidencias subjetivas,
comprendiendo que éstas no garantizaban el valor de un
supuesto conocimiento en cuanto la impresión de
su evidencia podía no corresponderse con
verdades objetivas. Sin embargo, de lo que parece que no
se dio cuenta fue de que, una vez introducida la hipótesis
del genio maligno o del posible dios engañador, tal
hipótesis cerraba el camino a la posibilidad de demostrar
cualquier otra verdad en cuanto siempre podía considerarse
como un nuevo engaño de aquel hipotético ser
embaucador.
b) En segundo lugar, Descartes no comprendió que,
aunque esta regla era adecuada y suficiente para el progreso en
los diversos conocimientos de carácter meramente
formal, como la Lógica y las Matemáticas,
compuestos de simples tautologías más o menos
complejas pero reducibles a identidades mediante la ayuda del
principio de contradicción y otras reglas
lógicas, era absolutamente insuficiente para la
obtención de conocimientos de carácter
material, como los de las diversas ciencias
empíricas, cuyo progreso requería no sólo
del uso del principio de contradicción sino también
del de la experimentación, que debía
servir para confirmar o desmentir el valor de los diversos
enunciados o deducciones, al margen de que en principio pudieran
parecer evidentes al investigador. Y así, a pesar de haber
tomado conciencia acerca de la existencia de "falsas evidencias",
reconociendo que en el pasado él mismo había tenido
como evidentes teorías
que en la actualidad veía como erróneas, y que eran
muchos quienes tenían por evidente aquello que
otros tantos juzgaban como evidentemente falso, de
manera inexplicable siguió aceptando el valor de la
evidencia como requisito necesario y suficiente para la
búsqueda de la verdad.
Y así, uno de los errores de Descartes
consistió en no haber comprendido que el éxito
de su método en las Matemáticas, que en el fondo se
basaba en el uso del principio de contradicción, no
podía trasladarse a los conocimientos no formales por no
haber introducido en él una regla que incluyese, como en
el caso del método de Galileo, la prueba de la
verificación –o falsación-
experimental. Descartes, en su método,
fue incapaz de valorar la esencial importancia de la experiencia,
a pesar de que en aquel momento el método
experimental de Galileo ya estaba funcionando y dando como
resultado el rápido desarrollo de
las ciencias experimentales que ha continuado hasta la
actualidad. Mediante este método el científico
podía interrogar a la Naturaleza para que ésta
garantizase o desmintiese el valor de las hipótesis que el
investigador construía a fin de comprender las relaciones
entre los diversos fenómenos, pues la simple
impresión de evidencia, como "firme corazonada"
de que algo fuera verdad, no permitía escapar del terreno
de la subjetividad y asegurar la verdad de un juicio.
En las Reglas para la dirección del
espíritu Descartes, al referirse a la
intuición, ligada a la evidencia, no la
había definido como una "firme corazonada", sino
como
"un concepto que forma la
inteligencia"[224],
pero desde el momento en que, aunque se refiriese a la
inteligencia, lo que la caracterizaba era el hecho
subjetivo de que no se tenía ninguna
duda acerca de su verdad, el resultado sólo
podía ser el de una seguridad meramente
subjetiva, en cuanto no se explicasen los fundamentos
objetivos que
hubieran podido conducir a la eliminación de cualquier
duda acerca de la evidencia y la verdad de tal
intuición.
Por otra parte, el pensador francés no
podía aplicar el método experimental mientras no
lograse escapar de la propia subjetividad en la que él
mismo se había encerrado cuando con la duda
metódica había negado que la experiencia pudiera
ser criterio suficiente para afirmar la existencia independiente
de lo experimentado, más allá de la propia
subjetividad, pues consideraba que no podía fiarse de los
sentidos porque eran engañosos, que siempre podría
suceder que estuviera soñando o incluso que un genio
maligno provocase en él la creencia en la existencia de
una realidad independiente, causante de las propias sensaciones.
Pero, por otra parte, hubiera podido aplicar dicho método
posteriormente, cuando dio el paso de aceptar la existencia de la
"res extensa" como una realidad independiente del sujeto,
garantizada por la veracidad del propio Dios, al margen de las
críticas que deban hacerse a esta última doctrina.
Es cierto que en algunos momentos Descartes intentó
servirse de la experimentación, pero, aunque era
especialmente apto para las Matemáticas, no parece haberlo
sido para la
investigación empírica, que exigía un
rigor y una capacidad especial de observación para analizar con objetividad
los datos
empíricos. Pero el pensador francés no estaba
especialmente preparado para el uso del método
experimental, como queda demostrado, por ejemplo, en su
explicación de la circulación sanguínea que
llegó a considerar como necesariamente verdadera,
a pesar de que era obviamente falsa y a pesar de que la
explicación verdadera ya la había expuesto Harvey,
cuya obra Descartes conocía, llegando incluso a criticarla
en el Discurso del Método, o como queda
igualmente demostrado cuando pretendió explicar
cómo se relacionaban el alma y el
cuerpo, presentando descripciones tan detalladas de esta supuesta
relación que parecían que estuviera viendo tal
conexión si no fuera porque, dada la supuesta
heterogeneidad de tales sustancias, la "res cogitans" y la "res
extensa", las descripciones cartesianas sólo podían
ser el efecto de intensas alucinaciones o el discurso
embaucador de un feriante sin escrúpulos con la
pretensión de vender como un tesoro un producto carente de
valor. El error del francés se hace más patente
cuando se recuerda que su crítica a Galileo se relacionaba
con el hecho de que el gran científico pisano se centraba
en la explicación de fenómenos físicos
inicialmente simples para encontrar la ley que
describía su funcionamiento y su relación con otros
fenómenos mediante el apoyo constante de la
experimentación, pero sin tratar de alcanzar un
sólido sistema deductivo en el que todos los
fenómenos encajasen. En este sentido, Descartes, con su
engreimiento y frivolidad habitual, no tuvo inconveniente en
criticar el método de Galileo diciendo:
"Me parece que falla mucho porque hace continuamente
digresiones y no se detiene a explicar completamente una materia, lo
que muestra que no las ha examinado por orden y que sin haber
considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha
investigado las razones de algunos efectos particulares y
así ha construido sin
fundamento"[225].
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