Por otra parte y siguiendo su propósito de
conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más
posible a las doctrinas de la Iglesia
Católica, no parece que tuviera otros motivos para
establecer su posterior "teoría
de los torbellinos" que precisamente el de buscar congraciarse
todavía más con la jerarquía de dicha
organización religiosa, presentando una
doctrina ecléctica, en la que aceptaba la doctrina de la
Iglesia de Roma, asumiendo
que los planetas no se
movían por ellos mismos alrededor del Sol, aunque
eran movidos por la corriente de la materia
celeste circundante[165]
También llama la atención que aquí, en el
Discurso del Método, a diferencia de lo que los
críticos suelen decir acerca de las causas por las cuales
dejó de publicar El mundo, considerando que se
abstuvo de hacerlo por su temor a la Inquisición, Descartes
afirmase que la causa real de su abstención fue que
pensó que tal vez en su tratado hubiera errores similares
a los de Galileo, de los que él no hubiera tomado conciencia y que
pudieran ser perjudiciales para la religión o para
el Estado,
como si le importasen tales instituciones
hasta ese punto y no por el beneficio o el perjuicio que pudiera
obtener de ellas. El mismo lema "larvatus prodeo" -"avanzo
enmascarado"-, utilizado en su cuaderno secreto de 1619, implica
una actitud
comprensible en una sociedad
controlada y oprimida por la jerarquía católica y
su "santa Inquisición", pero representa un indicio claro
de que para comprenderle había que ir más
allá de esa máscara con la que quiso protegerse de
manera especial del peligro de una sociedad en la que el poder de la
jerarquía católica suponía un serio riesgo para la
integridad física, social y
moral de
quienes pretendían ejercer la libertad de
pensamiento y
expresión de sus ideas[166]Por ello
también, la simulación
no podía ser en él una actitud esporádica
sino conscientemente asumida, tanto para evitar el peligro
representado por la jerarquía católica francesa,
que en aquellos momentos gozaba de bastante independencia
respecto a la romana, como también a fin de aprovecharse
de ella para el aumento de su prestigio como filósofo,
presentándose como un fervoroso católico al afirmar
de manera inequívoca:
"yo someto todas mis opiniones […] a la autoridad de
la Iglesia"[167],
o también:
"es preciso creer que hay un Dios porque así se
enseña en las sagradas Escrituras, y […] es preciso
creer las Sagradas Escrituras porque provienen de
Dios"[168],
a pesar del burdo círculo vicioso que
había en este último párrafo
de su carta, incluida
en el comienzo de sus Meditaciones Metafísicas y
dirigida a los decanos y doctores de la facultad de
Teología de París como un salvoconducto para el
caso de que alguna de las ideas expresadas en su obra pudiera
merecer la condena de la jerarquía católica. Y me
atrevo a escribir "burdo círculo vicioso" porque encaja
más con su personalidad
y, desde luego, con su capacidad lógica
haberse servido de él, consciente de que lo era, que
imaginar que lo hubiera hecho de manera inadvertida. Y, si
realmente no tuvo reparos en incurrir en este círculo
vicioso de manera consciente, podría plantearse la
pregunta de por qué lo hizo. La respuesta parece clara en
el sentido de que lo hizo precisamente para aparecer ante la
jerarquía católica como un católico muy
ferviente y devoto, tanto para evitar que pudieran acusarle de
cualquier herejía, como había sucedido con Galileo,
como para encontrar el apoyo de la jerarquía
católica en su ambicioso deseo de aumentar su prestigio
como filósofo dentro del círculo de la ortodoxia
católica.
b) En relación con su temor a la jerarquía
católica conviene indicar que el hecho de que en el
año 1628 Descartes marchase –o huyese- a Holanda de
manera inesperada sugiere que pudo ser la entrevista
con el cardenal Bérulle, a la que se refirió
Baillet en su biografía sobre
Descartes, con alguna amenaza velada o explícita, lo que
llevó al pensador francés a tomar aquella
decisión. Y su preocupación por evitar que se
conociera su dirección, por lo menos durante el tiempo en que
pudo creer que su vida corría peligro, pudo estar motivada
precisamente por esa misma causa, es decir, no por los motivos
indicados por Baillet relacionados con la búsqueda de
soledad para poder dedicarse a su tarea filosófica, sino
por otro muy distinto como lo era el temor a ser detenido y a
padecer una suerte parecida a la de J. Fontanier o a la de G. C.
Vanini. Hay que tener en cuenta que Descartes marchó a
Holanda a finales de 1628, que el cardenal Bérulle
murió el 2 de octubre de 1629 y que justo ese mismo mes de
ese mismo año, abandonando su buscada soledad, el
filósofo francés se trasladó por fin a
Amsterdam, una ciudad especialmente importante, en la que era
mucho más fácil localizarle. Por otra parte y en
línea con esta hipótesis se encuentra la carta que el
propio Descartes escribió a su padre y a su hermano Pierre
en el año 1640 diciéndoles expresamente que su
marcha a Holanda había obedecido precisamente a este
motivo. En este mismo sentido Watson considera que "sabiendo
cuán poderoso era el cardenal Bérulle en la corte
francesa, Descartes pudo haber visto la fuga como su única
salida"[169].
c) Al margen de la instrumentalización de
personas, Descartes tuvo igualmente una actitud calculadora y
nada sincera cuando renunció a incluir la religión
en su teórica duda metódica, renuncia que
representaba una actitud contradictoria con respecto su supuesta
universalidad y que fue consecuencia de la
aplicación de un frío cálculo
por el que comprendió que no le convenía extender
la duda hasta la religión, aunque sólo lo hubiera
hecho de manera convencional y ficticia, y por cumplir con las
exigencias de su propio método,
aunque en realidad no dudase de la verdad de sus contenidos
doctrinales. Ciertamente, Descartes se encontraba ante un dilema
difícil de resolver: Su método le exigía
poner en duda las mismas doctrinas religiosas, pero el hacerlo
implicaba un considerable peligro no sólo para su futuro
como filósofo y científico sino incluso para su
integridad física. En consecuencia, optó por
excluir de la duda las doctrinas religiosas porque era consciente
de este peligro, pero tal decisión le condujo a ser
incoherente con su pretensión teórica de conceder
carácter universal a dicha duda.
Lo más coherente desde un punto de vista
lógico habría sido que, siendo consecuente con su
pretensión de aplicar la duda de manera universal, hubiese
incluido en ésta última todo lo relacionado con la
religión. Pero, en cuanto no lo hizo, podía al
menos haberse abstenido de inventar pretextos que nada
tenían que ver con la causa de su aceptación de la
religión, pues no sólo dijo que tenía la
religión de su rey y de su nodriza como un pretexto para
excluirla de todo lo referente a sus investigaciones
acerca del conocimiento,
sino que más adelante tuvo incluso la osadía de
pretender explicar algún dogma de la religión
católica, como el de la transustanciación, que
precisamente por tratarse de un "dogma" debía encontrarse
por definición más allá de cualquier
demostración. Es cierto que habría sido absurdo que
Descartes afirmase que excluía la religión de la
duda metódica por temor a las represalias de la
jerarquía de la Iglesia Católica, pues esa misma
justificación habría provocado las iras de dicha
jerarquía, pero, en cualquier caso, la impresión
que provoca la lectura de
las obras del pensador francés es, como ya observó
Pascal, que su
Dios –a excepción del de sus últimos
años en alguna de sus cartas a la
princesa Elisabeth, a Pierre Chanut y a la reina Cristina-
tenía muy poco que ver con el Dios de la religión y
sólo se había servido de él para los fines
de su filosofía.
Sin llegar a afirmar, como Voetius, que Descartes fuera
ateo, parece que su interés
por mantener excelentes relaciones con la jerarquía
católica fue lo que especialmente le guió para
crear un sistema
filosófico en el que la religión siguiera jugando
un papel tan primordial como el que había tenido en la
filosofía medieval, al margen de que, en cuanto le
resultó posible, el pensador francés introdujo
ideas realmente nuevas y valiosas para el desarrollo de
la Filosofía, como el de la búsqueda de un
método seguro
–aunque no su hallazgo- para su progreso, y alguna
teoría innovadora para el desarrollo de la Ciencia,
como lo fue la del mecanicismo.
Su búsqueda de coherencia lógica, a pesar
de los dogmas irracionales de las doctrinas católicas, le
llevó en algún caso a la defensa de algún
planteamiento plenamente acertado, aunque de un modo nada
conveniente para sus intereses en sus relaciones con la
jerarquía católica. Así, por ejemplo, en el
tema de la oración consideró que no se debía
rezar a Dios para pedirle nada a no ser el cumplimiento de su
voluntad, en cuanto pedirle otra cosa implicaría no haber
entendido que, de acuerdo con su omnipotencia y su bondad, Dios
siempre hacía lo mejor, por lo que no tenía sentido
pedirle otra cosa que el cumplimiento de su
voluntad[170]Por ello, cuando Descartes insiste en
tantas ocasiones en que no quiere tratar acerca de cuestiones de
Teología lo que parece suceder es que teme que su
capacidad lógica le traicione y llegue a afirmar doctrinas
demasiado coherentes y sensatas, que, precisamente por ello,
podrían crearle problemas, por
ser opuestas a las defendidas desde la ortodoxia católica.
De hecho y como consecuencia de su capacidad para un pensamiento
lógico riguroso, según indica Watson, Descartes
llegó a negar algún dogma de la iglesia
católica, como el del pecado
original, dogma efectivamente absurdo e incompatible con el del
supuesto amor y
misericordia infinita de Dios y con algunos otros cuyo comentario
no es éste el momento de realizar.
d) Otra muestra
más de su mendacidad es la de su atrevimiento a la hora de
explicar a la princesa Elisabeth de Bohemia la teoría
aristotélica acerca de la felicidad de un modo
erróneo, sin incidir en la idea esencial de la
auténtica doctrina aristotélica, confiado, al
parecer, en que la princesa no sabría nada de ella, y en
que podría presumir de su "erudición" a este
respecto. En este sentido, en su carta del 18 de agosto de 1645
le dice que para Aristóteles la felicidad "consta de todas
las perfecciones tanto del cuerpo como del
espíritu"[171] sin mencionar para nada la
idea esencial aristotélica según la cual la
felicidad consiste en la vida teorética, como
actividad de la razón considerada como la esencia
propia del hombre, siendo
las demás perfecciones de que habló Descartes a la
princesa sólo condiciones para tal ejercicio.
2.2.8.1. Ocultación de fuentes
Algo parecido, aunque no idéntico, a esa
facilidad para mentir fue su tendencia a ocultar las diversas
fuentes que le sirvieron de inspiración en algunos
casos, tanto para la elaboración de su filosofía
como de sus teorías
científicas.
a) Así, por lo que se refiere al planteamiento de
la proposición "cogito, ergo sum" como verdad absoluta,
Descartes no hizo referencia alguna a Agustín de
Hipona (s. IV-V) ni a Jean de Mirecourt (s. XIV), ni a
Gómez Pereira, ni a su contemporáneo y "amigo" Jean
Silhon, quienes ya la habían utilizado en sus obras en un
sentido no muy alejado del que tuvo en los escritos cartesianos y
que –por lo menos alguno de ellos- debió de ser
conocido por el pensador francés.
b) Por lo que se refiere a la hipótesis del
"genio
maligno", tampoco hizo referencia a Guillermo de Ockham ni a Jean
de Mirecourt, quienes ya la habían sugerido igualmente en
el siglo XIV.
c) Así mismo y en relación con la
utilización de la regla de la evidencia, tampoco
mencionó a Guillermo de Ockham ni a Jean de Mirecourt,
quienes también la habían utilizado, aunque desde
una perspectiva más amplia que la que le dio Descartes y
más ligada a la experiencia.
d) Igualmente y respecto al principio de
inercia, tampoco mencionó ni a Guillermo de Ockham,
ni a Galileo, ni a su amigo Beeckman, que ya habían
intuido de un modo muy aproximado este principio, aunque dando
los dos últimos al movimiento
inercial un carácter circular y no rectilíneo, por
lo que no alcanzaron comprensión y la precisión que
logró Descartes en su enunciado de dicho
principio.
e) Por lo que se refiere a su defensa del mecanicismo,
tampoco mencionó al médico y filósofo
español
Gómez Pereira, quien ya defendió esa
teoría en el siglo XVI aplicándola al mundo
animal.
f) El uso del francés como lengua culta
en su Discurso del método parecía una
innovación original, pero ya Nicole
d"Oresme la había utilizado en el siglo XIV, M.
Montaigne había escrito sus Ensayos en
francés en la segunda mitad del siglo XVI, y Pierre
Charron la había utilizado en su obra Sobre la
sabiduría, publicada en 1601.
g) Por lo que se refiere al uso de la máxima
moral relacionada con seguir las leyes y
costumbres del país en que uno se encuentre, tampoco
mencionó a Pierre Charron, que ya antes había
valorado positivamente esa adaptación a las costumbres de
cada lugar. Se trata, por cierto, de una máxima que hasta
cierto punto puede ser prudente, pero que llevada al extremo
sería una muestra de cobardía, pues no por estar en
una sociedad de caníbales habría que practicar el
canibalismo, ni por estar entre nazis habría que perseguir
a los judíos.
Quizá Descartes la aplicó, por lo menos hasta
cierto punto, a su propia vida en medio de una sociedad dominada
por las supersticiones de la jerarquía católica,
procurando no ser simplemente un católico más, sino
aparecer como máximo paladín del
catolicismo.
h) Y, finalmente, tampoco hizo referencia a la serie de
"coincidencias", casi al pie de la letra, que había entre
los proyectos
esquemáticos del filósofo y médico
español –o portugués- Francisco
Sánchez, cuya obra escéptica Quod nihil
scitur había aparecido en 1581, y los suyos, que,
ciertamente, significaron un desarrollo de lo que en
Francisco Sánchez, conocido como "el despertador
de Descartes", fue un esquema de trabajo, tal
como puede comprobarse en la parte correspondiente del presente
estudio.
2.2.8.2. Tendencia a la
fabulación
Como un aspecto complementario de la tendencia del
pensador francés a la mentira hay que
hacer referencia igualmente su tendencia a la
fabulación, que aparece igualmente en diversos
momentos a lo largo de su vida.
a) En este sentido hay que aludir a la probable
fabulación de los sueños de 1919 en
Alemania o al
menos de una parte importante de sus contenidos tan
detalladamente elaborados –de cuya elaboración el
propio biógrafo A. Baillet podría ser igualmente
responsable-, y a los que Descartes hizo referencia en el
Discurso del Método, pues aunque el
francés en ningún momento hizo mención del
libro Las
bodas químicas de Christian Rosenkreutz de Johan
Valentín Andreae, esta obra había aparecido en 1616
y en ella hay una serie de detalles que coinciden de manera tan
sorprendente con los de los "sueños" cartesianos que tal
coincidencia lleva a pensar que en una importante medida tales
visiones no fueron otra cosa que invenciones conscientes con las
que fabricó sus "sueños" o los enriqueció de
contenido para llamar la atención. En esos sueños,
interpretados como una señal divina, se le presentaba la
cuestión acerca de qué camino seguiría en la
vida ("Quod vitae sectabor iter…"), como si fueran
–al menos según la opinión de Baillet- una
especie de llamada divina indicándole que debía
dedicarla a la búsqueda de la Verdad.
Un argumento importante en apoyo de esta
hipótesis es el de que habría sido muy incoherente
y extraño que, si tales sueños en los que se le
indicaba qué camino debía seguir en la
vida hubieran sido reales y así los hubiera
interpretado el pensador francés, no hubiera tomado de
inmediato la correspondiente decisión de seguir el camino
que en ellos se le mostraba, pues todavía tardó
bastantes años en tomar una resolución en ese
sentido, ya que, en primer lugar, todavía en 1625
–es decir, seis años después de los supuestos
sueños- se planteaba si compraría o no el cargo de
"comisionado general" de Châtellerault, lo cual le
habría alejado definitivamente de aquella "llamada
divina", supuestamente recibida en sus sueños; en segundo
lugar, en el año 1628, teniendo ya 32 años,
todavía se encontraba en Francia y,
aunque había destacado como un extraordinario
matemático, seguía sin tener claro a qué
dedicaría su vida; y, en tercer lugar, en el año
1629, ya en Holanda, todavía se puso en contacto con J.
Ferrier para animarle a asociarse con él a fin de
construir una lente hiperbólica. Esta empresa, que no
se llevó a cabo por la negativa inicial de Ferrier,
tampoco representaba la respuesta adecuada a aquella supuesta
llamada divina del año 1619, relacionada con la
Filosofía y con la Ciencia, que
en teoría debía haber recibido una respuesta
inmediata en cuanto Descartes los hubiera considerado
auténticamente significativos, no la recibió sino a
finales del año 1629.
b) Igualmente y aunque en el Discurso del
Método escribió de modo fabulador que
se había alistado en los ejércitos mencionados
con la intención de conocer la forma de pensar y
las costumbres de los diversos pueblos, en realidad lo que
había sucedido fue que, como consecuencia de haberse
alistado como voluntario en el ejército, había
llegado a conocer esas otras formas de pensar y esas otras
costumbres de otros pueblos. Como ya se ha dicho, su alistamiento
en el ejército parece haber tenido como explicación
la relacionada con la simple frivolidad de haber
considerado que tal ocupación era la más adecuada
para un joven perteneciente a la nobleza, sin llegar a
plantearse si las guerras en que
habría podido participar estaban o no justificadas,
guerras que además nada tenían que ver con la
defensa de intereses franceses, pues, en el primer caso, se
alistó en el ejercito holandés Mauricio de Nassau,
y, en el segundo, en el de Maximiliano de Baviera, en guerra contra
Federico V de Bohemia.
c) La unión de su tendencia a la
fabulación junto a su ingenua
megalomanía puede explicar igualmente sus
delirios relacionados con la idea de que los jesuitas
suprimiesen sus tradicionales libros de
textos de carácter escolástico para sustituirlos
por otros con su propia filosofía. Y esa misma
unión de ambos aspectos de su personalidad
explicaría también la facilidad con que el pensador
francés llegó a afirmar que en sus escritos se
explicaban todos los fenómenos de la Naturaleza o
que en la Geometría
había llegado tan lejos como la mente humana podía
alcanzar o que iba a realizar unos estudios médicos tales
que permitirían que la media de edad de la vida humana
alcanzase los cien años.
Paradójicamente y a pesar de que afirmó
haber escogido la soledad para dedicarse más
enteramente a la búsqueda de la verdad, su vida en
Holanda, a excepción del primer año, no se
caracterizó por la tranquilidad y el trabajo
silencioso, sino por todo lo contrario. Como señala
Watson, sólo al principio Descartes procuró
mantener en secreto su domicilio, pero no parece que lo hiciera
por aquel supuesto afán de soledad, sino por el temor a
ser perseguido por las autoridades religiosas como consecuencia
de sus actividades en París durante los años
anteriores o por algún suceso puntual desconocido que
fuera el que desencadenase su precipitada marcha. Como ya se ha
dicho, un año después de su partida y coincidiendo
con la muerte de
Bérulle, Descartes dejo de ocultarse y se trasladó
a Amsterdam, lugar donde era perfectamente localizable; durante
los años siguientes a la muerte de
Bérulle asistió a diversas universidades
holandesas, como la de Leiden en 1630; y antes de 1635 mantuvo
relaciones con Helena Jans y tuvo una hija, lo cual, aunque
muestra una faceta simplemente humana del pensador
francés, no encaja con aquel supuesto interés por
la soledad. Además, durante la serie de años
pasados en Holanda se vio envuelto en diversas polémicas
con diversos pensadores y científicos como Beeckman,
Fermat, Beaugrand, Roberval, Petit, Hobbes,
Gassendi y Voetius, polémicas que no debieron de
contribuir precisamente a proporcionarle la tranquilidad ni la
soledad que decía buscar.
2.2.9. Menosprecio hacia la mujer
Por lo que se refiere a la opinión de Descartes
acerca de la mujer y a su
relación con ellas hay que señalar que son el
resultado de diferentes factores, sin que el de su
egolatría, que parece haber influido mucho en las
anteriores características de su personalidad, haya tenido
aquí más que una importancia secundaria.
Descartes consideró que las mujeres en general
estaban infradotadas desde el punto de vista intelectual
–con la excepción de las pertenecientes a la
"nobleza", como la princesa Elisabeth y la reina Cristina de
Suecia, cuyo linaje compensaba con creces las deficiencias que
hubieran podido tener por el hecho de ser mujeres-, de
forma que no estaban capacitadas para la comprensión de
las cuestiones filosóficas o teológicas,
según lo expuso el pensador francés en una carta en
la que, refiriéndose a determinados pensamientos
relacionados con sus "demostraciones" de la existencia de Dios,
dijo al padre Vatier:
"estos pensamientos no me han parecido apropiados para
incluirlos en un libro [= Discurso del Método],
en el que he querido que incluso las mujeres pudieran
entender alguna cosa"[172].
La infravaloración intelectual de la mujer aparece en
esta frase de modo inequívoco, pero no parece ser un punto
de vista particular del filósofo francés sino su
cómoda aceptación de un prejuicio de
muy larga tradición, tanto bíblica como de la misma
cultura
griega, pues, a pesar de que Platón lo
había superado en La República,
Aristóteles volvió a asumirlo considerando a la
mujer como una especie de varón imperfecto o inacabado. La
ideología cristiana, con su doctrina de la
mujer como la introductora del pecado, no hizo nada positivo para
superarlo, y Pablo de Tarso, el llamado "apóstol de los
gentiles",
defendió ideas absurdas como la de que "la cabeza de la
mujer es el varón"[173] y la de que, en
cuanto la mujer fue creada por causa del varón, "debe
llevar la mujer sobre su cabeza una señal de
sujeción"[174]
De este modo, habiéndose educado y habiendo
vivido en medio de un ambiente tan
absurdamente machista como ése, lo difícil hubiera
sido que Descartes hubiese podido llegar a tener acerca de la
mujer un pensamiento distinto.
Por lo que se refiere de manera específica a su
relación con las mujeres parece que el pensador
francés pudo haber tenido una dificultad especial para
tratar con ellas como consecuencia de diversos aspectos de su
personalidad y de su aspecto físico poco agraciado, lo
cual pudo haberle mantenido a cierta distancia del mundo femenino
hasta el punto de que su dificultad para relacionarse con
él pudo llevarle a plantear su trato con las mujeres como
la del zorro de la fábula, que, aunque apetecía las
uvas, al no poderlas coger, se conformó imaginando que no
estaban maduras. En este sentido puede haber un fondo de verdad
en la anécdota según la cual Descartes había
comentado que nunca había conocido a ninguna mujer
más hermosa que la verdad, aunque el motivo
auténtico de una afirmación como ésa pudo
encontrarse más bien en el hecho de que tuviera
dificultades para relacionarse con el mundo femenino, al margen
de que con el paso del tiempo hubiese sublimado hasta cierto
punto sus inclinaciones, encauzándolas de manera
más plena hacia el ámbito del conocimiento y al de
la búsqueda del prestigio social. Quizá por ello,
la única relación afectiva que le condujo a una
relación sexual, al menos conocida, fue la que tuvo con
Helena Jans, una sirvienta de uno de los domicilios holandeses en
que estuvo hospedado, de la que tuvo una hija. La otra
relación, la que tuvo con la princesa Elisabeth, fue
meramente epistolar, y, dadas las diferencias, tanto de clase social
como de edad, Descartes la aceptó en principio con gran
satisfacción y sin plantearse siquiera la posibilidad de
que su admiración y progresivo enamoramiento pudiera
llegar a ser correspondido. Sin embargo, posteriormente se
sintió tan atraído por ella en momentos tan
delicados como lo fueron los que precedieron a su decisión
de marchar a Suecia que se atrevió a comunicar su "afecto"
a la princesa de manera evidente, aunque sin utilizar la palabra
ritual más directa para nombrar ese sentimiento que no era
otra que la de "amor". En esos momentos su enamoramiento era tan
real que pudo con su orgullo y con su propia egolatría,
hasta el punto de manifestar a la princesa que sería capaz
de vivir en cualquier sitio con tal de estar a su lado y poder
serle útil en cualquier cosa que pudiera necesitar.
Así que, en este caso al menos, la anécdota acerca
de la superioridad de la verdad sobre la mujer habría
resultado falsa.
A continuación y por su importancia para
comprender mejor la
personalidad del pensador francés, se expone de un
modo más extenso su relación con estas dos mujeres,
que tuvieron una influencia especial su vida.
a) Helena Jans fue una sirvienta de una de las
diversas casas holandesas en las que Descartes estuvo hospedado.
De ella tuvo una hija en el año 1635 y eso lleva a pensar
que debió de tener con ella cierta relación
afectiva desde al menos el año anterior, aunque de esto
parece que no han quedado apenas referencias. De su hija,
Francine, sólo pudo disfrutar durante cinco años,
entre 1635 y 1640, que parece que fueron especialmente
importantes en la vida afectiva de Descartes. Se sabe que
Francine fue bautizada en una iglesia protestante y que las
relaciones con Helena no quedaron reducidas a las de tener una
hija en común, sino que Descartes procuró que ella
viviese cerca de él e incluso que trabajase de sirvienta
en el mismo domicilio en el que él se hospedó por
un tiempo. Sin embargo, su afecto no llegó a tener una
intensidad tal que le llevase a casarse con ella, quizá
porque las diferencias de clases entre ellos repercutieron en que
para el pensador francés resultase poco menos que
imposible la simple idea de presentarla en sociedad como "su
mujer" o simplemente porque valorase más su propia
posición y prestigio social que el mantenimiento
de una relación que podía crearle problemas en la
proyección social de su egolatría. En cualquier
caso y aunque no parece que sus relaciones con Helena fueran
mucho más lejos, llegó a existir una
correspondencia escrita entre ellos. Los biógrafos de
Descartes más conocidos no dicen nada de Helena Jans
más allá del año 1640, pero, según la
biografía escrita por Desmond M. Clarke, Helena se
casó en 1644, Descartes actúo como testigo de su
boda y le regaló una cantidad considerable de florines
para que pudiera vivir con desahogo; posteriormente
enviudó, se volvió a casar y tuvo tres hijos de su
segundo marido[175]
¿Por qué los biógrafos silenciaron
lo sucedido con Helena después de la muerte de Francine?
Quizá porque en aquel siglo la mujer seguía
teniendo un papel social tan irrelevante que ni siquiera se
plantearon la pregunta de qué pudo sucederle
después de la muerte de su hija; quizá porque
entonces encontraban tan natural que Descartes se despreocupase
de ella que ni siquiera sintieron la curiosidad de seguirle la
pista; o quizá para así dejar libre a Descartes de
cualquier responsabilidad moral ulterior relacionada con la
suerte de Helena. En cualquier caso, parece que la
indagación presentada por Desmond M. Clarke acerca de esta
última parte de la vida de Helena Jans tiene una base
sólida y ayuda a comprender mejor la personalidad de
Descartes por lo que se refiere a su relación con la
única mujer de quien tuvo una hija.
Pero, al margen de esta relación, lo que es
evidente es que el amor
más auténtico y apasionado de Descartes fue el que
sintió por la princesa Elisabeth de Bohemia, que
tenía 22 años menos que él, que
conoció en el año 1642 y cuya relación
epistolar mantuvo hasta su muerte. Su admiración hacia la
princesa parece, como luego se verá, un enamoramiento
inevitablemente sublimado, dadas las diferencias de clase
social, de edad y de atractivo
físico[176]que determinaban de manera casi
inevitable que su relación sólo pudiera tener un
carácter intelectual y "afectivo-paternal" por parte de
Descartes hacia la princesa. Sin embargo en los últimos
años de su relación el pensador francés no
pudo seguir manteniendo reprimida la
comunicación de su enamoramiento, tal como la expresa
en su correspondencia con la princesa, en la que destacan
diversos párrafos especialmente llamativos por la
admiración y por el apasionado afecto, implícito y
explícito, que reflejan, tal como puede verse en textos
como el siguiente:
"El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado
haciéndome recibir sus órdenes por escrito es mayor
de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar; compensa
mejor mis defectos que el favor que hubiera deseado con
pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios
labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis
muy humildes servicios
cuando estuve últimamente en La Haya. Pues hubiera tenido
demasiadas maravillas que admirar al mismo tiempo; y viendo salir
discursos
más que humanos de un cuerpo tan semejante a los que los
pintores dan a los ángeles,
hubiese estado
encantado del mismo modo que, me parece, deben estarlo los que
llegando de la tierra
acaban de entrar en el Cielo
[…]"[177].
Para una interpretación lo más correcta de
algunas expresiones que aparecen en éste y en otros textos
de las cartas de Descartes a la princesa tiene especial
interés hacer referencia a una larga epístola que
escribió a Chanut el 6 de febrero de 1647, en la que con
la calculada finalidad de intimar con él y ganarse su
amistad para que
fuera su valedor ante la reina Cristina, le expresa unas
reflexiones que parecen una confidencia impersonal de algo que
muy probablemente le estaba sucediendo en su relación
epistolar con la princesa. Escribe en este sentido:
"Cierto es también que ni los usos del habla ni
la urbanidad permiten que digamos a quienes son de
condición mucho más alta que la nuestra que nos
inspiran amor, sino únicamente que los respetamos, los
honramos, los estimamos y sentimos celosa devoción por
servirlos. Y creo que ello se debe a que, cuando la amistad une a
los hombres, puede considerarse que, hasta cierto punto, iguala a
aquellos que la profesan de forma recíproca. Y, en
consecuencia, si, al intentar ganarnos el amor de algún
grande, le dijéramos que lo amamos, podría pensar
que lo ofendemos al considerarnos su
igual"[178].
Cualquiera que se fije en la correspondencia de
Descartes con la princesa, podrá ver que en ella aparecen
aquellas expresiones a las que acaba de referirse, utilizadas en
lugar de las expresiones en que tales términos
podrían ser sustituidos por la palabra "amor" y otras
similares, adecuadas para expresar ese sentimiento.
Su relación con la princesa, inicialmente de
carácter intelectual, se transformó muy pronto en
un enamoramiento progresivo hacia ella, aunque intentó
presentar este sentimiento como "respeto",
"honra", "estima", "devoción" y "voluntad de servirla",
términos que, como el propio Descartes señala en su
carta a Chanut, serían una manera de expresar su amor sin
que ella tuviera que darse por enterada, pero también
utilizó frases elogiosas más explícitas
relacionadas con su enamoramiento, como la que le dirige
diciéndole:
"considero que Vuestra Alteza posee el alma
más noble y elevada que me haya sido dado
conocer"[179].
Parece evidente que la princesa Elisabeth no
podía dejar de ser consciente del enamoramiento que las
palabras de Descartes dejaban traslucir en estas cartas, y que
tales sentimientos, lejos de molestarla, le agradaban hasta el
punto de que en su respuesta a esta última carta quiso ser
especialmente amable manifestándole cuánto
necesitaba de su amistad, a la vez que sutilmente le
señalaba los límites
dentro de los cuales podía seguir recibiendo su afecto
como expresión de tal amistad. En este sentido le
dijo:
"Y aunque [los médicos] hubieran sido lo bastante
sabios para sospechar la parte que correspondía al alma en
los desórdenes de mi cuerpo, no me habría yo
sincerado con ellos. Pero con vos lo hago sin escrúpulos,
en la seguridad de que
el candoroso relato de mis defectos no me privará de
la amistad que me profesáis, sino que la
acrecentará tanto más cuanto veréis, al
percataros de ellos, cuán necesitada estoy de esa
amistad"[180].
Estas palabras de la princesa debieron de provocar en
Descartes angustiosos sentimientos contradictorios, pues, por una
parte, la princesa le hablaba de amistad, pero, por
otra, al utilizar la expresión "cuán necesitada
estoy…" refiriéndola a esa amistad, la
frase tenía su agridulce veneno, pues mientras es normal
unir los conceptos de necesidad y amor, que es
un sentimiento especialmente intenso, no lo es unir los conceptos
de necesidad y amistad, que en la
práctica al menos aparece como un sentimiento menos
intenso que el del amor y, por ello mismo, pocas veces asociado
con la intensidad que reflejaría la expresión
utilizada por la princesa "cuán necesitada estoy de esa
amistad". Si un varón –y posiblemente también
una mujer- escribiese a otro expresándole cuán
necesitado estaba de su amistad, seguramente eso sería un
motivo suficiente para que el segundo sospechase acerca de
cuáles eran los auténticos sentimientos del
primero.
Parece, pues, que lo que la princesa le estaba diciendo
a Descartes de modo tácito era que le hacía muy
feliz sentirse tan querida por él, pero de modo expreso
sólo lo mucho que necesitaba su amistad. Era su manera de
mantener las distancias sin dejarlo marchar.
Como ejemplo de otro párrafo en el que de manera
más explícita Descartes declara su amor por la
princesa, puede verse el siguiente:
"nada me ocupa el pensamiento con más frecuencia
que recordar los méritos de Vuestra Alteza y desearle
tanto contento y felicidad como merece […] Pues nada hay
en el mundo a lo que tanto aspire con más celosa
devoción que a dar testimonio de que soy, en todo cuanto
pueda, el más humilde y obediente servidor de
Vuestra Alteza"[181].
Más adelante, en febrero de 1647, la princesa se
despide con unas palabras especialmente amables y estas palabras
parecen calar muy hondo en Descartes, quien le responderá
con otras todavía más efusivas. En efecto, escribe
la princesa:
"Le he prestado vuestros Principios [a un
médico llamado Weis], y me ha prometido referirme las
objeciones que tenga; si las tiene, y merecen la pena, os las
enviaré para que podáis formaros un juicio de la
capacidad del hombre que me ha parecido más sensato de
entre los doctos de estos lugares, ya que es capaz de apreciar
vuestros argumentos. Aunque no me cabe duda de que nadie lo
será de estimaros más de lo que os estima vuestra
muy devota amiga y servidora
ISABEL"[182].
Como puede observarse, la princesa utiliza aquí
justamente ese mismo tipo de términos ("estima", "devota
amiga", "servidora") que Descartes consideraba que se utilizaban
cuando no era socialmente correcto mencionar la palabra "amor".
No siendo consciente de hasta qué punto las palabras de la
princesa podían tener o no un sentido cercano al tipo de
sentimiento que él hubiera deseado, en su carta del mes
siguiente le respondió:
"Sabiendo que está Vuestra Alteza satisfecha de
hallarse en el lugar en que se halla, no me atrevo a hacer votos
por su regreso, por más que me cueste mucho no desearlo, y
muy especialmente ahora que me encuentro en La Haya […]
Mas no me iré antes de dos meses, para poder tener antes
el honor de recibir los mandatos de Vuestra Alteza, que
tendrán siempre más poder sobre mi persona que
cualquier otra cosa en el
mundo"[183].
Y, finalmente, la carta en la que se advierte el
enamoramiento apasionado de Descartes de un modo que
difícilmente hubiera podido ser más claro sin
utilizar la fórmula ritual empleada para la
expresión de tal sentimiento es la ya citada en la primera
parte de esta obra, de febrero de 1649, en la que el pensador
francés le expresa que viviría feliz toda su vida
en cualquier lugar en el que ella estuviera:
"…no hay lugar en el mundo, tan rudo y tan falto
de comodidades, en el que no me considerase dichoso de pasar el
resto de mis días, si Vuestra Alteza estuviera en
él, y yo pudiera servirle de alguna
manera"[184].
Es en verdad difícil encontrar una
declaración de amor más evidente y clara, y, por
ello mismo, resulta sorprendente que sólo algunos
críticos hayan aceptado que Descartes estuviera enamorado
de la princesa, mientras que otros han opinado que sólo se
trataría de un "amor platónico", cuando lo
único que tuvo de "platónico" fue que la princesa
no tenía por él un sentimiento similar y por eso su
relación no pudo ir más allá de aquella
correspondencia escrita y de las ocasiones en que Descartes pudo
contemplarla personalmente.
Por otra parte, una declaración como ésta,
tan llena de intenso sentimiento, aunque estratégicamente
colocada casi al final de la carta, tiene el interés
añadido de que Descartes la escribe cuando la
decisión de acudir a la corte sueca la tenía ya
casi tomada, y es seguro que una insinuación en sentido
contrario por parte de la princesa Elisabeth le hubiera
determinado a cambiar de planes. Por eso, cuando los
críticos se preguntan por los motivos de la marcha de
Descartes a la corte sueca, además de hacer referencia a
sus problemas económicos y a la hostilidad que le estaban
manifestando los teólogos holandeses, habría que
añadir su necesidad de escapar de esta situación en
la que la tristeza y el sufrimiento por no sentirse correspondido
por la princesa le llevaron a intentar un cambio radical
en su vida que determinó incluso que al poco tiempo
intentase desplazar sus sentimientos hacia la princesa por una
ciega admiración hacia la reina Cristina. Pues,
efectivamente, una vez en la corte sueca, sus sentimientos por la
princesa se fueron enfriando, y, a partir de ese momento, al
parecer con cierto despecho, en octubre de 1649 le
escribió hablándole con admiración de las
extraordinarias virtudes de la reina, destacando en ella
además
"una dulzura de carácter y una bondad que fuerzan
a todos aquéllos que tienen el honor de acercarse a ella a
entregarse con devoción a su servicio"[185].
Le cuenta poco más adelante que, al preguntarle
la reina por la princesa Elisabeth, le habló de lo que
pensaba de ésta y aprovechó la ocasión para
decirle que del mismo modo que no pensaba que la reina fuera a
sentir celos por lo bien que le hablaba de la princesa,
igualmente confiaba en que ella no sentiría celos por lo
bien que le estaba hablando de la reina:
"no temí que sintiera envidia ["jalousie" en el
original] alguna, de la misma forma que tengo la seguridad de que
Vuestra Alteza tampoco puede sentirla porque le refiera sin
rodeos lo que de esta reina
opino"[186].
Parece que la intención con que escribió
estas palabras pudo ser la de expresar a la princesa, aunque de
forma velada, que había superado aquella dependencia
afectiva tan absoluta que hasta entonces había sentido
respecto a ella, pues había encontrado otra persona cuyos
méritos eran similares o incluso superiores a los suyos.
Pero, en cualquier caso, Descartes logró mantener una
actitud de entereza ante la princesa, aunque cediendo un poco a
la tentación de una pequeña venganza al referirse a
la posibilidad de que la princesa pudiera sentir celos por la
admiración que Descartes decía sentir hacia la
reina Cristina. No obstante y a pesar de la expresión de
tal admiración hacia la reina, hacia el final de la carta
Descartes manifiesta a la princesa:
"Bien considerado, y aunque siento la mayor
veneración por Su Majestad, no creo que haya nada que
pueda retenerme en este país más allá del
próximo verano"[187].
Por su parte, dos meses más tarde la princesa,
que se había percatado de la intención de su
enamorado admirador desengañado, lo único que hizo
fue dejar claro que, por supuesto, no sentía celos de
ninguna clase, sintiéndose quizá molesta porque se
le hubiera ocurrido tal idea. En este sentido, le
dijo:
"No creáis en forma alguna que tan
halagüeña descripción [de la reina Cristina] me da
motivo de celos"[188], dándole
a entender con tales palabras que sus sentimientos hacia
él no tenían nada que ver con el amor. Hacia el
final de su carta y en referencia al comentario de Descartes de
que creía que regresaría pronto de Suecia, la
princesa aprovechó la ocasión para contestarle
igualmente con cierta ironía:
"Creo […] que peco en contra de su servicio [a la
reina] al congratularme sobremanera con la noticia de que la
gran veneración que por ella sentís no os
obligará a permanecer en Suecia. Si dejáis ese
país este invierno, espero que lo hagáis en
compañía del señor Kleist, pues así
os será más fácil proporcionar la dicha de
volver a veros a vuestra muy devota amiga y servidora
ISABEL"[189].
¿Qué sentido tenía esa
petición de Descartes a la princesa de que no sintiera
celos ["jalousie"] por su valoración tan positiva de la
reina Cristina? ¿Qué sentido tenía
también la aclaración de la princesa de que no
sentía celos por esa descripción de las virtudes de
la reina? Es evidente que un comentario de este tipo, realizado
en una correspondencia entre dos personas entre las cuales
sólo hubiera habido una simple relación de amistad
–como, por ejemplo, entre Descartes y el padre Mersenne-,
no habría requerido la precaución de que una de
ellas pidiera a la otra que no sintiera celos por las alabanzas
dirigidas a una tercera persona. Una petición de esa clase
habría sido realmente insólita y sorprendente, pues
la referencia a los celos surge normalmente cuando el comentario
positivo acerca de una tercera persona –en este caso,
acerca de otra mujer- se le hace a la persona con la que existe
una relación afectiva de carácter exclusivista,
como suele ser el de las relaciones amorosas entre parejas. Y ese
sentimiento amoroso es el que había existido en Descartes
respecto a la princesa Elisabeth, aunque sin un sentimiento
recíproco por parte de ella. La princesa sentía con
agrado el "amor cortés" de Descartes en cuanto éste
no le exigiera a cambio de su amor sublimado un sentimiento
similar, conformándose con un sentimiento de amistad mucho
menos intenso. Descartes debía conformarse con expresarle
su amor de manera más o menos encubierta o descubierta,
que pudo disfrazar hasta cierto punto como cariño de padre
y maestro, y tal relación le permitía contar al
menos con la cariñosa amistad de la princesa. Pero
ahí se encontraba el límite afectivo que ella
ponía a sus relaciones con el filósofo.
Por otra parte, en la carta de respuesta de la princesa
Elisabeth parece haber una burlona ironía cuando dice a
Descartes: "Sin embargo, me siento culpable de un crimen contra
su servicio [el de la reina], por estar muy contenta de que
vuestra gran veneración por ella no os obligará
a permanecer en Suecia"[190]. Es decir, que
lo que de manera velada parece decirle es que esa
veneración hacia la reina, anteriormente manifestada por
Descartes, es algo fingida, en cuanto es incapaz de retenerle en
la corte.
No obstante, a pesar de sus anteriores manifestaciones
tan llenas de apasionado sentimiento hacia la princesa Elisabeth,
se puede afirmar que Descartes concedió a la reina
Cristina, al menos de manera idealizada, cuando todavía no
la conocía en persona –ni conocía su
lesbianismo o sus "costumbres varoniles"-, un afecto y una
admiración similar al que había sentido por la
princesa, aunque este sentimiento estuviera motivado por un
espejismo momentáneo, provocado por el vacío
producido en él como consecuencia de su decepción
ante la falta de respuesta de la princesa a su declaración
de amor, velada en apariencia, pero muy clara en
realidad.
Ya se ha hablado de la debilidad que Descartes
sentía hacia la "nobleza de sangre" y en este
sentido parece cierto que la reina Cristina, seguramente por su
pertenencia a la alta nobleza, pudo haber provocado en Descartes
una admiración similar a la que le había causado la
princesa Elisabeth, tal como puede verse cuando, en una carta a
Chanut fechada cuatro días después de la escrita a
Elisabeth hablándole de la reina Cristina y siendo
Descartes casi con seguridad astutamente consciente de que Chanut
no tardaría mucho en mostrar esa carta a la reina, le
había dicho:
"creo que esta princesa [es decir, la reina Cristina]
está hecha más a imagen y
semejanza de Dios que el resto de los
hombres"[191].
Y justo en esa misma fecha y en relación con la
carta que la reina le había escrito, le respondió
de un modo exageradamente fascinado –en la forma al
menos-:
"Si una carta me hubiera llegado desde el cielo, y la
hubiera visto descender de las nubes, no habría estado
más sorprendido, ni la habría recibido con mayor
respeto y veneración de los que he sentido al recibir
aquella que vuestra majestad ha consentido
escribirme"[192].
Párrafos como éste son, por otra parte,
una clara prueba de que no era precisamente la reina la
más interesada en la visita de Descartes sino que, por el
contrario, fue Descartes el interesado en acudir a ella por los
motivos antes indicados.
Por otra parte, la importancia de la relación
entre Descartes y la princesa Elisabeth no tuvo un
carácter exclusivamente afectivo sino que fue
especialmente valiosa desde el punto de vista intelectual en
cuanto fue un incentivo importante que impulsó al pensador
francés a profundizar en el tratamiento de diversas
cuestiones filosóficas como las que dieron lugar a la obra
dedicada a ella, Los principios de la
Filosofía, su escrito Las pasiones del alma,
posteriormente ampliado para ofrecérselo a la reina
Cristina, y al tratamiento de cuestiones filosóficas y
teológicas en las que la princesa mostró especial
interés, como la de la unión entre el alma y el
cuerpo y como la del libre albedrío, al margen de que
Descartes fuera incapaz de dar una respuesta acertada acerca de
tales cuestiones.
b) Al margen de estas relaciones y por lo que se refiere
a su valoración de la mujer, Descartes, como ya se ha
dicho, se dejó llevar por el prejuicio tradicional que la
consideraba como un ser infradotado desde el punto de vista
intelectual.
Quizá esta misma valoración negativa de la
capacidad intelectual de la mujer pudo influir en su
admiración por la princesa Elisabeth, que habría
sido una excepción extraordinaria, tanto por su capacidad
intelectual, que era realmente excelente, como por su pertenencia
a la nobleza, hecho que por sí mismo era para Descartes un
valor muy
importante. De hecho, por lo que se refiere a su
admiración por la reina Cristina, en una gran medida
estuvo inconscientemente provocada por su valoración de la
nobleza en sí misma, admiración que en este caso le
deslumbró hasta el punto de llegar a considerarla
más próxima a la divinidad que a la humanidad,
aunque también pudo haber sucedido que el interés
de Descartes, más o menos consciente por conseguir recibir
de ella un trato especialmente favorable, concediéndole un
puesto en la corte o una pensión que le sirviera como
solución de sus dificultades económicas, le hubiese
conducido a expresar una intensidad de sentimiento mucho mayor
que la que podía corresponderse con los valores
objetivos de
la reina.
Sin embargo, tal admiración se fue apagando muy
pronto, a medida que Descartes comprendió que la reina le
mantenía a distancia, sin permitirle el acceso libre a la
corte y sólo en las escasas ocasiones en que a horas
intempestivas de la noche llegó a recibirle para escuchar
sus lecciones de filosofía.
Método y
sistema
Para conseguir que la Filosofía se convirtiera en
un conocimiento firme y seguro, superando su escasa o inadecuada
fundamentación, las inconsistencias y los prejuicios
observadas en la formación recibida en el colegio de La
Flèche, pero también en una medida importante para
superar las críticas de los escépticos del siglo
XVI, Descartes comprendió que era necesario elaborar un
método riguroso que le sirviera de guía en
la búsqueda de la verdad. Complementariamente,
juzgó que debía reconsiderar el valor de todos los
"conocimientos" recibidos, poniéndolos en duda en cuanto
no ofrecieran garantías absolutamente seguras acerca de su
verdad. La misma aplicación de la duda a tales
"conocimientos" representó ya una aplicación de la
primera regla del método construido para este fin,
método que, habiendo tenido una primera formulación
en las Reglas para la dirección del
espíritu, inspirada en las Matemáticas y escrita hacia el año
1628, quedó finalmente plasmado en el Discurso del
método, escrito como prólogo de su obra El
mundo, que dejó sin publicar a raíz de la
condena de Galileo en el año 1633.
Mientras en las Reglas para la dirección del
espíritu Descartes había enunciado veintiuna
reglas, en el Discurso del método las redujo a
cuatro. De ellas y con radical diferencia la más
importante era la primera, la regla de la evidencia,
pues, mientras las demás tenían un carácter
auxiliar, como medios para
alcanzar intuiciones
evidentes, sólo la aplicación de la regla de la
evidencia podía conducir a la intuición de
auténticos conocimientos. Las reglas del método
cartesiano estaban inspiradas en las Matemáticas, en donde
le habían resultado especialmente útiles para
resolver problemas de este tipo. La primera regla, la regla
de la evidencia, era la que mostraba la verdad de una
intuición, por la claridad y distinción con que
aparecía a su mente, las demás reglas tenían
un valor auxiliar y subordinado respecto a la primera, sirviendo
de preparación para alcanzar las intuiciones
evidentes, desmenuzando la complejidad de cualquier problema
en sus partes más simples mediante la regla del
análisis, ayudando a la razón, mediante la
regla de la síntesis, en su
deducción progresiva y segura de nuevos
conocimientos evidentes a partir de conocimientos igualmente
evidentes, y confirmando, mediante la regla de la
enumeración, que todo el proceso se
realizaba con absoluta corrección, realizando las
enumeraciones, revisiones y pruebas
necesarias para asegurar el valor de sus resultados.
La regla de la evidencia consistía
en
"no admitir jamás cosa alguna como verdadera en
tanto no la conociese con evidencia que lo era; es decir, evitar
cuidadosamente la precipitación y la prevención, y
no comprender nada más en mis juicios que lo que se
presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no
tuviese ninguna ocasión de ponerlo en
duda"[193].
Sin embargo, la utilización de la regla de la
evidencia, que tan buenos resultados había dado al
pensador francés en las Matemáticas, implicaba
dificultades insuperables para ser aplicada a fin de garantizar
la verdad de los conocimientos de carácter no
matemático, pues mientras en las Matemáticas su
aplicación iba unida de forma implícita o
explícita al principio de contradicción,
que era –como luego se verá- el que en definitiva
podía confirmar el valor objetivo de la vivencia
subjetiva de la evidencia, en el caso de las
proposiciones relacionadas con las ciencias
empíricas, la regla de la evidencia era insuficiente por
lo mismo que lo era el principio de contradicción, en
cuanto las proposiciones empíricas tenían un
carácter meramente consistente, pero no
necesario ni contradictorio por sí
mismas. Es decir, tales proposiciones podían ser
verdaderas o falsas, pero no en virtud de su propia estructura
interna, como sucedía con las proposiciones
matemáticas, sino en cuanto estuvieran de acuerdo o no con
lo que sucedía en la realidad empírica;
además, la propia evidencia era sólo una
vivencia necesariamente subjetiva, por lo que
no tenía sentido aplicarla como criterio de verdad
objetiva. Es posible que la comprensión de este
problema condujese a Descartes a tratar de fundamentar el valor
de la propia evidencia a fin de llevar al límite la
exigencia de seguridad respecto a su valor, en cuanto pudo llegar
a ser consciente de que no podía afirmar de modo
apriórico y seguro que la evidencia fuera un
criterio suficiente para la obtención de conocimientos
plenamente objetivos.
Su intento de justificación de esta regla fue un
fracaso. Descartes había encontrado una primera verdad,
"pienso, luego existo", y consideró que, en cuanto
advertía que dicha verdad se le mostraba por la absoluta
claridad y distinción con que aparecía a su mente,
en adelante podría considerar igualmente como verdaderas
todas las proposiciones que se le mostrasen con esa misma
evidencia. En este punto Descartes fue incapaz de admitir que la
verdad del cogito se fundamentaba en el principio de
contradicción, que, por lo tanto, era un principio
anterior al del cogito, y tampoco comprendió que
dicho principio, aunque necesario, no era suficiente para
fundamentar el valor de aquellos conocimientos que no tuvieran un
valor simplemente analítico, como el de las
Matemáticas, sino sintético, como el relacionado
con la experiencia. Además, sus consideraciones acerca del
cogito le condujeron al círculo vicioso de
considerar que el cogito era verdadero por ser
evidente a la vez que juzgaba que la regla de la
evidencia quedaba fundamentada a partir del
cogito.
Pero la incoherencia y la trivialidad de los
planteamientos cartesianos no terminó aquí, pues,
comprendiendo que la justificación de dicha regla dejaba
mucho que desear, quiso darle el espaldarazo definitivo y para
ello pretendió fundamentarla a partir de Dios, cayendo
frívolamente en el nuevo vicioso según el cual
primero se apoyaba en la regla de la evidencia para alcanzar la
demostración de la existencia de Dios, y luego se apoyaba
en la existencia de Dios para fundamentar la regla de la
existencia a partir de ese Dios cuya veracidad debía
impedir la aparición de evidencias a
las que no les correspondiera verdad alguna.
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