Cuando Descartes
escribe que Dios "supo exactamente cuáles
serían todas las inclinaciones de nuestra
voluntad", que "él mismo [fue quien] las puso en
nosotros, [y] supo que nuestro libre
albedrío nos determinaría a tal o cual cosa" en ese
momento comete un desliz "teológico" que pudo pasar
desapercibido a la princesa Elisabeth, pero que en cualquier caso
resulta evidente. Efectivamente, su utilización del
término "inclinations"[353] es muy
sintomático respecto a su predisposición en favor
de una solución que pudiera salvar el libre
albedrío, ya que podría haberse servido de un
término mucho más claro, como el de "decisiones",
para precisar que, de acuerdo con la teología
católica, Dios no sólo causa las
inclinaciones sino también las
decisio-nes del hombre. El
hecho de que a continuación reconozca que fue Dios mismo
quien puso en nosotros tales inclinaciones sigue sin solucionar
esta cuestión, pues sigue sin afirmar de forma clara que,
además, Dios puso también en el hombre las
decisiones que toma, aunque crea que las toma de manera
independiente y autónoma. Además, aunque
pudiera seguir aceptándose que las decisiones del
hombre serían voluntarias en cuanto el hombre
desconociera la programación divina y no sintiera
coacción externa alguna que le determinase a tomarlas, es
un completo absurdo la afirmación de que el hombre -o los
hidalgos del ejemplo cartesiano- pudieran "ser castigados
justamente"[354].
En consecuencia y en cuanto Descartes pudiera haber
afirmado exclusivamente la presciencia divina, ignorando
la predeterminación, habría incurrido en
una herejía respecto a la dogmática
católica, lo cual, por otra parte, era inevitable en
cuanto efectivamente, aunque las accio-nes humanas
predeterminadas por Dios pudieran seguir siendo
con-sideradas libres en cuanto voluntarias, no
podían serlo hasta el punto de poder
considerar al hombre como responsable y como
merecedor de castigos por las acciones
realizadas en contra de las leyes divinas, en
cuanto habría sido el propio Dios quien le habría
programado para querer obrar de ese modo y para tomar
las decisiones correspondientes.
En esa misma ficción, cuando Descartes se refiere
a "dos diferentes grados de voluntad" –en lugar de
hablar de "dos formas contradictorias de voluntad"-, emplea un
eufemismo con el que parece pretender que pase desapercibida la
contradicción que sigue a estas palabras, pues afirmar que
Dios "ha querido que estos hidalgos se
batieran"[355] y afirmar después que "no lo
ha querido"[356] es una contradicción
evidente, por más que el francés intentase
disimularla, posiblemente de forma consciente y mendaz, con la
expresión "dos grados diferentes de
voluntad"[357].
Además, cuando Descartes afirma al mismo tiempo que
Dios
"supo que nuestro libre albedrío nos
determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido
así, pero no por eso ha querido
obligarlo"[358]
se contradice con la mayor frivolidad
en cuanto afirma y niega al mismo tiempo que
Dios haya querido que el hombre actúe de un modo
o de otro. Descartes comete aquí la falacia de diferenciar
entre el hecho de que Dios haya querido que nuestro libre
albedrío nos determinara a tal o cual cosa y el hecho
de que haya querido obligarlo, como si realmente hubiera
alguna diferencia entre ambas expresiones, pues no existe
diferencia alguna entre el hecho de que Dios quiera una cosa y el
hecho de que quiera obligarla, ya que el término
"obligarla" no es otra cosa que una redundancia respecto al
simple querer de Dios en cuanto, desde el momento en que la
quiere, la "obliga", es decir, la encadena a su
voluntad. ¿Tendría sentido considerar que Dios
quisiera algo y que su querer dejara de cumplirse porque
el libre albedrío humano no hubiese quedado "obligado" al
querer de Dios? ¿Qué clase de
omnipotencia sería ésa?
Y, cuando habla de la distinción en Dios de una
voluntad absoluta por la que "quiere que todas las cosas
sucedan como suceden" y de una voluntad relativa por la
que "quiere que se obedezcan sus leyes" –lo cual en muchas
ocasiones no sucedería-, incurre de nuevo en un
sofisma en cuanto considera que existe alguna diferencia
entre el hecho de que Dios quiera que todo suceda como
sucede y el hecho de que quiera que se cumplan sus
leyes, como si esto último pudiera dejar de suceder,
pues en tal caso estaría afirmando que Dios quiere y
no quiere que todo suceda como sucede, en cuanto el
cumplimiento de sus leyes, como parte de "lo que sucede", se
corresponde con el querer de Dios que en ningún caso
podría dejar de cumplirse, por lo que Descartes incurre en
esta nueva contradicción por su interés en
salvar la libertad del
hombre a la vez que la omnipotencia divina, pero, sobre todo, por
su interés en satisfacer a la princesa Elisabeth, de quien
en esos momentos ya estaba enamorado.
Es decir, si la obediencia a sus leyes es una parte de
lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse que el
querer de Dios se aplica a todo para a continuación
afirmar que este querer [de Dios] deja de
cumplirse como consecuencia de una desobediencia debida al
mal uso del libre albedrío por parte del hombre, pues ello
implicaría una negación de la omnipotencia y de
la predeterminación divinas. Dicho en forma de
esquemática:
Si Dios quiere que todas las cosas sucedan como
él quiere
y puede hacer todo lo que quiere (porque es
omnipotente),
entonces todas las cosas suceden como él
quiere
y
Si todas las cosas sucedan como él
quiere
y quiere que se cumplan sus leyes,
entonces sus leyes se cumplen
Y, por ello, sería una contradicción en
relación con la omnipotencia divina afirmar, como lo hace
Descartes, que las leyes divinas dejan de cumplirse en algunos
casos relacionados con el cumplimiento de las leyes morales, en
cuanto el hombre se sirviera de su libre albedrío para
actuar en contra de tales leyes… escapando a la
predeterminación divina
Respecto a esta cuestión, la solución
cartesiana anterior, según la cual en tales casos Dios
simplemente permite que el hombre actúe de
acuerdo con su propia voluntad, implica efectivamente una
negación de la omnipotencia de Dios en cuanto a ella
escaparían los actos debidos exclusivamente a la
voluntad humana. En definitiva, de acuerdo con la
dogmática católica no sólo se trata de que
Dios permita que el hombre actúe libremente en
contra de su voluntad omnipotente, sino de que es Dios mismo
quien programa la
voluntad humana para que tome las decisiones que toma, y, en
consecuencia, Dios no permite otra cosa sino que las
cosas sucedan como él quiere.
La conclusión de estos razonamientos es la de que
las leyes de Dios se cumplirían siempre, tanto cuando se
actúa de acuerdo con un tipo más concreto de
leyes -las que se relacionan con el cumplimiento de la norma
moral-, como
cuando aparentemente no se cumplen, en cuanto
habría sido Dios mismo quien habría establecido que
hubiera personas que cumpliesen sus leyes y otras que no las
cumpliesen, de forma que todo se amoldaría al
cumplimiento de su voluntad más absoluta.
Al margen de tal contradicción, el intento
cartesiano de solución de este problema según este
ejemplo se parece al del jesuita español
Luís de Molina, quien mediante su concepto de
"ciencia media"
hacía hincapié de modo especial en el
conocimiento divino de lo que el hombre haría
libremente, pasando por alto la
predeterminación divina de la voluntad,
según la había explicado Tomás de Aquino,
para quien Dios no sólo conoce qué
hará el hombre en cada circunstancia sino que le
predetermina a obrar de esa cierta manera. En
efecto, por lo que se refiere esta cuestión, Tomás
de Aquino refleja de modo muy claro la doctrina católica
cuando escribe: "Mas como quiera que Dios, entre los hombres que
persisten en los mismos pecados, a unos los convierta
previniéndolos y a otros los soporte o permita que
procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón
por qué convierte a éstos y no a los otros, pues
esto depende de su simple voluntad […] tal como de la
simple voluntad del artífice nace el formar de una misma
materia,
dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y
otros para usos bajos"[359], o cuando igualmente,
refiriéndose a la predestinación, considera que la
elección y la reprobación del hombre han sido
ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse
que la decisión divina dependa de los méritos del
hombre: "Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la
gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin
último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se
desvían del fin último, y todo lo que Dios hace
está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su
sabiduría […], es necesario que dicha distinción
de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo
tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde
la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que
los predestinó […] Y a quienes dispuso desde la
eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los
reprobó o los odió […] Y puede también
demostrarse que la predestinación y la elección no
tienen por causa ciertos méritos humanos, […]
porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera
de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y
providencia divinas"[360].
En conclusión, parece que Descartes no se
atrevió a ser veraz en esta carta a la
princesa Elisabeth confesándole al menos, si no se
atrevía a manifestarle que la solución tradicional
era contradictoria, que el tema que estaban tratando era
simplemente un dogma de fe del cristianismo,
cuya comprensión no estaba al alcance de la razón
humana –ni de ninguna, podría añadirse-. Y
posiblemente, si no se lo dijo, debió de ser porque ya en
diversos lugares de sus escritos se había atrevido a
defender la doctrina católica respecto al problema de la
compatibilidad entre la omnipotencia divina y la libertad humana.
Por otra parte, era evidente que Descartes se encontraba ante un
problema irresoluble, como lo son todas las contradicciones, pues
la omnipotencia de Dios implica que todo está sometido a
su voluntad, mientras que la libertad humana implica que hay
acciones que no están sometidas a la voluntad de Dios sino
que dependen exclusivamente de la voluntad
humana.
Tiene interés reflejar finalmente que el
planteamiento cartesiano, presentado en esta carta a la
princesa Elisabeth coincide en su núcleo
fundamental con el de la carta antes
citada a la reina Cristina de Suecia, en la cual
decía que en cierto modo el libre
albedrío
"nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar
sujetos a él"[361].
En esta última carta puede observarse que
Descartes tiene la precaución de escribir simplemente
"parece eximirnos" sin atreverse a afirmar que, en
efecto, nos exima, aunque al mismo tiempo afirme que esa
facultad del "libre albedrío" realmente "nos hace
semejantes a Dios" en lugar de decir que "parece que nos
hace semejantes a Dios", que habría sido la frase
coherente con la anterior.
5.3. El "racionalismo"
teológico y la res extensa
A partir de aquella primera verdad, "cogito, ergo sum",
y a partir de la "demostración" de la existencia de Dios,
Descartes pasa a deducir la existencia de la realidad
material externa o res extensa. Indica que existe en su
yo una facultad pasiva de recibir ideas de
cosas sensibles de forma que no parece que sea ese yo quien las
produzca, pues aparecen sin su intervención e incluso
contra su voluntad. Por ello, considera que deben estar causadas
por una realidad distinta, la cual no puede ser más que
una realidad externa o el mismo Dios. Pero, desde la tesis de que
Dios no es engañador y en cuanto le ha dado una intensa
inclinación a creer que estas ideas provienen de
realidades externas independientes, deduce finalmente
que existe una sustancia extensa (res extensa)
causante de tales ideas, distinta del yo o sustancia
pensante (res cogitans).
Sin embargo conviene recordar que, aunque en
líneas generales Descartes considera que Dios no puede ser
engañador –pues dice que la "luz natural" le
enseña que el engaño depende necesariamente de
algún defecto[362]en alguna ocasión,
siendo más coherente con la tesis de la omnipotencia
divina, había aceptado la posibilidad de que Dios, y no
sólo un "genio maligno"
ni tampoco un extraño dios mentiroso, fuera también
engañador, tal como puede verse en las Meditaciones
Metafísicas, donde escribe:
"hace mucho tiempo que tengo en mi espíritu
cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede
todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora
bien, ¿quién me podría asegurar que este
Dios no ha hecho que no exista tierra
ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso
[…] y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas
estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo
veo? E, igualmente, como a veces juzgo que los demás se
equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con mayor
certidumbre, puede ser que él haya querido que yo me
equivoque siempre que hago la suma de dos y tres o que cuento los
lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más
fácil, si es que se puede imaginar algo más
fácil que esto. Pero quizá Dios no ha querido
que fuese engañado de esa manera, pues es soberanamente
bueno. Con todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho de
tal modo que yo me engañara siempre, parecería
también ser contrario a él permitir que me
engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo
permita".
Como puede observarse, Descartes planteó la
hipótesis de que, como consecuencia de su
omnipotencia, Dios pudiera mentir y, de hecho, tal posibilidad
era una consecuencia perfectamente lógica
derivada de la omnipotencia divina. Sin embargo, a pesar de los
diversos momentos en que afirmó tal posibilidad, luego
discutió y se enfadó furiosamente con Voetius
porque éste le acusó de haber defendido tal
hipótesis, la cual no implicaba contradicción
alguna en cuanto nada podía estar por encima del poder
divino y nada podía tener un valor por
sí mismo, con independencia
de la voluntad divina.
Por ello y como ya se ha dicho antes, siendo consecuente
con los motivos que justificaban la duda metódica
y especialmente la hipotética existencia de un genio
maligno o de un dios engañador, desde tales planteamientos
era imposible demostrar el valor supuestamente objetivo de
sus "evidencias" en
favor de
1) la existencia de un Dios auténtico;
2) la tesis según la cual mentir sería un
defecto que en ningún caso podría estar en
Dios;
3) la existencia de un mundo material; y
4) todo lo que pretendiera deducir a partir de
ese Dios cuya existencia era indemostrable.
Y, como consecuencia de esta imposibilidad lógica
de fundamentar el valor de la regla de la evidencia, el yo
debería haber permanecido encerrado en los límites
del solipsismo representado por la res cogitans
y sus ideas.
Sin embargo, Descartes cerró los ojos a esta
imposibilidad lógica e insistió en sus
planteamientos teológico-irracionales hasta un
punto asombrosamente absurdo, pues, a pesar de estas dificultades
insalvables, siguió mostrando una confianza absurda en los
fundamentos teológicos de su "racionalismo" y en
su doctrina del innatismo, pretendiendo haber deducido las
diversas leyes de la Física
así como la existencia de los diversos tipos de materia y
los astros del Universo
basándose para esto, al menos, según dijo, "nada
más que en Dios, que lo ha creado" y pretendiendo haberlas
extraído "de ciertas semillas de verdades que están
en nuestras almas", tal como escribe de manera asombrosamente
superficial y jactanciosa, diciendo:
"…primero he tratado de encontrar en general los
principios o
primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin
considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha
creado, ni sacarlas de otra parte que de ciertas semillas de
verdades que están naturalmente en nuestras almas.
Después de esto examiné cuáles eran los
primeros y más ordinarios efectos que se podían
deducir de estas causas: y me parece que por ahí
encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra,
agua, aire y fuego,
minerales y
algunas otras cosas"[363].
Hacía falta ser frívolo, osado y
jactancioso para afirmar tales doctrinas como evidentes cuando,
si las vio así, no fue porque de verdad lo fueran sino
porque o bien se trataba de doctrinas generalmente aceptadas, o
bien de doctrinas procedentes de la filosofía griega, relacionadas con la
búsqueda del arkhé, doctrinas que
él debió de conocer por su formación, pero
cuyo valor no era ni mucho menos el resultado de una deducción racional derivada de la
consideración de la esencia divina ni de la toma de
conciencia de
supuestas ideas innatas que le hubieran conducido al
descubrimiento de tales doctrinas, muchas de las cuales
además eran falsas.
5.3.1. Las Matemáticas y la
Física
Una vez "demostrada" la existencia del dios cristiano
-al menos según las frívolas evidencias
cartesianas-, el pensador francés consideró que
tanto los conocimientos matemáticos como la existencia de una
realidad externa podían aceptarse ya como
seguros, no
por ser evidentes sin más, sino porque su evidencia no era
fruto de un espejismo sino que estaba garantizada por el propio
Dios[364]
Sin embargo, Descartes se contradijo con su
frivolidad acostumbrada desde el momento en que
afirmó que las verdades matemáticas no eran
verdaderas por ellas mismas sino sólo porque Dios
así lo había querido, pues esta doctrina planteaba
la siguiente cuestión: Suponiendo que la perfección
divina hubiera sido incompatible con el engaño, Descartes
no podía proclamar que la verdad de los contenidos de las
Matemáticas dependía de Dios y que no fueran
verdaderos por su propio carácter tautológico, en cuanto esta
propiedad era
la que les había hecho aparecer como evidentes; ni
podía manifestar al mismo tiempo que, si tales contenidos
eran evidentes, entonces eran verdaderos, si a la vez consideraba
que, si eran verdaderos, lo eran porque Dios así lo
había querido y no porque fueran evidentes. La
evidencia no parecía tener valor alguno en cuanto
la verdad de cualquier aspecto de la realidad sólo
dependía de la voluntad divina y no de una correspondencia
entre la propia evidencia y el modo de ser de la realidad que se
mostraba como evidente; la impresión de evidencia no
podía tener ningún valor en cuanto los contenidos a
los que se refería hubieran podido ser falsos si Dios
así lo hubiera querido. Pero, además, habría
sido contrario a la supuesta veracidad divina provocar
evidencias acerca de verdades cuyo valor no
fuera intrínseco y absoluto sino
sólo derivado de su voluntad. Pues, en principio,
el sentido de la evidencia no era el de conducir a la
convicción de que Dios había decidido que
determinada verdad lo fuera de manera condicionada a su voluntad
sino el de asegurar que la realidad con que se
relacionaba dicha impresión de evidencia
debía corresponderse con ella, con independencia de la
voluntad divina. La regla de la evidencia, según la
definición cartesiana, hacía referencia a la
aceptación como verdad de "lo que se presentase tan clara
y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna
ocasión de ponerlo en duda"[365], de manera
que si esa claridad y distinción no se
correspondían con una auténtica verdad objetiva, en
cuanto ésta dependiera de la voluntad divina, en tal caso
el hecho de que Dios sugiriese evidencias no relacionadas con
verdades objetivas habría sido una forma de
engaño. Habría sido absurdo que Dios hubiera
suscitado en él evidencias acerca de "verdades" que
sólo lo fueran porque el propio Dios así lo hubiera
decidido, en lugar de serlo respecto a contenidos que fueran
verdaderos por su propia consistencia o por corresponderse con
auténticas realidades con las que guardasen una
relación de correspondencia. Es decir, si uno
comprendía con evidencia que los radios de una
circunferencia debían ser iguales, esa impresión no
le serviría de nada en cuanto luego tuviera que asumir que
tal evidencia no provenía de que en realidad dichos radios
fueran iguales sino de que Dios había establecido
libremente que
1) los radios fueran iguales, y
2) que él tuviera la impresión de que eso
era una verdad "clara y distinta" pero sólo porque
Dios así lo habría querido.
En este sentido además hay que tener en cuenta
que, en cuanto Descartes había llegado finalmente a
recuperar como conocimiento
la existencia de la res extensa a partir de la
consideración de que Dios no podía ser
engañador y de que, puesto que la existencia de la
realidad externa se manifestaba como evidente a partir del
supuesto de la veracidad divina, había que aceptar que
realmente existía, por lo mismo debía haber
aceptado que las evidencias relacionadas con los conocimientos
matemáticos se relacionaban igualmente con verdades
objetivas, ya que, en caso contrario, estaría afirmando
que Dios proporcionaba falsas evidencias en cuanto, por
ejemplo, la evidencia de que 1+1 fuera igual a 2 no
provendría de que efectivamente 1+1 fuera igual a 2, sino
de que la voluntad divina lo habría establecido así
de acuerdo con su omnipotencia y su libertad absoluta del mismo
modo que hubiera podido establecer otra cosa, y, en consecuencia,
tal evidencia –al igual que cualquier otra de
carácter empírico- no tendría valor por
ella misma sino sólo en cuanto Dios hubiese querido
que la intuyese como evidente.
Por otra parte y a partir de la subordinación de
cualquier verdad a la omnipotencia divina y, en
consecuencia, de su carácter arbitrario, Descartes se
contradijo de nuevo, pero en un sentido contrario al anterior, al
afirmar que
"aunque Dios hubiera creado muchos mundos no
podría haber ninguno en que [tales leyes] dejaran de ser
observadas"[366],
pues tal suposición estaría en
contradicción con la omnipotencia divina, al restringir el
poder de Dios a la plasmación de unas mismas leyes para
cualquier Universo que hubiera querido crear en lugar de aceptar
que, de acuerdo con su omnipotencia hubiera podido crear no
sólo infinitos universos sino infinitas leyes diversas
para cada uno de ellos.
Al mismo tiempo, su consideración de que las
leyes del Universo tenían un carácter
matemático[367]junto con su
afirmación según la cual la verdad de los
conocimientos matemáticos no era absoluta, ya que Dios
hubiera podido hacer
"que no fuese verdad que todas las líneas tiradas
desde el centro de la circunferencia fuesen
iguales"[368],
daba un carácter contingente a tales
leyes, y, por ello mismo, resultaba incoherente con su
pretensión de deducir las leyes del universo a
partir de la inmutabilidad divina, dando prioridad a
esta cualidad sobre la de la omnipotencia, que es la que
destaca en el texto
anterior.
Este planteamiento representa un absurdo total, aunque
Descartes dio como explicación que, como todo, incluido el
principio de contradicción, dependía de Dios,
había que aceptar que las mismas verdades
matemáticas, ¡a pesar de ser
tautológicas!, eran verdades porque Dios
así lo había querido, y, por eso, llegó a
afirmar que Dios pudo haber hecho que la suma de los
ángulos de un triángulo no fuese igual a dos rectos
o que los radios de una circunferencia no fuesen iguales entre
sí:
"La dificultad de concebir cómo Dios ha sido
libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres
ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos
o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se
la puede suprimir fácilmente considerando que el poder
de Dios no puede tener ningún
límite"[369].
Y, así, no sólo las verdades concretas de
las Matemáticas sino en general el principio supremo de la
Lógica, el principio de contradicción,
quedaba igualmente subordinado a la voluntad divina, a pesar de
que, de modo paradójico, tal principio fue el
fundamento último del que se sirvió, aunque sin
reconocerlo de modo explícito, para justificar el valor de
la regla de la evidencia.
Por ello este nuevo punto de vista le condujo a un nuevo
círculo vicioso en cuanto la verdad del
cogito servía de fundamento, aunque no absoluto,
para la regla de la evidencia, la regla de la evidencia
servía de fundamento para demostrar la existencia de
Dios, y a partir de la existencia de Dios se justificaba el
principio de contradicción, el cual a su vez
servía para alcanzar la verdad del cogito, con lo
que razonamiento en círculo quedaba completado, tal como
puede verse con mayor facilidad en el siguiente
esquema:
Pero, si la evidencia por sí misma era incapaz de
conducir a la verdad, en cuanto toda verdad provenía de
Dios, en tal caso no tenía sentido pretender demostrar la
existencia de Dios mediante la utilización de esta regla
cuyo valor dependía de la existencia de ese ser cuya
existencia se pretendía demostrar mediante dicha
regla.
Por otra parte, el "teólogo" francés
afirma de manera inequívoca que
"la certeza misma de las demostraciones
geométricas depende del conocimiento de un
Dios"[370],
lo cual implicaría que los ateos o los
agnósticos no podrían estar seguros de la verdad de
tales proposiciones en cuanto para ellos no sería
suficiente la dudosa certidumbre proporcionada por el
principio de contradicción o por la misma evidencia de
tales proposiciones. Pero, claro, si esa dudosa certidumbre,
basada en el principio de contradicción, era la que
supuestamente había permitido a Descartes alcanzar la
demostración de la existencia de Dios, en tal caso el
resultado venía a ser el mismo: El fundamento
últimos de los conocimientos asumidos por los creyentes
era el mismo que el de los ateos, el principio de
contradicción, y, en consecuencia el nivel de certeza de
sus conocimientos sería idéntico.
Resulta sorprendente además que, mientras el
pensador francés hace depender de la omnipotencia de
Dios el valor de las verdades matemáticas,
sin embargo, por lo que se refiere a las verdades
físicas, las haga depender de su
inmutabilidad, la cual supondría una
limitación contradictoria de su
omnipotencia, en cuanto su inmutabilidad
habría sido un obstáculo para crear el Universo de
otro modo y con otras leyes que las que él dispuso en el
momento de la creación.
Por otra parte y en cuanto subordinó los
principios de la Física a los de las Matemáticas
cuando afirmó
"no admito en Física principios no admitidos
también en Matemáticas para poder probar por
demostración todo lo que de ellas deduzca, y […]
estos principios bastan, puesto que por ellos pueden ser
explicados todos los fenómenos de la Naturaleza",
y, en cuanto las principios de las Matemáticas
dependían de la omnipotencia divina, en tal caso
los principios de la Física serían tan arbitrarios
y tan subordinados a la omnipotencia divina como los de las
Matemáticas. Por ello, la consideración de que las
leyes del Universo debían deducirse a partir de la
inmutabilidad divina era contradictoria con
respecto a su derivación de la omnipotencia,
según la cual Dios hubiera podido crear el Universo de
cualquier modo que hubiera deseado. Es cierto, por otra parte,
que un teólogo católico podría argumentar
que, aunque desde una perspectiva humana las cualidades divinas
de la omnipotencia y la bondad se ven como distintas, en Dios son
una misma cosa. Sin embargo, conviene tener en cuenta igualmente
que, cuando Descartes distingue entre estas cualidades, es porque
él las está considerando como distintas.
Además, asumiendo tal argumen-tación, podría
plantearse el problema de cómo hacer compatible que desde
su inmutabilidad Dios no hubiera podido crear el
Universo de acuerdo con otras leyes que las que éste
tiene, y que desde su omnipo-tencia sí hubiera
podido hacer todo aquello que hubiera querido, como el
propio Descartes reconoce, defendiendo incluso que tanto las
Mate-máticas como el valor del principio de
contradicción dependían de Dios.
En cualquier caso, Descartes debería haber
renunciado a extender la omnipotencia divina hasta el absurdo de
considerar que el valor del principio de
contradicción estaba sometido a ella, entre otros
motivos porque para demostrar la existencia de Dios se
había basado en la regla de la evidencia, la cual, a su
vez, se basaba en el principio de contradicción, por lo
que sería absurdo valorar de forma absoluta tal principio
antes de dicha demostración para relativizarlo
después, una vez que por su mediación se
hubiera demostrado la existencia de Dios, y, así, sin duda
de ninguna clase, habría tenido mayor sentido igualmente
que hubiese considerado que las verdades
matemáticas eran simples tautologías y que,
por ello mismo, se deducían de aquel principio,
aunque hubiese considerado que las verdades de la
Física eran una consecuencia de la omnipotencia
divina, que habría podido crear el mundo de muy
diversas maneras de acuerdo con su voluntad y libertad
absolutas.
Su solución, sin embargo, fue contradictoria en
cuanto, al reducir las posibilidades de Dios a la hora de crear
el mundo de acuerdo con un único modelo
derivado de su inmutabilidad, de hecho estaba negando su
omnipotencia, según la cual habría podido crear
infinitos universos de acuerdo con infinitas leyes diversas si
así lo hubiese querido.
Por otra parte, siguiendo una especie de
mística matemática, que ya había
sido sustentada por los pitagóricos y por Platón en
la antigüedad, y modernamente por el mismo Kepler, Descartes
defendió igualmente que todos los fenómenos
naturales podían deducirse de ciertos principios que
tenían carácter matemático.
Sin embargo, esta defensa del carácter
matemático de las leyes naturales fue contradictoria con
la justificación de tales leyes naturales en el propio
Dios en cuanto tal justificación implicaba la
aceptación de la existencia de aspectos del universo cuyo
modo de ser no se deduciría de ningún principio
matemático sino que serían una consecuencia
arbitraria de la omnipotencia divina. Es decir, a pesar de que
Descartes juzgaba que, -en general, aunque no en todos los casos-
las leyes del Universo dependían de la inmutabilidad
divina y que, por ello mismo, tenían carácter
matematizable, esta pretensión era contradictoria con la
de que dicha realidad derivase en alguno de sus aspectos de la
libre omnipotencia divina, que la habría creado al margen
de tales leyes.
La metodología de Galileo, a pesar de
conceder un valor especialmente importante a las
Matemáticas al afirmar que "el universo está
escrito en lenguaje
matemático", en la práctica no fue tan exagerada a
la hora de buscar subsumir cualquier fenómeno observado en
una determinada fórmula matemática
sino que fueron muy numerosas las ocasiones en las que Galileo se
conformó con descubrir y describir diversos
fenómenos, en especial los de carácter
astronómico, sin dar excesiva importancia al hecho de no
encontrar una fórmula matemática que los explicase.
El mismo método de
Galileo se basaba inicialmente en la mera
observación y descripción de
fenómenos, la cual venía seguida de la construcción de hipótesis
explicativas acerca de las relaciones matemáticas
que pudiera encontrar entre ellos, para pasar después a
establecer las diversas deducciones que
derivarían de tales hipótesis y para idear a
continuación experimentos que pusieran a prueba
tales deducciones derivadas de
tales hipótesis. Sin duda ninguna, este método iba
acompañado de una valoración fundamental de las
Matemáticas como un instrumento sin cuyo conocimiento era
imposible avanzar un solo paso en la comprensión de los
fenómenos de la naturaleza, pero mientras para Descartes
un conocimiento meramente descriptivo de fenómenos
naturales sin la comprensión de las leyes necesarias de
las que se deducían no podía considerarse
conocimiento, la actitud de
Galileo fue mucho más transigente a la hora de valorar los
fenómenos naturales por ellos mismos, al margen de que
pudiera encontrar o no una ley
matemática que los explicase en su relación con
otros fenómenos. Por otra parte, el hecho de prejuzgar que
cualquier conjunto de fenómenos físicos deba
relacionarse con una fórmula matemática con la que
encaje puede ser un postulado científico -o un
principio del entendimiento puro, como diría
Kant-, pero no
una verdad absolutamente demostrada, y, desde luego, no
tendría por qué implicar una negación o una
especie de rechazo de aquellos fenómenos para los que
inicialmente no se encontrase la fórmula matemática
según la cual se relacionasen con otros. En este sentido
conviene considerar que el hecho de la simple existencia del
Universo, tanto si es gratuita como si hubiera sido creado, no
parece que pueda ser explicado a partir de ninguna fórmula
matemática: El científico se encuentra con su
existencia bruta simplemente, y a partir de ella trata de
encontrar las fórmulas matemática mediante las
cuales sus diversas manifestaciones se relacionan entre
sí, sirviéndose especialmente para ello del
método experimental. Pero el hecho de que se ignore si su
existencia es o no un hecho bruto del que hay que partir no
conduce al investigador a buscar desesperadamente una
justificación matemática ni mística de su
existencia. El empirismo,
más respetuoso con los fenómenos que el
racionalismo, no desprecia los hechos no "matematizados", por
mucho que se tenga la convicción de que debe de existir
una fórmula matemática que los describa y por la
que se puedan ir descubriendo otras nuevas relaciones.
Además, hay muchas ciencias que
tienen, al menos inicialmente, un carácter
descriptivo y que no por eso dejan de estudiarse, al
margen de la dificultad que pueda haber en encontrar una
fórmula matemática de sus contenidos. Pensemos en
la misma Astronomía, en la Geografía, en la
Historia, en la
Sociología y en tantas otras ciencias que
inicialmente se abordan a partir de una simple
descripción de los fenómenos
correspondientes y a los que sólo con posterioridad se
intenta encontrar una explicación matemática,
estadística o probabilista.
Sin embargo y a pesar de que desde el racionalismo
cartesiano el valor de las Matemáticas y de la
Lógica estaba subordinado a la voluntad divina, la
pretensión de construir un sistema
científico universal fundamentado en Dios fue tan atrevida
que Descartes tuvo la osadía de criticar a Galileo
porque
"sin haber considerado las primeras causas de
la naturaleza sólo ha investigado las razones de algunos
efectos particulares y así ha construido sin
fundamento"[371].
Mediante esta crítica
el pensador francés puso de manifiesto que aquello que
él ambicionaba alegremente, aquello de lo que se
creía capaz y aquello de lo que en definitiva tuvo la
osadía de presumir era de haber creado un sistema
científico deductivo fundamentado en el propio Dios y en
sus infinitas perfecciones, en el que todos los
fenómenos habían sido explicados.
Pretendía reconstruir la Filosofía,
entendida como ciencia universal, y, por eso,
criticó a Galileo por no haber "considerado las primeras
causas de la naturaleza" y por haber "construido sin fundamento",
de manera que, desde su extraño engreimiento, nunca
llegó a pensar ni de lejos que los conocimientos
científicos iban a incrementarse de modo extraordinario
gracias al método de aquél a quien criticaba: No
desde un fundamento metafísico relacionado con un supuesto
Dios, a partir de cuyas cualidades pudieran deducirse las
diversas leyes de la Física y las de las demás
ciencias, sino a partir del estudio de los fenómenos
más concretos hasta las teorías
más complejas, sin necesidad alguna de comenzar desde Dios
o de llegar hasta él para ir deduciendo a partir de sus
cualidades el conjunto de las leyes de la Naturaleza, tal como
pretendió Descartes, quien incluso llegó a la
absurda osadía de afirmar haber culminado este
conocimiento universal, cuando en los Principios de la
Filosofía, llevado de su megalomanía y de su
frivolidad, tuvo la increíble pretensión y el
atrevimiento asombroso de escribir:
"no hay ningún fenómeno en la Naturaleza
cuya explicación haya sido omitida en este
Tratado"[372].
5.3.2. Formación y
"límites" del Universo. La teoría
de los "torbellinos"
Por lo que se refiere a la formación y al
movimiento del
Universo, el filósofo francés consideró que
Dios lo creó con una cantidad invariable de movimiento.
Junto con esta doctrina y aunque en diversas cartas al padre
Mersenne le había comunicado que opinaba de un modo
similar al de Galileo respecto al movimiento de la Tierra,
introdujo posteriormente una atrevida y errónea
teoría según la cual los cuerpos celestes se
encontrarían flotando en medio de una "materia celeste",
una especie de fluido imperceptible a los sentidos que
se movería en una serie de torbellinos principales y
secundarios, similares a los remolinos que forma el agua en los
ríos o en los alrededores de un desagüe. Estos
torbellinos arrastrarían consigo los diversos planetas y
estrellas fijas "en el gran torbellino de materia celeste cuyo
centro es el
Sol"[373].
De acuerdo con esta teoría, la Tierra, en sentido
propio, no se movería; lo que se movería
sería el fluido celeste que la rodeaba, del mismo modo que
un barco en reposo en medio del mar es movido por la
corriente del agua[374]El movimiento de la Luna
alrededor de la Tierra estaría causado por un torbellino
secundario de materia celeste en cuyo centro se
encontraría la Tierra, el cual además
provocaría el movimiento de rotación de
ésta[375]mientras que el movimiento de este
torbellino estaría subordinado a su vez al movimiento del
torbellino mayor en cuyo centro se encontraría el
Sol.
Por lo que se refiere a la explicación de los
aparentes movimientos de la Tierra y del resto de los astros a
partir de la teoría de los torbellinos celestes,
Descartes hubiera podido presentarla como una simple
hipótesis, que tendría, entre otras, la dificultad
especial de explicar qué clase de materia era ésa
de que hablaba en cuanto no era perceptible, pero en
ningún caso podía ser aceptable que la presentase
como una doctrina "evidente", cuando además era falsa y
cuando además ya Copérnico, Kepler, Galileo y el
mismo fraile M. Mersenne, amigo de Descartes, habían
defendido la explicación correcta, renunciando Descartes a
ella por temor a la jerarquía católica y para dar
un hipócrita ejemplo de fidelidad a las doctrinas
defendidas por dicha jerarquía.
Efectivamente, la condena de Galileo llevó al
Descartes oportunista y calculador a alejarse de esa doctrina
"herética" defendida por el gran científico pisano,
confesando a su amigo Mersenne y también negando –en
el Discurso del método– haber defendido tal
doctrina, según se ha comprobado en la segunda parte de
este trabajo, pero
su actitud, al introducir esta doctrina ecléctica,
sólo servía para demostrar una vez más la
servil y esencial dependencia que el pensador francés tuvo
respecto a la jerarquía católica, de la que siempre
se declaró fiel devoto y obediente servidor, y con
la que por todos los medios
procuró siempre evitar cualquier
enfrentamiento.
Parece que con la introducción de esta teoría
Descartes pretendió, por una parte, librarse de una
condena similar a la de Galileo en cuanto, según
comunicó a su amigo el padre
Mersenne[376]en su Tratado del Mundo
había defendido la teoría heliocéntrica,
renunciando a ella para
"prestar obediencia a la a Iglesia,
puesto que ha proscrito la opinión de que la Tierra se
mueve"[377],
y porque, según le escribió dos meses
después,
"aunque [la teoría de que la Tierra se mueve]
pensaba que se basaba en pruebas
seguras y evidentes, no desearía por nada del mundo
mantenerla contra la autoridad de
la Iglesia".
y, por otra, para satisfacer servilmente a las
autoridades de la iglesia católica ofreciéndoles
una explicación astronómica que pudiese combatir
con éxito
las heréticas ideas defendidas por Kepler y por Galileo,
que podían hacer peligrar los "sacrosantos" dogmas
respaldados por dicha iglesia, pues, en efecto, la teoría
heliocéntrica implicaba la aceptación de que la
Tierra –y el resto de cuerpos celestes- se movían y
no sólo la de que eran movidos.
Descartes, mediante su peculiar teoría de los
"torbellinos", podía intentar frenar la fuerza de las
nuevas ideas, que representaban un ultraje a la Biblia
en cuanto olvidaban que en el Salmo 21 se decía
"Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca
jamás" y en cuanto los defensores de la nueva
teoría pasaban por alto igualmente que Josué, a fin
de poder conquistar la ciudad de Jericó antes de que
anocheciese, ordenó al Sol que se detuviese, lo
cual era una demostración "evidente" de que era el Sol el
que cada día daba una vuelta alrededor de la Tierra,
mientras que la Tierra, como centro del Universo,
permanecía inmóvil, como lógica
consecuencia evidente de la propia inmutabilidad
divina.
La honestidad
intelectual del filósofo francés no se manifiesta
especialmente diáfana en este asunto en cuanto no
construyó esta teoría porque en verdad le
convenciese sino por su interés en asegurar el apoyo de la
jerarquía católica a su nueva filosofía,
presentando una doctrina ecléctica alternativa a la de
Copérnico que sirviera para aceptar el cambio
constante de posición de la Tierra sin necesidad de
aceptar que ésta se moviera.
Lo que resulta también objetable, además
de la seguridad con que
Descartes se atrevió a defender una teoría tan
carente de fundamentos como ésa y a pesar de haber
defendido anteriormente la doctrina correcta, es el hecho de que
estableciera una distinción tan absurda entre un tipo de
materia activa, la "materia celeste", que se
movía y movía el conjunto de los astros, y una
materia pasiva, la de todos los astros, que no
poseían movimiento propio sino que sólo eran
arrastrados por el movimiento de la "materia celeste". Este
dualismo material era absurdo en cuanto, por una parte,
aceptaba que un tipo de materia pudiera mover
el otro, pero, por otra, negaba de modo implícito
que pudiera haber transferencia de movimiento entre la
materia celeste y la materia de los astros, y de este modo
Descartes conseguía que, aunque pareciera que la Tierra
tenía al menos un movimiento de rotación, dicho
movimiento quedase explicado sin necesidad de afirmar que la
Tierra se moviese sino sólo aceptando que era
movida por esa materia celeste, que sólo arrastraba a
los astros, pero no les imprimía movimiento alguno que les
permitiera a continuación moverse por sí
mismos. El absurdo crecía descaradamente cuando
Descartes, a pesar de haber clasificado a la Tierra en el
conjunto de los planetas[378]llega a decir
más adelante que el resto de los planetas sí que se
mueve mientras que la Tierra permanece
inmóvil[379]aunque sí era arrastrada
por los torbellinos de materia celeste[380]Lo
más insólito de esta explicación es que
Descartes no sólo había defendido la constancia de
la cantidad de movimiento sino que también había
intentado establecer ciertas leyes relacionadas con la
transferencia de movimiento de unos cuerpos a otros
–a pesar de los errores en que incurrió-, de manera
que en este punto cayó en una nueva
contradicción con respecto al principio de
inercia y en un sofisma ridículo al considerar que la
materia celeste se movía y movía los cuerpos
celestes, mientras que éstos simplemente eran arrastrados
de manera pasiva sin que recibieran un movimiento a partir del
cual pudiera decirse que se movían por sí
mismos en virtud del movimiento inercial generado,
equivalente a la cantidad de movimiento recibido.
La creencia en la existencia de esa materia
celeste provenía de la Astronomía
aristotélica, que consideró el éter
como una materia incorruptible de la que se componía la
realidad supralunar, tanto la de los astros como la de las
bóvedas celestes, desde la Luna hasta las consideradas
"estrellas fijas". La Astronomía moderna en general
desechó la doctrina del éter, aunque no por ello
consideró que los espacios interplanetarios o
intergalácticos estuvieran vacíos, pues,
de acuerdo con el punto de vista aristotélico y
cartesiano, entiende que el vacío absoluto no
existe en cuanto su existencia sería equivalente a la
existencia del no ser. En consecuencia, el vacío
ni siquiera podría contener algo así como
"espacio", en cuanto tal hipótesis supondría
considerar al propio espacio como una realidad en sí
misma en lugar de entenderlo como la cualidad esencial e
inseparable de la "res extensa", a la cual está
necesariamente unido, del mismo modo que el movimiento
no es una realidad independiente sino ligada necesariamente a la
res extensa como una de sus
cualidades.
5.3.3. El Universo como realidad
"indefinida"
Descartes considera que la extensión del Universo
es "indefinida" y no se atreve a considerarlo infinito porque
reserva exclusivamente ese adjetivo para Dios, único ser
infinito en todos los sentidos, y no a lo que sólo sea
infinito en determinado aspecto. Seguramente además
evitó dar ese calificativo de infinito al Universo porque
calculó acertadamente que la jerarquía
católica podría encolerizarse con él por el
uso de un calificativo como ése para aplicarlo a una
realidad ajena a la divina. Conviene recordar –y Descartes
seguramente lo recordó- que la Inquisición
católica había quemado a Giordano Bruno entre otros
motivos por haber afirmado el carácter infinito del
Universo, por haber defendido la existencia de una pluralidad de
mundos en él[381]y por haber apoyado la
doctrina de un panteísmo basado precisamente en que la
misma idea de "infinitud" era incompatible con la existencia de
realidades ajenas a ella, en cuanto habrían constituido
límites contradictorios con tal infinitud.
Posteriormente Spinoza empleó este mismo argumento para
defender su propio panteísmo, haciendo de Dios y la
Naturaleza, "Deus sive Natura", una misma realidad.
Pero, volviendo a la cuestión anterior, es muy
posible la condena de Giordano Bruno influyese de manera
importante en que Descartes decidiera introducir su
distinción entre los conceptos de "infinito" e
"indefinido", reservando para Dios el primero y dejando el
segundo para el mundo:
"Sólo llamo infinito, hablando con propiedad, a
aquello en que en modo alguno encuentro límites, y, en
este sentido, sólo Dios es infinito. Pero a aquellas cosas
en las que sólo bajo cierto respecto no veo límite
–como la extensión de los espacios imaginarios, la
multitud de los números, la divisibilidad de las partes de
la cantidad, y cosas por el estilo- las llamo
indefinidas, y no infinitas, pues no en
cualquier sentido carecen de
límite"[382].
Sin embargo, aunque consideró que el Universo era
infinito en extensión, en cuanto racionalmente no
encontró argumentos para señalarle límites,
cayó en una trampa derivada de su racionalismo y
en una incoherencia con sus propias teorías, al
mezclar el espacio geométrico –o de la
imaginación– con el espacio
físico, ya que, mientras el primero podía
pensarse como indefinido o infinito sin problema alguno, el
segundo, al no poseer una existencia sustantiva sino sólo
adjetiva, es decir, como cualidad esencial de
la res extensa, sólo podía tener la misma
extensión que tuviera la res extensa,
cuestión que, en el mejor de los casos, sólo la
experiencia hubiera podido resolver.
Un texto especialmente importante relacionado con esta
cuestión, donde puede comprobarse el error cartesiano, es
el que aparece en una carta al embajador Chanut en el que
dice:
"para decir que [el Universo] es indefinido, basta con
no ver razón alguna que pueda probarnos que tiene
límites. Y, así, me parece que no puede probarse,
ni aun siquiera concebirse, que tenga límites la materia
de que se compone el mundo. Pues, al examinar la naturaleza de
esta materia, veo que no consiste sino en que es algo que se
extiende a lo largo, a lo ancho y en profundidad, de forma tal
que todo cuanto posee esas tres dimensiones es parte de esa
materia; y no puede existir ningún espacio completamente
vacío, es decir, que no contenga materia alguna, porque no
podemos concebir ese espacio sin concebirlo con esas tres
dimensiones, y, por consiguiente, con materia. Ahora bien, si
suponemos el mundo finito, imaginamos, más allá de
sus límites, algunos espacios con sus tres dimensiones,
que no son, por lo tanto, puramente imaginarios […] sino
que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos
muestra que el
mundo se extiende más allá de los límites
que habíamos querido ponerle. No pudiendo, pues, probar
que el mundo tenga límites, y no pudiendo ni tan siquiera
concebirlo, lo llamo indefinido. Mas no me permite eso
negar que no tenga algunos, que conocerá Dios aunque me
resulten incomprensibles; y por eso no digo de forma absoluta que
es infinito"[383].
El problema fundamental de este texto aparece cuando
Descartes introduce la imaginación para hablar
del Universo, manifestándose en un sentido idéntico
al de Arquitas de Tarento cuando argumentaba que el Universo era
infinito porque siempre podía imaginarse a alguien que,
llegando a sus límites, pudiera extender la mano o el
báculo más allá del supuesto límite
del Universo, lugar al que se podría llegar para extender
de nuevo el báculo más allá de tales
límites, lo cual demostraría su infinitud.
Descartes habla de un Universo que en principio podría
imaginarse limitado, pero añade a continuación, al
igual que Arquitas, que "imaginamos más
allá de sus límites algunos espacios con sus tres
dimensiones". Sin embargo, a continuación, introduce la
contradicción según la cual tales espacios "no son
[…] puramente imaginarios […] sino que
contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos
muestra que el mundo se extiende más allá de los
límites que habíamos querido ponerle". La
contradicción se basa en que al principio el propio
Descartes parte del supuesto de que "imaginamos
[…] algunos espacios con sus tres dimensiones", lo cual es
correcto en cuanto no existe dificultad alguna en imaginar ese
concepto de espacio, perteneciente a la Geometría
pura; sin embargo cuando a continuación dice que tales
espacios "no son […] puramente imaginarios
[…] sino que contienen materia" se produce una
contradicción porque Descartes ha dejado de hablar de ese
espacio geométrico, para hablar de un espacio
físico, unido a la materia como una cualidad suya. Y,
mientras el primero puede imaginarse sin problema alguno como
infinito, del segundo en ningún caso podría
demostrarse su carácter ilimitado sino, si acaso, lo
contrario, como sucede desde el punto de vista de la
teoría de Einstein. En su ejemplo, Descartes, con su
frivolidad habitual, mezcla ambos conceptos: Utiliza el primero
para plantear la idea de que podría imaginar, más
allá de los teóricos límites del Universo,
un espacio que se extendiese ilimitadamente en sus tres
dimensiones; pero dice a continuación que, como el espacio
es una cualidad de la materia, entonces aquel espacio imaginado
no sería meramente imaginado sino que sería real y,
en consecuencia, el Universo sería infinito. Pero del
mismo modo que el color de un
objeto no se extiende más allá de los
límites de dicho objeto, aunque mediante la
fantasía se pueda imaginar una extensión coloreada
infinita, igualmente la espacialidad real de un objeto o la del
propio Universo coincide con los propios límites del
Universo, sin que tenga sentido hablar de una extensión de
la espacialidad del Universo más allá del propio
Universo, pues, como el espacio no tiene una existencia
independiente del mundo material, quedaría demostrada
así que su dimensión coincidiría con la de
los límites del Universo. Descartes, que identificaba
adecuadamente el espacio como una cualidad de la materia y no
como una realidad con existencia en sí misma,
tuvo el error de recaer en esa trampa por la que mezclaba el
espacio geométrico con el espacio
físico.
En consecuencia, la afirmación de que el espacio
sea infinito –o indefinido-, además de ser
errónea, es un ejemplo más de los errores que el
pensador francés cometió por realizar
especulaciones gratuitas sin base ni confirmación en la
experiencia, defecto propio del racionalismo en general y del
suyo en particular.
5.3.4. Las leyes del Universo
Al relacionar las cualidades divinas de la
inmutabilidad y de la omnipotencia para
interpretar la realidad del Universo, Descartes incurrió
en diversas contradicciones de las que, al parecer, ni
siquiera llegó a ser consciente en cuanto algunos rasgos
de su personalidad,
como especialmente su megalomanía y su frivolidad,
así como su medio político, social y religioso se
lo dificultaron muy seriamente. En este sentido y desde el
enfoque cartesiano, en cuanto Dios era omnipotente, ni
siquiera el principio de contradicción representaba un
límite para su poder; pero, en cuanto era
inmutable, obraría siempre de acuerdo con esa
inmutabilidad, y esta circunstancia representaría de hecho
una limitación contradictoria a su supuesta
omnipotencia.
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