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René Descartes, hijo póstumo del fideísmo medieval (página 10)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15

No obstante y a fin de presentar el problema de la
relación psicofísica de un modo más
aceptable, el filósofo francés consideró
igualmente que en realidad los movimientos conscientes no eran
causados directamente por la res cogitans, pues lo
único que ésta podía hacer era
alterar la dirección de los movimientos del
cuerpo, gracias a la relación existente entre el
alma y el
cuerpo a través de la glándula pineal.
Pero esta explicación, como ya se ha indicado, fue un
intento nada serio de presentar como solucionado un problema
irresoluble, que simplemente se trasladaba al de tener que
explicar la relación del alma con la glándula
pineal. El problema, pues, permanecía irresoluble en
cuanto se plantease a partir del prejuicio de
que cuerpo y alma fueran dos sustancias radicalmente
distintas.

En relación con esta cuestión tiene
especial mencionar el punto de vista de la princesa Elisabeth de
Bohemia, quien en 1643 escribió una carta al pensador
francés en la que le planteaba el núcleo del
problema de la interacción entre alma y cuerpo,
rogándole que "me hagáis saber de qué forma
puede el alma del hombre
determinar a los espíritus del cuerpo para que realicen
los actos voluntarios, siendo así que no es el alma sino
substancia pensante"[311]. La respuesta de
Descartes fue
realmente significativa, pues conociendo la perspicacia de la
princesa y, queriendo ser con ella menos frívolo que con
el resto de la humanidad, lo único que se le
ocurrió fue comparar mediante una especie de
metáfora la relación entre el cuerpo y el
alma con la existente entre un cuerpo y la
fuerza de
gravedad, considerando que del mismo modo que se sabe
que

"tiene fuerza para desplazar el cuerpo que la alberga
hacia el centro de la tierra [sin
embargo] no suponemos que sea la consecuencia de un contacto real
entre dos superficies"[312].

Esta comparación, sin embargo, era inadecuada
–como no podía ser de otra manera-, a no ser que
Descartes hubiera entendido que la gravedad, concepto
especialmente complicado y difícil para la Física en aquellos
tiempos, tenía una entidad similar a la de la res
cogitans
y que, por lo tanto fuera una misteriosa fuerza
espiritual que arrastraba a los cuerpos hacia el centro de la
Tierra, lo
cual, por otra parte, habría conducido de nuevo a la
pregunta por el mecanismo según el cual actuaba una fuerza
como ésa.

En su respuesta a esta carta la princesa vuelve a
centrarse en la cuestión central del problema y, hablando
con sinceridad y sin complejos le dice muy acertadamente a su
maestro: "confieso que me sería más fácil
otorgar al alma materia y
extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad
de mover un cuerpo y de que éste lo mueva a
él"[313].

A continuación de esta carta que de forma
persistente le pide una explicación de lo inexplicable,
Descartes responde dando síntomas de encontrarse perdido,
sin saber qué responder, y, entre otras cosas, dice a la
princesa:

"no me parece que la mente humana pueda concebir con
claridad al tiempo la
distinción entre el alma y el cuerpo y su unión,
puesto que, para ello, es menester concebirlos,
simultáneamente, como una sola cosa y como dos, y en ello
hay contradicción […] Pero, puesto que Vuestra
Alteza comenta que, no siendo el alma material, es más
fácil atribuirle materia y extensión que capacidad
para mover el cuerpo y que éste la mueva, le ruego que
tenga a bien otorgar al alma sin reparos la materia y la
extensión dichas
, pues concebirla unida al cuerpo no
es sino eso. Y tras haberlo concebido con claridad y haberlo
sentido en su fuero interno, le será fácil pensar
que esa materia que ha atribuido al pensamiento no
constituye el pensamiento en sí y que la extensión
de esa materia es de naturaleza
diferente a la extensión del pensamiento, porque
aquélla reside en un lugar determinado y excluye de
él la extensión de cualquier otro cuerpo, cosa que
no acontece con ésta. Y, así, no podrá por
menos Vuestra Alteza de volver a distinguir fácilmente el
alma del cuerpo sin que sea óbice para ello el haber
concebido su unión"[314].

Se trataba de una respuesta contradictoria o al menos
máximamente confusa, en la que el pensador francés
comienza reconociendo la imposibilidad de pensar a un mismo
tiempo la realidad dual del hombre, en cuanto compuesto de cuerpo
y alma, y su realidad unitaria, pues como el propio pensador
reconoce, "en ello hay contradicción". Pero la
confusión de las explicaciones del pensador francés
es tal que es seguro que ni
él mismo sabía qué quería decir con
su enrevesado concepto de una "extensión del pensamiento",
pues, en primer lugar, concede a la princesa que considere que
el alma es material y extensa, al igual que el cuerpo.
Pero a continuación y sin claridad de ninguna clase, le
indica que "esa materia que ha atribuido al pensamiento no
constituye el pensamiento en sí y que la extensión
de esa materia es de naturaleza diferente a la
extensión del pensamiento", lo cual era conceder
a la res cogitans una cualidad que pertenecía
como esencia a la res extensa. En fin, se trataba de una
respuesta ininteligible en cuanto hablaba de una
"extensión del pensamiento", que, por muy diferente que
fuera de la extensión de la materia, era realmente un
concepto imposible de imaginar.

Además, resulta muy sintomático de lo
incómodo que Descartes se encontraba al tratar de esta
cuestión el hecho de que hacia la parte final de este
escrito, bastante breve, por cierto, diga a la princesa
que

"sería muy perjudicial tener el entendimiento
ocupado en esa meditación con excesiva
frecuencia"[315],

y que unas líneas más adelante se excuse
de seguir tratando el tema diciéndole que

"una enojos noticia que acaba de llegarme de Utrecht, en
donde me cita el magistrado para examinar lo que escribí
acerca de uno de sus ministros, sin tener en cuenta que se trata
de un hombre que me ha calumniado de forma indigna ni que lo que
yo escribí acerca de él no es de pública
notoriedad, me obliga a concluir aquí para dedicarme a
arbitrar los medios de
librarme lo antes posible de tan ingratos
pleitos"[316].

Se trataba de excusa insólita, pues en
relación con la princesa Descartes nunca se hubiera
excusado de escribirle una carta más extensa para tratar
de cualquier cuestión que hubiera sabido cómo
tratar, por más problemas de
cualquier otra índole que hubiera tenido. A la vez su
excusa iba acompañada de la
comunicación de un problema personal, cuyo
significado podía ser el de desplazar una petición
a la princesa en el sentido de que no le torturase con esas
preguntas que no podían tener una respuesta coherente
posible, comunicándole en su lugar que tenía graves
problemas personales que le impedían alargar su
carta.

Y ciertamente, con una respuesta tan confusa, a la que
se añadía ese final en el que Descartes manifestaba
de forma más o menos directa o indirecta su deseo de no
seguir tratando esa cuestión, lo único que
quería lograr es que la princesa desistiese de volverle a
preguntar por temor a poner en evidencia la atrevida ignorancia
de su mentor. Sin embargo, la princesa insistió en el
planteamiento de sus dudas y en su siguiente carta del mes de
mayo de ese mismo año llegó a decir a Descartes que
"Aunque el pensamiento no precise de la extensión, tampoco
es cosa que le repugne […] No me disculpo por confundir,
lo mismo que el vulgo, la noción del alma con la del
cuerpo; pero no por ello salgo de la primera
duda"[317].

Sin embargo, su sabio amigo pasó a otro tema sin
volver a hacer referencia a éste, como si la princesa no
le hubiera vuelto a pedir explicaciones. Su silencio parece una
muestra clara
del reconocimiento de que no sabía que responder a estas
objeciones. El respeto y la
admiración que sentía por la princesa, así
como el
conocimiento de su agudeza a la hora de analizar lo que
leía le impidieron seguir haciendo la comedia con que
trataba de embaucar alegremente a la "sociedad
culta" que le rodeaba, de manera que, en cuanto sus anteriores
manifestaciones tan aparentemente eruditas y científicas
en realidad no demostraban nada, lo mejor era guardar
silencio.

Finalmente y por lo que se refiere a la
consideración cartesiana del alma como la
auténtica esencia del hombre aunque estuviera
unida a un cuerpo, desde el punto de vista de la Ciencia
habría que puntualizar, en primer lugar, que la
utilización del concepto de "esencia" representa por
sí mismo una concesión penosa a la metafísica
aristotélica que en este punto ya había recibido
críticas suficientemente serias y, en segundo lugar, que
en cuanto Descartes pretendía referirse con el
término "alma" a una sustancia inmaterial que
sería el sujeto de los diversos procesos
mentales y que, por definición, no podría ser
objeto de ningún tipo de percepción
sensible
, ni la Ciencia ni la
Filosofía pueden decir nada de ella en
cuanto no puede ser ni racional ni empíricamente
demostrada, por lo que el valor de la
"evidencia intuitiva" cartesiana puede compararse en casos como
éste, que no son pocos, a la de la idoneidad de cualquier
espejismo para calmar la sed.

Por otra parte, aunque es fácil tomar conciencia de la
diferencia existente entre los fenómenos físicos y
los psíquicos, puede constatarse igualmente la existencia
de una clara correspondencia entre unos y otros a
nivel cerebral
, tal como se observa desde la
Neurología o desde la Fisiología cerebral. Por ello, la
pretensión de que exista "el alma", como realidad con unas
cualidades radicalmente heterogéneas con respecto a la
realidad del cuerpo no parece ser otra cosa que un antiguo
mito que
condujo al olvido del carácter unitario del ser humano,
introduciendo en él un componente mágico, ese
"fantasma en la máquina" según la expresión
de Gilbert Ryle. En este punto, al igual que en muchos otros, el
uso inadecuado del lenguaje
contribuye a mantener tales confusiones induciendo a imaginar
que, más allá de cualquier término
lingüístico
, debe de existir una
realidad que se corresponda con él, como sucede
con los términos "alma", "nada", "Dios", "libre
albedrío" y muchos otros para los que no existe un
concepto consistente que vaya más allá de la
confusa sugerencia de algo que no se sabe qué
podría ser –si es que pudiera ser algo-.

5.2.3. La res cogitans y la
libertad

Un problema de la libertad
ocupó también bastantes páginas en la obra
de Descartes, a pesar de que no dio soluciones
nuevas y de que incurrió en los mismos errores de otros
autores no llegando a comprender que el problema al que se
enfrentaba era sólo un pseudo-problema, un problema
meramente lingüístico.

El enfoque cartesiano del problema de la libertad estuvo
lleno de incoherencias, dando soluciones superficiales
para todos los gustos y entremezclando conceptos muy diversos de
libertad, contradictorios entre sí en diversas ocasiones,
como en las ocasiones en que aceptó la doctrina del
intelectualismo socrático acerca del comportamiento
humano, para negar su valor en otros momentos, siendo al
parecer inconsciente de tales contradicciones derivadas de su
tradicional frivolidad, e incoherente con las doctrinas
que había defendido en otras ocasiones, como si fuera
amnésico. Así, cuando intentaba hacer compatible la
libertad humana con la omnipotencia divina incurría en
contradicciones inevitables de las que sorprendería que no
hubiera sido consciente si no fuera por la serie de ocasiones en
que incurrió en contradicciones similares sin que al
parecer llegase a percatarse. En alguna ocasión
argumentó que la libertad era un fenómeno que no
requería de demostración alguna, pues se
intuía de manera directa. En este punto tenía
razón, pues efectivamente tenemos conciencia de que en
muchas ocasiones podemos hacer lo que queremos y en eso
precisamente consiste la libertad. Sin embargo, la falacia que se
suele producir en esos momentos consiste en que a partir de tal
intuición se pretende que las acciones
humanas no están sometidas a la necesidad que aflora como
consecuencia de la suma de las tendencias, deseos y necesidades,
conscientes e inconscientes, del ser humano en cuanto sus
decisiones voluntarias están sometidas al determinismo de
sus motivaciones, y, por ello, este concepto de libertad, en
cuanto va unido al de necesidad, en ningún caso
podría fundamentar los conceptos de responsabilidad, mérito y culpa o bondad y
maldad de los actos humanos, conceptos aceptados por Descartes,
como fiel lacayo de la jerarquía
católica.

Gran parte de las contradicciones en que incurrió
al tratar esta cuestión se relacionan, como ya se ha
dicho, con su sorprendente frivolidad a la hora de
utilizar el término libertad, que entendió
de maneras muy diversas, como en especial las
siguientes:

1) Como indiferencia, en cuanto la voluntad se
decida por la consecución de un objetivo
sin motivo alguno que le conduzca a preferirlo por
encima de cualquier otro que el de su propia libertad. Tal
concepto de libertad era equivalente al de una capacidad de
autodeterminación de la voluntad para elegir sin sentir
atracción alguna hacia el objetivo que eligiese. Descartes
consideró esta forma de libertad como su expresión
más baja al afirmar que se trataba de

"poderse determinar hacia cosas por las cuales tenemos
una absoluta indiferencia"[318].

Ahora bien, considerar como libre esta forma de actuar
es equívoco o erróneo en cuanto, desde el momento
en que la voluntad no disponga de motivo alguno para dirigirse
hacia un objetivo más que a otro, habría que
considerar la decisión correspondiente como
azarosa y no como libre. Pero, además,
aunque en principio pueda imaginarse la hipótesis de una elección entre
acciones indiferentes, en realidad no existe elección o
decisión de la voluntad que no se produzca por
algún motivo, por muy irracional o impulsivo que sea o por
mínimo que sea el atractivo que impulse a elegirlo, pues
en caso contrario, al no existir motivo alguno que provoque las
decisiones de la voluntad, éstas ni siquiera se
producirían o, en el caso de que pudieran producirse,
sólo surgirían como un impulso ciego,
concepto que también considera Descartes como una forma de
libertad, según se indica a
continuación.

2) Como voluntad en el sentido de simple
impulso del alma
sin relación con objetivo alguno que
la determine.

En Las pasiones del alma Descartes se refiere a
este concepto cuando entiende las "voluntades" como "emociones del
alma" que "son causadas por ella misma" y, en consecuencia, sin
que dependan de una realidad ajena:

"[Añado también que las pasiones] son
motivadas, mantenidas y amplificadas por algún movimiento de
los espíritus a fin de distinguirlas de nuestras
voluntades, que podemos llamar emociones del alma que se
refieren a ella, pero que son causadas por ella
misma
"[319].

Desde una perspectiva religiosa, muy lejos
todavía de los planteamientos de Schopenhauer,
Descartes se aproxima aquí a la intuición del
voluntarismo del alemán, quien consideró
que la esencia última de la realidad, no sólo del
hombre sino del Universo en
general, podía ser considerada como voluntad, una
voluntad que no tendría su restrictivo sentido humano
usual, que no surgiría como consecuencia de una
intelección previa del bien y que, en consecuencia,
convertiría la supuesta libertad –en su sentido de
"libre albedrío"- en un espejismo en cuanto no fuera ese
bien el que la determinase, sino una fuerza ciega
determinante de los continuos cambios de la realidad en general y
del ser humano en particular. Sin embargo, Descartes
todavía se encuentra muy lejos de hablar de la voluntad
como esencia última de la realidad, pues, encorsetado en
las doctrinas católicas, la ve como una potencia
divina de carácter absoluto y también como
una potencia humana que capacita al hombre para generar
sus propias decisiones con independencia
del valor de los objetivos a
los que tienda en cuanto impliquen la satisfacción de una
necesidad. Y aquí es donde, en los momentos en que
defiende un punto de vista semejante, el planteamiento cartesiano
se convierte en irracional al no haber comprendido que el querer
humano no es una potencia independiente que pueda tender hacia
cualquier objetivo, sino que son éstos los que, en cuanto
el ser humano los perciba, racional o irracionalmente, como
satisfactorios de alguna necesidad, se convierten en
determinantes de sus decisiones.

Schopenhauer defendió en el siglo XIX que la
esencia última de la realidad estaba constituida por la
voluntad, una voluntad ciega, inconsciente y anterior a toda
racionalidad, presente tanto en el ser humano como en el resto de
la naturaleza, llegando a considerar la misma fuerza de la
gravedad como una manifestación de dicha voluntad en la
Naturaleza. Un planteamiento bastante similar al de Schopenhauer
fue el defendido por Nietzsche,
quien, a propósito de tal concepto, le
añadió la especificación voluntad "de
poder",
queriendo decir con ella que la voluntad tiende a un objetivo,
que es el de la progresiva integración de fuerzas en unidades cada vez
mayores, aunque esta finalidad parecía ser transitoria en
cuanto a lo largo del tiempo, como también sucedía
en la filosofía de Heráclito, todo se destruía de nuevo
para dar lugar a una nueva y eterna
repetición[320]

También Descartes se refiere a la voluntad y al
querer como potencia esencial, pero no atribuida a la Naturaleza
en general ni al hombre en particular, sino sólo referida
al dios cristiano, que sería voluntad infinita no sometida
a nada, ni siquiera al principio de contradicción ni a
valores
morales anteriores por los que debiera guiarse. Dios
sería voluntad y libertad absoluta y creadora, y su querer
sería el origen de todo ser y de todo valor. En una carta
a la reina Cristina de Suecia le dice que la libertad del hombre
es su cualidad más noble y la que más le hace
asemejarse a Dios[321]y en Las pasiones del
alma escribe
:

"Pero la voluntad es por naturaleza tan libre que
jamás puede ser constreñida; y [sus acciones]
están en su poder absolutamente y sólo
indirectamente pueden ser modificadas por el
cuerpo"[322].

Sin embargo, esta forma de entender la voluntad humana
no tendría nada que ver con la libertad en ninguna de las
acepciones con que se utiliza este término, pues o bien se
entiende como capacidad para realizar lo que se ha decidido,
entendiendo a la vez que la propia decisión depende de
objetivos que se le presentan de manera atractiva y que por lo
tanto determinan a la voluntad en cuanto no haya otros objetivos
que la motiven con mayor intensidad, o bien, desde una
perspectiva mítico-religiosa se la intenta presentar como
una absurda capacidad de elegir entre el bien y el mal, lo cual
convertiría al hombre en un "agente moral",
"responsable" de sus actos, "bueno" o "malo" según que sus
elecciones "libres" se encaminasen hacia el primero o hacia el
segundo, y "laudable" o "condenable" como consecuencia de lo
anterior. En el caso del anterior punto de vista de Descartes
habría que decir simplemente que cualquier decisión
de la voluntad que no dependiera de nada más que de
sí misma, sin objetivos que de algún modo la
encauzasen, tal forma de decisión no debería
recibir otro nombre que el de azar.

3) Desde otro punto de vista, Descartes entiende la
libertad como sinónimo de espontaneidad,
entendiendo que, cuanto mayores son los motivos que le inducen a
obrar de un determinado modo, con mayor libertad actúa, ya
que la voluntad no actúa en contra de sí misma sino
en favor de aquello que apetece:

-"lo libre y espontáneo y voluntario son
completamente lo mismo […] Me dirijo tanto más
libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que
me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve
entonces con mayor facilidad e
ímpetu"[323],

-"hacer libremente una cosa o hacerla
gustosamente o bien hacerla voluntariamente no
son más que una misma cosa. Y en este sentido he escrito
que yo me inclinaba tanto más libremente a una cosa
cuantas más razones me
impulsaban"[324].

Esta forma de entender la libertad es acertada y, por
ello, resulta perfectamente comprensible, pues se dice que uno
actúa libremente no cuando obra sin motivo alguno sino
cuando siente que actúa sin que nada le impida hacer lo
que ha decidido y cuando sus decisiones se corresponden con sus
motivos, necesidades o deseos. Tal concepto de libertad es el
único coherente con la simultánea aceptación
cartesiana del intelectualismo socrático, en las
ocasiones en que tal aceptación se produce. Por ello, como
luego se verá, al pensador francés se le plantea un
problema cuando, desde la perspectiva de la jerarquía
católica, cuyas bendiciones tanto le importaban, en
ocasiones no le queda más remedio que negar la
doctrina del intelectualismo socrático
para defender
otra más coherente con la ortodoxia católica y con
sus ideas de responsabilidad, mérito y culpa, recompensa y
castigo, entendidos en un sentido absoluto.

4) Como adhesión voluntaria, pero igualmente
necesaria, al bien presentado por el entendimiento
, doctrina
determinista en la que consiste el intelectualismo
socrático.

De acuerdo con el intelectualismo
socrático, en diversas ocasiones Descartes entiende el
comportamiento
libre como aquel que viene guiado por el bien, tal y
como lo presenta el entendimiento. En este sentido
escribe:

-"como nuestra voluntad no se determina a seguir o a
huir de nada sino en cuanto nuestro entendimiento se lo
represente como bueno o malo, basta con juzgar bien para obrar
bien y con juzgar lo mejor que se pueda para obrar también
lo mejor que se pueda"[325].

-"Si yo conociera siempre claramente lo que es
verdadero y bueno, jamás me tomaría el trabajo de
deliberar acerca de qué juicio debiera formar y qué
elección hacer, y de ese modo sería enteramente
libre, sin ser jamás
indiferente"[326].

-"si [lo malo] lo viéramos claramente
nos sería imposible pecar mientras lo viéramos de
esta manera; por esto se dice que omnis peccans est
ignorans
(todo el que peca
ignora)"[327].

Acerca de esta nueva perspectiva tiene especial interés
hacer referencia a una carta a Mersenne, como respuesta a otra de
su amigo en la que éste juzgaba que el intelectualismo
socrático, de carácter determinista,
conduciría a la negación de la responsabilidad
moral, en cuanto la voluntad siempre se vería
forzada a actuar desde la consideración del bien.
En dicha carta, de mayo de 1637, Descartes se defiende de la
crítica
de su amigo Mersenne amparándose en "la doctrina ordinaria
de la escuela"
según la cual

"la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el
entendimiento se lo representa bajo alguna razón de bien
[…] de manera que si el entendimiento no representara
jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo
fuera, no podría fallar en su
elección"[328].

Pero, a continuación y con su frivolidad
habitual, añadió a esta consideración
acertada la de que el entendimiento presentaba a la voluntad
"diversas cosas al mismo tiempo", de forma que los
"espíritus débiles" llegarían a
confundir el auténtico bien con otro de
carácter inferior. Esta explicación, además
de no ser original en absoluto, pues ya había sido
adoptada por Tomás de Aquino cuando escribió
"voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni, sed,
quia bonum multiplex est, propter hoc non ex necessitate
determinatur ad unum"[329] era asombrosamente
simplista y desde luego no solucionaba el problema planteado por
Mersenne, pues seguía dando una explicación
determinista de los casos de comportamiento en los que
sólo aparentemente se dejaba de actuar de acuerdo con la
elección del bien mayor al indicar que la causa
del error en la elección se encontraba no en la existencia
de una libertad para elegir o dejar de elegir cualquier objetivo
sino en que "los espíritus débiles"
confundían el bien auténtico con otro.
Pero lo que no dijo es que esa interpretación continuaba anclada en el
determinismo, en cuanto era esa confusión lo que
determinaba una elección equivocada, y, por ello,
el ser humano no podía ser responsable de tales
decisiones, ya que no eran el resultado de una
decisión consciente de obrar mal sino la
consecuencia de una simple confusión entre el
bien auténtico y un bien inferior.

En este punto Descartes no llega a plantear ni de lejos
las interesantes y acertadas explicaciones que ya Aristóteles había presentado dos mil
años antes acerca del fenómeno de la
akrasía en su Ética
Nicomáquea
. Es evidente, por otra parte, que el
pensador francés no podía estar especialmente
motivado para esta tarea, que le habría podido conducir a
la defensa de un planteamiento determinista, teniendo en
cuenta que el intelectualismo socrático, asumido por
Aristóteles, implicaba que siempre se actuaba de acuerdo
con el mayor bien y que los fenómenos de
akrasía o falta de autodominio, que
llevaban a actuar a partir de la confusión producida por
la atracción del placer y en contra de lo mejor en un
sentido más pleno, tenían una explicación
psicológica según la cual lo que sucedía era
que el último juicio práctico antes de la
decisión era consecuencia no de un planteamiento
estrictamente racional sino de otro en el que el deseo
interfería de modo inevitable en las deliberaciones de la
mente, de manera que la conclusión de dicho juicio dejaba
de ser estrictamente racional en la medida en que el sujeto no se
encontrase en posesión de la phrónesis o
sabiduría práctica para no ser arrastrado
por la búsqueda ciega del placer y para elegir así
el bien más auténtico.

La presión
psicológica procedente de su ámbito cultural y de
su círculo de amistades clericales, entre las que gozaba
de notable prestigio, las observaciones de su amigo el padre
Mersenne y el temor del pensador francés a que la alta
jerarquía católica pudiera condenar sus doctrinas
debieron de conducirle a alejarse de estos planteamientos,
neutralizando su defensa del intelectualismo
socrático
con una contradictoria
crítica de esta misma doctrina por los motivos indicados y
con la misma frivolidad de otras ocasiones. Así,
en la carta a
Mersenne a la que se ha hecho referencia dice lo
siguiente:

"Usted rechaza lo que he dicho: que basta juzgar
bien para actuar bien
; y, sin embargo, me parece que la
doctrina ordinaria de la escuela es que voluntas non fertur
in malum, nisi quatenus ei sub aliqua ratione boni repraesentatur
ab intellectu
(la voluntad no se dirige hacia el mal sino en
cuanto el entendimiento se lo presenta bajo alguna razón
de bien) de donde procede este dicho: omnis peccans est
ignorans
(todo el que peca es ignorante); de manera que, si
el entendimiento no representara jamás a la voluntad como
bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar
jamás en su elección. Pero a menudo se le
representan diversas cosas al mismo tiempo; de donde procede el
dicho video meliora proboque (veo lo mejor y lo apruebo)
que es para los espíritus
débiles…"[330].

Es decir, mientras Mersenne defiende la doctrina
tradicional católica, que preserva la libertad de
la voluntad frente a cualquier bien propuesto por el
entendimiento, Descartes comienza por defender, de acuerdo con la
tesis
socrática, la total subordinación de la voluntad
respecto al bien propuesto por el entendimiento, pero, cuando se
da cuenta de que tal punto de vista podría ser criticado
por su carácter determinista, entonces recurre a
la misma solución adoptada por Tomás de Aquino
según la cual, como los bienes
presentados por el entendimiento a la voluntad son diversos, la
voluntad puede equivocarse y no elegir necesariamente el bien
mayor.

Y por ello, a fin de escapar a cualquier posible
acusación por aceptar doctrinas contrarias a las de la
ortodoxia católica, Descartes cita a Ovidio ("video meliora
proboque, deteriora sequor"[331]) –igual que
podía haber citado a Pablo de Tarso cuando escribió
"no hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero"[332]-. No obstante, su autodefensa
podía haber sido objeto de réplica por parte de su
amigo, quien podía haberle criticado que con su respuesta
según la cual "si el entendimiento no representara
jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo
fuera, no podría fallar jamás en su
elección" seguía afirmando la dependencia
absoluta de la voluntad respecto al entendimiento
-en cuanto
si la voluntad elegía una determinada acción
era porque el entendimiento se la había
presentado como buena- y se mantenía instalado en el
determinismo del intelectualismo
socrático.

No obstante, esta defensa del intelectualismo
socrático
no estuvo acompañada en Descartes de
una defensa explícita y coherente del
determinismo –pues muy difícilmente
habría podido ser de otra manera teniendo en cuenta su
total sumisión a las doctrinas de la jerarquía
católica, con su enorme poder político y social, y
las creencias del círculo de sus amistades-, pero es
evidente que la doctrina socrática implicaba un
determinismo del bien, al margen de que, como
consecuencia de su instinto especial para ocultarse aquellas
cuestiones que pudieran plantearle problemas, el pensador
francés tal vez no llegase a ser consciente de
ello.

Por otra parte, aunque en ocasiones defendió a la
vez el libre albedrío y el intelectualismo
ético
, conviene tener en cuenta que, mientras el
intelectualismo ético tiene carácter
determinista, el concepto de "libre albedrío", al
margen de su carácter esencialmente confuso, va unido a la
idea de que la voluntad humana no estaría sometida
necesariamente a la elección del
bien[333]y, por ello, implica la negación
del intelectualismo socrático y la doctrina de
que se puede elegir el mal a conciencia. Sin embargo, esta
doctrina implica una contradicción en cuanto se entienda
que los conceptos de bien y de mal no tienen un valor absoluto
sino relativo, de manera que sólo adquiere sentido cuando
se indica en relación con qué un
determinado objeto puede ser considerado como alto, mayor,
grande, bueno o malo
-, lo cual equivale a decir que no
existe algo así como el bien o el mal en
, sino el bien y el mal como conceptos abstractos
que hacen referencia a aquello que nos satisface o nos molesta,
nos hace sentirnos dichosos o nos provoca malestar, y que en
último término, tal como indicó Spinoza, con
los conceptos de "bueno" y "malo" se hace referencia
respectivamente a "aquello que se desea" o a "aquello hacia lo
que se siente aversión". En este sentido el planteamiento
aristotélico, al definir el bien como "aquello a lo que
todo tiende"[334], era acertado, y, de acuerdo con
tal definición, no era posible elegir el mal por el mal
sino sólo en cuanto apareciera como bien.

Sin embargo, por lo que se refiere a la relación
entre determinismo y libertad no sucede lo mismo, pues
el concepto de libertad no está reñido con el de
determinismo, ya que, aunque desde el determinismo
socrático se defiende la relación necesaria
entre la deliberación y la
decisión
[335]se sigue considerando que
las acciones humanas necesarias son a la vez
voluntarias, en cuanto proceden de la propia voluntad, y
no son causadas por una realidad ajena a la del hombre, como
Aristóteles acepta sin problemas y como Descartes acepta
cuando no tiene en cuenta las consecuencias de tal doctrina,
contrarias a las que se relacionan con el "libre
albedrío", ni los ataques y condenas de todo tipo que
podría haber recibido de la jerarquía
católica, ni en general el desprecio en que podía
convertirse el prestigio de que gozaba entre sus amistades del
alto clero católico.

Es posible que por este motivo, cuando posteriormente,
en mayo de 1644, escribió una carta al padre Mesland en la
que trataba de esta cuestión, intentase profundizar en el
tema para encontrar un argumento por el que pudiera defender a un
tiempo el intelectualismo socrático y el "libre
albedrío". En esta carta comienza por aceptar el
intelectualismo socrático cuando dice que

"viendo muy claramente que una cosa nos es propia, es
difícil, e incluso creo imposible, mientras se permanezca
en este pensamiento, detener el curso de nuestro
deseo"[336].

A continuación, trata de explicar por qué
no siempre se elige el bien que "nos es propio" pretendiendo
así introducir la libertad frente a tal bien. Sin embargo,
su argumentación no escapa al determinismo, pues lo
único que consigue es señalar la peculiaridad de la
mente humana que le impide estar atenta de manera continuada a
las razones que conducen a la voluntad a elegir determinada
acción, de manera que por esa constante variación
del pensamiento podría presentarse un nuevo juicio que
condujese a una decisión distinta de la mejor:

"Pero puesto que la naturaleza del alma es tal que
no puede estar más que un momento atenta a una
misma cosa, tan pronto como nuestra atención se vuelve de las razones que nos
hacen conocer que esta cosa nos es propia y que sólo
retenemos en nuestra memoria que nos
ha parecido deseable, podemos representar a nuestro
espíritu alguna otra razón que nos haga dudar de
ella y así suspender nuestro juicio e incluso
también acaso formar uno
contrario"[337].

Y, por ello, tal argumentación no implica una
auténtica refutación del intelectualismo
socrático que pudiese dejar libre el paso a una doctrina
como la de que se pueda "elegir el mal voluntariamente", sino
sólo a una explicación de alguna de las causas que
podrían impedir que la voluntad se decidiese por el bien
mayor, lo cual, aunque impediría que ésta estuviera
determinada por dicho bien, no impediría que siguiera
estando determinada por aquel bien secundario que
apareciese con mayor atractivo ante la mente en el momento de la
decisión. Sin embargo, aunque en esta carta el pensador
francés sigue defendiendo el intelectualismo
socrático, de manera incoherente y frívola,
olvidando lo que había defendido en otras ocasiones,
considera que se puede elegir el mal voluntariamente, tal como se
muestra a continuación.

5) La libertad como capacidad de la voluntad para
elegir o no elegir el bien presentado por el
entendimiento.

En efecto, a pesar de estar en contradicción con
su anterior defensa del intelectualismo
socrático
, puede observarse cómo en otros
momentos, con su frivolidad habitual Descartes rechaza
la doctrina socrática para defender la contraria con la
mayor naturalidad del mundo, sin dar explicaciones acerca de los
motivos de su cambio de
perspectiva, como si hubiera olvidado la serie de momentos en que
había defendido el planteamiento socrático.
Así sucede, por ejemplo, cuando en otra carta al padre
Mersenne, escrita cuatro años después de aquella en
la que había defendido el intelectualismo
socrático, le dice en contradicción con aquel punto
de vista:

"siempre somos libres de no seguir un bien que nos es
claramente conocido o de admitir una verdad evidente sólo
con tal de que pensemos que es un bien testimoniar de ese modo la
libertad de nuestro libre
albedrío"[338].

Sin hacer una referencia directa al filósofo
francés, aunque quizá teniéndola en cuenta,
un planteamiento como éste fue posteriormente criticado
con acierto por Hume cuando expuso que precisamente el deseo de
mostrar "la libertad de nuestro arbitrio" se convertiría
en tales casos en la causa determinante que
conduciría a la elección de una acción
diferente a la se habría elegido si ese deseo de demostrar
la existencia del "libre albedrío" no hubiese interferido.
Escribe Hume en este sentido: "La mayor parte de las veces
experimentamos que nuestras acciones están sometidas a
nuestra voluntad, y creemos experimentar también que la
voluntad misma no está sometida a nada [pero] por
caprichosa e irregular que sea la acción que podamos
realizar, en cuanto el deseo de mostrar nuestra libertad sea
el
único motivo de nuestras acciones, nunca nos
veremos libres de las ligaduras de la
necesidad
"[339].

Hume quiere llamar la atención acerca del hecho
de que quienes defienden la doctrina del libre albedrío a
partir de la experiencia de obrar desde la propia
voluntad
, sin que las acciones sean consecuencia de
motivación alguna, pasan por alto que en
esos casos el deseo de mostrar esa absurda libertad
sería el motivo que les estaría
determinando para actuar del modo según el cual
lo hicieran. Téngase en cuenta, además, que la
ausencia de motivos
sólo podría salvar del
determinismo en cuanto ninguna acción derivaría de
una motivación
anterior, pero no por ello conduciría al inefable reino
del "libre albedrío", sino, todo lo más y
en cuanto ello tuviera algún sentido, al del azar
irracional
.

En una afirmación similar, que se encuentra en
una carta a Mesland (?), de 9 de febrero de 1645, Descartes
proclama de nuevo de manera incomprensible y en
contradicción con las ocasiones en que defiende la tesis
socrática que

"la mayor libertad consiste […] en un
uso mayor de aquel poder positivo que tenemos de seguir las cosas
peores aunque veamos las mejores"[340].

Esta interpretación de la libertad, más
acorde con la doctrina católica, según le
había recordado su amigo Mersenne, es la que le permite
defender la doctrina del "libre albedrío" como aquella
forma de libertad por la que se podría elegir "libremente"
entre lo bueno y lo malo, de forma que el hombre
sería responsable de sus actos y éstos
serían laudables o condenables, al margen de que, de
acuerdo con Tomás de Aquino, Descartes aceptase igualmente
la absurda doctrina de que la salvación o la condena del
hombre no fueran consecuencia de sus actos sino de la
predestinación divina. En este punto además, parece
que, preocupado por las posibles censuras eclesiásticas,
en su carta a Mersenne de mayo de 1637 ya se había
defendido de posibles ataques, puntualizando que

"el actuar bien de que hablo no puede entenderse en
términos de Teología, en donde se habla de la
Gracia, sino solamente en términos de filosofía
moral y natural, en donde no se considera de ningún modo
esta gracia; de manera que no se me puede acusar por
esto del error de los pelagianos"[341],

que defendían que el hombre se salvaba por sus
méritos y no por la gracia divina. Sin embargo, aunque a
través de estas palabras se curaba en salud ante cualquier posible
represalia procedente de la jerarquía católica,
Descartes aceptaba con su frivolidad acostumbrada la doctrina
averroísta de la "doble verdad", una de carácter
filosófico y otra de carácter teológico, al
hacer referencia a la gracia divina, de manera que lo que desde
una perspectiva era falso desde la otra podía ser
verdadero y viceversa.

En una carta a la reina Cristina de Suecia y teniendo en
cuenta que desde el protestantismo se hacía especial
hincapié en la doctrina de la predestinación
divina, claramente contraria a la del libre albedrío,
Descartes quiso, al parecer, intensificar sus manifestaciones de
fervor católico por lo que se refiere a la defensa del
libre albedrío, proclamando que
éste

"es de suyo la cosa más noble que pueda haber en
nosotros, tanto que nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos
de estar sujetos a él y que, por consiguiente, su buen uso
es el más grande de todos nuestros
bienes"[342].

Puede observarse que en este texto
Descartes casi llega a incurrir en un peligroso desliz
teológico al afirmar que "el libre albedrío
[…] parece eximirnos de estar sujetos a él
[= a Dios]". Por suerte o por cautela la expresión
utilizada no fue muy precisa en el sentido de negar el poder
divino sobre las decisiones de la voluntad humana y eso, junto
con el hecho de que lo que escribía era una carta
particular, le libró de la peligrosa acusación de
la herejía consistente en negar la
predeter-minación divina y la correspondiente
subordinación de las decisiones humanas a la voluntad
divina, tal como enseñó Tomás de
Aquino.

Por otra parte y en relación con la carta a
Mesland antes citada, lo que más sorprende de ella no es
el punto de vista que defiende, contradictorio con el
intelectualismo socrático, sino el hecho de que
allí mismo y apenas unas cuantas líneas más
abajo, el pensador francés no desaproveche la
ocasión de abandonarse a una nueva
contradicción
al considerar, por una parte, que
la mayor libertad consiste en poder elegir las cosas
peores
, mientras que sólo unas líneas
más abajo había afirmado justamente lo
contrario:

"me dirijo tanto más libremente a algo
cuanto más numerosas son las razones que me impulsan,
porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor
facilidad e ímpetu"[343].

Pero, en coherencia con la moral
católica Descartes no puede evitar tener que defender a
continuación la responsabilidad del hombre en
cuanto

"es el autor de sus acciones y se hace merecedor de
elogio por ellas. Pues no se alaba a los autómatas porque
realizan exactamente todos los movimientos para los que han sido
fabricados, puesto que los hacen de un modo necesario, sino que
se alaba a su constructor"[344].

En una consideración de esta clase es donde puede
verse el alejamiento cartesiano del intelectualismo
socrático, pues desde esta última doctrina es
perfectamente compatible la defensa de la necesidad de
las acciones voluntarias con la de su carácter
libre ya que, si no hay obstáculos que lo
impidan, las acciones proceden de la propia voluntad y
en ese sentido son libres, mientras que se las debe
considerar igualmente como necesarias en cuanto no tiene
sentido considerar como posible que se pueda intentar hacer otra
cosa que aquello que se desea, pues la propia decisión de
hacer algo es lo que demuestra cuál es el mayor deseo en
ese preciso instante de la decisión. Por este motivo,
desde el intelectualismo socrático no tiene sentido hablar
de responsabilidad ni de mérito ni de
culpa, pues, siendo cierto que las actuaciones de cada
uno son manifestaciones de su naturaleza, también lo es
que nadie elige tener la naturaleza que tiene. Esa misma
consideración fue la que llevó a Aristóteles
a defender la doctrina socrática de modo explícito,
así como a afirmar la total relación de causalidad
entre la deliberación, la decisión y la
elección material de lo decidido, afirmando en este
sentido que "se elige lo que se ha decidido como resultado de la
deliberación"[345].

6) La libertad como capacidad para elegir
voluntariamente las acciones predeterminadas por Dios de modo
necesario.

La tradición cristiana en general se había
planteado desde hacía muchos siglos el problema de la
compatibilidad entre la predeterminación divina y la
libertad humana
sin poder llegar a una solución ni
mediante los planteamientos de Tomás de Aquino contra los
de Orígenes, ni mediante los de Erasmo de Rotterdam contra
Martín Lutero, ni mediante la discusión entre el
dominico Domingo Báñez y el jesuita Luís de
Molina, ni mediante las discusiones entre los calvinistas F.
Gomar y J. Arminio a comienzos del siglo XVII en la Universidad de
Leiden (Holanda), donde J. Arminio había defendido la
doctrina del libre albedrío, mientras que F. Gomar
había defendido la predeterminación divina sin que
se llegase a una solución del problema, en cuanto los
conceptos de predeterminación divina y libre
albedrío del hombre eran realmente incompatibles, motivo
por el cual mientras el papa Clemente VIII condenó como
herética la solución de Molina, que defendía
de manera especial la libertad humana, Pablo V aceptó que
dominicos y jesuitas
tuviesen sus respectivos puntos de vista, rechazando que pudiera
considerarse herético cualquiera de ellos y considerando
tal cuestión como un "misterio".

En este sentido y para comprender mejor la dificultad
insuperable para solucionar este problema tiene interés
reflejar los puntos de vista de Tomás de Aquino y de
Orígenes, en cuanto representan los polos opuestos en el
intento de encontrar una solución a esta
cuestión.

Cuando Tomás de Aquino (1225-1274) trató
el tema de la omnipotencia divina, a pesar de que hubiera deseado
salvar también el libre albedrío humano,
defendió un planteamiento absolutamente
determinista y así, criticando a
Orígenes (185-254), defendió la tesis de
que Dios no sólo era la causa de la existencia de la
voluntad humana como potencia, sino
también la causa de las elecciones y decisiones
concretas de dicha voluntad
. En este sentido escribe:
"Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el
movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad
misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas
autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios
causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en
nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos
haga querer esto o aquello […] De esto parece haber nacido la
opinión de algunos, que decían que la providencia
no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea,
a las elecciones [de la voluntad], sino que se refiere a los
sucesos exteriores […] Todo lo cual, en verdad, está en
abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura.
[…] Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de
querer, sino también la
operación"[346].

De esta manera, la perspectiva de Tomás de
Aquino
, aunque en teoría
pretendía salvar tanto la omnipotencia divina como la
libertad humana, conseguía salvar la primera, pero no la
segunda, en cuanto las supuestas decisiones libres del hombre
estarían predeterminadas por Dios.

Monografias.comMonografias.comInsistiendo en esta
misma doctrina, Tomás de Aquino escribe poco más
adelante: "Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino
también de nuestro querer". Y en el capítulo
siguiente concluye así: "Por consiguiente, como Él
es la causa de nuestra elección y de nuestro querer,
nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina
providencia"[347].

Monografias.comDesde una
perspectiva contraria, sin embargo, el punto de vista de
teólogos como Orígenes acerca del acto
voluntario salvaba la libertad del hombre, pero no la
omnipotencia divina en cuanto Orígenes
consideraba que las decisiones humanas no estarían
sometidas a la voluntad divina.

Monografias.comMonografias.comDescartes, aun sin
tener especial interés en tratar esa oscura
cuestión teológica y aunque avisa de que

"podemos enredarnos en grandes dificultades si
intentáramos conciliar esta preordenación de Dios
con la libertad de nuestro arbitrio y comprender
simultáneamente una y la
otra"[348],

se atreve a examinarla, y en Los Principios de la
Filosofía
defiende de modo explícito la
doctrina católica, aceptando por fe que las
acciones libres del hombre han sido preordenadas por Dios, aunque
esto

"no lo comprendemos bastante [?][349]
como para ver de qué mo-do deje indeterminadas las libres
acciones de los hombres"[350].

Descartes se atreve a reconocer aquí que "no lo
comprendemos bastante" y considera que sería absurdo que
por el hecho de no comprender este misterio se dejase de aceptar
algo que sí se comprende, como sería la existencia
de Dios. Pero la verdad es que no sucede simplemente que no
se comprenda
de modo suficiente la compatibilidad entre el
"libre albedrío" y la predeterminación divina de
los actos humanos sino que se comprende perfectamente su
carácter absurdo, y eso implica que, si se quiere ser
coherente con tal comprensión, hay que rechazar todo lo
que de algún modo se desprenda de ella, del mismo modo que
en Lógica
se considera falsa cualquier argumentación que concluya en
una contradicción.

Sin proporcionar argumentos de ningún tipo
Descartes siguió defendiendo esta misma doctrina de la
teología cristiana en una carta del año 1645 a la
princesa Elisabeth, en la que tuvo la osadía de
decirle:

"todas las razones que prueban la existencia de Dios, y
que él es la causa primera e inmutable de todos los
efectos que no dependen del libre albedrío de los hombres,
prueban de la misma manera, me parece, que él es
también la causa de todos los que dependen de dicho
albedrío. Pues sólo es posible demostrar que existe
considerando que es un ser soberanamente perfecto; y no
sería soberanamente perfecto si pudiera suceder cosa
alguna en el mundo que no procediera de
él[351]

Sin embargo, más adelante, en respuesta al
problema que la princesa le había planteado respecto a
esta cuestión, le escribió una nueva carta en la
que defendió una tesis distinta, más próxima
a la solución del jesuita Luís de Molina. Se trata
de un texto especialmente importante porque a través de un
ejemplo Descartes explica de un modo exhaustivo su intento
infructuoso y absurdo de solucionar un problema que o bien
él sabía que no tenía solución, en
cuanto se trataba de una contradicción, y eso
habría sido una prueba más de su mendacidad a la
hora de aparentar conocerla, o bien no lo sabía y eso
habría sido un indicio de su limitada capacidad para la
comprensión de problemas que no tuvieran carácter
meramente matemático o físico.

Por su interés para esclarecer esta
cuestión se expone a continuación y de manera
detallada el ejemplo utilizado por el pensador francés con
un comentario crítico. Escribe Descartes:

"Si un rey que ha prohibido los duelos y que sabe con
toda cer-teza que dos hidalgos de su reino, que viven en ciudades
dife-rentes, están peleados y tan irritados uno contra el
otro que nada podría impedir que se batieran si se
encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de ir
cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y
también ordena a éste ir el mismo día hacia
el lugar donde está el primero, sabe con toda
seguridad que no
dejarán de encontrarse y de batirse y, al hacerlo, de
contravenir su prohibición, pero no por esto los obliga; y
su conocimiento e
incluso la voluntad que ha tenido para determinarlos de esta
manera no impiden que se batan tan voluntaria y tan libremente
[…] y así pueden ser castigados justamente
[…]"; [Dios] "supo exactamente cuáles
serían todas las inclinaciones de nuestra
voluntad; es él mismo el que las puso en
nosotros
, también es él quien ha dispuesto
todas las demás cosas que están fuera de nosotros
[y] supo que nuestro libre albedrío nos
determinaría a tal o cual cosa; y lo ha querido
así, pero no por eso ha querido obligarlo. Y,
como este rey, podemos distinguir dos diferentes grados de
voluntad
: uno por el cual ha querido que estos hidalgos
se batieran
[…], y otro, por el cual no lo ha
querido
, ya que prohibió los duelos, del mismo modo
los teólogos distinguen en Dios una voluntad absoluta e
independiente por la cual quiere que todas las cosas sucedan como
suceden, y otra que es relativa y que se relaciona con el
mérito o demérito de los hombres por la cual quiere
que se obedezcan sus leyes"[352] .

Hasta aquí la "genialidad" del autor
francés para liar las cosas a fin de confundir a la
princesa, pues resulta difícil aceptar que el
"teólogo" francés no fuera consciente de que la
cuestión que "pretendía" resolver era una simple
contradicción. A la hora de la verdad era absurdo que
pretendiera resolverla, pero la megalomanía, la jactancia
y el deseo de obsequiar a la princesa eran demasiado fuertes y,
por ello, tuvo la osadía de "aparentar" conocer la
solución del "problema" en lugar de aceptar que se trataba
de una contradicción -o al menos, según la jerga
religiosa, de un "misterio"-. También hay que reconocer
que este problema había sido objeto tradicional y reciente
de diversas discusiones, como la de arminianos y gomaristas, y
que, por ello mismo, el hecho de que Descartes intentase aportar
su grano de arena a esta discusión podía ser
comprensible hasta cierto punto. Sin embargo, su orgullo, su
deseo de satisfacer las inquietudes intelectuales
de la princesa y sus relaciones con el clero católico le
llevaron a intentar encontrar una argumentación que
explicase lo inexplicable, en lugar de optar por declarar
humilde-mente a la princesa que su inteligencia
no era tan alta como para expli-car una contradicción o
que esa cuestión era un dogma de la fe católica,
reconociendo así su propia incapacidad para dar
razón de lo irracional.

El primer error en este ejemplo consiste en el propio
ejemplo, en cuanto la comparación de un rey muy sabio con
el dios cristiano es totalmente inadecuada, pues mientras el rey
sólo podría saber –y sólo hasta cierto
punto- qué harían sus hidalgos, el dios cristiano
no sólo se le supone omnisciente sino
además omnipotente, lo cual implica que no
sólo conoce las acciones que los seres humanos
han realizado, realizan y realizarán en el futuro, sino
que él mismo les ha predeterminado para que
quieran realizarlas, para que decidan
realizarlas y para que las realicen. En efecto, si se
dice en el ejemplo que el rey sabe que "nada
podría impedir que [los hidalgos] se batieran si se
encontraran", puede tener sentido afirmar que, aun así, el
hecho de que se batan es libre y voluntario, aunque sólo
en cuanto la sabiduría de ese rey no sería
un obstáculo para que las decisiones de sus
súbditos siguieran siendo voluntarias.

Sin embargo, Descartes, a pesar de que en otras
ocasiones lo reco-noce, parece "olvidar" que el dios
católico, además de tener la cualidad de la
presciencia, tendría igualmente la de la
predeterminación absoluta de todo. Por ello, lo
más absurdo del planteamiento cartesiano es la
afir-mación de que, habiéndose batido tales
hidalgos, pueden "ser castigados con toda justicia". Es
decir, parece incomprensible -y, por ello mismo,
difícilmente creíble- que Descartes, constante
defensor de la omnipo-tencia divina a la que nada podía
escapar, no llegase a entender que, si el duelo tenía que
producirse necesariamente, era absurdo considerar
culpables a quienes sólo eran objeto
pasivo de la necesidad de actuar de acuerdo con
la predeterminación de sus actos "voluntarios",
en cuanto esa misma "voluntariedad" habría sido programada
por Dios.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15
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