Profesor en Historia por la Universidad
Nacional de Mar del Plata
EL NIDO DE LA
SERPIENTE
«Quien dice rumor, dice
miedo».
Edgar Morin
«Vivimos en una cultura
atiborrada
por espejismos fabricados en serie».
Fernando Savater
Adolf Hitler se
suicidó en su bunker berlinés el 30 de abril de
1945 tras ingerir una fuerte dosis de cianuro y meterse,
inmediatamente después, un tiro en la cabeza con el objeto
de asegurar su deceso. Minutos más tarde, su ayudante de
cámara cumplió con la promesa previa de quemarlo en
el parque que circundaba al refugio. El Führer no
quería que su cadáver cayera en manos de los
soviéticos para ser expuesto en un museo de Moscú
como trofeo de guerra. No
debían quedar señales
de sus restos. Su salida de la escena bélica no
tenía que dejar huellas. Pero circunstancias de
último momento desvirtuaron sus planes. Con los soldados
rusos a menos de trescientos metros y las bombas cayendo
desde el cielo, la fúnebre y última comitiva del
Hitler debió abandonar el sitio de la hoguera, sin
percatarse de que fueran sólo cenizas lo que quedaban. A
la postre, un grupo de
inteligencia
especialmente enviado por Josef Stalin (la SMERSH) halló
los restos calcinados, que fueron identificados tiempo
más tarde, al comparar la dentadura encontrada con los
archivos del
dentista personal del
Hitler. Por otro lado, los múltiples testimonios recabados
por personas allegadas al ex canciller en sus últimas
horas, confirmaron —sin lugar a dudas— que el
benemérito caudillo alemán había fallecido
antes de rendirse ante el enemigo. [1]
A pesar de todas las pruebas al
respecto, muchos se negaron a aceptar que el Führer hubiera
«pasado a mejor vida». A poco de terminar la guerra y
por espacio de varios años, los rumores de un Hitler vivo
sacudieron las primeras planas de los diarios del mundo,
especialmente durante la década de 1950. Negaron los
hechos y aún hoy hay personas que los siguen negando.
«Hitler no murió en el bunker»,
dicen. «Logró escapar momentos antes de que los
rusos llegaran. Se escondió. Se mantuvo al margen de todo
y —como si fuera poco— vivió en
Argentina durante muchos años».
Cada tanto, y cuando el tema parecía agotado, los
lectores amanecían con la noticia de un ex canciller
alemán vagando por distintas partes del mundo, intentando
desde el anonimato resucitar un IV Reich que pudiera durar
—ahora sí— más de mil años.
Paulatinamente, los principales periódicos fueron
relegando la historia a las páginas interiores,
dedicándoles cada vez menos espacio y atención. Pero la posta fue tomada por
pasquines sensacionalistas que siguieron explotando el relato con
relativo éxito.
En ellos, Hitler, desde la clandestinidad, conservó la
letra de molde y las primera planas, manteniendo despierta la
preocupación por algún tiempo y una burlona sonrisa
de escepticismo, algo más tarde. Los delirios más
bizarros coparon la escena. La siempre híper valorada
inteligencia nazi se asoció con ovnis,
extraterrestres, siniestras organizaciones
masónicas, magia negra y demás delirios
etílicos de probado éxito editorial, en una
sociedad cada
vez más inclinada a la mística barata, el misterio
y lo irracional.
Como resultado de todo ello, «el nido de la
serpiente» se volvió ubicuo. Hitler dejó
de estar en un lugar concreto y
empezó a ser visto en todos lados. El universo
onírico de los buscadores de
enigmas se disparó, volviéndose infinito,
inagotable.
Cuando terminó la Segunda Guerra
Mundial en 1945, la leyenda de que Adolf Hitler
había conseguido escapar de Berlín se
dispersó por los cuatro vientos. La imaginación
colectiva empezó a trabajar sobre todo tipo de rumores y
los servicios de
inteligencia aliados se sumaron a la campaña de
desinformación, dejando abierta la posibilidad de que
semejante huída fuera cierta. Desde entonces, y por
espacio de varios años, no faltaron «testigos
fiables» que juraron haber visto al Führer en
distintas partes del mundo, pero muy especialmente en la
República Argentina, país que fuera etiquetado
por el embajador norteamericano Spruille Braden como un
«nido de nazis», a mediados de la
década de 1940.
Ese rumor resultó ser poderoso y duradero.
Todavía a principios del
siglo XXI se siguen publicando libros que
hablan al respecto; incluso hay editada una guía nazi
de Bariloche[2]en la que están
señalados en un mapa los sitios en los cuales el
excanciller alemán habría pasado largas
temporadas.[3]
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