El siglo XVIII tiene su merecido lugar en la memoria
histórica de Cuba por dos
aspectos primordiales: la introducción impetuosa de lo que
sería la estructura
económica agraria del país y la
consolidación de la identidad del
criollo.
Según el estudioso Eduardo Torres Cuevas, esta es
la época en que la economía y la sociedad de la
Isla quedan insertadas dentro del sistema de
relaciones imperiales y, más aún, en el debate y
combate militar y comercial que va dibujando el mapa
político del mundo moderno.
[1]
Cuba, en su condición de puerto de enlace entre
Europa y América, desempeñaba un creciente
papel en los planes de las poderosas metrópolis por el
control del
Caribe. De ahí que su primer recurso de subsistencia, una
vez agotadas las reservas minerales y el
entusiasmo de los conquistadores, fuera el contrabando de
cuero con los
bucaneros de diversos países. Es decir, un sistema basado
en el intercambio con extranjeros, donde el producto
provenía del ganado cimarrón (salvaje).
Un método tan
inseguro como base económica no podía durar mucho
tiempo. Con el
fin de la autorización administrativa de mercedar tierras,
estas revalorizaron su precio, a tono
con las nuevas necesidades de producción alimenticia que tenía la
Isla.
Un siglo de
contrapunteo
Dos renglones principales sobresalieron por sus
resultados comerciales y aplicación
práctica.
La extensión del uso del tabaco en Europa
lo hizo ser más apreciado en sus zonas originales de
cultivo. La relativa fertilidad de las tierras (vegas) destinadas
a ello y su fácil transporte
también contribuyeron a elevar el precio. En la segunda
mitad del siglo se multiplicaron las maquinarias para procesar
este producto como los molinos hidráulicos. A diferencia
de las otras ramas económicas, la mano de obra por
excelencia del tabaco fueron hombres libres, en especial los
inmigrantes españoles en busca de trabajo.
Otro cultivo totalmente diferente, la caña de
azúcar,
sí se basó en la fuerza esclava
y necesitaba de costosas inversiones en
hombres y equipos de tracción. Además,
representó la estabilidad productiva que otorgaba el
latifundio.
Estos dos renglones aportaron al país no solo sus
distinciones económicas básicas, sino
también la conformación de la sociedad criolla y
los primeros enfrentamientos a la política de España.
Con el ascenso a la corona ibérica de los
Borbones y la consecuente centralización
político-administrativa que trajo consigo, las respuestas
no se hicieron esperar. La primera manifestación relevante
de oposición a la metrópoli la encabezaron las tres
sublevaciones de los vegueros, descontentos con medidas injustas
para enriquecer a España como el estanco del tabaco en
1717. Este modo de gobernación centralista trajo
además el desarrollo
desigual por regiones, con predominio de la capital, a
pesar de la red de puertos, villas y
vías de transporte creadas a lo largo del
territorio.
Por erigirse desde el principio como morada de obispos y
capitanes generales, tener la existencia de astilleros y la
posterior fundación de la Real Compañía de
Comercio
(1740), La Habana siguió durante todo el siglo su papel de
centro imprescindible de la actividad socioeconómica
colonial como insuperable ente monopolizador. Sobre ello Fernando
Portuondo afirma:
…La Habana, en esta época único
lugar a donde llegaban esclavos, único lugar por donde se
recibían del exterior mercancías, y se exportaba
tabaco y azúcar; único lugar en el cual la Real
Compañía fomentaba en alguna forma el aumento de
capitales.[2]
Es solo después de la toma de posesión del
teniente general Ambrosio de Funes y Villalpando, Conde de Ricla,
que se amplió el comercio a otros puertos del país
como el de Santiago de Cuba y el de Batabanó y
surgió la Real Intendencia General del Ejército y
Hacienda para permitir el libre comercio
con extranjeros sin la intervención de la monopolizadora
Real Compañía de Comercio.
Sin embargo, el relativo asentamiento de prometedores
cultivos no hizo decrecer el contrabando, sobre todo de
azúcar, cueros y aguardiente. Pero España no estaba
dispuesta a permitir más pérdidas y
desarrolló el corso contra los largos brazos del comercio
británico. Después de sucesivos fracasos, los
ingleses tomaron en represalia La Habana en 1762. En la defensa
de la ciudad se evidenció el valor de sus
habitantes, que dejando a un lado sus diferencias, combatieron
ferozmente. Si algo unía a los criollos,
independientemente de los conflictos
internos, status social
o estamento racial, fue el peligro
externo[3]
En el tiempo que estuvo la capital bajo dominio
británico, experimentó una época de intensa
actividad mercantil como nunca había conocido con
España debido a que los invasores contaban con mayor
capacidad de transportación y mercado. De
ahí que cuando la metrópoli recuperó la
preciada ciudad, priorizó la línea defensiva con la
edificación de fortificaciones y de modo general
reformó el sistema comercial. Suprimió
además el monopolio
comercial, permitió el libre intercambio con extranjeros y
la introducción masiva de esclavos pero siguió la
centralización político-militar a través del
capitán general.
Página siguiente |