De jóvenes usurpamos los recuerdos de anteriores
generaciones y ya mayores tomamos conciencia que
empezamos a envejecer cuando las evocaciones han maquillado
nuestros espíritus con ilusiones y frustraciones que hacen
de nuestra particular historia una sucesión
de irrealidades suficientes para llenar las ansias masoquistas de
nostalgia.
A los 23 años gozaba de una posición
económica más bien cómoda, gracias a
mi padre. Su ayuda me había permitido viajar a la
Argentina en siete u ocho ocasiones en los últimos dos
años, un poco huyendo de presuntos peligros relacionados
con la política y otro tanto intentando atinar un
negocio que me permitiera corresponderle tanto
desprendimiento.
Adquirí en Buenos Aires, un
departamento en el barrio de Almagro, pequeño, de un solo
ambiente, pero
muy bien ubicado, decentito y por estrenar. Encargue el tramite
de su venta al "Polaco"
que mas que un viejo amigo era un amigo viejo hijo de polacos que
vivía en un barrio vecino a la propiedad. Me
encontraba a la espera de un comprador con la esperanza de
ganarme algunos dólares especulando con la brutal
inflación en que se encontraba la Argentina por aquellos
años.
Cacho; el polaco, no me falló; la propiedad se
vendía a tres veces el precio de su
compra en tan solo seis meses de espera. Me llamó la noche
que Perú y Argentina jugaban un partido decisivo para las
aspiraciones platenses en la conquista de
su primer mundial. Perú perdió inexplicablemente
por seis goles a cero. Nunca he pensado que los peruanos nos
echamos, pero me dolió la derrota dominado por ese prurito
cándelejon que es parte del sostwart con el que nacemos
equipados los seres de este planeta, sin embargo las alas del
destino tienen diversidad de plumas y alguna de ellas me signaba
una compensación anímica y económica en la
patria de Gardel.
Sentado frente a la
televisión, impotente observaba como se iban sumando
los goles uno a uno al colarse el quinto gol, subí hacia a
mi cuarto, tome un maletín y me despedí de los
míos, Partí esa misma noche, a Buenos Aires por
vía terrestre.
Todo el recorrido fuera del Perú lo inicié
en el Terminal de Arica y, escaso de fondos como me encontraba,
había estudiado que los transbordos coincidieran con la
mayor aproximación horaria, evitándome los pagos de
hospedaje.
Compré mi boleto en Chile Bus a las 14.00
señalándoseme la partida para las 18.00 hora de
Chile.
Me entretuve conversando con un futbolista chileno de La
Serena, que había adquirido pasaje por coincidencia para
el mismo bus, cuando los parlantes de la estación
interrumpieron sus monótonos anuncios de salidas y
llegadas:
– Señor, Carlos Alberto Fuenzalida,
sírvase acercarse a los mostradores de Chile
Bus.
Me jodí, pensé. Había escondido dos
manzanas al fondo de mi maletín. Eran manzanas criollas,
duras y jugosas, de cáscara jaspeada, no populares
internacionalmente como las chilenas pero sin lugar a dudas
más sabrosas. Además, una bolsa repleta de
ajíes y limones para preparar mi siempre extrañado
ceviche al llegar a Buenos Aires. La aduana no
permitía esto, y yo no tenía la menor idea de como
se penaba la falta. De lo que sí estaba seguro era de que
no podía pretextar desconocimiento. "Se encuentra
prohibido ingresar vegetales al país" advertían
a los pasajeros extranjeros al comprar el boleto, que
venía acompañado de un folleto que mostraba la
variedad de frutas y verduras del país.
Señor Fuenzalida, sírvase acercarse
a los mostradores de Chile Bus, se repitió la
llamada.
Me dirigí haciendo de tripas corazón al
mostrador de Chile Bus. No había ningún carabinero
ni nadie con aspecto de policía, me
identifique.
– Señor Fuenzalida, – me dijo el
empleado.- Lo busca la señora que se encuentra sentada
frente al vendedor de diarios, me indico que era
urgente.
-Gracias, balbuceé aliviado.
Yo nunca había estado en
Arica, era extraño que alguien me buscara. Seria cauto,
podría ser una pendejada.
–Buenas tardes señora ¿Me
buscaba?
– Carlos Alberto… , Carlos Alberto Fuenzalida,
me dijo con su tonadita chilena una mujer de unos
cincuenta años, de rostro que trasmitía bondad, y
unos ojos verdes, bonitos, dulces y ansiosos de recibir una
repuesta positiva.
– Sí señora, Carlos Alberto
Fuenzalida.
Se abrazó a mí, llenándome de besos
y diciéndome;
– Hijito yo te conozco desde pequeño, soy la
mejor amiga de tu madre, su hermana, casi su hermana, soy tu
tía chachi, por chachi te acordaras.
La verdad señora, no la recuerdo.
Respondí anonadado.¿Tu madre no se llama Ismelda ¿Y tu
hermano Luis Alberto que falleció hace cerca de dos
años, según me entere?
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