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Los Precursores de la ecología (página 2)




Enviado por latiniando



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El "evolucionismo", inspirador de la ecología

Sin duda alguna, la polémica entre deterministas y evolucionistas fue uno de los principales debates científicos del siglo XIX, enfrentando a hombres de la categoría de Cuvier, Owen, Agassiz y Kölliker, contra los nuevos "transformistas" Spencer, Lamarck, Darwin, Muller, Haeckel, etc. El calor de la polémica fue muy fecundo, porque exigió de los transformistas que multiplicaran sus observaciones para justificar las nuevas teorías del evolucionismo. Owen

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Charles Darwin

Charles Darwin reunió en su persona las cualidades de biólogo y de explorador. Embarcado en el Beagle (1837), pudo impresionarse viendo la distribución de las especies vivientes en América del Sur y compararla con las europeas. El estudio de la flora y fauna de las islas Galápagos (con sus evidentes endemismos) fue definitiva para la elaboración de su doctrina sobre la evolución de las especies. Darwin, con sus meticulosos estudios, hizo un auténtico trabajo ecológico. Baste recordar su análisis sobre las lombrices de tierra como elementos constitutivos del suelo agrícola o las completas descripciones de la estructura y distribución de los arrecifes coralíferos.

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Ernst Haeckel, considerado el padre de la ecología

Dentro del ambiente evolucionista del siglo XIX, el biólogo y zoólogo alemán Ernst Haeckel (1834-1919) es considerado el padre de la ecología, porque fue el primer científico que se propuso la creación de un neologismo especial para definir las relaciones entre los seres vivos y sus hábitats, otro neologismo que se iba popularizando para significar el ambiente físico propio de una determinada especie viviente.

Ernst Haeckel, que era muy aficionado a la creación de vocablos, se inspiró en la palabra economía para inventar un nuevo derivado de casa, para significar "el conjunto de conocimientos referentes a la economía de la naturaleza, la investigación de todas las relaciones del animal tanto en su medio inorgánico como orgánico, incluyendo sobre todo su relación amistosa u hostil con aquellos animales y plantas con los que se relaciona directa o indirectamente". Haeckel utilizó el término Oekologie quizá ya en 1866, cuando conoció a Charles Darwin, a quien admiró desde el primer momento, aunque la palabra sólo se popularizó en la década de los setenta en los ambientes especializados.

A pesar del entusiasmo de Haeckel por las ideas transformistas, su influencia científica quedó muy comprometida por el tono casi esotérico de sus enseñanzas, impregnadas de un espíritu místico que convertía el evolucionismo en una nueva religión predicada desde su cátedra de la Universidad de Jena.

El inicio de la ecología como nueva ciencia surge como fruto de los trabajos interdisciplinares de la segunda mitad del siglo XIX. Para citar sólo uno de los más espectaculares, podemos recordar la expedición del Challenger (1872-76), patrocinada por el Almirantazgo británico, con un importante equipo de científicos de todas las especialidades coordinado por Charles W. Thomson. El Challenger visitó todos los mares conocidos y recogió muestras de todas las latitudes, proporcionando un valioso material de investigación que ocupó a un numeroso grupo de especialistas durante más de treinta años, bajo la dirección de John Murray, quien dirigió la publicación de cincuenta volúmenes de memorias científicas. El propio Murray, en colaboración con J. Hjort, escribió en 1912 una obra de síntesis sobre los temas trabajados durante toda su vida, con el título Las profundidades del Océano, considerado un tratado fundamental de oceanografía.

El trabajo en equipo de todos los científicos preocupados por los problemas de biología, paleontología, geografía, oceanografía, geología, etc., precisamente en un momento de gran fecundidad creativa, permitieron la constitución de una nueva ciencia biológica, especializada en las relaciones de los organismos y sus ambientes abióticos.

Las distintas ecologías de finales del siglo XIX

A pesar de los valiosos trabajos interdisciplinares desarrollados durante el siglo XIX, la mentalidad ecológica progresó de modo independiente entre botánicos y zoólogos e incluso, dentro de ambas ciencias, siguiendo itinerarios particulares según los grupos especializados en botánica y zoología terrestre o acuática.

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Alfred Russel Wallace protagonizó el primer intento de división zoogeográfica

La ecología botánica fue la primera en desarrollarse, y con gran intensidad. En primer lugar, porque existían todos los precedentes de la geografía de los paisajes estudiados principalmente en función de la vegetación (Humboldt, De Candolle, etc.). También porque la inmensa mayoría de los vegetales están fijos en un lugar concreto, por lo que resulta más fácil el estudio de sus hábitats. E. Warming (1841-1924) publicó La ecología de las plantas (1895), que puede considerarse un verdadero tratado de autoecología, entendida como el estudio de las relaciones de las especies (en este caso vegetales) con los factores abióticos (luz, temperatura, humedad, nutrientes minerales, etc.). Tres años más tarde, A. F. W. Schimper escribió La geografía de las plantas sobre una base fisiológica, defendiendo que el clima es el factor fundamental de las regiones fitogeográficas del mundo.

La ecología zoológica tuvo un desarrollo menor, a pesar de que la zoogeografía se había adelantado a la fitogeografía gracias a los trabajos de Alfred Russel Wallace (1823-1913), quien publicó en 1876 su libro La distribución geográfica de los animales, perfeccionando un trabajo anterior de P. L. Sclater (1829-1913) y presentando un primer intento de división mundial en regiones zoológicas.

La ecología acuática fue la que primero estudió las comunidades vivientes, incluyendo al mismo tiempo a los vegetales y animales. No podemos olvidar la labor precursora de los microscopistas del siglo XVII que habían empezado a descubrir y a describir los pequeños organismos que observaban en el agua dulce (Leeuwenhoeck, Hooke, etc.). Los científicos del Challenger quedaron asimismo fuertemente impresionados por la enorme cantidad de microorganismos que hallaban constantemente a lo largo de sus rutas y que Víctor Hensen (1835-1924) bautizó como plancton (en griego significa "los que flotan"), reconociendo que se trataba de auténticas comunidades vegetales (fitoplancton) y animales (zooplancton). Tras el estudio de un campo de ostras, K. Moebius introdujo el término biocenosis (1872), definido como una comunidad de seres vivientes que habitan en un lugar determinado. El interés que despertaba la naciente oceanografía permitió la creación de los primeros centros de estudios, tales como la Estación Zoológica de Nápoles, fundada por Antón Dohrn en 1880. El biólogo suizo F. A. Forel publicó el primer trabajo de limnología El lago Lemman. Monografía limnológica (1895), estudio de la realidad biológica existente en las zonas lacustres.

De igual manera que la biología debe muchos de sus avances a la medicina (recordemos la labor de Vesalius, primer anatomista de la Edad Moderna), también podemos decir que la ecología no sólo ha progresado gracias a la biología y a la geografía, sino también debido a los aportes procedentes de campos tan distintos entres sí como la medicina, la nutrición, la agronomía, la piscicultura o la veterinaria. Esa constatación tienen carácter general, debido a que cualquier estudioso preocupado por algún ser viviente, sea el hombre o referido al hombre, entra necesariamente en contacto con el objeto de la ecología. El ejemplo clásico que puede ayudarnos a comprender mejor la afirmación precedente es el del químico Justus Von Liebig (1802-1873); son famosos sus experimentos destinados a esclarecer el papel de los elementos químicos en los procesos vitales, anticipándose a la moderna bioquímica. Investigando sobre plantas verdes, llegó a demostrar la existencia de los "factores limitantes" que inhiben el desarrollo fisiológico de los vegetales cuando llegan a faltar algunos nutrientes indispensables, así como la posibilidad de reactivar el desarrollo con el concurso de abonos químicos. También insistió en la importancia fundamental de la energía solar como motor de todo el ciclo vital de la naturaleza.

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El eminente Dr. Louis Pasteur proporcionó nueva luz en el capítulo de la descomposición de la materia orgánica.

Continuando la labor investigadora de Liebig, precisamente en un punto que el químico alemán había dejado especialmente oscuro ("la fermentación es un morirse de la materia orgánica"), Louis Pasteur (1822-1895) prestó un enorme servicio a la medicina y a la nutrición con su explicación bacteriológica del fenómeno de la fermentación, al mismo tiempo que desarrollaba una auténtica labor ecológica, proporcionando nueva luz al capítulo de la descomposición de la materia orgánica. Pasteur escribió asimismo un interesante trabajo sobre parasitología en la obra Estudio sobre la enfermedad de los gusanos de seda (1862), que le fue encargada por el Gobierno de su país, preocupado por una epidemia que arruinaba a la industria sedera francesa.

Se podría alargar indefinidamente la lista de las investigaciones y experiencias realizadas por agrónomos, silvicultores, zootécnicos y otros especialistas en ciencias prácticas, que han significado casi siempre un mejor conocimiento de algún nuevo aspecto de las interacciones existentes entre los seres vivos y su entorno, permitiendo que la ecología pudiera progresivamente ir fijando el campo de sus propios objetivos.

En resumen, a finales del siglo XIX se perfilaba la ecología como una nueva ciencia biológica. Con verdaderas obras de mérito, redactadas por los estudiosos del medio ambiente acuático, siendo asimismo muy valiosos los aportes de los botánicos (principalmente los especialistas en geobotánica y fisiología), quedando más rezagada la investigación ecológica de los zoólogos. El siglo XIX no sólo ideó un nuevo término, el de ecología, sino que lo llenó de contenido suficiente para justificar el nacimiento de una nueva ciencia, dentro de la óptica evolucionista y como rama especializada de la biología. Hay que reconocer, sin embargo, que la primitiva ecología era fundamentalmente una autoecología, analizando las influencias del ambiente físico sobre los seres vivientes, sin penetrar suficientemente en el campo de las comunidades naturales, a pesar de los excelentes trabajos de Moebius sobre la biocenosis. El nacimiento de la ecología se vio favorecido gracias al desarrollo convergente de otras muchas ciencias teóricas y prácticas, todas ellas interesadas en la problemática de los seres vivos y su entorno, o en la elaboración de nuevos métodos para comprender los problemas de la población.

Debate demográfico y sentimientos conservacionistas

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Thomas R. Malthus inició con su obra el gran debate de la población mundial

El tema de la población mundial había empezado a preocupar a algunos matemáticos del siglo XVIII. Entre los precursores podemos citar a Leonhard Euler (1707-1783), autor de los primeros estudios de los censos disponibles para descubrir las tendencias demográficas utilizando modelos matemáticos. Sin embargo, fue a finales del siglo cuando se inició el gran debate sobre la población mundial, con la obra de Thomas R. Malthus (1766-1834) Ensayo sobre el principio de la población (1798), en la que el autor recomendaba por primera vez en la historia la necesidad del control de la natalidad para luchar contra la progresión demográfica que amenazaba la propia supervivencia de la humanidad. Durante el siglo XIX se multiplican los estudios demográficos, con un progresivo perfeccionamiento de las técnicas estadísticas, instrumento fundamental para el estudio científico de las tendencias de la población. Aunque el objetivo de los demógrafos (Quételet, Verhulst, etc.) fuese la población humana, lógicamente sus métodos de estudio resultarían de gran utilidad para los ecólogos que se enfrentaban a los problemas de las poblaciones de los ecosistemas naturales, con sus equilibrios y evoluciones.

Dentro de la permanente dialéctica existente entre el hombre y la naturaleza, el siglo XIX vio el impulso de la revolución industrial, con sus continuos atentados contra el medio ambiente, al tiempo que se constituían grupos y sociedades de inspiración romántica para salvaguardar los "monumentos naturales", según expresión de Alexander Von Humboldt refiriéndose a las maravillas de la naturaleza salvaje. En Francia, desde 1853, el grupo de artistas de la Escuela de Berbizan creó las denominadas "series artísticas naturales", como el bosque de Fontainebleau, reconocido como reserva oficial bajo protección estatal en 1861.

John Muir consigue en 1864 que el Congreso de los Estados Unidos ceda al estado de California el valle de Yosemite y Maripose Grove; dichos parajes constituyen las primeras reservas naturales norteamericanas para la protección de las secoyas. En el mismo año, George P. Marsh escribió Hombre y naturaleza, que todavía hoy podría sorprendernos por la sutilidad de los análisis medioambientalistas, al tratar de la modificación de la superficie terrestre por la acción del hombre y la necesidad de la conservación de la naturaleza. 1872 fue el año de la creación del primer parque natural mundial en Yellowstone (Estados Unidos), seguido quince años más tarde, por el de Banff, en las Montañas Rocosas canadienses.

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John Muir consiguió que se constituyeran las primeras reservas naturales norteamericanas de secoyas

Los amigos y protectores de la naturaleza realizaron asimismo una labor considerable en el estudio de las costumbres de los animales, la elaboración de las listas de especies en extinción, las campañas destinadas a la preservación de los lugares de mayor belleza salvaje, incluso sin estar catalogados como zonas protegidas por los Estados y, principalmente, la progresiva concienciación ciudadana del necesario respeto que merece la naturaleza, extremadamente frágil a pesar de su impresionante aspecto.

Desarrollo de las distintas ecologías de principios del siglo XX

Una de las más importantes características del progreso científico del siglo XX es la preponderancia de la investigación en equipo por encima de la labor personal. Por ello reviste mayor interés el estudio de los nuevos conceptos y teorías que se van elaborando, que la atribución a un científico concreto de la paternidad de una idea que, a menudo, sólo ha sido posible gracias a la multiplicación de las investigaciones por parte de distintos equipos de trabajo. A pesar de ello, hay varios nombres que jalonan el progresivo desarrollo de la ciencia ecológica a lo largo del siglo XX, debido a que los resultados de las investigaciones se publican en obras de autor, y por el papel prominente de las cátedras universitarias en el trabajo de ordenación de los conocimientos ecológicos en tratados sistemáticos. En ambos capítulos, la influencia estadounidense ha sido preponderante, lo que no significa la ausencia de investigación y logros en otros países del mundo, sino un menor conocimiento y divulgación de dichos aportes a nivel internacional.

Es siempre artificioso querer precisar unas etapas históricas en la sistematización de una nueva ciencia, porque los diversos centros de interés que constituyen sus principales objetivos acostumbran a ser investigados simultáneamente por distintos grupos científicos. Sin embargo, puede resultar práctico fijar ciertas cronologías orientativas insistiendo en los aspectos más característicos de la biografía de cada época. Aplicando este principio al siglo XX, se pueden señalar las etapas siguientes:

a) El encuentro en ecólogos, botánicos y zoólogos tiene lugar hacia la década de los veinte, cuando se empieza a hablar de comunidades ecológicas mixtas y de bioecología, prefiriendo esta nueva expresión a las tradicionales de ecología vegetal y ecología animal.

b) Es a partir de esta coincidencia cuando puede hablarse de la ecología como ciencia. No es de extrañar, por consiguiente, que los primeros tratados de ecología general se publiquen durante la tercera década del siglo XX, aunque las obras más significativas serán posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

c) A pesar de que los primeros estudios de ecología humana se remonten a principios del siglo, esa rama de la ciencia ecológica se desarrolla, asimismo, después de la Segunda Guerra Mundial, con dos líneas de trabajo perfectamente diferenciadas: la etnológica, preocupada por las comunidades humanas primitivas, y la urbana, interesada por las comunidades modernas y trabajando en íntima relación con la sociología.

d) La problemática de la contaminación provocada por la sociedad industrial se remonta al siglo XÍX. Pero la magnitud del deterioro del medio ambiente adquiere una dimensión planetaria hacia la mitad del siglo XX. Por esa causa, el esfuerzo de salvaguardia de la naturaleza que se había iniciado en el siglo anterior con la creación de parques naturales, progresivamente se amplía a nivel de biosfera, entendida como el ecosistema de toda la gran comunidad viviente mundial. De ahí nacerá la ecología política, con la proliferación de movimientos militantes ecologistas y el inicio del gran debate de las últimas décadas del siglo XX sobre los límites del crecimiento.

En un análisis del desarrollo de las distintas ecologías por separado, en los primeros años del siglo XX son raros los estudios de comunidades mixtas, salvo en los campos muy concretos de biocenosis acuáticas, prosiguiendo los trabajos especializados de botánicos y zoólogos.

Por lo que se refiere a la ecología botánica, se multiplican los trabajos de fitogeografía y se desarrolla el estudio de las asociaciones y comunidades vegetales como elementos principales del paisaje. Son asimismo importantes los progresos realizados en fisiología vegetal, con un mejor conocimiento de las dependencias de las plantas en elementos abióticos. Entre los muchos autores, cabría citar algunos nombres significativos: C. Schöter, que se interesa por las comunidades vegetales de los Alpes (1926); Boysen Jensen, autor de La producción de materia por las plantas (1932), reconocido como creador de la Escuela Danesa de Productividad Vegetal; J. Braun-Blanquet, que se ocupa de lo que él llama sociología de las plantas (1927); Arthur George Tansley y T. F. Chipp, preocupados por los estudios de metodología, atribuyéndose al primero la introducción del término ecosistema (1935), que llegaría a ser la noción clave de la ciencia ecológica; Frederic E. Clements, que escribió varios estudios de ecología vegetal. Clements puede ser considerado un "hombre-puente", ya que fue el autor de uno de los primeros tratados generales, Bio-ecología (1939), obra escrita en colaboración con V. E. Shelford, científico procedente del sector de la ecología animal.

En el campo de la ecología animal también se multiplican los estudios parciales sobre temas tan diversos como pueden ser el comportamiento de los animales, los problemas de población y alimentación y el análisis de las relaciones depredador-presa, etc. Entre algunos de los autores más destacados cabe citar: C. C. Adams, que escribió en 1913 una Guía para el estudio de la ecología animal; Richar Hess, interesado por la geografía ecológica de los animales (1937), o sea, su distribución sobre la Tierra según comunidades ecológicas características; R.N. Chapman, que publicó una Ecología Animal (1931), cuatro años después de la aparición de la que escribió Charles Elton, mientras este último orientaba sus investigaciones sobre el problema de la evolución de las especies animales desde una óptica de laboratorio; Orlando Park y W. C. Allee, especialistas ambos de la ecología de laboratorio, tanto a nivel animal como en experimentos de carácter más general; el ya citado V. E. Shelford, que había estudiado las comunidades animales de la América templada (1913) y, después de realizar numerosas experiencias de laboratorio, colaboró con Clements en las primeras formulaciones de la bioecología.

La multiplicación de estaciones investigadoras marítimas y lacustres contribuyó a que la ecología acuática continuara siendo la más avanzada en los estudios ambientales. Entre las estaciones marítimas se impusieron las estadounidenses Scripp (1903), en California, y Woods Hole (1930), en la costa atlántica. El laboratorio lacustre de Plön, en Alemania, fue uno de los más importantes centros de investigación ecológica europeos, corroborando el papel privilegiado de los lagos y ríos como laboratorios naturales para el estudio de unos ecosistemas de dimensiones reducidas y gran riqueza biológica. No es de extrañar, por consiguiente, que sea en la rama de limnología donde se realicen estudios de gran interés, como los de A. Thienemann, que investiga las relaciones entre el medio lacustre y su entorno fisiográfico, hasta llegar a los tratados generales de P. S. Welch (1935), posteriores a las conclusiones del I Congreso Internacional de Limnología de Kiel (1922), por las que se fijaba como objetivo de esa ciencia el estudio de todos los medios de agua dulce. En el campo de la oceanografía, la publicación de Los océanos, obra colectiva de Harold U. Sverdrup, M. W. Johnson y R. H. Fleming, editada en 1942, representó una síntesis de los conocimientos de la época sobre el medio marino.

Para el futuro desarrollo de la ecología de la población, las primeras décadas del siglo XX contaron con un matemático excepcional, el italiano Vito Volterra (1860-1940), uno de los creadores del análisis funcional, que perfeccionó estudiando las relaciones depredador-presa, tanto en los ambientes naturales como en la actividad humana (por ejemplo, en el caso de la pesca excesiva). R. Pearl publicó en 1930 un estudio titulado La biología del crecimiento de la población, trabajo casi simultáneo a las investigaciones de Gause sobre los "nichos ecológicos" y a las de Alee sobre las que él llamaba "agregaciones animales". Las experiencias de laboratorio de Thomas Park se sitúan, asimismo, dentro de los esfuerzos para comprender las dinámicas de población en la comunidad ecológica.

"Ecología", la nueva ciencia

La acumulación de estudios y experimentos, la búsqueda de un nuevo vocabulario y las sistematizaciones parciales sobre cuestiones particulares hicieron posible la publicación de las primeras ecologías generales durante la década de 1950. El trabajo de síntesis fue especialmente laborioso, debido a la enorme cantidad de neologismos forjados por los primeros ecólogos, que hicieron necesaria la publicación de un primer glosario de nomenclatura, obra de J. R. Carpenter, en 1938. También colaboró eficazmente al desarrollo de la ecología general el tratado de bioecología de Clements-Shelford, ya citado en otro artículo anterior.

Los dos grandes tratados de ecología general, traducidos a todas las lenguas modernas y que han contribuido de modo definitivo al reconocimiento de la ecología como ciencia individualizada, son Fundamentos de ecología, escrito por E. P. Odum en 1953, y Elementos de ecología, obra de G. L. Clarke, publicada en 1954. Por su brevedad y claridad, también es interesante la Ecología básica de R. y M. Buchsbaum, editada en 1957.

En la perspectiva de los ecólogos de la década de 1950 queda definitivamente establecido que la ecología es una ciencia diferenciada dentro de la biología. G. L. Clarke la definió de manera muy expresiva, diciendo "que viene a ser el estudio de la fisiología externa de los organismos, los cuales necesitan un continuo aporte de energía y de materia para poder conservar la vida, al mismo tiempo que deben eliminar sus propios residuos".

Existe, por consiguiente, una primera parte de la ecología general en la que se debe estudiar la influencia del medio sobre los organismos. Para mayor claridad, es preferible escoger los ejemplos a nivel de especies individuales, porque las influencias del medio en las comunidades naturales resultan mucho más complejas. Se estudian los dos grandes medios (el agua y el aire) y la tierra, comprendida como sustrato. Se analiza la energía solar y las reacciones que provoca en los organismos, en su doble modalidad de luz y calor. Esta parte de la ecología general queda más completa si incluye unos capítulos de paleontología y biogeografía, para explicar en una perspectiva espacial y temporal más amplia la incidencia del entorno sobre los organismos.

En una segunda parte, se analizan las relaciones intraespecíficas de los individuos de la misma especie que forman una determinada población, con todo el conjunto de sus leyes demográficas.

Finalmente, se consideran las relaciones interespecíficas que regulan el equilibrio dinámico de las comunidades naturales constituidas por la armoniosa integración de un conjunto de especies vegetales y animales en un lugar determinado. Además del estudio de las leyes que regulan la existencia de estas comunidades, se intenta descubrir y cuantificar la productividad del sistema, estableciendo el balance y teniendo en cuenta las cadenas alimenticias que lo constituyen.

Expresando en leguaje técnico el contenido de lo que se podría definir como un manual clásico de ecología general, podríamos reunir las dos primeras partes en un conjunto llamado autoecología, en la que se estudiarían las relaciones de una especie con su ambiente abiótico y entre los individuos que forman una población intraespecífica, mientras que la tercera parte sería el objeto de la sinecología, o sea, el estudio de las relaciones interespecíficas de las comunidades desde una perspectiva de productividad dinámica.

La sinecología se impone como la parte más importante de la ecología, porque la naturaleza es un conjunto incesantemente renovado de comunidades vivientes en equilibrio dinámico con su entorno físico. Tansley (1935) tuvo la intuición de atribuir a estas comunidades el papel central de la nueva ciencia, dándoles el nombre de ecosistemas, es decir, una unidad ecológica compuesta de organismos vivientes (una biocenosis) con su correspondiente medio inerte (un biótopo).

Casi cien años después de la primera definición de Ernst Haeckel, la ecología se redefinía como la ciencia que trata de las relaciones entre los seres vivos y su medio físico, así como las relaciones con todos los demás seres vivos de dicho medio. F. C. Evans (1956) insistió en el papel primordial de los ecosistemas y del interés en centrar su estudio desde una perspectiva energética.

Dentro de la ciencia ecológica, el hombre ocupa un lugar destacado de entre los seres vivos que pueblan la Tierra. Es lógico que la metodología de esta nueva ciencia, que se iba perfeccionando a medida que avanzaba el siglo XX, se mostrase adaptada al estudio de los humanos, a grupos formando poblaciones. No hay que olvidar que la demografía se inició precisamente como ciencia del hombre, ampliándose sólo más tarde al conjunto de las otras poblaciones. Por otro lado, la ecología humana podía aprovechar la información acumulada en los trabajos de geógrafo, etnólogos y sociólogos, que investigaban con rigurosa metodología las comunidades humanas rurales y urbanas.

La ecología urbana interesó de modo particular a los investigadores estadounidenses, que pronto empezaron a publicar valiosos trabajos como La Ciudad (1925), obra colectiva de R. E. Park, E.W. Burgess y R. D. McKenzie. Este último publicó, años más tarde, La comunidad metropolitana (1933), mientras Park reunía una importante documentación que se editaría a principios de la década de 1950 con el título de Comunidades humanas: la ciudad y la ecología humana (1952), obra contemporánea a las Ecologías humanas de A. H. Hawley y J. A. Quinn (ambas publicadas en 1950) y algo anterior a la famosa Ecología del hombre (1957), de P. B. Sears.

El estudio de las pequeñas comunidades primitivas, a pesar de constituir excelentes objetivos de investigación, ya que pueden ser considerados "ecosistemas humanos casi naturales", tuvo un desarrollo menos espectacular que el de la ecología urbana, aunque abundaron las monografías desde principios del siglo XX. La influencia de la antropología en esta especialidad de la ecología humana es considerable, debido al desarrollo simultáneo, en el seno de aquella ciencia, de la llamada antropología ecológica. Entre los autores estudiosos de grupos humanos concretos, podemos recordar a M. D. Sahlins, que viajó a Oceanía para conocer la estructura social de los polinesios (1958), R. F. Spencer, que convivió con los esquimales del norte de Alaska (1959), y J. H. Steward, que elaboró, después de sus estudios sobre los indios shoshones, una interesante Teoría del cambio cultural (1955), muy en la línea del nuevo pensamiento que se iba desarrollando dentro de la antropología y de la geografía culturales.

La revolución del medio ambiente 1° parte

El deseo de salvaguardar los múltiples espacios naturales y especies salvajes en peligro de desaparición, estimuló la creación de las principales organizaciones para proteger la naturaleza que se fundaron durante la primera mitad del siglo XX. Entre ellas destaca el National Trust británico, organizado al estilo de una fundación, que ha logrado salvar infinidad de parajes naturales del Reino Unido. Paul Sarazin convocó, como presidente de la Liga Suiza para la Protección de la Naturaleza, una primera Conferencia Internacional sobre tal asunto, que se celebró en Berna (1913) y que cristalizaría años más tarde en la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y de sus Recursos (UICN), organización independiente que agrupa a centenares de otras organizaciones públicas y privadas, al mismo tiempo que convoca sus famosas conferencias internacionales.

El impacto de la tecnología sobre la Tierra no es sólo una preocupación para los "ecólogos ambientalistas", sino que prepara el futuro desarrollo de la ecología política. Podemos citar el ejemplo de Fairfield Osborn como ilustración de la evolución de una mentalidad simplemente ambientalista hacia unas posiciones más comprometidas y militantes, a medida que aumenta el convencimiento de que la mal llamada civilización industrial es la responsable máxima del deterioro del medio ambiente. Osborn publicó en 1948 Nuestro planeta saqueado, auténtica obra pionera de la ecología política, estudiando las consecuencias catastróficas hacia las que necesariamente debía llevar la malversación de los recursos naturales. En 1956 se publicó El papel del hombre en el cambio de la faz de la Tierra, interesante trabajo de W. L.Tomas, referente al impacto cada vez mayor del hombre sobre la naturaleza.

Durante largos años, los estudiosos preocupados por el constante aumento del nivel de contaminación como consecuencia del desarrollo industrial sólo encontraban comprensión entre los grupos más sensibles al equilibrio armonioso de la naturaleza. La tónica general era la de un optimismo desmesurado en favor del "desarrollo", entendido básicamente como un constante crecimiento económico de todas las naciones. Esta filosofía se plasmó de modo evidente al iniciarse la década de 1960, con la proclamación por parte de la ONU del llamado "decenio del desarrollo", durante el cual se multiplicaron las iniciativas, presionadas las más de las veces por los países del Tercer Mundo, que no querían continuar siendo naciones parias en un mundo cada vez más rico.

Sin embargo, lo que difícilmente era escuchado en boca de los científicos más responsables, se impuso a la opinión internacional debido a cierto número de catástrofes "ecológicas" que acapararon la atención mundial. La primera fue la del naufragio del superpetrolero Torrey Canyon, al chocar a toda máquina contra los arrecifes de Seven Stones, en el archipiélago de las Scilly, situado al SO. de Cornualles, el 18 de marzo de 1967. En pocos días se formó una inmensa "marea negra" con las 107.000 toneladas derramadas de los tanques, que manchó costas y playas de Cornualles, isla de Guernsey y litoral francés de la Bretaña, principalmente en la comarca de Tréguier. Los esfuerzos realizados para atajar el desastre, a menudo improvisados sobre la marcha, se demostraron todavía más perniciosos que la propia marea negra, sobre todo el vertido de más de 15.000 toneladas de detergente para disolver la mancha de hidrocarburo, con peores efectos que el petróleo sobre la flora y fauna de la zona. A principios de 1969, otra importante marea negra amenazó las costas californianas, contaminando una extensa zona del canal de Santa Bárbara, al producirse un accidente, el 28 de enero, en una de las plataformas offshore que trabajaban frente a las playas norteamericanas. Nuevamente se conmocionó la opinión mundial, y de modo muy especial, la americana. Sin embargo, el pozo responsable del desastre entraba nuevamente en servicio en junio del mismo año. Desgraciadamente, las mareas negras se fueron repitiendo, provocando una sensación de impotencia en la opinión pública, que adivinaba que la contaminación deviene un auténtico peligro a escala mundial, confirmando las predicciones de los científicos más clarividentes. Desde el accidente del Torrey Canyon hasta finales de 1974 se habían contabilizado alrededor de quinientos casos de pérdidas de petróleo; durante el último trimestre de 1974 se registraron mareas negras en la bahía de Banty (Irlanda), en Normandía, provocada por el choque de dos petroleros, e incluso en el puerto de Marsella, debido a la falsa maniobra de otro petrolero.

Otras noticias de contaminación industrial alertaron nuevamente a la población mundial, cada vez más consciente de los graves riesgos a que se exponen los hombres, a menudo sin sospecharlos siquiera. La larga historia de la llamada "enfermedad de Minamata", considerada como una epidemia sin identificar cuando fu detectada por primera vez, en 1953, entre los pescadores de la aldea de Minamata, en la isla de Kyushu (Japón), fue un ejemplo esclarecedor. Para el equipo médico responsable del hospital de Kunamoto, del que depende Minamata, pronto fue diagnosticada la causa de la enfermedad como un envenenamiento del sistema nervioso central causado por mercurio orgánico, comprobándose la presencia de dicho metal en las cloacas de la fábrica química de la sociedad Chisso, instalada cerca de la aldea. La dirección de la Chisso negó que utilizara mercurio orgánico en sus procesos de fabricación; las autoridades gubernativas aceptaron todo tipo de sobornos para dificultar las investigaciones, a pesar de que la enfermedad continuaba atacando a los pescadores. Sólo a finales de 1965 (doce años después de los primeros casos) se toman medidas concretas, siendo necesarios otros tres para que la empresa reconozca utilizar mercurio orgánico en secreto, para no revelar el proceso de fabricación de sus productos. Para la población europea, la contaminación del Rhin por endosulfán, en 1969, que provocó el envenenamiento de millones de peces y el cese del suministro de agua potable en muchas ciudades ribereñas, principalmente de Holanda, fue otra seria advertencia sobre la fragilidad de la "sociedad de la opulencia" basada en volver artificial el entorno.

Como consecuencia del progresivo desencanto de grandes sectores de la población de los países industrializados frente al "desarrollismo" como panacea universal a los problemas de la humanidad, la voz autorizada de aquellos biólogos, zoólogos, agrónomos y demás científicos que predicaban un mayor respeto a los grandes principios ecológicos fue cada día más escuchada, sobre todo al adoptar muchos de ellos una línea más comprometida, insistiendo en aquellos aspectos de la ecología aplicada que tenían mayor incidencia en la problemática actual, tales como la superpoblación, el agotamiento de los recursos naturales, la contaminación y la destrucción de los ecosistemas vírgenes.

Una obra significativa de este periodo fue Primavera silenciosa (1962) de la bióloga y escritora estadounidense Rachel Carson. Utilizando un estilo cercano a la ciencia-ficción, analizó cuales serían las consecuencias de la utilización de los pesticidas según las recomendaciones del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, concluyendo que se lograría la desaparición total de los pájaros y un profundo desequilibrio de la naturaleza. El libro provocó la reacción de muchos científicos, que lo calificaron de fantasioso. Otros apoyaron a la autora y, al amparo de un extraordinario éxito editorial, lograron que el Departamento de Agricultura revisara su política pesticida y que el DDT fuera prohibido por la legislación estadounidense.

Barry Commoner, prestigioso profesor de Bioquímica de la Universidad Washington de San Luis, preocupado ante la opción nuclear cada vez más difundida entre los países industriales como nueva fuente de energía, llegó a ser uno de los dirigentes del naciente movimiento antinuclear y puso su talento, como teórico del ecologismo, en la obra Ciencia y supervivencia (1967). Otro biólogo, Paul R. Ehrlich, logró gran popularidad con la publicación de La bomba de la población (1968), obra en la que se analizaban los graves problemas que provoca la actual explosión demográfica. Pasando también a la acción, animó, junto con su mujer Anne, el movimiento Crecimiento Demográfico Cero (Zero Population Growth: ZPG), destinado a la vulgarización de las técnicas del control de nacimientos y a la promoción de la esterilización. Paul R. y Anne H. Ehrlich publicaron Población, recursos, medio ambiente (1970), obra de ecología humana llena de sugerentes enfoques al insistir sobre los límites de la Tierra y las amenazas ambientales que acechan al hombre y ponen en peligro los ecosistemas. Asimismo, en 1970, Max Nicholson editó La revolución del medio ambiente, justificando la elección de ese título porque la defensa del entorno sólo era posible con un cambio de civilización.

Como fruto conjugado del trabajo militante de algunos científicos y de los grupos de información y presión sobre la temática ecológica se fueron creando, durante la década de 1960, numerosas organizaciones en favor del medio ambiente que dieron origen al ecologismo, entendido como una aptitud militante en pro de la salvaguarda del entorno, continuamente agredido como consecuencia del actual sistema de civilización industrial, excesivamente orientado hacia el crecimiento económico a corto plazo.

La utilización del término "ecologismo" para definir esta corriente de pensamiento y de acción militante parece especialmente indicada, ya que su objetivo principal consiste precisamente en sensibilizar a la opinión pública acerca de las leyes fundamentales de la ecología que condicionan la propia supervivencia de la humanidad. Por otro lado, la inmensa mayoría de las acciones llevadas a cabo por los ecologistas tienen como justificación la defensa del entorno amenazado por un proyecto técnico o especulativo concreto (centrales nucleares, urbanizaciones, industrias contaminantes, transportes peligrosos, etc.).

Dentro del ecologismo existen, como es lógico, grupos de muy variada ideología política. Sin embargo, es denominador común de las principales corrientes el convencimiento de que la actual tecnología provoca transformaciones que son sensibles a escala planetaria, por lo que deben extremarse las precauciones para no provocar desequilibrios que comprometan la frágil zona en que es posible la vida, la llamada biosfera, si no en su totalidad, sí, como mínimo, en aspectos que pueden ser fundamentales para la supervivencia del hombre sobre la Tierra.

En Estados Unidos, los movimientos ecologistas se han demostrado especialmente eficaces, debido a la vigencia de la Freedom Information Act, que autoriza a todos los ciudadanos al libre acceso a toda la información disponible acerca de cualquier proyecto, salvo los considerados secretos de Estado. Como es lógico, los ecologistas se han organizado en grupos debidamente asesorados capaces de entablar acciones judiciales contra los proyectos que suponen infracciones legales, al mismo tiempo que desarrollan una eficiente táctica de acercamiento hacia sus representantes, con el fin de que se mejore dicha legislación. La National Environmental Policy Act de 1970 puede ser un ejemplo significativo de la progresiva influencia de los ecologistas en el Congreso de Estados Unidos, sobre todo si se considera que dicha ley fue seguida de otras relativas a la pureza del aire, los residuos sólidos, los logros obtenidos mediante esa metodología no invalidan en modo alguno la eficacia de las acciones directas en forma de manifestaciones, ocupaciones u otras iniciativas tendentes a la paralización de cualquier proyecto considerado como antiecológico. Entre los nombres más significativos de la primera tendencia podemos citar a Ralph Nader, famoso al lograr con su estudio Peligroso a cualquier velocidad (1966) que la Administración estadounidense obligara a la General Motors a cierto número de transformaciones técnicas en su modelo de coche Corvair, considerado por Nader excesivamente inseguro. Gracias al éxito de ese proceso, Ralph Nader colaboró al incremento de las uniones de consumidores, dentro de las que militaban numerosos ecologistas. Por lo que se refiere a la segunda tendencia, no debe olvidarse que la década de 1960 vio nacer numerosos grupos contestatarios no sólo de carácter ecologista, sino también preocupados por la guerra del Vietnam, defensa de los derechos civiles y otros muchos puntos conflictivos de la sociedad estadounidense.

A pesar de alguna acción más o menos espectacular, la mayor parte de dichas acciones de protesta son debidas a la iniciativa de pequeños grupos descentralizados. Sin embargo, en 1969 se creó la asociación Los Amigos de la Tierra (Friends of the Earth: FOE), que puede ser considerada como un ensayo de síntesis entre las dos tendencias y que, federada con otros "Amigos de la Tierra" aparecidos en muchos otros países, representa una de las principales organizaciones del movimiento ecologista mundial.

El ecologismo mundial ha multiplicado sus iniciativas a partir de la década de 1970, a medida que los distintos gobiernos fueron tomando opciones nucleares con el fin de solucionar la crisis energética. Normalmente, las primeras centrales eléctricas que utilizaron la energía nuclear durante la década de 1950 habían abierto grandes esperanzas cara al futuro. Sin embargo, pronto se descubrió que la opción nuclear hipotecaba gravemente a la humanidad, principalmente por la gran duración de la radioactividad, tanto en los residuos producidos en los reactores como en los mismos reactores, una vez acabados los años de funcionamiento de la central. Por otro lado, como los procesos elegidos multiplicaban enormemente las cantidades de plutonio esparcidas por el mundo, parecía cada día más probable la posibilidad de su utilización para la fabricación de nuevas armas atómicas por un mayor número de gobiernos e incluso de grupos incontrolados.

Las campañas antinucleares han ampliado la audiencia de los ecologistas de modo muy considerable en todos aquellos países con programa energético nuclear. El debate nuclear ha servido asimismo para replantear el modelo de civilización al que se aspira, a partir de un tema tan concreto como puede ser el de la energía. Dos autores británicos -E.F. Schumacher, autor de Lo pequeño es hermoso (1973), y David Dickson, que publicó, en el mismo año, Tecnología alternativa y políticas del cambio tecnológico- han tratado esa problemática de modo especialmente original, porque propugnan auténticas alternativas a la sociedad industrial de los grandes monopolio, a partir de modelos descentralizados.

Debate sobre el crecimiento cero

Precisamente porque el progreso de la humanidad se concibió, a partir de la revolución industrial, en términos de crecimiento económico, es lógico que el debate sobre sus consecuencias se exprese en los mismos términos.

Ya en el siglo XVIII, Malthus se opuso al optimismo no sólo de los economistas liberales, como Adam Smith, sino incluso de los utopistas al estilo de Godwin. Más tarde, los precursores de la ecología y padres del evolucionismo, Charles Darwin y Alfred R. Wallace, insistieron también en los problemas de la superpoblación y la consiguiente penuria de alimentos para las especies excesivamente prolíficas.

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La problemática de la alimentación y el progresivo agotamiento de los recursos naturales, cobró una nueva dimensión a finales del siglo XX.

A finales del siglo XX el debate cobró una nueva dimensión porque, como consecuencia del desarrollo industrial, la problemática de la alimentación se ha transformado en la del progresivo agotamiento de los recursos naturales. Los economistas con sensibilidad ecológica han sido los primeros en percatarse de que el crecimiento económico indiscriminado comporta necesariamente la reducción de los recursos no renovables. Kenneth E. Boulding utilizó en 1966 la gráfica expresión de que la Tierra es como una "nave espacial" con unos recursos limitados que deben ser utilizados de modo racional y moderado para asegurar la supervivencia de la humanidad. A partir del convencimiento de que vivimos en un mundo finito, a la filosofía económica basada en el crecimiento exponencial (al estilo de la escuela estadounidense del Instituto Hudson) va oponiéndose otra que no sólo preconiza un crecimiento demográfico cero, sino también un crecimiento económico.

En 1972, el debate sobre el "crecimiento cero" tuvo especial resonancia, debido a la publicación de dos obras significativas: el informe del Club de Roma, denominado Los límites al crecimiento y la carta Mansholt, edición de la que Sicco Leendert Mansholt envió, con fecha 9 de febrero, al presidente de la Comunidad Económica Europea, Franco María Malfatti.

Los límites al crecimiento recoge el primer volumen de los trabajos realizados en el System Dynamics Laboratory del Instituto de Tecnología de Massachusetts (Massachusetts Institute of Technolgy: MIT), bajo la dirección de Dennis L. Meadows, por encargo del Club de Roma, presidido por Aurelio Peccei. El trabajo se basa en la teoría de la dinámica de los sistemas de Jay W. Forrester, que preconiza, incluso para mejor comprender y prever las estructuras sociales, la elaboración de adecuados modelos capaces de ser tratados por computadoras. Después de varios trabajos preparatorios sobre dinámicas industrial (1961) y urbana (1969), Forrester publicó el modelo World-2 en su obra Dinámica mundial (1971). El modelo World-2 trataba de definir y prever la realidad mundial basándose en un sistema de 45 ecuaciones básicas relacionando seis sectores fundamentales: población, inversión de capital, espacio geográfico, recursos naturales, contaminación y producción de alimentos.

Siguiendo la misma metodología de Forrester, el equipo de Dennis L. Meadows preparó un nuevo modelo, World-3, con 77 ecuaciones básicas que relacionan cinco variables fundamentales: población, producción agrícola, recursos naturales, producción industrial y contaminación. World-3 demostraba que la actual tendencia del mundo llevaba inevitablemente a un colapso que debería producirse antes de un siglo, provocado principalmente por el agotamiento de los recursos naturales. Para remediarlo, proponía siete medidas correctoras a iniciar desde el año 1975, basadas fundamentalmente en la reducción de la producción industrial, la reorientación de las actividades humanas hacia los servicios educativos y sanitarios, la mejora en la producción de alimentos básicos y el fomento de una política de reciclado de los residuos.

La Carta Mansholt es el primer comentario autorizado del informe del Club de Roma. Además de las variables analizadas por el MIT, Mansholt incluye nuevos sectores "políticos", tales como la democratización de la sociedad, las relaciones entre los países más o menos desarrollados económicamente, la igualdad de oportunidades y el sentido humano del trabajo. Las estrategias preconizadas por Mansholt corresponden a las propuestas por el equipo de Meadows, aunque incluyen acciones políticas que los investigadores del MIT eludieron deliberadamente, como, por ejemplo, instaurar una reforma aduanera en favor de los productos no contaminantes y reciclables y la necesidad de un Parlamento supranacional con plenos poderes (como mínimo, a escala europea). Mansholt insiste también en la necesidad de sustituir el culto al producto nacional bruto, como máximo exponente del desarrollo, por lo que él llama la "felicidad nacional bruta", siguiendo ideas que ya fueron anteriormente expuestas por economistas como Paul A. Samuelson y Jan Tinbergen.

El primer informe del Club de Roma provocó numerosas críticas, entre las que destaca la del equipo interdisciplinario de la Universidad de Sussex, constituido por H. S. D. Cole, C. Freeman, M. Jahora y K. L. R. Pavitt, que discutió la validez del modelo World-3, precisamente debido al criterio de selección de las variables escogidas. También reconocían que en el informe del MIT adivinaban una intencionalidad política, a pesar de las declaraciones de sus autores, que convertía dicho estudio en un instrumento al servicio de los poderosos, preocupados por la progresiva congestión de las infraestructuras por la generalización del consumo a niveles masificados.

Otra crítica que reconoció el propio Mansholt en su Carta ya citada, era la de no considerar suficientemente las disparidades regionales existentes en el mundo. Sin embargo, no hay que olvidar que el estudio Los límites al crecimiento era el primero de los que confió el Club de Roma a distintos equipos de expertos internacionales. En 1974, Mihahjlo Mesarovic y Eduard Pestel publicaron La humanidad en la encrucijada, nuevo informe que intenta analizar de modo más específico las diferencias de zona, dividiendo el mundo en diez regiones, según criterios políticos, económicos y culturales. Desgraciadamente, el trabajo no parece poseer el rigor científico que el tema requería.

A pesar de sus indudables lagunas, los informes del Club de Roma han aportado nuevos datos incuestionables sobre el progresivo deterioro ecológico, contribuyendo a acrecentar el interés por el uso de la informática en la investigación de los sistemas sociales. Por otro lado, el debate sobre el crecimiento cero está mejor centrado al plantearse de modo indiscutible el carácter finito de nuestro planeta, independientemente de la injusta distribución de recursos que pueda sufrir la humanidad.

Las iniciativas ecológicas de las Naciones Unidas

Desde su creación, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas han vivido la contradicción de ser la gran plataforma en donde se debaten los graves problemas que tiene planteada la humanidad, al mismo tiempo que se muestra como un instrumento terriblemente ineficaz, debido a los intereses contradictorios de los distintos gobiernos, principalmente las grandes potencias.

Incluso con esas limitaciones, las Naciones Unidas han sido el punto de cita obligado de la mayor parte de los científicos y políticos mundiales interesados por los problemas ambientales, por lo que no es de extrañar que los temas ecológicos hayan sido tratados en profundidad, sobre todo cuando han sido causa de una conferencia o programa a nivel mundial. Por ese motivo, incluso cuando los distintos gobiernos han descuidado el aplicar las recomendaciones de la ONU en sus programas políticos, la obra de sensibilización de la opinión mundial ha sido siempre importante y, a la larga, sus beneficiosas consecuencias se han hecho sentir en muchos de los Estados miembros.

Desde los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los temas ecológicos tuvieron especial resonancia en las Naciones Unidas, gracias sobre todo a la UNESCO y a las actividades de los organismos medioambientalistas que lograron el estatuto de consultores de dicha Organización. La anteriormente citada Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y de sus Recursos (UICN) es, sin lugar a dudas, el ejemplo más significativo de esa etapa, ya que recogió la tradición de las ligas proteccionistas creadas desde principios del siglo XX, al mismo tiempo que, con el apoyo de la UNESCO, y de las Naciones Unidas, podía iniciar sus famosas Conferencias Técnicas Internacionales para la Protección de la Naturaleza (la primera de las cuales se celebró en una de las primeras sedes de las Naciones Unidas a pocos kilómetros de Nueva York, en Lake Success, en 1949). En sus sucesivas ediciones se han tratado muy variados temas ecológicos, tales como el paisaje rural, la flora y la fauna de los países densamente poblados, la problemática de los fuegos agrícolas, el impacto de las centrales hidroeléctricas, los insecticidas y herbicidas, la ecología del hombre en el medio tropical, la erosión y la civilización, etc. Especialmente importante fue el Simposio celebrado en Arusha (Tangañika), en 1961, referente a la conservación de los parques naturales en los nuevos países independientes del continente africano, cuyas conclusiones fueron incluidas en el programa político formulado por los líderes de las naciones de África negra fundadores de la Organización de la Unidad Africana (OUA).

La lucha contra el cada día más preocupante problema de la contaminación de la atmósfera y de las aguas han dado pie a continuadas iniciativas por parte de las Naciones Unidas. Así, por ejemplo, la Organización Marítima Consultiva Intergubernamental (OMCI), fundada en 1948 para facilitar el intercambio de documentación técnica sobre el transporte marítimo, se vio obligada a crear un Comité para la Protección del Entorno Marino, ante el continuado vertido de productos petrolíferos y demás contaminantes en las aguas oceánicas. Por su parte, en el orden del día de las distintas conferencias internacionales sobre derecho marítimo se constata una progresiva incidencia de la temática ecológica, no sólo en lo que se refiere al citado problema de la contaminación de las aguas, sino también al tratar sobre la explotación y conservación de las riquezas marítimas. La controversia acerca de las 200 millas de soberanía marítima en las zonas pesqueras, reafirmada principalmente por los países latinoamericanos de la costa del Pacífico, fue un claro ejemplo de esa nueva situación, sin precedentes en el pasado.

Sin embargo, el primer gran debate ecológico a nivel internacional fue la Conferencia Internacional sobre la Utilización Racional y la Conservación de los Recursos de la Biosfera, celebrada en París durante el mes de septiembre de 1968, organizada por la UNESCO, en colaboración con las Naciones Unidas, la FAO, la OMS, el Programa Biológico Internacional del Consejo Internacional de Uniones Científicas y la UICN, con una participación de 240 delegados procedentes de 63 países y de 90 representantes de organizaciones internacionales. La llamada Conferencia de la Biosfera popularizó la imagen de Boulding, de la Tierra concebida como una nave espacial de 3.500 millones de pasajeros, con recursos limitados que deben ser racionalmente utilizados si queremos asegurar la supervivencia de la humanidad. Imagen auténticamente revolucionaria en un contexto "desarrollista", únicamente preocupado por conseguir un incesante crecimiento del PNB, considerado como supremo índice indicativo del progreso de los pueblos, ignorando el grave problema del paulatino agotamiento de los recursos naturales y aceptando como un mal menor necesario las consecuencias contaminantes del desarrollo industrial.

Uno de los frutos más interesantes de la Conferencia de la Biosfera que se inició en 1971, fue la propuesta de organizar un amplio programa ecológico interdisciplinar, aprobado por la Conferencia General de la UNESCO en noviembre de 1970 bajo el título de Hombre y Biosfera, conocido como Programa MAB, debido a las siglas así formadas a partir del título en inglés, Man and Biosphere. Este programa incluye cuatro fases de estudio y trece proyectos científicos. Las fases de estudio son las siguientes: análisis de los sistemas ecológicos, influencia del hombre sobre el medio ambiente y del medio ambiente sobre el hombre, nivel de integración en el espacio, previsión de las acciones a emprender. Por otro lado, los trece proyectos científicos incluyen el estudio de los principales ecosistemas mundiales (selvas, pastos, desiertos, lagos, etc.), la conservación de zonas naturales y recursos genéticos, la investigación sobre las consecuencias de la utilización de pesticidas y abonos, la incidencia de las obras públicas en el entorno, los aspectos ecológicos de la utilización de la energía, las consecuencias de la evolución demográfica y genética, y la percepción de la calidad del entorno.

La Conferencia sobre el Medio Humano de Estocolmo

Al mismo tiempo que se preparaba en París la Conferencia de la Biosfera patrocinada por la UNESCO, el embajador ante las Naciones Unidas, Sverker C. Astrom, lograba interesar a dicho Organismo para que el tema de la protección del medio ambiente fuera incluido en la agenda de la XXIII Asamblea General, que debía reunirse en otoño de 1968. Una vez debatido el tema, la Asamblea General decidió unánimemente, por medio de la resolución 2398/XXIII, que el secretario general de la ONU recogiera el máximo de datos disponibles y propusiera un plan concreto de medidas de protección del entorno. U Thant entregó su informe, El hombre y su medio ambiente, el 26 de mayo de 1969; la Asamblea General decidió que la UNESCO organizara simposios regionales durante los dos siguientes años, a los que seguiría una conferencia mundial sobre el tema de la protección ambiental.

Durante las sesiones del Comité preparatorio de la Conferencia, integrado por expertos de 27 países, se puso una vez más de manifiesto el enfrentamiento que oponía entre sí a los distintos Estados, según su mayor o menor nivel de industrialización. Para los países subdesarrollados, la preocupación medioambiental nacida en los países ricos escondía una nueva táctica de los poderosos para asegurarse el disfrute de los recursos naturales, alegando los peligros de la contaminación y del agotamiento de las materias primas si la industrialización se ampliaba al nivel que aspiraban todos los países menos favorecidos.

Como consecuencia de esta disparidad de criterios, la posición de los grupos ecologistas promotores de la Conferencia quedaba debilitada, ya que el hecho de pertenecer al bloque de los países industrializados disminuía su credibilidad frente a los representantes de los países subdesarrollados. Sin embargo, el Comité preparatorio logró sacar adelante un texto conciliador, el llamado Informe Founex, redactado después de una reunión celebrada en la localidad suiza de dicho nombre, del 4 al 12 de junio de 1971.

Desde otra óptica, puramente política, los países socialistas del Este de Europa condicionaban su asistencia a la Conferencia a la participación oficial y con plenos derechos de la República Democrática Alemana. Al no llegarse a un acuerdo, la representación de los países socialistas europeos quedó reducida a Rumania y Yugoslavia, con la significativa ausencia de la Unión Soviética y los restantes miembros del Pacto de Varsovia. La República Popular China, en cambio, decidió participar activamente en la Conferencia, en una de sus primeras intervenciones a nivel internacional después de su reciente admisión como miembro de Naciones Unidas, en octubre de 1971.

A pesar de todos estos inconvenientes, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano se celebró en Estocolmo, del 5 al 156 de junio de 1972, bajo la presidencia del ministro de Agricultura sueco, Ingemund Bengtsson, y con la participación de 1.200 delegados que representaban a 110 países. La secretaría general de la Conferencia estuvo a cargo del antiguo director general de la Agencia Canadiense para el desarrollo Internacional, Maurice Strong, uno de los principales promotores del encuentro.

Los debates de la Conferencia de Estocolmo fueron precedidos por la publicación de un informe oficioso elaborado por más de un centenar de científicos de todo el mundo, y de cuya redacción final se responsabilizaron René Dubos y Barbara Ward. Denominado Una sola Tierra: El cuidado y conservación de un pequeño planeta, se publicó en diez lenguas y fue puesto a disposición de todos los delegados, por iniciativa de la secretaría general de la Conferencia.

Las deliberaciones de la Conferencia se desarrollaron en tres comités: 1) sobre las necesidades sociales y culturales de planificar la protección ambiental; 2) sobre los recursos naturales; 3) sobre los medios a emplear internacionalmente para luchar contra la contaminación. La Conferencia aprobó una Declaración final de 26 principios y 103 recomendaciones, con una proclamación inicial de lo que podría llamarse una visión ecológica del mundo, sintetizada en siete grandes principios.

El mayor logro de la Conferencia fue que todos los participantes aceptaran una visión ecológica del mundo, en la que se reconocía, entro otras cosas, que "… el hombre es a la vez obra y artífice del medio que lo rodea…, con una acción sobre el mismo que se ha acrecentado gracias a la rápida aceleración de la ciencia y de la tecnología…, hasta el punto que los dos aspectos del medio humano, el natural y el artificial, son esenciales para su bienestar". Fijándose de manera más concreta en las consecuencias sobre amplias zonas del mundo de las actividades de los países industrializados, se constata que "…vemos multiplicarse las pruebas del daño causado por el hombre en muchas regiones de la Tierra: niveles peligrosos de contaminación del agua, el aire, la tierra y los seres vivos; grandes trastornos del equilibrio ecológico de la biosfera; destrucción y agotamiento de recursos insustituibles y graves deficiencias, nocivas para la salud física, mental y social del hombre, en el medio por él creado, especialmente en aquel en que vive y trabaja". A pesar de los criterios opuestos en materia de control de la población, todos los participantes a la Conferencia suscribieron que "…el crecimiento natural de la población plantea continuadamente problemas relativos a la preservación del medio, y se deben adoptar normas y medidas apropiadas, según proceda, para hacer frente a esos problemas". El reconocimiento del carácter mundial de la problemática ecológica supuso que, además de las acciones a nivel individual y nacional, se insistiera asimismo en la necesidad "…de una amplia colaboración entre las naciones y la adopción de medidas por las organizaciones internacionales, en interés de todos".

Entre las recomendaciones estrictamente ecológicas cabe destacar las siguientes: preservación de muestras representativas de los ecosistemas naturales en los denominados "bancos genéticos"; protección de especies en peligro, especialmente los grandes cetáceos oceánicos; mantenimiento y mejora de la capacidad de la Tierra para producir recursos vitales renovables; planificación de los asentamientos humanos, aplicando principios urbanísticos que respeten el entorno; evitar la contaminación a todos los niveles, estableciendo las listas de los contaminantes más peligrosos, así como la de aquellos cuya influencia puede ser más irreversible a largo plazo; creación de un Programa mundial sobre el Medio Ambiente, patrocinado por las Naciones Unidas y destinado a asegurar, al nivel internacional, la protección del entorno.

En otros capítulos, las recomendaciones de la Conferencia tradujeron fielmente la disparidad de criterios existente entre los delegados. Así, por ejemplo, la Declaración final incluyó gran número de reivindicaciones de los países económicamente subdesarrollados acerca de la segregación racial, la opresión colonial, la necesaria estabilidad de los precios de las materias primas, el derecho soberano a la explotación de los recursos naturales, la importancia del desarrollo acelerado y las necesarias transferencias financieras y de tecnología para solucionar los problemas ambientales nacidos del propio subdesarrollo.

A pesar de todas sus limitaciones, la Declaración de Estocolmo, como fue conocido periodísticamente el texto elaborado por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, constituye un importante documento de referencia obligada por todos aquellos que se interesan acerca de la problemática de la ecología humana. Partiendo de un criterio puramente ecológico, es posible que los textos preparatorios tuvieran mayor rigor científico y que la Declaración final incluyera cierto número de contrasentidos, al preconizar simultáneamente medidas de reducción de la contaminación ambiental y el desarrollo acelerado del proceso industrial en los países del Tercer Mundo, a pesar de ser la civilización industrial, precisamente, el gran causante de la contaminación y del agotamiento de los recursos naturales. La constatación de estos contrasentidos no invalida, sin embargo, la tesis defendida por los representantes de los países económicamente más pobres, de que la peor de las contaminaciones es la pobreza y que la protección ambiental exige hacer partícipes a todos los miembros de la familia humana del que se empezaba a denominar "principio de la calidad de vida".

Las inevitables contradicciones existentes en el seno de la Conferencia de Estocolmo dieron mayor interés a las distintas reuniones ecologistas que se celebraron en Suecia aprovechando la convocatoria de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano y que intentaron ofrecer auténticas alternativas al callejón sin salida en donde se debatían los representantes del ecologismo oficial. Durante los mismos días de la Conferencia, y en la propia ciudad de Estocolmo, el biólogo estadounidense Barry Commoner convocó un foro sobre el entorno, durante el cual se expusieron sugestivas alternativas a la sociedad industrial, preconizando una civilización ecológica respetuosa de los ritmos de la naturaleza y utilizando tecnologías suaves. Otra conferencia alternativa fue la de la Asociación Dai-Dong, celebrada a pocos kilómetros de Estocolmo, y en la que se buscó la definición filosófica del ecologismo, así como su traducción concreta en géneros de vida.

El programa de Naciones Unidas para el medio ambiente

Al reunirse nuevamente la Asamblea General de las Naciones Unidas, antes de finalizar el año 1972, prosiguió el debate sobre la problemática del medio ambiente, a la luz de las conclusiones adoptadas por la Conferencia de Estocolmo. Consecuente con la Declaración final de la Conferencia, la Asamblea General adoptó el 15 de diciembre la resolución 2997/XXIV, por la que se aprobaba la creación de un programa internacional para la salvaguarda del entorno, con un Consejo director formado por 58 Estados, entre los cuales se incluyeron la dos Alemanias (a pesar de no ser miembros miembros de la ONU), con lo que se subsanó el error que provocó la ausencia de la Unión Soviética y los restantes países del Pacto de Varsovia de la Conferencia de Estocolmo.

El nuevo organismo se denominó oficialmente Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y fue elegido por unanimidad como su primer director ejecutivo el canadiense Maurice Strong, que había desempeñado el cargo de secretario general de la Conferencia de Estocolmo. También se decidió que la sede del PNUMA fuera la ciudad de Nairobi (Kenya), para favorecer una mayor participación de los países económicamente subdesarrollados en la problemática del entorno. Las nuevas oficinas del PNUMA fueron inauguradas oficialmente por el presidente Kenyatta el 2 de octubre de 1973.

Con un presupuesto para los cinco primeros años que sobrepasa escasamente los cien millones de dólares estadounidenses, el PNUMA sólo puede colaborar modestamente a la resolución de los graves problemas ecológicos que tiene planteados el mundo. La labor más inmediata que se propone es la coordinación de todos los esfuerzos e iniciativas en favor del medio ambiente que surgen en los distintos organismos de las propias Naciones Unidas. También ha seleccionado ocho sectores económicos, especialmente importantes en la lucha ecológica contemporánea, y a los que piensa dedicar especial atención: el petróleo, los vehículos de motor, el hierro y el acero, el tratamiento de las sustancias minerales, los productos químicos y farmacéuticos, la pasta de papel y el papel, las industrias agrícolas, el ocio y el turismo.

En febrero de 1974, en los locales del Centro de conferencias Kenyatta de Nairobi, el PNUMA reunió a representantes de 45 países para lanzar el programa Earthwatch, cuya finalidad sería el control de los distintos niveles de contaminación existentes sobre la Tierra. El programa fue aceptado y se decidió la creación de una red mundial de estaciones de control que trabajaran con idéntica metodología y distribuidas de manera que pudiesen registrar no sólo los máximos niveles de contaminación regional, sino también los mínimos, con aquellos porcentajes de variación significativos a escala mundial.

Las conferencias mundiales de la población

Desde la década de 1950, las Naciones Unidas potenciaron los estudios demográficos con el fin de unificar los criterios para mejorar los censos de población y coordinar la investigación científica ante el cada día más grave problema de la explosión demográfica. Los primeros hitos de esa política fueron las dos primeras Conferencias Mundiales de la Población, celebradas en Roma y Belgrado, en 1954 y 1965 respectivamente.

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Kurt Waldheim, Secretario General de la ONU durante el Año Mundial de la Población

El secretario general de las Naciones Unidas, Kurt Waldheim, anunció el 20 de septiembre de 1972, que en 1974 sería proclamado Año Mundial de la Población, con la posibilidad de celebrar durante el mismo la III Conferencia Mundial de la Población. Para dicha Conferencia, los representantes de los países desarrollados del bloque occidental proponían un Plan de Acción Mundial de Población basado en un mayor control de la natalidad, para frenar la que se consideraba desmesurada explosión demográfica mundial. Gran número de países del Tercer Mundo se mostraban reticentes ante ese Plan, porque lo consideraban un planteamiento neomaltusianista que atribuía a la superpoblación el origen del subdesarrollo, cuando la verdadera razón se encontraba en la explotación de los países pobres por un reducido numero de naciones poderosas. La oposición entre esas dos perspectivas se evidenció durante la celebración de la III Conferencia Mundial de la Población, que se reunió en Bucarest (Rumania), del 19 al 30 de agosto de 1974, congregando a más de 5.000 delegados procedentes de 136 países.

Según los países industrializados del bloque occidental, cuyo principal portavoz era el propio secretario general de las Naciones Unidas, a los que apoyaban, por fidelidad táctica, la India, Indonesia y Bangladesh, la urgencia del Plan Mundial de la Población se basaba en los datos demográficos inapelables que demostraban que la población mundial del año 1974 era de 3.900 millones de habitantes y alcanzaría la cifra de 6.500 millones a finales del siglo XX, con un crecimiento demográfico anual del 2%, lo cual significaba doblar la población mundial en sólo 35 años. Ante tales cifras, era absolutamente necesario aprobar un plan de política demográfica dentro de un sistema de programas integrados que trataran de resolver todos los problemas de desigualdades existentes entre los pueblos. Como propuesta demografía a corto plazo, se proponía rebajar para 1985 el índice de crecimiento demográfico del 2 al 1,7%, gracias a un índice de crecimiento de la población del 0,9% en los países desarrollados y del 2% en los subdesarrollados. Este plan mundial sólo sería posible mediante la realización de un amplio programa de control de la natalidad que incluyera la masiva divulgación de los métodos anticonceptivos conocidos hasta el momento, mientras se impulsaba la investigación de procedimientos mejores, tanto a nivel científico como de aceptación psicológica.

La propuesta del Plan Mundial de la Población provocó la oposición de un amplio sector de la Conferencia, incluyendo países tan dispares como la República Popular China, la Unión Soviética, los países socialistas de Europa y la mayor parte de los países latinoamericanos, africanos y asiáticos, así como el propio Vaticano. Los motivos por los que este sector se oponía al Plan Mundial variaban mucho según cada caso. A pesar de ello, se podrían resumir en tres principales apartados: 1) motivos religiosos, fundamentados en una visión teológica y moral natalista; 2) motivos filosóficos, apoyados en una concepción de la sociedad, asimismo natalista; 3) motivos políticos, debidos a un análisis del subdesarrollo comprendido como una consecuencia de la explotación capitalista y racista. Desde una perspectiva estrictamente demográfica, cabe señalar que el único método de control de la natalidad con resultado positivo en el contexto de la actual civilización industrializada ha sido el del aumento del nivel de vida de los países, que ha llevado, como inmediata consecuencia, a una radical inflexión del índice del crecimiento demográfico. En cambio, las campañas masivas de planificación familiar realizadas en los países subdesarrollados se han saldado, infaliblemente, con resultados muy mediocres.

Como era fácil de prever, las resoluciones de la Conferencia se redujeron a un catálogo de buenas intenciones, insistiendo más en la necesidad de una mayor igualdad y mejor distribución de los recursos naturales, que en la programación de un plan concreto de medidas estrictamente demográficas.

Las iniciativas gubernamentales

Las consecuencias cada vez más graves provocadas por la contaminación del entorno han exigido de los gobiernos una progresiva atención hacia la problemática del medio ambiente, que se ha traducido, casi siempre, en la creación de nuevos organismos administrativos especializados, al mismo tiempo que se modernizaba la legislación referente a los porcentajes mínimos tolerados de residuos contaminantes devueltos a la naturaleza.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad de Londres realizó un esfuerzo notable para limpiar su atmósfera del tradicional smog, iniciando asimismo un programa de depuración de las aguas residuales que permitieron que el Támesis recuperara su fauna piscícola. Sin embargo, como observaba atinadamente Edward Goldsmith en su libro ¿Puede sobrevivir Inglaterra? (1971), el ejemplo de Londres no significaba en modo alguno que las islas Británicas hubieran resuelto el problema de la contaminación, sino que se trataba más bien de una costosa operación política de prestigio, cuya finalidad era tratar de disimular el progresivo deterioro medioambiental del conjunto del Reino Unido.

En Estados Unidos, la presión de los ecologistas y la evidencia de los efectos desastrosos de la contaminación lograron que la legislación se hiciera cada vez más exigente en lo que se refiere a los mínimos autorizados de contaminantes devueltos al medio ambiente. Durante la década de 1960 se votaron nuevas leyes sobre la pureza del aire y de las aguas; en diciembre de 1969 se aprobó una ley de política nacional medioambiental, que constituyó un primer ejemplo de ordenación del entorno considerado como un todo orgánico y tuvo como complemento la creación de una Agencia para la Protección Medioambiental (Environmental Protection Agency: EPA), organismo especializado en los temas ecológicos.

A partir de 1970, varios gobiernos europeos crearon, asimismo, organismos oficiales para la protección del medio ambiente. A nivel ministerial, la iniciativa más espectacular fue tomada por el Gobierno conservador británico formado como consecuencia del triunfo electoral de junio de 1970. En un libro blanco titulado La reorganización del Gobierno central, publicado en octubre del mismo año, el primero ministro Edward Heath anunció un nuevo estilo de gobierno basado en la agrupación de los ministerios tradicionales en unos pocos "superministerios", con el fin de agilizar el funcionamiento de la Administración. Uno de estos "superministerios" fue el del Medio Ambiente, confiado al secretario de Estado para el Medio Ambiente, Peter Walker, como coordinador del trabajo realizado por los antiguos Ministerios de la Vivienda y Gobierno Local, Obras Públicas y Transportes. Unos meses más tarde, en enero de 1971, Francia creó también un Ministerio para la Protección de la Naturaleza y del Medio Ambiente, que tuvo como titular a Robert Poujade, antiguo secretario general de la UDR.

Por lo que se refiere a España, en 1971 se creó el Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), dependiente del Ministerio de Agricultura, resultado de la reconversión del Patrimonio Forestal del Estado y de la Dirección General de Montes, Caza y Pesca Fluvial. El antiguo director general de Montes, Francisco Ortuño Medina, fue nombrado primer director de ICONA. El 13 de abril de 1972 se creó una Comisión Interministerial del Medio Ambiente (CIMA), aunque sus actividades han sido muy reducidas durante los primeros años de su existencia. Después de dos reformas estructurales en 1972 y 1973, respectivamente, la CIMA pareció encontrar su verdadero ritmo en enero de 1974, con el primer Gobierno de Carlos Arias Navarro. Sin embargo, en julio se procedería nuevamente a otra de sus habituales reestructuraciones y el año finalizó sin que la CIMA hubiera demostrado especial eficacia para frenar el proceso de degradación ambiental que sufría España.

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