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Disfrutar la existencia (página 2)



Partes: 1, 2

Los beneficios que el trabajo
corporal produce en nuestro bienestar y en nuestra salud son conocidos desde
antiguo. Ya Platón
aseguraba que "la falta de actividad física destruye la
buena condición de todo ser humano, mientras que el
movimiento y
el ejercicio físico metódico, lo asegura y lo
conserva". Y es que la educación
platónica, que otorgaba una clara prioridad al aspecto
racional o intelectual, recomendaba que los habitantes de la
ciudad debieran integrarse a un programa de
ejercicios desde la niñez hasta la edad adulta, para
mantenerse bien.

Aristóteles, por su parte, situaba la gimnasia en un
plano más próximo a la medicina,
persiguiendo el mismo fin que esta: la salud. En la cuna de
nuestra civilización, el cuerpo es un medio para conseguir
otros fines –el buen desarrollo
intelectual o el mantenimiento
de la salud- sin buscar un acercamiento al mismo desde otro punto
de vista menos funcional (Carbajal, 2008).

Actualmente, vivimos en una época donde hay un claro
resurgir del cuerpo. Pero ello no implica que la esencia al
acercamiento a sus cuidados y manejos haya cambiado: nuestro
sostén físico sigue siendo un elemento poco tenido
en cuenta, algo que está ahí y que toca cuidar
paras poder tener
una vida más o menos satisfactoria.

Lo cierto es que el día de hoy conviven las necesidades
más potenciadoras del culto a la imagen junto a
las más detractoras. Pero todas gozan de un factor
común que poco ha evolucionado desde los orígenes:
la división cuerpo-espíritu, que nos aleja de poder
ver al cuerpo como algo más que un objeto. La famosa frase
Mens sana in corpore sano es un claro exponente de este
posicionamiento dualista, pues nos indica la
existencia de dos elementos diferenciados: cuerpo y mente,
continente y contenido (Carbajal, 2008).

Frente a la dualidad se está originando un movimiento
hacia un cambio de
paradigma, y
comienza a adquirir ya un significativo peso dentro de las
ciencias
cognitivas la creencia de que es el cuerpo en su totalidad quien
constituye nuestra fuente primaria y permanente de conocimiento y
de relación con el mundo.

Pero, ¿Qué entendemos por cuerpo? Es algo
más que un amasijo de huesos y músculos, es un elemento que se va
construyendo. No se ha de confundir ni con la realidad
biológica, en cuanto que organismo vivo, ni con su
realidad social, en cuanto que configuración y
práctica de la cultura.

Como proceso de
construcción, de formación
simbólica que suministra a la sociedad un
medio de representarse y de comprenderse, está en el
origen de todos los símbolos, convirtiéndose en el punto
de referencia permanente de ellos. No nacemos con un cuerpo, sino
con un organismo (Carbajal, 2008).

El cuerpo humano
es una autoproducción y de aquí que se pueda
afirmar su carácter educable, en el sentido de que las
prácticas corporales y la reflexión sobre las
mismas son partes inequívocas de la construcción de
la identidad
personal y
social. Evidentemente, el esquema corporal se forma en nosotros
independientemente de que practiquemos o no alguna de las muchas
técnicas que existen en este sentido.

Lo que puede aportarnos la expresión corporal es la
posibilidad de aprender, re aprender y desaprender nuestra propia
corporeidad a través del enriquecimiento perceptual. El
trabajo con el
cuerpo busca, en definitiva, reconstruir dicho esquema corporal
de forma que sea más funcional y se adapte mejor a
nuestras circunstancias concretas.

Otro de los escollos con los que tenemos que lidiar en
relación a nuestro soporte físico es que nos remite
a una de las fuentes del
malestar más evidentes de nuestra cultura: la
inevitabilidad de la caducidad. Tarde o temprano, la vida se nos
escapa, y el cuerpo es el fiel mensajero de nuestra verdad,
¿Y si matáramos al mensajero? ¿Y si
mirásemos a otra dirección buscando ese misterio de la vida
en otro lugar, en el lugar mítico del alma? Con ese
giro, utilizado por muchos para poder mitigar la gran angustia
que genera topar con el aspecto perecedero de la vida, la
caducidad queda restringida al envoltorio; y el problema,
resuelto.

Para mí, el objetivo
principal de toda actividad con relación a la
expansión o al trabajo corporal es una forma diferente de
tomar conciencia, de
aprender "cómo soy", "cómo me manejo en la vida",
"cómo hago" a través de la vivencia, de la
experiencia en sí.

Evidentemente, se busca una mejor calidad de
vida, un estar mejor con uno mismo y sobre todo, una
coherencia entre lo que hacemos, sentimos y pensamos. No es tarea
fácil encontrar este equilibrio y
creo que la salud reside en dicha creencia (Carbajal, 2008).

La expresión corporal pretende liberar el cuerpo de las
rigideces convencionales, de los miedos marcados en él y
de las ansiedades arraigadas en la memoria. La
bailarina y pedagoga Patricia Stokoe comentaba que, por medio de
la expresión corporal, el ser humano se expresa a
través de sí mismo, reuniendo en su propio cuerpo
el mensaje y el canal, el contenido y la forma (Carbajal,
2008).

Una clara muestra de la
vinculación del cuerpo con nuestro carácter y
nuestra manera de pensar y hacer lo encontramos en las
líneas de trabajo terapéutico iniciado por el
psiquiatra y psicoanalista Wilhem Reich, que nos indica que la
forma del cuerpo es un claro reflejo de nuestra manera de pensar,
sentir y actuar. Por ello, incidir sobre el cuerpo implica
hacerlo sobre la forma en que hemos construido nuestro esquema y
nuestro concepto respecto
a él, lo que provoca a la larga un cambio en dicha
representación (Carbajal, 2008).

Luis Carbajal[1]menciona que en su trabajo
utiliza muchas de las técnicas que ha ido aprendiendo a lo
largo de su formación personal y técnica.
Así, el análisis que realiza el método
Ginberg me parece muy facilitador para abordar el cuerpo
más global. Esta técnica parte del análisis
de los cuatro elementos clásicos –aire, fuego,
agua y
tierra– y, en
función
de ellos, analiza el cuerpo como el espacio donde se manifiestan
y conviven estas energías. Inspirado en esta filosofía, ha desarrollado una serie de
juegos y
técnicas corporales de expresión que permiten a la
persona entrar
en otra manera de ver, sentir y pensar su propio cuerpo
(Carbajal, 2008).

En primer lugar, el elemento tierra tiene que ver con el
esqueleto, cuya característica principal es la resistencia y la
rigidez. Un ejercicio muy eficaz para poder conectar con nuestra
parte más rígida y dura consiste en ponernos de pie
por parejas.

El que va a recibir la sensación cierra los ojos
adoptando una postura cómoda dentro de la
vertical, mientras que la otra le va percutiendo en todas las
partes del cuerpo donde hay un claro acceso a la parte
ósea –cráneo, cara, clavícula,
hombros.-. La percusión ha de ser de lo más
uniforme y constante posible para que la persona pueda entrar en
la sensación que se despierta en los huesos.

Es conveniente no prolongar más de quince o veinte
minutos este ejercicio para evitar bajadas de tensión.
Así, se pretende que quien practica incorpore a su
conciencia su consistencia física, su peso, que pueda
notar que –aparte de tener una estructura que
le da estabilidad y consistencia- es también ese algo, es
ese esqueleto.

El agua
está asociada al mundo de las emociones y a la
impulsividad y se relaciona con el sistema
digestivo. Un ejercicio para acercarse a este elemento es que
la persona que realiza la exploración use sus manos como
si fuera un líquido y examine el cuerpo del otro desde la
cabeza hasta los píes. Para este ejercicio es muy
útil poder contar con una música suave de fondo
que evoque el movimiento del agua.

El fuego tiene que ver con la musculatura. Representa, entre
otras cosas, la capacidad de acción,
el empuje, la predisposición. Ir explorando todo el cuerpo
de la persona y jugar a despertar la energía a
través del masaje es una técnica que nos
permitirá aproximarnos a este elemento.

Finalmente, el aire abarca modo simbólico aspectos
tales como el
conocimiento, el pensamiento,
la comprensión, la
organización, la memoria
consciente, la actitud
comunicativa y los sentidos.
Está relacionado con los órganos que organizan
nuestra vida principalmente el cerebro y el
resto del sistema nervioso
central-. Para poder entrar en este elemento, el miembro de
la pareja que explora se centra en la piel y en la
parte más externa del cuerpo, incluyendo el campo
energético que se genera en torno a su
compañero.

El ejercicio consiste en ir entrando en contacto con dicho
campo energético mediante caricias, toques suaves o el
acercamiento y el alejamiento, de modo que quien recibe pueda ir
a la parte más sutil de sí mismo, incluida la
mente, los sentidos y todo lo que tiene que ver directa e
indirectamente con este elemento tan etéreo.

En cualquier caso, lo importante de todas estas
prácticas es partir de la observación. Ello implica que la persona
que está trabajando se permita observar lo que le va
sucediendo y lo que va sintiendo, sin fijarse ningún
objetivo concreto.

Durante el desarrollo de los ejercicios, no tiene por
qué relajarse ni sentirse nada en especial, sino limitarse
a aprender cómo es a través de su cuerpo. Para
ello, debe evitar, en la medida de lo posible, todo juicio de
valor sobre lo
que va experimentando.

Mantener esta actitud de observación es fundamental a
la hora de poder llegar a mantenerse en profundidad,
reconstruirse como persona y alcanzar un bienestar aplicable a
todos los aspectos de la vida (Carbajal, 2008).

Para finalizar retomaremos la importancia de valorar y
disfrutar lo que tenemos, pues media humanidad se pasa la vida
envidiando el coche, la casa, el marido, el talento o la suerte
de los demás. Y no se da cuenta que la verdadera felicidad
está mucho más cerca, mucho más al alcance
de la mano. Por eso, es necesaria una buena educación en el
deseo, aprender a anhelar aquello que realmente proporciona la
felicidad y que está siempre a nuestro alcance: el amor, la
creatividad y
la simple, pero esencial, capacidad para disfrutar (Marina,
2008).

Apreciar lo que
se tiene

El deseo es consustancial a la vida (Marina, 2008). Los
anhelos, las aspiraciones, los proyectos nos
definen. Cuando queremos saber cómo es una persona, no se
nos ocurre preguntarle lo que piensa, sino lo que siente. Como
dijo un antiguo filósofo: "la esencia del hombre es el
deseo". En efecto, la fuente de la acción humana, lo
que está en el origen de nuestras acciones, son
los deseos
, que son la consistencia de una necesidad o la
anticipación de un placer (Marina, 2008).

Siendo una cosa tan importante, todos los interesados por la
felicidad y la plenitud humana tuvieron que ocuparse de este
tema. Maestros religiosos, filósofos, psicólogos y terapeutas
han meditado acerca del lugar que los deseos debían ocupar
en nuestra alma. No es fácil ponerles de acuerdo. No es
fácil encontrar el justo medio. ¿Debemos fomentar
nuestros deseos o debemos limitarlos?

El pensamiento oriental es muy claro: de los deseo proceden
todos nuestros sufrimientos, y para alcanzar la serenidad,
debemos eliminarlos. Pero, por otra parte, la ausencia es una de
las características de la depresión.
¿Dónde está la salida a este laberinto? Para
intentar responder a esta difícil pregunta, habrá
que echarle un vistazo a La arquitectura del
deseo
de José Marina. Él ha buscado respuestas
en la ciencia, la
psicología, las religiones, la poesía,
y hasta donde he entendido ha encontrado más sorpresas de
las que esperaba.

En la actualidad nos vemos sometidos a una continua
incitación al deseo. Encendemos el televisor y nos
sentimos inmediatamente tentados por algo. La publicidad ofrece
sin parar inmediatamente cosas atractivas, los medios de
comunicación nos presentan formas de vida lujosas; por
muchos caminos, se nos dice que todo eso está a nuestro
alcance, que debemos tenerlo, que merecemos tenerlo. Esto produce
una insatisfacción continua
(Marina, 2008).

La presión
para consumir no nos permite disfrutar de lo que tenemos.
Creíamos que nuestro automóvil, nuestra cocina,
nuestro móvil eran estupendos, hasta que nos descubren lo
que nos estamos perdiendo por no tener otros. Nos ocurre entonces
como a aquella familia que se
arruinó porque la señora de la casa se
compró un sombrero maravilloso. Después, para no
desentonar, tuvo que comprarse el traje: después, un coche
que no desmereciera; más tarde, una casa a juego, y
finalmente, una residencia en el campo. ¡Todo por un
sombrero! Voces
convincentes e imágenes
deslumbrantes nos recuerdan todas aquellas cosas de las que
carecemos.

Siempre hay un nuevo modelo de
algo, una nueva moda, una nueva exigencia. La publicidad, desde
niños,
nos provoca deseos urgentes, y también muy
efímeros, porque la satisfacción que producen
desaparece inmediatamente para dejar lugar a un nuevo producto que
desear.

Según los especialistas, esta carrera continua e
inquieta hacia algo que se nos ofrece como maravilloso y que, una
y otra vez, nos defrauda, hace que mucha gente experimente un
sentimiento de decepción continua –que conduce a la
depresión- o de irritación permanente, que genera
violencia
(Marina, 2008).

La conclusión es clara: debemos aprender a desear. Esto
no se me ha ocurrido a mí. Es el mensaje de los grandes
maestros de la humanidad. Se impone una pedagogía e higiene de los
deseos. Todos nosotros estamos movidos por tres grandes
anhelos: necesitamos disfrutar, necesitamos mantener
vínculos afectivos cordiales y alegres, y necesitamos
crear algo
. Cuando hablo de "crear" no me estoy refiriendo a
pintar un cuadro o escribir un poema. Crear es hacer que algo
valioso que no existe exista: una familia, un amor, un hijo,
un libro, un
jardín, una conversación divertida. (Marina,
2008).

Así pues, el bienestar, las relaciones amorosas y el
sentimiento de progresar en algo son componentes de la felicidad,
que consiste, de hecho, en la satisfacción amorosa de
estos tres anhelos. Cada uno de estos deseos produce su propio
placer.

Aquí surge una sorpresa: aprender a desear significa
también aprender a disfrutar. No deja de asombrarme la
poca capacidad de disfrutar que tenemos muchas personas, nuestra
capacidad para valorar lo bueno que tenemos. Siempre estamos
lamentándonos de lo que aún no poseemos o de lo que
ya hemos perdido; pero, en realidad, a todos nos aqueja
está enfermedad. Con demasiada frecuencia pasamos
apresuradamente por el punto importante: el gozo del presente. El
poeta Garcilaso de la Vega escribió el verso más
desesperado de la poesía española: "Dulce cual
fruta del cerezo ajeno". Es decir, la fruta de nuestro huerto es
siempre ácida y, en cambio, la del vecino es siempre
dulce. Expresado en términos temporales: el presente es
siempre insignificante, mientras que lo demás es siempre
fabuloso, una actitud que nos condena a una insatisfacción
irremediable
(Marina, 2008).

Un ejemplo muy claro: suele llamarse duelo al sentimiento de
pérdida o tristeza que invade a alguien tras la muerte de
una persona cercana, pongamos un cónyuge. Muchas veces me
ha sorprendido que una persona que ha estado durante
años quejándose de que no podía soportar a
su pareja experimentara un duelo intenso cuando esta
desaparecía, cuando lo previsible es que esta se
encontrara liberada. Echa de menos lo que siempre había
echado de más. ¿No hubiera sido más sabio
que valorase la relación mientras lo tenía?

Uno de los grandes novelistas del siglo XX, Marcel Proust,
cuenta una historia parecida en su gran
obra, En busca del tiempo
perdido
. El protagonista vuelve un día a su casa, y
el criado, al abrirle la puerta, le dice compungido: "La
señorita Albertine se ha marchado". Durante cuatrocientas
páginas, el personaje nos ha estado contando que estaba
arto de su pareja, pensando en lo feliz que sería si
pudiera separarse de ella y, de pronto, cuando el hecho sucede,
cuando al fin se ha quedado solo, sufre un dolor intenso que no
sabe como soportar. No se había dado cuenta hasta el
momento de ser abandonado de cuanto amaba a Albertine.

¿Y cómo podríamos salir de esta
situación que es, a la vez, trágica y
ridícula? La sabiduría oriental desconfía
de los deseos porque impiden captar intensamente el ahora
.
Por ello, nos enseña a centrarnos en el momento presente.
Es su gran recomendación (Marina, 2008).

Dice la tradición de Buda, tras haber buscado
inútilmente la paz a través del yoga y de
ejercicios terribles, se preguntaba sobre la existencia de otro
camino para liberarse del sufrimiento. Entonces recordó lo
que experimentó al mirar la tierra
surcada por un arado: un estado acompañado de profunda
serenidad, júbilo dichoso y placida felicidad (Marina,
2008).

Hay un bello poema japonés, escrito en el siglo XVII,
que asombra por su simplicidad: "Cuando miro con cuidado,
¡veo florecer la nazuna junto al seto!". La nazuna es una
minúscula planta silvestre y el paseante apresurado la
considera una hierba insignificante, pero el poeta se ha
sorprendido al verla. Se ha fijado en su belleza.

Los maestros Zen apreciaban mucho este poema, porque
consideraban que mirar con cuidado es la entrada a la
sabiduría
. Si se hace así, dice uno de ellos,
"podemos leer en cada pétalo el más profundo
misterio de la vida y del ser". Esto es lo que llaman
tao, camino, realidad suprema. No es perderse entre las
nubes sino introducirse profundamente en la conciencia de lo
cotidiano. Saber mirar lo que se tiene alrededor. A mí me
encantan los bodegones, esos cuadros que representan vasijas,
frutas, objetos de uso diario, y siempre procuro tener uno cerca
porque me produce una enorme serenidad. Me gustan también
los poemas que
hablan de cosas humildes, como los de pablo Neruda. En
su Oda a la cebolla, escribe: "Cebolla, luminosa redoma,
pétalo a pétalo se forma tú hermosura,
escamas de cristal se acrecentaron y en el secreto de la tierra
oscura se redondeó tu vientre de rocío" (Marina,
2008).

Cuando, después de leer el poema o de ver el
bodegón, entro en la cocina, veo una realidad
transfigurada. La taza ya no es una taza, ni la cebolla es una
cebolla. Son objetos que atraen mi atención, mostrándose como
pequeños tesoros. Puedo reposar en ellos.

¿Y qué tiene que ver todo esto con el deseo?
Mucho, porque estoy hablando de cómo elegir nuestras
aspiraciones y de cómo satisfacerlas. Hay deseos de
excitación y hay deseos de serenidad, hay deseos de
consumir y deseos de conservar. Unos terminan en el placer;
otros, en la alegría, y algunos, en ambas cosas a la
vez
(Marina, 2008).

Estamos descendiendo a las profundidades de nuestra mente. En
el fondo, solamente nos mueve un deseo: el de felicidad y
plenitud. Es un deseo que se va manifestando en muchas cosas, de
muchas maneras, con muchos rostros y que, por eso, resulta
inagotable. La gran tarea de la inteligencia,
la meta
más definitiva de esta sabiduría del corazón
que debemos cultivar es conseguir esa serenidad intensa y
alegre
(Marina, 2008).

A modo de
conclusión[2]

Los deseos constituyen el motor de nuestra
existencia, pero también pueden convertirse en una trampa
que ahogue nuestra libertad.
Analizarlos no hará observarlos desde otra perspectiva
(Garriga y Darder, 2008).

Como se ha venido manejando, en la sociedad actual, estamos
acostumbrados a tener cosas en lugar de dejarnos ser. La cultura
occidental basa la valía de las personas en su capacidad
adquisitiva. Así cuando ponemos el sentido de nuestra
existencia sólo en lo que queremos llegar a ser
profesionalmente, en las propiedades que podemos llegar a tener o
en conseguir un físico concreto, nos vemos abocados a
renunciar a partes importantes de nosotros mismos o a
esconderlas.

Esto nos hace gastar mucha energía para que no salgan a
la luz la parte de
nosotros que no queremos ser. Cuando actuamos de este modo, nos
olvidamos de que, por el hecho de ser, ya tenemos valor. Y si nos
dejamos bastante más en paz de lo que de lo que hacemos
normalmente, nos sentiríamos mejor con nosotros mismos y,
seguramente seríamos más felices.

Se sabe que la felicidad no siempre es directamente
proporcional a la satisfacción de nuestros deseos. En
realidad, se encuentra más cerca del goce quien no se
identifica tanto con sus deseos ni con sus miedos, ni siquiera
con el vaivén azaroso de la vida; quien no se toma
demasiado en serio. Es dichoso quien puede contactar con su
verdadera naturaleza y
logra esbozar un sonrisa ante las zozobras que le va planteando
la vida a cada paso
(Garriga y Darder, 2008).

En este sentido, nuestra verdadera naturaleza o ser esencial
tiene algo de vacío sin forma, algo similar a lo que en
terapia Gestalt,
conocemos como centro vacio o punto cero: un lugar silencioso,
indiferente, creativo e iluminado del que parten las
manifestaciones de nuestro ser. El monje budista vietnamita Thich
Nhat Hahn expresa esta idea diciendo: "Mi alegría es como
la primavera, tan cálida que hace florecer la Tierra
entera, Mi dolor es como un río de lagrimas, tan vasto que
llena los cuatro océanos" (Garriga y Darder, 2008).

Estas frases recogen el pensamiento de que el ser humano
es todo y uno al mismo tiempo
y que su identidad
esencial no son las formas, sino la conciencia que
reconoce
esas formas.

Bibliografía

  • GARRIGA, J. y DARDER, M. 2008. Anhelar menos, gozar
    más
    . Mente sana. Núm. 37. Madrid.
    España. Pp. 115-116.

  • SUBIRANA, Miriam. 2008. Recuperar la vitalidad.
    Mente sana. Núm. 37. Madrid. España.
    Pp. 78-81.

  • CARBAJAL, Luis. 2008. Expresarse a través del
    cuerpo
    . Mente sana. Núm. 37. Madrid.
    España. Pp. 104-109.

  • MARINA, José A. 2008. Valorar y disfrutar lo que
    tenemos
    . Mente sana. Núm. 37. Madrid.
    España. Pp. 110-114.

 

 

 

Autor:

José Luis Villagrana
Zúñiga

Licenciado y Maestrante por la Unidad Académica de
Economía, Universidad
Autónoma de Zacatecas, México.

Febrero de 2009.

[1] Psicólogo, ingeniero de caminos y
terapeuta gestáltico especializado en trabajo corporal
integrativo. Autor del libro Hablar con el cuerpo (Ed.
Comanegra).

[2] Tomado del artículo de Garriga J.
y Darder M. titulado Anhelar menos gozar más.

Partes: 1, 2
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