- La
exaltación del ciudadano común - El agobio de
la marginalidad - Una mismidad
maltrecha - Un amor
kilométrico - Una muerte
que muerde - Sueños
y más sueños - José
transmutado en Jesús
Yo que apenas soy
un querosén de sensaciones
derramado
José Pulido
La
exaltación del ciudadano común
y en el banco duerme un
hombre
hediondo a historia como los
héroes
José Pulido es un transeúnte permanente, como
peregrino impenitente y reiterado, anda y desanda las calles y
avenidas de su entorno urbano para descubrirse descubriendo,
revelando circunstancias inauditamente cotidianas, la presencia,
anodina o indeseada, de un conjunto de seres del común,
inocuos, irrelevantes para los demás, que pasan por la
vida para vivirla biológicamente, sin mayores
preocupaciones, como vaya viniendo, tal como se presente
día a día, porque seguros
están de que existe un destino que los persigue "como un
perro", prefijado e inamovible y que ellos, simples y comunes
seres hechos para la muerte no
son nadie para mover las fijas coordenadas de su propia y
repetida cotidianidad, porque como bien lo certifica el poeta:
"este atardecer / será el final de un cielo de tardes /
programadas con muy mal gusto / por alguien que ni siquiera /
sabía que tú ibas a existir".
El escritor eleva a la categoría de protagonistas de su
feroz y descarnada poesía
a unos ciudadanos variopintos que, a su vez, también
deambulan, moran, se estacionan, duermen, orinan o defecan en las
explanadas, calles o vericuetos de una vecindad, de un barrio, de
una urbanización que por más que por voluntad
propia, por necesidad, han convertido en pequeña patria de
gentilicios ajustados, estrictos, tan escuetos como decir que yo
soy del 23, de Hornos de Cal o de Bello
Monte abajo, y nada tiene de extraño que, en una de
esas noches ya prefijadas por el sino de cada quien, algún
vecino le comente a otro como si nada importante hubiese
acontecido: "te cuento que el
policía llegó a la otra acera / en medio del
estruendo de máquinas /
sacó cual graciosa moneda su pistola prestada / y le
rompió la cabeza de un cachazo / al muchacho que estaba /
dormido / en un portal".
Poema tras poema, como sí de serpentinas de un carnaval
grotesco o como burlescas sorpresas de papel de finos y
relucientes colores
repartidas en las piñatas de la vida se tratara, van
apareciendo inusitados personajes que dejan por instantes sus
inveteradas rutinas para obtener unas líneas de gloria en
los versos de un poeta que es, él mismo, una gran avenida
de la existencia ajena. Sin remilgos, desnudo de intenciones,
Pulido confiesa: "leo en la incompleta biblioteca / de
la muchedumbre /.soy un civil de carnes magulladas".
Desfilan así, en desordenada procesión,
personajes de la más variada procedencia, profesión
u oficio, a paso de uniforme, llenos de grasa, malintencionados,
malsanos los más, "mientras que la niña que avanza
uncida a un brazo / evita mirar las caras fantasmales / de los
adultos sin amor / que
corrompen el aura de las aceras / esta situación puede ser
/ un instante patético del cosmos / o Dios mareado /
vomitando gente / que produce náuseas".
Niñas y ancianas salen todos los días en los
versos del escritor a buscar la suerte, una, la más joven
– " yegua cardiaca, / muchacha en la brisa / venus
transitoria / antílope de luz" – la fortuna
de llegar incólume, intocada, de regreso del liceo a la
pieza de la pensión , del falansterio, de la casa de
vecindad, donde también habita un viejo baboso, sudoroso,
desempleado y con aliento a aguardiente de frasquito que la
desvirga todas las noches con la mirada rojiza y afiebrada de
quien huele una hembra inaccesible y sin estreno en las
cercanías; la otra, la anciana, "sale a buscar el
número de la suerte", pero a diferencia de la otra, de la
asustada virgen, de la liceísta de franela azul, camina
protegiendo sólo su cartera que es "una bóveda de
píldoras y fotografías" porque, a la altura de sus
años, la única angustia que verdaderamente la acosa
cuando regresa solitaria a sus noches de soledad y de recuerdos,
es esa , insistente, la misma de siempre: "quién sabe
dónde estarán / los brazos que cercaron su amor /
su boca perdió el nácar y la rosa / donde guardaba
un aluvión de besos / y ahora es cementerio lo
besado".
Pero no sólo niñas ateridas de miedo o ancianas
sin esperanza transitan en el autobús poético que
Pulido conduce, experto y advertido, por las calles y avenidas de
una emoción que se detiene jubiloso en cada esquina de su
urbe a recoger inauditos pasajeros "este domingo, / de la calle
oscura, / al fondo de la cual / queda una mancha / del perro que
se duerme / sin saber cuántos lunes". A la aventura urbana
del escritor se suman igualmente "las mujeres que cruzan en
estampida la ciudad", los seres desamparados que ríen
mientras juegan su última moneda a la lotería, al
Kino, al Terminal, al Triple Cuatro o al
horóscopo con la finalidad de que les prediga el
día en que volverán a gastar la última
moneda y así hasta que vida, moneda y esperanza se
agoten.
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