Ahora, frente a la biblioteca, donde
están todas sus novelas, mira con
inquietud las carpetas que contienen los apuntes, sus viejos
apuntes, los que luego servirían de base a sus
novelas.
"No, no hubiera querido morir sin verla, pero tú me
obligaste" escucha que le susurra una voz. Cree identificarla
como la voz de Lalo. Claro, es la voz del muchacho.
Esas palabras modifican su estado de
ánimo.
Ha transcurrido una hora y el sol penetra de
lleno en el comedor y la habitación se vuelve más
clara. En la calle, el silencio ha muerto definitivamente.
Rugidos de motores, bocinas,
gritos de vendedores ambulantes.
Observa con melancolía algunos libros que ya
no volverá a leer.
Un callado murmullo crece en su mente, superpuesto a sus
pensamientos. Se esfuerza, se concentra, tratando de
desentrañar el origen de ese sonido que, como
una película impalpable e invisible, rodea a todas sus
ideas.
Y el dolor, que de a ratos crece y le recuerda que va a
morir.
Va a morir, simplemente eso. Va a morir.
La muerte no
lo aflige, no lo perturba. Será un hecho más entre
los tantos hechos que suceden en el universo, como
la flor que se marchita y muere, la flor que graciosamente pierde
sus pétalos para dar lugar al fruto carnoso y dulce que
encierra las semillas, la promesa cierta de una futura vida.
Ahora comprende al fin el susurro persistente que sisea en su
mente: son las voces, los
sonidos, y hasta los silencios, cargados de emoción, de
sus personajes.
Lalo y Elsa, su trágica historia de amor; Ramiro,
el Astrólogo que descubrió que iba a morir cuando
le trazaba la carta natal a
una clienta; Juan, el poeta de barrio que soñaba con
pasear por las orillas del Sena, y que murió de tristeza
cuando entubaron el arroyo Maldonado; Víctor, el vendedor
ambulante que fue asesinado por error.
Todos ellos le susurran algo. Mira los libros y piensa en
Lalo, en Elsa, en Ramiro y en todos y en cada uno de sus
personajes. Aguza la atención. Toma algunas de sus novelas y las
coloca sobre la mesa. El sol ha vuelto amarillas las paredes, ha
nimbado a los libros desordenados sobre el mantel con un
resplandor extraño y suave, una sutil
irisación.
Hojea "Réquiem para un hombre solo",
sigue a Lalo.
Claramente escucha: "Me dejaste morir solo, sin poder ver a
Elsa."
Una intensa puntada lo obliga a apresurarse.
Toma un cuaderno y comienza a escribir rápida,
febrilmente. Tal vez pueda hacer que Elsa vea a Lalo antes de
morir. Los símbolos que llenaron su mundo van poblando
lentamente los renglones vacíos del cuaderno.
La letra es despareja, ilegible, cuando Elsa toma el colectivo
correcto—"Réquiem para un hombre solo"— que la
ha de llevar al Hospital Fiorito. Primero es una suave llovizna,
luego un aguacero fuerte, que finalmente se transforma en un
diluvio que impide que el colectivo pueda seguir avanzando por la
calle de tierra. Elsa
desciende del vehículo y camina apresurada bajo la lluvia.
Sus tacos se entierran en el barro. Se quita los zapatos y
corre.
Las oraciones son líneas azules, nerviosas y
ondulantes, que recorren el papel.
El dolor avanza desde sus entrañas. Falta tan poco para
que Elsa llegue. Una punzada aguda lo estremece, un espasmo lo
obliga a soltar la lapicera y para resistirlo tira el cuerpo
hacia atrás, intentando reposar la cabeza sobre el
respaldo de la silla. Los ojos de Lalo brillan en un postrer
destello de alegría al ver a Elsa, toda mojada, que
irrumpe en la sala del hospital. La mirada de Esteban queda fija
en el techo, inmóvil. Su mano reposa rígida sobre
el cuaderno donde Elsa alcanza a tomar la mano de Lalo que
agoniza placidamente.
Autor:
José Carlos Celaya
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |