- Madrid de
osos y gatos - Unos dioses
lejanos; unos héroes eternos - Una soledad
inspiradora - La
cotidianidad: un regocijo y un fastidio - Una tristeza
imbatible - El tiempo
inclemente
Me he vestido despacio, una camisa
oscura, un pantalón vaquero;
hace frío y escojo una chaqueta
de paño negro y los zapatos
gruesos;
la cartera, las gafas, el reloj,
y a la calle otro día igual que
siempre.
Ante el primer escaparate
el vértigo me asalta y me doy
cuenta
de que el frío a evitar es otro
frío,
que estoy casi desnudo:
hoy salí como tantas otras
veces
con todo el corazón al
descubierto.
* * *
Apagad esa luz
y vamos a jugar a la gallina ciega.
Enrique Gracia Trinidad
El amor: una
escaramuza
Da igual para entendernos, que la lluvia de abril
ponga muecas en octubre
que tengan más de un ojo el huracán,
el cíclope,
la perdiz de los trajes o el pirata del cuento.
Da igual que tú te calles
y que yo no conteste.
El amor puede ser
un ir y venir, una toma y daca, un sí y un no, dos
silencios que todo dicen – "alguien empujó palabras que no
fueron y no dijimos nada" – un bullicio que oculta la voz de los
amantes, un diálogo de
sordos en el que ninguno habla. En la poesía
de Enrique Gracia Trinidad, el amor
presuntamente duradero, el flirteo deliberado, el ligue
ocasional, el idilio pasajero, la ilusión fugaz, son una
permanente escaramuza, un ardid inesperado, una astucia
escondida, una oculta añagaza, en la que sólo
parece triunfar el desamor y el desencuentro.
Confiesa el desahogado poeta que un día cualquiera, sin
personales sospechas, abrió la puerta de sus adentros a la
promesa, pensando, ingenuo, cándido, inocente, que todo
era bueno: "por eso atropellaron mi garganta / los feroces
caballos de la duda, / las mentiras a sueldo en los armarios / de
la sombra y el polvo, el silencio que tiene / una amenaza en la
costura, / la mueca que subsiste / tras la risa fecunda de los
enamorados".
Desde aquel momento infausto en que los portones del afecto
del escritor quedaron abiertos para siempre, desgonzados y de par
en par, el propio poeta revela que – ciego a medias – se vio a
sí mismo cruzando la gélida brisa madrileña
con un canto de desesperanza en las manos. Ese primario y
patético himno de soledad y tristeza que luego transmuta,
bienaventurado y agradecido, en salmo permanente y optimista, es
el que un escritor afligido despliega una y otra vez,
tempranamente acongojado, en pesarosos folios, en tristes
anotaciones, en quebrantados versos, en dolidas confesiones, a
fin de que todos tengamos en cuenta y sin apelaciones que las
certidumbres totales son siempre peligrosas y por lo pronto: "Uno
a veces cree tener un espacio de tierra / sobre
el que descansar tiernamente la mirada. / Un hombro para hacer /
que las horas no acusen el sabor del ajenjo (.) Pero
después, casi siempre de noche (.) el sudor es un
néctar / apurado en el filo de las más
íntimas caricias / y el amor es un grito que nos duele en
el pecho".
Tiempos de amores dificultosos, – "y a veces nos queremos" –
de tempranos vértigos, del corazón apabullado por
la pena, incapaz, a pesar de sus furiosos latidos, de acortar las
distancias que habitualmente se hacen más lejanas y
confusas de recorrer; terriblemente turbado reconoce el poeta:
"Sé que es mucho más digno / sofocar en alcohol los
amores ausentes / (siempre hay algún amor ausente, / hasta
el que se marchó) (.) Debo pensar que la esperanza, /
diosa tan frágil como el polvo de agosto, / no es de
verdad violada / por la lujuria de este tiempo
insurrecto".
Apuesta entonces el poeta por el olvido, lo convoca con
vehemencia, reconoce que: "Lo más difícil es / que
las fotografías rocen sin abrasar / las horas degolladas,
/ acaricien sin daño /
los encajes duros de las horas que fueron". No quiere el poeta
desperdiciarse en los imposibles regresos, en las absurdas
reconciliaciones, aunque desea rescatar, sin embargo, "la
canción más oculta, sin sangrar, / sin hacer de la
vida cotidiana / un esperpento".
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