Es necesario, como señalan los estudios de M.
Petit, tener siempre en cuenta las condiciones
socioeconómicas que rodean al niño (también
al joven), en la medida que actúan como condicionantes
-nunca determinantes- en la formación del habito lector.
Petit ha estudiado casos de lectores que se han formado en las
situaciones más adversas. Y, por otra parte, todos sabemos
de hogares de relativa solvencia económica donde la lectura no
goza del mínimo atractivo.
Sin embargo, no basta con la materialidad satisfecha
para que los seres humanos se sientan atraídos por lo que
pertenece al plano de la espiritualidad, dentro de lo cual
está la lectura. Se
requiere del factor afectivo, que posee una importancia realmente
decisiva. Tendremos oportunidad de apreciar su importancia cuando
entremos en contacto con testimonios muy valiosos de intelectuales
de nuestro tiempo, hoy
ávidos lectores, que adquirieron el hábito lector a
través de la relación afectuosa con sus padres, los
cuales no necesariamente fueron, ni tiene que serlo, grandes
lectores. Lo importante es sentir y transmitir amor. La
relación amorosa que se establece entre padres e hijos
permite que se facilite la adquisición de habilidades y
hábitos. Si un niño vive con padres que leen y que
le leen, va a ir creciendo interiorizando la lectura como parte
de su personalidad.
Lo ideal es que un niño se desarrolle en un entorno
familiar, propio o sustituto, rodeado de afecto. Los padres deben
saber que es casi imposible que sus hijos sientan
atracción por la lectura si ellos no leen, si ellos no les
leen a sus hijos. Se puede argumentar que existen lectores que
durante su niñez no recibieron de su entorno familiar las
condiciones que favorecieran la formación de ese
hábito. En este caso, que no es lo más frecuente,
alguna persona cercana
al niño (profesor o
bibliotecario) ha jugado el papel de agente propiciador del
hábito lector.
El papel que juega la familia en
la formación del hábito lector es clave,
fundamental, aunque presenta algunas connotaciones complejas.
Como dicen Andricaín y Rodríguez:
"Los padres se relacionan con los niños
antes que cualquier otro miembro de la sociedad.
Ellos son, pues, los primeros promotores de lectura, los que
siembran tempranamente (o no) la semilla del amor al libro, los que
más pueden hacer para cultivar desde las más
temprana infancia esos
hábitos. …Si el niño, desde sus primeros
años de existencia, observa cotidianamente en la casa
normas y
modelos de
conducta
relacionados con distintas actividades, de manera instintiva,
orgánica, tenderá a imitarlos. ¿No imitan
los menores el modo en que se conducen los adultos, no tratan de
copiar la forma en que se mueven, visten y hablan?… Cuando,
desde que abre sus ojos a la vida, el niño encuentra la
presencia del libro como un elemento insoslayable dentro de su
entorno, se está contribuyendo a establecer un
vínculo natural y cotidiano con el acto de leer. El
niño que ve leyendo a sus padres, exigirá
también un libro o un periódico
para sostenerlo delante de su nariz (con frecuencia al
revés) y jugar a que él también comparte la
placentera experiencia de la lectura. …"
Testimonios de connotados lectores acerca de cómo
se formó en ellos el hábito de la lectura los
encontramos en sus autobiografías, así como en
artículos o conferencias que desarrollan el tema de la
lectura. El caso de Michèle Petit es muy especial, porque
-connotada estudiosa de la lectura- ha escrito su
interesantísima autobiografía de lectora: "Del Pato
Donald a Thomas Bernard. Autobiografía de una lectora
nacida en París en los años de posguerra", incluida
en "Lecturas: del espacio íntimo al espacio
público". Su lectura es muy amena y deja muchas e
importantísimas enseñanzas, por lo que toda persona
interesada en el tema del hábito lector deberá
leerla.
Para acercarnos al importantísimo papel que juega
la familia en la
formación de lectores, hemos escogido trabajos de
intelectuales cuyos testimonios como lectores pueden ser
sometidos a un análisis desde el punto de vista de la
influencia del entorno familiar en la creación del
hábito de la lectura y que pueden ser de gran utilidad para
padres, profesores y, en general, para todas aquellas personas
que, de una u otra manera, estén vinculadas con el fomento
de la lectura. Todos los que han analizado la lectura desde la
óptica
psicopedagógica, se han enfrentado con el problema de
qué es lo que realmente se tiene que hacer para crear el
hábito lector, para fomentar la lectura.
Unánimemente han concluido algo que suele
desconcertar tanto a los profesores como a los padres: no existen
fórmulas mágicas. Esto es fundamental aceptar y
comprender. Sergio Andricaín y Orlando Rodríguez
señalan un hecho muy corriente cuando padres y profesores
se ponen en contacto con personas especializadas en la lectura:
el deseo de recibir orientaciones concretas, directas, de
cómo lograr incentivar el amor por la
lectura.
Como que las explicaciones del fenómeno de la
lectura, de los aspectos psicosociológicos que intervienen
en la adquisición del hábito lector fueran muy
teóricas y, sobre todo, muy gaseosos, que no resultan
prácticos para su aplicación. Sienten la necesidad
de contar con algo más que análisis,
recomendaciones, sugerencias. Desean acciones
concretas, acciones que produzcan un efecto inmediato y
totalmente positivo. Si bien es cierto que existen
recomendaciones generales muy útiles, sin embargo no
constituyen "recetas ni esquemas para lograr que se haga
realidad, en un dos por tres, un estrecho vínculo
emocional, intelectual y lúdico entre el niño y la
lectura. Lograr tal conquista es
posible, por supuesto, pero siempre a mediano o largo plazo, con
esfuerzo y persistencia…"
Veamos algunos pocos pero significativos testimonios de
importantes lectores de la actualidad, los cuales los hemos
seleccionado porque en forma expresa y relativamente extensa
refieren cómo sus padres determinaron su amor por la
lectura.
El prestigioso intelectual mexicano Daniel Goldin nos
cuenta que los libros siempre
han estado cerca
de él, como una promesa, como una puerta, como un cofre y
también como invitación al viaje, como viaje en
sí mismos, aunque de hecho "pocas veces las promesas
se han cumplido, las puertas se han traspasado o el cofre me ha
permitido llegar al verdadero tesoro. Y cuando lo he logrado, la
completud ha sido efímera". Goldin nos
dice:
"He vivido rodeado de libros toda la vida. Me es
difícil imaginarme sin ellos, y de plano desconfío
de una casa en la que no lo haya. Mi padre fue bibliotecario (y
además ávido lector), mi madre es bibliotecaria (y
no muy buena lectora), en mi casa siempre ha habido libros y en
la casa de mis padres, más que los propios (que eran
muchos), lo que se leía eran los libros prestados por la
biblioteca".
El testimonio de Goldin es importantísimo porque
nos habla, por ejemplo, de un sentimiento, muy de su infancia, de
cierta molestia hacia los libros porque, en cierta manera, ellos
concitaban la atención de su padre en detrimento de la
prestada a él. Goldin dice al respecto:
"Por todo esto sé que estuve ligado a los
libros desde mi primera infancia, aunque dudo que haya tenido una
relación muy estrecha con ellos antes de aprender a leer:
durante muchos años sólo fueron objetos raros que
ocupaban un lugar en la sala y, lo que era más molesto, la
atención de mi padre".
Asimismo nos relata que su padre, tal vez por su
infancia "dura y poca rodeada de afecto", no leía a
sus hijos los clásicos infantiles. "Los cuentos
clásicos de Andersen, Perrault o de los Grimm, me llegaron
pero no sé cómo. Dudo que haya sido a través
de libros". Hablándonos de la lectura que
hacía su padre a él y a sus hermanos, nos dice que
era "como una ceremonia en la que pactábamos un
armisticio temporal para escuchar a mi padre. Hoy pienso que no
sólo me gustaba el relato: me encantaba ver a mi padre de
otra forma. Al leer en voz alta, su presencia se expandía
hacia un territorio inhóspito, lejano y tentador que era
desde donde nos hablaba. Su figura crecía aún
más porque, intuía yo, lo que nos leía era
importante para él por alguna razón que nunca
explicitó y que, como tantas cosas, se llevó a su
tumba. Su voz de cierta forma nos abrigaba en su misterio, nos
trasladaba a su silencio. Tiempo después, siendo ya
lector, por ese mismo sendero me interné en la literatura buscando su
afecto y siguiendo las lecturas que él me recomendaba, los
sábados en la biblioteca de la que él había
sido bibliotecario fundador. Estoy seguro que
creía que era una vía de acercarme a él, de
compenetrarme en su misterio. No sé hasta que punto lo
logré, a juzgar por la distancia que mantuve con él
y sobre todo por mi dificultad para hacer de la lectura un placer
compartido, creo que muy poco…." (Goldin, Daniel: "Los
textos y los días")
Como se puede apreciar claramente en esta cita, el
factor afectivo, con todas sus complejidades, constituye el
aspecto más significativo de la relación
familia-lectura. El ser humano queda marcado indeleblemente por
esta relación familiar lectora.
Acerquémonos ahora al caso del colombiano Pedro
Sorela, profesor de Literatura y periodismo en
la Universidad
Complutense de Madrid.
Tomamos este caso porque nos permite un testimonio personal acerca
del tema tan controvertido sobre el hábito lector y
la
televisión. Es innegable que la televisión es un medio de comunicación extremadamente atrayente.
Sólo en estos últimos tiempos la computadora
e internet han
concitado un grado igual o superior de atracción, pero sin
que ello implique que «esto matará a
aquello».
Hoy en día está bien estudiada la
coexistencia de dos o más medios
tecnológicos que cumplen, o terminan por cumplir, funciones
diferentes, generando sus propios «nichos de
atención». Tanto profesores como padres se enfrentan
a estos nuevos medios a los cuales se les suele atribuir parte
(algunos consideran una gran parte) de la responsabilidad del porqué los niños
y jóvenes leen hoy menos que antes. En realidad el
problema es mucho más complejo de lo que suele aparentar y
a él nos hemos referido en un anterior trabajo. Lo
que no se puede negar es que las nuevas
tecnologías generan un poderoso atractivo y es por
ello que se suele hablar de adicción tanto a la televisión
como a internet, aunque al respecto no existe unanimidad de
opinión El tema, como hemos dicho, es muy polémico
y las diversas posiciones que existen tienen sus argumentaciones
muy sólidas y respetables.
Sorela nos cuenta que su infancia transcurrió en
una casa en la cual no existió televisor. Y no era porque
su familia fuese pobrísima. Fue una voluntaria y, al
parecer, meditada decisión de su padre, hombre que
vivió en un mundo de viajes
(procedía de una familia de diplomáticos) y que por
ello, según interpretación de su hijo, veía la
televisión como un pobre sucedáneo de la realidad.
Sorela atribuye a esa decisión de su padre el haber
adquirido el hábito de la lectura. Él se refiere a
varias circunstancias que explican que desde muy tierna edad
adquiriese el hábito de la lectura. En primer lugar
menciona el hecho de que era un niño que, permanentemente,
tenía que guardar cama debido a "haber nacido con la
garganta muy vulnerable, propenso a las anginas" lo cual
hacía que fuera presa fácil del aburrimiento, al
cual, él piensa, debería levantársele un
monumento porque sin él no es posible el acceso a los
libros. Sorela escribe:
"… solo el aburrimiento genera el estado de
ensoñación necesario al esfuerzo que supone en el
niño toda lectura".
Pero el factor decisivo para la adquisición del
hábito lector fue el no haber contado en su casa familiar
con ningún televisor. Refiriéndose a esto, Sorela
escribe:
"Es verdad que yo fui niño en los año
cincuenta, pero no lo es menos que, aunque la televisión
comenzaba, era el tema obligado en los recreos del colegio, y que
por consiguiente yo pedía una televisión casi con
la misma insistencia que podría poner hoy un chico. Pero
mis padres no cedieron. Mi padre aceptó una que le
regaló un amigo… durante un par de días. Creo que
miró un poco, debió comprobar algo que ya
intuía, y luego la devolvió. Lo que son las cosas,
ese episodio es uno de los decisivos de mi vida, pues
determinó mi vocación de escritor, que, al menos en
mi caso, lleva incorporada como una nariz, un corazón,
unos ojos, la de lector. Yo no quería leer, al comienzo. Y
si llegué a la lectura, fue porque, a la vista de la
actividad de sus moradores, en mi casa no había otra cosa
que hacer, como si la lectura fuese un modo de vida (lo
es)."
El problema está planteado. ¿Qué
hacer aquí y ahora? ¿Podríamos prescindir de
la televisión? Pretender ir contra el vertiginoso avance
tecnológico, en pleno siglo XXI, es una verdadera
estulticia. El propio Sorela nos cuenta su experiencia ya como
futuro padre: "(He de reconocer que, llegado el momento,
cuando me fui a casar yo también hice planes para
continuar con mi vida sin televisión… pero no me fue
posible: no sin razón, fui convencido de que no
podía imponerles a mis futuros hijos el prescindir de uno
de los principales lenguajes de su tiempo.)"
Profesores y padres tenemos que aprender a sacar partido
de todos los medios tecnológicos con los cuales contamos.
Tenemos que tomar conciencia que si
la televisión está jugando un papel negativo en los
niños y jóvenes lo es porque la vida familiar ha
cambiado en una forma nunca antes vista. El tiempo dedicado por
los niños a la televisión está en
relación inversa al tiempo que los padres dedican a sus
hijos. El tiempo dedicado a la televisión por los
integrantes de la familia constituye un valioso indicador de
cómo la estructura y
funcionamiento de la familia se ha modificado. Por otra parte, la
cultura
posmoderna, mediática, que nos ha tocado vivir está
centrada en el predominio de la imagen, del no
esfuerzo y del arrobamiento. Es imprescindible conocer, y muy
bien, el tiempo que nos ha tocado vivir, porque es la
única manera de poder superar
los problemas que
nos agobian. Sorela, siguiendo a Sartori,
señala:
"A riesgo de ser
acusado de utópico, elitista o apocalíptico (en la
acepción de Umberto Eco), no puedo por menos de advertir
de una conclusión que he ido sacando en 20 años
como profesor de escritura en
la universidad: los jóvenes, que son tan inteligentes y
aprenden tan rápido como siempre, están perdiendo
capacidad de abstracción y también
imaginación. Y el que lo dude, que intente razonar en
ideas sin confundir ese ejercicio con los pseudo debates de
ínfimo nivel de la televisión, y sobre todo que lea
los ejercicios de creación que escriben los jóvenes
( y a menudo que leen)…"
Sorela tratando de explicarse y explicarnos cómo
nació en él su vocación de lector y
escritor, llega al punto nuclear del papel que jugó su
padre, contador de anécdotas, recuerdos e historias, pero
contadas como algo vivido, aunque dejando la sospecha que era
realmente imaginado. Sorela escribe:
"…tenía (se refiere a su padre) un gran
sentido del drama y de la mise en scène, y se colocaba de
entrada en el centro de la historia. "Una vez en
Berlín…", empezaba, o El Cairo, Lima, Inglaterra cuando
la guerra, y
así. Pero cuando terminaba y uno quería completar
el cuadro -¿Porqué estabas en Berlín?-,
entonces se reía, feliz como el mago tras el truco que por
supuesto no descubre"
A esa virtud de narrador el padre de Sorela
añadía su talento para incitar a la lectura y leer
los mismos libros al tiempo con sus hijos, "como quien no
quiere la cosa, y al amparo de ese
sigilo irnos metiendo la idea de que realizábamos algo
único, valioso, extraordinario. Como en efecto era leer a
Julio Verne, Dostoievski, Víctor Hugo a según
qué edades es uno de los acontecimientos decisivos de una
vida –lo fue en la mía en cualquier caso-, y con la
misma impavidez, los libros de Enyd Blyton de ese año y
también los Tintín, cuya publicación mi
padre acogía cada año como un acontecimiento, con
un procedimiento muy
sencillo: en Navidades nos regalaba el de ese año… pero
competía con nosotros para ver quién lo leía
antes. Ese subrayado reforzaba el valor
extraordinario que bajo muchos puntos de vista tiene los
álbumes de Tintín".
De esta cita rescatemos algo que sólo muy de
pasada menciona Sorela, pero que es muy importante saber cuando
queremos, tanto padres como profesores, crear y fomentar el
hábito de la lectura, y que tiene un poderoso sustento
psicológico: «como quien no quiere la
cosa». He allí la clave. Debe llegarse al
niño a través del afecto, creando nuevos intereses
compartidos. Lo que le proporcionemos al niño debe
satisfacer su natural curiosidad, sus intereses. Recordar que el
niño siempre necesita cariño y que todo aquello que
se basa en una relación afectuosa cala profundo en el
psiquismo del niño. Esto lo apreciaremos claramente en el
testimonio que a continuación reseñamos.
Juan José Hoyos es un escritor colombiano nacido
en Medellín, en 1953, y que se desempeña como
profesor de la Universidad de Antioquia. Nos cuenta Hoyos que de
muy pequeño veía a su padre, a altas horas de la
noche y bajo la luz amarilla de
una lámpara -mientras todos los demás miembros de
la familia dormían- leer con pasión un libro, que
era nada menos que un viejo diccionario
Larousse, verdadera reliquia porque constituyó la
única herencia que el
abuelo de Hoyos legó a su padre. Veamos como
impactó en el niño Hoyos ese diccionario y
cómo de una manera directa la relación
padre-hijo-libro, fue cobrando una significación
trascendente:
"Todavía recuerdo el olor a polvo y a humedad
que se desprendía de sus hojas cuando yo las repasaba,
maravillado por las tardes, a mi regreso de la escuela. Pasaba
horas enteras, tirado en el piso, contemplando los grabados. Era
un Larousse ilustrado de comienzos del siglo XX.
Con el paso de los días, el libro, para
mí, alcanzó un valor extraño. Era la
época en que le preguntaba a mi padre por todas las cosas
del mundo, Él respondía casi todas mis preguntas
con una sonrisa en los labios. Y yo me preguntaba, asombrado:
¿dónde pudo él aprender tantas cosas? El
secreto comenzó a revelarse el día en que
después de escuchar una de mis incontables preguntas, se
levantó de la cama, abrió el armario y tomó
en sus manos el diccionario…
Cuando por fin aprendí a leer, las primeras
lecturas alucinantes que recuerdo fueron las de ese libro que,
aun así, descuadernado, parecía contener todas las
respuestas a todas las preguntas. Con ellas empecé a
descubrir el mundo. …" (Hoyos, Juan José "Historia
de un diccionario")
Padres, profesores… aprendamos a brindar tiempo a
nuestros hijos, a nuestros alumnos. Parece una tarea tan
fácil, pero, en la actualidad, por múltiples
razones, les dedicamos poco tiempo a nuestros hijos, poco tiempo
a nuestros alumnos. Nos ganan nuestras obligaciones
laborales, sociales, los contenidos programáticos,
nuestras obsesiones metodológicas, las exigencias de los
planes y programas,
así como las mil y una preocupaciones y angustias de todo
tipo. Lo que se resiente con todo ello es la relación
afectuosa padre-hijo, alumno-maestro, y con consecuencias
gravísimas. Reflexionemos en la expresión -tan
sentida- de Hoyos: "El respondía casi todas mis
preguntas con una sonrisa en los labios". Es la
relación amorosa tan necesaria para que pueda surgir el
hábito de la lectura.
Hoyos nos cuenta cómo empezó a devorar
novelas,
siempre acompañado del viejo diccionario Larousse, como un
amigo silencioso, inseparable, que lo ayudó a resolver
todos los misterios de
las palabras con las que deliraba al leer don Quijote. Y
aquí aparece la ternura de la madre. Ella, preocupaba
porque su hijo permanecía encerrado ya varios días,
leyendo nada menos que El Quijote, "tocaba la puerta del cuarto y
me decía: «Mijo, no lea más que se va a
enloquecer…»". Jorge Larrosa dice que la verdadera
lectura se caracteriza porque hace que algo le pase al lector:
que lo forme, transforme o deforme. Y eso ocurre con Hoyos:
"Cuando salí de aquel lugar, hasta la luz del sol
tenía para mí otro color. No
podía ser el mismo después de andar tantos
días por los campos de Castilla velando las armas con don
Quijote, durmiendo en posadas miserables con olor a establo,
peleando con molinos de viento y recibiendo en la costillas las
palizas de los pastores".
Convertido en un joven lector y ya habiendo conseguido
empleo, Hoyos
pudo comenzar a adquirir sus primeros libros y, lo que es
más significativo, compartirlos con su padre:
"Él se quedaba con la mitad de los libros. Cuando
acababa de leerlos, yo le entregaba la otra
mitad".
El relato de Hoyos alcanza gran expresividad y ternura
al referirnos la relación con su padre, cimentada por la
pasión común por la lectura:
"… Poco a poco nuestra pequeña biblioteca
fue creciendo. Hasta que tuvimos que trasladarla a uno de los
cuartos de atrás, adonde él se fue a vivir.
Allí pasaba los días y las noches, como don
Quijote, leyendo novelas… Cuando acababa una tanda de novelas,
volvía a empezar con la primera. Esa era la señal
silenciosa que me recordaba que hacía tiempo que yo no
compraba nuevos libros. Cuando llegaba con el paquete, … la
cara de mi padre se iluminaba. …En especial le gustaban los
escritores rusos. Pasaba con esos libros semanas enteras.
Recuerdo que William Shakespeare lo
leyó
completo en dos o tres ocasiones. Yo trataba de leer a la misma
velocidad…
Solamente en las vacaciones de fin de año lograba
alcanzarlo. Entonces nos sentábamos a conversar. Y
hablábamos de madame Bovary
y de Raskolnikov como si fueran personas vivas que
hubiéramos conocido semanas antes. Como si a los dos se
nos hubiera contagiado el mal de don Quijote".
Hoyos nos narra que sus inicios como escritor coincide
con la etapa en la cual su padre se estaba quedando ciego. Cuando
tiene en sus manos su primera novela publicada
corre para entregársela a su padre:
"… Años más tarde, cuando una
editorial aceptó publicar mi primer libro, y lo tuve entre
mis manos, ya impreso, corrí a llevárselo. Era
domingo. …Entré en su cuarto. … Le di un abrazo y le
entregué el libro. Él lo miró asombrado, con
una sonrisa. Ya casi no podía ver. Pero en su cara
apareció de pronto la misma luz que iluminaba sus ojos
cuando yo llegaba con los paquetes de libros y los dos nos
sentábamos a destaparlos. Recuerdo que me pidió que
le leyera en voz alta una o dos páginas.
…"
Me he extendido en el bellísimo relato de Juan
José Hoyos, porque es muy ilustrativo en lo concerniente
al sentimiento afectuoso que caracteriza la relación
familiar lectora. De paso Hoyos nos da un dato sumamente
importante. Su padre, que había vivido en un pueblito
campesino de
un lugar recóndito de Antioquia, había tenido que
leer a escondidas porque un sacerdote había prohibido,
bajo pecado mortal,
leer novelas, pasando por las casas para recogerlas y luego
quemarlas en una hoguera, en las afueras del pueblo.
Como estamos apreciando por los relatos que venimos
reseñando, el papel de la familia es fundamental en la
formación de los lectores. Pero la tarea es compleja. No
basta con ser lectores. Tiene que darse una empatía que
haga posible la pasión lectora ¿Cómo se
logra ello? No hay fórmula secreta. Demanda
esfuerzo, creatividad,
paciencia, comprensión y, sobre todo, mucho
amor.
El relato siguiente nos permite acercarnos a cómo
se da la preocupación de los padres por conseguir que sus
hijos lean y cómo este interés
puede aparecer de un momento a otro, por influencia de una obra
determinada, la cual, muchas veces, es motivo de polémica
entre los adultos y los especialistas, por diversos
motivos.
El trabajo del polígrafo español
José Antonio Millán titulado "La piedra
filosofal. Las razones de Harry Potter" permite analizar la
preocupación que en muchos padres genera el deseo de hacer
que los hijos sean lectores. Millán nos habla de algo muy
importante: del oficio de padre, que es paralelo a nuestros otros
quehaceres. Ese oficio, tomado con responsabilidad, exige tratar
de llegar a nuestros hijos y, para ello, tenemos que leerles lo
que consideremos que ha de concitar su atención, su
interés. Tenemos que vivificarles la lectura. Tenemos que
ser comprensivos y abiertos a los intereses de nuestros hijos y
de nuestros alumnos. Millán, al respecto
señala:
"…he leído también incontables
libros infantiles pero -¿cómo decirlo?- no los
leía para mí, sino como una tarea más de mi
oficio paralelo de padre, de modo que tampoco se puede decir que
sea un degustador del género. En
él actuaba más bien al modo de un médium:
infinidad de autores, la mayoría difuntos -supongo-
dialogaban a través de mis labios con mis hijos…mientras
que los ilustradores podían establecer contacto
directamente con sus destinatarios: ventaja de la imagen sobre la
letra…"
Y es en esta tarea docente-paterna que Millán
entra en contacto con una obra de especial significado por su
influencia entre los niños y jóvenes, justo en el
momento que más se habla que nuestros hijos y estudiantes
leen cada vez menos, que prefieren obras muy ilustradas y de muy
pocas páginas. En este sentido Harry Potter, la obra de
Joanne Kathleen Rowling, es desconcertante y, por otra parte, ha
desatado una gran controversia. La escuela y la familia de pronto
se ven frente a una obra -considerada por algunos como un
clásico del posmodernismo- que produce un gran impacto
editorial, en la medida que se publican cientos de miles de
ejemplares y en un tiempo muy corto. Padres y docentes, de
pronto, se ven ante el hecho desconcertante que hijos y
estudiantes se enfrascan en la lectura de una obra muy voluminosa
y concebida en varios volúmenes, lo cual no los arredra.
¿Qué había pasado? Existen diversos estudios
acerca de este fenómeno. Deseamos aprovechar el testimonio
de Millán para tener un acercamiento desde la
óptica de un padre lector, preocupado por fomentar el
hábito de la lectura entre sus hijos.
Refiere Millán que su hijo Bruno, cuando
tenía siete años, "ya leía con soltura
en un par de lenguas:
quiero decir, que sabía juntar las letras para conseguir
palabras, y palabras para construir frases, y que era capaz de
coger un tebeo, y partirse de risa, o un libro ilustrado y
recorrerlo despacio, pero aún no le habíamos
descubierto leyendo con linterna debajo de las mantas, y eso nos
preocupaba…¿Sería nuestro hijo, el hijo de un
matrimonio
libresco, un simple lector de tebeos? Pero de pronto, ese
niño que había recibido de sus padres repetidas
ofertas de clásicos y no clásico, infantiles y no
tan infantiles y que los había rechazado porque eran
aburridos, porque no le gustaban, comenzó a devorar Harry
Potter. Millán nos cuenta algo que deseamos
resaltar:
"Nos acercamos despacio, y le hicimos una pregunta
casual, del estilo de "¿Qué tal?". Y entonces
levantó la cabeza y dijo, con la mirada aún
vidriosa y soñadora:
-Esto es como la tele.
¡Como la tele! Bruno había descubierto
repentinamente que las letras convocaban personajes, sucesos,
paisajes y climas, de forma tan rica y tan simple que uno
podía, sencillamente, pararse a mirarle. Porque el
esfuerzo y la mecánica de la lectura -esa trabajosa
combinatoria de signos para
evocar fonemas que despertarán palabras, con sus cargas
sintácticas y semánticas que apuntan a hechos y
seres que no eran necesariamente de este mundo- había
disminuido hasta tal punto (o quizás había
adelgazado tanto, en comparación con la riqueza de los
frutos obtenidos), que sencillamente, no importaba, y quedaba
sólo la vivencia ajena y vicaria, pero
vivísima…"
«Esto es como la tele». Y tanto criticamos a
la tele y talvez no nos hemos percatado adecuada y
suficientemente lo que en el fondo tiene ella de atractivo. Tiene
que ver con la mentalidad fantástica y fantasiosa del
niño y en general de todos los seres humanos. Existe un
componente tanto ontogenético como filogenético que
hace que nos subyugue la oralidad de las narraciones
fantásticas de los cuentos, donde aparecen seres cuya
existencia y actuación no tiene nada que ver con las
leyes normales
del espacio, del tiempo, de la causalidad y que, por lo tanto,
constituye otro universo, el cual
se abre con las palabras mágicas "Érase una
vez…". Me viene a la memoria lo
que nos cuenta el afamado helenista francés Jean-Pierre
Vernant en su obra titulada, en español, "Érase una
vez. El universo, los
dioses, los hombres. Un relato de los mitos
griegos", acerca de cómo esta obra, cuya primera edición
en francés es de 1999, tuvo su origen cuando unos
veinticinco años atrás, encontrándose de
vacaciones con su esposa y su nieto Julien, el pequeño
todas las noches, con impaciencia, le decía:
"¡Abuelo, la historia, la historia!". Yo me
sentaba a su lado y le narraba una leyenda griega. Hurgaba sin
demasiado esfuerzo en el repertorio de mitos que me dedicaba a
analizar, desmenuzar, comparar e interpretar para tratar de
comprenderlos, pero se los transmitía de otro modo,
espontáneamente, como me venía a la mente, a la
manera de un cuento de
hadas. Mi única preocupación era seguir el hilo del
relato del principio al fin, en su tensión
dramática: érase una vez… Julian (sic) me
escuchaba, parecía feliz. Yo también lo era"
(Vernant, Jean-Pierre, 2000, p. 7).
Volvamos al análisis muy perspicaz de
Millán. El ingreso al universo fantástico que
subyuga a los niños, pero no solo a ellos, admite otras
leyes espaciotemporales, pero no así contradicciones
lógicas ni psicológicas. Millán nos dice:
"Mientras las leyes naturales y físicas son
cuidadosamente transgredidas, las lógicas y
psicológicas deben mantener su puesto, pese a todo".
Pero hay otro aspecto que remarca Millán: la
identificación con el héroe o protagonista. "El
sufrimiento vicario, o el triunfo por delegación, es el
elemento emocional –el hilo de tensiones- que engancha al
pequeño oyente, le hace temblar de expectación o de
deseo, le aterra o le exalta y es, en definitiva, la constante
que le mantiene prendido de la historia".
Harry Potter, según interpreta acertadamente
Millán, se viene a inscribir en la tradición de
literatura popular que desde siempre ha concitado la
atención de los seres humanos, precediendo a la propia
lectura, porque es lectura oral e incluso oralidad sin lectura,
oralidad pura, como cuando se relatan cuentos, historias que se
han ido transmitiendo de generación, que varían con
los pueblos y con los tiempos, pero que poseen un sustrato
común. Muchas veces también se les relata a los
niños pequeños historias inventadas. Cuanto
más fantásticas sean estas narraciones más
concitarán la atención. Millán, al respecto,
con la sencillez pero profundidad que logra en este trabajo, nos
dice:
"Sí: como se ha señalado con
frecuencia, los hijos te obligan en la práctica a rehacer
no solo tu propia historia (ontogenia), sino una gran parte de la
historia de la Humanidad (filogenia). Y cuando has acabado la
revisión, te mueres…"
Sobre Harry Potter se ha escrito bastante. Para algunos
es una obra intrascendente, en tanto que para otros es
dañina, peligrosa, porque es un producto
diabólico que estimula, en niños y jóvenes
el aprendizaje
de sortilegios y hechicerías. Según nos narra
Fernando Báez, para el pastor Jack Brock, Harry Potter es
un producto diabólico y está destruyendo a la
gente. Se llegó al extremo, el domingo 30 de diciembre de
2001, en Alamogordo, al sur de Nuevo Méjico, en Estados Unidos,
de quemar cientos de ejemplares de la serie juvenil que
impulsó el prestigio del inolvidable Harry Potter. (Cfr.
Báez, Fernando, 2004, p.275). Más allá de
estas posiciones fanáticas, que la encontramos
principalmente en grupos cristianos
protestantes, queda el hecho innegable que es una obra que ha
logrado que muchísimos niños y jóvenes que
no leían, ahora lean.
La lección está dada. Tenemos que ser lo
suficientemente perspicaces para darnos cuenta que en el
niño lo mágico, lo fantástico juega un papel
muy importante y que debe ser aprovechado para lograr que se
acerquen a los libros, a esos libros voluminosos puro texto,
carentes de ilustraciones, que muchos consideraron que nunca
más volverían a ser leídos por niños
y jóvenes. No olvidar que esos libros han de
desempeñar el papel -que siempre ha jugado- de sentar las
bases lectoras que hagan posible la lectura de obras,
llamésmole mayores, pero sin perder de vista que el
fomento de la lectura no debe estar pensada sólo en
función
de ese tipo de obras.
Las obras menores o livianas también tienen su
encanto, aunque innegablemente hay que diferenciar también
matices de calidad. Pero
conforme se vaya leyendo más y más, la sensibilidad
lectora se irá cultivando y llegará el momento que
se pueda transitar en búsqueda de las mejores obras de
todos los tiempos, géneros, estilos. Pero ello ya
implicará un nivel lector que no todos alcanzarán.
El papel de los padres es muy importante.
La lectura en los niños tiene que ser sembrada y
cultivada (cuidada) con dedicación y sobre todo con mucho
cariño. Millán nos cuenta como sus dos hijos fueron
al acto de presentación de la cuarta entrega de la saga de
Potter. Al entrar al recinto, una señora les
preguntó: ¿Contraseña? Y los dos
niños contestaron: ¡Caput draconis! Y así
pudieron ingresar. Es nuestra tarea, nada fácil por
supuesto, de conseguir que nuestros hijos, nuestros alumnos,
dispongan de la contraseña que les permita ingresa al
mundo de la lectura, porque una vez que transpongan su umbral han
de permanecer, por toda la vida, en ese maravilloso mundo. La
lectura es un mundo sin retorno.
Alberto Manguel, prestigiosísimo intelectual
argentino nacionalizado canadiense, autor de la importante obra
titulada Una historia de la lectura, que lo ha catapultado a la
galería de los escritores más famosos de estos
últimos tiempos y nada menos que con una historia de la
lectura, al parecer un tema muy especializado, pero de tipo
autobiográfico, que es lo que le da el toque de
singularidad. Al estar muy bien escrita y ampliamente documentada
alcanza gran prestancia.
El papel que el entorno familiar de Manguel ha jugado en
su formación como lector es, por un lado, perfectamente
claro, pero, en otro sentido, en el que se refiere al factor
afectivo que lo ligó a su padre en su relación con
la lectura, existe una marcadísima parquedad, lo que se
explica, y el propio Manguel lo señala, por la
profesión de su padre: diplomático. Cuando habla de
sus lecturas se refiere a que esta le proporcionaba "una excusa
para aislarme o quizá daba sentido al aislamiento que se
me había impuesto, ya que,
durante toda mi temprana infancia, hasta que regresamos a
Argentina en 1955, había vivido aparte del resto de mi
familia, al cuidado de una niñera en una habitación
separada de la casa…." (Manguel, 1999, p. 24) Y al hablar de su
padre y de los libros como parte constitutiva de su hogar,
escribe: "Como mi padre era diplomático viajábamos
mucho, y los libros me proporcionaban un hogar permanente, en el
que podía habitar como quisiera y en cualquier momento,
por muy extraña que fuese la habitación en la que
tuviera que dormir o por muy ininteligibles que fueran las
voces al otro
lado de la puerta". (Manguel, 1999. p. 25).
Si es cierto que no encontramos, en forma
explícita, en los testimonios de Manguel que hemos podido
consultar, un referente al aspecto afectivo paterno filial en su
relación con la lectura, sin embargo la influencia de su
entorno familiar fue decisiva. Creció entre libros,
gozando, además, de todas las facilidades para acceder a
ellos. Refiere que su padre tenía en Buenos Aires una
biblioteca que casi nunca se utilizaba, pero que su padre
había encargado a su secretaria "de que la equipara y ella
procedió a comprar libros por metros y a hacerlos
encuadernar de acuerdo con la altura de las estanterías,
de manera que la parte superior de las páginas en muchos
casos había desaparecido y, a veces, hasta faltaban las
primeras líneas". (Manguel, 1999, p. 27). Esa biblioteca
paterna Manguel la descubre en su adolescencia y
comienza a consultar artículos y obras vinculadas al tema
de la sexualidad.
Un entorno familiar en el cual las condiciones
económicas hacen posible vivir rodeado de comodidades y,
en este caso, rodeado de libros, constituye, innegablemente, un
medio totalmente favorable para la formación del
hábito lector. Pero ello no basta. Porque no existe una
relación causal necesaria entre solvencia económica
y hábito lector. En una entrevista
realizada por Javier Rodríguez Marcos, Manguel al tocar el
punto de cómo fomentar la lectura, de si realmente puede
hacerse algo para conseguir formar lectores, señala que es
poco, por no decir nada, lo que se puede hacer: "Tal vez poner
libros a la disposición de la gente. Decirles a los
estudiantes que eso les pertenece. No imponer literaturas
oficiales. No hablar de clásicos, de reglas, de alta y
baja literatura. Son categorías que alejan de lo que debe
ser la libertad del
lector ante el texto". Aquí vemos reflejada la influencia
de su entorno familiar. Él creció inmerso en los
libros y gozando de plena libertad para acercarse a ellos. En
él se cumplió aquello de que nos habla Fernando
Báez: "Los libros no deben llegar a los niños; los
niños deben llegar a los libros".Por lo general esto se
facilita cuando el niño vive en un mundo en el cual los
libros y la lectura es lo cotidiano.
Manguel, que se declarara lector voraz, -aunque no
erudito- y poseedor de una biblioteca de más de cincuenta
mil volúmenes, cuenta que a los cuatro años pudo
percatarse que había "podido transformar unas simples
líneas en realidad viva, me había hecho
omnipotente. Sabía Leer". (Manguel, 1999, p. 19).
Llegó a la lectura, como lo hizo también Savater,
porque había tenido acceso desde sus primeros años
de vida a los libros, leídos en su entorno familiar y en
el caso de Manguel, por su niñera. Este aprendizaje
marca
definitivamente a Manguel: "Una vez que aprendí a leer
las letras, lo leía todo… Cuando descubrí que
Cervantes, por
su afición a leer, leía "aunque sean los papeles
rotos de las calles", entendí perfectamente la necesidad
que lo empujaba a esta pasión de basurero. El culto al
libro (en pergamino, papel o pantalla) es uno de los dogmas de
una sociedad que lee y escribe. El islam aún
lleva más lejos esa idea: el Corán no es
sólo una de las creaciones de Dios, sino uno de sus
atributos, como su omnipresencia o su compasión".
(Manguel, 1999, p. 21)
Hijo de padre diplomático viajó mucho
desde sus primeros años de vida. Al mes de nacido
viajó a Israel, cuando su
padre fue enviado a dicho país, y allí estuvo bajo
el cuidado de una nodriza checa de lengua alemana
que le enseñó alemán e inglés.
Acostumbraba a leer en soledad y, como él dice, cada libro
era un mundo y en él se refugiaba. Los primeros cuentos
que recuerda haber leído son los de los Grimm, los cuales
releyó, según sus propias palabras "mil
veces". Manguel dice que uno de los encantos de la lectura,
común en los libros y en los lectores de cierta edad, es
la repetición, la tendencia de los niños y de los
viejos es a releer, porque probablemente "pensamos que si un
texto nos hizo feliz puede volver a hacernos
feliz".
De adolescente, a los doce o treces años,
descubre la biblioteca paterna en Buenos Aires, en la cual
comienza a leer, en la enciclopedia de Espasa-Calpe, "los
artículos que, por una u otra razón, imaginaba
relacionados con el sexo:
"masturbación", "pene", "vagina", "sífilis",
"prostitución". Allí leería
-tiempo más tarde- para completar su educación
sexual (son sus palabras) El conformista, de Alberto Moravia;
La impura, de Guy Des Cars; Peyton Place, de Grace Matalious;
Calle Mayor, de Sinclair Lewis; y Lolita, de Vladimir Nabokov.
(Cfr. Manguel, 1999, pp. 26-27)
El gran filósofo español Fernando Savater
en su importante y sabrosa autobiografía titulada "Mira
por dónde. Autobiografía razonada", nos proporciona
valiosa información sobre cómo en el seno de
su familia fue generándose el gran lector en el cual se
convirtió desde muy temprana edad. Su padre, notario de
profesión, era muy aficionado a la poesía
y a ello atribuye Savater su "adicción temprana y
sempiterna al modernismo
proviene en gran parte de las poesías
que me recitaba -y muy bien por cierto- cuando yo aún no
tenía ni diez años. Disfrutábamos
especialmente, él declamando y yo bebiendo la música verbal del
nicaragüense, (se refiere a Rubén
Darío)…" (Savater, 2003,p. 33). Savater nos
cuenta también que su padre solía contarle cuentos,
protagonizados por un perrito llamado «Pirulo» que
acompañaba y ayudaba al gran
«Rin-tin-tín». Fue su padre quien le
obsequió «El tesoro de la juventud» "probablemente la mayor fuente
escrita de información y deleite que he tenido en la
vida".
Savater también destaca el papel de su madre, la
gran lectora del hogar: "La inmensa mayoría de mis
primeros libros me los compró mi madre, la lectora de la
casa (a papá, en cambio, nunca
le vi leer más que el
periódico; en él la literatura era ya pura
memoria, por
eso probablemente prefería las rimas a otras formas
poéticas). Pero fue mi padre quien me regaló
Platero y yo, el mismo año en que dieron el Nobel
a Juan Ramón
Jiménez. …" Su madre le leía un cuento ilustrado
de animales
parlantes, cuyo protagonista era un león, "que yo
escuché una y mil veces hasta aprendérmelo de
memoria" y que le permitió aprender a leer antes de los
cinco años. Es a su madre a quien Savater ha dedicado un
bellísimo y muy emotivo reconocimiento titulado Lo que
te debo, capítulo tres de sus memorias.
Allí leemos:
"Tu voz precisa y entonada de lectora, la que yo
más he amado, es la última que aún se
resiste a abandonarte. Ninguna madre tiene derecho a quejarse de
que sus hijos nunca lean o lean a regañadientes si ella no
ha sido capaz de leerles de vez en cuando como tú me
leías a mí…incluso mucho después de que
supiese ya leer perfectamente, sólo por darme gusto. No
hay cosa que más deteste ahora que verme obligado a
soportar una lectura de poemas o un
capítulo de novela balbuceado con narcisismo incompetente
por su autor o una conferencia
leída (que frente a una espontáneamente recitada es
algo así como alimentarse con guisos enlatados en lugar de
tomar alimentos
frescos): pero si tú aún pudieras leer para
mí cuentos de hadas o historias de animales que hablan, me
acostaría a escucharte como cuando tenía fiebre. Para
siempre". (Savater, 2003, p. 47)
Jorge G. Paredes M.
Lima-Perú
Noviembre 2004
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