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Ciudades y escritores (página 4)




Enviado por irapavilo



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Totalmente enhechizado, carente de voluntad,
atónito, estupefacto y boquiabierto ante la imponente
majestad de Salamanca, el poeta confiesa: "Abro los ojos / y
desamarro los límites /
a dos mundos que comienzan / en el lugar exacto de la ausencia. /
No sé si todo es adiós / o si las capas de luz y de sombra /
fraccionan el horizonte ubicuo. / Pero esta vez me corresponde
aprender. / (…) Abro los ojos para trazar el itinerario /
que alimenta el corazón. /
Aquí encontré un último rincón /
donde me he demorado / tramitando el estatuto de las
germinaciones…"

Aprendizaje no exento de dudas y vacilaciones, de
momentos de flaqueza y tentativas de renuncia, es el que le
corresponde realizar arduamente al poeta, quien no se amedrenta
ante la magnitud del reto de construir otro mundo en un reino que
no ha sido el suyo y que terminará por serlo. En poema
dedicado a su hijo José Alfredo, a su orgulloso legado
sanguíneo en tierra
salmantina, el escritor rememora, argumenta y concluye: "Y es que
todo fulgor necesita de un cielo inextinguible / y de una voz de
fondo que le vaya dictando / los perfiles de la ciudad unida a su
destino (…) Entonces, / como un aprendiz de perspicaz
entendimiento, / abro los ojos para redactar los fundamentos /
concernientes a la vida y a las moradas de luz / de un territorio
íntimo de la vieja Castilla. / Después, cuando ya
sólo sea huesos o ceniza,
/ puede que este legajo de palabras fieles / me siga religando
con la visión de lo querido."

Ya en plena posesión de su nuevo entorno castellano,
convertido, por efecto de la constancia y del entusiasmo, en un
salmantino por convicción y no por adopción,
el poeta se dedica a glorificar a la ciudad y sus alrededores, a
demostrar su afecto a las nuevas querencias logradas en tierras
ibéricas y, en especial, su gratitud a aquellos
desprendidos samaritanos que le tendieron una mano solidaria. El
poeta, agradecido y sin empachos, así lo declara: "Yo
estaba allí, / en ese allí deslizado hacia el
vacío / y el yo habitado por doloridos adioses / de mi
patria. / Sin embargo, no faltaron apoyos felices / y un
horizonte para siempre. / En Salamanca el pan y la palabra
amistad /
llegaron juntas, atentas al joven / sin vituallas."

Transmutado en pastor físico y espiritual de los
innumerables y variados peregrinos que acuden a Salamanca para
beber de su ancestral sabiduría y recibir el óbolo
de su inextinguible brillo, Pérez Alencart realiza su
santo oficio ambivalentemente, generoso y pichirre,
munífico y avaro, espléndido y tacaño,
dadivoso y amarrete: "Con los ojos del amor / y la
voz purificada por el tiempo. /
Así la entrega de los dones, / el alcance de la ciudad que
/ – como guía – / ofrezco a los visitantes. / Pero siempre
oculto algún tesoro. / No quiero que manchen nuestra mesa
/ al servirse a manos llenas."

La ciudad, sus iglesias, sus torres, sus calles, su
Plaza Mayor, su cielo, sus monumentos, conventos, calles,
palacios y casonas ocupan la atención de nuestro escritor. Dejemos que
Pérez Alencart nos conduzca de nuevo, esta vez, por la
ciudad dorada que le brindó física y espiritual
posada. Acompañado de sus versos nos introducirá el
día de hoy en el brillo y en la oscuridad, en el fulgor y
en las negruras, en la luz y en las sombras de esta ciudad sin
tiempo que es ella, la que siempre ha sido, y la otra, aquella
que se renueva cotidianamente cuando es recorrida con los ojos de
la fogosidad y la exaltación, tal como lo hace nuestro
poeta, para ofrendarle a Salamanca una fidelidad que sólo
otorgaban las ancestrales tejedoras de Ítaca: "VOY a
conducirles a lugares donde se pierde la luz del día,
donde una antorcha alumbra el paso de quien busca penetrar en
túneles de verdusca soledad. Bajo superficie adorable, la
ciudad oculta pasadizos de evasión y terribles secretos de
fe. Fuerzo los tabiques que separan estas regiones de penumbras y
entro al tajo que comunica San Esteban con las Dueñas y el
sótano de Clerecía. Algo me dice que voy pisando
vestigios de amores enterrados por el olvido. También
percibo huellas de voraz Inquisición. Pero no juzgo ahora,
sometido al aletazo de la fábula y a la fuerza cierta
del susto a dos manos. Cada historia tiene su marejada de
fantasmas;
cada sensación trajina por el pecho a temperatura
diferente. En las entrañas de la ciudad hay un reguero de
caminos, unos polvorientos y otros para ser visitados en barca.
Vengan compañeros." Vayamos entonces.

  • Salamanca: "No serás sino aquel
    hombre que
    celebre su ciudad / a cada instante, en todo campanario o
    torre / profanadora de los vientos. / No habrá
    fatigas. Ningún demiurgo / dictará qué
    tejados y qué terrazas / formarán parte de tus
    recuerdos. No descubrirás otro cielo como éste,
    propicio para las apariciones / de cuencos de luz y de
    escarcha (…) No podrás irte de ella / pues su
    sombra estará dispuesta a amanecer / en las cornisas
    de cualquier ciudad extraña / hasta saturar tu
    memoria
    con el fuego de tu nombre."

  • Otra vez Salamanca: "Ciudad irrechazable, me
    vienes cual sucesión de desnudeces, / sólo
    altar, sólo / linaje de todas las edades. / A ti ato
    mi memoria, / Salamanca, / cálido refugio, lugar de
    residencia, vida por delante. / Y si el paso mortal prepara
    su lecho de ascuas, / pueden leerme a la intemperie, / sin
    flores, sin lágrimas, / silabeando el calor de
    algunos versos. / Dorándome aquí
    estaré."

  • La Plaza Mayor: "SERENA / pero atada al gozo
    de saberse única / y dadora de luces que generan
    servidumbre / de distintos y distantes (…) Los
    años no han pasado. O si lo hicieron, / fue para pulir
    aún más estas invaluables fachadas / estampadas
    en el corazón de todo salmantino, de cada visitante,
    de más de un ausente (…) Plaza Mayor, donde la
    gente charla, gira. Cruza, queda…Plaza Mayor, caudal
    de asombros, / voces
    rotas y silencios, / Plaza Mayor, selecto medallero para
    empezar a gravitar por el mundo."

  • Casa de las Conchas: "SE diría que uno
    respira mejor cerca de estas paredes que acogen la marea de
    trescientas conchas. También la mirada incita a
    recrearse con la estampa de un atractivo reino que contagia
    amores lucientes al batir la flor de lis en el zaguán
    de las apariciones (…) Aquí continuaremos,
    mientras la luz del día, con la ambición de
    descubrir algún desplazamiento furtivo."

  • El Puente Romano: "CEDEMOS el paso / a los
    tibios espíritus que rebrotan, / ajenos / a la absurda
    prisa de estos tiempos. / Reconocemos su abolengo, / pues
    apenas somos palabra / ante las piedras talladas durante el
    primer milenio."

  • La Clerecía: "LOS dones de lo
    existente bañaron por siglos su barroco
    esplendor. La Clerecía tiene dos alas tremendas,
    imponentes sobre el cielo de Salamanca, en silenciosa
    comunión para las bienaventuranzas. Ahí
    está la Pontificia, ensanchada con el Real Colegio, de
    frente al aire, Lejos
    todavía de la sombra de Dios (…) Uno se
    reconoce pecador pero los otros no son santos."

  • Torre del Clavero: "Un fragmento de fortaleza
    y la anunciación del fuego sobre las altas torres del
    torreón octogonal. (…) Quedan ojos llenos de
    preguntas ante los escudos de esa posesión. Huellas de
    adioses están tatuadas en los ojos que guarda el
    manantial de paz de la Plaza Colón."

  • Palacio de Fonseca: "Y ya no hay despedida,
    pues la imaginación lo instala en el centro de un
    patio que acumula certeras esquirlas del Renacimiento. (…) El claustro
    proporciona sombras para oportunas
    resurrecciones."

  • Calle de la Compañía: "Al
    derrumbe del invierno girábamos nuestros pasos hacia
    la calle de la Compañía. Allí, de
    madrugada, la sugestión de los muros nos trasladaba
    siglos atrás, cuando los trovadores desorientaban la
    noche conspirando con amor y palabras tutelares. Las farolas
    estaban colgadas en la piedra, como los candiles que daban
    lumbre a los bardos de entonces."

  • Universidad de Salamanca: "El estudio puede
    ayudar a menguar la sordidez / del ser humano y reclamar unas
    aulas donde lata / la conciencia
    sin la fiebre o
    el aluvión / que purgan los agazapados (…) No
    escatimo alabanzas para Salamantica Docet / pues su
    nombre representa un esqueje de la dicha, / la presencia
    continua a cuyo humus me aferro / por ser palabra y por ser
    idea."

  • Calle del Ataúd: "ALGO fluye desde las
    congojas de estas sombras salmantinas, / algo resbala para
    que tiemble mi carne entera / y me pierda amanecido como si
    me hubiese tragado / el párpado lento de un muerto
    regresando / con su trozo de olvido (…) Algo fluye
    como un ataúd que me pone de muerte."

  • Casa de las Muertes: "Detrás de
    aquella puerta el extravío. / Se escuchan saetas
    aplacando la mano / del exterminio. / Pero el oscuro lienzo
    crece a dentelladas, / urdiendo su porvenir / al doblar la
    escalera donde reposa / el maleficio. / Al otro lado del
    día, / en la plenitud surgida para lo aciago, /
    discurren cuchillos / detrás de aquella puerta. /
    Qué lugar."

A Pérez Alencart no se le escapa que Salamanca,
además de todo lo visto y evocado, es también su
valiosa gente – académicos y escritores,
científicos y humanistas – , en fin, el legado de
conocimientos realizado por hombres de saber que dejó una
impronta indudable en el plural acervo cultural de la humanidad,
en el variado capital
intelectual del planeta. En su poesía
de asombros salmantinos hay un espacio para nombrar, rememorar y
enaltecer los grandes hombres a los que Salamanca asocia su
prestigio para hacer posible el lema identificador de su
orgullosa y presuntuosa universidad:
"lo que la naturaleza no
da, Salamanca no lo presta."

Nuestro poeta incluye en sus salmantinos cánticos
de alabanza a algunas de aquellas figuras que hacen de Salamanca
algo más que un cielo, y mucho más que una ciudad.
Dejemos nuevamente al poeta renovar sus afectos y expresar su
admiración por:

  • Fray Luis de León: El
    escritor apostado en el aula que lleva el nombre del
    acontecido fraile en la Universidad de Salamanca, discreto y
    transido, expresa: "Soy / el rezagado que vuelve / para
    conservar este silencio / entre las paredes del instinto. /
    Llego y me siento, subrepticiamente, / en el incómodo
    pupitre / que guarda los años hurtados al maestro: / y
    el ayer se me hace un hoy / defendiendo su mañana".

  • El Abad Salinas: "CONSTA en algún
    códice el peso de los sonidos / que rodeaban al
    maestro de la aritmética / metida entre los dedos del
    alma. /
    Sé que él enseñó / a conocer las
    antiguas raíces de lo intenso, / la fecunda fiebre de
    quienes escuchan la armonía obstinada del
    mundo."

  • Francisco de Vitoria: Ante la lápida
    que cubre los restos del insigne jurista, inspirador del
    derecho de las gentes de la América castellana, nuestro escritor,
    el peruano – español, el de los dos lados de
    América, el que conoce bien la histórica
    realidad del indio y del mestizo, el también abogado,
    "empapado de su aliento", sentencia: "También existe
    una paz eternizable / decidida a garantizar el posible
    olvido. / De aquí salió una voz para calmar /
    los nítidos quejidos de otros semejantes. / De
    aquí salió una idea que comprendió / la
    índole del quebranto; una idea / que creció
    ante la exactitud de la tristeza. / Un hombre con los ojos
    puestos en el Supremo / no debe hacerse cómplice de
    torpes abusos."

  • Carraolano de Urbieta: Se transmuta el
    escritor en su personaje para confesar sus saberes y sus
    placeres; "Yo, Carraolano de Urbieta, Bachiller por
    Salamanca, / no sé otra cosa hacer que sobresaltar las
    carnes, / rozarlas con la piedra filosofal, madurar las
    orillas / del amor y amanecer descifrando códigos,
    mimetizado y sumiso al corazón de las
    doncellas."

  • Miguel de Unamuno: "Sucede que nadie
    llegó a Salamanca a gritar blasfemias como él,
    soplando fuerte, tensando los músculos, con el pecho descubierto y la
    mirada terriblemente convulsa cuando destrozaban las
    entrañas de su España
    (…) No haya quietud mientras el vasco
    indómito siga
    respirando en su Salamanca."

  • Antonio de Nebrija: "Algo le decía al
    maestro Antonio / que su trabajo
    era para siempre, que las palabras adecuadas son un poder, /
    no para hablar por encima del hombro / sino como una alianza
    labrada / desde el principio hasta el final. / Hoy su estela
    se asemeja / a una palabra / recién creada / pero
    obediente al gramático centinela / y con el aliento
    imperial tatuando los labios / de sus mortales
    portavoces".

  • Girolano de Sommaia: "Inútil
    cuestionar su afán por el teatro, /
    los libros que multiplican el esplendor / junto a las
    tertulias literarias, junto / a los lances amorosos, / junto
    a los juegos de
    cartas / y la
    correspondencia con el orbe. / Girolano aspiraba a rodar /
    por el plenilunio de los siglos. / Concedámosle un
    trozo de cielo / y ningún olvido."

  • Diego de Castilla: "En la Universidad, un
    joven limpiaba / su capa para vivir de otra manera, / para
    ser magnífico y excelentísimo, / para que su
    voz proyecte un sentimiento, / un eco de la Nueva
    España, unos verbos / rezumando la trashumancia del
    castellano. / Don Diego, llegado en el galeón de
    Acapulco, / guardaba intacta la lumbre de los sueños,
    / el imperio de la sangre
    amotinada junto a las bellas cicatrices del delirio. Pero un
    once de noviembre, un domingo / de San
    Martín, vencidos aquellos consiliarios / que al
    canónigo de Ávila querían, / su balanza
    de afectos se inclinó a Salamanca, / al polen de la
    creación universal…"

El poeta recorre también, en su soledad y en sus
evocaciones, los alrededores de Salamanca así como
variados rincones de la provincia castellano-leonesa, pero es su
nostalgia y admiración por Salamanca misma, la
indómita y majestuosa ciudad de Castilla la que
continuamente lo subyuga; vencido, sin más argumentos que
los ofrecidos por la emoción, Pérez Alencart se
inclina respetuoso y admirativo ante la dorada ciudad de sus
asombros: "HOY eres tú el hervidero de mis
rapsodias de amor. Hoy la piedra, quieta en su lugar, late como
yo quiero, se incendia como una nave varada entre los cielos,
concentrada en deslumbrar las raíces del tiempo,
hambrientas como siempre por agrietar las creaciones que el hombre
levanta para responder a sus creencias o para reflejar la dicha
de encontrarse lejos del abismo; todavía. Hoy en el
color que
el amor hunde
en tierra firme y en aguas del Tormes, la ciudad es un vividero
bendito: hay vislumbres visionarias en la noche; hay
espíritus que zumban sobre el legendario puente de los
romanos y parecieran subirse a las grupas del toro atado al aire;
hay luz altiva en la nueva catedral porque nunca se agota la
lluvia de sus faros ni el vigor de su origen consagrado. Y en el
vecindario, entre tantas trifulcas del contacto humano, una paz
se impone; todavía. Hoy me encuentro de pie, en la otra
ribera, viendo cúpulas y cresterías donde anidan
las cigüeñas. El ámbito azul se va disipando
en el ultracielo mientras la limpia noche ensancha una inmensa
belleza que muda su piel al paso de las horas y las nubes: Todo
irradia hermosura, todavía. Salamanca es un mar amarillo,
una visión mayor, el mudo universo que me
hace atesorar imágenes
de amor; todavía."

Venecia y Thomas
Mann

El silencio peculiar de la ciudad
parecía

absorber blandamente sus voces,
apaciguándolas

y deshaciéndolas en el
agua.

Thomas Mann

Se puede vivir en Venecia, en esa ciudad
inverosímil, confusa, incomprensible, compuesta por 120
islas formadas por 170 canales, en la que es posible cruzar 400
puentes diferentes, denominada por siempre, y en honor a la
realidad, la reina del Adriático. Se puede también
morir en Venecia, como le aconteció a Gustavo Von
Ashenbach, el protagonista de la novela de
Thomas Mann: La Muerte en Venecia, ese personaje
meticuloso y detallista, deseoso desde su juventud de
fama y reconocimiento, creador de una obra literaria que con el
tiempo adquirió "cierto carácter oficial, didáctico; su
estilo perdió las osadías creadoras, los matices
sutiles y nuevos; su estilo se hizo clásico, acabado,
limado, conservador, formal, casi formulista… se incluyeron
escritos suyos en antologías de lectura para
uso de las escuelas. Por eso, al cumplir los cincuenta
años cuando un príncipe alemán que acababa
de subir al trono le concedió un título de noble,
él no lo rechazó".

Von Aschenbach se convirtió así en
"el poeta de todos aquellos que trabajaban hasta los
límites del agotamiento, de los abrumados, de los que se
sienten caídos aunque se mantienen erguidos
todavía, de todos estos moralistas de la acción
que, pobres de aliento y con escasos medios, a
fuerza de exigirse a voluntad y de administrarse sabiamente,
logran producir, al menos por un momento, la impresión de
lo grandioso". Pues bien, ese mismo Von Aschenbach, el hombre que
nunca tuvo tiempo para el ocio, que interpretó la vida
como una inflexible disciplina en
la que la distensión y la indolencia no tenían
cabida, decidió, un buen día, poner su cotidianidad
entre paréntesis, abandonar la reiterada rutina de sus
casas de campo y de la ciudad, para huir, liberarse, descansar de
todo y de todos.

Ese escritor de inspiraciones breves, experimentó
de pronto un ansia de aventura, una inclinación por lo
lejano que, luego de una fallida estada en una isla
adriática, donde no encontró ni lo exótico
ni lo extraordinario, lo llevó a trasladarse a Venecia, a
esa ciudad magnifica "de irresistible atracción para las
personas ilustradas, tanto por el prestigio de su historia como
por sus actuales encantos".

No era la primera vez que Von Aschenbach pernoctaba en
Venecia, había estado antes,
en otras ocasiones. Sin embargo, esta visita fue diferente desde
el comienzo hasta el fin, hasta su propio fin. Una vez más
se maravilló con el esplendor de la Plaza de San Marcos,
con el magnificente Palacio Ducal y la imponente catedral con su
interminable campanile, con el incomparable Puente de los
Suspiros, con las dos espigadas columnas de granito, una con el
león alado de San Marcos y otra con San Teodoro de Studium
sobre un cocodrilo, aunque en esta oportunidad, al arribar a la
ciudad serena en barco, compartió el asombro y la sorpresa
de los navegantes que la visitaban, confirmando contundente que
"llegar por tierra a Venecia era como entrar en un palacio por la
escalera de servicio".

Venecia se le ofreció al personaje de Thomas Mann
como ella es "bella, insinuante y sospechosa; ciudad encantada de
un lado, y trampa para los extranjeros, de otro, en cuyo aire
pestilente brilló un día, como pompa y molicie, el
arte, y que a
los músicos prestaba sones que adormecían y
enervaban". Nuestro aventurero se dirigió al Lido, a uno
de esos hospedajes de verdadero lujo, de circunstancia, en cuyo
edificio "reinaba ese solemne silencio que constituye el orgullo
de los grandes hoteles".

En ese hotel suntuoso,
despojado de preocupaciones y de tareas cotidianas, nuestro
escritor se topó con una de las sorpresas de la Venecia
inverosímil, con un adolescente que encarnaba toda la
belleza que afanosamente había buscado durante
años, en escritos propios y ajenos, en párrafos y
más párrafos que ahora se le antojaban sosos,
burdos, carentes de contenido estético. Ese adolescente,
de nombre Tadrio, diminutivo de Tadeum y que en polaco se
pronuncia Tadrin, se le metió prontamente en el alma al
escritor compitiendo, como inspiración del artista
envejecido, con la ciudad, con los placeres banales del descanso
para llevarlo a afirmar, en el limite de las admiraciones, que
"aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería
aquí mientras tú no te fueras".

Para Von Ashenbach, Venecia se confundió con
Tadrio, con ese joven de catorce años, de cabeza perfecta,
de rostro pálido y precisamente austero, encuadrado de
cabello color de miel, de nariz recta y boca fina, dotado de una
expresión de deliciosa serenidad divina que le recordaron
al escritor "los bustos griegos de la época más
noble". Desde ese primer encuentro; Tadrio y Venecia se hicieron
uno, la ciudad no existía para el escritor sin el
adolescente, sólo cobraba vida en la medida en que lo
perseguía, tímido y temeroso, "deslizándose
en el turbio laberinto de los canales, por entre delicados
balcones de mármol exornados con leones, doblando esquinas
rezumantes, pasando luego al pie de otras fachadas suntuosas",
admitiendo que esas fantásticas travesías por las
lagunas de Venecia comenzaban a ejercer un particular encanto
sobre él aunque cierto "espíritu de mendicidad de
reina caída, bastaba para romperlo".

Von Aschenbach disfrutó de Tadrio y de Venecia
sólo con la mirada, a ambos los contempló
asiduamente de cerca y de lejos, frenético y apaciguado,
iracundo y sosegado, envalentonado y temeroso, saludable y
enfermo, libre y prejuiciado, a pie y en góndola, en esa
extraña embarcación que ha llegado hasta nosotros
"invariable desde una época de romanticismo y de
poema, negra, con una negrura que sólo poseen los
ataúdes, evoca aventuras silenciosas y arriesgadas, la
noche sombría, el ataúd y el último viaje
silencioso".

El escritor del escritor Thomas Mann apostó por
la belleza, sin importarle las amenazas del siroco, el
fétido olor de la laguna ni la evidencia de esa enfermedad
nacida en los pantanos del Delta del Ganges: el cólera
indio. Ashenbach cumplió a cabalidad el consejo que le
impartió el peluquero del hotel, quien luego de cortarle
el cabello, acicalarlo y refrescarle el rostro, le dijo con
humilde cortesía: "ahora puede el señor enamorarse
sin reparo".

Tadrio y Venecia, Venecia y Tadrio confundidos en un
mismo amor que se afirmó en el proceso de una muerte
intuida, deseada, feliz, porque esa muerte fue corolario de una
vida que tardíamente encontró la estética en un rostro adolescente y la
belleza en una ciudad serena. Enamoramiento inusitado,
imprevisto, inesperado, disruptor de certezas y seguridades,
generador de revelaciones y desvaríos que llevó a
Ashenbach a confesarle a un imaginario interlocutor:
"¿comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no
podemos ser sabios ni dignos? ¿Comprendes que
necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser
necesariamente concupiscentes y aventureros de los
sentidos?".

Muerte en Venecia, en la ciudad inverosímil,
donde la felicidad se puede obtener también con el
adormecimiento eterno, ese que se presenta cuando los ojos se
hastían de tanta belleza y se van cerrando, lenta, muy
lentamente, contemplando a lo lejos un pálido e
inalcanzable mancebo que saluda y sonríe.

Las ciudades invisibles
de Italo Calvino

Es el momento desesperado en que

se descubre que ese imperio que
nos

había parecido la suma de todas
las

maravillas es una destrucción sin
fin ni forma

Italo Calvino

Un imperio da para todo, puede ser la base de lo real y
la posibilidad de la ficción, la certeza de lo constatable
o la creencia en lo que eventualmente puede existir; es posible
que no se tenga la capacidad para recorrerlo de un extremo a otro
y que sus gobernantes deban conformarse con lo visto por otros
ojos, con lo concebido por una imaginación ajena. Esto es
justamente lo que, en la novela Las
Ciudades Invisibles
de Italo Calvino, le sucede a Kublai
Kan, el Gran Kan, quien debe creer o no creer "todo lo que le
dice Marco Polo cuando le describe las ciudades que ha visitado
en sus embajadas".

Las Ciudades Invisibles es una apuesta por lo
que puede ser, la complicidad de un Emperador agotado con un
viajero experimentado que mezcla la realidad con la
fantasía para crear parajes imposibles, urbes
soñadas, ciudades construidas exclusivamente por la
ensoñación, incapaces de ser retratadas,
planificadas, medidas, censadas, porque son pura ficción,
entelequias de un espíritu libertario que a lo largo de
sus correrías por mundos desconocidos, se imaginó
lo que no podía ser para otorgarle rasgos y señas,
y entretener al Gran Kan, reconociendo que "en la vida de los
emperadores hay un momento que se sucede al orgullo por la
amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a
la melancolía y al alivio de saber que pronto
renunciaremos a conocerlos y comprenderlos".

De la mano del viajero, el Kan se traslada a un conjunto
de bellas e imposibles ciudades que dotadas de nombres bizarros
poseen características inéditas y poco
creíbles. Así tenemos a Diomira, "ciudad
con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos
los dioses, calles pavimentadas de estaño,
un teatro de cristal, un gallo de oro que canta
todas las mañanas sobre una torre". Igualmente, en ese
viaje imaginario podríamos escuchar a Marco Polo decirle
al Emperador: "inútilmente, magnánimo Kublai,
intentaré describirte la ciudad de Zaira de los
altos bastiones. Podría decirte de cuántos
peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo
los arcos de sus portales, qué chapas de zinc cubren los
techos; pero sé ya que sería como no decirte nada.
No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre
las medidas de su espacio y los acontecimientos de su
pasado".

Si de matrimonios y dotes se trata, si queremos conocer
regalos inconcebibles, presentes sin parangón, en
ocasión de las bodas de los descendientes de sus
fundadores, debemos visitar la ciudad de Dorotea, donde
las muchachas casaderas se comprometen con jóvenes de
otros barrios "y las familias se intercambian las
mercancías de las que cada una tiene la exclusividad:
bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas" o
hacer cálculos con base en datos exclusivos
para saber todo lo que se quiera saber de la ciudad, de su
pasado, su presente o de su mismo futuro.

Ciertamente existen también ciudades inolvidables
que se le meten en el corazón y en la memoria al
hombre, haciéndose indelebles, imposibles de borrar,
permanentemente recordadas sin ninguna posibilidad de olvido; eso
ocurre con Zora que tiene "la propiedad de
permanecer en la memoria punto por punto …el hombre que sabe de
memoria cómo es Zora, cuando no puede dormir
imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se
suceden el reloj de cobre, el
toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve surtidores,
la torre de vidrio del
astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, el
café de
la esquina, el atajo que va al puerto".

Despina, por su parte, es una ciudad dual,
engañosa, hipócrita, que encuentra vigencia en una
permanente duplicidad, ofreciendo diferentes rostros,
según se llegue a ella en barco o en camello. El marinero
que viene en barco "distingue la forma de una giba de camello, de
una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas,
sabe que es una ciudad pero la piensa como un camello de cuyas
albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de
dátiles, hojas de tabaco". Sin
embargo, al camellero que se acerca a la ciudad cabalgando en su
bestia, Despina se le aparece "como una nave que lo
saque del desierto, un velero que esté por partir, con el
viento que ya hincha las velas todavía sin desatar, o un
vapor con la cadena vibrando en la carena de hierro".

Hay ciudades que son lo que fueron, que se alimentan del
pasado, convirtiéndolo contradictoriamente en presente e
inexplicablemente en perspectiva, eso ocurre con
Maurilia, donde se invita al viajero a visitar la ciudad
mediante la detenida observación de viejas tarjetas postales que
la representan como era y como va a ser. Estas ciudades sin
presente conviven en el relato de Marco Polo con otras
contradictorias e incomprensibles como la ciudad de
Zenobia, que "aunque situada en terreno seco, se levanta
sobre altísimos pilotes, y las casas son de bambú y
de zinc, con muchas galerías y balcones a distinta altura,
sobre zancos que se superponen unos sobre otros".

Para sorpresa de Kublai Kan, el infatigable viajero le
relató también la existencia de una peculiar ciudad
que convirtió elementos de sus edificios en el eje
fundamental de las construcciones que la definen.
Armilla es así, no se sabe si incompleta,
demolida, hechizada o construida de esa forma por el capricho de
un Dios travieso o de un arquitecto insomne. Lo singular de esta
ciudad es que "no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no
tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las
cañerías del agua, que
suben verticales donde deberían estar las casas y se
ramifican donde deberían estar los pisos: duchas, sifones,
rebosaderos",

El Gran Kan supo también por boca de Marco Polo
de la existencia de ciudades incompletas que, como sí
compartiesen también la maldición de Sísifo,
tampoco alcanzan nunca a completarse. Tal es el caso de
Sofronia, ciudad compuesta de dos medias ciudades, con
la particularidad de que "una de la medias ciudades está
fija, la otra es provisional y cuando su tiempo de estadía
ha terminado; la desclavan, la desmontan y se la llevan para
transplantarla en otra media ciudad".

Nada que decir de Aglaura, fuera de las cosas
que sus ciudadanos repiten desde siempre: "una serie de virtudes
proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza,
algún puntilloso homenaje a las reglas", y mucho menos de
Eutropia que es la ciudad de las ciudades, donde éstas se
desparraman en un amplísimo altiplano, con la
particularidad de que "una sola está habitada, las otras
vacías; y esto ocurre por turno".

Ciudades invisibles, imposibles, que existen
únicamente en la imaginación de aquél que se
fatigó de mucho ver, cuyos ojos ahora se dirigen hacia
adentro, para narrar fábulas
que otros hombres, hastiados de tanto poder, de tanta rutina,
reciben con el mismo entusiasmo con que los niños
escuchan sus historias favoritas antes de que el hada madrina los
transporte a
esos parajes donde habita el reposo y la quietud.

 

 

 

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