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Ciudades y escritores (página 3)




Enviado por irapavilo



Partes: 1, 2, 3, 4

Florencia devota, confesional, poco ecuménica,
cetrera, en cuyas calles se asientan conventos, iglesias y
catedrales que han presenciado, impertérritas, los dimes y
diretes, los argumentos, las posiciones, las tesis
esgrimidas por unos sacerdotes inflexibles que como, Girolamo
Savonarola, intentaron imponer un gobierno
religioso basado en virtudes inviables, en preceptos imposibles
de cumplir, debido a su distancia de lo verdaderamente humano.
Iglesias centenarias como las de San Michele, Miniato, Santa
Croce, María Novella, San Marco, el Battistero, plenas de
santos con caras y expresiones copiadas del gobernante
patrocinador de turno, cálidas en las creencias aunque
frías en sus claustros y aposentos donde "la Madonna
más rosada parecía azulada de frío cuando un
aire traicionero
subía de una cripta que se había ido enfriando cada
vez más desde hacía siglos".

Arquitecto deslumbrado, empecinado en aprender todo
aquello que la urbe le ofrecía gratuitamente,
desafiándolo, obligándolo a hurgar en las
entrañas de un conocimiento
un tanto esotérico – la historia, el arte, la política, las
costumbres, la gastronomía, la enología – de una
ciudad que no podía, ni podrá nunca ser, reducida a
un censo, a un inventario de
calles, plazas y edificaciones. Arquitecto obligado a dejar de
lado las insulsas conversaciones con sus coterráneos
acerca de la pesca, el
béisbol, el golf, el fútbol
americano, del sabor del ketchup, para saber más de un
pasado florentino que ha debido ser, sin dudas, mucho más
que "aventuras de capa y espada, historias de amor entre
caballeros andantes y princesas". Imposición personal,
consentida, voluntaria, que se tradujo en el mandato orgulloso de
ser un erudito, de ser "un Erasmo, un Grossetest, un Alberto
Magno".

Ciudad avasallante, extrema, contradictoria, bella en
todas sus dimensiones, donde el palacio, "esa casa grande,
generalmente de piedra, construida hace varios siglos para que la
habitase una familia muy rica
y noble que adquirió riqueza y nobleza mediante una
guerra y con
el botín que sacó de ésta, o prestando ayuda
a los papas, reyes y duques, que también acaudillaban la
guerra", convive con "humildes tejados colorados, de un rosa
suave, un violento carmesí, o un naranja pálido,
sobre los muros de yeso amarillo".

Hayden Chart, diletante bisoño, intelectual de
estreno, viudo con sentimiento de culpa, arquitecto empedernido,
turista negado, americano redimido, poeta mudo, que al
encontrarse con la inagotable Florencia "se sintió elevado
al séptimo cielo; como hombre
solitario que viajaba para encontrarse a sí mismo, se
preguntó si allí abajo, en aquel enjambre de
estrellas caídas no estaría la clave del camino que
había perdido. Era indudable que se había enamorado
y aunque sólo de una ciudad, sabía por lo menos que
era capaz de poner en marcha la magia del amor".

La Habana y Guillermo
Cabrera Infante

Nada hay tan ilusorio como la
luz

malva del crepúsculo en La
Habana.

La Habana parece ser inmortal, no sucumbe ante los
avatares del tiempo, ni
mucho menos ante las severas y draconianas restricciones
impuestas por un bloqueo incomprensible, ni tampoco ante esa
dejadez, esa indiferencia de un régimen que parece querer
dejar morir de mengua, poco a poco, despacito, muy lentamente, a
una ciudad invencible que se niega, sin embargo, a perder su
carácter indiscutido de soberana del
Caribe. La Habana continúa ejerciendo toda su
fascinación, desplegando sin modestias ese inmenso
atractivo mestizo que deslumbró por igual a escritores,
músicos, poetas, a artistas provenientes de diferentes
latitudes y sensibilidades.

Hemingway, Graham Green, Lezama Lima, Carpentier,
Guillén, y, en especial, Guillermo Cabrera Infante con su
novela La
Habana para un infante difunto
no han podido escapar a la
seducción que esa ciudad prieta, cargada de un permanente
clima festivo,
de un erotismo cotidiano, de una sensualidad envolvente, ejerce
sobre todo aquél que la contempla más allá
de los lugares comunes históricos y de las consabidas
recetas turísticas. La Habana es síntesis,
convergencia, sustrato, sincretismo plural donde el Caribe
hispano alcanza toda su plenitud e impone al mundo una manera
híbrida, entreverada, mestiza, de concebir la realidad y
de vivir la vida.

La Habana es más que Cuba nos dice
Cabrera Infante cuando, autobiográfico, confirma que "yo
no vivo en Cuba, yo vivo en La Habana", en esa ciudad que se va
descubriendo de a pedazos, capaz de promover todos los excesos y
de instaurar "Indias inusitadas" en la emoción de
aquéllos que andan en la busca de su esencia, y que de
repente como en una vuelta a los orígenes de las mixturas,
como en una regresión al África
misma, a la que nunca renunciaron sus esclavos, ofrece al
melómano "la verdadera música negra: el son,
la guaracha y la conga".

Tan cerca y tan lejos de sus raíces
múltiples y diversas, La Habana ha podido crear sus
propios santos "no tan vírgenes y mártires", para
que su adoración se transmute de festividades en fiestas
"movidas y movibles". Festejos como el de Santa Bárbara,
el 4 de Diciembre, sucedáneo de la adoración de
Changó, "el más hombre de los dioses africanos,
dios de la santería, macho magnífico" se unen a la
veneración de "la muy cubana, respetable, respetada Virgen
de la Caridad del Cobre,
afectuosamente llamada Cachita, la que se transforma en una
metamorfosis que daría envidia a Ovidio, en la muy puta
Ochún, carnal cubana".

Ciudad de hembras sin parangón que conjugan "el
verbo amar en pocos tiempos", de mulatas atrevidas que
descoyuntan prejuicios con su olor a sexo sin
preocupaciones, hecho para el disfrute, lejos de liberaciones
femeninas importadas, de posiciones intelectuales
reivindicativas. Mulatas generadoras de una mitología y de un culto extendido,
altamente masculino, que exalta su sexualidad, y
eleva a nivel de categoría estética a esas escasas, inexistentes, poco
vistas pero altamente comentadas "prietas de ojos verdes".
Verdaderas hembras que incorporan el ritmo a su cuerpo, para que
la imaginación popular, el bolero, la copla, las confunda
con atractivas formas que con su movimiento, su
cadencia, su euritmia, hipnotizan a los hombres,
sometiéndolos a su voluntad. Mulatas cuya evocación
propicia, en la soledad del baño, la masturbación
irrepetible, esa en la que la mano produjo "un instante que
duró más de un instante, inmortalidad temporal, el
lapso de tiempo que tomó la venida … el momento hecho
todo tiempo … y por cuya causa , plexo universal, dejaba ahora
de existir todo el cuerpo, latiendo como un enorme corazón
solitario que diera sus últimos latidos, temblando como
carne con temblor postrero, estertores del yo, desaparecido el
ser en el semen."

Para Cabrera Infante, el solar, las pensiones, las casas
de vecindad desempeñaron un papel fundamental en su
visión inaugural de La Habana, cuando dejó de ser
niño y se incorporó a la vida de la parte pobre de
la ciudad, esa en la que constató que tendría que
aprender muchas cosas porque: "la ciudad hablaba otra lengua,
la pobreza
tenía otro lenguaje y
bien podía haber entrado a otro país." Era la
experiencia de vivir en habitaciones más o menos estrechas
o iluminadas, con ese olor a perfume que llevan las prostitutas,
donde los baños e inodoros eran colectivos y la vida de
cada quien era una puerta abierta que no ocultaba intimidades ni
secretos; esa Habana vieja, de cuarterías y falansterios,
en la que "la extraña luz ceniza que
fue una vez malva se había hecho familiar, la atmósfera de
pesadilla era el sueño cotidiano, los habitantes ajenos o
peligrosos eran amigos, el sexo se hizo amor y a su vez sexo de
nuevo". Monte 822, Zulueta 408, solares de los que era
indispensable salir, dejar atrás, para pasar a vivir en el
Vedado, reconociendo siempre que esa etapa de laberintos
habitados "más que un tiempo vivido fue toda una vida y
debió quedar detrás como la noche, pero en realidad
era un cordón umbilical que cortado de una vez, es siempre
recordado en el ombligo".

Ciudad hecha también a la medida de
cinematógrafos de toda
calaña, de películas inolvidables que ayudan con
sus imágenes
indelebles a que la memoria
permanezca viva, a que los recuerdos de La Habana tengan asidero
en forma de actores, actrices y directores envueltos en
inconfundibles historias. Experiencia memorable para nuestro
novelista, quien recuerda con particular emoción el primer
día que fue al cine, y no
así el primero en que hizo el amor con
una mujer, porque
"fui al cine de día, asistí al acto maravilloso de
pasar del sol vertical de la tarde, cegador, a entrar al teatro cegado
para todo lo que no fuera la pantalla, el horizonte luminoso, mi
mirada volando como polilla a la fuente fascinante de luz". Cines
distantes y lejanos, el Lara del Paseo del Prado, el doble
llamado Rex Cinema y Duplex, el Majestic, el Verdum, en fin,
tantos y tan variados cines a los que se asistía siempre,
de gratis, burlando vigilancias endebles, y en los que "hubo
muchos intentos de buscar tanteando el amor", en la tertulia, el
paraíso, el gallinero y hasta en la cara e inalcanzable
luneta, en esos espacios de oscura luminosidad, en los que el
escritor fue protagonista de enamoramientos reales y
platónicos, de amores específicos y tromperos, e
incluso del apretón de una mano homosexual ansiosa de un
miembro viril.

Habana de aventuras diversas: intelectuales,
eróticas, poéticas, sexuales, etílicas,
fílmicas, amistosas, políticas
y familiares que Cabrera Infante recrea, revive, recompone a
partir de sus propias vivencias y de sus intransferibles
experiencias en una ciudad invencible que, a pesar de
limitaciones incomprensibles y odiosas restricciones, continua
siendo punto obligado de referencia, objeto de reflexión y
admiración por parte de un escritor que, desde el exilio,
evoca el particular color de unas
edificaciones construidas con piedra caliza de color coral, los
tranvías que producían chispas como luces de
bengalas, la aventura de sus cafés al aire libre, las
orquestas femeninas que le producían "una inquietante
hilaridad al ver una mujer tocando un saxofón", y, en
especial, las luces útiles y de adorno que le
daban" un brillo satinado, una pátina luminosa a las cosas
más nimias, haciéndolas relevantes,
concediéndoles una importancia teatral".

La Habana para un infante difunto es el
recuerdo militante, el reconocimiento lejano de aquel que no se
distancia de esa metrópoli desconocedora del fracaso, que
permanece vigente, invencible, en la memoria generosa
de escritores, músicos y artistas que se niegan a ejercer
el olvido, y pueden, a pesar de la ausencia, recordar un
crepúsculo "sin los grandes fuegos rojos que siempre
tienden a ser copias de la imagen del
infierno, sino con un predominio verdoso, la tarde
filtrándose por entre nubes secas, bañada de luz
verde, como si estuviéramos dentro de una
pecera".

Lisboa y José
Saramago

Ciudad como cicatriz quemada

lágrima que no se seca.

"Tuvo lugar ayer el funeral del doctor Fernando Antonio
Nogueira Pessoa, soltero, de cuarenta y siete años de
edad, natural de Lisboa, graduado en letras por la Universidad de
Inglaterra,
escritor y poeta muy conocido en los medios
literarios". Esta nota fúnebre aparecida en un periódico
lusitano, o tal vez, un telegrama, corto, escueto, conciso, fue
lo que motivó a Ricardo Reis a volver a Lisboa para
re-encontrarse – quién lo sabe – con la ciudad o con
el poeta muerto, que era como encontrarse consigo
mismo.

José Saramago en su novela El año de
la muerte de
Ricardo Reis
hace que su protagonista emprenda un largo
viaje por barco, después de una estada de 16 años
en Brasil, para que
enfrente de nuevo a Lisboa, "esa ciudad cenicienta, urbe rasa
sobre colinas, como sí sólo estuviera construida de
casas de una sola planta, quizá, allá, un ciborio
alto, un entablamento más esforzado, una silueta que
parece ruina de castillo, salvo sí todo es ilusión,
quimera, espejismo". Enfrentamiento múltiple que implica
para Reis, además de la vuelta a los orígenes, de
las preguntas acerca de la propia identidad, un
encuentro con el espíritu de Pessoa, con ese poeta amigo
que murió "casi ignorado por las multitudes".

Ricardo Reis desamarra Lisboa, la sufre húmeda,
la recorre inundada, la pasea entumecido para comprobar si sus
recuerdos se corresponden con la realidad, y no son como "un
grabado a buril reconstruido por la imaginación". El
médico-poeta de Saramago va y viene, de un recuerdo a un
olvido, de una añoranza a una constatación, para
acudir a la cita que un destino común le había
deparado con el fantasma de su alter ego Pessoa. Anduvo calles
medievales que no han perdido su encanto, ruas y puentes, nuevos
y viejos, contemplando como siempre y como nunca el castillo de
San Jorge, el monasterio de los Jerónimos, la Torre de
Belém, la casa de los Picos, las iglesias de la
Concepción Vieja y de Santa Catalina, el Hospital de San
Luis donde falleció el poeta, y el cementerio de Prazeres
donde reposan los restos de su amigo muerto, para luego regresar
al Hotel de Bragança en busca
de una intimidad inexistente, porque como ya se sabe: "un hotel
no es una casa, le van quedando olores de éste y de aquel
un sudor insomne, una noche de amor, un abrigo mojado, y luego
vienen las camareras a hacer las camas, a barrer, queda
también su propio halo de mujeres".

Antes de su cita con el verdadero Pessoa, el otro
Pessoa, el heterónimo, el convocado Ricardo Reis, tuvo
tiempo de asistir a fiestas y celebraciones que le daban la
bienvenida a un nuevo año. En un ambiente de
expectación y espera, de entusiasmo y nerviosismo, Reis
contempló conmovido, en una plaza abarrotada de gente,
como "la aguja de los minutos cubre la aguja de las horas, es
medianoche, la alegría de una liberación, por un
instante breve el tiempo dejó libre a los hombres, se
besan hombres y mujeres al azar, esos son los mejores, los besos
sin futuro". Cuando el año viejo quedó en el pasado
y el nuevo, 1936, se estrenaba con champán, bullicio y
pitidos estridentes, Ricardo Reis regresó de nuevo a la
habitación de su hotel para acudir a la entrevista
que la Navidad y el
recién llegado año habían
postergado.

Pessoa se le apareció de súbito, sentado
en el sofá del cuarto, vestido de negro "como si estuviera
de luto o fuera de oficio enterrador". Luego de los saludos, los
abrazos y las emociones de
rigor, un tanto intrigado por esa irrupción esperada pero
incomprensible, el poeta vivo le preguntó al poeta muerto
cómo había llegado, ¿había traspasado
puertas?, ¿se desplazó por los aires?, ¿se
filtró por las paredes?, para escuchar atónito la
respuesta contundente de Pessoa "los muertos se sirven de los
caminos de los vivos, y además no hay otros, vine por
ahí fuera, desde Prazeres".

Muertos que también recorren y disfrutan las
calles de Lisboa, de "esa ciudad sombría, recogida en
frontispicios y paredes" que le ofrece al transeúnte,
independientemente de si respira o no, motivos para la
alegría y la tristeza, para la rutina y la sorpresa.
Así lo entendieron Pessoa y Reis, Reis y Pessoa, que como
ya sabemos son el mismo, cuando en sus correrías por
Lisboa, entre una que otra conversación paúlica o
interseccionista, recorren, reflexivos, la ciudad baja o ese
barrio "castizo, alto, de nombre y situación, bajo de
costumbres, alternan las ramas del laurel en las puertas con
busconas en los portales, aunque por ser hora matinal se
reconozca en la atmósfera una especie de lozanía
inocente, un soplo virginal".

Encuentros de vivos y muertos en una ciudad "donde se
pierde el Sur y el Norte, el Este el Oeste, donde el único
camino abierto es hacia abajo". Y justamente, hacia allí,
hacia abajo fue donde se dirigió Ricardo Reis,
comprometiendo su vida en amoríos incomprensibles: uno,
lujurioso, con una camarera del hotel, otro, platónico,
con una doncella lisiada; mientras Pessoa insistentemente le
recrimina esos aires de Don Juan que no le sientan y no le van a
un médico confundido que no sabe si permanecer en Lisboa
para que, en el consultorio, sus pacientes sean "el enfermo
médico de un médico enfermo".

La mudanza de Reis del Hotel Bragança a la Rua
Santa Catarina sirvió para que los poetas sostuvieran, en
medio del frío, la lluvia y la niebla, una
conversación acerca del sentido último de la
soledad, de esa, sin límites,
que se experimenta estando donde no se está, "la que anda
con nosotros, la soportable, la que nos hace
compañía. Hasta a ésa a veces no logramos
soportarla, suplicamos una presencia, una voz, otras veces esa
misma voz y esa misma presencia sólo sirven para hacerla
intolerable". Soledad constitutiva de la vida de las ciudades a
la que Lisboa no escapa, no puede sustraerse, porque en ella
también habita el desencanto, la frustración, la
comprensión de que la ciudad en la que se vive no es la
ideal para la realización personal, aunque
indefectiblemente se tenga "que vivir en algún lugar,
comprender que no existe lugar que no sea lugar, que la vida no
puede ser no vida", y que, como esperanza alienadora, al igual
que ocurre con Lisboa, "también en el interior del cuerpo
la tiniebla es profunda y, pese a todo, la sangre llega al
corazón".

Pero si la soledad es triste e inevitable, mucho
más lo es el olvido. Con esa sabiduría despojada de
intereses y prejuicios, que se adquiere cuando ya la experiencia
y la madurez no importan porque la muerte se
adueñó de todo, libertando e igualando a los
hombres para hacer efectiva la verdadera democracia en
el más allá, Pessoa le comenta a Reis que sabe a
ciencia cierta
cuanto es el tiempo requerido para que los muertos pasen al
olvido: "son nueve meses, los mismos que pasamos en la barriga de
nuestras madres, creo que aún no nos pueden ver, pero
todos los días piensan en nosotros, después de
morirnos ya no nos pueden ver y cada día que pasa nos van
olvidando un poco más, salvo casos excepcionales, nueve
meses bastan para el olvido total".

Lisboa generosa, permisiva, complaciente, propiciadora
de los encuentros de Pessoa con Reis, de Reis con Pessoa, para
que uno y otro dejen de ser uno y otro, en el momento mismo en
que el poeta vivo tomó la decisión de
acompañar al poeta muerto desde hace nueve meses, a ese
lugar desde el cual un solo y único poeta, Pessoa,
podrá evocar a plenitud la ciudad del gran río, de
la magnificente dársena, del imposible sosiego, esa donde
se "acaba el mar y empieza la tierra".

Londres y Sándor
Márai

Se aburrían con tanto empeño, conciencia,
preparación

y dedicación como si el aburrimiento fuese la
ocupación

nacional más importante (…) Se
aburrían como unas fieras

nobles en sus jaulas. A veces me daban
miedo.

Resulta un tanto paradójico que un literato
húngaro, cuyo nombre original es Sándor Grosschmid,
sea uno de los escritores que mejor precise la
personalidad de una ciudad fastuosa, imponente, imperial,
como Londres (la Londinium de los romanos) y revele, a
la vez, la huidiza, la esquiva, la evasiva, la solapada personalidad
de los manifiestos súbditos de una indiscutida Majestad,
La Reina, en permanente y demandada salvación
divina.

Ese húngaro universal, mejor conocido como
Sándor Márai, en su ya celebérrimo libro
Confesiones de un burgués, realiza una profunda
endoscopia de diversos temas íntimos que lo conducen a
otros indiscutiblemente urbanos donde se explaya una aguda y
penetrante apreciación de ciertas ciudades y sus gentes, y
en especial, de Londres y sus habitantes.

De entrada, el escritor nos refiere una de sus
frecuentes y antigregarias andanzas por la capital
brumosa, húmeda y umbría, y recuerda su insulsa
cena en algún desolado restaurante italiano o español
del Soho, en el que se sentía un desterrado, y evocativo,
rememora, "mis paseos nocturnos de cuatro o cinco horas por la
ciudad, desde Picadilly hasta donde me alojaba, en un barrio en
Kensington Sur; esos paseos solitarios por las calles oscuras,
dormidas, extrañas de Londres eran una cura
balsámica para mí", puesto que "en ningún
otro lugar del mundo se respeta tanto la extraterritorialidad de
la vida privada como en Inglaterra, y tampoco en ningún
lugar se la pisotea con tanta crueldad si llega el
caso".

Es que Londres ha sido siempre así: indolente y
vengativa, aséptica y destripadora, sangrienta y lejana –
tal como su famosa e indiferente Torre, que en sus civiles
celdas, "frías y desconsoladas", acogió, entre
tantos otros sentenciados y decapitados, al Santo Moro de la
Utopía, por no querer apadrinar complicidades
extramaritales en lechos del soberano – cauta y charlatana,
católica y anglicana, silente y chismosa, indiferente y
fisgona; así es de contradictoria la ciudad y, en
especial, sus pobladores, esos inmutables y entrometidos
habitantes que iluminan, a medias y deliberadamente, la intimidad
de sus estancias victorianas a fin de que el reflejo de
quinqués y lámparas no devele la oportuna presencia
de un fiel súbdito de Su Majestad invariablemente asomado,
en insustituible vigilancia comunal, a la ventana de una de esas
casas angostas y de ladrillos semejantes – "¡Ay, de esas
calles desérticas, repletas de casas iguales!"-
protagonistas todos, vecinos, moradas y espiados, de aterradoras
ficciones de secretas criptas, de espeluznantes narraciones de
ultratumba, y, más recientemente, de increíbles
ataques terroristas realizados por ortodoxos militantes
religiosos contra sus propios conurbanos quienes, confiados e
incautos, comparten con ellos, la plácida vecindad de
parques, la insustituible neblina y las jarras de negra cerveza que hacen
posible los interminables domingos que se parecen a cualquier
otro día del monótono calendario
británico.

"Londres nunca tiene prisa" (…) "Londres es
siempre silencioso, incluso en hora punta", confirma el siempre
agitado y ruidoso Márai, de allí la imperiosa
necesidad que experimentan sus ciudadanos por disfrutar, en
inusitado frenesí, la incierta barahúnda, el
libertinaje, de los exaltadas capitales del continente: "cuando
conseguían dinero, cuando
les sobraba una sola libra, cuando disponían de una sola
hora libre, corrían hacia el continente o hacia el vasto
mundo porque no aguantaban la vida en casa", o también el
irrefrenable requerimiento de escuchar – a lo lejos, en
correctas habitaciones de cáusticos hoteles de veraneo – el batir furioso de las
olas blancas e inclementes contra unos riscos huraños,
afilados y feroces.

En fin, Márai resalta el incomprensible
hábito del londinense de pasear su constitutivo
aburrimiento por otras latitudes – foráneas o locales –
para ejecutar, previsibles, impasibles y axiomáticos, lo
cotidianamente repetido y consabido: "Se pasaban el día en
el vestíbulo, jugando al solitario o sentados allí
en silencio, iban a jugar al golf, hablaban de lo ocurrido en sus
partidas (…) Estaban meses así (…) sin hacer
nada, sumidos en una actitud de
constante espera, con un libro en la mano y una mirada
fría e inocente en los ojos, una mirada inabordable que no
preguntaba nada ni respondía a nada, una mirada de las que
suelen molestar (…) y pensaba que había algo
más de la vida, de los negocios y del
amor, algo más preciso y más seguro que
aquellos ciudadanos amaestrados. Atemorizados por sus propias
dudas…"

Londres huele a moho implacable, a humedad guardada, a
niebla embotellada. Durante el gris año londinense
aparece, una que otra vez en el británico horizonte, un
sol invisible, lánguido y timorato, que a pesar de los
entusiastas comentarios de sus habitantes, difícilmente se
divisa por encima de la torre disciplinaria, de basílicas
y abadías, del parlamento bicameral o del palacio regio,
y, menos, más allá de puentes levadizos a medio
entrever que, húmedos y taciturnos, conectan las fangosas
orillas de un río que circula, fantasmal y sin agites,
para darle nombre a localidades diversas (on Themes)
que, en medio de la bruma, se hacen manifiestas y pronunciables,
en la medida en que el Támesis las baña y las
precisa para que sean discretas paradas de bostezosos trenes,
pontones y autobuses que transportan, puntuales y exactos, al
decir de Marái: "auténticos caballeros: viajeros
– caballeros – maquinistas y pinches de cocina
– caballeros. Eran caballeros de una forma incomprensible,
eran diferentes, sus nervios interpretaban de otra manera cada
palabra pronunciada, necesitaban más tiempo para dilucidar
cada concepto, para
analizarlo y, en efecto, respondían cuando el que
había preguntado ya tenía olvidado el problema." En
efecto, de acuerdo con el escritor: "en Londres el mozo de la
tienda de ultramar es capaz de andar y llevar el paquete con el
pedido con la misma dignidad con
que camina un señor mayor, rico y pudiente cuando va de
paseo".

Uno sabe cuando se arriba a Londres, la ciudad se hace
instantáneamente presente en platos, ceniceros y copas;
los sabores conocidos y los acostumbrados olores de casa, los
insustituibles de la patria chica, van cambiando de intensidad,
aroma y textura. Nuestro húngaro cosmopolita así lo
huele, prueba y cata, para describirlo impecablemente en uno se
sus regulares viajes desde
Dieppe a Londres, cuando al dejar atrás la costa normanda
y acercarse a la inglesa, a bordo, percibe , comenta y
diferencia: "los viajeros empezaban a comer como en casa, a
alimentarse con el gusto del cordero en salsa de menta; el olor a
grasa animal envolvía al restaurante, el pan era
insípido y seco, y el vino, malo y caro; ya
estábamos en Inglaterra: Los viajeros miraban de otra
forma, hablaban más bajo, los camareros atendían de
otra manera (…) los clientes
pedían el menú de una forma diferente, menos
confidencial y franca pero más humana. El aire se llenaba
del olor dulzón del tabaco inglés,
el aroma del té se volvía embriagador."

Londres y libertad
parecen ser, en apariencia, sinónimos: la cuna del
liberalismo,
del culto al libre albedrío, a la iniciativa individual es
descifrada por un escritor que ya presentía, en sus
intuitivos adentros, las negaciones, limitaciones e imposiciones
que suponen los autoritarismos impuestos o
consentidos, las autocracias de uno u otro signo, de izquierdas o
de derechas, concebidas para conculcar lo más preciado del
hombre mismo: su inalienable libertad.

Paradójico de nuevo, Marái reflexiona
sobre la vida en la ciudad prototipo de independencias
personales, el territorio privilegiado de una civilización
paradigmática, correcta, ideal, que parece
contradictoriamente ser víctima de su propia
perfección, de una libertad que tarde o temprano,
hélas, se asimila con el aislamiento y la
soledad, por eso, sus libertarios habitantes:
"…corrían al continente en busca de sol, de la
sonrisa, de la libertad de vida individual, no del todo pulcra,
que no se atrevían a aprovechar estando en casa, en esa
isla tan disciplinada y tan limpia, tan condicionada por las
opiniones de la gente y por el terror anímico…,
porque la falta de libertad hace a veces la vida insoportable
incluso a los ingleses (…) porque eran el pueblo
más libre de todos; habían comprado su libertad con
dinero contante y sonante, en cada ocasión, a sus reyes
lujuriosos, sedientos de sangre, mujeriegos y asesinos; la
City había pagado los bills y las
chartas, había comprado la libertad para sus
ciudadanos y ellos, en plena posesión de sus derechos, habían
creado el modelo de la
sociedad
civilizada; sólo que no se sentían bien de forma
continua y automática en esa civilización
modélica, tan patentada…."

Puede entonces uno comprender la esencia dual de una
ciudad, la paradoja de sus gentes que van y vienen, sin nunca
querer de verdad irse, partir del todo, emigrar para siempre,
porque como bien lo aprecia Sándor Márai, los
correctos londinenses, luego de lúdicas andanzas y
opíparas comilonas continentales: "Regresaban de sus
excursiones callados, llenos de remordimientos y con un brillo
taimado en los ojos, y bajaban la vista al suelo al pisar la
tierra de la isla, a su casa, a su home y seguían
viviendo y creando allí, en su civilización
estéril, de alto rango por la que todos ellos
habrían muerto a gusto, pero no soportaban el aburrimiento
de tanta disciplina".

Madrid y Enrique Gracia
Trinidad

Mientras la tarde busca en la basura

su cena antes de irse,

mientras la noche coge su abrigo del
perchero

para salir de ronda a enamorar plazas y
lluvia,

mientras media ciudad se queda idiota

frente al televisor, y la otra media

frente al aceite en la
sartén,

frente al tedio infeliz
de la tertulia

frente al cristal del miedo que es siempre tan
oscuro…

En la desparpajada poesía
de Enrique Gracia Trinidad, Madrid, la
urbe, su ciudad, es de osos y gatos, a diferencia del consabido e
identificador símbolo de la capital española que
conserva al oso, incluye al madroño y excluye a los gatos.
Dejemos que el propio poeta nos explique, en su libro Sin
Noticias de
Gato de Ursaria
, el porqué de la asimilación
de la ciudad con el oso y la razón de la inclusión
de los gatos para caracterizar a los naturales de
Madrid.

En lo referente a la dimensión osuna de Madrid, a
esa bizarra y en desuso denominación de Ursaria para
distinguir, en un momento dado, a la urbe castellana, el escritor
nos recuerda que: "Es uno de los nombres legendarios de Madrid
que viene a significar tierra de osos. Corresponde a los
muchos nombres que se buscaron cuando no era correctamente
político que Madrid hubiese sido fundada por los musulmanes
españoles y decidieron buscarle todo tipo de leyendas y
nombres fabulosos".

Por su parte, en lo concerniente a los gatos, el
madrileño explica: "Es el apelativo que puede ponerse a
los madrileños, desde que en el Siglo XI, subían
las murallas de la conquista de
Toledo o del propio Madrid, musulmanes ambos, en las tropas del
Rey Alfonso VI, ayudándose tan sólo con unas dagas
que introducían en los intersticios de las
piedras".

Y estos esclarecimientos un tanto históricos e
idiosincrásicos vienen a cuenta porque Enrique Gracia
Trinidad de Madrid es también Gato de Ursaria, un
misántropo heterónimo que el escritor confiesa
llevar bien dentro de sí y que, de cuando en vez, aflora a
la superficie, a la vista de todos, para testimoniar el tedio de
la convivencia, el fastidio de compartir, "el deseo de que nos
dejen en paz y no ver a nadie y no aguantar convencionalismos y
componendas sociales ¿o no?".

El poeta madrileño, en fin, Gato de Ursaria,
temprano y tarde, niño y adulto, solo y triste siempre, al
descubierto y encapuchado, se desplaza a su antojo por la villa
que lo hace irremisiblemente urbano para transformarlo
también en inequívocamente intimista. La
poesía de Gracia Trinidad se nutre del entorno
físico y social de Madrid para que sus versos pronuncien
aquello que el escritor lleva en el más oculto
rincón de sus emociones, el poeta es la ciudad, la
metrópoli es el poeta: "Acaricia la tarde sus ojos de
astracán / y comienza a llover (…) Madrid, Saturno
desquiciado, bebe más lluvia, sigue su banquete, / a punto
está de ebriedad, del hipo, / de ser la risotada de
taberna, / de jugar al traspiés, medir el suelo / y
devolvernos a la tierra / como una digestión insoportable
// Son ya las diez y es tiempo de marcharnos a casa".

Enrique y Gato se confunden, Madrid y el escritor se
hacen uno, para que todos, ciudad urgente, escritor desenfadado y
gato aventurero y odioso vaguen entre las gentes enumerando
emociones propias y ajenas que los identifican y diferencian a la
vez: "Cada calle se acaba en un espejo / donde el tiempo no para
de contar mentiras. / Cada minuto cuelga de una rama, / se
desploma, y es arrastrado / hasta el desagüe de los
sueños. / Cada semáforo devora su merienda de cuellos, /
su grito de luciérnaga forzada, / su trinidad obligatoria
y ciega. / Mi soledad habita este palacio / de cristal y de
huesos, este
sollozo de papel".

Desparpajo, irreverencia, desenfado, ironía,
ganas, fatiga, el vértigo de la existencia,
acompañan a Gato Enrique, a Enrique Gato en sus reiteradas
y mundanas aventuras madrileñas: "Ahora yo también
/ me pudro / escucho el huracán, / pregunto, ladro, gimo,
fluyo como la leche". Aunque
al decir de los cronistas de la época: "hace tiempo que no
hay noticias suyas auténticas y fidedignas. Unos dicen que
cambió de nombre y volvió a la farándula,
otros que se ocultó en un monasterio; y hasta asegura
alguno que le han visto en las calles de su vieja ciudad contando
historias antiguas a quien quiera escucharle, a cambio de unas
monedas". Sin embargo, algunos de sus más celebrados
lances, de sus descabelladas ocurrencias aún se conservan
en la poesía caballeresca de Gracia Trinidad.

Salgamos, trepando a nuestro propio riesgo, a
recorrer calles, tejados y cestos de basura con
Gato de Ursaria para compartir con él censurables
conductas y reprochables actitudes:

  • Gato, el indolente: "Hacer, hacer,
    hacer…Gato de Ursaria / decidió que era tiempo
    de no hacer (…) Gato de Ursaria, el indolente, / se
    refugió a la sombra de un tejo centenario / (sabido es
    que esa oscuridad callada / es dulce y venenosa como un beso
    / y otorga a algunos hombres la locura / de conocer el nombre
    de las cosas) // Sintió los mágicos efectos /
    de aquella sombra única / pero no quiso pronunciar
    palabra".

  • Gato, el abrumado: "Pasó las noches y
    sus días / turbio de pensamientos, / oscuro de
    memorias y
    olvidos, / harto de sinsabores, / imitando a Leonardo en sus
    dibujos /
    de proyectos,
    esquemas, invenciones… (…) y sin haber escrito
    – y esto es lo más grave – / el poema
    perfecto".

  • Gato, el viajero: "Sus ojos están
    ciegos de horizonte / porque saben del rito y el conjuro, /
    del milagro que ocultan / estas cuatro paredes con olor a
    despensa".

  • Gato, el rutinario: "…llegó un
    nuevo día / y volvió a repetirse la ansiedad, /
    y volvió a repetirse lo de ayer, / y volvió a
    repetirse tarde y noche, / y volvió a
    repetirse…"

  • Gato, el huidizo: "Mientras todos a coro
    celebraban / lo que fuera preciso celebrar, / Gato de
    Ursaria, lento y silencioso, / bebió un último
    trago de cerveza, / se puso de pie y salió sin ser
    notado, / jurándose a sí mismo no volver / a
    pisar un tugurio semejante".

  • Gato, el mal inquilino: "El mundo es una
    rancia tertulia de poetas / donde nadie recita buenos versos
    / y ya no se conspira, / donde presume el torpe sin que acuda
    / quien haga luminosa la palabra (…) Es necesario /
    ejercer la evasión como un derecho. //
    ¿Quién ha dicho que el mundo es una casa?".

  • Gato, el torpe teólogo: "Dios es
    inmenso, verde, amargo, triste, / como un ordenador
    desconectado, / como la soledad…/ y tan
    eterno".

  • Gato padre: "Luchad por lo imposible. / Lo
    que es fácil, será y no se merece / más
    que un pequeño esfuerzo. / Vosotros pelead por el
    milagro, / devorad con los ojos el lejano horizonte / y que
    otros miren la quietud que pisan. / Ahorrad las fuerzas
    mientras todos griten, / no forméis parte del tumulto,
    / callad, pensad, soñad; / y cuando cese el
    griterío / que se oiga vuestra voz si es
    necesaria".

  • Gato, el impertinente: "Cuando llegó
    ya estaban a la mesa. / Comida familiar, tregua de insultos
    (…) Se esperaban las doce campanadas (…)
    Faltaban dos minutos para el cambio / de siglo y Gato ya no
    pudo más; / farfulló una disculpa y se
    marchó (…) Y por supuesto, Gato no
    brindó".

  • Gato epistolar: "Hice añicos la luna
    del espejo. / Ya no podía resistir más su
    respuesta miserable (…) Recogí los cristales
    diminutos, / teñidos de sangre de mis manos. / Te los
    hice llegar envueltos en papel de celofán. / No
    acusaste recibo, pero / jamás podrás decir que
    no te regalé la Luna".

  • Gato apesumbrado: "Pero la mayor parte de los
    días / ni siquiera merecen nuestro grito. / Si en
    ellos se pudiera ser hormiga, / sombra de pez o tarde de
    verano, / sería ser feliz mucho más
    fácil".

  • Gato, el temeroso de los espejos: "La soledad
    es el espejo de la muerte, / allí se mira y remira, se
    ve guapa afilando el instrumento (…) Ahora es la
    muerte la que está mirándose / del lado del que
    antes nos mirábamos, / y se asusta de vernos y nos
    dice / que crucemos la línea del reflejo, / que
    está sola y nos quiere a su lado".

  • Gato, el desacostumbrado: "Los
    desacostumbrados no tenemos asiento (…) Y así
    vivimos y bebemos, / sin asiento ni alfombra ni lugar; / sin
    sonrisa, sin beso, sin un hombro. / Y así nos alejamos
    de la muerte y la vida / para tomar distancia, / para ver la
    batalla entre las dos / sin importarnos quién pueda
    vencer".

  • Gato triste: "Aquella tarde Gato andaba
    triste, / más triste que otras veces – aunque es
    cierto / que nadie puede mensurar tristezas –
    (…) Aquella tarde gato procuró / no encontrarse
    con nadie ni tener / que saludar amigos o parientes. / No
    pudo conseguirlo, todo el mundo / parecía dispuesto a
    hablar con él (…) Echó a correr como
    jamás / supuso que podría y se perdió /
    con las primeras luces de la noche. / Tardaron años en
    volver a verle".

  • Gato, el desalentado: "Quiero dejar
    constancia de estas horas, cedidas al embrujo de la alquimia,
    perdidas entre frascos y papeles, polvo y colores
    que ya no pueden más, fracasos y silencios buscando
    una salida razonable (…) Si mi existencia se hizo
    turbia, imprecisa, somnolienta; si rebosó la mesa de
    papeles, matraces y morteros: todo sin concluir, todo sin dar
    sentido, sin hallar respuesta, de qué vale insistir en
    que se sepa".

Pero incluso Gato Trinidad, Enrique de Ursaria, aun
cuando disfruta intensamente de su soledad, del alejamiento auto
impuesto, del
ostracismo voluntario: "a la sombra de un tejo se disuelven / la
vida, la existencia, las palabras", experimenta, muy a su pesar,
la necesidad de retornar al bullicio citadino, de regresar a
calles y semáforos para sumarse a la anónima
vorágine, al vulgar torbellino de los que no saben si
están siendo: "Así también es Gato algunas
veces, / vagabundo alquilado de sí mismo, / pieza
descabalada y miserable / fuera del engranaje de la cordura. //
Aunque al final siempre regresa, vuelve / a perderse con otros y
ser parte de la común locura y la mentira /
común que todos dicen necesaria".

Reaparece Gracia Trinidad en medio del vértigo
madrileño, va de los tejos a los tejados, de éstos
a la calle, se incorpora silente a la desconocida muchedumbre que
emerge ansiosa y en ordenada procesión de los trenes de
Cercanías para tomar presurosa el autobús o el
vagón del metro que la conducirá a los mismos
destinos de toda una vida: "Todos muy serios, todos muy formales,
/ de dos en dos, de cien en cien, / de mil en mil, o más,
en tropel o fila, / van como tiesas fotocopias, / como hilera de
chopos, / como recua de burros obedientes (…) y ni se
mueven".

Se suma el escritor a los apresurados citadinos que
engullen su bocadillo de serrano, de tortilla o de calamares en
cafeterías repletas y humosas, pide la caña de
rigor para brindar con el vecino del vermouth de sifón que
grita su contento por la victoria de su madrileño equipo
en uno de los castizos derbys que paralizan la ciudad y
las emociones para luego poner en marcha los sabios comentarios y
las sentencias de rigor, porque estos previsibles conciudadanos:
"Cumplen, pagan, se apuntan, rezan, votan… / mientras
estén seguros / de que
el domingo tocará paella".

Sin melindres, el escritor confiesa en nocturnos versos,
en oscuros aforismos, – "en los espejos de la noche se
amontona olvidos" – su condición de sobreviviente en una
ciudad donde "nos asfixia el plástico,
la huida que buscamos, las palabras / de todos los
políticos, el odio sin razones, el cansancio de no haber /
aún amado suficiente // Aquí no existe ahora
más que sombra, / nuestra sombra, / el dolor de haber sido
testigos de la furia, la fatiga increíble de ver en /
todas partes el mismo llanto amargo, la misma pena oculta por /
sonrisas fingidas".

No puede ocultar Gracia Trinidad su castellana
pertenencia, su madrileña estirpe, el vértigo
cotidiano. Así, en desmañados versos urbanos que
indistintamente son un canto y un reto, un miramiento y un
desafío, un homenaje y una afrenta; descomedido el poeta
afirma: "lo más probable es que Madrid mañana, /
tenga dolor de muelas", y asimismo, más cariñoso,
mucho más amable, registra: "la ciudad se perfuma,
sonriente y despacio / como una buena amante".

Madrid dual, farsante, hipócrita, es loada y
confrontada a la vez por el escritor quien advierte que, en las
vías y veredas de su villa, es fácil encontrarse
con la vida que "también reza sus muslos / de ciega
bailarina por la calle. / Y la ciudad la besa" como con la muerte
"enroscada en las plazas, / o tendida a lo largo de las calles /
que atraviesan el hígado y el vientre / de esta absurda
ciudad; / sus órganos más nobles, / el
corazón quizás, aunque no suene, / las costillas al
menos, / alzadas como cúpulas, indestructible insomnio de
cristal, / centro de gala, / jardineras, semáforos,
aceras".

Concluye el poeta que ambas, vida y muerte se aparejan,
se visitan, se frecuentan, se hacen cómplices: "Así
van esta vida y esta muerte / celebrando su pacto de vecinas: /
se piden por la tarde media taza de azúcar,
/ van al cine (…) Y esta ciudad, pregunta tras pregunta; /
descompone los patios, / huele a ropa mojada y hace exacta la
vida, / debo decir difícil; / la disfraza de muerte, la
perfuma, le pone un lazo rojo, / nos la entrega con rostro de
puta enamorada / y huye".

Y para que no quede ningún asomo de duda acerca
del juicio, de la apreciación del poeta por su ciudad, de
Gracia Trinidad por Madrid, por esa metrópoli gatuna y
osuna, adulante y envidiosa, besucona y puñalera,
cortés y soberbia, sincera y mentirosa, joven y vieja,
dulce y amarga, ingenua y hechicera, palaciega y nueva rica,
doncella y cortesana, el escritor sin disimulos le dedica este
indiscreto poema: "Ciudad, mujer sin nombre de mujer, / lugar de
óxido triste, / anciana misteriosa / exiliada de un
cuerpo, / revestida de luz que no comprende. / Ciudad de gritos y
mañanas rápidas, / de tardes lentas y de noches
largas, / Ciudad del corazón y de las uñas, / del
aire fino y la amargura densa. // De ti misma hasta ti, que
espere el cielo / hasta ser como tú, mujer hermosa /
vestida con harapos cortesanos, / amante loca y descarnada bruja,
/ de todos madre y a tus hijos ciega".

Nueva York y
Arturo Uslar
Pietri

Todas las formas de su vida

están condicionadas por esta

sensación pánica de la
presencia

imperiosa del tiempo.

Nueva York es un desafío al turista, es
más que Manhattan pero nada es sin ella, sin esa isla, su
río y su bahía que fue contemplada por vez primera
por ojos occidentales en 1528, cuando Giovanni Verrazano la
divisó desde una nave española para darle nombres
que sólo la historia registra y preserva del olvido:
Angolema la isla, Vandoma el río y Santa Margarita la
bahía. Años mas tarde, o mejor dicho, siglos
después, en 1950, un escritor venezolano, Arturo Uslar
Pietri, se instaló en Nueva York, retratándola con
palabras en un texto
fundamental que con el nombre de Ciudad de Nadie compila
en su libro El Globo de Colores, en cuyas páginas
está recogido "el testimonio reiterado de una inagotable
curiosidad por la tierra y la gente", las impresiones de un
conjunto de ciudades que producen "una prodigiosa variedad de
contrastes y reajustes. Todo lo que nos parecía tan
familiar se hace de pronto teatro y novedad".

Nueva York no podía escapar a esta curiosidad, a
esta atracción del escritor por una ciudad desconocida que
le tocó desandar durante un largo exilio de su
país, en momentos en que la Segunda Guerra
Mundial acababa de terminar, no sin dejar una secuela de
angustias e interrogantes acerca del destino del hombre por parte
de una humanidad pendiente de un eventual cataclismo
atómico. Para esa época, "la isla se hizo
más pequeña que nunca. Todas las gentes que
regresaban de la guerra no parecían caber en ella…
más que nunca las tiendas parecían tumultos y los
hoteles ferias y las calles procesiones. La isla era cada vez
más un buque lleno de turistas".

Ciudad relativamente nueva, de breve data, creadora
acelerada de unas tradiciones y una idiosincrasia que una corta
historia no le permitió acendrar, patinar con el lento
paso de años, leyendas y generaciones. Ciudad de escasos
tres siglos, cuya historia comienza cuando, en un día de
invierno de 1613, el barco "Tigre" se incendió, "se puso
amarillo y fiero de fuego entre la niebla gris y los gritos
grises de las gaviotas", obligando a su propietario,
Adrián Block, a construir una choza para pasar el invierno
con los suyos, y darle así inicio a la ciudad de nadie:
Nueva York, esa que fue creciendo progresivamente, para que diez
años más tarde, el entonces gobernador, Peter
Minuit, comprase la isla entera a los indios Manados o Manhattan,
a cambio de "cuentas de
vidrio, adornos
de cobre, pedazos de tela, algún cuchillo".

Nueva Bélgica fue denominada primero, cuando ya
contaba con un gobernador holandés y con un sello que
ostentaba en su centro una piel de castor
extendida. Nueva Ámsterdam se llamó luego a ese
villorrio de más de doscientas almas protegido de los
ataques de los indios con un fuerte de piedra en forma de tortuga
y por una larga valla, a lo largo de la cual se extendió
la calle de la valla, la actual Wall Sreet. La ciudad
comenzó a llamarse Nueva York, cuando el último de
los gobernadores holandeses, Peter Stuyvesant, el de la pata de
palo, no pudo detener el ataque y la invasión inglesa.
Nueva York en homenaje al hermano del Rey de Inglaterra, ciudad
inglesa de nuevo cuño, Nova Elbora, que muy prontamente
sustituyó la piel del castor que identificaba su escudo
para dejarle espacio a las aspas de un molino y a dos barriles de
harina.

Ciudad de trepidaciones múltiples que provienen
de diferentes fuentes
según el caso y la época: de los trenes elevados y
subterráneos, del tableteo de las
ametralladores Thompson de los gángsters, del llanto
inconsolable de millares de mujeres que sufren la muerte del
galán de los galanes, Rodolfo Valentino, de los gritos y
consignas en contra de tantas guerras
injustas e inmerecidas, del taconeo apresurado de la muchedumbre
que recorre calles y avenidas que aún conservan algunos de
los nombres de sus predecesoras, Nueva Bélgica y Nueva
Ámsterdam, de las calderas de
los innumerables buques que surcan el río, de las máquinas
de escribir, de la computadoras,
que van poblando, al ritmo del taladro y de la soldadura,
unos rascacielos cuya "estructura de
acero se disfraza
de motivos góticos".

Nueva York habitada también por la
trepidación que se filtra de teatros y dancings, de los
que surgen las canciones, los bailes, las piezas teatrales, los
musicales, que marcarán historia, y a los cuales, en
religiosa procesión, asisten turistas provenientes de todo
el mundo que agotan prontamente la boletería, haciendo
obligatorias unas reservaciones para dentro de tres meses e
incluso más, para convertir a Broadway en un río de
hombres y mujeres que se "asoman sobre un hervor de luces vivas
de todos los colores … Siluetas luminosas se mueven, saltan,
aparecen y desaparecen. Todos los tiempos, todos los apetitos,
todas las latitudes palpitan en la agitada incandescencia. Hay
calor y color
de fragua. Hay muchedumbre de incendio. Todos miran hacia
arriba".

Ciudad en la que trepida igualmente el corazón de
millones de inmigrantes, italianos, alemanes, polacos,
portorriqueños, irlandeses, cubanos que "se concentran en
barrios propios donde resuena la lengua materna
y predomina el color del viejo país". Inmigrantes
procedentes de las más impensadas latitudes del planeta,
Gambia, Etiopía, Ucrania, Ghana, para conducir de un lado
a otro, a bordo de unos taxis amarillos y desbocados, a unos
seres humanos permanentemente tensos, apurados y ocupados, que
sólo parecen alimentarse de sándwiches desabridos
comprados al paso y engullidos con premura. Ciudad de la
pequeña Italia, del
Barrio Chino, del Bronx, de Brooklyn, de las calles
portorriqueñas o judías, y en especial, de Harlem
tan diferente en el que "el clima, la dieta, los hábitos
son distintos. En Harlem se comen bananas y ñames
antillanos. En las heladas cavernas de la cordillera central de
Manhattan hay caviar y trufas en metal y en vidrio, o en
témpanos de hielo labrado".

También la soledad trepida en Nueva York, para
Uslar Pietri esta soledad del neoyorquino es quizás la
expresión más fehaciente de una sociedad que ya fue
capaz de crear, tiempo ha y sin éticas prohibiciones,
clones humanos, porque "los seres que se mueven en el fondo de
esas vertiginosas y elaboradas gargantas llegan a parecerse todos
y a adquirir un aire de uniformidad que impresiona". Para el
escritor "en donde está el hombre
está la soledad como su sombra (…) y hasta
podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que
merece". Sin embargo, "los millones de solitarios de Manhattan no
gozan de la mejor clase de
soledad; sufren más bien de una forma de ella inferior e
involuntaria…La de ellos es más bien una soledad
física,
pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y
que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran
que están enfermos o son desgraciados".

Urbe monumental de obligados escenarios y edificaciones
que deben ser visitados para confirmar que efectivamente se ha
estado en la
Gran Manzana: la Quinta Avenida " donde los hombres vuelven a ser
hombres, porque está llena de mujeres", la Estatua de la
Libertad, emblema regalado a la ciudad, el Waldorf Astoria que se
alza como "un palacio encantado", los innumerables rascacielos,
cada uno más alto, donde se pueden contar los segundos que
tarda el cuerpo del suicida en llegar a la calle, la Plaza de
Washington, "con su arco viejo, sus árboles
y sus casas georgianas tan fragantes a hogar y a vida interior",
los innumerables museos contemporáneos en los que se
muestra un
arte feo e incomprensible para el visitante común, el
Zoológico donde "los que están allí dan
vueltas y vueltas sin poderse escapar", Wall Street "país
sin sol, húmedo, todo en desfiladeros y veredas donde nace
la corriente de Broadway", el Rockefeller Center con sus "torres
cuadrangulares", el Central Park, verdadero remanso en medio de
tanta trepidación, el Greenwich Village que es como "un
istmo entre las sombras".

En fin, esa es Nueva York con todos sus atractivos y
tentaciones, gentes, costumbres, y edificaciones que la
convierten en "una ciudad universal que a nada se parece, que va
a ser independiente de los seres que la pueblan y que va a crear
formas de vida que no parecen corresponder a la dimensión
ni al ritmo del hombre".

Oxford y Javier
Marías

Todos los que viven allí
están

perturbados o son perturbadores

pues no están en el mundo.

Después de la fundación de su universidad,
Oxford se ancló en el tiempo, decidió permanecer en
la Edad Media,
permitiendo que unos colleges adustos y severos
concretaran su fisonomía, y el lento evolucionar de la
vida académica su idiosincrasia. Oxford no existe sin sus
colleges, nada es sin ellos; así lo confirma
Javier
Marías, cuando escoge el nombre de uno de tantos,
Todas las almas, para titular una de sus más aceptadas
novelas.
Todas las almas puede ser todos los colleges:
Trinity, Exeter, St. Antony"s, Balliol, Merton, Christ Church,
Brasenose, Pembroke, Keble, Oriel
, con sus personajes
revestidos de extraños nombres: el warden (el
rector), el bursar (el tesorero); los dons o
fellows
(los profesores) de diferente clasificación y
nomenclatura:
eméritos, honorarios, investigadores, asistentes y los
infaltables visitantes. No se le escapa al escritor la
importancia del portero, ese ser perpetuo como la ciudad, ese
Will existente en cada college que un día se
encuentra en el presente y otro veinte o treinta años
atrás, desandando con su memoria extraviada los tantos
profesores conocidos "algunos ya muertos y otros jubilados, otros
simplemente trasladados o desaparecidos sin dejar más
recuerdo que el de sus nombres".

Todas las almas es el alma de
Oxford, de esa "ciudad estática y
conservada en almíbar" que, como la obra del novelista
español, es protagonizada por un conjunto de profesores
que viven en un mundo de intrigas, de celos disimulados, de
envidias contenidas, intentando descubrir los secretos del otro:
sus inclinaciones sexuales, la afición por la bebida, las
visitas recibidas o cualquier detalle inusual que altere la vida
rutinaria de unos académicos para los que el ayer, el hoy
y el mañana son irreductiblemente iguales.

En el college, todos desarrollan una capacidad
de observación sin parangón, se
fisgonea a los vecinos, a los transeúntes; en fin se
construye, día a día, una habilidad para acumular
información acerca de los demás: "De
ahí viene la tradición -cierta – y la leyenda
–cierta- de la gran calidad, eficacia y
virtuosismo de los dons o profesores de Oxford en las
tareas más sucias del espionaje y de su perpetua y
disputada utilización por parte de los gobiernos
británico y soviético como prestigiosos agentes
sencillos, dobles o triples". En Oxford si bien es cierto que
todos vigilan, nadie mira. Está proscrito mirarse frente a
frente, escudriñar el rostro del vecino, sostener su
mirada, ejercer esa comunicación silente en la que los ojos
hablan más que las palabras; de lo que se trata es de
mirar "tan velada e intencionadamente que siempre cabe la duda de
que alguien esté en verdad mirando lo que parece
mirar".

Además de vigilar, los profesores de Oxford
tienen la virtud de escuchar a tal punto que han acuñado
un verbo que "en español sólo se puede traducir
explicándolo, y to eavesdrop (ésta es la
explicación) escuchar indiscretamente, secretamente,
furtivamente, con una escucha deliberada y no casual ni
indeseada". Oficio de dons y fellows que,
más allá de poses circunspectas, reflexivas, de
aparente recogimiento interior, están pendientes de
escuchar lo que acontece en la mesa contigua, de captar un pedazo
de conversación que pueda traducirse en información
valiosa, a la hora de poner de lado al contrincante que compite
por el deseado cargo académico o por el viaje de estudios
largamente acariciado.

Oxford es un ritual de togas y high tables, de
disfraces académicos y encuentros gastronómicos
semanales para compartir una opípara comida aderezada por
el aburrimiento colectivo y por el total desinterés acerca
de lo que comenta el compañero de mesa. High
tables
en las que se bebe con orgullo el sherry, el oporto y
el vino que cobijan los cellars del college,
verdadero motivo de competencia entre
una y otra institución, que sólo es superado por la
afición a unas regatas que parecen no acabarse nunca
porque el río Isis, como se denomina al Támesis en
estas latitudes, se encuentra permanentemente poblado de
bogadores frenéticos e infatigables. High tables
celebradas en refectorios que ilustran la más rancia
medievalidad, en las que uno cree haber terminado y debe, sin
embargo al momento de beber el infaltable oporto, volver a
empezar, cambiar de sitio en la mesa, a fin de entablar
nuevamente conversación con el renovado vecino acerca de
lo que investiga en esta ciudad donde todo el mundo investiga,
con una pasión enfermiza, temas de diferente importancia y
envergadura: "un particular impuesto que entre 1760 y 1767
había existido en Inglaterra sobre la sidra", por
ejemplo.

Oxford, con sus ciento y tantos miles de habitantes,
puede ser caminada interminablemente, explorando todos sus
rincones, partiendo de Carfax (en latín, quadrifurca, es
decir: (cuadrifurcada), de donde surgen las principales
avenidas en las cuatro direcciones latitudinales y también
se llega a "sus confines de nombres esdrújulos:
Headington, Kidlington, Wolvercote, Littlemore, Abingdon,
Cuddesdon,
ya más lejos". En sus calles es posible
encontrar lo impensable, tiendas y más tiendas (Oxfam,
Save the children
) en las que se ofrece ropa usada y vuelta
a usar que los oxonienses adquieren con deleite, satisfaciendo
con creces una austeridad que en otras latitudes se
llamaría pichirrez.

En primavera, si es que pueden llamarse así esos
días de un sol tímido y poco generoso como los
habitantes de la ciudad, Oxford se llena de mendigos provenientes
de todas las latitudes británicas: ingleses, galeses,
escoceses e irlandeses vienen gozosos a esta ciudad adinerada
porque "hay un par de casas de beneficencia o asilos en los que
se les procura una comida diaria y a veces cama a los menos
noctámbulos, y, principalmente, porque la mayoría
de sus habitantes tienen corazones jóvenes y
bisoños".

Si los días laborales son aburridos en Oxford,
debido a que las obligaciones
del narrador de la historia de Todas las almas "eran
prácticamente nulas e inexistentes… en una de las
ciudades donde menos se trabaja, y en ella resulta mucho
más decisivo el hecho de estar que el de hacer o incluso
actuar", los domingos son peores, "no son simples y mortecinos
domingos como en todas partes…sino domingos desterrados
del infinito". En esos domingos interminables hay que armarse de
paciencia, ir a caminar a las orillas del río, al
meadow, para contemplar cisnes y patos que constituyen
la adoración de los oxonienses, o bien, armarse, esta vez
de valor, para
visitar unas míseras subastas locales organizadas con
algún fin humanitario en el "parque de bomberos, el
vestíbulo de un hotel sin clientes o el claustro de una
iglesia".

Hilary, Michaelmas, Trinity, son los
términos escogidos para denominar los períodos
durante los cuales transcurre la vida universitaria, se suceden
las lectures, los papers, y los estudiantes
medran en salones y bibliotecas,
esperando impacientes el viernes en la noche para asistir al
pub y beberse toda la cerveza que puedan acomodar en sus
cuerpos, y ofrecer luego unos espectáculos que las
más de las veces culminan en un vómito vulgar y
corriente de escaso valor académico. Muchos Hilarys,
Trinitys, Michaelmas,
son necesarios para que los
estudiantes se conviertan en doctores, luego de la defensa de una
tesis preparada durante largos y largos años, que
sorprendentemente convirtió un detalle, una aparente
nimiedad -como el de la sidra- en volúmenes ahítos
de información, adornados con citas enjundiosas, cifras y
latinajos de rigor.

Ahí permanece Oxford, estática, perpetua,
en almíbar, con su lentitud existencial, convirtiendo el
pasado en perspectiva, ejerciendo una fascinación
alienante, una atracción enfermiza que hace que a los que
intenten prescindir de ella, ponerla entre paréntesis,
alejarse aunque sea por un rato, "les falte el aire, los
oídos les zumben, pierdan el sentido del equilibrio,
den traspiés y tengan que volver apresuradamente a la
ciudad que los posibilita y guarda allí ni siquiera
están en el tiempo".

Paris y Julio
Cortázar

Cuántas palabras, cuántas
nomenclaturas

para un mismo desconcierto.

Julio Cortázar

Cada quien puede construir su propia vivencia, su
personal metáfora de esta ciudad plural, siempre
inédita, que a nadie deja indiferente. Para uno es el
fasto de los grandes bulevares, la trepidación del
colectivo, la majestad de unas avenidas triunfales que raudas
desembocan en monumentos llenos de historia y tradición
para crear carrefours que propician el cruce de gente,
culturas y gentilicios. Para otros, es el espectáculo
nocturno, luces, plumas, candilejas, música y
champán, alimentando un inmanente trasfondo
voyeurista que estimulan bellas y bien formadas
marjorettes que cubren precariamente sus depilados
Montes de Venus con una prenda mínima e
innecesaria.

Para algunos, París puede ser también
estrellas que se ponderan, golosamente, en unas guías
gastronómicas que generan salivaciones inmediatas, dudas
acerca de cuál sabor, cuál gusto, sustentará
una comida que deja de ser simple acto de supervivencia para
transformarse en comentario obligado, en consejo o advertencia
para aquellos amigos gurmandos que también perciben el
mundo a través de las papilas gustativas.

Sin embargo, para Cortázar y sus personajes, para
esos que no están esperando "otra cosa que salvarse del
recorrido ordinario de los autobuses y de la historia",
París es una afrenta, la posibilidad última de ser
lo que se anhela ser, de concretar una ilusión, una
esperanza, que no conoce las medias tintas porque la ciudad
sólo sabe de éxitos o fracasos.

Para esa compleja fauna de artistas
de segunda en busca del protagonismo, de exiliados
políticos, falsos estudiantes, mitómanos y
expatriados a voluntad, París es una manera de vivir, de
entender la vida, lejos de recorridos turísticos, de
confirmaciones del vuelo de regreso, de preocupaciones por el
número de maletines de mano o por el exceso de peso del
equipaje. Para esos tantos Oliveiras y Magas, la ciudad es un
vagabundo circunscrito, sin nuevos o trascendentes destinos, cuya
ruta la aconseja la circunstancia, una frase escuchada al azar,
un súbito deseo de besarse en una plaza anónima
donde aún reposan las rayuelas, "los ritos infantiles del
guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el
Cielo".

París oculto, construido de falencias y
precariedades, erigido sobre la escasez de dinero
y la falta de espacio, donde se tropieza con las paredes, un
bidé sirve de biblioteca, y las
medias sucias acompañan en la repisa de la chimenea a unas
botellas vacías que atestiguan una noche de tristeza y de
nostalgia por la novia o la patria lejana, por los familiares que
no se felicitarán esta Navidad y, sobre todo, por la
constatación de que no se es lo que se quiere ser en esta
ciudad donde, en palabras de la Maga: "somos como hongos, crecemos
en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele
a sebo".

Ciudad limitada a las andanzas por los sitios de
siempre, el Barrio Latino, el Boul Mich,
Saint-Germain-des-Prés,
con su miríada de
callejuelas: la Rue Bonaparte, la Dauphine, la
Buci con sus puestos de venta de alimentos en
plena calle, en los que una pierna de ganso, unas clementinas, un
filete de salmón, una porción de terrine o
una secuencia de entrecôtes rojas y
frescas se convierten en verdadera obra de arte, en
decoración disruptiva que altera procesos
fisiológicos, porque los alimentos se digieren primero con
los ojos antes que con la boca. Callejuelas generosas,
conectoras, como la Rue de Seine que comunica el
boulevard de cemento y el bullicio de los cafés al aire
libre con el de agua, el
Quai de Conti, ese borde plácido, donde
el Sena aporta su contribución para que París asuma
ahora la forma de luz "ceniza y oliva", reflejada en el
río, de lento serpenteo de péniche, de
besos apasionados y manos agarradas confirmando una promesa de
amor adolescente que, por su frescura, se torna en sombra
descifrable.

Imposiciones culturales transforman también la
vida de los personajes de Cortázar en un conjunto de
eventos que se
deben presenciar por vez primera o volver a ver, simplemente
porque "il le faut" : Potemkim, Mercedes Sosa, el
Ciudadano Kane, Jacques Prévert leído por no se
sabe quién, Moustaki, el Teatro Negro de Praga o el
Quilapayún, asumen la forma de mandatos ineludibles a los
que se debe asistir sin importar la lluvia, la nieve, el calor,
la huelga de
trenes y metro, la ausencia de acompañante, porque se
trata simplemente de algo verdadero, auténtico,
desinteresado.

Ciudad adulta y para adultos, en la que los niños
se acarician con guantes de goma, asépticos, se encuentran
prescritos y proscritos debido a que se llanto molesta a los
vecinos y, en especial, a la conserje, a esa Torquemada cotidiana
que juzga lo bueno y lo malo, lo oportuno y conveniente, lo
socialmente aceptable que excluye, por supuesto, al bebé
Rocamadour, "dientecito de ajo, nariz de azúcar, arbolito,
caballito de juguete", y, en consecuencia, a las nociones, a las
realidades de padre y madre. Adultos que sólo saben hacer
el amor en cuartos marchitos, en camas de jergones
pretéritos, adornadas con coberturas rancias y
deshilachadas, compartida por dos soledades que confunden el acto
sexual, el jadeo de pie, arrodillado, parado, en cuclillas, con
el verdadero amor, porque la felicidad para el escritor tiene que
"ser otra cosa, algo quizás más triste que esta paz
y este placer… una caída interminable en la
inmortalidad".

Urbe protagonizada por las contradicciones, hecha
indistintamente de proezas y frustraciones, de éxitos
rotundos y fracasos contundentes en la que los diversos
personajes de Cortázar deambulan de un lado a otro, sin
cumplir metas y objetivos
personales, contándose sus penas, porque "es mucho
más fácil hablar de las cosas tristes que de las
alegres". Ciudad incoherente, habitada por ciudadanos corrientes,
en donde "sólo viviendo absurdamente se podría
romper alguna vez este absurdo infinito", razón por la
cual Oliveira percibe que "yo en realidad no tengo nada que ver
conmigo mismo", porque los expatriados terminan por sentir "como
una última luz que se va apagando en una enorme casa donde
todas las luces se extinguen una por una".

París desconocido por turistas efímeros,
cotidiano, profundo, hecho tanto de gauloises, pastís,
panaches
de cerveza y limonada, cafés de
quartier, hediondeces perfumadas, supositorios para
cualquier enfermedad, como de suciedades permitidas,
loterías de miércoles y viernes, besos franceses
plenos de lengua, copas de blanco y rojo, mascotas consentidas, y
de clochards que prefieren la policía al
frío; habitado, en fin por una pléyade de
tránsfugas, quienes, imposibilitados de regresar a sus
lugares de origen, resignados, descreídos, confirman con
Cortázar que "es mejor pactar como los gatos y musgos,
trabar amistad inmediata
con las porteras de roncas voces
Así es como París nos destruye despacio,
silenciosamente, triturándonos entre flores viejas y
manteles de papel con manchas de vino…"

Praga y Jaroslav
Seifert

Tenía ganas de hacer el amor con
Praga;

sólo con los ojos, de la misma manera que
cuando

miramos a una mujer, enamorados, desde el
cabello

hasta los pies.

Praga bien podría ser denominada la
hechicera
, no hay turista, viajero, peregrino, que la haya
visitado y no haya quedado prendado para siempre del misterio y
la elegancia de esta ciudad evidente y vistosa, la de las
cien cúpulas
, así como de los de la otra, la
recóndita que reside latente en el secreto escondido en
pequeñas casas y pendientes callejuelas que conducen al
legendario Castillo, en el repicar de las campanas de las
incontables iglesias del barrio de Malá Strana, en el
bullicio abovedado de vetustas cervecerías y atascadas
tabernas, en el lento fluir, en sí mayor, del
río Moldava que conserva intactos, sin embargo, sus
bríos ocultos y vigentes sus recintos incógnitos
para contribuir todos a incrementar los enigmas arcanos, los
entresijos misteriosos de esa ciudad sin explicaciones. En
efecto, parece que "el poder penetrar
su telaraña inmaterial queda sólo para aquellos que
consideran a esta ciudad y a este país como sus
natales."

Jaroslav Seifert, el poeta checo, Premio Nóbel de
Literatura, el
pragués mayor de las letras de la comarca, en su libro de
memorias Toda la belleza del mundo, se confiesa un
fervoroso enamorado de Praga, la ciudad de Oro, de esa
urbe cuyo nombre en la lengua materna del escritor: "suavemente
modelado por los labios y el aliento – se pronuncia con
una "h" muy ligeramente aspirada Praha, según los
entendidos
– tiene el género que
pertenece a las madres, las mujeres y las amantes."

Esa ciudad de ensueño, la madre de todas las
ciudades
, que, indistintamente, ha sufrido sobre sus
fortificadas murallas – "que están fijadas no
solamente por sus fundamentos, sino también por nuestras
mentes y nuestros corazones" – el fuego y el embate de fraticidas
guerras ancestrales e irracionales conflictos
contemporáneos, ha sido, una y otra vez, protegida de los
inevitables destrozos físicos e ideológicos por su
célebre Castillo, construido en la colina que da franca
sobre el Moldava, vigilante sempiterno y defensor incondicional
de la irremisa ciudad frente a peligros nuevos y amenazas viejas.
Seifert confirma: "los sentimientos cubren suavemente el pasado
lejano y cercano con un velo de leyendas y cuentos que,
sin intentar dañar la verdad, aligeran los destinos y
ayudan en épocas de desgracia, a pensar en tiempos
mejores. ¡Acordaos cuando sobre el Castillo levantaron una
bandera con la cruz gamada!"

Sobre la inolvidable capital gravita además del
misterioso y característico Castillo, con su silueta
indeleble, sus fantasmas
rabiosos y sus espectros vengativos que pusieron en entredicho la
valentía y las creencias del rey checo Carlos IV, la
Catedral de frescas ágatas, San Vito, que le otorga a la
antigua Ciudadela, a la Ciudad Vieja, un aura de majestad y
ensueño que pocas ciudades del mundo disfrutan. Praga
emerge de su hoyo geográfico para quedar suspendida en el
recuerdo y la evocación sostenida por las interminable
agujas de las torres de una basílica que acerca el mismo
cielo a ese paraíso terrenal que es la propia e
inimaginada ciudad de oro, en
especial, cuando llegan aquellos momentos en los que "hay que
guardar silencio. Dentro de unos segundos, cuento hasta
cien, empezarán a reventar pegajosamente los
húmedos capullos de las castañas. Voy a contar:
uno, dos, tres, cuatro…noventa…
¡ahora!"

Praga es vida, celebración y fiesta, pero
también es muerte y catafalco, cadáver y
cementerio, deudo y velatorio, y más cuando de los
judíos
se trata. En el mismo centro de la capital, la muerte silente y
solitaria compite inexplicablemente con la vida bulliciosa y
comunitaria. Allí están, a la vista de todos,
pragueses y turistas, en tumbas agrupadas y diversas que hablan
de tribus, fechas y linajes, las lápidas de los
innumerables descendientes hebreos que hicieron de la ciudad un
lugar privilegiado del saber y del comercio. No
es extraña a nadie esta paradoja existencial, la muerte
cohabitando con la vida en pleno centro de la capital, sin
embargo, al poeta Seifert, impresionado vivamente por esta
irónica oferta
turística de tour multitudinario, reclama: "este famoso
monumento es como un reproche: ¿Cómo pudieron
permitir, los encargados y los no encargados, que se cortasen
partes del cementerio judío para obtener parcelas y
construir allí unos estúpidos edificios de pisos,
que todavía están allí para vergüenza
de sus promotores? Las cinco sinagogas, el cementerio y los
restos del ghetto constituirían hoy un área
histórica, significativa también por la
tradición de los sabios rabinos de Praga y coronadas por
las leyendas judías, famosas mundialmente."

La capital checa es castillo, río, callejuelas,
cervecerías, iglesias, marionetas, puentes, palacio
arzobispal y cafeterías libertarias que son un abierto
desafío, una afrenta, una provocación a diferencias
y credos, tal como siglos atrás, en medio de una de las
mayores y más profundas escisiones que haya conocido la
catolicidad, liderizó Jan Hus, aquel bohemio indoblegable
que estudió latín en la Universidad Carolina, para
luego ordenarse sacerdote , convertirse en Rector Magnifico de la
Universidad y reputado y combativo predicador luterano,
prontamente excomulgado y finalmente achicharrado en el fuego de
las justicieras hogueras de la verdadera y única fe. Hoy
se le tributa laico homenaje al hereje en el monumento que la
ciudad construyó para intentar reconciliarse con uno de
sus más controversiales personajes. Jan Hus, desde la
distancia que impone la muerte, quizás podría
repetir lo expresado por Hrubín, el bardo colega de
nuestro poeta Seifert, quien mientras su mirada resbalaba por la
invernal y turbia superficie del río Moldava hasta el
puente Carlos, suspiró melancólico: "Se ve que
Praga no me quiere dejar."

Praga también puede ser un temprano y profundo
desencanto, así la experimenta también el poeta que
de niño fue llevado por su padre a contemplar el
célebre carillón de la Ciudad Vieja,
permanentemente admirado con vivaz excitación por
nacionales y extranjeros, quienes ven aparecer, hora tras hora,
en lo alto de la torre municipal: ricachones, signos
zodiacales, el propio Mesías, aves, los
apóstoles y hasta la misma muerte, siempre triunfal y
sonriente.

En aquella infausta oportunidad, nos refiere el
escritor, tuvieron la ocasión, padre e hijo, de entrar a
la torre municipal, donde: "Heinz, el famoso relojero, encargado
de revisar y reparar el carillón, nos explicó el
funcionamiento del antiguo aparato". Grande y traumática
fue la decepción experimentada por el poeta, quien
rememora aquella experiencia, décadas después, viva
y dolidamente: "Vamos por la vida de desengaño en
desengaño (…) Uno de esos desengaños –
y la desilusión aquella vez fue bien fuerte – lo
viví todavía niño." Y ese temprano e
infantil desencanto se produjo a raíz de la
explicación del relojero al escritor: "Los signos del
Zodíaco
no me interesaban especialmente, pero en cambio conocí de
cerca, para mi triste sorpresa, a los apóstoles que
siempre miraba desde la calle, debajo de la torre, con
devoción y sin cansarme, que se me antojaban medio vivos y
que en realidad no eran sino armazones de unos cuerpos afianzados
sobre una rueda de madera. Que
iba girando lentamente. No era Jesucristo el que pasaba de una
ventana a la otra, sino sólo su mitad. Tampoco Juan, el
preferido del Señor, tenía piernas, mientras que
San Pedro, con sus llaves de plata, era tan sólo un
mísero torso."

Así Praga la hechicera, la ciudad de quimeras y
espejismos, eterniza el pasmo, el asombro, la sorpresa de
aquellos viandantes que, "sumidos en un silencio impasible, con
una curiosidad serena y natural," contemplan maravillados un
antiguo y aceitado carillón que, puntual, da la campanada
exacta, haciendo que el rico haga sonar sus ducados, que la muerte
mueva la cabeza y castañee, y que al final cante el gallo:
"…y luego dicen que ahora en Praga ya no se producen
brujerías medievales, llenas de misterios
imperfectos y de una belleza única."

Salamanca y Alfredo
Pérez Alencart

PIDO perdón por las ausencias.

Yo soy el que vuelve de lejos,

el hijo pródigo que encontró
cobijo

en dorada ciudad de la Vieja Castilla.

Joven, en esa edad en que los sueños revuelven a
los hombres que van siendo, Pérez Alencart toma una de las
más fáciles y difíciles decisiones de su
precoz mocedad, dejar atrás lo amado y lo vivido a fin de
iniciar – lejos de su selva, de su puerto y de su río, de
sus familiares y amigos – nuevas querencias e inéditas
experiencias.

El poeta en ciernes, el doctor en proceso, el
promotor cultural en gestación, se asombra ahora, esta
vez, ante la ancestral magnificencia de una ciudad dorada que
hace sucumbir de pasmo y admiración a quienes la perciben
con la piel y la
recorren con la emoción. No puede el bisoño
Pérez Alencart ocultar su sorpresa volcada especialmente
en su poemario La Voluntad Enhechizada, su asombro
originario que transformará luego en motivo lírico,
en versos citadinos que irán
más allá del cielo salmantino y de los monumentos
de la vieja ciudad castellana para convertirse en genuino y
sentido homenaje a su historia, sus piedras y sus
gentes.

Años después, libros
después, versos después, en plena madurez vital y
creadora, el escritor confiesa su holista embelesamiento, su
integral hechizo ante tanta belleza alumbradora:
"También se ama las piedras que están como vivas, /
modelando inocente canción medieval, albergando / labios y
cinturas al borde de noches que alientan bienvenidas / para la
consumación de los sueños. / También se ama
a las ruinas que no pueden escapar / de los golpes del mundo
incansablemente áspero / pero con lágrimas posibles
y belleza alumbradora / acosando con su lengua las
ruinas que lo salpican. / También se aman modelos que
entregan sus fulgores / en finos atavíos redentores de
visión inagotable."

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