A pesar de la enorme evidencia fósil y genética
que da cuenta de esta naturaleza
"evolutiva" de las especies, la inmensa mayoría de la
humanidad prefiere pensar en una Divinidad como responsable de un
proceso
creativo, ajustado (contra toda posibilidad) a nuestra
supuestamente privilegiada existencia. Los últimos avances
en la unificación de la Relatividad con la Mecánica
Cuántica dan cuenta de un Universo finito,
pero sin fronteras; sin un principio ni final (como lo es, por
ejemplo, la superficie de un balón de fútbol).
En palabras del célebre científico inglés
Stephen Hawking "El Universo
estaría completamente autocontenido y no existiría
ninguna singularidad para la cual debiese recurrirse a Dios. El
Universo no sería creado ni destruido. Simplemente
"SERÍA", con una cantidad total de energía igual a
cero."
Ahora bien, qué sucede en el plano, llamémoslo,
espiritual; aquí la fe en uno o más dioses se basa
principalmente en la creencia de que se puede vencer y trascender
la muerte, que es
un cambio
irreversible. Para quienes tenemos hijos o hemos perdido un ser
querido esta posibilidad resulta particularmente atractiva, pues
supone que una vez dejemos de existir, será Dios
quién seguirá cuidando de nuestros hijos, y nuestro
"espíritu" logrará trascender eternamente y
reencontrarse con quienes perdimos algún día, en un
lugar maravilloso, lleno de paz, donde no existan los miedos ni
males terrenales.
La forma más natural de evitar la muerte es
negando su existencia. Este precepto resulta ciertamente
lógico tanto en el mundo actual, como en el de nuestros
antepasados. De allí entonces que desde los
orígenes de la civilización, la creencia de una
vida celestial después de la muerte, haya ocupado un
sitial de gran importancia. Evidentemente cualquiera de nosotros
desearía que éste fuese nuestro destino
póstumo y el de nuestros seres queridos; trascender y
lograr para ellos la vida eterna y la paz de sus "almas"
¿Quién no podría desear algo así?
Esto explica por qué la humanidad se ha aferrado a estas
ideas con tanto fervor. Son justamente las esperanzas depositadas
en estas transmigraciones y paraísos celestiales las que
convierten la vida en tolerable para la inmensa mayoría de
las personas y les permite enfrentarse de mejor manera con la
muerte.
La inexistencia de estas vidas eternas, almas, paraísos
y divinidades supondría un duro golpe a nuestros anhelos
espirituales más profundos. Por ello resulta comprensible
que los asimilemos en nuestros corazones como verdades innegables
y absolutas.
No tenemos, sin embargo, evidencia irrefutable alguna que
permita apoyar la existencia de tales ideas y la posibilidad real
de que exista vida después de la muerte, reencarnaciones
del alma o un
supuesto paraíso, tal y como los entendemos, parece ser en
extremo remota. El Universo y sus procesos
físicos y biológicos, parecen moverse
inexorablemente hacia el desorden, en lo que se conoce como
ley de
Entropía, palabra que procede del griego
que significa "evolución". Este principio
señala que el nivel de "desorden" del Universo siempre
aumenta o bien se mantiene constante.
Considere la siguiente pregunta: ¿por qué
ocurren los sucesos de la manera en que ocurren, y no al
revés? se busca una respuesta que indique cuál es
el sentido de los sucesos en la naturaleza. Por ejemplo, si se
ponen en contacto dos trozos de metal con distinta temperatura,
se anticipa que eventualmente el trozo caliente se
enfriará, y el trozo frío se calentará,
logrando al final una temperatura uniforme. Sin embargo, el
proceso inverso, un trozo calentándose y el otro
enfriándose es muy improbable a pesar de conservar la
energía.
El universo real tiende a distribuir la energía
uniformemente, es decir, a pasar de estados ordenados a
desordenados, a maximizar la entropía. Esto tiene fuertes
implicancias para nuestra concepción del Universo que nos
rodea, ya que marca un sentido
a la evolución del mundo físico que apunta a una
irreversibilidad de todos los procesos. Si llevamos esta idea al
extremo, encontramos que cuando la entropía sea
máxima en el universo, esto es, exista un equilibrio
entre todas las temperaturas y presiones, llegará la
muerte térmica del Universo. Toda la energía se
encontrará en forma de calor y no
podrán darse transformaciones energéticas.
¿Cómo podría entonces existir un
paraíso o mucho menos la vida eterna, al menos en los
términos que desearíamos que existiese?
Finalmente, mucha gente argumenta la existencia de Dios, la
vida después de la muerte y los paraísos, sobre la
base de que no sea posible demostrar que no existan. Este
argumento podría parecer algo desesperado, sin embargo, es
bastante frecuente entre personas que profesan algún tipo
de fe. Existe en lógica
un principio universalmente aceptado llamado "La navaja de Occam"
atribuido al fraile franciscano inglés del siglo XIV Guillermo de Occam. Se basa en una
premisa muy simple: en igualdad de
condiciones la solución más sencilla es
probablemente la correcta. Dicho de otro de modo; "no ha de
presumirse la existencia de más cosas que las
absolutamente necesarias". Cuando dos explicaciones se ofrecen
para un fenómeno, la explicación completa
más simple es preferible. Según este principio,
siempre que se encuentren varias explicaciones a un
fenómeno, se debe escoger la más sencilla que lo
explique por completo. Por ejemplo, para explicar la caída
de una manzana al suelo,
podríamos plantear las siguientes explicaciones:
- Unos duendes traviesos invisibles e indetectables la han
movido hasta el suelo, movidos por el afán de
molestar. - La madurez propia de la fruta ha debilitado el rabito por
el que está unida al árbol y, debido al peso
excesivo, la gravedad ha propiciado su
caída.
Ambas alternativas explican igualmente el fenómeno
desde el punto de vista lógico y experimental. No podemos
demostrar de manera irrefutable la existencia de los duendes,
pero, a su vez, nadie puede tampoco demostrar que, de hecho, NO
existan. Sin embargo, el criterio de Occam nos obliga a escoger
la segunda como verdadera, ya que la primera nos obligaría
a asumir una serie de postulados muchísimo más
complicados.
Ahora bien, al aplicar este principio a la existencia de una
divinidad creadora del Universo junto con la existencia de
paraísos y vida eterna encontramos las siguientes
explicaciones:
1. Existe un Dios
todopoderoso, invisible e indetectable, que ha creado de una
forma incomprensible y misteriosa todo el orden existente. El
Universo y sus leyes fueron
creadas deliberadamente para nuestra privilegiada humanidad y se
rige de acuerdo con su misterioso designio. De este modo, cada
microorganismo, cada bacteria y todo ser viviente
tiene un destino preparado por Dios. Por el mismo motivo existen
los paraísos, el alma y la vida después de la
muerte, siendo éstos de caracteres eternos e igualmente
invisibles e indetectables.
2. Millones de años
de evolución cósmica, primero, y selección
natural, posteriormente, han permitido transformar la materia en
seres inteligentes. No existen especies privilegiadas,
sólo están las que se extinguen y las que no. De
este modo, no puede haber un destino deliberado, ni para una
bacteria ni mucho menos para otros seres vivientes; sólo
procesos físicos y biológicos finitos e
irreversibles. El Universo se encuentra autocontenido y no existe
principio ni final para el cual deba recurrirse a un creador.
Ambas alternativas explicarían nuestra existencia y la
del universo que lo rodea de manera plausible y completa.
Según el principio de Occam, la explicación
más simple y suficiente es la más probable
(más no necesariamente la verdadera). En este caso, la
segunda opción es la más probable, ya que la
primera nos obligaría a suponer conjeturas mucho
más intrigantes y postulados muchísimo más
complicados.
Por muy atractivas que nos resulten, las ideas de vida
después de la muerte, de paraísos, de almas
inmortales, de reencarnaciones y de seres celestes que
intervienen en nuestra vida diaria parece tener muy pocas
posibilidades dado los modelos y las
observaciones actuales. Esto supone un fuerte impacto en nuestras
creencias y explicaría porqué, la inmensa
mayoría de la humanidad, prefiere continuar adelante con
sus credos, aún cuando la evidencia científica
pareciera echarlas por tierra de
manera lapidaria y definitiva.
Nuestro rasgo distintivo de otras inteligencias terrestres es
justamente que hemos logrado evolucionar más rápido
(obviamente alguna especie tuvo que ser la primera, ya que
resulta muy improbable que muchas especies desarrollen
exactamente el mismo grado de inteligencia
al mismo tiempo) y
hemos desarrollado la capacidad de imaginar y de creer. Esta
facultad nos ha permitido sobrevivir en las etapas tempranas. No
es de extrañar entonces que abracemos con fervor estas
creencias de divinidad (que según algunos serían
reales y según otros meras figuras o invenciones de corte
mitológico) pues forman parte de nuestro proceso creativo
colectivo; han acompañado a la humanidad por miles de
años y se encuentran profundamente grabadas en nuestro
cerebro como uno
de nuestros más grandes, hermosos y profundos anhelos.
Bibliografía
Enciclopedia Wikipedia
Stephen Hawking, Historia del Tiempo.
Carl Sagan, Cosmos.
La Biblia Judeo-cristiana.
Autor:
Andrés Valdebenito
Chile
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