Simón Bolívar.
Kingston,
septiembre 6 de 1815
Muy
señor mío:
Me
apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me hizo el honor
de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible
como debo, al interés que usted ha querido tomar por la suerte de mi patria,
afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento
hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no
siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que usted
me hace, sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me
encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con
que usted me favorece, y el impedimento de satisfacerle, tanto por la falta de
documentos y de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un
país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.
En
mi opinión es imposible responder a las preguntas con que usted me ha honrado.
El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y
prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la
estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la
mayor está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer
conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte
futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas
combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es
susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la
guerra, y por los cálculos de la política.
Como
me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de usted, no
menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las
cuales ciertamente no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas sí las
ingenuas expresiones de mis pensamientos.
«Tres
siglos ha -dice usted- que empezaron las barbaridades que los españoles
cometieron en el grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la presente edad
ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana;
y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos
documentos no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de
Chiapa, el apóstol de la
América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve
relación de ellas, extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los
conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había
entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se
hicieron entre sí: como consta por los más sublimes historiadores de aquel
tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de
aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno
y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.
Con
cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de usted en que me dice
«que espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas,
acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos
meridionales». Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide
las contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el
destino de América se ha fijado irrevocablemente: el lazo que la unía a España
está cortado: la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente
las partes de aquella in mensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las
divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el
mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que
reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un
comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una
tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo
que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio
de adhesión que parecía eterno; no obstante que la inconducta de nuestros
dominadores relajaba esta simpatía; o, por mejor decir, este apego forzado por
el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el
deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos: todo lo sufrimos de esa
desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y se nos
quiere volver a las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y
nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América
combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la
victoria.
Porque
los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la
fortuna. En unas partes triunfan los in dependientes, mientras que los tiranos
en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final?
¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una
ojeada y observaremos una lucha simultánea en la misma extensión de este
hemisferio.
El
belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su
territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a
Arequipa, e inquietado a los realistas de Lima. Cerca de un millón de
habitantes disfruta allí de su libertad.
El
reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidian do contra sus
enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron
un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos
y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles, que el
pueblo que ama su independencia, por fin la logra.
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