Causa extrañeza que Elías Calles sea
recordado como el supuesto "fundador" de un régimen
ultracorrupto, el priísta, como si en realidad el nativo
de Guaymas pudiera ser comparado inclusive con Abelardo L.
Rodríguez, o con otro de sus paisanos sonorenses, Alvaro
Obregón, mucho más "mañoso", quién
pasó a la Historia con una
célebre frase según la cual en la época
revolucionaria no había nadie que resistiese un
"cañonazo de cincuenta mil pesos". Acusado sin pruebas por el
rumor popular de haber sido el autor intelectual del asesinato de
Obregón, el "presidente Calles" terminó opacado por
una de las figuras en la que más confió, Lázaro
Cárdenas, quien acabó exilándolo
temporalmente en Estados Unidos
(1936). Con Cárdenas prácticamente se acabó
la vorágine armada de la Revolución
Mexicana y el lugar dejado por el "patrón malo" (Don
Porfirio) fue al fin ocupado por el "buen padre", algo que
alcanzaron a expresar de modo retorcido los cristeros,
según se desprende de testimonios recogidos por Jean Meyer
en La Cristiada. Este autor se pregunta en vano si Calles
fue autoritario, o incluso "totalitario", algo que pareciera
estar por completo fuera de lugar. El sonorense buscó
crear autoridades (en plural), encarnadas en instituciones,
en un país acostumbrado a desvirtuarlas. Ello no significa
que Calles haya sido arbitrario.
En algunas biografías, la
búsqueda de malevolencia en Calles es la sempiterna ida
tras la figura ambivalente del padre en América
Latina y el Caribe hispano. Es de ésa búsqueda,
infructuosa en el caso de Calles, que se ocupa este trabajo. En
efecto, existen suficientes biografías que le atribuyen a
Calles dureza en el gobierno por
haber sido en el origen hijo natural. Sería imposible
pensar que el hecho no pesó en la vida de Calles, como lo
sugieren algunos traspiés de juventud. Sin
embargo, aquella dureza, muy relativa y que se le atribuye para
no reconocerle la firmeza (misma que se confunde con la
prepotencia), ha sido probablemente malinterpretada, como si
"infancia fuera
destino", y como si hubiera por lo demás alguna tara
especial en haber sido hijo natural. Se busca de este modo
deslegitimar a quien quiso asegurarse en vida que las
instituciones, y no las personas, fueran el origen de la
legitimidad en México. Lo
que en este texto buscamos
mostrar es cómo, en medio de una vorágine en la que
muy pocos no dieron simplemente rienda suelta a sus impulsos,
Calles supo no sólo conservar la justa medida, hasta donde
la época lo permitía, sino también llevar
una vida congruente, algo no muy común en un país
donde las redes
clientelares suelen conspirar contra la trayectoria de rectitud
individual, tratando de destruirla y de mantener la conciencia
fragmentada. El doctor Ramón
Puente reconoció que Calles fue a la vez el más
tesonero y el menos veleidoso de los jefes revolucionarios.
Así, el problema que queremos plantear aquí es el
siguiente: ¿Cómo se resolvió en la
trayectoria personal y
pública de Plutarco Elías Calles el crucial y
añejo problema de la legitimidad en México?
Varias biografías sostienen
que el hecho de haber sido hijo natural de Plutarco Elías
Lucero y María de Jesús Campuzano (fruto de lo que
Héctor Aguilar Camín, muy torpemente, llama en
francés "una liaison temporal") marcó
definitivamente la vida del revolucionario, al grado de explicar
con este argumento el supuesto odio del "presidente Calles"
contra la Iglesia. No es
demasiado creíble, contra lo que sugiere Tere
Medina-Navascués, que el problema clave de los
Elías en Sonora haya sido el de pertenecer a una familia de un
supuesto "linaje" de origen español
venido a menos con el paso del tiempo,
incluso de los siglos. Esta interpretación se convierte en un procedimiento que
deslegitima al revolucionario al convertirlo en algo así
como un bastardo social y un potencial resentido, un "venido a
menos". Al hablar del Plutarco Elías Lucero como si se
tratara de hacerlo desde una perspectiva colonial, la
biógrafa lo tilda de "descastado", cuando la importancia
de las castas nunca fue mayor en Sonora (a diferencia por ejemplo
de Yucatán), ni siquiera entre los hacendados, que los
había. Por lo demás, Sonora cambió
vertiginosamente en las últimas décadas del siglo
XIX con la minería,
el comercio y los
transportes, que modificaron incluso la fisionomía de la
natal Guaymas de Calles, de lo que da cuenta Héctor
Aguilar Camín. Aunque los guaymenses no habían
perdido sus vínculos con el mundo rural, a finales del
siglo XIX llegaron comerciantes de distintas latitudes,
franceses, alemanes y otros (ya los había originarios de
China, que por
cierto Calles buscaría respetar más adelante,
frente a brotes xenófobos); creció cierta
industria
(maderera, por ejemplo) y se multiplicaron las funciones
estatales, de tal forma que el polo de modernización de
Sonora se desplazó de Hermosillo a Guaymas. Con la
minería fue desplegándose también una mayor
actividad hacia el norte del Estado, y los
Elías conservaron su influencia; en Agua Prieta
contribuyeron a la formación de un club liberal (con
Francisco S. Elías y Manuel Elías Lucero, entre
otros). Nunca fue la genealogía que se remonta hasta el
origen español, que pareciera importarles también a
Jean Meyer y a Enrique Krauze, la que interesó en vida a
Elías Calles. En cambio, contra
quienes alguna vez le atribuyeron un origen extranjero (sirio),
el presidente Calles sacó a relucir a su abuelo paterno,
José Juan Elías, quien muriera oponiéndose a
la invasión francesa y defendiendo sin ambages la Independencia
y la soberanía mexicanas.
Las circunstancias de la época porfiriana en Sonora no
eran tan cerradas y vegetativas como en otras regiones de
México, y seguramente no contaba tanto la relación
con la gran propiedad
terrateniente (no por lo menos en Guaymas y hacia el norte, a
diferencia por ejemplo de Alamos). Al nacer Calles, Sonora era un
territorio fronterizo (salvo en el sur más acaudalado,
alrededor de Alamos y Navojoa) en el que ni siquiera había
concluido la acumulación originaria que comenzara en el
resto del país a mediados del siglo XIX. En dicha frontera
seguían siendo comunes los hostigamientos de los apaches,
por ejemplo, y no había concluido el esfuerzo por integrar
a la nación
a los indómitos indios
yaquis y mayos, que siguieron levantados hasta casi mediados del
siglo XX, y cuya rebelión a lo mejor Calles no entendiera
del todo, a diferencia de José María Maytorena, el
buen hacendado, o de Alvaro Obregón, quien los
utilizó como tropa. La pequeña propiedad
podía tener en algunas partes mayor importancia que el
latifundio, ya se había difundido la minería
moderna asociada al capital
estadounidense, la Iglesia nunca fue oscurantista (Sonora fue
tierra de
misioneros, como el Padre Kino), y no es probable que la
noción de "pecado" (que
atraviesa la biografía de
Medina-Navascués) estuviera tan arraigada.
Desde el punto de vista estrictamente personal, no hay pruebas
de que la familia
Elías entera haya padecido el fracaso, ya que no fue el
caso de los tíos de Plutarco Elías Calles, quienes,
por lo demás, ante los fracasos de éste en el
comercio en Guaymas, lo ayudaron ya siendo joven, en Agua Prieta.
Es significativo que Aguilar Camín indique que el
revolucionario heredó el nombre de su padre, y tomó
el apellido (del que nunca renegó) de un humilde cantinero
de Hermosillo, Juan B. Calles, quién asumió los
deberes de esposo y padrastro con María de Jesús
Campuzano, hasta que ésta muriera en 1881, y
protegió luego (con dedicación, afirma
Héctor Aguilar Camín, palabra que tiene una
connotación eminentemente educativa) al "huérfano",
que en realidad no lo era. La vida de Elías Calles en
Hermosillo, desde los cuatro hasta los 20 años, fue de
esfuerzo, pero también de educación, en la
familia y en la escuela. El
futuro presidente fue educado en su familia adoptiva, muy
modesta, en la que Juan Bautista Calles, según hace
constar Carlos Macías Richard, "sería recordado
(…) como un individuo
generoso y paternal, pero en extremo enérgico y
disciplinado", sin que por cierto se entienda el "pero" del
biógrafo. Sin duda alguna, el revolucionario sonorense
heredó todos estos rasgos.
¿Hay pruebas de que el
revolucionario albergó un resentimiento "eterno" contra su
padre biológico? En realidad, no. Una conversación
con Adolfo de la Huerta pudiera leerse en ese sentido, puesto que
al preguntarle aquél a Calles de qué familia
provenía, contestó seco: "de la mía". La
misma Tere Medina-Navascués, al reconstituir la
conversación, sugiere (¿involuntariamente?) que la
ofensa vino no de la respuesta, sino de una pregunta por lo menos
torpe, aunque Calles resulta ser supuestamente para la
biógrafa "un ofendido por el destino". En realidad, el
contexto sugiere otra cosa. De la Huerta no provenía de
cualquier familia de Guaymas, sino de una acomodada y "de lustre"
desde el Porfiriato,
que gozaba por ende de privilegios que menciona Héctor
Aguilar Camín. Adolfo de la Huerta era hijo de uno de los
comerciantes mejor situados de Guaymas y se había formado
en la Ciudad de México, estudiando canto, solfeo, contabilidad y
en la Escuela Nacional Preparatoria, muy cerca de la "corte de
los halagos". La familia Calles era otra, no sólo por el
padre, y lo que para De la Huerta era natural para Elías
Calles significaba una lucha cotidiana contra la adversidad y el
fracaso. A lo mejor entendía De la Huerta la
conversación como intercambio de halagos; Elías
Calles en más de una ocasión expresó su
aversión a la "burguesía adinerada", y no parece
que precisamente por resentimiento. Según Ramón
Puente, en la clase de
Calles se aplicaba el "baquetómetro" ("baquetón" es
el calificativo que se da a los muchachos incorregibles), y "no
valen privilegios de casta, el ser niño zutano o
mengano…". En la conversación entre De La Huerta y
Elías Calles se habían topado el México
seguro de su
patrimonialismo, el de los "señoritos", y el del esfuerzo,
que con un buen encuadre familiar y educativo equivale a lo que
Rogelio Díaz-Guerrero ha llamado en sus tipologías
del mexicano el "tipo 2, con control
interno autoafirmativo". En la reconstitución que
Carlos Macías Richard hace de la conversación entre
De la Huerta y Calles, queda constancia de que al poco rato el
segundo se disculpó por la hosquedad (ya que estaba
ocupado) hacia el otro guaymense. Al recrear esta
conversación de manera segmentada, algunos
biógrafos
(Tere Medina-Navascués y tangencialmente
Héctor Aguilar Camín) utilizan la supuesta "tara de
origen" para negarle un lugar social a Elías Calles y
legitimidad a su idea de lo que podía llegar a ser la
nación
mexicana en la práctica.
El corte entre Plutarco Elías Calles y su padre tampoco
parece tan abrupto, puesto que en las biografías aparecen
episodios compartidos en los cuales, por lo visto, el progenitor
llegaba a empujar al hijo al alcohol y la
irresponsabilidad. En realidad, en el sentido exactamente
contrario al que sugiere Medina-Navascués, el
resentimiento clave no fue el del hijo contra el padre, hecho que
por lo demás podía ser muy comprensible, sino al
revés, y forzando hasta cierto punto las cosas.
Poniéndose arbitrariamente en el lugar del padre
biológico, como si no hubiera otra ley, algunos
biógrafos proyectan sobre el futuro revolucionario las
emociones
(probables) de Plutarco Elías Lucero. Lo prueba la
anécdota reconstituida tanto por Roberto Mares como por
Tere Medina-Navascués, en la que ésta omite
una parte decisiva. Ya en plena Revolución, a finales de 1914, Plutarco
Elías Calles pasó por Agua Prieta, y su padre, que
estaba platicando con un muchacho y tomando "pisto" a la entrada
de una casa, lo vio pasar. Según Medina-Navascués,
Calles no guardó en ese momento "un proceder digno de
alabanza", al no darle más que un saludo lejano, con una
mano sacudida al aire, al viejo
"dispuesto, tal vez, a abrazar al hijo" (cierto es que el padre
hizo ademán de levantarse). De nuevo aparece una inversión que busca hacer de Calles un
hombre no
sólo resentido e inhumano, sino injusto y "culpable". Es
más, esta versión de los hechos y la
connotación que se le da casi convierte al revolucionario
sonorense en algo así como un "transgresor" que no le hace
la debida reverencia a la figura del padre, sin importar siquiera
el padre concreto. En
realidad, de acuerdo con el modo en que Roberto Mares
reconstituye el episodio (de idéntico modo lo recoge
Carlos Macías Richard), el padre dijo: "Aquel es Plutarco,
se cree gran cosa porque es coronel. Chiflaron a don Porfirio y
ahora creen que van a ganar la Revolución…pero no
van a ganar nada…les van a pegar". Pese a que Plutarco
Elías Lucero habría hecho el ademán de
levantarse de su asiento y se habría sentido emocionado,
las palabras indican que el resentimiento lo ganó,
mientras que el hijo ya había tomado distancia y su gesto,
de reconocimiento sin más, parece el justo (Plutarco
Elías Calles lloró por lo demás la muerte de
"Papá Plutarco", como lo hace constar Carlos Macías
Richard). Calles, que en su juventud tuvo que enfrentar distintos
fracasos y no estuvo lejos de caer en el alcoholismo,
se venció a sí mismo, o venció al "modelo", que
no ejemplo, que llevaba forzosamente dentro, cosa imperdonable
(así lo sugiere la versión de
Medina-Navascués) dentro de una cultura
marcada por la ley del Padre. El intento de la biógrafa es
sorprendente: prácticamente le reprocha a Calles el no
haberle dado al padre la legitimidad que éste llegó
a negarle. La biógrafa hace recaer una "culpa" en quien
(Plutarco Elías Calles) no fue educado para expiar nada y
no parece tampoco haberlo exigido del padre. La importancia que
Calles le dio a la educación laica no
debiera leerse forzosamente como alguna "expiación" de una
"culpa originaria" que Plutarco Elías Calles no parece
haber introyectado, a juzgar por la escena de Agua Prieta ya
narrada.
No es un problema menor en culturas en las cuales no pocos se
quedan atrapados en la ley del Padre: un Padre que llega a ser
irresponsable pero ante el cual el hijo no puede o incluso no
debe salir del círculo, por vicioso que sea, de la
supuesta legitimidad establecida desde arriba, ya que ello
constituye una transgresión. De distintos modos,
Medina-Navascués da la impresión de querer imponer
en su texto la sanción que, a lo mejor, incomodaba a
Calles en conversaciones como la sostenida con De la Huerta, por
más que no se tratara sino de un dejo de desconfianza.
Medina-Navascués, de origen español republicano,
biógrafa de Antonio Machado, busca adjudicarle al
"presidente Calles" una maldición proveniente de una
imaginario religioso oscurantista (el "pecado"), mientras otros,
bajo influencia de un psicoanálisis moderno vulgarizado,
convierten anécdotas en destino: es el supuesto "trauma de
infancia" que comenzó a ponerse de moda en los
años "70 del siglo XX. En realidad, tanto Plutarco
Elías Calles como su padre eran ateos, "descreídos
irredimibles", en palabras de Medina-Navascués, de nuevo
de cuño religioso. No "pasar a la Historia" querría
decir entonces que, desde el origen, el revolucionario sonorense
no tenía modo de "redimirse", y que en nada
contarían sus méritos personales, que suelen
pasarse por alto.
Lo que algunas biografías
suelen olvidar es que la experiencia de formación de
Calles no dependió en años decisivos de la
relación con el padre biológico, sino de la familia
(incluida la de los Elías Lucero después de los 20
años) y de la escuela. Por más que fuera en el
origen hijo natural, Calles no perdió de vista la
importancia de la familia, que por cierto no lo descuidó
en la infancia y la juventud, y adquirió experiencia en la
escuela y a la larga siendo maestro de primaria, buscando darle
importancia a una institución, la educativa, hoy devaluada
y mercantilizada. Desde este punto de vista, parece
difícil que Elías Calles haya sido
"ilegítimo a los ojos de la sociedad", se
entiende que sonorense, contra lo que sugiere Enrique Krauze.
¿Cuál sociedad, si difícilmente podía
existir le tout Sonora? Durante la juventud de Calles,
quien no fue por cierto el jacobino (lo fue mucho más el a
veces cruel Obregón) y extremista de la Revolución
Mexicana, ni el romántico, a Sonora había llegado
por interés
del gobernador lo mejor de la educación laica durante el
Porfiriato, bajo la influencia de Enrique Rébsamen. Bajo
esta influencia pedagógica, es poco probable que Calles
pensara en crear un mundo nuevo desde cero: "Calles -ha escrito
Enrique Krauze- no funda de nuevo el mundo; no clausura su
pasado, sino que lo integra racionalmente y lo devuelve,
purificado e imperioso, a la sociedad".
Bajo la influencia del afamado profesor
Benigno López y Sierra, Calles llegó a ser parte
del Colegio de Sonora, muy prestigiado en la época, y fue
asimismo amigo del aritmético Fernando Dworak, reconocido
profesor procedente de la "escuela de Rébsamen" de Jalapa.
En uno de sus escasos escritos sobre el tema, Calles llegó
a identificar familia y moralidad,
pero entendiendo esta última, como lo hace constar Carlos
Macías Richard, como desarrollo de
las energías individuales, amor al
trabajo y al mismo tiempo dominio de las
pasiones, sin descartar por ello la dulzura de las emociones, en
palabras del propio Calles. Del mismo modo concebía
el ejercicio de la ciudadanía para el "ser humano
socializado", como lo sugiere Macías Richard. Mucho
más tarde y habiendo salido de Guaymas, a donde
había regresado a los 20 años, Plutarco
Elías Calles, ya casado, puso a prueba su temple y su amor
al trabajo en el rancho Santa Rosa, cerca de Fronteras.
Ocupándose de Santa Rosa (propiedad de los Elías
Lucero), hecho que Carlos Silva explica curiosamente como "oficio
santo" cuando no había nada más lejos de la
religión,
Elías Calles demostró por lo demás, para
seguir a Macías Richard, que no quedaban (si alguna vez
existieron) resentimiento o recelo algunos hacia la familia
paterna.
2.-El
militar
A diferencia de Alvaro Obregón
o de Francisco Villa,
Plutarco Elías Calles nunca destacó en los campos
de batalla de la Revolución Mexicana. No solo parece
haberle faltado fuerza al
principio, sino que temía en ocasiones el peligro, como
ocurrió en Naco, donde Elías Calles huyó
ante las tropas de Ojeda. Con todo, al poco tiempo quedó
claro que, a diferencia muy marcada de Villa, el revolucionario
de Guaymas no confundía justicia con
venganza, algo que poco se ha hecho notar sobre el Centauro del
Norte. El 1º. de noviembre de 1915, Villa se lanzó
contra Agua Prieta con 18 mil hombres; Calles resistió con
la cuarta parte de los soldados y venció. Los
villistas, que han sido curiosamente mitificados por parte de la
izquierda latinoamericana (al grado de que en algún
momento los ha alabado el venezolano Hugo
Chávez), derrotados, se ensañaron en la
pequeña localidad de San José de la Cueva,
asesinando a todos los varones, incluyendo al cura y, justamente
con sed de venganza y en muy malas lides, matando a todos los que
llevaban el apellido Calles. Resulta inexplicable que Villa haya
sido idealizado después de circunstancias como
ésta, y que a la larga un apenas disimulado oprobio haya
caído sobre el sonorense, quien ni siquiera se
convirtió, contra lo que sostiene Roberto Mares, en un
"dictador pedadógico" al mando de Sonora (una equivocada
expresión proveniente de Enrique Krauze), donde no se
instaló la fuerza de las armas. Muy por el
contrario, hay un gesto que denota que el resentimiento no era la
emoción que guiaba a Calles, a diferencia de Villa. Como
gobernador de Sonora, Calles se ocupó de que los
huérfanos de la Revolución recibieran
protección y educación oficial (en la Escuela de
Artes y Oficios Cruz Gálvez); no hizo distinción de
"credos políticos" (como se los llama religiosamente)
pero, lo que es más, acogió a huérfanos
"villistas", contra quienes bien podría haber tomado
represalias (los partidarios del "felón Villa" fueron
amnistiados por Calles en Sonora). En los campos de batalla,
Calles había aprendido la firmeza, pero no una dureza
excesiva, y no le faltaba prudencia. Fue distinto de
Obregón y Villa quienes, cada uno a su modo, hicieron gala
de machismo (el primero con fanfarronería, más que
sentido del humor), si ha de seguirse una de las definiciones del
fenómeno que propone la especialista Marina
Castañeda: con una supuesta ausencia de temor que es en
realidad falta de precaución.
Para Villa, a veces no parecía
tan importante la batalla como el honor, una noción muy
española (es desde un supuesto honor que Tere
Medina-Navascués juzga la vida afectiva de Calles) y que
se confunde en México con la valentía
("hombría"), a fin de cuentas la del
charro, que da su "palabra de honor" (como lo ha hecho notar
Aniceto Aramoni, esta expresión deja suponer que pudiera
haber "otro tipo de palabra"). A Villa no le importaba perder
hombres en gran cantidad, mientras otros, como Obregón y
Calles, buscaban ahorrar vidas. Villa citaba a sus contrincantes
a pelear a campo raso, con tal de salvar el honor no abandonaba
plazas que ya había perdido (sobrevaloraba la
imagen que
tenía de sí mismo, al decir de Aramoni), y para
él las citas eran como para un duelo de caballería,
escogiendo día, hora y lugar, dando ventaja a que tiraran
primero los enemigos y, al haber perdido, pidiendo que lo
"sacaran a balazos". En Villa, según ha hecho notar
Aramoni, solía no haber objetividad alguna. A diferencia
de Villa, pero también de Obregón, en realidad la
Revolución no fue para Elías Calles un asunto
fundamentalmente militar.
Aniceto Aramoni ha observado que, sin
duda, Villa pudo haber sido objeto de todas las vejaciones y
humillaciones, en la "fracción atropellada e infeliz del
pueblo" y víctima de "señoritos" y caciques. Sin
embargo, en Villa predominó el código
de honor y no, como en Calles, el de la decencia, sin que
ésta se entienda como mera fachada familiar frente a "los
demás". Villa era, al decir de Aramoni, "analfabeto,
grosero, colérico, sádico, lábil
emocionalmente, sujeto a raptos incontrolables", diríase
hoy que completamente impulsivo. El imán que atrae,
según Aramoni, no es otro que el del "macho", el que "las
puede todas", un curioso "conquistador" y "superdotado sexual"
entre un pueblo ignorante, por ende sin educación. Mal
habla este ídolo de lo que por cierto, después de
tanta opresión, no podía ser de otro modo: el
pueblo mexicano, que con el populismo
posterior (desplegado en la segunda posguerra del siglo XX)
terminó creyendo, en algo que incumbe hasta las clases
medias, que el "ser" del mexicano está en el supuesto
desplante de honor.
Por otra parte, para Calles la mujer no se
reducía a seguir ciegamente al hombre, a diferencia de las
adelitas que también fueron mitificadas en los campos de
batalla de la Revolución. Aniceto Aramoni ha hecho notar
que la Revolución Mexicana fue de las pocas "guerras" donde
los hombres permitieron que se involucraran casi directamente las
mujeres, pero no como combatientes, en lo que existe un dejo de
crueldad que incluso Alvaro Obregón quiso evitar. Ya como
gobernador de Sonora, la principal preocupación de Calles
fue que las mujeres tuvieran acceso a la educación. Dicho
sea de paso, y a diferencia de Villa en un episodio (el de Agua
Prieta) como el recogido aquí, Calles no aprovechó
las circunstancias bélicas para dar rienda suelta a sus
impulsos contra "los curas", aunque ciertamente, ya como
gobernador de Sonora, se aseguró de que todos los
sacerdotes católicos del estado fueran expulsados.
3. La vida
afectiva
La vida afectiva de Plutarco Elías Calles (para no decir
la vida íntima, con otra connotación) fue muy
diferente de la de Villa, o incluso de la de Zapata. Una vida
ejemplar no tiene por qué ser purista. Ciertamente, a la
edad de 20 años, Elías Calles tuvo un enredo con
Josefina Bonfiglio, nacida en Tepic, hija de un empleado de
aduana.
¿Era una "muchachita inexperta y confiada", como la
describe Tere Medina-Navascués, como si Bonfiglio
fuera una criada? En aquella época, la
posición social de Calles no implicaba alguna superioridad
notoria sobre Josefina Bonfiglio. Tere
Medina-Navascués sugiere que a esa edad, Calles ya
sabía lo que hacía. Es de suponer que
Josefina Bonfiglio también, puesto que tenía la
misma edad. Lo cierto es que la joven quedó embarazada y
el padre de Plutarco Elías Calles, ciertamente de manera
no muy elegante, envió al futuro revolucionario lejos, a
Fronteras. Poco después, Josefina Bonfiglio se casó
con un empleado de telégrafos de El Mineral El Tigre, con
quien tuvo cuatro hijos más, y en ese marco creció
el hijo de Elías Calles, Rodolfo, que desde este punto de
vista no llegó a ser un hijo ilegítimo
"abandonado". En 1919, cuando el revolucionario sonorense era
secretario de Industria y Comercio, se encontró con
Rodolfo. Le ofreció ayuda para adquirir un mejor empleo (era
telegrafista), pero el hijo declinó la oferta, en lo
que, no puede forzosamente negarse, era a lo mejor un acto digno
y discreto, como lo ha escrito Tere
Medina-Navascués. Como sea, queda claro que para Plutarco
Elías Calles tener un oficio digno y bien remunerado no
era un asunto menor.
El 24 de agosto de 1899, Elías
Calles se casó con Natalia Chacón, hija de un
agente de aduanas, de
origen sinaloense y sonorense, y quien a la postre se
convertiría en Primera Dama de la Nación. Tuvieron
doce hijos, tres de los cuales murieron. No fue la de Natalia
Chacón la vida de una mujer sumisa, ni
siempre acorde en todo con su esposo, y resultó
pionera en la participación de las mujeres en
asuntos públicos. En efecto, ya como Primera Dama, Natalia
Chacón creó el Sistema Nacional
para el Desarrollo Integral de la Familia (el DIF),
tradición que comenzaría a perderse mucho
más tarde, a partir del salinato, y que se vino abajo con
el panismo en el gobierno, en el que primaron los
escándalos y las ambiciones desmedidas de por lo menos una
Primera Dama, Martha Sahagún. Natalia Chacón de
Elías Calles fue también la creadora de la primera
red de comedores
infantiles mexicanos, en los cuales se proporcionaba a los
niños
desayunos calientes, con leche y
algún guisado; la Primera Dama fundó igualmente una
importante cadena de dispensarios médicos de atención gratuita. Eran otros tiempos y
existía otra concepción de la familia, que
impregnó a la del Estado, que tuvo obligaciones
con la niñez, y que no debía simplemente consentir
los derechos
(verdaderos o inflados) de los infantes, sin proporcionarles al
mismo tiempo la salud y la educación
básicas. En esa concepción de la familia no
cupieron el oscurantismo y el "pecado": prueba de ello es que una
de las hijas del revolucionario, Hortensia Elías Calles de
Torreblanca, no tuvo inconveniente en dar a conocer mucho
más tarde, para quien lo quisiera, la vida privada de su
padre, de quien fue gran confidente. Si bien Natalia
Chacón resintió duramente la ausencia de su esposo
mientras éste se veía envuelto en los tiempos
más difíciles de la Revolución mexicana,
Calles no se desentendió de la educación de sus
hijos, en particular varones (Rodolfo y Plutarco, Aco), a
quienes prefirió formar lejos de la Ciudad de
México (a la que veía como una metrópoli de
perversión) y, aún fuera del país, cercanos
a la probidad, de acuerdo con observaciones de Carlos
Macías Richard. Asimismo, como lo hace constar Carlos
Silva Cázares, "ni los cristeros ni los golpes de estado
ni los chismes políticos minaron tanto (la persona de
Elías Calles) como la muerte de su
mujer", a raíz de lo cual el revolucionario sonorense
habría emprendido "un largo camino de pesadumbre". A pesar
de sufrir por la distancia física del sonorense,
Natalia Chacón estuvo con él "en la pobreza y en
la riqueza", como lo sugiere Beatriz Ramírez
González, quien hace contar, con todo, que la segunda no
era el objetivo de la
familia Elías Calles Chacón. A Natalia
Chacón no le entusiasmaban demasiado los ajetreos de la
vida social que suponía ser la esposa de un mandatario, y
era declaradamente "enemiga de fiestas". Esa podía
ser una diferencia notoria con Obregón, aficionado
justamente a las fiestas, los bailes y los banquetes. El
mismo Plutarco Elías Calles no perdió la sencillez
provinciana y, al decir de Ramón Puente, ya con Carranza
"ser ministro y sujetarse a los rigores de la etiqueta" es algo
que a Calles le causaba molestia.
Fue sólo con Natalia Chacón que el Estado se
hizo cargo de actividades sociales que eran obligatorias y no
podían ser la dádiva de damas con pretensiones
aristocráticas. Como se desprende de la biografía
de Natalia Chacón elaborada por Beatriz Ramírez, ni
el presidente ni su esposa se aficionaron a un tren de vida
lujoso o disoluto. Los privilegios, en cambio, tentaron a algunos
de los descendientes de la pareja presidencial.
El 2 de agosto de 1930, Calles se
casó por segunda vez con Leonor Llorente, originaria de
Mérida, guitarrista, pianista y soprano. La boda se hizo
por lo civil, de modo discreto. Llorente murió a los pocos
años. Pese a lo que se busque fabricársele, nada
tuvo que ver la vida afectiva de Plutarco Elías Calles con
la exposición de la vida íntima algo
escandalosa (mezclada con pleitos de herencias) de José
López Portillo, por ejemplo, quien le dio a su gobierno
una impronta de nepotismo que no existió con Calles. Se ha
dicho que Calles se enriqueció a costa del Estado, pero el
gusto de aquél era relativamente modesto si se compara con
la ostentación del Porfiriato, o con lo que ocurrió
a la larga con López Portillo, El Negro Durazo o
Elba Esther Gordillo, por no mencionar más que unos
cuantos casos. No puede verse en Calles el origen de la corrupción en los gobiernos mexicanos (ni
siquiera la familia Cárdenas escapó a la
adquisición de propiedades importantes).
En 1920, Calles tuvo en Agua Prieta
una aventura con Amanda Ruiz, originaria de Cananea, Sonora. De
este hecho nació otro hijo del revolucionario, Manuel
Elías Calles Ruiz. El presidente Calles nunca se
desentendió de Amanda Ruiz y su hijo, al que
reconoció y con el que no tuvo problema en compartir su
vida en la Ciudad de México. Como en los casos anteriores,
si se exceptúa el de Josefina Bonfiglio, destaca que
Plutarco Elias Calles no haya tenido una actitud
particularmente machista con las mujeres y con sus hijos, aunque
hubiera un dejo de -un probablemente normal para la época-
paternalismo, que puede interpretarse como simple y llana
autoridad.
Calles no parece haber visto a la mujer a la vez como "cosa" y
objeto de endiosamiento, sino como ser de carne y hueso. Manuel
Elías Calles Ruiz fue reconocido legalmente, y a partir de
ello pasó sus vacaciones todos los años con su
padre y Leonor Llorente. Amanda Ruiz no le guardó rencor
alguno a Calles, a quien cariñosamente llamaba
"inolvidable papacito".
Aniceto Aramoni, acucioso observador
de la vida afectiva del mexicano, ha hecho notar hasta qué
punto Villa, personaje mucho más venerado y recordado que
Calles, exigía en cambio de la mujer que se sintiera
honrada por el solo hecho de la presencia del "macho", arrogante
y fanfarrón. Villa veía a la mujer casi como animal
al que había que domar, "acallar o aquietar", "o consolar
mediante los halagos del dinero". De
manera distinta a la de Calles, Zapata también
quedó en el imaginario popular como lo más cercano
a un "macho" que por momentos, incluso, llega curiosamente a algo
de "señorito" ("charro"). Tal pareciera que a Calles
terminó por reprochársele no haber sido
"señorito", ni hombre de pueblo, como si esto
último constituyera alguna garantía de
decencia.
4. Lo privado y lo
público.
En perspectiva, existe congruencia entre lo que fue la vida
pública de Calles y su vida privada. Lo que más
parecía apreciar el revolucionario sonorense era la
lealtad, pero no la complicidad. Era lealtad a principios, y
éstos podían ser más sólidos que las
redes clientelares personales. Tiene razón Carlos
Macías Richard cuando señala que el alto concepto de la
fidelidad y el compromiso iba para el sonorense por delante de la
amistad y el
aprecio cuando se trataba de evaluar errores y de mala fe.
No cabían, en nombre de la amistad, la falta de compromiso
y el "otorgamiento del disimulo". Firme, a Calles no le
gustaba la violencia
desbordada e impulsiva, y en este sentido puso todo su
empeño durante su mandato en terminar con las rencillas
entre jefes revolucionarios, quienes estaban siempre al borde de
las armas, incluso cuando se trató de sonorenses y del
empecinado obregonismo. El periodo callista, antes del Maximato,
fue clave para la consolidación de instituciones en un
país en las que nunca habían sido realmente
sólidas y mucho menos respetadas. Al consolidarlas,
Calles, sin duda como pedagogo y antiguo maestro de escuela,
concibió normas
impersonales en un país en el que siempre se habían
impuesto los
personalismos y en el que el obregonismo amenazaba con hacer lo
mismo. Si se revisa la historia del periodo callista, no puede
encontrarse una red de clientelas
propiamente "callistas", y de haber existido o de haber sido
fuertes, es poco probable que Cárdenas haya podido exiliar
a Calles como lo hizo. En su anhelo de terminar con el
militarismo, el presidente Calles, ayudado en este terreno por el
general Joaquín Amaro, dio pasos decisivos, al centralizar
el mando de todas las unidades en el Ministerio de Guerra. Con
ello se despersonalizó al ejército y se quebraron
las ambiciones de los caciques militares. No es poca cosa, ya que
con ello se eliminó en México una "casta" repleta
de ambiciones personales que perduró en cambio hasta muy
tarde en toda América
Latina y el Caribe, convirtiendo con frecuencia la historia del
subcontinente en la de una serie de golpes y contragolpes de
Estado, incluso en Costa Rica hasta
1948, en Colombia (con el
régimen de Rojas Pinilla) o incluso en Cuba, hasta
donde Fidel Castro
nunca abandonó su investidura militar. Con Calles y Amaro,
en México el ejército perdió todas las
características que arrastraba desde la Independencia, y,
como lo ha subrayado Rafael Loyola Díaz, se
disciplinó, se profesionalizaron los cuadros oficiales, se
llevó a cabo una depuración
económico-administrativa y fueron licenciadas tropas
innecesarias. El ejército dejó así de
dividirse entre "la gente de Neri o Cavazos". De igual modo, se
persiguió y castigó a los desertores.
El reparto agrario no fue
menor, pese a que un estudioso como Jean Meyer llegue a
descalificar a los agraristas. Fiel a sus orígenes y en lo
que pudo haber dado lugar a una verdadera revolución
"democrático-burguesa" en México, Calles se
mostró fundamentalmente partidario de la pequeña
propiedad privada. Tanto Calles como Obregón se
habían interesado por el modo en que funcionaba la
agricultura en
Estados Unidos. Con un importante reparto, Calles se
aseguró en todo caso el apoyo de los agraristas, decisivo
para sofocar las últimas rebeliones armadas, incluyendo la
cristera, utilizada por cierto de modo demagógico por
José Vasconcelos y por los últimos insurrectos en
armas de Sonora, que coquetearon con lo que en muchos aspectos
era una reacción detrás de la cual se encontraban
intereses de latifundistas.
Rafael Loyola Díaz
resume las medidas que interesaron a Calles para modernizar
a México: el impulso a las actividades productivas, el
mejoramiento de la administración
pública, la continuación de la reforma
agraria y la normalización de las relaciones
diplomáticas con todas las naciones. Calles fue claro en
lo que quería para México, como antes lo
había querido para Sonora, y por cierto que no nada
más por historia personal, como lo muestra la
afinidad con Salvador Alvarado, quien se dedicara a llevar la
educación a Yucatán. Ya en la gubernatura de
Sonora, Calles, al que Héctor Aguilar Camín retrata
de una manera no muy seria (en contraste con la importancia de
la
investigación en La frontera nómada),
había sido sin duda republicano a fondo, sin llegar al
jacobinismo, pero no podía pretender ser un ángel,
ni bueno ni "exterminador". No hay modo de hacer de Calles un
mártir, pero tampoco interesa convertirlo en un santo.
Calles dejó en claro su aversión a "los
políticos" en su peor acepción, la que predomina
hasta hoy en México y otras latitudes, pero no a "la
política",
que quiso enaltecer dándole gran importancia, por ejemplo,
a la libertad de
expresión (al grado de tolerar cierto libertinaje,
como ocurrió con Vasconcelos) o a la existencia no de un
partido único, sino de varios y en competencia entre
sí. Tal pareciera que la búsqueda de una
solución "desde abajo" que no sea la meramente
anárquica no resulta comprensible para Aguilar
Camín. La lectura es
religiosa, si se quiere hacer creer que la educación
debía ser un "acto de conversión" como el que
supuestamente habría hecho Elías Calles al dejar el
camino del alcoholismo. En modo alguno se trataba de convertir,
sino de garantizar la ciudadanía para el ejercicio de una
auténtica democracia y
un derecho, aunque "la chusma", como la llamaba ocasionalmente
Calles, ni siquiera supiera (como ocurre hasta hoy) que
tenía derechos. En cierto modo, el hecho de que Calles
haya querido inculcar con ejercicio de autoridad la
educación laica suele verse como imposición, cuando
no era sino un derecho que la ignorancia del pueblo no
permitía reconocer como tal.
Ciertamente, el callismo
reafirmó un proyecto
dominante, de tendencia burguesa (empresarial, si se quiere,
aunque Guaymas terminó de crecer como "burgo", sin
desprenderse del todo de sus lazos rurales), pero no fue
exactamente el que se impuso, sino que el rumbo cambió con
Cárdenas y la llegada del populismo, fenómeno
diferente al del arbitraje que
buscaba Calles mediante una figura presidencial relativamente
fuerte. Con Cárdenas, el "pueblo", a lo mejor ya
convertido en "masa" por la movilidad de los tiempos
revolucionarios, volvió para crear lo que Calles nunca
pudo ser: un mito y un
"Tata". No es casual que entre los cristeros se hayan encontrado
ex villistas o ex zapatistas, pero más significativo
aún es que, como lo recoge Jean Meyer, los mismos
cristeros vieran con buenos ojos por igual a Porfirio
Díaz, Lázaro Cárdenas y Manuel Avila Camacho
("buenos Césares"). Puede discreparse hasta cierto
punto de Loyola Díaz: es, sin embargo, quien más se
acerca a una valoración objetiva del legado de Calles. En
éste, la revolución buscó venir "desde
abajo" (es en todo caso lo que pareciera haber querido Calles),
el mundo de la pequeña propiedad. No fue entonces sino un
segmento del proyecto dominante el que predominó con el
callismo, muy distinto del de Obregón, pero también
del cardenismo, fundador de una forma adulterada de la
Revolución: la populista, con la que el derecho se
diluiría a la larga en un sistema de favores.
CONCLUSIÓN
El hecho de que a Calles
se le haya dado el sobrenombre de El Turco puede
significar muchas cosas ("turco, severo y mental", escribe
Krauze, olvidando a lo mejor que lo "turco" se asocia por lo
común con la crueldad), a comenzar por la dificultad para
representarse una fisionomía del Norte, región
que significaba para otras de México el salvajismo,
el lugar de "los bárbaros", según Héctor
Aguilar Camín. Parece difícil, contra lo que
sugiere Tere Medina-Navascués, que dicho
sobrenombre se haya asociado con el recuerdo de cruzadas europeas
que no dicen mayor cosa en América Latina y el Caribe,
aunque quepa la posibilidad de que se haya recurrido al
imaginario de la crueldad desde la Iglesia católica. El
Turco expresa como sea una forma de extranjerización
y, por este camino, de desnaturalización, como si
fuera el colectivo el que quisiera recordarle a Calles su origen
de hijo natural. El desnaturalizado vuelve a serlo dos veces,
como si no cupiera la posibilidad de una individuación
mediante la cual Calles, si no comprendió del todo,
sí por lo menos intuyó el problema de la
legitimidad del poder en un
país como México. Fue de la Iglesia católica
de donde partieron los apodos hacia Calles, un supuesto "hereje"
comparable al turco Mustafá Kemal, Ataturk. Por "poder"
debe entenderse a un colectivo, el mexicano, que no
asimiló, porque no pudo o porque no quiso, la
lección del callismo y la importancia de las
instituciones, sino que las interpretó como el anhelo de
un advenedizo. Ni qué decir de las acusaciones que
llegaron a lloverle a Calles desde la derecha católica
("masón", "protestante", "ladrón",
"criminal"…) y algunos biógrafos estadounidenses:
el sonorense no tuvo nada de bolchevique, como tampoco parece
demasiado creíble que el PNR se haya creado bajo
inspiración del mussolinismo. Contra lo que sugiere Jean
Meyer, tampoco es seguro (en particular, dado el escaso
número de biografías) que se hayan considerado a la
postre a Elías Calles como el "padre del México
contemporáneo". Se ha dicho de Calles que fue un caudillo,
cuando en realidad no ocurrió así y la palabra, en
realidad, está mal avenida. Muerto Obregón, Calles
fue claro al declarar que en México debían acabarse
los caudillos militares para dar paso a la vida
institucional.
Lo antes dicho pudiera tomarse como una crítica
a un abstracto "carácter del mexicano", aunque son en
realidad las pervivencias de la dominación española
las que están en tela de juicio. "Un pueblo débil
no puede ser veraz", escribió alguna vez La Rochefoucauld.
La parquedad de Elías Calles debió sin duda haber
llamado la atención en un país en el cual, como en
la España
medieval, la palabra tiene una gran importancia en la
ubicación de una serie casi infinita y mutante de
jerarquías sociales y raciales, por lo demás
confundidas, al menos en apariencia. Como lo ha hecho notar
Sergio Pérez Cortés, para el caballero medieval la
palabra era símbolo de poder. En aquella época, de
acuerdo con dicho autor, "la palabra preserva o destruye,
dignifica o aniquila, manifiesta una vida noble o infame; el
aristócrata siempre supo, de manera instintiva, que el
honor y la palabra se salvan o se derrumban juntos". La palabra
preservaba "un circuito de obligaciones e intercambios
simbólicos", de tal forma que "los títulos
honoríficos, los apelativos y las formulas de
cortesía eran decisivos. Estos reproducían los
lazos de parentesco, servicio,
amistad y fidelidad, que ataban al caballero a otros nobles de
igual o superior jerarquía. Y así como la venta, la
cesión o la obtención de una nueva propiedad
modificaban en algún sentido su posición, lo mismo
sucedía a través del matrimonio, los
juramentos de fidelidad y la amistad con los grandes de este
mundo". A ello no podía sino sumarse la importancia
atribuida al linaje. De ahí que la reacción de
Elías Calles a la pregunta de De la Huerta tenga
quizás varios significados: no forzosamente el del
resentimiento, sino el del rechazo a las pretensiones sociales.
Con la Revolución, una nueva casta, no exenta de dicho
tipo de pretensiones, apareció gracias a los
méritos reales o supuestos en los campos de batalla.
Algunas consideraciones de Calles, poco antes de su muerte,
confirman que el sonorense sentía aversión por las
castas, esta vez de militares, y sus tropelías, pero sobre
todo por las deslealtades. (…) El significado que Calles
le daba a la lealtad tenía que ver con la conducta y no con
lazos como las clientelas regionales, por lo que no dudó
en su momento en enfrentarse al gobernador de Sonora, Maytorena,
o bastante tiempo después a Adolfo De la Huerta, e incluso
a las pretensiones de Obregón. Huelga decir
que, a diferencia de éste último, Calles no
tenía peculiar afición por los atuendos de militar,
ranchero o ambas cosas, que eventualmente se mezclaban en la
frontera sonorense, sobre todo ante yaquis y mayos.
Obregón no dudaba en humillar: así lo hizo cuando
llegó alguna vez a Nogales y Elías Calles no estaba
listo para recibirlo con todos los honores: el segundo se hizo
acreedor a un reproche, con "una de esas humillaciones a la que
los subordinados no pueden siquiera argumentar, sin contravenir
el despotismo de la ordenanza", en palabras de Ramón
Puente. La extracción social de Calles era otra: apenas
comerciante, fundamentalmente funcionario y maestro. Está
claro que la preocupación central de Calles no era la
gloria, otro rasgo aristocratizante: es lo que el poder mexicano,
entendido como colectivo, pareciera no haberle perdonado.
Es un hecho que, con Lázaro Cárdenas, y como lo
sugiere Enrique Krauze, se volvió al imaginario religioso
y profundamente paternalista de la historia mexicana. El
cardenismo aparece entonces como menos radical y más
moderado que el callismo, puesto que, a diferencia de éste
y para retomar una expresión de Krauze, no se propuso
"reformar desde el origen". Cárdenas no puso en
ningún momento en cuestión el "dedazo": no
sólo eso, sino que lo utilizó para enrumbar a
México hacia lo que, con el paso del tiempo, sería
una modernización tecnocrática. En realidad, no
parece haber otra razón que justamente la paternalista
para que Cárdenas haya decidido exilar a Calles, puesto
que éste no intervenía de facto ni con
deslealtad en la política interior mexicana. Justamente en
el extremo opuesto de lo que sugiere Tere
Medina-Navascués, Calles habría sido, dígase
lo que se diga sobre el Maximato, el "chivo expiatorio", lo que
en algunos países europeos se conoce curiosamente como
"cabeza de turco". Algunas conversaciones finales de Calles (en
particular con José Vasconcelos, quien no había
perdido oportunidad para denigrarlo) muestran su temor de que los
clientelismos, basados en afinidades personales y no en lealtades
institucionales, terminaran ganando la partida. Todo indica que
Calles, aunque no se hubiera desprendido del todo del
paternalismo, sentía aversión por el caudillismo.
Bien cabe preguntarse por qué se volvió un
tiempo sobre un Calles en realidad olvidado, luego de haber sido
en cierto modo omitido. Que durante la presidencia de Carlos
Salinas de Gortari se haya hablado de un posible "Maximato" no es
irrelevante. Muy a diferencia de Calles, discreto luego de su
salida de la presidencia, aunque atento a la consolidación
de un proyecto nacional, Salinas de Gortari se permitió
apersonarse cuantas veces quiso en la política mexicana
(incluso con varios libros),
rompiendo todas las reglas del sistema que…qué
curioso, fue el que se empeñó en fundar Calles para
desterrar el personalismo. Es en un contexto muy particular que
surgieron las biografías o los pasajes biográficos
que descalifican a Calles, creador de instituciones y alejado de
los carismas y las idolatrías (éstas suelen tener
raigambre religiosa). El sonorense no quiso ser "dueño de
vidas y haciendas", según hizo constar Martín Luis
Guzmán. Tal pareciera que se le ha reprochado no
sólo lo anterior, sino también el hecho de que, en
la parquedad, el presidente Calles seguramente no haya querido
"pertenecer" (ni siquiera ser, contra lo que sugiere Krauze,
"sacerdote del progreso"); que, como lo escribiera Ramón
Puente, su secreto fuera ante todo infundir respeto, y que
evitara que cualquier otro gobernara su conciencia.
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-Silva Cázares, Carlos. Plutarco Elías
Calles. México: Planeta-Booket, 2005.
Autor:
Dr. Marcos Cueva Perus
Investigador Titular: Instituto de Investigaciones
Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México
Miembro del Sistema Nacional de Investigadores,
México
México, septiembre de 2008
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