Aproximación filosófico-histórica a una nueva concepción de estado a propósito de la actividad pirática en América: los estados flotantes (página 2)
II. Lo
filosófico Decir que el Estado nace
a la par del hombre es una
especulación que raya en lo exagerado, pero, sin duda
alguna no ha de ser el Estado sin
el hombre y
viceversa. Las iniciales sociabilizaciones humanas harán
aparecer las formas más primitivas de Estado, dado que el
uso de la razón – también en su estadio
más primigenio – conllevará a la
búsqueda de un orden concebido a partir del universo de cosas
que forman el mundo natural.
El Estado nació cuando se dio un hombre capaz
de dar sentido racional a la horda (colectividad de hombres,
cuyos intereses comunes consisten simplemente en convivir).
Recordemos como ejemplo a Gengiskan que adiestró una
serie de pobres hordas nómadas, dándole estructura
política, convirtiéndolas en
dueñas del mundo desde el Japón
al centro de europa. Con
Gengiskan apareció el Estado para esas hordas, en su
forma más rudimentaria, un hombre que encarna una
ley. En un
estadio rudimentario, el Estado es un hombre; en uno menos, una
dinastía. Luis XIV decía el Estado soy yo
(…) Hoy día, afirmar que el Estado se identifica
con el gobernante sería una vaciedad… (Lascaris
Comneno, 1978: p. 71)
El hombre que concibe a través del pensamiento,
pone a su disposición el mundo que lo rodea, a partir de
éste satisface sus necesidades más elementales:
alimento, abrigo, entre otros. Pero la búsqueda constante
por mejorar los medios de
obtención y provecho de la naturaleza, lo
impulsó a constantes desafíos y esto, le
conllevó a progresar, no sólo en hacerse una vida
más fácil, sino a entender que no podía
permanecer aislado, que unido a otros, por ejemplo, al momento de
cazar grandes animales
tendría mayores éxitos y así vendría
después el compartir los trozos de carne. Esto
sociabilizó a individuos con individuos y de ello los
grupos; luego
grupos con grupos hasta complejizarse y formarse las sociedades o
grandes sociedades. Todo gracias al progreso del pensamiento
humano, desde el cual, se concebirá el Estado que
evolucionará, además, en la medida que vaya
evolucionando la propia humanidad.
El hombre nace con la facultad de recibir sensaciones,
de apercibir y de distinguir en las que recibe, las sensaciones
simples de que están compuestas, de retenerlas de
reconocerlos, de combinarlas, de conservarlas o de evocarlas en
su memoria,
asociando entre sí estas combinaciones, de apoderarse de
lo que tienen en común y de lo que las distingue, de
atribuir signos a
todos estos objetos, para reconocerlos mejor y facilitar nuevas
combinaciones con ellos. (Condorcet, 1942: p. 15)
El pensamiento humano no sólo progresa, sino que
se vuelve, cada vez más complejo. El empeño
constante del hombre por conocerse y reconocer el mundo de afuera
le permite hacer gala de lo aprehendido para poner ese mundo a su
entera disposición. Comienza a diferenciarse del resto de
los animales que no evolucionaron; comienza a organizarse con
criterios que tendrán sus fundamentos en la divinidad, en
lo provincial. Las creencias del hombre también
experimentarán una evolución desde el estadio del fetichismo,
pasando por el politeísmo, hasta alcanzar el
monoteísmo y la negación de valores
superiores una vez conquistado el reino de la ciencia y
el desarrollo de
la tecnología. A esto último le ha
llamado Augusto Comte
(1984): "Ley de la evolución intelectual de la Humanidad o
ley de los tres estados…" (p. 105). Siguiendo a este mismo
autor se tiene que:
Según esta doctrina fundamental, todas nuestras
especulaciones, cualesquiera que sean, tienen que pasar
sucesiva e inevitablemente (…), por tres estados
teóricos diferentes, que las denominaciones habituales
de teológico, metafísico y positivo podrán
calificar aquí suficientemente (…) El primer
Estado aunque indispensable por lo pronto en todos los
aspectos, debe ser concebido luego no constituye en realidad
más que una modificación disolvente del primero,
no tiene nunca más que un simple destino transitorio
para conducir gradualmente al tercero; es en este, único
plenamente normal, donde radica, en todos los géneros,
el regimiento definitivo de la razón humana. (p.
105)
El reino de la razón le planteará al
hombre, no solamente, la satisfacción de sus
necesidades más elementales, sino que se complejiza en la
formación de ideas que pasan por tratar de explicarse su
propia existencia en este mundo y de la existencia misma de seres
superiores llamados dioses, o el de un único ser divino
llamado Dios. Las creencias y, por ende, las religiones
llegan al hombre para regularle la vida, a eso se le puede llamar
el estado providencial, bajo el cual ha de quedar dominada
la humanidad entre el bien y el mal. En la medida en que
el hombre se apegue a las leyes divinas,
tendrá como recompensa vida eterna y si viola
éstas; entonces penará su alma por los
siglos de los siglos. Se constituye, pues, la muerte en
una de las más crudas y crueles de las realidades que todo
individuo
algún día haya de afrontar; resolviéndose
ante esta crudeza un estado moral que rija los buenos
principios, ya
no individual, sino colectivo; es decir, se universaliza mediante
el decálogo de las Tablas de Moisés los fundamentos
del bien que garantizarán a cualquier ser humano apegado a
ellos, la vida después de la vida.
Todo hombre, desde el instante mismo de su
aparición a la existencia hasta el momento fatal de su
disolución en la muerte,
queda sumergido – sin que le sea dado escapar – en
la corriente turbulenta e incontenible de los sucesos
(…) Todo se altera sin cesar y es arrastrado a la
codicidad, en cuyo foso se sepulta – una y otra vez entre
la multitud de los fenómenos – el viejo
sueño de la inmortalidad del alma. El hombre se sabe
irremediablemente mortal, y la dureza de la realidad se encarga
de enseñarle, además, que sólo luchando
tenazmente puede lograr, en el angosto camino de su existencia
la supervivencia (…) Vano o cruel hubiera sido, desde
luego, este atributo, si la Providencia no le hubiese
acompañado de una poderosa e indestructible voluntad
capaz de torcer el curso natural de los sucesos de
transustanciar el mundo real empleando otro don, quizá
el más excelso: el de crear, que le ha permitido
edificar – como Dios mismo – un mundo a «su
imagen y
semejanza». (Porras Rangel, 1996, T. I: pp.
21-22)
El hombre ha evolucionado porque ha evolucionado su
pensamiento, es el animal más indefenso al nacer, no puede
proporcionarse alimento ni abrigo por sí mismo, depende en
esa inicial etapa de un cuido extremo por parte de sus
progenitores; pero ese hecho lo ha de superar con creces mediante
el uso de la razón, a la cual, debe su existencia. Porque
es precisamente a través del uso de la razón que el
hombre asegurará la transmisión de sus habilidades
y destrezas a las generaciones futuras que serán, cada vez
más, inteligentes.
El eterno y permanente desafío humano de saber
y comprender comienza desde las más primitivas
manifestaciones de sobrevivencia hasta las más profundas
interrogantes del yo y de las leyes que conforman el espacio
natural. En ese anhelo han privado dos dimensiones
fundamentales: la primera es el acto de la fe y creatividad
surgida de ese reino personal de
pensamiento y emoción (…) La segunda
dimensión, el dominio del
razonamiento obedece a las exigencias de la lógica y la verificación. La
actividad científica y tecnológica…
(Jaimes, 1991: p. 7)
El saber, y por lo tanto el desarrollo del pensamiento
humano, se fundamenta en el hecho mismo de entenderse mortal
– como se refirió con anterioridad –, lo cual
significa que el hombre acepta irremediable el destino final, la
desaparición física, pero no
aceptará el desvanecer total de la humanidad en el mundo y
el legado más preciado para su prolongación ha sido
el de entender cada período histórico como
superación de otros; es decir, que cada generación
ha recibido de sus antepasados la herencia de sus
pensamientos y manifestaciones artísticas, culturales,
religiosas, filosóficas, entre otras tantas corrientes
epistemológicos con tiempo de larga
duración. Es, a través del trasvase de las
manifestaciones humanas que ésta se garantiza el no
desaparecer. A decir de Fernand Braudel (1991): "… De las
experiencias y tentativas recientes de la historia se desprende
(…) una nación
cada vez más precisa de la multiplicidad del tiempo y del
calor
excepcional del tiempo largo…" (p. 41)
El Estado es (en la misma línea
característica) un acontecimiento de los grupos
humanos (sociedades) de larga duración. El Estado
tendrá tanta vida como las generaciones humanas,
sólo si éstas desaparecieran, él desaparece.
Porque no puede concebirse el Estado sin las comunidades humanas
y, estas últimas, que desde sus organizaciones
más rudimentarias le dieron forma – en un principio,
sin saberlo – se hacen del Estado para regirse los modos de
vida. El Estado se gestó como un proceso lento
e infinito. Ha evolucionado tal cual el hombre lo ha hecho; es un
vínculo social que aunque no puedo calificarse como el de
más peso ante otras formas de sociabilización
(arte, cultura,
religión),
no deja de ser de los más importantes en cuanto a las
relaciones de convivencia, incluso, a partir de las propias
hordas. A esto se le puede agregar lo referido por Ángel
Fajardo (1985):
… En estas condiciones tan precarias se inicia
la convivencia humana, faltando todo; el hombre ni siquiera
tiene conocimientos de la agricultura
y siendo nómada, la pesca y la
caza son los únicos medios de subsistencia; pero la ley
de la sociabilidad unió a las personas fundando las
familias y se empieza a vislumbrar los vínculos de la
sangre,
empezando por el lazo materno, ya que éste siempre es
más identificable que la paternidad, y así
tenemos que el orden de la evolución estaría
representado, pues, por estos fases sucesivas: horda,
matriarcado y patriarcado. (p. 4)
El Estado siendo concebido por la sapiencia humana
– en cualquiera de sus facetas y tiempo
histórico – retorna sobre cada individuo que
conforme grupos (sociedades) en forma de: leyes, normas,
dictámenes, valores; en fin, se vuelve al hombre para
condicionarle la vida en su actuar colectivo e individual. No es
el Estado una mera forma coercitiva de voluntades; es,
además, libertad,
derechos y
deberes, que se hoyarán en lugar común entre todos
los seres humanos del orbe, cuando se reconozcan unos y
otros.
Hay una especie de espíritu colectivo que
se cierne sobre cada hombre y, que el mismo proviene del Estado;
entiéndase, de todas las formas de Estado posibles que se
han gestado y se gestarán a lo largo de la historia de la
humanidad. El espíritu del Estado hecho una
verticalidad sobre cada individuo, choca con las pasiones y
sentimientos de esos particulares que no consiguen respuestas
ante la universalidad de condiciones impuestas por la omnimidad
del Estado mismo. No se refiere a simples hordas
primitivas de humanos deseosos por satisfacer necesidades
elementales del cuerpo; ahora es el alma de los
civilizados que buscará respuesta al gusto, el cual
ha llegado al hombre a través de la invención de la
escritura y de
los progresos subyacentes de ésta en forma de
expresión literaria: la lengua,
el lenguaje,
la poesía,
la pintura, la
música;
cada cual en su justo tiempo; en fin, la libertad.
Su marcha, al principio, lenta, ignorada, sepultada en
el olvido general al que el tiempo arroja las cosas humanas,
sale con ellos de la oscuridad gracias a la invención de
la escritura. ¡Preciosa invención, que parece dar,
a los pueblos que fueron primeros en poseerlas, alas para
adelantarse a las demás naciones!
¡Invención inapreciable que arranca del poder de la
muerte la memoria
de los grandes hombres y los ejemplos de la virtud, que une los
lugares y los tiempos, fija el pensamiento fugaz y le asegura
una existencia perdurable, gracias a la cual las producciones,
los proyectos, las
experiencias, los descubrimientos de todas las edades
acumuladas sirven de base y peldaño a la posteridad para
encumbrarse cada vez más alto. (Turgot, 1998: p.
62)
La escritura y, en general, todas las formas
comunicacionales inventadas por el hombre para garantizarse la
prolongación; le han elevado de la barbarie común
en tiempos pretéritos a las sociedades organizadas, a un
estado de intelecto y, por lo tanto, de grandes
ambiciones.
Apegarse al carácter ético del Estado, es decir
aquello que profesa orden y deber ser; incómoda
crecientemente al nuevo espíritu humano, ése que ha
progresado por sus ideas luminarias fundamentadas en novedosos
valores, principalmente, en el arte, la política, entre
otras ingeniosas posturas ante los flamantes tiempos. La ética
(ethos del Estado) – no se olvide como principio de todo pueblo
que haya superado la barbarie – se abre paso entre los hombres de
espíritu libre que comenzarán a percibir
otros valores propios a sus condiciones de vida y que se
dejarán llevar por el gusto y la distinción; es
decir, por una estética que al igual que toda ética
pasará de un estado de barbarie a un estado de civilidad.
Esa estética de la voluntad humana será el
es (respuesta ante nuevas realidades sociales).
… la unidad de la voluntad subjetiva y de lo
universal, es el orbe moral y, en
su forma concreta, el Estado. Este es la realidad, en la cual
el individuo tiene y goza su libertad; pero por cuanto sabe,
cree y quiere lo universal. El Estado es, por tanto, el centro
de los restantes aspectos concretos: derecho, arte, costumbres,
comodidades de la vida. En el Estado la libertad se hace
objetiva y se realiza positivamente. Pero esto no debe
entenderse en el sentido de que la voluntad subjetiva del
individuo se redice y goce de sí misma mediante la
voluntad general, siendo esta un medio para aquella (…)
Un individuo puede, sin duda, hacer del Estado su medio, para
alcanzar esto o aquello; pero lo verdadero es que cada uno
quiera la cosa misma, (…) Todo el valor que el
hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el
Estado… (Hegel, 1999:
pp. 100-101)
Aunque el hombre sea estado-dependiente se hace
lugar en éste para darse, más allá de las
imposiciones, experiencias nuevas. El amor y la
fraternidad son principios elementales que no se pueden olvidar;
pero la ambición humana se hace desmedida en la misma
proporción que se organizan las sociedades en naciones que
suprimirán o quedarán suprimidas ante otros pueblos
del orbe.
Vemos a las sociedades establecerse, formarse a las
naciones, los imperios aparecen y desaparecen; las leyes, las
formas de
gobierno, se suceden unas a otras: las artes, las ciencias se
descubren primero y luego se perfeccionan; sucesivamente
retardadas y aceleradas en sus avances, pasan de unos climas a
otros; el interés,
la ambición, la vanagloria cambia a cada instante la
escena del mundo, inunda de sangre la tierra; y
en medio de sus devastaciones, las costumbres se dulcifican, el
espíritu humano se ilumina, las naciones aisladas se
aproximan unas a otras, y por último, el comercio y
la política congregan a todas las partes del globo, y la
masa total del género
humano, alterando calma y agitación, bienes y
males, avanza sin parar, aunque con paso lento hacia una
perfección mayor. (Turgot, 1998: pp. 59-60)
El progreso de la humanidad está supeditado a las
pasiones por domeñar la naturaleza circundante. Todo
será posible en función al
progreso mismo del pensamiento, porque a través de
éste se capta la naturaleza exterior y con la puesta en
práctica de grandes ideas; lo concebido, se transforma
para saciar el torrente de necesidades que supone el avanzar de
los civilizados. Es pues, el
conocimiento, la herramienta del desarrollo
humano – en todo el sentido que ello implica –.
Será únicamente posible alcanzar el progreso en la
misma medida que progresen las interpretaciones del mundo
exterior.
A través de la historia de las sociedades se han
generado infinitas interpretaciones epistemológicas que
sin ánimos cronológicos ni explicativos se exponen
como sigue: Una Teoría del
Conocimiento, sustentada por la filosofía griega; el racionalismo;
el empirismo; el
apriorismo; el idealismo; el
positivismo
lógico. La Teoría
del Conocimiento
como análisis del lenguaje. La
Doctrina Fenomelógica. Los Criterios del Conocimiento (la
lógica de la confirmación). El Método de
la Falsabilidad. El Paradigma
Científico. La búsqueda de explicaciones de la
ciencia
alcanzada, intentándose además conseguir sus
características generales. Aplicación de los
Métodos de
la Ciencia (lo deductivo, inductivo y científico,
propiamente dicho). La clasificación de la ciencia
según su objeto y sus objetivos,
orientado a las investigaciones
cuantitativa y cualitativa. Hasta llegar a la contemporaneidad
del pensamiento, fundamentado en las interrogantes sobre las
funciones y
contradicciones de los avances
científicos-tecnológicos. Todo este devenir de la
sapiencia humana, supeditado – como se ha referido con
anterioridad – a la ambición de poseer y controlar
el universo de
cosas. En palabras de Pierre Bourdieu (2000): "… el juicio
del gusto sea la suprema manifestación del discernimiento
que, reconciliando el entendimiento y la sensibilidad, el pedante
que comprende sin sentir y el mundano que disfruta sin
comprender, define al hombre consumado…" (p. 9)
El Estado en su amplitud, en su gama de aseveraciones,
ha encontrado un buen lugar al lado de las Teorías
del Conocimiento, expresado mediante los estudios
filosóficos e ineludiblemente, en los estudios
históricos. Sin menoscabo de las demás disciplinas
que han teorizado al Estado; bien puede afirmarse que el mismo
fue trabajo
inicial de filósofos e historiadores a partir del
momento en que la humanidad concibió al Estado como
tal, porque en los tiempos de las hordas no había conciencia clara
de que la
organización y el apego a los valores
provinciales y, entonces, sociales, formaban ya el
espíritu del Estado. A decir de Hermann Heller (1987): "La
Teoría del Estado se propone investigar la
específica realidad de la vida estatal que nos rodea.
Aspira a comprender al Estado en su estructura y función
actuales, su devenir histórico y las tendencias de su
evolución" (p. 19) Queda claro, pues, que la
sustentación de la teoría del Estado viene
expresada por el enfoque filosófico-histórico, en
el devenir mismo de estas corrientes del pensamiento
humano.
Al Estado le han dado forma – desde las hordas
hasta las comunidades actuales – los individuos conformados
en grupos comunitarios de arte, religión, política,
economía, cultura, lenguaje, entre otros
elementos asociativos de las masas poblacionales; mejor conocidas
como la Nación.
Para Hegel (1999): "… el Estado ha nacido realmente de la
religión…" (p. 113) Expresión ante la cual
se difiere con este autor, dado que si bien es cierto que la
religiosidad cumple un papel fundamental para las naciones y, por
ende, para el espíritu de sus Estados; no puede
obviarse que los demás actos propios de las actividades
humanas, también juegan un exquisito protagonismo en la
consolidación del Estado. A juzgar de Hegel
quedarían desarticulados de la esencia del Estado los
demás elementos a los cuales se refirió con
anterioridad. Abriendo un debate ante lo
propuesto por este autor (que no es la intención
primordial), entonces puede argüirse la paternidad del
Estado a cualesquiera de las actividades y manifestaciones de los
hombres. El Estado es infinito; obviamente, incluyendo su
concepción misma; por ello, se advirtió al comienzo
de este trabajo el riesgo que se
corre en tratar de conceptualizarlo y, más aún, de
darle partida de nacimiento con su respectivo
progenitor.
Empero, ante lo supra expuesto, puede decirse para
finalizar este punto; que el Estado es como una especie de
éter que el hombre concibe como tal en tanto y cuando
quede sujeto a él; al cual no habrá de
percibir como una forma rígida de vida para no dejarlo
ser. Por el contrario, se sustenta en el espíritu
del Estado para poner en práctica su deber ser. Es
decir, existe un apego natural a las rigideces de ese
Estado hecho leyes, normas, reglamentos, dictámenes,
organización y demás formas
colectivas e individuales de vida que una vez aprehendidos
parecieran dormitar en la sub-conciencia del hombre y que han de
brotar al conciente en el momento justo en que se hace necesario
constreñirse a las distintas maneras por las que se obre
dentro del Estado.
III. Lo
histórico
La idea de los Estados Flotantes surge a
propósito de las investigaciones que, en lo personal, se
han realizado sobre el tema de la corsopiratería
americana, lo cual permitió acuñar un nuevo
término a una de las tantas formas de Estado posibles que
se han presentado, se presentan y se presentarán en el
largo devenir histórico humano.
El Descubrimiento no significaría
únicamente un gran hallazgo; sino más bien, el
inicio de una nueva etapa para el pensamiento del hombre que
hasta ese entonces tenía una visión de un mundo muy
alejado de las realidades que, posteriormente, irían
apareciendo ante los ojos de las sociedades medievales y,
después, ante las modernas.
Los acontecimientos geográficos que
redimensionaron el pensar humano, también hubieron de ser
el lei motiv para el desarrollo de la cultura, de la lengua, del
comercio y con ello la supremacía del Estado. Antes de
aparecer el Nuevo Mundo, las civilizaciones
mediterráneas se disputaban con sus semejantes del Mar del
Norte, los reinos, el
tráfico de mercaderías y, principalmente, el
dominio de los mares hasta entonces conocidos.
El hombre fue dominando las aguas de una manera muy
tímida. En pequeños bajeles se trasladaba de un
lugar a otro bordeando las costas sin atreverse a navegar
más allá desde donde la vista alcanzara; es decir,
una marinería de cabotaje. Pero, si algo posee el hombre
– como diría José Gaos – es su
capacidad de insatisfacción y la ambición por
llegar a otros lugares y experimentar nuevas plazas para el
comercio le empujaría a construir naves de mayores calados
y capacidad de almacenaje.
Puede resultar sorprendente entender que el dominio real
de los mares fue un tanto tardío, porque las creencias de
los hombres en torno a los
misterios
marinos, pasaban desde imaginarse a dioses en las profundidades
disputándose el reinado de las aguas, hasta la existencia
de seres devoradores de carne humana. Tritones, sirenas,
serpientes de dos cabezas escupe fuego, animales horribles y
cuanto otros monstruos que pudieran imaginarse formaban
parte de los peligros que aguardaban por los más
atrevidos. A todo esto se sumaba, sin duda alguna, las
dificultades propias de los mares: arrecifes, bajamar, corrientes
fuertes cargadas de tormentas y vientos huracanados, entre otro
tanto de vicisitudes que, aún en nuestros días,
resultan riesgosas para la navegación.
Una especie de fetichismo (entiéndase en su
sentido más amplio) se hizo presente en los primeros
intentos humanos por dominar el mar. Según Augusto Comte
(1989): "… el fetichismo propiamente dicho, consistente
[sic] sobre todo en atribuir a todos los cuerpos exteriores una
vida esencialmente análoga a la nuestra pero casi siempre
más enérgica, por su acción
generalmente más poderosa…" (p. 106)
El atrevimiento humano permitió superar con
creces los temores en torno a los misterios marinos; asimismo, el
abrirse por rutas oceánicas más amplias un
floreciente intercambio comercial de especias y demás
mercaderías propias a los años anteriores al
descubrimiento, porque a partir de este último evento
propiamente dicho, el comercio se sustentaría
además de los rubros existentes, por los explotados en las
novocolonias hispanolusitanas; especialmente, por la de los
metales
preciosos.
El comercio marítimo en sus inicios debió
enfrentar un problema que nada tendría que ver con la
ficción, y que cargaría a cuestas desde sus remotos
años iniciales en las aguas de los mares del
Mediterráneo y, un tanto después, en el Mar del
Norte europeo; hasta bien entrado el siglo XVIII en las aguas del
Gran Caribe. Nada más y nada menos que la piratería, una especie de plaza eviterna
ceñida a toda forma de comercio naval.
El siglo XI marcó
prácticamente una etapa de consolidación del
comercio europeo y de la unión de las principales ciudades
portuarias de ese continente. El mercado de telas
y especias conseguiría buenas colocaciones en Flandes,
Brujas, Hamburgo, Lübeck, Colonia, Castilla, Navarra,
Bilbao, Bayona, Deva, Lisboa, Fuenterrabía, entre otras
ciudades – costeras o no – en las cuales se
intensifica un importante intercambio comercial. Las
factorías que se expanden por toda Europa hacen que las
distintas comarcas se organicen y firmen acuerdos para protegerse
de los ataques vikingos en las atlánticas aguas del Mar
del Norte.
El florecimiento del comercio de lana, trigo, vinos,
bacalaos, grasa de ballenas, aceitunas y demás rubros;
intensificó el tráfico naval que se hacía
continuo de un lugar a otro; ya en los siglos XIII y XIV la
prosperidad económica sustentada en este tipo de
intercambio, había alcanzado un gran crisol, y con dicha
actividad la Europa se hermanaba cada vez más. E incluso
se sucedieron agrupaciones como la Hermandad de los
Mareantes, la Hermandad de las Marismas de Castilla,
entre otras formas de organizaciones para protegerse de los
asaltos y para garantizarse protectorados comerciales.
Todo iba muy bien, los convoyes de las distintas
hermandades protegían las mercaderías de todas las
ciudades, no sólo las de ellas, sino también las de
quienes incluso, apenas se incorporaban a los intercambios y
trueques comerciales. Las escuadras organizadas para la
protección contra los asaltantes, consiguieron para sus
ciudades que se les dieron tratos preferenciales para la
colocación de sus productos y de
los pagos fiscales. Pero la ambición del hombre es
desmedida y, lo que había comenzado como una
organización protectora, terminó
convirtiéndose en escuadras de malhechores que robaban
hasta las cargas de sus propios buques. Así las
hermandades de los Mareante y las Marismas de Castilla, se
establecieron como una cofradía de ladrones y mercenarios
a sueldos. Realidad ésta que terminaría por
enfrentar las naciones que se sentían agraviadas por el
actuar de esas bandas de saqueadores.
La paz y la unión que se respiraba desde mediados
del siglo XI, se enrarecía cada vez más hasta
hacerse insostenible. Así puede observarse que el
próspero comercio se deterioraba de igual manera que se
iban deteriorando las buenas relaciones políticas
y, por ende, sociales. Cada corona europea comenzaría a
cerrar filas en torno a una economía más
individualista; es decir, a una producción de riquezas sustentadas en
principios menos colectivos con los otros pueblos y, en especial,
entre países que sentían una irreconciliable brecha
resultante de los efectos causados por las escuadras de ladrones
que estaban bajo el protectorado de tal o cual reino.
La barbarie iguala a todos los hombres; y en los
tiempos primeros, todos quienes nacen dotados de genio
encuentran más o menos los mismos obstáculos y
los mismos recursos.
Mientras tanto, las sociedades se forman y se extienden: los
odios entre naciones, la ambición o, mejor dicho, la
avaricia, única ambición de los pueblos…
(Turgot, 1998: p. 61)
Aproximadamente hasta la primera mitad del siglo XV
aún se respiraba un cierto halo de confraternidad
comercial entre las distintas ciudades europeas, pero –
como se ha visto – se fue deteriorando insalvablemente
cuando las hermandades torcieron el rumbo de las buenas
relaciones. Bien entrada la segunda mitad de ese siglo se
sucedería un evento que traería consigo – en
principio – una fortuna para los españoles y
portugueses, el Descubrimiento de un Nuevo Mundo; que
más tarde, al saberse del mismo en los otros reinos,
quienes a pesar de sus rémoras se unieron para enfilarse
contra los hispanolusitanos por la codicia de poseer
también las riquezas explotadas en sus novocolonias de
ultramar.
El comercio experimentado en el Viejo Mundo antes del
descubrimiento; a pesar de haber sido durante buena
época muy floreciente, no ayudaba a satisfacer las
demandas de los pobladores. Por ejemplo, el reino inglés
– al igual que muchos otros – estaba superpoblado y
la economía feudal no daba para tanto y el mayor raudal de
los bienes obtenidos por los intercambios comerciales apenas
satisfacía los exquisitos gustos de las monarquías
y sus grandes cortes; al pueblo casi nada les llegaba, por no
decir absolutamente nada; y lo poco que generaban por sus
trabajos, en buena medida, se les pechaba con impuestos, muchas
veces superiores a lo ganado para ser destinados a sufragar los
gastos de
palacio. Así que, un Nuevo Mundo de oportunidades no
podía ser exclusivo de unos cuantos y, el mar que
ofrecía toda una gama de posibilidades se presentaba como
una opción para salir de la ya estancada teocracia
feudal.
Los españoles y portugueses se guardaron el
secreto del gran hallazgo casi hasta completarse el primer cuarto
del siglo XVI. Cuando merodeaba por Las Azores, un
italianofrancés llamado Jean Florín, avistó
tres barcos procedentes de un lugar para entonces desconocido,
como buen corsario los saqueó encontrándose con el
tesoro del emperador azteca Motechzuma que Hernán
Cortés enviaba a su rey. Los bienes encontrados en las
bodegas de esos barcos despachados por Cortés
ascendían a unas 58.000 barras de oro,
además de una gran cantidad de otras joyerías; lo
cual despertó vorazmente el apetito de riquezas entre los
pobladores de los otros reinos del Viejo Mundo. A partir de este evento se sabría
que las coordenadas desde donde provenían las
embarcaciones era un Nuevo Mundo, ese que un tanto después
fue bautizado como América
Los primeros en prodigarle odio y envidia a los
hispanolusitanos, serían los franceses, dado que uno de
sus armadores, Florín, fue el que descubrió el
secreto bien guardado. Inglaterra y
Holanda harían lo propio, aunque un poco más tarde.
Pero unos y otros olvidarían su otrora, buenas y no tan
buenas relaciones con los españoles y portugueses para
abrirse espacio, también hacia las paradisíacas
aguas y tierras americanas.
Los franceses, como el resto de los ajenos a los reinos
de Castilla y Lisboa, no conocían la ruta hacia América; por lo que se dedicaron a cazar
barcos que retornaban cargados con los tesoros del Nuevo Mundo,
asaltándolos, casi siempre en Las Azores o próximos
a éstas, logrando así acumular algunas riquezas. Ya
en 1528 los francos conocerían las rutas
trasatlánticas al Caribe, porque entre las cosas que
robaron a uno que otro barco, se encontraron las cartas de
navegación que condujeron a una riada de corsarios hacia
el Edén soñado, una vez proliferada la
noticia. Es, pues, Francia la que
empuja con patente de corso a un sinnúmero grupo de
facinerosos a asestarle, a los hispanolusitanos,
mortíferos golpes en sus propias colonias de
ultramar.
Inglaterra que mantenía – con sus altas y
bajas – relaciones políticas y económicas con
el reino de Castilla (progenitora corona del hallazgo de las
nuevas tierras) – motivadas dichas relaciones por la
práctica del catolicismo –, se mantuvo
distante de enviar corsarios para hacer lo mismo que los
franceses. Al menos así fue hasta que Enrique VIII
decidió divorciarse de Catalina de Aragón, para
casarse inmediatamente con Ana Bolena, aspirando a que la
iglesia
católica se lo aceptara y le diera las bendiciones en sus
nuevas nupcias, cosa que no sucedió, por lo que decide
separarse de la amistad del
católico reino castellano y de
la propia religión; abrazando este monarca, abiertamente,
un protestantismo ortodoxo. Eduardo VI y María Tudor,
sucedieron a Enrique VIII; pero a diferencia de este
último, ambos monarcas iniciaron una etapa de nuevo
acercamiento con Castilla, al menos en el aspecto
político-económico. Más tarde, con el
ascenso al trono inglés de Isabel I, las cosas
parecían que se iban a mantener en el plano
amistoso; pero, la explotación de recursos
preciosos en la distante América hacia los años en
que asumió la Reina Virgen (como también se le
conocía a Isabel I), en 1558, enriquecían cada vez
más a españoles y portugueses y, ahora a los
franceses con el trabajo realizado en las
atlánticas aguas caribeñas por sus corsarios.
Isabel I que había heredado de sus predecesores una Armada
debilitada con poco menos de una treintena de barcos,
sabía que no podía desafiar abiertamente al imperio
de Castilla; decidiendo a pesar del odio que le profesaba al
catolicismo, porque era luterana, hacerle el juego a los
católicos monarcas castellanos, consistiendo el mismo en
dejarse ver como buena amiga de ese reino y, a espalda de
éstos, comenzaría a enviar escuadras de corsarios
hacia el mundo americano para que éstos actuaron al igual
que los corsarios franceses. A pies juntillas, la reina Virgen
hizo gala del pensamiento de Nicolás Maquiavelo
(1469-1527), especialmente en lo que a continuación se
expone:
El que tenga, pues, por necesario, en su nuevo
principado, asegurarse de sus enemigos, ganarse nuevos amigos,
triunfar por medio de la fuerza o
fraude ,
hacerse amar y temer de los pueblos, seguir y respetar de los
soldados, mudar los antiguos estatutos en otro recientes,
desembarazarse de los hombres que pueden y deben perjudicarles,
ser severo y agradable, magnánimo y liberal, suprimir la
tropa infiel y formar otra nueva, conservar la amistad de los
reyes y príncipes de modo que ellos tengan que servirles
con buena gracia, o no ofenderle más que con miramiento,
aquél, repito, no puede hallar ejemplo ninguno
más fresco que las acciones… (Maquiavelo, 1997: p.
61)
Los holandeses, por su parte, se harían presente
en la América a finales del siglo XVI; su verdadero actuar
corsario en el Nuevo Mundo tendría su crisol en el siglo
XVII y comienzo del XVIII.
Los franceses, ingleses y holandeses, aunque llegados al
Caribe en tiempos distintos, tenían un mismo fin, el
lucrarse a expensa de lo que pudieran robarle a los
españoles y portugueses; o bien, en los barcos que
transportaban las riquezas americanas o, en las propias costas de
Tierra
Firme.
Los corsarios contratados por las distintas naciones;
una vez instalados en el Caribe, hicieron de éste
un hervidero de malhechores que pululaban por doquier haciendo a
sus antojos. No había embarcaciones, casas o personas que
pasaran desapercibidas de las feroces garras de estos aventureros
del mar.
Los corsarios se sentían honorables al saberse
que se les calificaba como ladrones porque ello revestía,
desde tiempos inmemoriales, títulos de nobles. "…
los héroes consideraban un honor el ser llamados
«ladrones»; así, más tarde
«corsarios» fue título de
señorío" (Vico, 1984: p.
219)
En un principio, los corsarios cumplían con los
monarcas lo estipulado en los contratos
otorgados mediante las patentes de corso: robar, saquear
casas e incendiarlas, secuestrar a los hombres, violar a las
mujeres, sembrar terror entre los niños;
en fin, hacer todo cuanto condujera a demostrar la presencia de
los nuevos enemigos del poder absoluto en ultramar por parte de
los hispanolusitanos. Pero, el bullir de riqueza en el Nuevo
Mundo hizo que más de un corsario olvidara lo convenido
entre partes para comenzar a actuar a motu propio naciendo
así la piratería americana. Cada vez eran
más las escuadras de corsarios que se volvían
piratas libertarios, a tal extremo que los pocos aventureros que
decidieron no romper las reglas de sus contratos, también
se daban chance a piratear; es decir, se convirtieron en
corsopiratas, actuación ésta propia del
Caribe.
Masificada en las atlánticas aguas
caribeñas las actuaciones de los piratas libertarios,
comenzaron a organizarse en una especie de asociación
familiar de marinos que debían regirse por normativas
acordadas por ellos mismos en lo que pudiera llamarse Consejos
Piráticos, los cuales tenían por finalidad
determinar desde el mando de a bordo hasta la repartición
de los botines acumulados tras cada correría.
… Aunque el personal de sus tripulaciones
– en todas las escalas jerárquicas – no
estuviese aureolado moralmente, bien cierto es que se ajustaba
a una norma rigurosa que, paradójicamente, era
arbitraria o cruel, indisciplinada o desigual. Comunismo,
democracia,
absolutismo,
tiranía (…), eran los ingredientes de su conducta
extraña, y de esta mezcla salían la ley y la
sanción, el perdón y el premio. (De
Azcárraga y de Bustamante, 1950: p. 223)
Este mismo autor, José Luis de Azcárraga y
de Bustamante (1950) refiere unas cláusulas sacadas de un
antiguo documento pirata, en el cual relata lo siguiente (in
extenso):
1ª. Todo hombre deberá obedecer el mando
interior; el capitán percibirá una parte y media
en el botín; el patrón, carpintero, contramaestre
y condestable tendrán una parte y cuarta.
2ª. Todo hombre que deserte u oculte algún
secreto con la tripulación será abandonado en una
playa desierta con una botella de pólvora, una botella
de agua y un
arma pequeña con un solo tiro.
3ª. Todo hombre que robe algún objeto
dentro de la cofradía o juegue más de una moneda
de a ocho será expulsado del barco o herido de
bala.
4ª. Si en cualquier momento ocurre que tropezamos
con otro expulsado – que sea pirata – y uno de
nuestros hombres lo protegiera sin el consentimiento de la
tripulación, tal hombre sufrirá el castigo que la
tripulación y el capitán acordaran
juntos.
5ª. Todo hombre que pegue a otro, mientras estos
artículos estén en vigor, serán castigados
mediante la Ley de Moisés (esto es, 40 azotes menos uno
en las espaldas desnudas).
6ª. Todo hombre que dispone sus armas o fume
tabaco en la
bodega del barco sin poner un casquete en la pipa o que lleve
consigo vela encendida sin linterna, recibirá el mismo
castigo del artículo anterior.
7ª. Todo hombre que no cuide de sus armas y no
las tenga lista en el momento del combate o se muestre
remolón se le descontará de su parte y se
hallará sujeto a un castigo ejemplar, que
impondrá el capitán y la
tripulación.
8ª. Todo hombre que durante un combate sufra una
desgarradura importante en el cuerpo percibirá 400
monedas de a ocho; si pierde un miembro del cuerpo
percibirá 800.
9ª. Todo hombre que al encontrarse con una
mujer
honrada le hiciese proposiciones deshonestas sin ella
consentírselo será condenado a muerte.
(p.223)
Estos preceptos aplicados por los piratas americanos,
entre otros que se irían acordando a posteriori; eran
debatidos, aprobados o reprobados por cada miembro de la
tripulación del barco o de los barcos; porque los consejos
– en el mayor de los casos – se hacían por
escuadras completas, ya que entendían estos piratas
– de tantos nombres, personalidades y nacionalidades
– que actuar solos eran riesgosos y poco aprovechable.
Así, antes del lance a la mar se convenían las
correrías piráticas, las cuales debían
apegarse a lo dictaminado en las Asambleas o
Juntas.
Las hermandades de los piratas en América
llegó a alcanzar niveles organizativos tan importantes que
institucionalizaron hasta indemnizaciones para quienes resultaran
heridos o mutilados de alguno de sus miembros en las
campañas de robos o combates.
… las recompensas y premios de los que
serán heridos o mutilados de algún miembro,
ordenando, por la pérdida de un brazo derecho
seiscientos pesos o seis esclavos, por la izquierda
cuatrocientos pesos o cuatro esclavos, por ojo cien pesos o un
esclavo, y por un dedo tanto como un ojo; todo lo cual se debe
sacar del capital o
montón y de lo que se ganare… (Exquemelin, 1999:
p. 74)
Las indemnizaciones resueltas por la piratería
americana han de cobrar tanta importancia, que las mismas
serían acogidas por la Revolución
Industrial como base para calcular los suyos
propios.
Resulta importante aclarar que en ninguna de las
cofradías se aceptaban a las mujeres; éstas eran
vistas como agentes distorsionadores a la hora de alcanzar el
lucro.
Las Juntas o Asambleas la presidían – en su
mayoría – los capitanes de las distintas
embarcaciones, quienes se encargaban de concentrar en un solo
barco a las distintas tripulaciones para así darle cabida
a las discusiones y llegar a los respectivos resultados. Ya
entrada en años la piratería en América, las
reuniones eran presididas por los ancianos a quienes se les
privilegiaban por las experiencias acumuladas en sus tantas
correrías. Las normas de convivencia, juegos,
liderazgo,
repartición de botín, oficios de a bordo entre
otras tantas; variaban según las características de
los viajes y de la
finalidad de las mismas; por ello resulta un tanto imposible que
hubiese una especie de decálogo común para toda
organización.
Al Caribe llegaron los aventureros hechos corsarios,
allí mismo se volvieron libertarios y se convirtieron en
piratas; del parto forzado de unos y otros se sucedieron
los corsopiratas y, después, los bucaneros y los
filibusteros; herederos estos últimos de sus
progenitores conjugaron iguales y desiguales actuaciones,
para engendrar, ellos también, novedosas formas dentro del
proceder pirático. Así podrá verse en el
largo periplo de la Historia de Piratería Americana
(de un poco más de 200 años de
duración), a los corsarios, piratas, bucaneros y
filibusteros actuar unos tal cual a los otros; es decir, se
sucederán en una conjunción de tantos oficios y
nombres como puedan considerarse. "Corsarios, piratas,
corsopiratas, corsocontrabandista, bucaneros, filibusteros,
filibucaneros, corsofilibusteros, corsobucaneros; son sólo
algunas de las tantas denominaciones que pudieran
acuñárseles por las similitudes y diferencias de
sus actos…" (Cabrera, 2005: p. 97)
En torno a los nombres que puedan dársele a las
tantas formas de aventuras suscitadas en el Caribe, refiere
Lucena Salmoral (1994) lo siguiente: "… introducir una
nomenclatura
para ellos resulta extremadamente peligroso y arriesgado, dada la
susceptibilidad existente sobre la temática, pero es
necesaria cuando tratamos de hablar con propiedad de
este oficio tan ambiguo…" (p. 38)
Cual fuere el nombre que se desee adoptar, es
cuestión individual al momento de hacer un estudio en la
Historia de la Gran Piratería Americana. Lo que puede
resultar importante entender, es que todos tenían un mismo
fin: lucrarse con los tesoros de las bondadosas tierras y aguas
del Nuevo Mundo.
Desde el momento mismo en que los corsarios al servicio de
Francia, Inglaterra y Holanda decidieron bajar de las
pértigas de los barcos los pabellones de los monarcas de
cada uno de esos reinos y enarbolar los suyos propios; desde el
momento en que se organizaron en grandes cofradías y a
éstos le dieron carácter
jurídico-legislativo, sentando como base
socioeconómica las distribuciones de bienes y las
indemnizaciones, entre otro tanto de elementos propios a una
forma de Estado posible; es que se concibe la existencia de lo
que se ha llamado Estados Flotantes, porque además
de las consideraciones expuestas y por exponer, llama
poderosamente la atención que el territorio se ha de
convertir en cada barco asociado a las distintas
cofradías; entendiendo a este no en un sentido meramente
etimológico, si no más bien en un sentido
funcional. "El territorio es el espacio donde se levanta y tiene
su asiento la comunidad del
Estado, donde se arraiga el hombre y tiene sus
afecciones…" (Fajardo, 1985: p. 13)
Es innegable que el hombre necesita de la tierra para
proveerse de lo que así no puede en el mar y viceversa.
Pero esto sería una concepción más
económica que de otra índole. Ahora bien, en el
plano de lo que se expone: los Estados Flotantes vale
expresar que el territorio como elemento del Estado es una
teoría moderna al cual se condicionó parte de la
existencia del Estado mismo, pero no puede olvidarse que las
primitivas comunidades de ciudadanos sin territorio
preestablecido hacían parte del Estado – en
cualesquiera de sus formas –. En la época
contemporánea la concepción de Estado se
redimensionó hasta para los espacios aéreos,
precisamente, para definir el concepto de
soberanía nacional y aunque no existan las
condiciones etimológicas del territorio, se toma como
parte sagrada de la inviolabilidad territorial. Lo que importa
realmente para acuñar una concepción nueva en torno
al Estado en el caso que ocupa; es decir, el de los Estados
Flotantes, es el individuo agrupado para alcanzar un fin
específico: el lucro, mediante la aplicación de la
aventura como medio y de las distintas formas que reprodujeron
para garantizarse la existencia de esa actividad.
La forma en que los hombres producen sus medios de
subsistencia depende, en primer lugar, del carácter de
los medios de subsistencia de que ya disponen y que deben
reproducir. Este modo de producción no debe verse
únicamente como la reproducción de la existencia
física de los individuos. Es ya un modo determinado de
la actividad de estos individuos, una manera determinada de
expresar su vida, un modo de vida definido… (Marx, 1978: p.
73)
Los enzarzados con la actividad pirática en
América estaban tan convencidos de su modo de vida que
entendieron que solos no podrían actuar y aunque ya no
dependiesen de estados formales como con los que una vez
habían contratado; sabían que necesitaban
uno propio. Así se ha de erigir en sus formas:
política, jurídica, económica y social las
hermandades del Caribe que llegaron a desafiar y quebrantar a los
estados territorialmente existentes como España,
Francia, Inglaterra y Holanda, ante quienes no sucumbieron a
pesar de las campañas de persecuciones y de las penas
impuestas a los que atraparan delinquiendo.
Los piratas no tenían la intención de
colonizar, sólo la de enriquecerse de los tesoros
explotados por los colonizadores.
Una de las cofradías que revistió mayor
institucionalidad operativa en las atlánticas aguas
caribeñas fue la de los Hermanos de la Costa, una
asociación de filibusteros que lejos de darle orden al
acto pirático como tal, suponía más,
garantizar el ejercicio libre de sus miembros. Esta hermandad la
regían los ancianos y tenía como
esencia conservar en su más puro y excelso estadio la
pureza del espíritu libertario, se llegó incluso en
una oportunidad a elegir un Jefe Supremo al que llamarían
Gobernador, dándosele un título de uso para que
éste eligiera el ingreso de nuevos miembros, por decir lo
menos que podía ejecutar bajo su designación. Este
gobernador nada tenía que ver con sus correligionarios
coloniales. En nueva ocasión se eligió un Almirante
para que tomase las riendas de los cofrades y se hacía
acompañar de una especie de Estado Mayor compuesto por una
junta de capitanes. Las bases terrestres donde a veces se
realizaban las asambleas de la Hermandad de la Costa eran en las
ínsulas de La Tortuga, Jamaica e isla Vaca; cuando no, se
escogía un barco de los más grandes y allí
se daban cita todos los miembros. En esta cofradía de la
costa no marginaba ni color, ni idioma,
ni religión; todos eran bienvenidos, principalmente, los
del verdadero espíritu libertario. Ni los débiles,
ni indisciplinados podían formar parte de la
asociación; mucho menos las mujeres a quienes incluso se
les prohibió la entrada a las islas que ellos dominaban.
En esta sociedad de la
costa: "… El Estado era concebido como una
organización racional orientada hacia ciertos objetivos y
valores y dotada de estructura (…) de poderes como recurso
racional para la garantía de la libertad…"
(García-Pelayo, 1977: p. 21)
Los piratas, en general, actuaron a lo largo de un poco
más de dos azarosas centurias en el Caribe, como se ha
dicho, se organizaron, enarbolaron sus propias banderas (las
negras con calaveras),
actuaron bajo forma jurídica, política, social y
económica; trataban incluso en tiempo de paz con
los colonos a quienes les ofrecían trueques de
mercaderías por agua dulce y vituallas, dominaron algunas
islas y sobre todo, llegaron a tener el control de los
mares. Todo gracias a la comunión de esfuerzos y al
inventarse una especie de moral bajo la cual debían
actuar apegados a reglamentaciones por ellos mismos impuestos.
Decir, si los aventureros pillos marinos entendieron que
realmente habían echado las bases de una forma distinta de
Estado medieval, sería una especulación. Pero decir
ante todo lo expuesto y, de seguro, de lo que
se ha de exponer en trabajos futuros, que sí se
organizó una forma de Estado – como se ha entendido
– no es demencial y, ante ello se ha expuesto con la
serenidad del caso la teoría de los Estados
Flotantes para referirse a la forma organizacional y
ejecutoria de la actividad pirática en
América.
IV. Lo
filosófico-histórico
¿Por qué abordar el tema del Estado a
través de la filosofía y de la historia?,
más aún ¿por qué plantear desde la
concepción filosófica-histórica una novedosa
idea de Estado? y ¿por qué referir lo expuesto: los
Estados Flotantes, desde la actividad pirática
americana?
Sinnúmeras interrogantes pueden plantearse;
tantas como respuestas posibles. Pero, en el caso que se
expone, el de los Estados Flotantes a propósito de la
piratería en América; se hizo necesario recurrir al
enfoque filosófico y luego al histórico y a la
conjunción de ambos. Vale decir que dicho tema planteado
podría resolverse desde una visión meramente
historiográfica, pero el asirse de la filosofía se
hizo naturalmente necesario dado que el Estado tiene que
ver con el hombre y viceversa. El hombre concibe a través
de la razón el orden y la disciplina, el
derecho y el deber, la libertad y la esclavitud, la
sobrevivencia y la supervivencia y, en definitiva, la
prolongación de su existencia mediante el dominio del
mundo que lo rodea y el trasvase cultural de una
generación a otra.
El Estado en su infinita expresión se
concibió en la mente humana, tanto para controlar, como
para controlarse; esto último, por el progreso
civilizatorio de alcanzar como fuere la libertad, aunque
ésta sea posible aplicando la agresión de un pueblo
sobre otro, de una cultura sobre otra; en fin, por una especie de
Ley para dominadores y dominados, para opresores y
oprimidos.
… de la primitiva historia humana se deduce:
que la salida del hombre del paraíso que su razón
le presenta como primera estación de la especie no
significa otra cosa que el tránsito de la rudeza de una
pura criatura animal a la humanidad, el abandono del carromato
del instinto por la guía de la razón, en una
palabra: de la tutela de la
Naturaleza al estado de libertad… (Kant, 1981: pp.
77-78)
Los actos de los piratas en América, como hecho
histórico, tiene su génesis en los primeros
corsarios que decidieron actuar por sí mismos y para
sí mismos, que se inclinaron a romper sus compromisos
reales y a echar su suerte más allá de los Estados
monárquicos que representaban. Así pues, se
hicieron hombres de espíritu libertario perseguidores de
fortunas fáciles y de grandes aventuras. A
propósito de la Libertad y del Espíritu expone
Hegel (1972) lo siguiente:
La naturaleza del Espíritu se deja conocer por
su opuesto. Oponemos el espíritu a la materia.
Sí la sustancia de la materia es la gravedad, la
libertad es la sustancia del Espíritu. Todos estamos
inmediatamente convencidos de que una de las propiedades del
Espíritu es la libertad; pero la filosofía nos
muestra que las
propiedades del Espíritu subsisten sólo gracias a
la libertad… (p. 77)
No es menester en este trabajo el resolver la
concepción filosófica sobre el tema de la Libertad;
menos aún ha de serlo el de debatir las posturas de
Kant y Hegel en torno a ella. Más bien se inclina por
acuñarle a la libertad una percepción
del espíritu aventurero que se ceñía en cada
hombre hecho pirata. Una de las principales exigencias de las
cofradías piráticas, era precisamente, la de que
cada integrante o aspirante a la hermandad, debía ser un
individuo de espíritu libertario y, si en su cuerpo
consignaba señas de ello (mutilaciones, heridas viejas,
entre otras), era mejor aún para dársele el visto
bueno. Así que, la libertad es vista acá en su
sentido más amplio; en lo más vulgar de su
expresión por siglos; es decir, como mera libertad de
acción sin prescripción de normas, reglas, leyes u
otra restricción que las acordadas por los propios
libertarios.
Lo filosófico y lo histórico, lo
histórico y filosófico; se utilizaron a lo
largo del tema expuesto por la importante incidencia de cada una
de estas disciplinas del pensar humano sobre las concepciones en
torno al hombre, al Estado y de éstos, la libertad. Pero,
fundamentalmente, de cómo se gestó por las
organizaciones de los corsopiratas americanos – a
nuestro modo de ver – una forma distinta de
hacer Estado; el de los Estados Flotantes.
V. ¿Por qué retrotraer
el hecho histórico?
El Estado – como se refirió al comienzo de
este trabajo – nació cuando el hombre fue
capaz de organizarse y autorregularse. Desde las relaciones
sociales más primitivas hasta las más avanzadas
– ésas que hicieron la guerra para
alcanzar la paz – se dio cimiente al
Estado.
El Estado en su simplicidad y complejidad fue producto del
hombre, del pensar, del uso de la razón; por ello le ha
acompañado en el largo devenir histórico de la
humanidad, se ha revitalizado en su longevo camino y habrá
de desaparecer, cuando desaparezca el propio hombre.
El Estado, pues, se convirtió en alma de
los pueblos; en su organización, en su forma de vida. Por
supuesto que es imposible concebir al Estado sin el hombre; pero
a estas alturas de la historia de la humanidad, también es
imposible concebir al hombre sin el Estado. Uno a otro se produjo
y reprodujo; es un flujo y un reflujo constante de hacer y
hacerse; en otras palabras, el Estado es para el hombre lo que
éste es para él. Kant se refirió al Estado
como un organismo de fin último (teleológico)
sustentado en las relaciones mutuas de los individuos. Hegel por
su parte, lo concibió únicamente, como la
realización de una idea moral objetiva, sustentada –
como se expuso con anterioridad – en el espíritu y
la religiosidad.
El Estado abarca la conducta humana
en sus relaciones sociales, económicas, políticas,
jurídicas y todas las demás formas de
interrelación posible para los hombres. De allí que
el Estado cada vez se revitaliza y también los estudios y
propuestas acerca de él. Por ello, en este trabajo se hace
un corte histórico en el decurso temporal de la
piratería americana, y se retrotrae hasta nuestros
días el hecho organizativo y jurídico de las
hermandades piráticas (cofradías) para
acuñar desde un enfoque
filosófico-histórico, la concepción de los
Estados Flotantes.
En lo que concierne a retrotraer el hecho
histórico, bien vale la pena hacer referencia de Emmanuel
Kant (1981) lo que a continuación se expone:
Es lícito esparcir en el curso de una historia
presunciones que llenen las lagunas que ofrecen las noticias;
porque lo antecedente, en calidad de
causa lejana, y lo consiguiente, como efecto, pueden ofrecernos
una dirección bastante segura para el
descubrimiento de las causas intermedias que nos hagan
comprensible el tránsito (…) Sin embargo, lo que
no puede osarse en el curso de la historia de las acciones
humanas, puede intentarse en sus orígenes, (…)
Porque no hará falta inventarla, sino que puede ser
sacada de la experiencia sise supone que ésta en los
comienzos no fue ni mejor ni peor que la que ahora
conocemos… (pp. 67-68)
Se comparte con Kant (1981) para el desarrollo de la
idea en torno a los Estados Flotantes, lo referente al intento de
partir del origen de los hechos históricos sin necesidad
de recurrir a la especulación. Todo cuanto se diga del
Estado; de lo que éste significa y significará para
la vida del hombre, no será mera especulación
siempre y cuando se le entienda como entidad filosófica
(la idea) e histórica (la práctica). Es decir, de
cómo se concibió y después cómo los
grupos humanos son inseparables del espíritu del Estado.
Más allá de la organización, de la
ambición de los pueblos, de la guerra, de la paz; hay y
habrá para cada individuo un Estado posible, para cada
sociedad un Estado posible; éste último de los
casos es el que tiene que ver con lo que aquí se expone:
Los Estados Flotantes como hecho
filosófico-histórico posible.
VI.
Conclusiones
La idea de exponer una nueva concepción de
Estado, no puede ser visto como simple atrevimiento; es
más bien, un aporte muy modesto a lo que apenas tiene por
objeto, abrir el apetito de muchos estudiosos del tema, no
sólo en lo filosófico e histórico, sino
también en las demás ciencias que aportan a la
concepción de Estado líneas maestras, bien vale
mencionar: las ciencias políticas y jurídicas que
se han encargado de darle forma compuesta al deber ser y
el es del Estado. La infinitud del Estado, es la infinitud
de su estudio.
VII.
Bibliografía
Inédita
Bibliográfica
Cabrera P. Geniber J. (2005). Actitud de
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Tesis de
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Autor:
Geniber Cabrera P.
I.U.T.P.C.
Datos personales
Geniber José Cabrera Parra: Sub-Director del
Instituto Universitario de Tecnología Puerto
Cabello. Licenciado en Educación,
mención Ciencias
Sociales; Magister Scientiariun en Historia. Investigador del
Archivo
General de la Nación. Investigador del Archivo General de
Indias. Vice-Presidente de la Asociación de Historiadores
Regionales y Locales, capítulo Carabobo.
Correo electrónico:
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