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Lo rural maravilloso en la narrativa de Guillermo Morón (página 2)




Enviado por enrique viloria vera



Partes: 1, 2, 3, 4

  1. Redivivo regresa entonces el narrador a la aldehuela
    de sus mocedades trujillanas, lo primero que hace, luego de
    años de ausencia, es visitar la soleada plaza "frente
    a la Iglesia de
    San Rafael porque San Rafael es el patrón del pueblo"
    y escuchar regocijado el vuelo de las campanas de la Iglesia
    que al viento, con magistral oficio, echa Mano Suncia: "el
    Ángel del Señor anuncia como si fuera una
    rumbera a María, ya no suenan las campanas para las
    cuatro esquinas de la plaza sino que suben, calle arriba, por
    todo el pueblo, primero se meten en La Joya donde vive
    Trinidad hacedora de chimó, curvea el repique hacia el
    rumbo izquierdo, atraviesa la quebrada sin mojarse, alerta a
    Rafaela Cañizales que en ese momento saca una acema
    aliñada del horno, sigue por el empedrado que llena el
    gran recodo del pueblo dominado por las tiendas,
    pulperías y portones de los Lucena, los hombres de
    negocio se paralizan a la entrada de sus pulperías y
    ablandan el gesto, la canción campaneril de Mano
    Suncia sigue su camino por la mitad de la calle, detiene el
    torno de
    Don Diego Picón cuando remata tres trompos de guayabo
    ya listos para enclavar, las dos campanas se oyen en la
    Capilla del Calvario, donde Francisco Ochoa está
    sentado sobre la media pared de cemento a
    la espera del grito de la Negra Vargas es hora de cenar y el
    repiqueteo sube por los potreros del solar de Don Cleofe
    López hasta llegar a las Cuatro Esquinas; Santos
    Vargas endereza su silla, se pone de pie y también
    saluda el Ángel del Señor anunció a
    María, todo el pueblo se detiene, en los portones de
    las casas, en la escalera de las aceras de los Martos, en las
    pulperías, en las cocinas con fogón, en las
    plumas de agua que
    son dos en todo el pueblo, en la subida por el camino de la
    quebrada, paralelo y por detrás de la calle real, se
    santiguan las mujeres, se santigua Don José
    D’Apollo el letrado y consejero legal, se santigua el
    Coronel Paredes amigo y compadre del Teniente Vizcaya, los
    muchachos detienen los trompos delante de la casa de las
    Coronado que son un mujerío…"

    No hay caserío sin sus mujeres hacendosas y
    peculiares, las doñas y las misias que con su donaire,
    su garbo, su tolerancia,
    su apostura o su bondad, contribuyen a conformar la
    idiosincrasia del poblado, el espíritu del lugar, ese
    elemento inmaterial e intangible que se convierte a la larga
    en signo inequívoco de que se está en ese sitio
    y no en ningún otro. Morón así lo sabe y
    así lo registra: "Estaban las mujeres del pueblo. Se
    quiere decir aquí que sin las mujeres el pueblo no era
    el pueblo. El mujerío que se reúne en la misa,
    en aquella iglesita fundada por las mujeres (…) Porque
    son las mujeres las que llenan la vida del pueblo. Estaban
    doña Emeteria, doña Ramona, doña Chagua,
    doña Ezequiel, doña Catalina, mamá vieja
    sentada en su mecedora, en el zaguán, la
    bendición mamá vieja (…) Y Doña
    Josefina, doña Olga, Estefanía, Filadelfa,
    Honorina también doña, y doña Dolores,
    doña Amalia, doña Pascuala. Fíjate,
    todas las mujeres en fila para la misa de seis. Las mujeres,
    sin cuyas largas faldas, y el romantón, y las negras
    "andaluzas" para ir al templo no tiene nada de sabor el
    pueblo."

    Tampoco hay poblado trujillano: Boconó,
    Miticún, Guaramacal, Niquitao, Batatal,
    Motatán, Escuque, Betijoque y hasta el mismo Cuicas
    que no se precie de su quebrada de agua límpida,
    fría y jovial: "La Quebrada, ése es su nombre
    único y ésa es su presencia en la tierra
    fértil de la
    memoria, La Quebrada es el referéndum del pueblo,
    pues de ella, de su ruido
    diurno y de su murmuración nocturna, vive el pueblo
    todo; yo creo desde toda la vida que si no fuera por el
    permanente referéndum de La Quebrada este pueblo de
    Cuicas no existiría; si se fundó, fue para eso,
    para que La Quebrada le diera vida y viceversa, el pueblo se
    fundó, para darle existencia a La Quebrada:"
    Así que con todo el tiempo que
    un caserío sin prisas permite, el reaparecido
    andariego toma el camino de La Quebrada, de la suya, que no
    es como la Quebrada de San Miguel, ni la de Cote, ni la de
    Segovia, ni la de la Encomienda, pero tampoco nada tiene que
    envidiarles. Relata entonces nuestro visitante, transfigurado
    ahora en su fraterno Oscar, que: "Baja de su casa, por la
    bajada de frente a las Ramos, silba cuando pasa frente a
    donde vive el señor Manzanilla que le cortaron una
    pierna gangrenada, sin dormirlo, sólo borracho con el
    miche que le dio Don Virgilio para cortarle la pierna con
    cuchillo de matar reses, llega a la pulpería de Roque
    y se va por la pluma de agua, que está cerca de la
    quebrada, por detrás de las casas de la Calle Real,
    hasta enfrente de El Recreo, porque se ahorra camino por la
    vereda hasta llegar a la casa de Doña Eleuteria, la
    mamá de José Róger, Oscar va a jugar con
    el morrocoy de José Róger (…) El
    morrocoy de José Róger camina por el patio, con
    su concha como una jamuga de burro; el morrocoy de
    José Róger camina con Oscar encima, como si
    fuera un burro rucio, lo pasea por el patio, arre morrocoy,
    arre burro, arre mono, burrito, el animal levanta su lenta
    cabeza y camina despacio, con Oscar encima, sentado, por todo
    el patio de la casa de José Róger, cerca de la
    quebrada".

    Tiempo y más tiempo dedica el retornado vivo,
    y no como muerto para Cuicas, a jugar y jugar, a
    divertirse sin limitaciones. Se distrae con el morrocoy –
    burro ajeno, come guayabas verdes, con gusanos y sin ellos,
    se admira y comparte la habilidad de su amigo Pedro Carrasco,
    quien con su honda artesanal – "de goma gruesa de tripa de
    caucho, de
    caucho de camión, dos tiras de goma negra (…)
    se la fabricó él mismo, con cuero de
    res pelada, cruda, la honda para las piedras, una horqueta de
    guayabo cortada (…) alisada por el propio Pedro
    Carrasco, las gomas de caucho de dos jemes amarradas con
    guaral a las puntas de la horqueta" – calcula, apunta,
    se asegura, y ¡zás! dispara la guaratara para
    cazar a su antojo "conejos, perdices, arditas y
    pájaros de todos los colores de
    Cuicas y en todos sus caseríos, incluido
    Arenales."

    Cuando se aburre de tanto divertirse en la
    magnética quebrada, en la quebrada embrujada,
    hechizada, encantada, de su pueblo: "vos habéis visto
    los caballitos del diablo en el pozo de la quebrada cuando
    vais y cuando venís de Arenales a pie, o en burro, los
    caballitos del diablo revolotean siempre en la quebrada, se
    paran en las piedras resbalosas, se paran en las hojas de
    guaje, se pasean por las orillas del monte, revolotean encima
    del agua y se paran en el agua
    sin mojarse", Francisco, Oscar, Guillermo, el que antojado
    pretenda ser el escritor en esos intransferibles momentos de
    infantil evocación, se va a los matorrales del otro
    lado del pueblo a comer frutas de árboles de enrevesados nombres y
    prolijo color; con
    el cuidado debido para que no se peguen a su cuerpecito las
    garrapatas que se chupan, ávidas y desaforadas, la
    sangre de las
    vacas que pastean en los potreros vecinos, se encamina hacia
    los jumangales, cerca de Las Frutas Coloradas. Para llegar
    hasta allá, a ese pequeño paraíso en
    medio del edén de Cuicas, el narrador, baquiano
    experimentado, explica: "hay que bajar detrás de la
    casa del Calvario, por el camino de las vacas de Don Cleofe,
    pasar por debajo del manzanito que echa manzanitas amarillas
    (…) y más allá están los
    jumangues, las frutas coloradas, jugositas, dulces, los
    árboles como si fueran guayabos, pero colorados los
    troncos, las ramas, las hojas y los jumangues, cuando hay
    jumangues no hay manzanitas."

    Hasta el bienvenido cansancio infantil, una y otra
    vez, incesantemente, exhausto de felicidad, recorre
    alborozado el escritor los conocidos y circunscritos espacios
    urbanos del caserío para recrearse a sus anchas fuera
    de ellos, especialmente en las rurales cercanías, en
    sus encantados alrededores, en sus maravillosas proximidades:
    "el empedrado abarca como tres cuadras de la calle, aunque en
    este pueblo de Cuicas no se cuentan las distancias por
    cuadras (…) las distancias se cuentan por nombres,
    Pueblo Abajo, La Joya, El Quebradón, Pueblo Aparte,
    Pueblo Arriba, El Calvario que es por donde viven las Vargas,
    Campo Lindo y sigue hacia arriba, por el cerro todo el
    caserío, en el otro solar es donde está la
    memoria,
    aquella casita que construimos Mano Chuy y yo cuando
    éramos muchachos, para jugar de
    verdad…"

    Pero ninguna felicidad es eterna, invariablemente
    llega el momento de alzar velas, de decir adiós y
    dejar atrás ternuras, amores y afectos, la seguridad
    y la certeza de lo conocido, para coger el hatillo personal, los
    escasos bártulos, y partir solitario en busca de un
    mejor futuro que haga valedera la esperanza. Así un
    día de un mes de agosto, Francisco se despidió
    del pueblo de Cuicas. "Subió en el camión de
    estacas de Víctor Artigas. No se despidió de
    Celmira, ni del busto de Simón Bolívar. Cuando atravesó el
    puente por donde se van los cuiqueños para no volver
    jamás, vio a Juan Lucena tirado en el suelo,
    amanecido con moscas en la cara, muerto de tanta
    porquería bebida en el garito de Benita (…) Se
    lo comieron las moscas durante tres días con sus tres
    noches en las últimas vacaciones de Francisco en la
    casa de su pueblo trujillano, mucho juicio hijo mío
    dijo la maestra, tú eres pobre, pero honrado, trabaja
    mucho, estudia mucho, aquí estaré esperando tu
    regreso. Ya eres un hombre."

    Lustros después, estudiando mucho
    latín y griego en plena bruma londinense, el escritor
    compara inviernos y rememora el día de su partida de
    Cuicas para Carora: "no tienen hojas los árboles de
    Londres, en todo caso se secan por este tiempo llamado
    invierno aunque no llueva, lo cual es también una gran
    diferencia porque invierno allá en Cuicas significa
    lluvia, un aguacero del diablo, de día y de noche,
    llovió mucho en Cuicas cuando Francisco se fue del
    pueblo, como si se hubieran puesto a llorar, todo el
    día y toda la noche, mamá dijo en su carta que
    aquí comenzó a llover y no escampa, de triste
    que se puso todo el mundo por la noticia de aquella partida
    sin regreso; en los árboles pelones de Colville
    Garden, que se ven desde esta ventanita del altillo cuando
    hay luz, no cae
    la lluvia de Cuicas ni mis lágrimas de lejanía
    y soledad, sino que le caen encima las propias nubes llamadas
    curiosamente la nieve del invierno."

    En sus maduras recordaciones, Morón tiene
    también presente otros caseríos "con sus
    ringleras de casas de palma, muy poquitas, de paja brava casi
    todas", y, en especial, un rancherío que
    difícilmente alcanza la ya reducida categoría
    de caserío de la que goza con toda propiedad
    Cuicas y tantos otros de la comarca del escritor. En efecto,
    en la vivencia y opinión del escritor sobre Arenales,
    el trujillano, ese poblacho "de arenas secas, gruesas,
    amarillas", porque que en las sequedades de la geografía nacional hay otros Arenales
    esparcidos por estos senderos patrios que nada tienen que ver
    con este también caserío afectivo de
    nuestro narrador: "…Melanio es el más viejo del
    pueblo, suponiendo que este pedazo de pueblo de Arenales sea
    un pueblo y no un rancherío, bueno vamos a darle la
    importancia que tiene de caserío con sus cuatro casas
    grandes de tejas, un chiquero para los puercos que tampoco
    son muchos y un gran pajonal que sirve de potrero, para
    cuando llega un viajero con su caballo, o una mula, o tal vez
    un par de burros cargados con sal, quién sabe para
    qué sirve la sal, aquí comemos todo simple,
    hasta el caldito de caraotas con plátano sancochado
    nos lo comemos simple."

    Además de Cuicas es la villa Nuestra
    Señora de la Madre de Dios de Carora la población que convoca los recuerdos
    más sentidos y emotivos del escritor que hizo
    también de ella auténtica patria chica y
    orgulloso gentilicio estricto. Esa ciudad habitada por "godos
    grandes carajos, por cara – coloradas hijueputas", fue
    la que albergó tanto las travesuras naturales como las
    lecturas decisivas de nuestro narrador, quien a muy temprana
    edad "estuvo en la tienda de Polo a buscar un libro de
    Historia, los
    libros
    están apilados en la trastienda, sopotocientos libros,
    impresos en España, impresos en una ciudad que es
    la más grande de todas las ciudades fundadas por los
    españoles cuando fundaron también a Carora,
    llamada Buenos Aires."

    Carora se jacta de conservar intactos los mismos
    linderos desde su fundación, el 15 de octubre de 1569,
    así como de exhibir el linaje de unos apellidos
    – Riera, Zubillaga, Perera, Oropeza, Álvarez,
    Herrera y los que faltan para completar los veinte recogidos
    por el genealogista de la villa – que se mezclan entre
    sí, se entrecruzan una y otra vez, para dar origen a
    ese caroreño blanco, godo, colorado y peculiar, muchas
    veces genuino pero no legítimo: " de sangre azul
    conocida, cristianos viejos probados, ni turcos ni negros ni
    judíos ni indios ni protestantes,
    Jesús amén, sólo caroreños
    antiguos y principales " y nunca a los otros, los
    ilegítimos, los pecaminosos, "los hijos naturales ni
    los pardos del siglo XVIII que aunque se hacían pasar
    por honorables y blancos eran todos negros, descendientes de
    esclavos, que las familias les permitían usar sus
    nombres y apellidos."

    En fin, ese caroreño genuino, blanco y
    legítimo también se caracteriza por proferir
    palabras gruesas y agresivas, no necesariamente malas
    palabras, aunque sí gritadas: "como si tiraran
    pedrugones con la lengua."
    En efecto, recuerda el escritor: "cuando un Álvarez
    habla por el teléfono de manigueta desde la hacienda
    que tienen en El Blanco, en las cabeceras del río, se
    escucha el escándalo en Carora y en los pueblos
    vecinos, no necesitan usar el teléfono ni mandar
    recados para los peones, se ponen a gritar y todo el mundo se
    entera de que no llueve en la hacienda, que los pozos de agua
    están secos, de que esos carajos peones son unos
    perezosos, que si no aumenta el precio de
    la leche a
    esto se lo llevó el diablo, que cómo va a ser
    eso de dejar entrar al Club Torres a ese negraje de Barrio
    Nuevo, Carora se acabó, no puede ser, entonces nos
    tendremos que ir de aquí, los vozarrones de los
    Álvarez aumentan el calor de
    la ciudad, ah buena vaina, carajo."

    Carora es sinónimo de agobiante e inclemente
    calor – "continuo, día y noche, desde enero a
    diciembre, apenas bate el viento por la tarde, con cierto
    ruido de borrasca" – sólo comparable con el de los
    desiertos más inclementes del planeta: el conocido
    Sahara, el inquieto Sahel o el más lejano Gobi:
    "Porque lo que pasa lo sabe todo el mundo, aquí abajo
    en esta maldita tierra y
    allá arriba en ese maldito cielo, un cielo maldito,
    que no hace sino relumbrar, echar sol como si no tuviera otro
    oficio, como si en lugar de ser el cielo fuera el infierno."
    Francisco ha sudado ese calor, a chorros lo ha sentido correr
    por su pequeño y enjuto cuerpo de niño precoz,
    dotado de "unas nalgas poco atractivas, más bien
    flacas, los huesos se
    adivinan debajo del pantalón sin calzoncillos, carne
    magra, como un firulí el cuerpo pequeño de
    Francisco, pero reluciente el rostro, ágiles los
    movimientos, oscuros y brillantes como estrellas los ojos, el
    pelo negro, el perfil de su abuela materna, respingada la
    nariz, te pareces a Simón Bolívar le dijo la
    maestra Teresa Molero y desde ese día sus
    compañeros le pusieron chapa de oro con el
    está bien, Bolivita, hola Bolivita, Francisco tuvo que
    agarrarse de nuevo cuatro horas en El Pajón con
    Amorfiel Martínez para quitarse la chapa de
    encima."

    Un calor permanente y un río agazapado
    caracterizan a esa villa de Carora que Francisco se conoce de
    memoria, al dedillo, de pe a pa, en cada uno de sus detalles,
    de tanto recorrerla, caminando, dando brincos, saltando de
    una acera a la otra, a pleno sol o en la cómplice
    oscuridad de las sombras, volando ligero: "tomé la
    decisión de mirar desde arriba todas las casas, en
    vuelo despacio, no como los pájaros, sino agachado,
    agarradas las piernas con las dos manos. Pero la mano
    derecha, suelta para pasar por encima de las maporas de la
    plaza y más alto que la torre de San Juan", en fin,
    vagando a sus anchas por unas calles que conoce al pelo y que
    puede recitar, una a una, con los ojos cerrados, visitarlas
    de nuevo con la imaginación como si estuviera
    consultando un preciosista portulano o las vías
    mostradas en pantalla por el más eficiente buscador
    satelital. Rememora Francisco las calles de la ciudad de
    poniente a naciente: "la calle Bolívar, la Zamora, la
    Torres, la Carabobo (…) la calle de La Paz, la
    Miranda, la Democracia
    que le cambiaron el nombre, la Libertad
    que también le pusieron otro nombre por si acaso y no
    se alcen los caroreños son todos gobierneros, por eso
    hay que mudar los nombres federales de las calles
    transversales, la Calle Falcón, ¡quién ha
    visto! que es la primera cerca del río, paralela claro
    está a la calle del Comercio
    las dos capillas en sus puntas, luego la calle real y
    principal, que es la de San Juan, toda hecha con casas
    sagradas (…) la calle Bruzual quién será
    ése, la Sucre más arriba que no le han cambiado
    el nombre al Mariscal de Ayacucho, Monagas cuál de los
    dos será, debe ser el libertador de los esclavos, que
    nos echó ese tronco e vaina de dejarnos sin esclavos,
    la calle Federación ésa sí ya
    dejó de llamarse así (…), y la
    última que era la calle Independencia, porque de ahí para
    arriba ya es el trasandino y la carretera trasandina de
    tierra…."

    Pero no hay calle verdadera, genuina, sin sus
    habitantes y sus moradas, esas edificaciones, esas viviendas
    de particular estilo que le otorgan especial identidad
    a Carora, verdaderas casas sagradas que el escritor visita
    con ánimo de urbanista del espíritu, de
    antropólogo de la historia caroreña. Siempre
    dispuesto a trasladarnos vivazmente a la villa de sus afectos
    a través de sus emotivas evocaciones, Morón
    explica minucioso, detallista, reparón, que una casa
    sagrada caroreña tiene: "portón y
    anteportón, con lo cual se da existencia de presente
    al zaguán. Las casas sagradas de la ciudad, donde
    viven los godos, tienen todas zaguán (…) todas
    las casas caroreñas tienen y deben tener esa entrada
    entre el portón que es la puerta principal de la
    morada y el contra – portón o segundo
    portón que es la puerta con acceso final hacia el
    interior sagrado de la casa (…) en Carora hay como mil
    casas, unas doscientas serán casi sagradas, donde
    viven los blancos de la plaza, las diversas clases de godos,
    que unos son llamados Chuios y otros son llamados Chuaos, eso
    no quiere decir gran cosa sino que unos son más godos
    que otros, no es que sean más blancos ni más
    caracolorás, sino que lo hacen para pelear los puestos
    públicos."

    El sol y el calor de la ciudad son objeto de
    variadas y sudorosas imágenes que dejan su indeleble mancha
    sobre las páginas que garrapatea el escritor.
    Morón advierte con estricta crudeza acerca de las
    consecuencias fatales que pueden producir los furibundos
    rayos solares del cielo de Carora sobre cualquier mortal
    negligente o irreflexivo. Para que estemos prevenidos
    aconseja: "a las diez aprieta el sol, hay
    que llevar sombrero aludo porque de lo contrario se
    achicharra la cabeza y se pueden quedar los huesos pelados
    entre los tejos de la playa, como huesos de chivo muerto, se
    mueren de sed, se los comen los zamuros y se quedan los
    cachos en la cabeza pelada en un sitio, más allacita
    las costillas y por los lados, todos regados, los huesos de
    las patas, todos ruyíos, desmigados por el calor, por
    eso hay que ponerse sombrero de cogollo bien alón,
    para que el sol no haga de las suyas y lo convierta a uno en
    chivo muerto."

    Las villas poseen para temor de niños y adultos sus propios
    espíritus, sus apariciones o aparecidos, sus fantasmas:
    El Silbón, La Llorona "que llora inconsolablemente
    la muerte
    de su hijo muerto sin haber nacido porque ella misma le dio
    un gran manotón y el hombrecito (porque era macho,
    veis) le gritó desde adentro, ¿por qué
    me matáis antes de tiempo?", el hombre
    del carretón, El Salvaje, La Sayona, El Maniador, pero
    solamente Carora muestra con
    orgullo a su espanto fundamental y sin comparación: el
    mismo Mandinga, un demonio sin amarras, el propio Diablo que
    todavía anda suelto en Carora. A tenor de lo narrado
    por Morón, la presencia permanente y libertaria del
    diablo en la ciudad infernal se debe justamente al calor
    insoportable que la define y le es consustancial: "El calor
    se aposentó en la ciudad, el calor soltó al
    diablo, el diablo estaba bien amarrado en el solar del
    convento de Santa Lucía, el convento franciscano;
    allí lo había dejado tuerto Santa Lucía
    de un bastonazo que le dio, cuando el diablo entró al
    oratorio donde estaba la santa dedicada a sus oraciones
    (…), en el convento estaba amarrado el diablo desde
    cuando se fundó el convento, tuerto y amarrado con
    fuertes cadenas en el tronco de un cují seco, con el
    rabo mocho, un franciscano se lo pisó, cuando Santa
    Lucía le saltó un ojo de un bastonazo, y entre
    los frailes lo dominaron a palos, lo amarraron con las
    cadenas de amarrar negros y lo dejaron en el solar, amarrado,
    sin darle de comer, más de doscientos años
    estuvo el diablo amarrado en el convento, hasta que se
    soltó y la culpa la tiene el calor, porque el
    día en que se soltó el diablo en Carora
    hacía más calor que en el propio infierno,
    cómo haría de calor que los caroreños,
    se acostaron, desnudos, empapados en sudor, a las diez de la
    mañana, como si fueran las dos de la tarde, que es
    cuando se duerme la siesta después de almorzar
    mondongo de chivo, cabeza de ovejo, caraotas caldúas,
    lomo prensado, longanizas, tajadas fritas, suero, queso
    raspado, arepas, y un chocolatico caliente, como hacía
    tanto calor, los caroreños decidieron desayunar como
    si fuera el almuerzo y todo el mundo se echó en sus
    chinchorros a dormir la siesta con ese inmenso
    calorón, todas las barrigas caroreñas repletas
    de mondongo ocuparon los chinchorros, sin una gota de
    aire,
    caliente el sol, despiadado encima de las tejas, implacable
    en la plaza y en las calles, los árboles se quedaron
    pasmados de calor, un gran silencio entró a las casas
    sagradas, el silencio del calor y de la siesta, todo el mundo
    con la barriga desnuda, la paloma apagada, los brazos
    colgando fuera del chinchorro, el calor se hizo dueño
    de la ciudad, para que el diablo soltara sus amarras, para
    que el diablo endemoniara el convento, nueve muertos con
    calor y sudor dejó el diablo en Carora el día
    que se soltó y ya no lo han vuelto a amarrar, porque
    el convento se cayó, los godos de Carora expulsaron al
    último fraile y Santa Lucía se quedó
    ciega…"

    Sin embargo, otros entendidos en el asunto del
    Diablo de Carora como Don Pedro Nolasco de Álvarez
    dicen, en boca de Francisco y con los presuntos cachos del
    diablo bien sujetos en sus manos: "El diablo se soltó
    de sus cadenas. Y comenzó a realizar acciones
    heroicas, de muy diversa naturaleza. Para vengarse de Santa
    Lucía que lo había amarrado en el tronco del
    cují, en el patio de su convento, comenzó a
    poner ciegos a todos los curas de la ciudad, y principalmente
    al Padre Francisco Ramos, que era Doctor en cánones,
    para que no pudiera ver quién era quién y
    así mandara para el infierno a los inocentes y
    remitiera en sacos de lona a los culpables para el cielo;
    luego el diablo confundió a unas autoridades con
    otras, para que se mataran entre sí. A unas
    autoridades con otras, para que se mataran entre sí,
    como en efecto se mataron, los Alcaldes Ordinarios pasaron
    por las armas al Juez
    de Comisos y el teniente Justicia
    de la Compañía de Volante, que también
    era el Buenaventura, le dio de puñaladas a los presos,
    de tal manera que se armó la sampablera. Y
    también el diablo, sólo por fuñir, sin
    otra intención, comenzó a cogerse a todas las
    mujeres de la ciudad, de lo cual se aprovecharon algunos
    maricos viejos y sabios y otros maricos jóvenes e
    inexpertos para hacerse pasar por mujeres, sólo por
    aprovechar. De modo que el convento de la Consolación,
    fundado en el barrio de la Greda, donde la ciudad
    repetiría su propia historia, con casas y todo, tuvo
    muchas reclusas santas, hijas adulterinas del diablo. Nada de
    esto se puede decir en voz alta porque es absolutamente
    pecaminoso y forma parte del Capítulo Décimo
    titulado De las Prohibiciones y Fornicaciones
    en el Libro Secreto escrito con mucho cuidado, amor de
    Dios, santo celo y curiosa preocupación, por el
    Ilustrísimo Señor Obispo Don Mariano Martí, cuyo capítulo se refiere
    íntegramente a la ciudad de Carora visitada por el
    Obispo, inmediatamente después de la fecha en que el
    diablo se soltó en Carora."

    Sea como sea, cuéntese como se cuente,
    entiéndase como se entienda, nárrese como se
    narre, desde aquellos lejanos, confusos y aciagos días
    en el convento de Santa Lucía, ningún visitante
    de la villa pregunta por el Dios de la ciudad, sino por el
    distinguido, célebre, famoso y suelto, Diablo de
    Carora.

    Culminados con excelencia sus estudios en la ciudad
    donde el diablo continúa suelto: "yo soy estudiante de
    puros veintes en todo, también en conducta,
    aunque tengo que pelear en el recreo", más adulto,
    más persona,
    más seguro, con
    la indoblegable esperanza puesta, desde el instante mismo en
    que partió de Cuicas, en el logro de un porvenir
    diferente, el escritor, al momento de pasar por el Trasandino
    con destino a Caracas, en la parte alta de Carora, no quiso
    divisar la villa de su adolescencia: "no quería ver las casas
    sagradas, cuando sea rico y doctor volveré, dijo a los
    catorce años Francisco, camino de la flor amarilla del
    araguaney, la flor del araguaney es amarilla, florea el
    árbol todo entero, se caen las hojas y la flor
    amarilla llena frondosamente las ramas. La flor del araguaney
    se cae al suelo a los quince días. Sólo quince
    días dura la flor del araguaney. Francisco no tuvo
    tiempo de recordar su infancia."

  2. La maestra
    ejemplar

…y es en la pensión Bolívar
donde vive la maestra más bella del mundo, la maestra de
pelo largo, no se lo puedo

contar a mi mamá, porque es en la
Pensión Bolívar donde vive y espera a Francisco,
todos los días, la maestra

Teresa Molero.

Entre maestras y profesores discurrió, desde su
propio nacimiento, la existencia del escritor, hasta llegar
él mismo a convertirse en un maestro, en el sentido
más estricto del vocablo, reconocido por la calidad y
pertinencia de los múltiples y variados productos de
su conocimiento e
imaginación, como bien lo define el DRAE: "Dícese
de la obra de relevante mérito entre las de su clase". Su
mismísima madre, Doña Rosario, acunó, desde
muy joven la vocación espiritual por el magisterio que
luego, producto de
las circunstancias de la muerte de la
abuela de Guillermo Francisco, tuvo que ejercer anticipadamente y
sin aviso previo.

Imagina el narrador una supuesta pero muy posible
conversación de sus abuelos acerca del eventual destino de
la hija, su madre: "La maestra de escuela no era
todavía la maestra de escuela. En aquel tiempo era
solamente la hija. No ve usted, doña Rosarito, que la hija
no pasa sino en eso de leer todo el tiempo. Ya se leyó los
libros que hay en la alacena y también los que
están en la repisa (…) que te digo yo que esa
niña va a ser maestra de escuela, mira tú que ya
escribe versos y todo".

Esa pasión temprana por el saber, ese deseo
irrefrenable de conocer, de adentrarse en la pulpa de las ideas,
llevo a Doña Rosario, la madre de Francisco, a ser en el
Colegio La Esperanza de Carora: "la única estudiante del
sexo femenino,
delante de todos los demás que eran varones, dos varas
delante de la primera fila, con su camisón largo, de medio
luto, con la cabeza cubierta con su media mantilla recogida en
nudo al cuello como corresponde a una señorita decente,
que usa botines y medias para ocultar, en lo posible todo el
cuerpo y dejar descubierto solamente el rostro, reflejo de las
virtudes de nuestra sociedad,
católica, apostólica, romana, republicana y
federal." Esa joven y talentosa estudiante era llamada por don
Ramón
Pompilio, el sempiterno maestro, "al frente, para que dé
la lección rosa, rosae, rosarum."

Pero la fatalidad arriba, súbita,
despeñada, el día menos pensado, y cambia el curso
de ríos, rutas y vidas: "ya llega Zapata por el camino de
Carache para dar el aviso, no necesita Zapata dar ningún
aviso, trae la mala noticia escrita en su cara, el caballo
trotón de Zapata (…) el caballo de Zapata trae
pintada la mala nueva en la frente y en los ojos, y usted
señorita, ha quedado marcada por la prematura muerte de su
mamá".

Rosario la joven, la maestra anticipada, la madre
después, doña Chayo para la familia.
tuvo entonces que hacer pronta y efectiva la temprana y
manifiesta vocación por el saber para convertirla
abruptamente en docente oficio, todavía recuerda el
escritor lo que le dijo sin reservas el boticario en Carora, no
el de Cuicas: "usted lo conoce mamá, porque él me
lo dijo el otro día, mírame a ese muchacho tan
inteligente y tan estudioso, me dijo, también felicito a
tu mamá que tenía su escuelita para niñas,
allí mismito, cerca de mi casa en el Calvario, esa casita
azul en la esquina de la calle Contreras."

Y casa tuvo también la madre maestra, la maestra
madre, en Cuicas, sita en la misma orilla del empedrado de la
calle se alzaba la casona siempre presta a recibir a las
niñas del caserío para enseñarles el noble
arte de leer
la palabra, escribir el verbo y multiplicar el número a
las hijas de Cuicas, a sus propios hijos y a las hijas de Don
Armando, hermanas de Francisco: " porque papá era como
era, doña Chayo, aquí le traigo esta muchachita de
diez años para que usted me la críe y me la
enseñe a leer y a escribir y también a rezar, esta
muchachita la tuve yo antes de casarme con usted allá en
Carora y como su mamá se murió en el filo de
Curuviche, ella no puede vivir sola y así usted
tendrá que criarla junto con los muchachos que
todavía no tienen hermana ni creo que la van a tener,
porque siempre es así, luz de la calle y oscuridad en la
casa, se llama Teresa Villegas porque así es el apellido
de su mamá y no tenemos para qué
cambiárselo, cuando el hombre tiene hijos varones en el
matrimonio,
las otras mujeres le paren hembras, fíjese cómo en
Carmen que también es hija mía allá en
Carora cuando yo vivía solo, un día mi papá
se alzó con una goda de El Tocuyo que le gustaba mucho,
entonces la maestra de escuela no dijo nada y parió al
quinto y último de los hijos cuando ya no se pare en
ninguna parte, a los cuarenta y dos años, un muchacho para
Don Morón cada dos años en la casa
legítima."

Rememora Morón la casa – escuela de su madre en
Cuicas, donde fue hijo y alumno a la vez: "No, no era una casa
cualquiera. Tenía aquella inmensa sala como de cien
metros, donde ella daba la escuela ¿Le recito yo primero
la lección, doña Rosario? Está bien, Imelda,
comienza tú, pero no por el cinco que ya te lo sabes muy
bien, sino por el nueve, y entonces me atraganté toda con
el condenado nueve que es tan difícil, nueve por nueve
ochenta y uno. La sala tiene cuatro puertas, una para la calle,
una para el patio del portón, una para las habitaciones
donde duermen todos, una para el aguamanil. En el aguamanil hay
una ventana para el patio de atrás, donde está la
pluma de agua, que es el baño y el lavadero; y una puerta
para el otro patio donde esta el anón. Desde el aguamanil
se abre una trampa con escalera directa al comedor y a la cocina.
Nadie tiene una casa como ésta, con un comedor que
está debajo del aguamanil y que tiene otro patio con una
tamaña piedra desde donde se ve toda la casa de las Ramos
y todo el pueblo abajo (…) Fíjate bien porque no es
una casa cualquiera."

Quien sí no tuvo casa para su escuela sino la
llevó a cuestas, a lomo de sí mismo, por zanjones,
quebradas y serranías, fue el maestro Eulogio Carrasco el
que vivía "al lado derecho de la quebrada si vos
venís desde las Cuatro Esquinas". El maestro ambulante, el
docente portátil, el profesor
itinerante, el buenazo del maestro Carrasco, más bueno que
un amasijo y más dulce que pan de Tunja, "enseña a
leer, escribir, contar y rezar, bien hecho todo, como Dios manda,
porque ésos son los fundamentos de la instrucción.
No tiene escuela el maestro; va de casa en casa, todo de dril
blanco, el calzón y la blusa abrochada hasta el cuello,
recio bastón de guayabo, como cayado, anteojos al aire,
con zancadas llega a la puerta, buenos días niños,
fíjate que no usa alpargatas, que el maestro Eulogio
camina descalzo por ese piedrero del pueblo." Sin embargo, la
superstición, el miedo, la murmuración, el
misterio, pueden más que la buena voluntad y los afanes
apostólicos, en Cuicas "hay una casa donde no entra el
maestro Eulogio. (…) Hay grandes cuartos oscuros, hay una
trilla dicen, y un patio, dicen, más grande que la plaza.
Por la tarde llegan los arreos de burros, las mulas y los
caballos, sin cesar los arreos que cargan café,
maíz,
morocotas, panelas y también el diablo. El Recreo es casa
endemoniada, donde no duerme mujer de noche."

Chita, la Niña Chita, "quien tiene su nombre bien
extendido por todos los pueblos altos y bajos, su buen nombre y
fama", la hermana de doña Rosario la madre, la tía
por antonomasia de Francisco, también fue celebrada
maestra rural y formó parte, como su hermana de sangre y
tantas otras abnegadas mujeres de nuestros caseríos y
villas, de ese anónimo pelotón de educadoras que
ayudaron a instruir a los venezolanos de principios y
mediados del pasado siglo.

Entre lujurioso y enternecido, admirado, rememora
Francisco a la Niña Chita: "es delgada como la palmera
solitaria que se fue a nacer y a vivir en el conuco de Don
Santiago Marquina; todo el mundo conoce a la Niña Chita,
la única Señorita de espiga que ha venido a
enseñar a estos mocosos de los pueblos más cerriles
del Municipio, de espiga como las que echa el maíz cuando
crece en todos estos conucos, espiga blanca con barba amarilla,
como el pelo de la Niña Chita, relumbroso por la
mañana, cuando sale, se asoma pues, a la puerta de su
escuela, los arrieros se inquietan en el patio de la
pulpería, la que está al frente de la casa de la
escuela, porque no hay hombre ni viejo ni joven, arriero,
peón, conuquero, pulpero o lo que sea, que no le tenga el
ojo puesto a la Niña Chita, delgada, finita como una vara,
blanquita, con su pelo negro para desyerbarlo, y su sonrisa. La
Niña Chita, mansa como el jagüey, tiene siempre una
sonrisa, pero también tiene los brazos desnudos,
redonditos, y esas tetas derechitas, como si fueran a
disparar."

Con todos sus innegables y apetecidos atributos
físicos y espirituales, la Niña Chita no pudo ser
seducida, muy a su pesar, por el fascinante Gallo de la Espuelas
de Oro, pero eso es otro contar; volvamos a nuestra historia
acerca de las andanzas pedagógicas de esta educadora
ejemplar en los muy desenterrados caseríos de Arenales y
Las Virtudes, quien se vio también, de la noche luctuosa a
la mañana fatal, convertida en maestra por
destinación: "y ahora que se ha muerto su mamá en
Carache (…) hay que prepararse para la vida, dijo el
abuelo, todas van a ser maestras de escuela, por eso aquí,
aunque sean tan bonitas como Chita y Nona, porque desde aquel
día en que se decidió su destino ya no se llama
Carmen, ni Carmencita, sino Chita, la Niña Chita, que
espera a la puerta de su escuela, en Arenales, con el sol
amarillento, un sol amarilleante, es el sol de los
venados."

Y ahí está – ¿satisfecha,
resignada?
– la Niña Chita en Arenales, cumpliendo a
cabalidad, la petición urgente de los cincuenta hombres
con sus bestias, que como montonera libertadora en son de paz, se
dirigieron hacia la calle del Comercio en Carora a solicitarle su
concurso a Rosario, la maestra, la hermana de Chita, la madre de
Francisco, para "que venga usted doña Rosarito a fundarnos
una escuela en el pueblo, donde nadie sabe leer ni escribir y hay
que mandar los tripones a Carache para que sean desburrados, pero
a las triponas no se las puede exponer a esos peligros de vivir
fuera de sus casas, porque ahora no hay respeto como
antes, pueden perderse en el camino y regresar
embarrigonadas."

Complacida la petición civilista, la tropa de
padres angustiados se puso presta, manos a la obra, a fin de
construir rápidamente, en convite, la casa donde ahora
habita la niña Chita con su escuela para niñas –
"un caney grandote, con todo su espléndido techo de palma
seca, la mejor palma tejida porque es la casa de la escuela" – en
la misma la entrada del caserío de Arenales.

En su recinto escolar, la maestra Niña Chita
enseña lo que es menester enseñar: "Usted se
aprende de memoria, rugió el leoncillo y sacudió
orgulloso la melena, diez veces léalo y ahorita mismo me
lo recita de memoria. Te fijas la maestra se pone brava de
embustes, porque no está colorada ni agarró la
palmeta, dijo con el decir de la lección que era esa del
leoncillo con rugido y con melena. Pero en el charal no hay
leones sino monos peludos y zorros y tigres bien chiquitos, dijo
también y leyó de nuevo para aprenderse de memoria,
rugió el leoncillo y al sentirse fuerte sacudió
orgulloso la melena. Así está mejor, con sonrisa,
ojos claros, nariz suave, larga cabellera de treinta años
que muerden la boca del estómago, la maestra tan blanca
que no es de aquí, la niña Chita olorosa
dijo."

Pensando en su futuro, imaginando el destino que le
espera, "ya que cada quien tiene su suerte en esta vida", la
Niña Chita educa y enseña a las niñas de
Arenales, consumiendo sus mejores años en el laberinto del
abecedario, en los recovecos de la tabla de multiplicar,
analizando "su mala suerte con los hombres (…) La soledad
de hombre de la Niña Chita toca ya los treinta y tres
años". Sólo se acuerda de uno, allá en
Carora, "espaturrado, cambeto de ambas piernas, los brazos largos
como una rama de cují, las manos grandes, grandes, grandes
que podían cubrirle el cuerpo agachado a José el
mudo. Lo recuerda bien porque ese hombre se le acercaba y le
decía Niña Chita cásate conmigo; se lo
decía a media lengua – Ni ta te migo – , porque
José el mudo, no era mudo, sino tartamudo, media lengua
(…) Pero después ya no ha habido hombres en la
suerte de la Niña Chita".

Sin embargo, la Niña Chita sabe que en el
caserío, agazapado, en espera de cogerla por donde sea y
como sea, se encuentra, en permanente acecho, en celo manifiesto,
"el Teniente José del Carmen Vizcaya, que es el
dueño de la casa de teja, pulpería y posada,
nuestro Jefe Civil de Arenales", quien, ante la ausencia de un
pizarrón de veras como el ofrecido a la maestra para la
escuela de Arenales, garrote civil en mano, en plan de
interesada ayuda, había ya, rijoso y calculador, visitado
a la Niña Chita "para ofrecérselo un día de
éstos, en cuanto haya pizarrones en Carache, gratis para
la escuela, bueno la verdad verdadita Niña Chita es un
regalo mío personal que usted me tiene encandilado y sin
sentido y hago por usted lo que usted quiera."

Así transcurren los aburridos años
escolares en el impasible caserío de Arenales para la
Niña Chita, aguardando un desconocido galano que le cambie
el rumbo a su existencia pueblerina, en sigilosa espera de un
bienvenido imprevisto que la libere de ese villorrio caliente,
calmo y silencioso, donde nada sorprendente ocurre, donde todo
siempre pasa igual; inconmovible aldea polvorienta, arrinconada,
desértica, alejada de las perturbaciones que alteran el
pulso y avivan el corazón:
"En Arenales el tiempo es un hábito. Un hábito de
ver; un hábito de oír; un hábito de hablar.
Todo el pueblo sabe cómo ayer fue un día que
empezó a las seis de la mañana, cuando sale el sol,
y terminó a las seis de la tarde, cuando se oculta el sol.
Todos saben que la noche empieza a las seis de la tarde, cuando
se recogen las gallinas y termina a las seis de la mañana,
cuando se ordeñan las vacas. Nadie tiene dudas sobre
cuándo es hoy ni sobre cuándo fue ayer. Ni interesa
mucho cuándo será mañana. El tiempo es un
hábito."

Sin embargo, el 30 de agosto de 1935, Día de
Santa Rosa, se convirtió en una jornada memorable para
Arenales, una jornada de esas donde los no puede ser,
quién lo
hubiese dicho, tan calladito que se lo
tenía
. Ese 30 de agosto, en la alegre y multitudinaria
velada de celebración del día de la santa
protectora del pueblo, hubo dos extrañezas, dos sorpresas,
dos acontecimientos, que dejaron a todo el caserío mudo,
estupefacto, turulato, atónito: "La primera fue un poema
que el niño Francisco vino de Cuicas a pasar unos
días de sus vacaciones y se los va a recitar de memoria,
Francisco se encaramó en la mesa que se trajo con ese
objeto y entonces rugió el leoncillo y al sentirse fuerte
sacudió orgulloso la melena (…) Y la otra sorpresa
fue la intervención en público, por primera y
última vez, de la propia Niña Chita, de pie,
delgada, como un rayote de sol metido por una rendija, ligero
temblor en los labios, tan delgados, que no podía caber en
ellos una inocente mentirita, por eso el Día de Santa Rosa
de Arenales de 1935 terminó con un gran llanto de todas
las niñas de la escuela, con lágrimas silenciosas
de todas las mujeres de Arenales, con un no se me vaya
Niña Chita que fue lo único que pudo decir,
roncamente, como un grito y sollozo, María Coronado, y un
coño, qué buena vaina, carajo, que esa noche,
desvelado, atragantó al Teniente Vizcaya, Jefe Civil de
Arenales."

La Niña Chita había guardado, reservada,
discreta, prudente, el secreto que le había confiado en
una de sus raras visitas al pueblo el Padre Ferraro, su mudanza
de Arenales a un pueblo más grande, Cerro Libre, "donde el
maestro Don David Vargas tiene una escuela federal rural de
varones, pero lo promueven para la Escuela Federal No 41." La
Niña Chita le agradeció el milagro al Padre
Ferraro, y éste, al bendecirla, le contestó de
nada, a nombre de Santa Rosa la milagrosa

Nuevamente, larga y fina, se instala la Niña
Chita, "como un rayo amarillo de los que entran por las rendijas
del empalmado del techo", en la puerta de su escuela de Las
Virtudes. Niñas y niños, la mitad de los cuales son
hijos "legítimamente naturales de Don Pedro María
Lucena, llamados en su honor de su padre padrote las Luceneras".
Vuelve la Niña Chita a sus tizas de verdad y pizarrones de
mentira, a los pupitres bulliciosos que acogen alertas una nueva
generación de mi mamá me ama, yo amo mucho a mi
mamá, de seis por ocho cuarenta y ocho, ¿de
qué color era el caballo blanco de Bolívar?,
en
medio de la insondable y extendida oscuridad dominante en ese
nuevo caserío donde "no hay lámparas de Kerosene ni
siquiera de carburo y las velas de sebo escasean. La muchachera
recoge cocuyos y gusanitos de luz en todo el caserío,
porque todo el caserío es un gran montarral. Con diez
cocuyos en una botella clara, de las que sirven para el miche, se
crea una lámpara con un tapón de palo y ya
está la linternita de diez cocuyos, que alumbra muy bien
los caminos de la noche. Con los gusanitos de luz es más
difícil, porque diez gusanitos de luz se prenden y se
apagan, nunca están los diez prendidos ni los diez
apagados, es una lámpara chueca, intermitente dice la
Niña Chita."

En medio de la oscurana del villorrio, la maestra brilla
con luz propia, poco a poco, con donaire, como sabe hacerlo, va
ganándose el respeto y la consideración de alumnos,
autoridades, padres y representantes, en fin, de todos los
conciudadanos del poblado. Tal como aconteció en Arenales,
sus atributos y virtudes en las Virtudes convocan la curiosidad,
la admiración, la lujuria, de todos los varones del lugar,
menos la del forastero de las espuelas de oro. Indiferente, el
hombre pasó de largo, sin detenerse apenas. Haciendo uso
del pudor y la decencia inculcados en su infancia
caroreña, la casta y virginal maestra, La Niña
Chita, en esa oportunidad, sólo atinó,
tímida y balbuceante, a ofrecerle al seductor y fugaz
forastero una humilde jícara de café que el gallo
– jinete bebió antes de partir de Las
Virtudes.

El anónimo visitante no se percató de los
ojos absortos, de la mirada suplicante, no te vayas por
favor, que la Niña Chita, recatada, comedida,
disimuló, ocultó. "En la sala de la casa de Cuicas,
donde se reúnen las mujeres para conversar, la Niña
Chita le cuenta a su hermana, mientras no está presente
Francisco ni ninguno de los muchachos, el percance del forastero
(…) Su hermana Rosario la escucha en silencio y adivina,
sabe más bien, lo que hay dentro de la Niña Chita,
ya cumplió los treinta y cinco años sin olor a
pantalones, sin faena de sudor de varón en la casa, el
pelo de la Niña Chita comienza a parecerse a las barbas
del maíz jecho, cuando se dobla la mata de maíz
para secar la mazorca antes de cosechar el grano. Dice: creo que
debes de casarte con tu teniente Vizcaya. La boca de la
Niña Chita se quedó sin saliva, como un jagüey
seco. Y ese mismo día, antes del Domingo de
Resurrección, regresó a Las Virtudes: Tal vez
vuelva el hombre del caballo negro."

Transcurren los días, las semanas y los meses,
monótonos, impasibles, en la escuela de Las Virtudes; en
tozuda castidad, en pertinaz soledad, en terca clausura, la
Niña Chita, "belleza melancólica, disimulada la
tristeza y también la belleza, por el recato aprendido,
los ojos no deben demostrar continuo gozo de la vida", se niega a
celebrar su aniversario, el trece de junio, el Día de
San Antonio:
¿para qué?, yo ya no cumplo años, le
responde apesumbrada a su insistente hermana Rosario, Chayo,
quien aconseja maestramente a su hermana maestra: "lo que debes
hacer es casarte con Vizcaya, o con cualquier otro, o
bañarte con agua fría y limón."

En el pueblucho sin relevantes acontecimientos, sin
extrañezas, empero, "un suceso sí sucedió" –
como el que había soñado, intensamente,
apasionadamente, vehementemente, la Niña Chita – y tuvo
lugar en la colorida fiesta que en honor a la ejemplar maestra
del caserío, organizó en la propia escuela, la alta
sociedad de Las Virtudes: "fuera del desmayo inadvertido de la
Niña Chita, en cuanto Antonio Gallo entró a la sala
de baile que todo el mundo se dio cuenta. Ocurrió que las
cuatro lámparas de aceite,
lámparas de mariposa, hechas por la Niña Chita para
alumbrar la escuela, se apagaron al mismo tiempo (…) Cuando
Antonio Gallo entró sin sombrero, también se
metió de sopetón un vientecito frío de
montaña, y apagó las lámparas de aceite, las
lamparitas de mariposa. Antonio Gallo dijo, hablando por primera
vez en Las Virtudes, no se preocupen señoras,
señoritas y caballeros, la mejor luz de Las Virtudes
está en la sala y es la virtuosa señorita la
Niña Chita (…) Y el baile que la sociedad de Las
Virtudes, es decir, Don Pedro María Lucena, El
Cúchare y un metiche que vino y se marchó, todo en
un santiamén, brindó a la maestra única que
ha habido en el caserío continuó hasta muy entrada
la noche, o mejor dicho hasta que la noche entró y
salió que fueron las seis de la mañana, a la salida
del sol (…) Cuando el vientico frío se coló
por la puerta y por las ventanas de la sala que estaban abiertas
apagó las taritas de luz en las lámparas de aceite
de coco. Antonio Gallo desplegó su sonrisa y le
relumbraron los dientes, no hay que preocuparse avisó, yo
traje a mis negros para esta eventualidad de noche oscura,
diciendo y haciendo, cuatro negros del mismo tamaño y
porte de Antonio Gallo, que es bien blanco y sólo tiene el
pelo negro hasta la nuca, como las mujeres de pelo corto,
aparecieron en la sala, de a negro por rincón, debajo de
cada rinconera con lámpara apagada, y le dieron luz a la
sala con los dientes pelados, como si rieran sin reírse, y
con las dos manos alzadas a la altura de los hombros, el blancote
de las ocho manos y de las cuatro risas iluminó el baile
de la Niña Chita, su primer baile y su último
baile, cuando salió la noche y entró el día
desaparecieron los negros sin que nadie los viera entrar ni salir
y Antonio Gallo, fresquito, como recién bañado sin
echarse un trago, bailó con la Niña Chita todos los
valses tocados por el conjunto de los turpiales de Minunboc, y a
eso de las cuatro de la tarde, cuando la maestra se asomó
al silencioso domingo de Las Virtudes, después de
bañarse con agua fría y limón en la culata
de la casa, vio pasar al hombre con su sombrero, y el caballo
moteado, rumbo a la bajada del cerro, yéndose de Las
Virtudes y dejando intacta la virtud de la virtuosa maestra
bailada.

  • Adiós, virtuosa señorita.
  • Adiós, Señor Gallo.
  • Encantado de haberla conocido.
  • Encantada me quedo en Las Virtudes."

Prosiguió así, en la soledad más
desoladora, parecida a la soledumbre de Pérez
Alencart, su titánica tarea de enseñar a las
niñas y los niños del pueblo, a los innumerables
descendientes del patriarcote Don Pedro María Lucena,
concentrada en su labor pedagógica, la Niña Chita
insiste, repite, pregunta, examina, repasa, explica, aconseja,
vuelve a leer, pregunta de nuevo, explica otra vez. Pero "la
escuela mixta de Las Virtudes no termina de cuajar, las
niñas salen preñadas antes de aprenderse de memoria
el alfabeto, los tripones asisten un día sí y el
otro tampoco, es imposible luchar contra las lombrices, contra el
tifus y sobre todo, mi querida Chayo, no se puede derrotar el
hambre."

Imposibilitado su trabajo
docente por la pobreza y el
hambre, acongojado el corazón por la partida sin regreso
de Antonio Gallo, objeto de las murmuraciones del caserío,
la Niña Chita busca en qué divertirse, presencia
los juegos de
bolos, le escribe a sus hermanas, reza y borda, asiste a los
velorios del pueblo "donde las mujeres no lloran a sus muertos,
manque sean sus hijos, los lavan bien lavados, los perfuman con
agua de olor hecha con flores, los visten y los bailan tres
noches seguidas, con música para que los
muertos echen una última gozadita, que más de las
veces es la primera."

Así discurre entonces la vida de la maestra Chita
en Las Virtudes, entre la escuela, el juego de bolos
que presencia admirada, el bordado, la misa, los entierros
bulliciosos y los rezos solitarios, y el recuerdo insistente de
Antonio Gallo que rápido quisiera convertir en olvido. Sin
embargo, otro día, de esos que se venían gestando
en las admoniciones y consejos de la hermana Chayo, y en los
apetitos y desvelos del Jefe Civil de Arenales, el Teniente
Vizcaya – "qué hará éste en Las
Virtudes" – llegó temprano a la bolera para decirle
implorando a la sorprendida maestra: "vengo a pedirle que se case
conmigo Niña Chita, por vidita suya."

La felicidad no es eterna, cada quien tiene su suerte;
impredecible el suceso sucedió, la mala nueva se
regó como pólvora en Las Virtudes, las
exclamaciones de estupor, las expresiones de no puede ser, las
preguntas de cuándo fue y cómo pasó,

circularon de boca en boca entre los estupefactos habitantes de
Las Virtudes hasta que llegó a Cuicas para instalar la
pena y el llanto en familiares y allegados: "La noticia de la
muerte de la Niña Chita en Las Virtudes llegó a
casa de Francisco en las vacaciones de julio y ya terminado el
sexto grado". Todos la lloraron, pero el que más
lloró fue Francisco, lloriqueó más que
nunca, las lágrimas se le acababan y debía aguantar
el jipeo hasta que volvieran copiosas, irrefrenables, a inundar
almohada, sábana, pañuelo, el vaso de cama, la
jícara del café, el tazón de peltre.
Plañidero, gemebundo, Francisco berreó la muerte de
la tía maestra más que la desaparición
temprana de su padre Don Armando, gimió más que
cuando su hermano Oscar se vino muerto desde Carora. Francisco
lloró a mares como el mar que todavía no ha
visto.

Arrecho, inconsolable, con ánimo de venganza y
esperanzado en la resurrección, Francisco comunica su
incontable pena, su recóndito dolor: "se murió por
haberse casado con el Teniente alpargatudo y panzudo de
José del Carmen Vizcaya que no es Jefe Civil ni es nada.
Al mes de haberse casado se murió la Niña Chita, no
aguantó el empujón de ese hombre perseguidor, el
virgo invicto en treinta y cinco años fue roto en la cama
de lona, un gran grito salió a medianoche de la escuela de
Las Virtudes, no se levantó más de la cama la
Niña Chita, perdió el pelo amarillo, se le cayeron
las uñas de las manos y de los pies, se encogió
como un guiñapito, como una muchachita viejita, a la
Niña Chita la enterraron recogidita en un pañuelo
los huesitos y la pielita arrugadita las paticas encogidas los
brazos deshilachados la barriguita fruncida el culito rotico la
enterraron amontonadita en un pañuelito porque no es
necesario hacer una urnita para un angelito porque la Niña
Chita es todo un montoncito de huesos, las niñas de la
escuela lloraron con sol y todo, los muchachitos de Las Virtudes
siguieron calladitos, las mujeres de Don Pedro María
Lucena hicieron fila para rezar, se les salió una
lagrimita a los jugadores de bolo, carajo dijo el Teniente
Vizcaya, nos quedamos de nuevo sin escuela murmuró Don
Pedro María Lucena, muy bueno que se haya muerto dijo
desde encima del caballo Juan Montilla, yo me voy de aquí
reventó el Teniente Vizcaya y al otro día lo
encontró Eleazario Roque comido de los gusanos en el monte
bien podrido se pudrió el Teniente Vizcaya, Francisco se
alegró del gusanero y lloró seguido toda la noche
por la muerte de la tía Chita, la pobrecita Niña
Chita que se murió en Las Virtudes picada de Vizcaya,
maldita sea."

De un brinco largo regresa Francisco a la calle de
Carora donde se ubica la Pensión Bolívar en la que
vive y lo espera, todos los días de clase, la maestra
Teresa Molero, la maestra más bella del mundo. Se solaza
el escritor en la evocación de aquella dicha infantil,
rememora su primer embelesamiento, "se chupa la respiración", revive la taquicardia primera
y emotiva, los apurados latidos del corazoncito del alumno, que
"ya siente la mano de la maestra que agarra suavemente la suya,
la maestra dice buenos días jovencito, cómo
amaneció usted hoy". Se le alborota el pelo a Francisco,
le sudan las manos, torpe se tropieza con el borde de la acera,
se atraganta, respira hondo, siente la mirada de todos los
vecinos, viandantes y compañeros de escuela, fija,
insistente, murmuradora, en la mano que agarra la mano de la
más bella maestra que existe sobre Carora, sobre la
tierra. Camina orondo Francisco, toma el lado de la calle, porque
la parte de adentro de la acera les corresponde a las damas
¿verdad mamá? Recorre la calzada infinita,
atraviesa la plaza Bolívar atestada de gente, cruza las
esquinas y toma la acera izquierda de la calle del Comercio para,
toñeco y contemplao, llegar a la casona "agarrado con su
mano izquierda de aquella dulzura que es la mano derecha, blanca
mano como un racimo de cambures titiaros, dulcitos con concha y
todo (…) Francisco siente el caminar de la maestra, camina
como una bandera, camina como una reina, como en las
películas mexicanas que uno se queda tieso de mirar
cómo es que camina ella, la maestra más hermosa que
ha habido en el mundo, se llama así de lindo, Teresa
Molero."

A paso de bella maestra llega Francisco a la escuela
Egidio Montesinos – ubicada en la vieja casona colonial que
perteneció a Don Felipe, el pulpero, el esposo de
Doña Rosario, la difunta en Carache, el suegro de Don
Armando, el padre de las maestras Chayo y Chita, en fin, el
abuelo del alumno – a objeto de continuar sus estudios de cuarto
grado de Primaria Elemental "derechito para el quinto grado y el
sexto grado que ya es la Educación Primaria
Superior donde se estudia la regla de tres compuesta, la
enseña el propio Don Pablo con la regla de cagar en la
mano, porque para ir al otro solar, mamá, aunque se tengan
muchas ganas y ya no se pueda más hay que caminar con las
rodillas apretadas y con la barriga en un vilo, que ya se va a
salir, no se puede ir sin pasar antes por la Dirección y pedirle permiso a Don Pablo,
pedirle la regla y uno se va corriendo con la regla en la mano,
para espantar los zamuros con la regla del Director."

Extasiado, embelesado, alucinado, embobado, pasa
Francisco la jornada entera, protegiendo su mano izquierda: la
guarda en el bolsillo de su pantalón, no deja que los
compañeros de clase la toquen, la siente vibrar en la
faltriquera de sus calzones de dril azul, le tiembla, le late;
cuidadosamente la saca, la desenfunda, la pone lentamente sobre
el pupitre "limpio, sin rajaduras, sin marcas de navaja
como los demás", y sin que la maestra linda ni los
tripones compañeros de aula lo noten, disimuladamente,
haciéndose el loco, la huele, "y se pone el hueco de la
palma frente a la nariz y le entra un desmayito y la vuelve a
guardar para que no se le ensucie y no se lava la mano hasta el
otro día, por la mañanita cuando tenga que
bañarse y limpiarse la mano, limpia, limpia, para que no
se ensucie la mano blanca y olorosa de la maestra Teresa Molero,
camino de la escuela.

  1. Lo que pasa es que Antonio no puede hoy. Tampoco
    podrá mañana ir a la escuela y no será
    posible pelear en el río,

    en la Chorrera, que es donde están los de
    Barrio Nuevo, tiradores de piedras y buscapleitos, como los
    del Trasandino,

    que vienen tío Alfonso, hasta la placita
    de Corpahuaico que es de nosotros, no ve. Y si vienen tenemos
    que defendernos

    a pedradas y también a trompadas y
    ripatazos.

    La plaza y las placitas han sido en aldeas y villas
    de Venezuela
    y del mundo, el lugar privilegiado de encuentro, el sitio
    predilecto para la frecuentación, el terreno natural
    de la igualdad,
    aunque en las adrenalinas de la juventud
    haya que defenderlas, en especial las placitas propias e
    inventadas, como si se tratara de un preciado edén.
    Cuicas y Carora no son la excepción, el escritor, en
    sus errancias de la memoria, en las vagancias de su
    imaginación, deja buen registro de
    esos centros de civilidad que la ciudad previó o que
    sus adolescentes se inventaron: "Ahí viene
    el tapajoyo, gritaron los muchachos, reunidos en la placita
    Corpahuaico, un terreno baldío, donde han crecido
    algunos árboles por la sencilla razón de que
    les dio la gana. Se llama Placita por un decir de los
    muchachos, que la han cogido por reunirse ahí a
    ciertas horas de la tarde cuando los sueltan de la escuela, o
    de las escuelas más bien, hasta cuando se pone oscuro
    porque no hay bombillos ni poste alguno de luz en la
    placita."

    Cuando todavía no existía la
    atracción de los insaciables malls, de los
    ávidos outlets, de las insulsas
    Galerías, de los atroces centros comerciales, la
    Plaza, la Plaza Mayor, la Plaza Bolívar desde nuestra
    independencia, era el humano y exclusivo recinto
    público para el solaz, la conversa, el reposo y la
    recreación. Rememora Francisco que en
    la villa donde el diablo anda suelto: "la otra asamblea de
    los muchachos de Carora tiene lugar en la plaza de verdad, en
    la cuna de la ciudad, allí donde la llevó el
    río Morere que de cuando en cuando crece y la echa una
    mudadita a la ciudad (…) ya se sabe que por los lados
    de de Juan del Tejo, río abajo, hacía
    Río Tocuyo que está más allá de
    Aregue, es por donde se fundó la ciudad la primera vez
    que se fundó, ya está averiguado, en 1569, por
    el primer fundador Don Juan del Tejo que no lo quieren
    precisamente por eso, porque ya hace mucho tiempo de eso y
    porque sólo llueve cada cuarenta años con
    inundaciones. De modo que la Plaza Bolívar de Carora
    está aquí sólo desde la fundación
    de la ciudad."

    En la remembranza del escritor, la Plaza
    Bolívar de Carora parece verdaderamente mayor,
    adquiere dimensiones de verdadera ágora
    mediterránea, proporciones de foro romano, distancia
    de inmensa explanada des Invalides que Francisco
    atraviesa, bajo la mirada envidiosa de sus compañeros
    de clase, agarrado de la mano de su maestra bella, Teresa
    Molero: "Veinte maporas por banda encuadran la plaza,
    lanzadas al calor del cielo, eso es lo más alto que
    hay en la ciudad y en todos estos alrededores, cujíes,
    dividives, cardonales, tuneros, chiriguaritos, piquijuyes, ni
    los robles de la Quebrada de los Robles les llegan por la
    mitad, ni crecen tan arriba, los tamarindos, los cemerucos
    son enanos, solamente estas ochenta maporas guardias de la
    Plaza Bolívar, gruesa pata de cuatro abrazos de
    muchachos, estirpe de centinelas, calle de San Juan presente
    frente a la Iglesia, calle del Calvario, presente a que los
    Arispe, calle Bolívar, aquí estamos los Matute,
    calle Lara del Colegio La Esperanza, las maporas contadas
    cada día, calor, mediodía hirviente, por la
    mañana contadas las maporas de la plaza incontables,
    altas, inmensas, arriba, en el cielo, más allá
    del reloj y del campanario. Los esquineros son ceibas, rojos
    botones, manos abiertas, sombras en las cuatro bocas, vientos
    de las seis de la tarde, pasa María Zubillaga, florido
    viento de la botica del Carmen, pierna arriba el
    camisón del viento que sopló, oportuno desde
    Juan del Tejo, anuncio de lluvia (…) Las piletas
    también son ocho, para que haya agua y se orinen los
    muchachos y a veces cumplan otros menesteres."

    En la Plaza con P mayúscula, se
    reúnen, en pequeño y selecto cónclave
    los alumnos de la escuela Teófilo Carrasco, la
    aristocracia de los blanquitos del pueblo: "los muchachos
    blancos y con árbol genealógico bien definido,
    extirpados eso sí los brazos torcidos de la
    genealogía, aquellos que desaparecieron, por ser hijos
    naturales blancos, nacidos clandestinamente en las casas
    sagradas y sobre todo en las casas de campo que están
    en los tunales y otras cercanías de la ciudad." En la
    Plaza Bolívar de Carora se congrega lo más
    granado de la juventud caroreña que asiste a la
    Teófilo Carrasco para estudiar, discutir y realizar
    actividades religiosas, culturales, musicales, de pueblerino
    alcance: "en diciembre se prepara para las misas de
    aguinaldos, en julio la asamblea se apandilla a objeto de
    preparar los exámenes finales, como si fueran
    estudiantes serios de verdad, y para conversar sobre el
    árbol genealógico de Cheluis." Aunque Francisco
    asiste a la Escuela Federal Graduada Egidio Montesinos y no
    ha estado
    nunca en la Escuela para blanquitos Teófilo Carrasco
    conoció, sin embargo, a Cheluis "en la asamblea de los
    muchachos de la Plaza Bolívar, porque a esta asamblea
    acuden de una y otra escuela, por la selección natural de las asistencias al
    catecismo en la casa de Carmencita Zubillaga y también
    porque la Plaza Bolívar no es para muchachos
    realengos, sólo para los muchachos que van a las misas
    de aguinaldos en diciembre y para los que puedan llevar
    café, empanadas, arepas calientes con diablito
    enlatado para embutir las arepas, a las tres de la madrugada,
    para estudiar debajo del poste y discutir."

    Todo lo que ocurre y acontece en la Plaza
    Bolívar de Carora es contemplado y vigilado por un
    personaje sin igual, sin parangón, cuya sorprendente
    labor no se encuentra incluida todavía en el Manual de
    Artesanías, Profesiones y Oficios de la muy famosa
    Organización Internacional del Trabajo,
    mejor conocida como la OIT según los cables de
    prensa,
    con sede en la calvinista y neutral ciudad de Ginebra, donde
    hace más frío que por los lados de
    Jabón, de San Pedro de las Bocas, donde los godos de
    Carora se van a invernar en la época más
    caliente de la villa, que son todas. Nos referimos al Rey de
    las Maporas. "Yo soy el Colega, placero mayor de esta plaza,
    las maporas y las ceibas fijan los límites de mi reino, no las rejas
    negras de dientes afilados, hierro
    colado, ni las ocho puertas de entradas y salidas. Tengo un
    quiosco para mi solaz, con música de retreta los
    domingos y ciertos señalados días de fiesta
    (…) El Colega tiene un tulipán en el ojal, el
    placero se pasea, rey de la Plaza, y dice buenos días
    colega al doctor Oropeza, buenas tardes colega a don Pedro
    Álvarez, buenos noches colega a Don Jacobo
    Mármol, sus colegas, el médico, el maestro, el
    boticario, los que pasan por la plaza a cumplir oficios
    menores que el mío, rey de este reino, pero
    también gente útil, como yo, en esta ciudad
    caliente, calor de maporas en la plaza."

    La Plaza Mayor de Cuicas no corrió con la
    misma suerte de la Bolívar de Carora, no hay quien la
    quiera ni la mantenga, ninguno la visita, hace tiempo que un
    enamorado no besa con ternura a su enamorada, no hay anciano
    que se repose, y mucho menos estudiante que repase la tabla
    de multiplicar, la cartilla, el silabario: a de ala, y de
    yunque, c de casa
    . El escritor con la gozosa esperanza
    del que vuelve, transformada prontamente por la desidia y la
    marginalidad
    en tristeza, con letras amargadas el escritor afligido
    informa. "Se quedó íngrima la plaza (…)
    Se quedó íngrima la plaza, Porque antes estaba
    Ramoncito el policía, escorado y orillero, por la
    sombra de los carruzos (…) Se quedó
    íngrima la plaza. Porque la banqueta de cemento se
    rajó y se cayó, un grinalde desabrido la
    tumbó el otro día. Francisco llegaba, soledades
    suyas miche adentro, yo soy Francisco, el hijo de Verdiana,
    yo solo empiezo mi estirpe, no te metáis conmigo
    Ramoncito o te descubro tu secreto de amores, y vos tampoco
    san Isidro si no quiere que envíe este sol, sol
    soledades, allá adentro, a tu sacristía sombra
    sacristía, y te mando también si queréis
    estos azulejos que están aquí en el
    único manzanito de esta plaza, decía Francisco
    sin gritar, sin pronunciar palabras, miche, aguardiente,
    fiebre
    adentro, largamente sentado en el tronco que está
    debajo, en la sombra del manzanito de la plaza. Para que la
    placita regrese, miel de abeja, mi matejea, don Serapio y su
    sombrero, San Isidro entallado en su talla, Ramona Carrasco,
    vestida de carruzos, voy a escribir en el aire esta
    elegía de Asio, mi otro yo, y Francisco puso las
    palabras sin escribir, sin pronunciar:

    Cojo, marcado a fuego

    viejo como un vagabundo,

    fantasma, grima,

    íngrimo, soliloquio
    soledad."

    En Carora, existe también otra placita que no
    está íngrima, sino yerma, pelada, sin un solo
    árbol que brinde protección y cobijo al
    viandante. Árida, desértica, desolada, es una
    placita a vivo sol; pueblerina y contradictoria, llena de
    cascajos, la reducida explanada es conocida,
    paradójicamente, como la placita Riera Aguinagalde,
    consagrado el cívico
    espacio urbano al consistente y arrojado Padre Zubillaga.
    Francisco, prolijo en detalles como es costumbre de su pluma,
    explica, riguroso, la trama de la efigie en la placita, para
    que sepamos, con propiedad, la razón de por qué
    la plazoleta Riera está regida por un Zubillaga. En
    fin, oigamos al narrador: "en la Placita Riera Aguinagalde
    (…) los chivos le pasan la lengua al Padre Zubillaga a
    ver si tiene una blandura por donde meterle el diente, porque
    chivo es chivo y no tiene asco, se come cuanto sea blandito,
    las tunas, los cujíes, los cotoperices, los mamones,
    los cardones de la calle Torres, las cajas de madera de
    la pulpería de Che Torres, el papel sucio de la plaza
    donde el Padre Zubillaga aguanta sol y agua sin ponerse
    negro, pero el padre Zubillaga no es blando, es muy duro, es
    hombre como de acero,
    dice Don Chío, mamá, que lo aguantó todo
    menos que le saliera el tigre, porque imagínese
    mamá, el Padre Zubillaga estaba predicando en San
    Antonio, en frente, pues, en el Hospicio de San Antonio, pero
    en la capilla y hablaba contra los ricos de Carora,
    mamá, y por eso le salió un tigre, un tigre de
    verdad, un tigre de verdad verdad, como el de los circos,
    como el del Circo Razzore, mamá, el de mi tío
    Foncho, y el tigre no se sabía de dónde
    salió porque no había circo en Carora ese
    día, sino chivos, en la placita Riera Aguinagalde, y
    el tigre se le fue encima al Padre Zubillaga y el Padre
    Zubillaga gritó, un tigre, un tigre, un tigre, y
    salió corriendo con las ropas de decir misa, por toda
    la capilla, el tigre detrás del Padre Zubillaga que lo
    tocaba con los dientotes, le rompió la sotana de un
    manotón, mamá, pero no lo alcanzó,
    porque el Padre Zubillaga era un cipotón de hombre,
    duro como el hierro, dice Don Chío, y se
    encaramó de un brinco, antes que el tigre, en el
    campanario y desde el campanario de la capilla de San
    Antonio, que es más alto que una mapora saltó
    de un solo salto, antes que el tigre, y del salto fue a dar
    al centro de la Plaza Riera Aguinagalde y se convirtió
    en estatua no pueden comer las cabras ni los cabrones,
    mamá, de puro duro que es el Padre Zubillaga." He
    aquí pues la explicación de estatua y
    plaza.

    Ninguna plaza ni placita de la ciudad, incluyendo la
    Torres que está situada en la esquina donde por
    venganza del Diablo de Carora no se construyó el
    celebrado y previsto convento, lo que queda es precaria
    ruina, tiene la energía, el espíritu, el
    poder de
    convocatoria, de la Corpahuaico, inexistente y desconocida en
    los planos oficiales de Carora, pero verdadera y legal en la
    emoción de Francisco y sus compinches. La
    democrática, igualitaria, festiva y evocada placita de
    Corpahuaico, "que no es plaza ni es nada, sino un pedazo de
    tierra con árboles, se reúnen, pues, los
    muchachos blancos de la Escuela Teófilo Carrasco y los
    muchachos café con leche de la Escuela Egidio
    Montesinos, que es la escuela
    pública (…) aquí en la placita, se
    lleva a cabo la asamblea democrática de los muchachos
    de las dos escuelas para varones de la ciudad. Aceptan de
    manera espontánea, en la asamblea de muchachos de
    escuela a todos los demás muchachos que se acercan
    (…) ya vengan del Trasandino (…) ya vengan de
    Pueblo Nuevo". No se excluye ni discrimina a nadie salvo por
    razones de sexo, porque solamente los varones de las dos
    escuelas se sientan a esperar a los otros machos de los otros
    senderos de la ciudad, "en el suelo, debajo de los
    árboles que son dos almendrones, un dividive y cuatro
    cujíes, llenan la placita con su sombras, oscura
    sombra en cuanto caen las seis de la tarde, mientras crecen
    las voces, las cuchufletas, allá viene el tapajoyos,
    alza la voz el negro Miano como si quisiera insultar a Oscar
    Oviedo que también llega en ese momento y responde la
    agresión, con voz más alta todavía, le
    tapas el joyo a tu mama, gran carajo, como si fuera la hora
    de empezar el pleito en la asamblea democrática de la
    placita Corpahuaico. Pero no es hora
    todavía."

    Juegan los adolescentes – los niños adultos,
    los venerables imberbes – a ser más ellos en sus
    infructíferas peleas atardecidas, combates al caer del
    ocaso, caimaneras crepusculares, vespertinas iguaneras, en
    fin, palios caroreños. Juegan indolentes los mozos,
    inadvertidos, irresponsables, a inocentemente golpearla a
    ella, la altiva, la apoltronada en sus alturas, esa
    encrespada entidad mimética, camaleónica,
    cambiante, adaptable, que sorda quisiera ser para no aguzar
    sus oídos, escuchar los silbidos de la muerte, el
    llamado del más allá; silban y silban,
    convocándola a su propia expiración,
    sacándola de su verde escondite allá arriba en
    la copa más alta de yabos y almendrones: "Allá
    vienen en griterío, hacia la playa, las grandes risas,
    los zancos que son saltos, vienen de todas las escuelas, a
    hacerle guerra a
    las aguas. Y cuando vean mis habitaciones verdes y moradas,
    entonces ocurrirá, todos harán silencio y
    comenzará el irresistible canto. Ellos sí lo
    saben. Silban y yo tengo que asomar mi encrespada cabeza.
    Adiós peroles, hoy no tenemos que silbar. Ahí
    está la iguana, desmayada debajo del yabo. Si se ha
    muerto sola puede estar envenenada."

    Juegan con la vida y, en especial con la muerte,
    Francisco y sus compinches de Carora: el Negro Miano, Oscar
    Oviedo, El Mesie y Fumanchú Lameda, el más
    extravagante y cruel de todos. Matan a los pichones y a los
    mamones si es que matar un mamón es posible:
    "Fumanchú se encarama en el primer mamón,
    arranca los racimos de mamones con rama, se deja caer al
    suelo con los brazos del árbol, para romperlos, de tal
    manera que la mata de mamón se queda sin mamones y sin
    ramas. Pero Fumanchú es además experto en
    ahogar pichones (…) las palomas caseras crían
    sus pichones dándoles de comer de boca a boca, de pico
    a pico, hasta cuando están listos para abandonar sus
    nidos, cuando ya los pichones están papujúos,
    gorditos pues, listos para que Fumanchú y El Topo se
    vayan a La Paduana a cazar pichones que es una caza facilita,
    divertida, no hay más que agarrar a los pichones
    mansitos en sus nidos. Comienza la fiesta de los pichones,
    blanditos en la mano los pajaritos. El Topo y sobre todo
    Fumanchú le aprieta las narices, con los dedos pulgar
    e índice de la mano izquierda, porque Fumanchú
    es zurdo, a ver quién mata primero al primer
    pichón sólo por asfixia, se queda muerto el
    pichón colgado del pico entre los dedos, a ver
    quién mata cien pichones primero, los dos expertos
    cazadores de la asamblea de muchachos contarán la
    hazaña en la placita Corpahuaico, en la Plaza
    Bolívar y en el pozón de
    Chicorías."

    Francisco caza lagartijas porque le tiene grima a
    matar un pichón con los dedos; a lo que no le tuvo
    grima ni miedo el miembro de la asamblea de la placita y de
    la Plaza y del pozo fue a visitar, adrede y encompinchado, el
    cementerio para profanar una tumba ancestral. Los hechos
    acaecieron así, a tenor de lo confesado por el
    escritor en tardía esquela a su señora madre en
    Cuicas. "Pues lo que ocurrió fue que Don Tita Franco
    nos puso una composición sobre El Cuerpo
    Humano para que escribiera cada quien en su cuaderno de
    anatomía (…) Entonces Cheluis,
    Nenel, Ique, Nacho, Joel, Chalo, Mayote y yo decidimos ver de
    cerca el sistema
    óseo, por lo que nos acordamos de los muertos que
    están enterrados y solitos los pobres, en el
    Cementerio Viejo, pensábamos que tal vez
    teníamos suerte y encontrábamos los huesos de
    un muerto bien viejo, como Don Juan de Salamanca, o Pedro
    León Torres, o algo así, también
    podían ser los huesos de los muertos que mató
    el diablo cuando se soltó, lo cual podía servir
    para constatar que las puñaladas eran con puñal
    de candela. Cuando llegamos en trulla al Cementerio, por la
    tardecita, después de clase, saltamos las tapias
    porque son bajitas, aunque ya no hay portón en el
    cementerio y si uno se va por detrás de las cruces sin
    nombre entra facilito, pero entonces no era emocionante como
    saltar las tapias que cuando brincamos ya nos habíamos
    tapado la cara con el pañuelo como los bandidos del
    oeste cuando van a matar indios o robarse un banco donde
    los godos yanquis guardan la plata. Pero no encontramos
    ningún muerto como Juan de Salamanca, ni a Pedro
    León Torres, sólo las tumbas cerradas contra la
    pared que aún quedan en pie, aunque casi todas se han
    caído. Entonces, entre todos, con la cara vendada,
    abrimos un túmulo que decía Doña Julia
    Álvarez Álvarez de Álvarez y cuando
    abrimos la tumba Doña Julia estaba enterita, menos la
    pierna derecha, porque era coja Doña Julia. Cada quien
    cogió el hueso que mejor se conocía, yo por
    ejemplo me quedé con la cabeza porque yo me conozco
    todos los huesos del cráneo, Cheluis se llevó
    la pata mocha, es decir, el fémur derecho; pero
    algunos huesos sobraron, los pusimos otra vez en la urna de
    palo de vera y la regresamos al hueco donde Doña Julia
    se había pasado como cien años de muerta. En
    Carora se formó un gran escándalo y andan
    diciendo que el diablo anda suelto otra vez haciendo
    diabluras."

    Donde sí no hizo Francisco travesuras
    memorables, rubieras ilustres, barrabasadas célebres,
    fue en Cuicas, allá en el pueblo de su más
    temprana y tierna infancia, el escritor jugaba con otros
    compinches, con otra cuerda de muchachos que también
    era muy grande pero menos traviesa, entre ellos Francisco
    recuerda a "los tres Carrasco, Pedro, Ángel y Claudio,
    y los Rodríguez y alguno de Campo Lindo, aunque en
    Campo Lindo quien tiene cuerda es el hermano de Francisco,
    con los muchachos grandes que ya usan revólver y
    navaja."

    No sólo de varones era la cuerda de amiguitos
    de Francisco en Cuicas, a los niños con pipí,
    había que sumar también a las hembras con
    totona, con las que el escritor estudiaba y de lejos se
    enamoraba ya de pequeño, porque sepa UD que en
    enamoramientos también ha sido maestro el maestro
    Morón: "conversé en la puerta de la escuela con
    Carmen Alicia y con Carmen Oliva la Niña Negra y la
    Niña Blanca (…) me dan ganas de pedirles un
    beso como en las películas, paro no me
    atrevo, huyó la voz garganta abajo, hacia la boca del
    estómago y tuve que guapear para no desmayarme, las
    dos me saludaron como si fuéramos amigos, pues aunque
    las he visto muchas veces en sus casas, en Carora es muy
    difícil tener amigas para jugar; no es como en Cuicas,
    en las vacaciones jugamos lotería, jugamos la
    candelita, jugamos a los bandidos, todos juntos, con las
    muchachas también."

    Quien sí fue el compinche por antonomasia, el
    preferido del escritor Guillermo que ahora se llama
    también Francisco, en honor y memoria de su hermanazo
    del alma.
    Francisco Arroyo, el "gran mano Pancho Arroyo que sabe
    más que un libro y tiene por dentro un sentimiento muy
    bueno, ama a su mamá Verdiana Arroyo y quiere
    más que el carrizo a ese pendejo de Francisco, medio
    caroreño y medio cuiqueño (…) Francisco
    Arroyo habla maracucho, porque estudia en el Zulia, donde
    vive por temporadas su mamá Verdiana Arroyo, la mujer
    más linda de este pueblo de Cuicas, Francisco Arroyo
    es amigo de Francisco, curruñas más bien, pasan
    todas las vacaciones juntos, en la plaza conversan de vos y
    tú, de un libro peligrosísimo del escritor
    llamado Vargas Vila o Vargas Llosa, que escribe sobre mujeres
    desnudas, sobre borracheras, sobre la revolución que es una mala palabra muy
    grande y otras peligrosidades (…) Francisco Arroyo no
    se alarma, no se exalta, permanece con su parada
    característica en la Plaza Bolívar de Cuicas;
    Pancho Arroyo no se echó los pantalones en un Colegio
    de Trinidad, a donde lo mandó su mamá Verdiana
    Arroyo para que estudiara inglés desde chiquito y desde chiquito
    usa pantalones largos como los muchachos de Caracas que no
    tienen necesidad de llegar a hombres con el sexto grado, sino
    que siguen siendo niños con pantalones largos de puro
    patiquines y mariconzones que son, mano Pancho Arroyo es al
    revés, es hombre de verdad desde chiquito porque ha
    viajado mucho, sabe inglés, bebe con los grandes, se
    ha leído los libros prohibidos, por eso se para
    así, retrecheramente, con el dedo pulgar en la correa,
    el zapato izquierdo bien limpio delante, sacado el pecho, la
    boca con sonrisa de bandido en las películas, el
    cigarrillo Lucky Strike entre el dedo índice y el dedo
    corazón de la mano izquierda."

    Con ese mismo Mano Pancho, Guillermo, ahora
    Francisco de nombre como su hermano Arroyo, de afectiva e
    indeclinable adopción, sostuvo una breve e
    interrumpida disputa acerca del comunismo
    y la pobreza – "de
    allí vengo yo también de ese costado herido de
    la pobreza" – , en ocasión de preguntarle a su
    curruña del alma si el escritor Gallegos Mancera era
    familia del
    otro escritor Gallegos, Rómulo, a lo que Mano Pancho
    respondió, para sorpresa del compinche Guillermo que
    efectivamente era escritor: y además informó:
    "es camarada mío, es comunista como yo, y qué
    es eso mano Pancho, pues qué va a ser, la
    fórmula para construir un nuevo pueblo donde no haya
    curas, ni hacendados, ni ricos; entonces, pregunta Francisco,
    todos vamos a ser pobres siempre; qué pasa con la
    pobreza, nosotros somos pobres a mucha honra, levanta la voz
    reivindicadora, con ansias de discurso,
    mano Pancho Arroyo; pero Francisco lo ataja, está
    bien, está bien entonces nos quedaremos pobres toda la
    vida, entonces para qué vamos a estudiar ni a
    trabajar, ni a ser hombres, no chico, yo no quiero que mi
    mamá siga pobre hasta la muerte, yo como que no te voy
    a acompañar en eso mano Pancho, se abrazaron los dos
    amigos, mano Pancho le dijo a Francisco, adiós
    hermano, no me olvides; Francisco le dijo a mano Pancho, no
    me olvides tú, mañana me voy para
    Caracas."

  2. La Plaza, las
    placitas y los compinches

Partes: 1, 2, 3, 4
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