- El caserío y la villa:
gentilicios estrictos - La maestra
ejemplar - La Plaza,
las placitas y los compinches - La
Iglesia, los curas y otras autoridades - Un
río enardecido - El gallo
seductor y las mujeres seducidas - Otros
animales de la comarca
Introducción
Pero no se trata de la historia de la muerte,
sino de la empedernida memoria de la
vida, una vida sin subidas ni bajadas,
más bien en llano, y al pasitrote eso
sí, son las metáforas que tengo iguales a la memoria,
aunque la mayor parte del tiempo
el
automóvil y el avión han sido los
vehículos que han llevado y traído a Francisco por
el mundo, es como si anduviera a pie,
en su burro chueco de la infancia y en
los caballitos sin maña de la hacienda La Pastora. La
memoria restituye las imágenes.
Guillermo Morón
En estos tiempos posmodernos de posadas escuetas, de
turismo de
aventura, de reivindicación de lo natural y sin afeites,
donde lo rural se vuelve maravilla alejada de la urbana
cotidianidad, esta saga de Carora, de Cuicas, de sí mismo,
que Guillermo Morón ofrece en cinco de sus libros de
ficción: El gallo de las espuelas de oro, Historias
de Francisco y otras maravillas, Los hechos de Zacarías,
Ciertos animales criollos
y El catálogo de las mujeres, adquiere nueva
relevancia y permanente vigencia.
Este libro
está amistosamente concebido desde y con el
escritor. Esperamos que nuestro ensayo ofrezca
al lector derroteros precisos, pistas creíbles, claves
fidedignas, sobre los temas y motivaciones del autor, y pueda
convertirse en modesto elucidario que posibilite disfrutar mejor
del mundo real e imaginario de uno de los mejores escritores de
Hispanoamérica: Guillermo Morón.
Enrique Viloria Vera
El caserío y
la villa: gentilicios estrictos
"Se fundó este pueblo de Cuicas en una
hondonada llamada Cambullón, donde ahora don Marco Mario
tiene un mal
trapiche, de esos que sirven para hacer panela,
melcocha y melao."
Historia de este pueblo de
Cuicas
Esta ciudad de Carora toca al oriente, por donde nace
el sol, en el
preciso lugar donde se encuentra el sitio
denominado
El Yabito, porque de antiguo ha crecido allí
un árbol de Yabo, un árbol ceniciento, macilento,
de hojas pequeñas
comestibles para los rebaños de cabras que
existen en estas comarcas carorenses.
Todos, a la larga, venimos del caserío, de la
puebla, de la aldea, de la villa, de ese lugar remoto y muchas
veces ignorado que nos da indudable sentido de pertenencia para
erigirse en definitivo bastión de identidad.
Guillermo Morón no es la excepción: líneas y
sílabas, párrafos y hojas, innumerables folios,
memoriosos libros, enjundiosas obras, apretados volúmenes,
tienen como protagonista fundamental tanto al pueblo que le dio
recónditas raíces al historiador como a la
pequeña villa que le otorgó precoces espuelas al
narrador: "tú eres español
verdad, no señorita, yo soy de Carora y de
Cuicas."
Cuicas y Carora, uno y otra, el caserío
originario y la villa iniciadora, entremezclados en el recuerdo
de quien concibe que la memoria es un ejercicio vital, un
antídoto contra el olvido – "el
pueblo está en su sitio; el sitio del pueblo es la
memoria" – se superponen a la piel de
Francisco, el solidario heterónimo de nuestro niño
volador y saltarín que sobrevoló y deambuló
por Carora a sus anchas, y nadó a su pesar en los
Saucitos, firmemente protegido por la mirada amorosa y el consejo
certero de una madre – bronce sempiterno – que
todavía lo vigila desde el verde cobijo de un amoroso
cemeruco: "por eso estaba yo seguro de su
presencia, en el corredor de la casa (…) Entonces, como yo
sentía sus pasos, me puse los calzones, le hice silencio
al cuerpo, asomé la cabeza con cuidado. Primero
miré a la derecha y divisé el canjilón hasta
la pared fronteriza del patio, donde hacía su sombra el
cují. Después miré para la izquierda, rumbo
a la sala con sofá de esterilla. Y me encontré con
sus ojos, quietos de la pura pesadumbre (…) Y usted
está allí, tres veces siempre, con la cara como el
mar en calma."
Porque de Cuicas – "pueblo sin destino" – se viene y
difícilmente se regresa, a menos que sea con la
imaginación, siempre más generosa que el recuerdo
mismo. Para la pequeña y gran historia propia y ajena del
caserío habría que enrumbarse hacia la lejana
Sevilla, consultar los vetustos documentos del
Archivo de Indias, para, fisgón, entrometido y con
el tapaboca de rigor, contemplar sus hispanos antecedentes en un
viejo mapa de la Colonia donde "está dibujado un conjunto
de casitas amarillas, rojas y verdes, con la silueta de la
iglesia
chiquita marcada de negro en la cruz más alta; debajo de
las casitas encaramadas en un risco, está escrito en buena
letra "este pueblo de Cuicas", solitario está en el mapa,
donde se señalan las corrientes de agua
"río Torondoy", las montañas cerradas "sierra de
Mucubají", los grupos de indios
desnudos "los Tostós", y otras señales
propias de un documento de esta cartográfica naturaleza."
A lomo de una remembranza viva y militante, el escritor
regresa encanecido al poblado de sus ancestrales afectos para,
después de largos y desolados siglos de no pasa nada,
todo siempre igual, la misma vaina: "porque el pueblo ya
está fundado y ahora la gente vive aquí como si
siempre hubiera estado",
evitar a toda letra que el cómodo olvido se convierta en
eficaz aliado del polvo inclemente, de la devastadora humedad,
del tiempo depredador. Vuelve Francisco decidido entonces a
preservar a Cuicas de la indiferencia, que también es
sinónimo de muerte, porque
no es nueva la tentación de imaginar al poblado reducido a
escombros físicos y espirituales: "¡Pensá vos
en lo remoto y abinicio deste pueblo que lo mejor sería
echarle kerosene en El Vigía, en la Joya y en la Plaza
para que se queme todo con un solo fósforo y una sola
quemazón!"
Acompaña el novelista al jinete fundador del
villorrio, don Hermógenes Espinosa, para volver
enternecido al terruño originario a quitarle linderos a lo
antes visto y ahora evocado. Juntos, acompañados del
inseparable Francisco, recorren el "sombrerudo y empolainado"
poblado de un extremo al otro; las vívidas palabras del
retornado ocultan el retumbar de los cascos del caballo del
Fundador sobre el ancestral empedrado; remedando a Agapita, la
hija de la india Josefa,
Guillermo comunica categórico y sin remilgos: "Yo conozco
a Cuicas". Y de ese conocimiento
cabal y agradecido van quedando para la historia del pueblo y de
sus moradores, páginas y más páginas
repletas de infantiles evocaciones, que se suman gozosas a los
pliegos escritos, tiempo ha, por el maestro Eulogio Carrasco,
esos que todavía reposan, en espera de alguna llave
maestra, "en un baúl con cerradura, sin barnizar, sin
forro, sólo labrada la madera de
cedro."
Rechaza el escritor, aunque muchas veces inevitablemente
la recuerda, la expresión identificadora y asociada con su
original caserío como muerto para Cuicas, "que no
es frase huera, ni dicho sin sentido, sino sabiduría
popular; como muerto para Cuicas expresa toda la historia de
estos contornos, pues la vida empieza en cualquier parte,
paro
sólo termina con el bojote, en urna o en cama de palos,
envoltorio de sábanas y hojas de guaje, en los canjilones
donde está el cementerio."
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