Moctezuma guardó silencio y se quedó
pensativo, hundido en su gran trono de alabastro y esmeraldas;
entonces los cuatro sacerdotes volvieron a doblar los pasmosos
códices y se retiraron también en silencio, para ir
a depositar de nuevo en los archivos
imperiales, aquello que dejaron escrito los más sabios y
más viejos.
Por eso desde los tiempos de Chimalpopoca,
Itzcoatl, Moctezuma, Ilhuicamina, Axayácatl, Tizoc y
Ahuizotl, el fantasmal augur vagaba por entre los lagos y templos
del Anáhuac, pregonando lo que iba a ocurrir a la entonces
raza poderosa y avasalladora.
Al llegar los españoles e iniciada la conquista,
según cuentan los cronistas de la época, una
mujer igualmente
vestida de blanco y con las negras crines de su pelo tremolando
al viento de la noche, aparecía por el Sudoeste de la
Capital de la
Nueva España y
tomando rumbo hacia el Oriente, cruzaba calles y plazuelas como
al impulso del viento, deteniéndose ante las cruces,
templos y cementerios y las imágenes
iluminadas por lámparas votivas en pétreas
ornacinas, para lanzar ese grito lastimero que hería el
alma.
—–Aaaaaaaay mis hijos…….Aaaaaaay
aaaaaaay!—-
El lamento se repetía tantas veces como horas
tenía la noche la madrugada en que la dama de vestiduras
vaporosas jugueteando al viento, se detenía en la Plaza
Mayor y mirando hacia la Catedral musitaba una larga y doliente
oración, para volver a levantarse, lanzar de nuevo su
lamento y desaparecer sobre el lago, que entonces llegaba hasta
las goteras de la Ciudad y cerca de la traza.
Jamás hubo valiente que osara
interrrogarla.
Todos convinieron en que se trataba de un fantasma
errabundo que penaba por un desdichado amor,
bifurcando en mil historias los motivos de esta aparición
que se transplantó a la época colonial.
Los románticos dijeron que era una pobre mujer
engañada, otros que una amante abandonada con hijos, hubo
que bordaron la consabida trama de un noble que engaña y
que abandona a una hermosa mujer sin linaje.
Lo cierto es que desde entonces se le bautizó
como "La llorona", debido al desgarrador lamento que lanzaba por
las calles de la Capital de Nueva España y que por muchos
lustros constituyó el más grande temor callejero,
pues toda la gente evitaba salir de su casa y menos recorrer las
penumbrosas callejas coloniales cuando ya se había dado el
toque de queda.
Muchos timoratos se quedaron locos y jamás
olvidaron la horrible visión de "La llorona" hombres y
mujeres "se iban de las aguas" y cientos y cientos enfermaron de
espanto.
Poco a poco y al paso de los años, la leyende de
La Llorona, rebautizada con otros nombres, según la
región en donde se aseguraba que era vista, fue tomando
otras nacionalidades y su presencia se detectó en el Sur
de nuestra insólita América
en donde se asegura que todavía aparece fantasmal,
enfundada en su traje vaporoso, lanzando al aire su
terrífico alarido, vadeando ríos, cruzando arroyos,
subiendo colinas y vagando por cimas y
montañas.
La calle del
niño perdido
Leyenda Mexicana de la Época
Colonial
Enrique de Verona logró gran prestigio y fortuna
como escultor por las obras de arte realizadas
en la catedral de Toledo, en España. Como era mucha su
fama fue contratado por el virrey Don Francisco Hernández
de la Cueva para realizar el altar de reyes en la catedral de
México.
También en la nueva España ganó honra y
dinero; Verona
que en su tierra
había dejado esperando a una guapa gaditana, quien todos
los días iba a ver que barcos llegaban.
Se disponía a volver a España para enlazar su vida
con la mujer que
amaba, cuando he aquí que a la víspera de su viaje,
a dar vuelta a una esquina tropezó con una dama a quien se
le cayó el pañuelo.
El joven Verona por su natural, cortesía se acercó
a levantarlo y se lo entregó a la doncella, la cual se
puso encendida como una amapola, fijó sus ojos
castaños en los de Verona y con una voz que a éste
le sonó como música le dijo con
tono suave:
−Gracias caballero.
Fueron solo dos palabras, pero esas dos palabras, aquella mirada
y la belleza de la dama, produjeron en Verona más efecto
del que pudo de pronto comprender.
Se quedó parado en la esquina viendo alejarse a la
doncella y aquel gracias caballero se lo repetía él
mismo una y otra vez.
Hasta entonces se acordó el olvidadizo artista de todas
las cosas que le faltaban arreglar para su viaje del día
siguiente. De pronto le pareció una falta imperdonable no
despedirse de un amigo al que nunca le había hecho el
menor caso; el no dejar recomendado a un gatito que tenía,
para que no le hiciera falta comida.
Lo que Verona quería era disculparse y con mil pretextos,
el cambio que
acabara de experimentar en su corazón;
quería a toda costa demorarse y dejar esperando a la
gaditana.
Pronto se conocieron Verona y Estela Fuensalida, que tal era el
nombre de la doncella que también tuvo que dejar plantado
a su prometido, un viejo platero llamado Don Tristán de
Valladeres.
La gaditana se quedó espera y espera, pero Valladeres,
lleno de rabia, de celos y de despecho, juró vengarse en
la primera oportunidad.
Pasó un año, Estela tenía un hermoso
niño y todo parecía estar en paz, hasta que una
noche fría del mes de Diciembre de 1665 llegó
Tristán de Valladeres sigilosamente a la casa de Estela y
entró por la barda de atrás y prendió fuego
a un pajar.
Al momento se lanzaron llamaradas y cuando Estela y su esposo
despertados aturdidos, se encontraron en medio de humo y
llamas.
Todo fue confusión en la casa, los criados corrían
de un lado a otro, despavoridos tratando de salvar sus vidas.
Estela cayó desmayada en la habitación y los
vecinos que habían acudido, apagaban todos el fuego y
salvaron a Estela. Cuando esta se repuso y ya en la calle libre
de las llamas, reflexionó que se hallaba sin su esposo y
sin su hijo, los dos seres más amados de su
corazón, una angustia indescriptible se apoderó de
ella y arrodillada en el suelo gritaba
llamando a su marido.
Al momento llegó el esposo, pero sin el pequeño,
entonces el dolor de ambos no tuvo límite, Estela se
arrojó entre las llamas para entrar por su hijo a la casa
y Verona se lo iba a impedir cuando se escuchó el llanto
de un niño y vieron a un hombre que
trataba de esconderlo, entonces Verona y otros se precipitaron
sobre él quitándole el niño que llevaba en
brazos.
El niño era el hijo de Estela y el hombre
vengativo Tristán.
La gente que había visto llorar a Estela por su hijo desde
entonces se llamó la calle El Niño
Perdido.
La Leyenda de los
Volcanes
(México)
Las huestes del Imperio azteca regresaban de la guerra.
Pero no sonaban ni los teponaxtles ni las
caracolas, ni el huéhuetl hacía rebotar sus
percusiones en las calles y en los templos.
Tampoco las chirimías esparcían su
aflautado tono en el vasto valle del Anáhuac y sobre el
verdiazul espejeante de los cinco lagos (Chalco, Xochimilco,
Texcoco, Ecatepec y Tzompanco) se reflejaba un menguado
ejército en derrota. El caballero águila, el
caballero tigre y el que se decía capitán coyote
traían sus rodelas rotas y los penachos destrozados y las
ropas tremolando al viento en jirones ensangrentados.
Allá en los cúes y en las fortalezas
de paso estaban apagados los braseros y vacíos de
tlecáxitl que era el sahumerio ceremonial, los enormes
pebeteros de barro con la horrible figura de Texcatlipoca el dios
cojo de la guerra. Los estandares recogidos y el consejo de los
Yopica que eran los viejos y sabios maestros del arte de la
estrategia,
aguardaban ansiosos la llegada de los guerreros para oír
de sus propios labios la explicación de su vergonzosa
derrota.
Hacía largo tiempo que un
grande y bien armando contingente de guerreros aztecas
había salido en son de conquista a las tierras del Sur,
allá en donde moraban los Ulmecas, los Xicalanca, los
Zapotecas y los Vixtotis a quienes era preciso ungir al ya enorme
señorío del Anáhuac. Dos ciclos lunares
habían transcurrido y se pensaba ya en un asentamiento de
conquista, sin embargo ahora regresaban los guerreros abatidos y
llenos de vergüenza.
Durante dos lunas habían luchado con
denuedo, sin dar ni pedir tregua alguna, pero a pesar de su
valiente lucha y sus conocimientos de guerra aprendidos en el
Calmecac, que era así llamada la Academia de la Guerra,
volvían diezmados, con las mazas rotas, las macanas
desdentadas, maltrechos los escudos aunque ensangrentados con la
sangre de sus
enemigos.
Venía al frente de esta hueste triste y
desencantada, un guerrero azteca que a pesar de las desgarraduras
de sus ropas y del revuelto penacho de plumas multicolores,
conservaba su gallardía, su altivez y el orgullo de su
estirpe.
Ocultaban los hombres sus rostros embijados y las mujeres
lloraban y corrían a esconder a sus hijos para que no
fueran testigos de aque retorno deshonroso.
Sólo una mujer no lloraba, atónita
miraba con asombro al bizarro guerrero azteca que con su talante
altivo y ojo sereno quería demostrar que había
luchado y perdido en buena lid contra un abrumador número
de hombres de las razas del Sur.
La mujer palideció y su rostro se
tornó blanco como el lirio de los lagos, al sentir la
mirada del guerrero azteca que clavó en ella sus ojos
vivaces, oscuros. Y Xochiquétzal, que así se
llamaba la mujer y que quiere decir hermosa flor, sintió
que se marchitaba de improviso, porque aquel guerrero azteca era
su amado y le había jurado amor eterno.
Se revolvió furiosa Xichoquétzal
para ver con odio profundo al tlaxcalteca que la había
hecho su esposa una semana antes, jurándole y
llenándola de engaños diciéndole que el
guerrero azteca, su dulce amado, había caído muerto
en la guerra contra los zapotecas.
–¡Me has mentido, hombre vil y más
ponzoñoso que el mismo Tzompetlácatl, – que
así se llama el escorpión-; me has engañado
para poder casarte
conmigo. Pero yo no te amo porque siempre lo he amado a él
y él ha regresado y seguiré amándolo para
simpre!
Xochiquétzal lanzó mil denuestos
contra el falaz tlaxcalteca y levantando la orla de su huipil
echó a correr por la llanura, gimiendo su intensa
desventura de amor.
Su grácil figura se reflejaba sobre las
irisadas superficies de las aguas del gran lago de Texcoco,
cuando el guerrero azteca se volvió para mirarla. Y la vio
correr seguida del marido y pudo comprobar que ella huía
despavorida. Entonces apretó con furia el puño de
la macana y separándose de las filas de guerreros
humillados se lanzó en seguimiento de los dos.
Pocos pasos separaban ya a la hermosa
Xochiquétzal del marido despreciable cuando les dio
alcance el guerrero azteca.
No hubo ningún intercambio de palabras
porque toda palabra y razón sobraba allí. El
tlaxcalteca extrajo el venablo que ocultaba bajo la tilma y el
azteca esgrimió su macana dentada, incrustada de dientes
de jaguar y de Coyámetl que así se llamaba al
jabalí.
Chocaron el amor y la
mentira.
El venablo con erizada punta de pedernal buscaba
el pecho del guerrero y el azteca mandaba furioso golpes de
macana en dirección del cráneo de quien le
había robado a su amada haciendo uso de arteras
engañifas.
Y así se fueron yendo, alejándose
del valle, cruzando en la más ruda pelea entre lagunas
donde saltaban los ajolotes y las xochócatl que son las
ranitas verdes de las orillas limosas.
Mucho tiempo duró aquél
duelo.
El tlaxcalteca defendiendo a su mujer y a su
mentira.
El azteca el amor de la mujer a quien amaba y por quien
tuvo arrestros para regresar vivo al Anáhuac.
Al fin, ya casi al atardecer, el azteca pudo herir
de muerte al
tlaxcalteca quien huyó hacia su país, hacia su
tierra tal vez en busca de ayuda para vengarse del
azteca.
El vencedor por el amor y la verdad regresó
buscando a su amada Xochiquétzal.
Y la encontró tendida para siempre, muerta
a la mitad del valle, porque una mujer que amó como ella
no podía vivir soportando la pena y la vergüenza de
haber sido de otro hombre, cuando en realidad amaba al
dueño de su ser y le había jurado fidelidad
eterna.
El guerrero azteca se arrodilló a su lado y
lloró con los ojos y con el alma. Y cortó
maravillas y flores de xoxocotzin con las cuales cubrió el
cuerpo inanimado de la hermosa Xochiquétzal. Corono sus
sienes con las fragantes flores de Yoloxóchitl que es la
flor del corazón y trajo un incensario en donde
quemó copal. Llegó el zenzontle también
llamado Zenzontletole, porque imita las voces de otros pajarillos
y quiere decir 400 trinos, pues cuatrocientos tonos de cantos
dulces lanza esta avecilla.
Por el cielo en nubarrones cruzó
Tlahuelpoch, que es el mensajero de la
muerte.
Y cuenta la leyenda que en un momento dado se
estremeció la tierra y el
relámpago atronó el espacio y ocurrió un
cataclismo del que no hablaban las tradiciones orales de los
Tlachiques que son los viejos sabios y adivinos, ni los tlacuilos
habían inscrito en sus pasmosos códices. Todo
tembló y se anubló la tierra y cayeron piedras de
fuego sobre los cinco lagos, el cielo se hizo tenebroso y las
gentes del Anáhuac se llenaron de pavura.
Al amanecer estaban allí, donde antes era
valle, dos montañas nevadas, una que tenía la forma
inconfundible de una mujer recostada sobre un túmulo de
flores blancas y otra alta y elevada adoptando la figura de un
guerrero azteca arrodillado junto a los pies nevados de una
impresionante escultura de hielo.
Las flores de las alturas que llamaban
Tepexóchitl por crecer en las montañas y entre los
pinares, junto con el aljófar mañanero, cubrieron
de blanco sudario las faldas de la muerta y pusieron alba blancura
de nieve hermosa en sus senos y en sus muslos y la cubrieron toda
de armiño.
Desde entonces, esos dos volcanes que hoy vigilan
el hermoso valle del Anáhuac, tuvieron por nombres
Iztaccihuatl que quiere decir mujer dormida y Popocatepetl, que
se traduce por montaña que humea, ya que a veces suele
escapar humo del inmenso pebetero.
En cuanto al cobarde engañador tlaxcalteca,
según dice también esta leyenda, fue a morir
desorientado muy cerca de su tierra y también se hizo
montaña y se cubrió de nieve y le pusieron por
nombre Poyauteclat, que quiere decir Señor Crepuscular y
posteriormente Citlaltepetl o cerro de la estrella y que desde
allá lejos vigila el sueño eterno de los dos
amantes a quienes nunca podrá ya separar.
Eran los tiempos en que se adoraba al dios Coyote y al
Dios Colibrí y en el panteón azteca las
montañas eran dioses y recibían tributos de
flores y de cantos, porque de sus faldas escurre el agua que
vivifica y fertiliza los campos.
Durante muchos años y poco antes de la
conquista, las doncellas muertas en amores desdichados o por mal
de amor, eran sepultadas en las faldas de Iztaccihuatl, de
Xochiquétzal, la mujer que murió de pena y de amor
y que hoy yace convertida en nívea montaña de
perenne armiño.
Fuente: Leyendas
Mexicanas de antes y después de la Conquista
Carlos Franco Sodja
Edit. Edamex
Publicado en
Enviado por:
Alejandro Amaya
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