Disonancia y emancipación: comodidad en/de algunas estéticas musicales del siglo XX
- Emancipación de la
disonancia - La
otra emancipación de la disonancia - La otra
emancipación de la consonancia - Apéndice:
¿Emancipación de la realidad? - Bibliografía
En las siguientes páginas trataremos de analizar
uno de los rasgos comúnmente tenidos por
característicos de la modernidad
musical, la incomodidad en la recepción de algunas
creaciones musicales, que trataremos de formular mediante el
concepto de
disonancia. Partiendo del pensamiento de
autores representativos de esa modernidad, y contraponiendo su
perspectiva con la ofrecida por algunas teorizaciones de la
posmodernidad,
se intentará valorar la evolución de varias tendencias musicales de
finales del siglo XX y sus implicaciones estéticas e
ideológicas.
Es frecuente, entre los relatos de la Historia de la
Música occidental más acreditados, apreciar un
fenómeno clave en la evolución de este arte en los
inicios del pasado siglo. Nos referimos a la ruptura entre los
compositores y su público, el inicio de una
incomprensión sin precedentes, manifiesta en distintos
entornos musicales, que perduraría hasta nuestros
días. Desde Varèse hasta Charles Ives, de
Schönberg a Stravinsky, las primeras escuchas de las obras
fundacionales de la modernidad musical no resultaron
cómodas ni para el público ni para la crítica. Además, al menos en el caso
de Schönberg, las dificultades no sólo estaban
reservadas a los oyentes de sus obras:
La introducción de mi método de
composición de doce tonos no facilita la tarea de
componer. Al contrario, la hace más difícil. Los
principiantes de tendencias modernas creen con frecuencia que
deben intentarlo sin haber adquirido antes el bagaje
técnico necesario. Esto es un gran error. Las
restricciones impuestas a un compositor por la obligación
de utilizar sólo una serie en una composición son
tan rigurosas que únicamente puede superarlas una
imaginación que haya sobrevivido a un formidable
número de contingencias. No se da nada con este
método, y, en cambio, se
quita mucho.
Por supuesto, los compositores hasta ahora mencionados,
representando tendencias estéticas bien distintas entre
sí, no agotan la realidad musical de las primeras
décadas del siglo XX. Junto a ellos convivieron otros
autores que, padeciendo en mayor o menor medida problemas
similares, se encaminaron hacia veredas estéticas
más confortables. Es el caso, por ejemplo, de Ernst
Krenek, que abandonó la composición atonal para
introducir, en obras como las óperas Der Spring
über den Schatten o la exitosa Johny spielt auf,
elementos propios de músicas populares como el jazz o el
foxtrot. En su Autobiografía de 1948, Krenek
rememora las causas de este viraje estético:
"Llegué a la conclusión de que las
premisas en que hasta este momento se fundaba mi trabajo eran
insostenibles. Según mis nuevas perspectivas, la música debería
adaptarse a las necesidades generales de la comunidad para la
que había sido compuesta; debería ser útil,
agradable y práctica".
Buscando otros casos contrastantes con los de la primera
enumeración, y más próximos a conclusiones
como las que acabamos de leer –aunque difieran en la
argumentación que conduce, en cada caso, a ellas–,
encontramos figuras como las de Kurt Weill o Hanns Eisler. Ambos
trabajaron junto a Bertolt Brecht, el primero en obras como
Die Dreigroschenoper y Aufstieg und Fall der Stadt
Mahagonny (antes de exiliarse a los Estados Unidos,
donde cultivaría el musical), y Eisler –antiguo
discípulo de Schönberg– escribiendo
música para sus obras teatrales, que alternó con
sus composiciones para el cine. Los dos
articularon, de maneras bien distintas, una forma de expresar su
ideología marxista a través de la
música. Sus obras también debieron resultar
incómodas para algunos de sus oyentes (ya se ha mencionado
el exilio de Weill tras el ascenso del partido nazi), pero
seguramente en un sentido diferente del que tratamos al
principio.
El rechazo, por parte de estos autores, de un camino
semejante al expresado en la anterior cita de Schönberg,
debe interpretarse como una decisión estética, pero también
ideológica. Tomás Marco se ha referido a este punto
al señalar las diferencias entre ambos compositores:
"Weill se dirigía a una burguesía de izquierdas
capaz de seguirle en su transgresión de los valores
adquiridos; para Eisler, en cambio, era más importante el
aspecto educativo de las masas". Los dos fueron plenamente
conscientes de la trascendencia ideológica de sus opciones
estéticas. El propio Eisler, junto con Adorno,
escribió palabras como éstas:
"La contradicción entre el público
burgués y su música se convirtió en
enemistad mortal contra el experimento, contra todo lo que
siquiera de lejos pudiera ser sospechoso de ser "intelectual",
incluso contra todo aquello que fuese simplemente diferente. Los
señores del cine hicieron suyo el juicio emitido hace ya
tiempo por el
público y lo intensificaron mediante la autoridad
desmesurada e ignorante que les confería su aparato de
dominación".
Estas líneas, extraídas del libro El
cine y la música, se inscriben en una amplia
crítica estética a la utilización de la
música en las producciones cinematográficas de su
tiempo (crítica absolutamente vigente, por otro lado,
también en nuestros días). En ella, los autores
identifican los recursos propios
de ese estilo derivado del postromanticismo (combinado con
algunas dosis de música ligera), que usa el
leitmotiv, las melodías simples, la consonancia
generalizada, todo ello al servicio de
una música meramente ilustrativa, ajena a las
circunstancias históricas y geográficas de la
narración (salvo para incurrir en el pintoresquismo), y
basada en clichés compositivos e
interpretativos.
Una música, en definitiva, cómoda y
fácil, tanto para el oyente como para el compositor, y
radicalmente opuesta a aquella a la que nos referíamos en
las primeras líneas de este texto.
¿Cuáles serían, entonces, los rasgos de la
otra música? El propio Adorno intentó
capturar sus características esenciales:
"la idea de la nueva música se sitúa en
decidida oposición a todo lo afirmativo y positivamente
transfigurador, a todo lo que suponga un orden espiritual
necesario aquí y ahora. Está atravesada por el
dolor y la negatividad que el cliché asocia con el
romanticismo.
Que la nueva música abra la herida una y otra vez, en
lugar de afirmar lo existente, arrastra hacia sí el odio
encarnizado que la acusa de anticuada y superada precisamente por
sus momentos disonantes en sentido literal y figurado, es decir,
por lo más obviamente moderno de ella".
Al final de esta cita encontramos un uso del concepto de
"disonancia" que podría servir para identificar esos
rasgos que separan músicas como las de Varèse,
Charles Ives, Schönberg o Stravinsky (entre tantos otros),
de, por ejemplo, la música tradicionalmente vinculada al
cine, o manifestaciones populares (jazz, foxtrot, cabaret,
opereta…) como aquellas a las que acudían Krenek o
Weill. Se trata, claro está, de un uso figurado del
término, diferente de la acepción que relaciona la
disonancia con una mayor complejidad en la relación entre
las frecuencias fundamentales de dos sonidos. Pero, salvada esa
precisión, parece adecuado emplear el concepto de
"disonancia" para caracterizar la nueva música tal y como
la define Adorno en el pasaje anterior, que, por cierto, termina
definiendo lo disonante como "lo más obviamente moderno"
de esta música.
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