Pero estas polémicas no cesaron con la muerte
de Marx y la
desaparición de la I Internacional, ellas continuaron
a lo largo de los años en los cuales Engels
sobrevivió a Marx y existió la II
Internacional, hasta que ésta también
terminó por desaparecer a comienzos del siglo XX
debido a las múltiples diferencias ideológicas
y políticas entre el oportunismo y el
chauvinismo de los viejos dirigentes socialdemócratas
europeos y el nuevo bolchevismo de los revolucionarios rusos:
entre otras cosas, por las políticas que debían
seguir los socialistas frente al problema de la
autodeterminación de las naciones, o la conducta
que debían adoptar estos partidos frente a la primera
guerra
ínter-imperialista del año 1914. Según
denunciaban los bolcheviques, los partidos
socialdemócratas dominantes en la II Internacional
hacían un uso dogmático del marxismo,
al mismo tiempo que
se contentaban con la proclamación solemne pero
oportunista de la "igualdad
de derechos
de las naciones", "encubriendo el hecho de que, en el
imperialismo, en el que un grupo de
naciones minoritarias vive a expensas de la
explotación de otro grupo de naciones, la "igualdad de
la naciones" es un escarnio para los pueblos oprimidos"
(Stalin, 1977, pp. 68-79). Como era lógico suponer,
esa perspectiva de marcado carácter internacional y obrerista,
pero al mismo tiempo prejuiciada y utilitaria de los
movimientos nacionales, que predominó en la II
Internacional, terminó por entregar completamente las
banderas del nacionalismo a manos de la burguesía
quienes entonces pudieron utilizarlas hábilmente y con
entera exclusividad. Por lo demás, según la
opinión de autores como Geoff Eley (2003), esta
situación no sólo se presentó con las
banderas nacionalistas, sino también con muchas otras
reivindicaciones [9].En una tercera etapa, las ideas marxistas
relacionadas con la "cuestión nacional" [10] fueron
desarrolladas y sistematizadas por Lenin, tomando en cuenta
las condiciones históricas de la época del
imperialismo y de las luchas coloniales que le tocó
presenciar. Según destacaba Stalin (op. cit.), la
cuestión nacional del periodo de la II Internacional y
la cuestión nacional del periodo del leninismo
distaban mucho de ser lo mismo: En primer lugar, con el
leninismo ?decía Stalin- "la cuestión nacional
dejó de ser una cuestión particular e interna
de los Estados [europeos], para convertirse en una
cuestión general e internacional, en la
cuestión mundial de liberar el yugo del imperialismo a
los pueblos oprimidos de los países dependientes y de
las colonias". En segundo lugar, "El leninismo ha ampliado el
concepto de
la autodeterminación, interpretándolo como el
derecho de los pueblos oprimidos de los países
dependientes y de las colonias a la completa
separación, como el derecho de las naciones a existir
como Estados independientes". Tercero, "El leninismo ha hecho
descender la cuestión nacional, desde las cumbres de
las declaraciones altisonantes, a la tierra,
afirmando que las declaraciones sobre "la igualdad de las
naciones", si no son respaldadas por el apoyo directo de los
partidos proletarios a la lucha de liberación de los
pueblos oprimidos, no son más que declaraciones hueras
e hipócritas".Y cuarto, "El leninismo demostró
que el problema nacional sólo puede resolverse en
relación con la revolución proletaria y sobre la base
de ella" (p. 68 y subs.).No obstante esto, para Lenin el nacionalismo
seguía siendo una reivindicación esencialmente
burguesa, aunque de acuerdo con su nivel de desarrollo
suela manifestarse de maneras diferentes. Según sus
propias palabras: "el principio de la nacionalidad es históricamente
ineluctable en la sociedad
burguesa y, teniendo en cuenta esta sociedad, el marxista
reconoce plenamente la legitimidad histórica de los
movimientos nacionales" (Vilar, 1982). Veamos como Lenin
sustenta teóricamente su posición:En el curso de su desarrollo el capitalismo se enfrenta con dos tendencias
históricas en lo que a la cuestión nacional
respecta. La primera consiste en el despertar de la vida
nacional y de los movimientos nacionales, la lucha contra
toda opresión nacional, la creación de estados
nacionales. La segunda, en la multiplicación de las
relaciones de todo tipo entre las naciones, en la
destrucción de las barreras nacionales y la
creación de la unidad internacional del capital,
de la vida económica en general, de la política, de la
ciencia, etc.Estas dos tendencias constituyen la ley universal
del capitalismo. La primera domina al principio de su
desarrollo, la segunda caracteriza al capitalismo ya maduro y
que va hacia su transformación en una sociedad
socialista. El programa
nacional de los marxistas tiene en cuenta ambas tendencias,
defendiendo, en primer lugar, la igualdad de las naciones y
de las lenguas, la oposición a privilegios de
cualquier tipo a este respecto (propugnando también el
derecho de las naciones a la autodeterminación),
defendiendo, en segundo lugar, el principio del
internacionalismo proletario y de la lucha intransigente
contra el contagio por parte del proletariado del
nacionalismo burgués, por muy refinado que sea.
(Citado por Vilar, op. cit., pp. 179-180).La idea de Lenin era que el movimiento
nacional de los países oprimidos no debía
valorarse "desde el punto de vista formal, desde el punto de
vista de los derechos abstractos, sino en un plano concreto,
desde el punto de vista de los intereses del movimiento
revolucionario y de los resultados prácticos dentro
del balance
general de la lucha contra el imperialismo". Ahora bien,
al igual que sus predecesores Marx y Engels, la
posición de Lenin no sólo se debía a una
cuestión de conveniencias para la revolución
proletaria, sino que también respondía a la
desconfianza que sentía frente a la conducta
política exhibida por la burguesía durante las
diferentes revoluciones democrático-burguesas y de
independencia nacional en la Europa de
mediados del siglo XIX. Como ya se sabe, en todas estas
revoluciones la burguesía utilizó la
combatividad de la clase
obrera para su propio beneficio, pero una vez logrados sus
propósitos, temerosa frente a la fuerza y
posibilidades de esta clase, siempre terminó por
traicionarla, reprimiéndola a sangre y
fuego, pactando con la monarquía o llamando a las tropas
extranjeras que habían arruinado a su patria (Lenin,
1980). En consecuencia, tal como lo planteaban estos
clásicos marxistas, la demanda de
la autodeterminación siempre estaba subordinada a la
lucha de clases y a la perspectiva de la revolución
proletaria, pues, sólo la unión internacional
del proletariado podía darle la fuerza suficiente para
liberarlos de la explotación del capital y, con ello,
abolir la explotación de una nación por otra.Es evidente que estas tesis de
Lenin fueron mayormente aplicadas en lo que se refiere a las
políticas de apoyo y solidaridad con los movimientos de
liberación nacional de los pueblos coloniales y
dependientes. Asimismo, se destaca el reconocimiento que se
hizo a la autonomía de las repúblicas que
llegaron a conformar la Unión Soviética,
algunas de las cuales, por cierto, ayudó a crear. Sin
embargo, no puede decirse lo mismo sobre la actitud
asumida por sus sucesores (desde el mismo Stalin hasta
Chernenko) con los países socialistas del Este de
Europa, a los cuales la URSS liberó del salvaje
dominio nazi
pero terminó sometiéndolos cual potencia
imperialista [11]. Tal vez sería de gran interés especular si acaso ese
cuestionamiento al "principio de las nacionalidades" y la
relativización de las políticas internacionales
(la llamada "real-politik"), junto a otros factores internos
ya conocidos, también coadyuvaron a la pérdida
de credibilidad y al colapso del llamado socialismo
"real" en el este de Europa. Pero este último punto es
tan extenso y complejo que rebasa el propósito del
presente estudio."Como el comercio
no conoce fronteras nacionales y el fabricante insiste en
tener el mundo como mercado,
la bandera de su nación tiene que seguirlo y hay que
echar abajo las puertas de las naciones que están
cerradas ante él. Las concesiones obtenidas por
financieros deben ser salvaguardadas por los ministros de
Estados, aun cuando en el proceso se
ofenda la soberanía de las naciones poco
dispuestas a ello. Hay que conseguir o plantar colonias, con
el fin de que ningún rincón útil del
mundo pase inadvertido o quede sin utilizar". Woodrow
Wilson, presidente de Estados
Unidos, 1919. Cit. en Chomsky, On Power and
Ideology, p. 14.Desde que el economista inglés Hobson publicara su obra en 1902
no han dejado de desarrollarse estudios sobre el concepto de
imperialismo, que desde finales del siglo XIX comenzó
a caracterizar y dominar progresivamente el desarrollo
económico y político de la humanidad. En
estos estudios se ha debatido, por ejemplo, si el concepto se
corresponde o no con una determinada organización social o etapa
histórica ?el esclavismo,
el feudalismo
o el capitalismo; si sus causas responden a motivaciones
económicas o políticas; si el imperialismo es
uno sólo o existen varios imperialismos; incluso se
llegó ha plantear una recia discusión entre
quienes sostenían la posibilidad de que al final se
diera un acuerdo entre los países imperialistas, el
llamado "ultraimperialismo" de Kautsky, y quienes como Lenin
negaban la posibilidad de algún acuerdo
duradero.Debe advertirse que aquí nos referimos
concretamente al actual imperialismo capitalista, al que
algunos historiadores también llaman nuevo o moderno
imperialismo (ejem: Harrison, et. al., 1996). Los criterios
empleados para definir el imperialismo varían
según las escuelas y las ideologías (Lichtheim,
1972). De acuerdo con Harrison y sus asociados (p. 182), las
explicaciones más tempranas para el nuevo imperialismo
fueron económicas. En 1902 Hobson arguyó que el
nuevo imperialismo se había originado en el
capitalismo industrial en general y en los capitalistas
financieros influyentes en particular. Por su parte,
Hilferding estableció en 1910 una vinculación
entre el imperialismo y el capital financiero, con especial
referencia a los grandes bancos de
inversión. Desarrollando aún
más las ideas anteriores, Lenin argumentó en su
famosa obra El imperialismo fase superior del
capitalismo, publicado en 1916, que la acumulación
y la competencia capitalista producían
monopolios, que se veían forzados a buscar en ultramar
nuevas áreas para explotar. Su argumento básico
era el de que la industrialización demandaba mercados
cada vez más amplios, al mismo tiempo que se
incrementaba la necesidad de materias primas y la
búsqueda de nuevas oportunidades de inversión
lucrativas. Que todo esto traía aparejada la tendencia
a la dominación y no a la libertad.
Particularmente se intensificaba también la
opresión nacional y la tendencia a las anexiones, esto
es, a la violación de la independencia nacional
[12].Por supuesto, desde que los autores clásicos
como Hobson, Hilferding, Kautsky, Bujarín, Rosa
Luxenburg, o Lenin, entre otros, escribieron sus tesis el
imperialismo ha cambiado, y en algunos aspectos el cambio ha
sido muy importante, sin embargo, tal como apunta Atilio
Boron (op. cit., p. 28)), a pesar de sus mutaciones, los
atributos fundamentales del mismo siguen existiendo y
oprimiendo a pueblos y naciones, y sembrando dolor,
destrucción y muerte.
Pese a los cambios conserva su identidad
y estructura, y sigue desempeñando su
función histórica en la lógica de la acumulación mundial
del capital. Es por ello que después de más un
siglo de desarrollo todavía podemos leer
que:El imperialismo, la dominación
económico-política y la explotación de
los países por medio de la penetración, la
intervención y/o la conquista militar es la fuerza
dominante en la historia
contemporánea. Regiones enteras de la Europa del Este,
la desaparecida URSS, África, el Sur y el Centro de
Asia
así como Latinoamérica han sido convertidas en
neo-colonias, colonias o esferas de influencia de los Estados
Unidos, la Unión
Europea y Japón (James Petras:
www.rebelión.org, 2006).Por otra parte, están los historiadores que
enfatizan los aspectos políticos del fenómeno.
Según Lichtheim (op. cit., p. 15)), el término
"imperialismo" lo que denota es una relación:
concretamente la relación entre una potencia que
domina y controla y quienes se encuentran bajo su dominio. No
tiene sentido ?afirma este autor- investigar si "corresponde"
a tal o cual forma de organización social ?feudalismo,
capitalismo, socialismo, o lo que sea- el alentar o el
permitir la agresión externa contra Estados más
débiles. Lo único que importa a los interesados
es la posesión o la pérdida de hecho de su
libertad. Si un país se ve invadido por una potencia
más fuerte y sus instituciones políticas son destruidas
o reestructuradas, dicho país se encuentra bajo el
dominio imperial, cualesquiera sean las circunstancias
políticas del caso, y tanto si la transición es
calificable de "progresiva" o de "reaccionaria" como si no,
según el canon de interpretación histórica que se
adopte. Análogamente -dice Lichtheim-, es posible que
haya ingerencias en la soberanía por medios
diplomáticos, mediante tratados o
mediante presiones económicas. Un país atrasado
al que se le impida por ley desarrollar su industria
sufre una pérdida de soberanía que no es menos
real porque sea invisible para quien lo contempla. Lo que
cuenta es la relación de dominio y sometimiento, que
es la esencia de todo régimen imperial.Volviendo a la exposición de Harrison, debe anotarse
que otros historiadores, que también difieren de las
interpretaciones económicas, arguyen que la clave para
el nuevo imperialismo radica en los nuevos estilos de
política y diplomacia, así como en el
nacionalismo de las potencias europeas. Señalan que el
estallido del nuevo imperialismo ocurrió poco
después de la unificación de Italia y
Alemania y
durante un período en el cual el nacionalismo estaba
desarrollándose por toda Europa. Este nacionalismo
?según esos autores- se convirtió en una nueva
batalla competitiva por el prestigio internacional entre las
naciones del Occidente, el cual se extendió dentro de
las áreas no occidentales después de 1880. Sin
embargo, parece obvio que este argumento del nacionalismo
como causa fundamental del imperialismo si no es interesado
por lo menos luce extremadamente candoroso. Ya hemos anotado
más arriba que entre las condiciones para que una
nación, en la Europa de mediados del siglo XIX, fuese
reconocida como tal eran no sólo las dimensiones de su
población y territorio sino
también su capacidad de expansión y desarrollo,
lo que llevó a unos cuantos países a realizar
agresivos esfuerzos por anotarse y clasificar en semejante
competencia, pero está históricamente
comprobado que cuando los diversos ejércitos europeos
marcharon hacia tierras extranjeras bajo las banderas y
consignas patrias siempre lo hicieron con el claro
propósito de conquistar territorios, recursos y
mercados para el beneficio de sus propias economías y
apetitos imperiales. De tal manera que privilegiar al
nacionalismo para relegar las fundamentales causas
económicas del imperialismo nos perece un vano intento
de ocultar las causas con pretextos.Claro está que, como destaca Lichtheim, "no
hay imperio completo sin un credo imperial en manos de su
clase gobernante y un sentido correspondiente de dependencia
por parte de sus súbditos". Dentro de este credo ocupa
un lugar destacado la relación que se
estableció entre el imperialismo como movimiento y la
teoría y práctica del
nacionalismo. Al respecto, Lichtheim aclara que el
imperialismo como movimiento ?o, si se prefiere como ideología- se aferró al
nacionalismo porque no se podía disponer de ninguna
otra base popular. Aunque también se puede dar la
vuelta a esta afirmación al observar que el
nacionalismo se transformó en imperialismo dondequiera
se le ofreció la oportunidad. Cabe aducir
?continúa este autor- que el patriotismo popular se
vio corrompido sistemáticamente cuando se puso al
servicio
del movimiento imperialista, pero la velocidad
con que se realizó la transformación sugiere
que no se hubo de superar ninguna resistencia profunda, ni siquiera en Francia,
en donde la Revolución había engendrado una fe
democrática y universalista en la unidad esencial de
la humanidad (op. cit., p 52).Ciertamente, ese "patriotismo popular" no
sólo fue importante en la primera fase del
imperialismo europeo, cuando fue utilizado como argumento
para las guerras
interimperialistas en ambos conflictos
mundiales, o como pretexto para las intervenciones
coloniales, sino también en las fases posteriores del
imperialismo emergente norteamericano, el cual, en su
creciente expansionismo, ha sabido soliviantar en
múltiples ocasiones el ánimo patriótico
y el orgullo nacional de su pueblo para conseguir su apoyo,
ya sea para la defensa de su territorio frente a reales o
supuestas amenazas como para las numerosas invasiones que
este imperio ha llevado a cabo en todo el mundo, bajo el
argumento de "la defensa de sus intereses nacionales": Los
"intereses nacionales" para los Estados Unidos son los
intereses del Estado y las Corporaciones Internacionales
norteamericanas, los de las Élites y Estados clientes,
así como también los recursos
naturales estratégicos para el imperio ubicados en
cualquier parte del mundo.Otro elemento importante del credo imperialista ha
sido el de un pretendido "Destino Manifiesto" de sus
naciones. Según esta doctrina, que surgió
durante la era colonial, toda "nación
histórica" que se respetara en el mundo occidental
tenia como destino el asegurar y expandir sus fronteras,
tanto en el Continente europeo como allende los
océanos y mares, para así poder
adelantar en el mundo su "alta misión
civilizadora". Este destino histórico de las naciones
imperiales era otorgado, por supuesto, por la más
importante entidad Divina. En el siglo pasado ?relata James
Petras (2004)-, los ingleses describían el saqueo de
Asia y África como parte de la "tarea del hombre
blanco" de llevar la civilización a los "pueblos
oscuros". Y, obviamente, tras esta misma "misión
moralizadora" andaban también los imperialistas
franceses, alemanes, belgas, holandeses, españoles y
portugueses.Tampoco debe olvidarse aquí la doctrina del
"Destino Manifiesto", también llamado
"Histórico", utilizado por los regímenes
fascista, nazi y falangista de mediados del siglo XX. En esta
doctrina se hacia una extraña y contradictoria
amalgama de nacionalismo revanchista, de retórica
"socialista", de ideología antiliberal y racista (en
el caso del nazi-fascismo),
con una serie de ideas patrioteras, anticomunistas y
religiosas (en el caso del falangismo). Como es por todos
conocido, con esta doctrina se dio sustento ideológico
a una alianza que fundamentalmente perseguía
conquistar su respectivo "derecho a un espacio vital" entre
las naciones imperialistas, lo que causó dos grandes
guerras mundiales con decenas de millones de muertes e
incuantificables pérdidas materiales.En los Estados Unidos la doctrina del "Destino
Manifiesto" sostiene que el pueblo norteamericano en su
calidad de
pueblo elegido tiene el destino manifiesto por Dios para
triunfar históricamente y defender los principios de
libertad y democracia
en el planeta [13]. Esta doctrina justificadora de marcado
tono moralista pero evidentemente falsa ha servido a los
gobiernos imperialistas estadounidenses, tanto de los
demócratas como los republicanos, para ocultar durante
mucho del tiempo sus reales intenciones de expansión
económica, política y militar. Para este
propósito cuentan los Estados Unidos con la construcción de todo un Imperio y su
respectivo Estado Imperial.El Estado Imperial norteamericano ?aclara Petras
(2006)- está constituido por tres grandes componentes,
cada uno con su específico conjunto de actividades y
extensiones en la "sociedad
civil" en el extranjero. El primer componente está
enfocado hacia las actividades políticas,
ideológicas, diplomáticas y culturales,
usualmente asociadas con el Departamento de Estado. El
segundo componente son las agencias económicas
nacionales como los Departamentos del Tesoro, Comercio,
Agricultura, y los representantes de los
Estados Unidos ante los organismos financieros
internacionales, como el FMI o el BM.
El tercer componente es el aparato militar y de inteligencia, como el Pentágono y la
CIA, los cuales usualmente pero no siempre actúan en
conjunto con los componentes económicos y
políticos. Este Estado Imperial ?sigue Petras-
está en todo momento organizado para expandir y
defender los intereses económicos de la clase
dominante, promocionando y creando las oportunidades para la
inversión, ventas,
ganancias, pagos de préstamos e intereses a escala
mundial. También opera para crear un ambiente
político óptimo para asegurar las ventajas
económicas por encima o en contra de los adversarios y
competidores nacionales e internacionales. El Imperio no
reconoce fronteras, rechaza las soberanías nacionales
excepto cuando éstas se ajustan a sus propios
intereses, declara la supremacía de sus leyes y el
derecho a perseguir a sus adversarios en cualquier lugar y en
cualquier momento ?el principio de "extraterritorialidad". Un
elemento adicional de este principio imperial es la doctrina
de la guerra ofensiva permanente (eufemísticamente
llamada "guerras preventivas"), diseñado
específicamente para asegurar una indiscutida
dominación mundial.De acuerdo con el bien documentado estudio del
periodista argentino Roberto Montoya, intitulado El
Imperio Global (El Ateneo, 2003), el presupuesto militar de Estados Unidos para el
año 2005 sería mayor que el de todas las
naciones del mundo juntas. Es el país que más
intervenciones militares unilaterales realizó desde
finales del siglo XIX hasta la actualidad; es el financiador
e instigador por excelencia de Golpes de Estado y dictaduras
militares en todo el mundo; es el entrenador de las fuerzas
represivas más crueles y el rey de las "operaciones
encubiertas" y las "guerras sucias". Son más de 140
países los que cuentan en su suelo con
fuerzas militares de Estados Unidos, incluyendo "asesores"
militares y avanzadas de fuerzas especiales. Este país
(Estados Unidos), mientras que esgrime su credo imperialista
y le impone unilateralmente al mundo la extraterritorialidad
de sus propias leyes, es al mismo tiempo el mayor violador de
leyes internacionales; de hecho no ha refrendado
ninguna.Evidentemente, esta combinación de visiones
mesiánicas y neoconservadoras sobre la
supremacía permanente de las naciones imperialistas,
de fanatismo religioso, racismo y
xenofobia
que caracterizan sus políticas de estado, aunado al
uso demagógico del poder del nacionalismo, forman un
cóctel letal que ha intoxicado a más de un
gobierno
fascista, causando al mundo graves crisis y
múltiples guerras con el terrible saldo de
irreparables pérdidas humanas, materiales y
ambientales. Sin embargo, esta experiencia negativa del
nacional-imperialismo no debe ser utilizada para
satanizar y negar el derecho justo de las naciones más
débiles a defender sus habitantes, culturas,
territorios o sus bienes y
recursos. En este sentido, debe quedar claro que aquí
existe una diferencia radical entre estas dos situaciones: el
nacional-imperialismo es expansivo, en cambio, el
nacionalismo antiimperialista y revolucionario es
fundamentalmente defensivo. Es por eso que el primero de
ellos se mostró siempre en la historia con toda su
carga e imagen de
chocante agresión hacia otros pueblos; mientras que el
segundo apareció luego, precisamente como defensa ante
esa agresión expansionista y conquistadora. Sin
embargo, es el nacionalismo revolucionario y antiimperialista
el que recibe los ataques más recios por parte de los
intelectuales y políticos llamados
liberales. Por ejemplo, para estos "liberales" las barreras
sociales y legales que los países desarrollados ponen
a los extranjeros o inmigrantes se justifican en un
nacionalismo "legítimo" y "racional", pero cuando
otros Estados, particularmente los subdesarrollados, aplican
semejante barreras a los ciudadanos o intereses de las
metrópolis imperiales, entonces estas medidas son
acusadas de un nacionalismo "exacerbado" o "radical". Es como
dice Eduardo Galeano: "El patriotismo es, hoy por hoy, un
privilegio de las naciones dominantes. Cuando lo practican
las naciones dominadas, el patriotismo se hace sospechoso de
populismo o
terrorismo, o simplemente no merece la menor
atención". [14]- El Imperialismo y "la defensa de los intereses
nacionales": El Estado
Imperial - El Reformismo y el nacionalismo liberal: el Estado
corporativo.
"Ya es hora de que los industriales alemanes
actúen en el sentido de la resurrección nacional
de la patria, hacia la que convergen hoy en día todas
las fuerzas, a fin de que el trabajo
nacional llegue a ser reconocido en todos los gabinetes y en
todas las cámaras, en toda la prensa y entre
el pueblo como uno de los pilares básicos de nuestra
vida nacional. Su propio interés y el interés de
la patria son, en último término,
idénticos." En el Congreso de los economistas
alemanes de 1862. Cf. Pierre Vilar, op. cit., p.
170.
En el siglo XVIII el liberalismo se
desarrolló como una de las ideologías más
importantes e influyentes, expresando un conjunto de ideas acerca
del mundo y de cómo debiera ser según los intereses
y las creencias de la entonces nueva clase emergente: la
burguesía industrial y comercial, los profesionales y los
intelectuales liberales. Según explica J. B. Harrison, las
raíces del liberalismo se extienden pasando por la
Revolución
francesa y la
Ilustración hasta el siglo XVIII. Los teóricos
fundamentales son numerosos, pero destacan hasta nuestros
días las figuras de Locke, Montesquieu,
Kant, Rouseau,
Humbolt, Constant, Hegel, Kelsen,
etc. Sus banderas fundamentales son las libertades civiles y
económicas instituidas por la democracia parlamentaria.
Sin embargo, y en particular en la primera mitad del siglo XIX,
los liberales no eran demócratas, pues estos deseaban
limitar el derecho al voto sólo a los poseedores de
riqueza y a los educados. Sólo más tarde, al final
de ese mismo siglo, y sobre todo bajo la presión de
las clases trabajadoras empezaron a favorecer el sufragio
universal. Un rasgo distintivo de esta ideología es que en
la base del liberalismo está siempre la creencia en la
preeminencia del individualismo y la competencia como principios
del desarrollo social
y económico (J. B. Harrison, op, cit., p. 117).
De acuerdo con Harrison, durante la primera mitad del
siglo XIX los liberales, por lo general, también eran
nacionalistas, dado que en ese momento ellos se interesaban por
liberar a las gentes tanto del absolutismo
del Estado feudal como del dominio extranjero, así como
les preocupaba la defensa y expansión de sus mercados
nacionales. Además, la creación de una economía industrial
moderna parecía requerir una unificación nacional,
y esto parecía compatible con la soberanía popular,
el gobierno constitucional y los derechos del pueblo. Sin embargo
eso no siempre fue así. Al igual que las alianzas entre
las diferentes clases sociales y fuerzas políticas que se
enfrentaban al conservadurismo, las alianzas entre el liberalismo
y el nacionalismo fueron por conveniencias y, por lo tanto, muy
frágiles. Una vez las fuerzas revolucionarias llegaban al
poder, los intereses de los varios grupos eran muy
divergentes para sostener estas alianzas, lo que les
ocasionó importantes derrotas por parte de la
restauración conservadora (Ibídem).
A finales del siglo XIX, después de la
unificación de Alemania e Italia, y también a
medida que la burguesía y la economía capitalista
se hacían en todas partes determinantes, las alianzas
entre el liberalismo y el nacionalismo se fortalecieron. De
acuerdo con Harrison, en las décadas siguientes a 1861 las
dos nuevas naciones-estados se unirían a la competencia
por los asuntos internacionales, promoviendo así una
tendencia que había llegado a ser real en Francia durante
1850 y 1860. El nacionalismo contribuiría también
al nuevo imperialismo de finales del siglo XIX, el cual, a su
vez, incrementaría más el poder de la
nación-estado y, con el tiempo, ayudaría a extender
el nacionalismo no occidental (Ibídem).
El nacionalismo también continuó jugando
un papel destacado en la primera mitad del siglo XX,
período que comprende tanto las dos crisis más
importantes del capitalismo como las dos grandes guerras
mundiales. En este período los Estados y las diferentes
fuerzas sociales tuvieron que definir sus políticas
nacionales frente a los problemas
económicos originados por las crisis depresivas, los
enormes gastos de guerra
y las amenazas del fascismo. Así entonces, nuevamente, el
nacionalismo se hace importante aunque diverso: De una parte se
encuentran las fuerzas reaccionarias que se hacen del poder en
Alemania, Italia, Japón y otro países, agitando un
nacionalismo de derechas y revanchista, entre otras cosas
producto de
las derrotas en la Primera Guerra, que reclaman su derecho a un
"espacio vital" entre las naciones imperialistas; Y, por otra
parte, surgen los Frentes nacionales y populares, que unen en
precaria y temporales alianzas tanto a liberales como
socialistas, creadas y dirigidas a enfrentar las agresiones del
eje nazi-fascista.
Posteriormente, al finalizar la Segunda Guerra
Mundial, el nacionalismo también se vio reforzado al
tener los Estados europeos que implementar de manera temporal
pero necesaria políticas proteccionistas y de bienestar
para superar la debacle social y económica que produjo la
guerra. Para tal fin se instrumentó un nuevo Estado
dirigido a conformar una situación de equilibrio o
compromiso entre las diversas fuerzas sociales, para así
poder llevar a cabo esas políticas de bienestar social sin
tener que recurrir a soluciones
revolucionarias. Este nuevo Estado se denominó
"corporativo" en razón a la triangulación de
intereses y decisiones que se efectuó entre el Estado, las
empresas
capitalistas y los sindicatos.
Geoff Eley (op. cit., p. 316) explica que este corporativismo:
"Produjo un sistema de
"capitalismo reformista o dirigido" que ocupaba un lugar central
para el trabajo
organizado al tiempo que evitaba el socialismo como tal".
Así, durante este periodo de la posguerra, varios partidos
políticos en el poder, como por ejemplo los laboristas
ingleses, emprendieron políticas de nacionalización
de algunas industrias y
servicios,
aunque después estas empresas fueron revertidas al sector
privado cuando cambió el panorama económico y los
conservadores regresaron al poder. De tal manera que estas
políticas proteccionistas y de bienestar, junto a las
luchas por la descolonización del Tercer Mundo, que se
concretaron al terminar la guerra, enfrentaron una vez más
a los nacionalista con los antinacionalistas liberales hasta que
finalmente, superada la contingencias de la posguerra, los
intereses de las transnacionales y de los liberales conservadores
se recuperaron para volver a copar nuevamente el escenario
mundial.
Más reciente, propiamente durante los
últimos quince años, ha surgido una postura que
promueve un nuevo tipo de nacionalismo, también llamado
liberal. Según la enciclopedia libre Wikipedia
[15], el nacionalismo liberal es un tipo de nacionalismo
defendido por algunos filósofos políticos quienes creen
que puede existir una forma de nacionalismo que no sea
xenófobo y sí compatible con los valores
liberales de libertad, tolerancia,
igualdad y derechos individuales (ejem: Tamir, 1993; Kymlicka,
1995; Miller, 1995). Ernest Renan (1882) y John Stuart Mill
(1861) son considerados como los primeros nacionalistas
liberales. A menudo, los nacionalistas liberales defienden los
valores de la
identidad nacional, expresando que las personas necesitan de una
identidad
nacional para poder sostener una vida con significado y
autonomía (Kymlicka, op. cit.). Asimismo, que las
políticas liberales democráticas necesitan de una
identidad nacional para que ellas puedan funcionar adecuadamente
(Miller, op. cit.) y, según estos autores calificados como
"nacionalistas liberales", únicamente en el seno del
Estado-nación hay alguna esperanza de implementar los
principios democráticos liberales.
Asimismo, los llamados nacionalistas liberales difieren
y marcan distancia de los liberales conservadores en torno al problema
de las migraciones. Debido al desmembramiento de algunas naciones
del este de Europa, así como al éxodo de algunas
poblaciones depauperadas del Tercer Mundo, se ha producido una
crisis severa en los mercados de trabajo pero también un
auge de los prejuicios y la xenofobia en muchos de los
países altamente desarrollados: Probablemente, esta
realidad lacerante haya llevado a un sector de intelectuales
liberales a sensibilizarse y reconocer los derechos que tienen
las minorías nacionales. De acuerdo con la lectura que
puede hacerse del trabajo de estos filósofos liberales
(véase el escrito de J. Vergés, ya citado), una de
las ventajas que tendría el nacionalismo liberal sobre el
liberalismo antinacional sería que el primero "puede
justificar" la importancia de adoptar la perspectiva nacional en
materia de
ciudadanía y de justicia
distributiva, partiendo de una justificación de las
"obligaciones o
deberes asociativos" que se tiene con los propios conciudadanos
frente a las minorías nacionales y los inmigrantes;
mientras que el liberalismo antinacionalista no tendría
argumentos válidos para dar ningún paso en el
sentido de "reconocer y justificar" los problemas creados por las
políticas de los Estados frente a esas minorías
nacionales.
Sin dudas que el haber llegado a ese "reconocimiento" de
la exclusión y la desigualdad ya es algo importante, sin
embargo, el problema básico aquí no es el de poder
o no poder "reconocer y justificar" la desigualdad y la
exclusión de las minorías, ni tampoco aplicar
paños tibios mediante simples reformas y retoques a las
políticas excluyentes de los Estados, dado que la
experiencia ha demostrado tercamente que las posturas moralistas
y las simples reformas no bastan porque ellas no resuelven
radicalmente las causas de los problemas y, además, son
fácilmente revertidas con cada cambio de gobierno
conservador. Por lo tanto, aquí debe quedar claro que
ninguna de las formas de liberalismo da respuestas convincentes
ni soluciones certeras al problema estructural de la
explotación y la exclusión creada por el
capitalismo, ni al problema del imperialismo y su poder de
sometimiento y expoliación de los países
semicoloniales, que son en fin de cuentas los
factores que originan de manera determinante el atraso, la
miseria y el éxodo de los pobladores.
- El Proyecto
popular-revolucionario y el nacionalismo integrador: La Patria
para todos.
"La patria [?] es el sentimiento del amor, el
sentimiento del compañerismo que vincula entre sí
a todos los hijos de aquel territorio. Mientras uno solo de
vuestros hermanos no esté representado por su voto en el
desarrollo de la vida nacional [?], mientras uno solo vegete
sin educación entre los educados [?],
mientras uno solo, siendo hábil y deseando trabajar,
languidezca en la pobreza por
falta de trabajo [?] no tendréis una patria tal como
debería ser: la patria de todos y para todos".
Giuseppe Mazzini (1805-1872). Cf. Las Ideas
Políticas: D. Thomson (comp.), Labor S.A.,
Barcelona, 1967. p. 153.
En lugar de un modelo
acabado, realmente se trata en este caso de proyectos
nacionales diversos pero que han implicado cambios
revolucionarios en las condiciones económicas y sociales
de la humanidad; cambios, además, donde el pueblo como
actor histórico ha jugado un papel fundamental. No
obstante las modificaciones estructurales que evidentemente han
sufrido estos elementos en cada etapa histórica, tanto en
las características de los cambios como en la
composición de clases y fuerzas sociales que los han
impulsado, ellos serían los dos componentes fundamentales
que definen a estos movimientos nacionales como verdaderas
revoluciones populares. Este factor popular sería
además un elemento referencial básico para definir
las diferentes vías y el carácter
democrático que puede seguir determinado proyecto
nacional: Así, por ejemplo, si el cambio se gesta desde
abajo, o sea, desde el nivel de las masas populares
mayoritarias, generalmente se considerará esta
opción como un verdadero movimiento
popular-democrático; pero, si el cambio es impuesto desde
arriba, es decir, desde las instancias del Estado, siempre se
verá esto como una solución autoritaria donde
determinadas minorías terminan por suplantar la
soberanía popular; Otra posible vía, no exenta de
ejemplo históricos, sería una conjunción de
ambos factores, una relación dialéctica entre el
arriba y el abajo, donde el Estado y las masas
populares se unen para desarrollar acciones
revolucionarias de manera concertada y
corresponsablemente.
Por ejemplo, entre los primeros movimientos nacionales
exitosos se encuentran la formación de Suiza (siglos XIII
y XIV) y la independencia de los Países Bajos (siglos XVI
y XVII). Estos procesos
independentistas tuvieron una gran importancia histórica
debido a que ellos marcaron el comienzo de toda una era de
"construcción nacional" en Europa, sin embargo, se
considera que estos movimientos no revistieron propiamente las
características de populares debido a que los mismos se
realizaron desde arriba y en favor de minorías
privilegiadas ligadas a intereses mercantiles, en el primer caso,
o a intereses religiosos, en el segundo. Igual se puede decir de
la gran revolución inglesa del siglo XVII (1648-1688), por
cuanto en este caso se trató básicamente de una
lucha entre las elites por la reorganización del sistema
político existente, de manera que la monarquía,
el parlamento y los derechos dinásticos "ajustaran
cuentas" a favor del capitalismo.
Otra revolución importante, que también
suele mostrarse como popular, fue la independencia de los Estados
Unidos de América
a finales del siglo XVIII (1776-1781), cuando la gran
burguesía exportadora, los colonos agrícolas y
pequeños comerciantes de las ciudades,
autodenominándose "el pueblo" (pero con la
exclusión de los trabajadores pobres de las ciudades y los
campos, los esclavos negros, los indios aborígenes, es
decir, del llamado "pueblo llano"), se rebelaron contra Inglaterra
proclamando la libertad de comercio y las libertades individuales
formales, características y necesarias para el
régimen de la libre empresa que ya
había logrado la metrópolis, o sea, el capitalismo
(véase: Juan Brom, 1975).
A continuación, cerrando el mismo siglo XVIII,
estalla en Europa la Revolución Francesa (1789-1799). Esta
revolución es considerada, con razón, el momento
clave del ascenso de la burguesía europea al puesto
predominante en la sociedad y en el Estado. Pero además,
por la gran variedad de clases y grupos
sociales involucrados, así como por la diversidad de
objetivos
planteados, los historiadores tampoco presentan objeciones en
considerarla como una revolución popular,
democrática y también, de hecho, una
revolución nacional. De acuerdo con Rogers Brubaker (op
cit.), estos múltiples significados de la
Revolución Francesa se fundamentan en que, entre otras
cosas, ella creó el estado nacional así como el
marco social y legal necesarios para el ascenso de la sociedad
burguesa; estableció la igualdad ante la ley y la
consolidación del derecho legal a la propiedad
privada; institucionalizó y delimitó formalmente la
igualdad civil y los derechos políticos; inventó la
institución y la ideología moderna de la
ciudadanía, así como también articuló
la doctrina de la soberanía nacional y unió los
conceptos de ciudadanía y nacionalidad.
La revolución francesa inaugura así el
gran ciclo de las revoluciones liberales y nacionalistas del
siglo XIX. Intercaladas por períodos de derrotas y
restauración conservadora, insurrecciones obreras y
revueltas campesinas, ya para finales de aquel siglo las ideas
liberales habían alcanzado, bien sea por medio de
revoluciones violentas o gracias a soluciones negociadas con el
viejo régimen, una serie de victorias en varias partes del
mundo. En algunas de ellas, el movimiento liberal se
combinó con las tendencias nacionalistas y emancipadoras
[16]. En otras fue simplemente un movimiento político
dirigido a trastocar las instituciones impuestas por la
restauración. El primer período, entre 1789 y 1830,
comprende la fase democrática-revolucionaria de la
burguesía europea, cuando al rebelarse contra el viejo
régimen absolutista esta clase social supo combinar sus
intereses particulares con las diferentes aspiraciones
políticas, sociales y económicas de otras clases
sociales, como la pequeña burguesía
radical-republicana, los obreros revolucionarios, los campesinos
conservadores, desarrollando así una alianza que bajo su
liderazgo se
identificó como el pueblo soberano, la voluntad
general o "la unidad de la Nación entera". Era
la época del patriotismo republicano francés, que
unía al pueblo como reunión voluntaria de
individuos en un territorio determinado y bajo un contrato
social.
Pero en el segundo período, que comprende los
años 1830 y 1849, se manifiestan profundas
transformaciones en la situación económica y social
de Europa. La revolución burguesa y la revolución
industrial, con su acelerado desarrollo capitalista, acentuaron
de tal modo las diferencias de clases que se produjo una
verdadera escisión entre los ideales sociales y
económicos de las diferentes clases. Esta situación
de choque de intereses de clase, fundamentalmente entre la
burguesía y el proletariado, que se presentó ya a
mediados del siglo XIX, entre muchas otras cosas dieron como
resultado la ruptura de aquellas concepciones
democráticas-unitarias de pueblo que predominaron
en períodos anteriores y que utilizaban los diversos
sectores de la burguesía europea para describir ciertas
fuerzas sociales opuestas a los sectores dominantes del clero y
la aristocracia. Entonces el uso de la palabra ?pueblo? iba desde
una concepción democrático-burguesa, que era
utilizada desde el anterior periodo revolucionario, hasta otra
concepción liberal-burguesa posterior pero mucho
más limitada. Aquí los conceptos de nación y
nacionalidad normalmente se vinculaban a los prerrequisitos de
identidad territorial y lengua; pero,
no obstante los matices, en ambos casos y durante casi todo el
siglo XIX, el uso del término pueblo sólo se
limitaba a aquellas personas que estaban habilitadas
políticamente por ser éstas connacionales, tener
patrimonio,
ser cultas y además por pertenecer al sexo
masculino.
Por otra parte, también existía una amplia
gama de grupos constituidos por intelectuales y obreros
identificados con el socialismo, desde utópicos hasta
marxistas, para quienes la palabra pueblo debía referirse
básicamente a las clases trabajadoras. Particularmente,
los marxistas han utilizado la palabra ?pueblo? como una
categoría socio-política, pero advierten que la
experiencia histórica de las revoluciones europeas del
siglo XIX ya revelaron las contradicciones existentes dentro de
ese concepto y demostraron el hecho histórico de que la
sociedad está básicamente dividida en clases
sociales, y que, en todo caso, de usarse este término,
debe entenderse que las partes integrantes fundamentales que
componen ese pueblo son las clases trabajadoras, formadas por el
proletariado y los campesinos sin tierras [17].
Más tarde, posterior al concepto jacobino de
pueblo soberano utilizado durante la revolución
francesa, y el de proletariado originado por el socialismo
marxista a mediados del siglo diecinueve, los teóricos
liberales de la burguesía pusieron en juego el
concepto hegeliano de sociedad civil, como un
término que teóricamente designa todos aquellos
sectores de la sociedad distintos al Estado, pero que en la
realidad consiste de una serie de personajes y organizaciones no
gubernamentales, mayormente pertenecientes a las clases medias y
altas, que por su naturaleza
elitista evitan o no se sienten incluidas dentro del amplio pero
esencialmente revolucionario concepto de pueblo.
Ahora bien, al mismo tiempo que se desarrollaban las
anteriores definiciones sobre los agentes del cambio,
también se operaban cambios sustanciales en la conducta
política de estos sujetos sociales. Por un lado, la
burguesía europea ya no volvería más a unir
sus objetivos de lucha con los de la clase obrera, todo lo
contrario, ahora el combate fundamental era precisamente entre la
burguesía y el proletariado. Por otra parte, de las
experiencias de Hungría y Alemania entre 1848 y 1850 (que
resultaron de la acción
oportunista de la burguesía y la derrota de las
insurrecciones obreras) los socialistas derivaron la
lección fundamental de que, de allí en adelante, la
revolución futura o cualquier movimiento de
emancipación nacional en Europa solamente podría
apoyarse en la lucha de clases y en un programa socialista [18].
En efecto, los resultados de los movimientos inicialmente
populares y nacionalistas en Italia y Alemania entre 1850 y 1860
y en los Balcanes entre 1870 y 1913, que terminaron siendo
escamoteados por la burguesía monárquica,
así como la insurrección fallida y cruelmente
reprimida de 1871, una vez más en París,
parecían apoyar las tesis socialistas.
Sin embargo, no fue hasta ya comenzado el siglo XX con
la victoria de la revolución
rusa de 1917, en plena guerra imperial, que se tuvo por
primera vez la oportunidad de unificar bajo las banderas del
socialismo la lucha por la liberación nacional con la
emancipación del pueblo trabajador. Con este
acontecimiento, se daba entonces inicio a un nuevo ciclo de
revoluciones populares y movimientos de emancipación
nacional en casi todo el mundo. Algunas de estas revoluciones
comenzaron siendo básicamente de carácter agrario,
como las revoluciones en México y
Centroamérica, pero debido a la reacción de la
oligarquía criolla como a la intervención del
imperialismo, en este caso el estadounidense, ellas terminaron
siendo además revoluciones nacionales y antiimperialistas.
Otras que comenzaron siendo de liberación nacional en
contra el colonialismo, ya sea europeo, japonés o
estadounidense, evolucionaron políticamente y terminaron
en el siglo XX adoptando un programa socialista, como en China,
Vietnam, Corea del Norte, y más reciente Cuba. En
países como la India y otras
colonias o semicolonias asiáticas, y de un buen
número de países árabes y africanos, se
impusieron las ideas nacionalistas enfrentadas al colonialismo y
el neocolonialismo; aunque muchos de estos procesos
independentistas también recibieron la influencia de las
ideas socialistas. Adicionalmente, en la segunda mitad del siglo
XX también se presentaron otros tipos de movimientos
nacionalistas en diferentes países del Tercer Mundo.
Mayormente de origen económico o militar estos movimientos
tuvieron, sin embargo, poca audiencia y duración en estos
escenarios debido fundamentalmente al carácter impreciso o
reformista de sus programas. Pero,
en general, se puede afirmar que el siglo XX se
caracterizó por ser el siglo en el que se concretó
el triunfo de los movimientos por la descolonización y el
socialismo en una importante fracción de este
planeta.
Pero, igual como sucedió en siglos anteriores,
entre los años finales del siglo XIX y comienzos del XX se
habían operado ciertos eventos de tal
importancia que cambiaron las condiciones de vida y producción de los pueblos en todo el mundo:
Las sucesivas revoluciones industriales y
científico-técnicas
habían ampliado y modificado las características
del sistema capitalista y de sus medios de producción en
todo el mundo desarrollado, al mismo tiempo que una enorme
concentración de capitales financieros e industriales
hicieron posible los grandes monopolios por ramas industriales y
de servicios dando así origen al fenómeno del
imperialismo. Estos cambios, obviamente, tuvieron sus efectos en
las prácticas productivas y políticas del siglo XX,
así como sobre la estructura y funciones de las
clases sociales. Siguiendo la ley fundamental de la
concentración del capital y la obtención del mayor
volumen de
ganancias, el capitalismo ya desarrollado o imperialista lo que
logró fue aumentar significativamente la
diversificación del trabajo, así como
explotación y exclusión de un número cada
vez mayor de personas, de tal manera que las diversas franjas de
oprimidos se diversificaron y segmentaron en todas las esferas
(ingresos,
cultura,
especialización, profesiones). [19]
Desafortunadamente para la causa del socialismo y para
el movimiento emancipador de las naciones en todo el mundo,
aquellas tempranas advertencias como las que hicieran Victor
Serge [20] y muchos otros, respecto a que las condiciones
económicas habían cambiado, que la lucha de clases
había perdido el esquematismo del siglo pasado, y que por
lo tanto el establecimiento de nuevos regímenes
respondía imperativamente a los intereses de las masas
humanas, mucho más amplias que las masas obreras, no
fueron escuchadas por los principales partidos socialistas del
siglo XX. Contradictoriamente, algunos de estos partidos, como
los de la URSS y las "democracias populares" del Este de Europa,
insistieron dogmáticamente en una serie de principios que
ya habían perdido buena parte de la sintonía con
las características del nuevo siglo. Este dogmatismo,
junto al burocratismo y el partidismo que les son propios, no
sólo llevaron a que se perdiera el carácter popular
o "soviético" inicial de la revolución, sino que
también asfixiaron el gran desarrollo logrado por el campo
socialista en importantes sectores, tales como el industrial,
científico, cultural, social, médico y educativo,
lo que finalmente terminó con a la implosión de
esta experiencia socialista y la restauración del
capitalismo en esos países.
Otras experiencias socialistas como las de China,
Vietnam, o Cuba, también hoy se debaten entre el
dogmatismo o la aplicación de algunas reformas necesarias
para poder adaptarse a los nuevos tiempos, como también
para poder enfrentar la agresividad del imperialismo,
situación que ha producido muchas especulaciones acerca de
la fuerza y los resultados que podrían tener estas
tendencias internas. Pero cualquiera que sea el resultado, es
obvio que ni el dogmatismo ni el reformismo solucionarán
los problemas que se le plantean al mundo en general y al
socialismo en particular en este nuevo siglo XXI. El dogmatismo,
por una parte, sólo aporta un cartabón
rígido frente a realidades cambiantes y constante evolución, tiende a la parálisis
mental cuando lo que se requiere es la creatividad y
la voluntad para adaptarse a los cambios, contamina a su vez el
cuerpo social y político llenándolo de tal cantidad
de taras y vicios que también terminan por paralizar su
accionar. El reformismo, por otro lado, sólo son
paños tibios a males mayores, o reacciones
esporádicas y circunstanciales a problemas estructurales y
de larga data. Obviamente, tanto la consecuencia en los
principios como las reformas coyunturales son necesarias, en
ciertas circunstancias, pero limitarse e insistir en una u
otra vía y no presentar una solución adecuada y
definitiva de los problemas, de acuerdo con las experiencias
históricas, siempre conducirá a la permanencia o a
la reanimación del problema fundamental, que en este caso
y para el socialismo sería la permanencia o la
restauración del capitalismo. Evidentemente, son las
soluciones creativas y revolucionarias las que deben tener la
prioridad, porque mientras el dogmatismo paraliza el reformismo
no logra cambios radicales en las condiciones que originan los
problemas, es decir, en las viejas estructuras
socio-económicas de la nación y en el poder que las
sustentan.
Pero los proyectos populares con inspiraciones
socialistas parecen estar lejos de haber sido definitivamente
derrotados; hoy también otros países comienzan a
transitar caminos distintos al capitalismo y a ensayar nuevos
rumbos hacia proyectos integrales de
emancipación nacional y social. Algunos lo hacen de una
manera incipiente y otros con mayor definición. Pero a
diferencia de un modelo con pretensiones de universalidad y
homogeneidad como el que impuso el eurocentrismo,
incluyendo el socialista, del siglo XX, estos nuevos proyectos
procuran reconocer las realidades singulares que revisten a cada
época y cada pueblo. En este sentido, hoy generalmente se
reconoce que:
El desarrollo de la Nación está
indisolublemente ligado al proceso histórico mundial.
Sin embargo, las condiciones históricas y materiales en
las cuales se gesta cada nación son contingentes,
originales y cada sociedad debe tratarlas y transformarlas de
acuerdo a sus intereses particulares y a su nivel de desarrollo
sociohistórico" (Mario Sanoja e Iraida Vargas,
2005).
Una condición que ya era advertida por Antonio
Gramsci por allá en los años treinta del siglo
pasado, cuando al respecto escribía que:
En realidad, la relación "nacional" es el
resultado de una combinación "original" única (en
cierto sentido) que debe ser comprendida y concebida en esta
originalidad y unicidad si se desea dominarla y dirigirla. Es
cierto que el desarrollo se cumple en la dirección del internacionalismo, pero el
punto de partida es "nacional" y es de aquí que es
preciso partir (A. Gramsci, 1972; véase el texto
completo en el anexo de este estudio).
Siguiendo estas advertencias, hoy los movimientos
nacionalistas populares y revolucionarios en casi todo el mundo
parecen definirse, en mayor o menor medida, en torno a esas
importantes consideraciones. Si se desea observar un ejemplo
significativo de este tipo de nacionalismo, entonces leamos
algunos puntos de la siguiente declaración:
El nacionalismo popular revolucionario es para
recuperar la nación para las clases populares, expresa
la conciencia
nacional de las mayorías para darle sentido unificado a
sus luchas por la liberación nacional contra el
imperialismo y contra la burguesía cómplice de
cada país?
El protagonista del proceso de liberación
nacional y social es el Pueblo. De ahí el
carácter popular del nacionalismo revolucionario (?) El
carácter popular conlleva lo democrático en su
seno, la participación de las mayorías como
protagonistas de un cambio revolucionario solo es posible en el
marco de la libertad, de la participación y
decisión de las mayorías?
El nacionalismo popular toma sentido cuando la lucha
popular asume la construcción de la nueva sociedad: el
socialismo. Las profundas transformaciones económicas,
políticas y sociales necesarias son inviables bajo el
sistema de explotación capitalista?
Para los revolucionarios lo nacional es una
condición necesaria para potenciar lo internacional del
socialismo (?) La base del auténtico internacionalismo
es la lucha real y efectiva contra el sistema burgués
imperialista en el propio país, -si bien la
liberación nacional y social se consolida a nivel
mundial se va arribando de revolución en
revolución; existe entonces un ligazón
interrelacionada entre las revoluciones nacionales y la
revolución mundial? ("Principios y objetivos".
Página oficial del Movimiento Revolucionario Oriental
(MRO) del Uruguay.
www.mro.nuevaradio.org/artículo…,
24-09-05. Consulta: el 23-10-07).
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