No es de hoy que historia y
política mantengan relaciones
contrastantes y a veces tormentosas. Al circunscribirse en el
tiempo, la
política hace necesariamente referencia al pasado, ya
sea para desligarse o para tomar de él ejemplos y
argumentos a manos llenas.Como lo deja expresado René Rémond
"… la relación que se establece a
través de la interpretación de la historia es
ineluctablemente ambivalente: la historia es al mismo tiempo
cimiento de la unidad de un pueblo y germen de discordia que
alimenta discrepancias y desacuerdos. Es por esto que los
poderes públicos no pueden desatender por completo la
escritura
de la historia y su transmisión, y consideran, no sin
razón, que tienen alguna responsabilidad al respecto. Entonces no hay
por qué extrañarse de que a veces los
políticos se vean tentados a inmiscuirse en su
manufactura y en su
instrumentalización. Es un rasgo de los
regímenes totalitarios al arrogarse el derecho de
torcer la historia para su beneficio así como el de
ejercer un control
sobre aquellos cuyo oficio es establecer la verdad
histórica. No hay más banal que la
instrumentalización del pasado. De manera particular,
su calificación es objeto de carácter ideológico y
enfrentamientos políticos propiamente dichos."
(1).Lo expresado por Rémond, y en dicho contexto;
esta agitación no amerita la atención del ciudadano si no fuera
porque la situación, además de los aspectos
tradicionales de este debate,
presenta irrefutables novedades y acarrea múltiples
implicaciones. En ella se ven involucrados tanto el problema
epistemológico de la búsqueda de la verdad
histórica como el papel del Estado en
este caso concreto;
la reparticipación de responsabilidades entre el
legislador y el historiador, el papel de la ley y el
acceso de toda persona al
conocimiento objetivo
del pasado, que no es de interés menor a la idea y
práctica de la democracia.Más validas unas que otras, son las
consideraciones que han modificado de manera profunda nuestra
relación con el pasado tienen consecuencias en el
estatus de la historia en la sociedad.
Han justificado la intervención de lo político;
dado que recordar era un deber cívico,
¿podría el legislador admitir que se enunciaran
públicamente afirmaciones contrarias a la verdad
respecto de acontecimientos a propósito de los cuales
la justicia
o, en su defecto, la conciencia
colectiva se había pronunciado? Sería como si
al mismo tiempo se faltara al deber de piedad y se condenara
por segunda vez a las víctimas, se atentara contra el
respeto a
su sufrimiento y se permitiera que la duda se introdujera en
las mentes de quienes no pudieran hacerse una opinión
motivada propia; sería como ir en contra de la
educación de los ciudadanos. ¿No
tendría la obligación los responsables
políticos de tomar medidas al respecto, en resumen, de
legislar?Es evidente, pero no es ocioso poner esto en claro:
en el debate sobre las leyes, los
parlamentarios echan mano de su investidura para argüir
el hecho de que como su mandato emana del pueblo soberano,
ellos supuestamente tienen las facultades para establecer la
verdad histórica. Se confunde la legitimidad
política con la que confieren las facultades
adquiridas mediante el trabajo
científico. Ningún parlamentario
imaginaría que su estatus le otorga facultades para
pronunciarse sobre los fenómenos sociales, en virtud
de los roles que les son conferidos; es cómo se han
creado las instancias de reflexión que sirven para
delimitar el trabajo
del legislador y la decisión de los poderes
públicos. ¿Por qué habría de ser
diferente para la historia de las sociedades?Al manifestarse contra el principio de estas leyes,
denominadas por Rémond "de la memoria", los
historiadores hacen un llamado a respetar la diferencia entre
las ciencias y
la distribución de profesiones, y
reafirman que la historia, garante de la memoria
colectiva, le pertenece a todos. Por lo demás, la
lista de estas leyes muestra
claramente cuáles son las consideraciones al momento
de su adopción: consideraciones
básicamente electorales que, ciertamente, no son
despreciables, pero que dejan ver más pasión
que razón, que no tienen ninguna legitimidad
científica y que confunden la memora con la historia.
Todas proceden de la misma aspiración de comunidades
específicas, religiosas o étnicas, para que la
comunidad
nacional considere su memoria
particular teniendo como intermediaria a la historia que ha
sido tomada como rehén. Los historiadores se han
declarado en contra de esa instrumentalización que
conlleva una fragmentación de la memoria
colectiva.Esto de la limitante para que los políticos
intervengan en la
organización del discurso
histórico tiene que ver con su forma: la experiencia y
la controversia actual demuestra que esta no debe ser de una
ley. Los políticos tienen todos los derechos a
pronunciarse acerca de la historia, pero no el de hacerlo a
través de la figura que les es propia: el voto de una
ley. Porque la adopción de un texto de
ley no consiste en una toma de partido como tantas otras que
la opinión olvidó rápidamente, tal es el
caso de las peticiones intelectuales. Definir reglas, prescribir
normas y
establecer obligaciones es lo propio de la ley.
(2)A manera de
introducciónDefiniciones
La iniciativa legislativa es el acto mediante el
cual se da origen a al proceso de
elaboración de una ley. Es por ello que existe lo que
la teoría constitucional clásica
reconoce como derecho de iniciativa, que –de manera
específica– es potestad del Presidente de la
República y de los Congresistas. (3) Al que
debo de agregar –de manera general–,
también es facultad del Poder
Judicial, de todo Tribunal de Garantías
Constitucionales; al que también –por necesario
que resulta, se deben de citar a otras Instituciones organizacionales, de acuerdo a
la ley de la materia
que las regula.Manuel Osorio (4), cita que, la iniciativa en
la formulación de leyes se refiere como
expresión en el Derecho Político, no a quienes
pertenece dictarlas sino a quienes corresponde proponerlas.
Agrega el citado autor que, en lo que se refiere a la manera
de gestarse las leyes, en su sentido estricto, resulta
imposible establecer una norma general ni siquiera
generalizada, porque se trata de cuestión relacionada
con la organización del Estado. No es lo mismo
tratándose de un régimen autocrático
(tiránico, totalitario, dictatorial) que de una
monarquía absoluta, de una
monarquía constitucional o de una república
representativa; como tampoco lo es según se trate de
un Estado unitario o de uno federal. Ni siquiera cabe
establecer una norma única referida a los sistemas
constitucionales, ya sean monarquías,
repúblicas parlamentarias o repúblicas
presidenciales. A título de mera orientación
cabe señalar que en los Estados democráticos,
con separación o equilibrio
de poderes, la formación de leyes está
atribuida a los Poderes Legislativos, sean estos unicamerales
o bicamerales.En ese sentido, la ley es una prescripción
dictada por el órgano competente del Estado,
según las formas prescritas en la constitución, que manda, prohíbe
o autoriza algo en consonancia con la justicia y para el bien
de todos los miembros de una comunidad. La
prescripción legal es dictada sobre la base de la
descripción social. Sin embargo, la ley
como norma de conducta
de carácter obligatorio aparece mucho antes que
el Hombre
descubriera la función legislativa.Maurice Duverger sostiene que la iniciativa, es
sentido estricto, consiste en el derecho de depositar un
texto –de ley, de resolución, de presupuesto, etc– para que sea discutido
y votado por el Parlamento. (5)
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