Indiana Jones: Explorador y
Aventurero
"Fuera del mapa el explorador suele
tomar
sus deseos por realidades, y la
convicción
emerge con anterioridad a la
experiencia".
George Orsoland, 1963.
"En la concepción
clásica, la exploración es
el inventario
progresivo del planeta hecho
por la civilización
grecorromana
y más tarde por Europa".
Hubert Deschamps,
Historia de las Exploraciones,
1971.
En 1984, cuando se estrenó la segunda
película de la saga (Indiana Jones and the Temple of
the Doom), un famoso slogan publicitario empapeló
las carteleras de los cines del mundo:
"If adventure has a name it must be
Indiana Jones"
(Si la aventura tiene nombre,
debería ser Indiana Jones).
Pocas veces hubo una síntesis
tan bien lograda a la hora de definir al personaje,
identificándolo con esa incursión a lo
extraño que nos saca de la corriente habitual por la que
transitamos la vida. Aún así, los análisis más profundos respecto de
qué es la aventura, y de los aspectos que se
ocultan detrás de ese concepto,
escasean. A eso nos abocaremos aquí viendo su
relación con el "Viejo" Indy.
Antes de los viajeros estuvieron los exploradores; y
antes del camino, el sendero.
En muchas formas, el explorador es la
contracara del viajero.
Quien explora evita —voluntaria o
involuntariamente— la seguridad
determinada por los caminos, ya que es él quien los
inaugura; hollando terrenos no reconocidos, visitando tierras
vírgenes o atravesando zonas olvidadas por mucho tiempo. El
explorador —un ser transido por cierta dosis de
locura— es un profesional del riesgo. De
hecho, lo busca lanzándose hacia lo desconocido, revelando
"tierras incógnitas"; perdiendo dos elemento claves
más propios del viajero: la seguridad (que se
encuentra al seguir itinerarios conocidos) y la certeza del
regreso a casa (por más que lo desee
intensamente).
Los exploradores abren rutas;
descubren, rompen con los rumbos normales en busca de la
contingencia, del peligro y de los "lances
extraños". Como "contrafigura del viajero",
conjuran la previsión y alientan con cada paso a la
incertidumbre, al accidente, al miedo. Es un personaje
que disfruta de la soledad y del aislamiento; anhelando tierras y
mares nuevos ("nunca vistos"); impulsado por "el deseo de
respirar una llama nueva, recién
encendida".
Su objeto último parecería ser
romper con la rutina y con todo marco de referencia
para crear los suyos propios. Se alimenta —y alimenta a
otros— con situaciones no corrientes, mostrando la
alteridad y latiendo lejos de las multitudes, se identifica con
la naturaleza; a
la que admira, respeta y controla.
El explorador tiene algo de nómada;
y, como tal, encarna al aventurero por excelencia, abriendo su
mirada y su cuerpo a un futuro ambiguo, azaroso, en el que
todo puede suceder. Como aventurero, es el
protagonista de vivencias inusitadas y un sibarita de los tiempos
intensos que genera la propia inseguridad.
El temor y el deseo —en una extraña pulsión
de muerte—
se combinan generando una atracción difícil de
explicar y en la que se unen, por una parte, la voluntad por
superar la incertidumbre y los problemas; y
por la otra, la comprobación empírica de su propia
suerte, de su buena fortuna.
El explorador-aventurero tiene mucho de
egocéntrico y personifica como nadie ese optimismo del que
habla E.M. Cioran cuando escribe:
"Si uno no creyese en su buena estrella, no se
podría efectuar el menor acto sin esfuerzo: beber un vaso
de agua
parecería una empresa
gigantesca e incluso insensata".
La muerte es su eterna compañera. Lo sigue de
cerca, le pisa los talones. Lo conecta con ese espíritu
romántico —no desaparecido del todo— que
establece que "sólo hay aventura cuando existe una
dosis posible de muerte".
Ser viajero y explorador pueden resultar roles
alternativos y no necesariamente excluyentes. Es posible
emprender un itinerario como viajero y terminarlo como
explorador.
Cuando el "mapa se agota" y el "camino" se
transforma en sendero, hay que abrirse paso a fuerza de
machete —o tantear la ruta menos peligrosa—. Es
ahí cuando se produce la sutil metamorfosis. E Indiana
Jones nos tiene acostumbrado a ello (tanto en sus filmes como en
sus libros).
Hace poco más de cien años ese cambio de
roles era mucho más frecuente que hoy en día;
especialmente en ciertas regiones del planeta —selvas,
desiertos, montañas— que permanecían
inexploradas para el hombre
occidental. Por entonces, el mundo era todavía algo
inacabado, con bolsones de tierras vírgenes e islas
a las que se proyectaban sueños, ambiciones e imaginarios
proyectos de
descubrimiento o grandeza personal y
nacional. Claro que detrás de una visión como esa
se escondía —y esconde— un pesado
etnocentrismo de origen europeo que —en ocasiones no
escasas— veía al mundo como una espacio
vacío; por más que la realidad histórica
demostrara que no lo era.
Por esa razón, la etiqueta de
"explorador", que muchos famosos y audaces europeos se
dieron a sí mismos, no revelaba más que un
explícito sentimiento de superioridad imperialista;
detectable no sólo entre los primeros conquistadores del
siglo XVI, sino también entre los trotamundos y
científicos de los siglos XVIII y XIX.
Indy es parte también de este grupo.
No cabe duda que exploradores y aventureros tienen una
estrecha relación con la expansión capitalista,
propia del imperialismo.
Y por más que sea la poética ruptura de la
monotonía cotidiana lo que nos revelan muchas de las
líneas escritas por ellos, nunca hubo inocencia en sus
periplos por el mundo. Incluso en la literatura de
divulgación —en la novela—, la aventura
fue controlada por la potencia
dominante de turno. En primera instancia por Inglaterra; hoy
por los Estados Unidos,
que por tradición y poderío
económico puede darse el lujo de tener el planeta por
escenario.
Es sintomático que la aventura,
como género
literario, no haya prosperado en América
Latina. No es errado, por tanto, concluir con Germán
Cáceres que "lo que glorifica a un explorador es que
antecede siempre a una intervención militar"
.
Rudyard Kipling, Rider Haggard, Conan Doyle, son
excelentes ejemplos entre los muchos escritores que exaltaron la
existencia de lugares vírgenes dispuestos a recibir
exploradores intrépidos y, posteriormente, interesados
viajeros.
La aventura ha estado
fuertemente conectada con actitudes de
poder internacional y su mirada europea partió de un
imaginario que convertía al resto del mundo en algo
deshabitado.
"Entre más nebuloso y vago es el territorio
por conquistar y conocer, más es el interés
popular que impulsa la aventura. La imaginación se
convierte en fuerza que mueve a los gobiernos; la religión se hace
misionera. Los diferentes sectores se enfrentan luchando por
dominar lo desconocido y la ciencia se
hace instrumento de la ambición política"
.
La aventura reclama exploradores, no viajeros; y fue
instituida por el imperialismo y el capitalismo
para justificar las excursiones fuera de sus confines.
Como dijimos antes, no hay muchos trabajos de investigación sobre "la aventura".
Considerada un género menor en literatura ("libros
de kioscos"), arrastra en Historia un prejuicio muy
parecido, al punto de considerársela una variable de
análisis insuficientemente digna. Explicar un proceso
expansivo, como el de Occidente, partiendo de ella no es del todo
serio; pero tampoco lo es desecharla de antemano, o agregarla a
pie de página como si fuera una mera nota de color.
El espíritu de aventura ha intervenido en los
acontecimientos de un modo mucho más persistente del que
generalmente creemos y puede ser visto como el síntoma de
una época o la manifestación particular de una
determinada escala de
valores.
Por ese motivo, los trabajos de Georg Simmel
(1858-1918), Vladimir Jankélévitch (1903-1963),
Gustavo Bueno y Mijail Malishew representan importantes hitos al
momento de encarar un análisis fenomenológico de la
aventura; e indirectamente de Indiana Jones.
Como práctica, actitud o
sentimiento, siempre presente en el hombre, la
aventura —y todo lo que ella implica— es una de las
tantas notas que nos separan del resto de los animales y que
nos acerca a un mundo interior plagado de sueños, emociones,
libertad e
individualismo que sólo es posible detectar en nuestra
especie.
Según algunos, la aventura suele presentarse en
determinados y muy precisos momentos de la vida. Durante la
infancia y la
juventud es
convocada a menudo; para adormecerse y desaparecer durante la
adultez, que es cuando la responsabilidad (lo serio) se impone e
impone reglas al espíritu aventurero,
desnaturalizándolo y confinándolo al terreno de la
inmadurez y la audacia. En ese momento, la palabra
aventurero pasa de ser sujeto a ser adjetivo,
cargándose de aspectos negativos y representando a
personas calificadas como "insanas", "inmaduras",
"bohemias", "ingenuas", "amorales" o,
directamente, "despreciables radicales, alteradores del
orden".
Temerario, irresponsable, el aventurero sería
—desde un ángulo desencantado y poco
romántico— aquel que desconoce por completo las
consecuencias de sus actos, apartándose de las
regularidades que brinda la cotidianeidad.
Aún así, la aventura sigue siendo
atractiva y legitimando la vida de muchos. De otro modo no se
entendería porqué miles de personas pagan
actualmente fortunas por vivir experiencias "extremas" en
ríos y montañas virtuales de Disneylandia o
adscribiéndose a paquetes turísticos que prometen
una dosis domesticada y edulcorada de adrenalina en sierras,
ríos y mares (una especie de falsos Indianas
Jones).
Pero no éste el tipo de aventuras
—desabridas, artificiales y sin peligros— a las que
nos estamos refiriendo. Lejos de las pantallas del cine y
la
televisión —en las que la mayoría
disfruta de riesgos
perfectamente controlados o ausente— está la
aventura real; aquella que se practica "sin red" y que, a
simple vista, pareciera ser patrimonio de
una época ya ida. Un tiempo en el que había mucho
por hacer.
Hoy, en un mundo aparentemente explorado y explicado, es
mucho más sencillo convocar al exotismo y al peligro
—en parte falso— con una cámara digital,
editando emociones que pocas veces se viven
espontáneamente y desechando el aporte científico
que la aventura tenía en un pasado no muy
remoto.
"Las regiones desconocidas de la Tierra; los
paisajes aún no pisados; las nuevas posibilidades de ser;
los nuevos prodigios de la naturaleza" —decía el
famoso explorador Ladislaus Almásy en 1934—,
son vistos ahora con cierta nostalgia. Mientras se cierra cada
vez más el cerco en torno a las
regiones desconocidas (…), mientras las posibilidades de
explorar nuevos parajes se reducen progresivamente, parece como
si la reputación del trabajo
científico palideciera frente a la actitud moderna de
nuestro tiempo. Ya no cuenta el resultado alcanzado, sino el
récord; la meta no es ya
el
conocimiento, sino lo sensacional. Los exploradores del Polo,
los escaladores de las más altas cimas, los conquistadores
de los más profundos océanos, los descubridores de
las selvas y los desiertos luchan entre sí, compitiendo y
superándose ¡para ser los primeros!. Los antiguos,
los verdaderos pioneros, se apartaron con razón de
aquellos que sólo ven el éxito
en la precedencia y sólo buscan la satisfacción en
lo sensacional".
Claro que también la vida puede ser vista como
una apasionante aventura.
Ella contiene todos los elementos analizados antes, pero
lo olvidamos. La rutina y el miedo —negación—
a la muerte nos
"sacan de foco", componiendo una pseudo-seguridad sobre la que
desplegamos nuestros proyectos individuales (incluso los
más nimios, como sería ir a la plaza dentro de una
hora) olvidando que a cada paso —como en los
senderos— el peligro a perderlo todo está presente.
De hecho todos estamos potencialmente muertos.
Negada, criticada, deseada, temida, añorada o
buscada, la aventura siempre se manifiesta de diferente modo y
según el contexto histórico o el espíritu de
quienes la viven.
Gustavo Bueno es quien —en nuestra
opinión— mejor la ha desmenuzado, logrando crear un
criterio de clasificación, que es el que deseamos ampliar
a continuación.
Por tierra, mar y
aire, la aventura
es posible; hallándose ciertas normas —muy
utilizadas en el cine— que nos permiten enmarcar al "acto
aventurero".
En primer término está el lugar de la
acción. Éste debe tener siempre —y desde
una perspectiva, en nuestro caso europeo occidental—
elementos insólitos, pintorescos y, por supuesto,
peligrosos. Decenas de exploradores al momento de escribir sus
experiencias recurrieron a estos tópicos para captar la
atención y admiración de sus
lectores y patrocinadores. Y, cuando lo insólito, lo
pintoresco y riesgoso no existían, llegaron a inventarlos
o a tergiversar la realidad y el curso de las peripecias vividas.
Todo esto es perfectamente detectable en las aventuras de Indy
Jones
El segundo elemento importante es el motivo por el
que se está en ese sitio. Generalmente, siempre se
busca algo o a alguien; y es en esa búsqueda en donde se
patentizan los valores y
sentimientos "elevados" del
protagonista-aventurero-explorador; convertido en
héroe e insigne representante de su propia cultura.
En tercer término, en toda aventura lo que
cuentan son los actos, devenidos en hazañas
físicas y/o intelectuales.
Partiendo de este contexto, podemos distinguir, con a G.
Bueno, dos tipos de aventuras (y de aventureros): las de
itinerario y las de suceso.
La aventura de itinerario es una "aventura sin
viaje". Un trasladarse por zonas desconocidas; un andar por
senderos vírgenes descubriendo aquello que nadie antes ha
visto. En este tipo de aventuras el protagonista es el explorador
por antonomasia; el que recurre a itinerarios insólitos y
carga en su mochila la incertidumbre de lo desconocido y el
aciago sentimiento que nace de lo imprevisto. El "aventurero
de itinerario" rompe voluntariamente con lo cotidiano y sabe
encontrar el sabor que poseen las incomodidades y los problemas,
enfrentando al eventual drama con las venas henchidas de
adrenalina, renegando de la seguridad. Para él no hay
guías impresas, ni caminos y, si surgieran, los
evitará, indagando senderos nuevos; explorando aquello que
falta por recorrer. Porque explorar es lanzarse a la empresa de
conocer lugares ignorados y supone desplegar un "arsenal" de
medios
materiales,
intenciones y perseverancia de los que un viajero puede
prescindir.
La aventura de itinerario nos muestra a un
hombre curioso por lo ignoto, dispuesto a cambiar —o hacer
cambiar— el modo de ver el mundo. Es búsqueda, pero
también es evasión. Es curiosidad y ansias de
dominio;
porque el explorador se ve a sí mismo como un domesticador
de regiones. Sus cualidades —auto-exaltadas— son,
según Hubert Deschamps,
"la robustez física, la incansable
curiosidad, el ingenio para resolver situaciones siempre
cambiantes, el sentido común, la seriedad, el don de
gentes, la autoridad
(…) y sobre todo, una extraordinaria paciencia".
Al no seguir caminos, el aventurero de itinerario
se sale de la geografía
cartografiada. Suele tomar sus deseos por realidades y la
convicción emerge con anterioridad a la experiencia; de
ahí que el invento y la mentira no dejen de estar ausentes
en sus escritos. Por otro lado, no figurar en los mapas es
sinónimo de caos y desorden. Salirse de ellos implica
ingresar en lugares en los que todos los paradigmas
corren el riesgo de ser
superados o relativizados. Y si el escenario es caótico,
los seres que lo habitan suelen también representar lo
mismo.
Las aventuras y los monstruos hacen una buena
dupla.
Alejamiento e inaccesibilidad; alteridad y distancia.
Todo se combina para generar esa curiosidad motora que lleva
siempre a buscar aquello que se recorta difuso detrás de
las fronteras y alimenta el impulso por el descubrimiento, que no
es otra cosa que un acto de creación; un poner orden sobre
un caos previo. Nace así —en la aventura de
itinerario— la necesidad de resenmatizar el mundo; de
volver a bautizarlo, mostrando el inmenso poder de las palabras
sobre las cosas.
Cada incursión en "lo desconocido" se
convierte en un potencial trampolín a la fama (o a la
tumba). Cada "entrada" en un territorio inexplorado
alimenta el latente deseo de trascender, de quedar inmortalizado
en el registro
científico de algún museo o descubrir el propio
apellido en una cadena montañosa.
Aun si el explorador tiene la desgracia de desaparecer,
de perderse en ese mundo sin caminos, de sus penalidades y
sufrimientos se tejerán rumores y leyendas que
terminaran convirtiéndolo en un
héroe/martir; impulsando a otros a seguir sus
pasos. De ese modo, aquel que buscaba lo exótico, al
desaparecer, se vuelve, él mismo, en objeto exótico
de otros. Extraño incentivo de la curiosidad que nace del
dolor.
Aventuras y aventureros de suceso. Dentro de esta
categoría están los típicos "viajes con
aventuras"; es decir, las experiencias que atesoran
sólo aquellos que siguen caminos y no recurren a
itinerarios insólitos, adscribiendo sus huellas a
territorios previamente recorridos. En estos casos, ya no
hablamos de exploradores, sino de viajeros que se nutren de
ciertas contingencias y amenazas que se les cruzan por la ruta y
dramatizan la experiencia del viaje.
Por definición tranquilo y con escasos sorpresas,
el viaje necesita de ciertos condimentos para volverse
exótico; y no fueron pocos los viajeros que aderezaron los
suyos con exageraciones y/u omisiones para difundir sucesos
extraordinarios a lo largo de las rutas. Sería como forzar
la aparición de la aventura, convocándola y
controlándola al mismo tiempo; teniendo al
camino como"salvavidas" protector y operando como
red de seguridad. Este es un beneficio del que el
explorador careció la mayor parte de las veces.
"Un viaje antes de empezar es una potencialidad
infinita, pues todo puede pasar dentro de él. Cuando pongo
las llaves en la cerradura, porque estoy volviendo, acepto que no
han pasado tantas cosas y que tendré que romperme la
cabeza para contarlo de forma tal que parezca que sí. Es
el momento de la aceptación de que todas esas ilusiones
son piadosos engaños con las que uno se sigue manteniendo
mas o menos vivo".
( Martín Caparrós, escritor
y periodista argentino.)
Indiana Jones: el Nómade
"Cuando no es el hambre, es el
aburrimiento
o la desesperanza lo que nos
mata."
Michel Maffesoli
El Nomadismo. Vagabundeos
iniciáticos
"(…) Matando en sí mismo el
vagabundo,
es como el hombre ha refinado su
esclavitud
y se ha enfeudado a los fantasmas".
E.M. Cioran
Adiós a la filosofía, 1994.
Una de las características esenciales de Indiana
Jones ha sido, desde el primer filme, su vida nómade.
Siempre fuera de casa, el audaz aventurero practica una
existencia errante, siendo su profesión de
arqueólogo de campo la responsable de sus
vagabundeos.
Si consideramos la serie de televisión
(Las crónicas del Joven Indiana Jones),
podemos observar que arrastra la costumbre la desde muy
niño; ya que es conducido por su padre a lo largo del
mundo en una gira de conferencias que lo habilitan a vivir
decenas de aventuras en escenarios de lo más
exóticos. Por otro lado, todo parece indicar que sus idas
y venidas no lo incomodan en lo más mínimo. Todo lo
contrario: son parte constitutivas de su personalidad.
Como dijo Durkheim
(claro que no refiriéndose a nuestro personaje), Indy
tiene "sed por lo infinito". Eso se advierte
claramente en una escena de La Última
Cruzada (1989) cuando. tras regresar de Portugal. toma
asiento en su "oficina" de la universidad; un
sucucho reducido atiborrado de piezas
arqueológicas, desordenado y nada atractivo en la
trastienda del edificio. Allí, sitiado por alumnos que le
exigen la corrección atrasada de sus monografías,
Indiana se siente fuera de lugar. Tan claustrofóbico que
huye por una ventana, sumergiéndose otra vez en la
aventura.
Como todo nómade —amante de la vida
errante— escapa de lo burocrático, de la languidez y
ablandamiento del claustro universitario, de su mullido
sillón, de la comodidad que le brinda la
civilización. Se mantiene en una permanente huída
de todo aquello que esté alineado, codificado, estatuido,
identificado. Es un ser no domesticado que escapa del
confinamiento en el que son capturados la mayoría de los
mortales sedentarizados.
Por eso Indiana Jones atrae tanto y hace que millones de
personas se identifiquen con él.
Como nómade, Indy escapa del dominio de las
instituciones
(Estado, Universidad, Museo), física e intelectualmente.
Es un tipo con la "mente abierta", dispuesto a aceptar lo
inaceptable (por algo, en la primer película se lo
califica como "especialista en ciencias
ocultas"). Y eso lo convierte en un profesional que se aleja
del encierro de la ortodoxia, incluso de la racionalidad. He
aquí su veta romántica.
Con su movilidad permanente escapa de la vigilancia
oficial —que siempre tiende a ser panóptica—
de las teorías
dominantes y puede lanzarse a buscar Arcas mágicas con
poderes divinos, piedras sagradas que brillan con luz propia o un
Santo Grial que da la vida eterna.
Es un heterodoxo, casi un hereje. Por eso muchos lo
miran con desconfianza. Como escribe Michel Maffesoli:
"La vida errante es la expresión de una
relación diferente con los otros y con el mundo; menos
ofensiva, más suave, algo lúdica y, claro,
trágica, pues se apoya en la intuición de lo
efímero de las cosas, de los seres y de sus
relaciones".
Indiana Jones nos recuerda la aventura original del
nomadismo que hemos perdido. Es como esa ráfaga de aire
que circula sin freno renovándonos constantemente,
oxigenando una existencia que tiende a anquilosarse por su
inmovilidad.
Nos produce nostalgia, envidia.
Es el más claro exponente de los preceptos de
Heráclito: "Todo fluye".
Pero también hay en él una necesidad de
ligar y desligarse que llama la atención; algo de esquizofrenia,
quizá. Un ir y venir a mundos distintos. Dos
personalidades en una, como en los superhéroes de las
historietas. Por un lado, el profesor
universitario de saco y corbata, anteojos, tiza en mano y
argumentos racionales a la hora de explicar un tema
arqueológico. Por el otro, el aventurero
trotamundos de sombrero fedora, látigo, campera de
cuero y
revolver en la cartuchera, persiguiendo reliquias poderosas cuya
existencia él mismo negaba en sus clases.
Cada uno de esos roles cobra sentido a partir del
otro.
Indiana Jones: de Arqueólogo a
Huaquero
"Sólo los actos deciden
sobre lo que se ha querido".
Jean-Paul Sartre
"Sólo es subversivo el
espíritu que pone
en tela de juicio la obligación
de existir;
todos los otros, empezando por los
anarquistas,
pactan con el orden
establecido".
E. M. Cioran
Partiendo de la base ficticia del personaje y de las
intenciones que sus autores tuvieron cuando lo crearon
(entretener y no transmitir visualmente un
compendio de arqueología aplicada), nos detendremos ahora
en uno de los aspectos más controvertidos del Doctor
Jones: el modo en que practica su profesión.
Si nos atenemos a las películas y a la literatura
de aventura que lo tienen de protagonista, lo cierto es que nos
llevaríamos una idea muy equivocada de lo que es la
arqueología como disciplina
científica, puesto que Indy más parece un saqueador
o ladrón de tumbas y sitios arqueológicos, que un
profesional de la ciencia a la
que dice pertenecer.
En términos específicos sería un
"huaquero"; edulcorado, eso sí, a través de
una visión romántica muy combatida y criticada por
los arqueólogos reales. Como huaquero, Indiana
Jones entra a ser parte de un submundo que, últimamente,
ha sido profusamente estudiado a causa del terrible daño
que produce a la hora de reconstruir el pasado humano.
Se dice que el saqueo de tumbas es la segunda
profesión más antigua de la historia,
después de la prostitución; y que comparten tres
instrumentos de disuasión: las leyes, la moral y los
peligros físicos. Tanto en una como en otra, los castigos
judiciales, la culpa y los riesgos de salir herido
físicamente son un hecho. Aún así, los
ladrones de tumbas y las prostitutas han conseguido vencer
las trabas temporales, adaptándose a cada época y
autojustificándose con argumentos que, ciertas veces,
pueden sonar lógicos.
El saqueo del pasado es una realidad que se ha
dado, y se sigue dando, a nivel mundial.
Países como Grecia,
Turquía, Italia, Guatemala,
India,
México
o Perú (por citar sólo algunos) han sufrido una
permanente exportación ilegal de obras de arte y objetos
arqueológicos; la mayoría de los cuales han
terminado en las respetuosas vitrinas de los museos
más importantes de Europa Occidental o Estados
Unidos.
Además, unos pocos miles de grandes
coleccionistas privados, anticuarios y millonarios
excéntricos, vienen incentivando (directa e
indirectamente) excavaciones ilegales en desiertos,
montañas y templos abandonados de todas las latitudes del
planeta. Son la cúspide de un mercado negro y
de una subcultura fascinante y peligrosa.
El comercio
ilegal de arte antiguo se ha convertido en una
especialidad en constante crecimiento, desde hace unos
sesenta años. Floreciente y lucrativo, el mercadeo de
tiestos, cerámicas, bronces y esculturas talladas en
piedra, posee una atracción tal que es explicable no
sólo por la belleza intrínseca de las piezas que se
trafican, sino por una serie de factores que las han hecho
tremendamente codiciadas.
Uno de esos factores es el exotismo que suelen
simbolizar.
Una pieza de cerámica mochica, chancay o nazca, es
muchas veces sinónimo de "lo misterioso", de
"cultura perdida" o, incluso, de algo hoy muy de moda: "lo
étnico". Por otra parte, la exploración de
nuevos sitios, hasta hace muy poco tiempo inaccesibles y
desconocidos, ha generado una nueva, barata y amplia oferta de
objetos, a los que se puede tener acceso sin desembolsar grandes
fortunas. Por último, sin por ello ser menos importante,
el creciente aumento de inversores en el campo del arte ha
alimentado el contrabando
del que hablamos.
Según señala Karl Meyer, los tiestos
precolombinos suelen ser obras disponibles a coleccionistas de
dos niveles: por un lado, existe un mercado popular de
piezas de bajo precio; y por
el otro, un mercado de alto nivel, dispuesto a pagar
decenas de miles de dólares por objetos de alta calidad. Es esta
democratización de acceso al arte americano (por
señalar un ejemplo) lo que acelera y agiganta la salida de
las piezas del país originario. Hoy se acepta que la mayor
parte de los objetos de arte prehispánico, que se exhiben
en el mundo, son producto del
comercio ilegal.
En síntesis, hay suculentas ganancias en el
negocio de las antigüedades, lo que origina una larga cadena
de relaciones y contactos, ascendentes y descendentes, que van
desde el comprador más prestigioso
(incluidos los museos), pasando por el traficante (
el intermediario) y llegando, finalmente, al ladrón
de tumbas propiamente dicho. La puesta en funcionamiento
de este mecanismo ilegal, plagado de latrocinio y soborno,
contrabando e hipocresía, conocimiento y
"buen gusto", configura una red inmensa que no
respeta fronteras, clases
sociales, legislaciones o controles aduaneros.
Malmirados por los arqueólogos, débilmente
denunciados por coleccionistas y curadores, o ineficientemente
perseguidos por la policía, los ladrones de tumbas son
plaga, a lo largo y ancho del planeta. En el Perú y
Bolivia se los
conoce como huaqueros y sus actividades se
desarrollan en todos los pisos ecológicos del área
andina. No hay desierto, montaña o selva que no hayan sido
visitados por estos conspicuos miembros de la red arriba
nombrada; y constituyen el último escalón de un
trafico de vasijas y piezas únicas, que ellos mismos
extraen de la tierra.
Tienen distintas denominaciones en diferentes partes del
mundo.
En Grecia son los tymborychoi; en Italia,
los tombaroli; en la India, se los llama
"idol–runners"; y en Guatemala y
México, son los esteleros. Pero, no importa
el nombre que les dé, todos ellos se dedican a lo mismo:
saquean antiguas tumbas en búsqueda de ajuares funerarios,
para luego venderlos, a muy bajo precio, a los ansiosos
traficantes internacionales.
Por lo general, los huaqueros desconocen
el valor que
tienen las piezas que encuentran (no es éste el caso de
Indiana Jones que cumple la función de
huaquero, traficante y coleccionista al mismo tiempo). Por
sólo unos pocos pesos se desprenden de ellas, ignorando
los suculentos negocios que,
más arriba en la escala, se realizan con las mismas. En el
Perú, por ejemplo, la tarea suele ser una empresa
familiar, y a pesar de que existen huaqueros de
tiempo completo, la mayoría busca enterramientos de un
modo no sistemático, ni permanente. Las tareas
agrícolas, que generalmente desempeñan, ayudan a
que, de tanto en tanto (aunque esto es mucho más
común de lo que se cree), un viejo tesoro precolombino
aflore a la superficie, ante las personas menos
indicadas.
Las relaciones que ocasionalmente se entablan entre los
investigadores y los ladrones de tumbas son un tanto
"histéricas". Ambos grupos se
conocen, se rechazan y se miran como competidores; aunque, por
otro lado, son conscientes del provecho mutuo que se sacan unos a
otros. La historia de los últimos cincuenta años
muestra que, en muchas oportunidades, han sido los huaqueros los
que dieron el puntapié inicial a un gran descubrimiento
arqueológico; y los traficantes los que llamaron la
atención sobre un estilo ignorado, despertando así
el interés de los eruditos por una cultura
aún no conocida.
Muchos investigadores (profesionales y amateurs) tienen
como "informantes" a huaqueros; gente que conoce el
terreno como la palma de su mano y que sabe
"milagrosamente" dónde excavar. Generaciones de
huaqueros pululan; ofreciendo vasijas, entregando datos muy jugosos
o, simplemente, mostrando fotografías de cerámicas
bellísimas, a las que etiquetan como
"originales".
Este último aspecto es un problema con el que
deben lidiar los traficantes y coleccionistas de arte; y es la
causa que ha impulsado a que muchos se convirtieran en verdaderos
especialistas en el tema. Comprar una pieza falsa es un peligro
que se corre a diario, máxime en un mundo tan competitivo
y darwiniano como ese. Son asuntos de negocio y a nadie le
gusta perder su dinero. Por
este motivo es común que los grandes traficantes de arte
precolombino sean, al mismo tiempo, buenos conocedores de las
antiguas técnicas
de fabricación y los mejores consultores sobre la
autenticidad de una pieza.
Éstos y otros aspectos se dejan entrever en las
películas y libros de Indiana Jones.
Sucede que, en el universo
novelado de Indy, la arqueología es mostrada como algo que
ya no es: coleccionismo (aunque sí lo fue al
principio, en los siglo XVII y XVIII, cuando nació). La
Nueva arqueología se separó del tabú y forma
romántica de la arqueología clásica; aunque
parece perdurar en el imaginario cinematográfico de
nuestro personaje y otros de la ficción.
Con Indiana Jones lo que se observa es aventura y no
ciencia. No hay investigación sistemática y se
olvida (viola) algo fundamental en arqueología: el
contexto en el que un objeto es encontrado. Entrar en un templo
perdido, tomar un ídolo de oro y salir
corriendo no es el procedimiento que
señala el manual del buen
arqueólogo. Y menos que menos, vender después
ese artefacto.
Al pasado se lo compra con dinero; y en una economía de mercado,
en donde la ética
está ausente y el más fuerte se devora al
más débil, es el mejor postor el que se lleva los
laureles y los objetos de arte.
¿Cómo competir con traficantes que ofrecen
a los ladrones, dos, tres y hasta cuatro veces más
dólares que los museos públicos latinoamericanos?
¿Cómo combatir el huaqueo, sin fondos,
controles, ni voluntad política para frenarlo?
¿Qué país subdesarrollado puede tener en
cada valle, cerro, desierto o selva, suficientes funcionarios
honestos, para proteger el patrimonio histórico y
arqueológico de la región?.
Este es un problema que resulta difícil de
revertir, y que tiene aristas muy agudas, que van mucho
más allá del campo de la historia o la
arqueología. Si la situación general en que se
encuentra América
Latina tiende a perdurar (y nada hace prever que la cosa
cambie), no habrá leyes, acuerdos o discursos
políticos que impidan la "Gran Migración"
del arte precolombino hacia vitrinas más lujosas y mejor
protegidas, a miles de kilómetros de distancia de las
tumbas en las que vieron, subrepticiamente, la luz.
Tanto en el desierto, en la montaña como en la
selva, los huaqueros desempeñan su "arte" con
maestría y sin culpa (Indy no parece tenerla).
Conocedores de los lugares apropiados, esperan las sombras de la
noche para iniciar sus rituales de profanación.
¿A quién le pertenece el
pasado?
Según Indiana Jones a los museos.
Pero, ¿a qué museos?
Aquí la controversia abarca tres opiniones bien
diferentes y enfrentadas, que Karl Meyer ha sabido sintetizar
perfectamente en su libro.
Primero, está el punto de vista del
coleccionista, que se ve a sí mismo como un salvador de
antigüedades, a la vez que piensa en el futuro valor que sus
"protegidas" piezas adquirirán en el mercado. Esta
tradición ha prosperado mucho en América Latina
desde el siglo XVIII. En este ámbito es posible encontrar
a grandes terratenientes, militares, sacerdote e incluso
instituciones bancarias, como propietarias de importantes
colecciones privadas.
Después está la opinión de los
curadores de los grandes museos, que llegan a justificar
cualquier medio dudoso de adquisición con tal de
enriquecer "la sensibilidad de su pueblo". Esta tradición
en más anglosajona ya que el interés por el
coleccionismo estuvo (y está) sostenido por instituciones
académicas. Indy formaría parte de este
grupo.
Finalmente, está la actitud de aquellos que
consideran que los monumentos antiguos (y los tiestos lo son de
alguna manera) constituyen parte indisoluble del patrimonio
nacional de donde se encuentran.
Tres posturas que aún se mantienen en fuerte y
apasionado debate, y en
el que cada una posee cierta cuota de razón. Pero,
mientras los alegatos proliferan, el gran templo del pasado sigue
siendo saqueado; desmoronándose y perdiendo una información que, como un libro que se quema
a medida que se lee incorrectamente, no recuperaremos
jamás.
Indiana Jones: Alegato final
No ha sido nuestra intención juzgar al Dr. Jones.
Lejos de nosotros está caer en semejante ridículo.
Desde el principios
supimos que tratamos con un personaje —un ser de la
ficción— que no pretende otra cosa más que
divertir, entretener, pasar un rato agradable y, por su
intermedio, soñar con las aventuras de nuestra infancia y
adolescencia.
Indy no es más que un canal que nos conecta con
la inocencia de los tiempos idos, con aquellas tardes en que
jugábamos a ser exploradores en mundos
perdidos.
Por otro lado, si se analiza bien, Indy Jones es un
hombre normal, un simple profesor. Un tipo ordinario que vive
situaciones extraordinarias, no un superhéroe al estilo
Batman o Superman. Un sujeto lleno de contradicciones, como todos
nosotros. Y son, justamente esas contradicciones, la que lo
humanizan y vuelven más real.
Indiana Jones es un emergente de nuestra época y
una síntesis de las muchas tropelías y grandezas
que la civilización occidental ha desplegado por todo el
planeta.
Un símbolo complejo, un icono
interesante.
Un tipo con el que, de existir, me encantaría
sentarme a tomar un café.
A mis hijos
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia
UNMdP
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