Inicio de la Guerra de las
Malvinas
El festejo del inicio de la Guerra de las Malvinas
irrita a un inmigrante italiano. En su testimonio "16 de Junio de
1982", escribe Marili Flores: "Esas idas a la Pza. Ramírez
con la gurisada del barrio en mi Citroen en manifestaciones
multitudinarias con vinchas y banderitas celestes y blancas se
convertían ese atardecer en la violada utilería de
una puesta de teatro del
absurdo y nosotros, actores que grotescamente festejábamos
un conflicto
bélico. Esos bocinazos me aturdían, ahora. Esos con
los que, estertóreamente expresábamos en
patrioterismo de mundial de fútbol la dramaturgia
horrorosa de una guerra. Lo que me impidió entenderlo al
Nonno Juan, cuando en el asado de aquel domingo me preguntaba en
su cocoliche, "ma caraco que festeca?! Una guera?" y
pensé, cincuenta años en este país, pero no
es argentino, no entiende . Esa tarde sentí al Nonno,
creciendo otra vez desde su sabiduría, desde mi dolor"
(1).
Notas
1 Flores, Marili: "16 de junio de 1982", en
www.elmuro.com.
Creación e independencia
de Israel
En Buenos Aires, en
1948, transcurre uno de los capítulos de Hija del
silencio, novela de Manuela
Fingueret. Ella escribe: "La viabilidad de un Estado
judío formaba parte de esas discusiones que para ella
quedaron truncas, pero era también un espacio de
sueños que algunos llevaron adelante como bandera de
lucha, un lugar de encuentro para los que pudieron pensar antes o
después de los campos de la muerte.
Para Pinie, el sionismo se fue convirtiendo en el motivo central
de su existencia. No es un tema que discuta con ella, porque no
se muestra
interesada en ello, aunque verlo tan entusiasmado la conmueve.
Van llegando los amigos justo en el momento en que se transmite
la votación en las Naciones Unidas.
El grito de júbilo final, las lágrimas de todos
producen en Tínkele una emoción nueva, que en estos
años le resulta más fácil empezar a sentir.
Pinie se acerca a la cómoda oscura y
saca del tercer cajón un talit brillante de seda. Se
coloca el sombrero, abre el libro de
oraciones, y con la voz enronquecida por la emoción reza:
‘Baruj ata adonai eloeinu adonai ejad’ "
(1).
En La rabina, escribe Silvia Plager: "Poca atención le había prestado Esther a
la música,
pero de pronto el solo de violín la arrastró a un
misterioso ámbito y en él su madre le volvió
a contar que cuando se declaró el Estado de
Israel,
papá tomó el violín y se puso a tocar, a
pesar de que sólo lo había aprendido de chico y
mal, como si Shmuel, su virtuoso hermano mayor asesinado por los
nazis lo guiara…" (2).
Luis León se refiere a los festejos de la
independencia de Israel (3): "Un gran acto en el cine Villa
Crespo de Corrientes al 5500, reunió a centenares d
personas, aunque el acto central fue organizado en el estadio
Luna Park.. En esa ocasión, un número importante de
djidiós de Villa Crespo concurrieron al acto en
bañaderas (2), desde las que exteriorizaba su entusiasmo.
Desde temprano, se formó una columna en que se destacaban
los jóvenes, reunidos alrededor del mástil que en
esa época se alzaba en el encuentro de las avenidas
Corrientes y Canning (1), recuerda "L". "Desde el balcón
del quinto piso de uno de los escasos edificios de altura de esa
época, mi abuela, gritaba alentando a la muchedumbre sin
reflexionar si era o no escuchada por ellos. Yo que tenía
seis años, iba y venía sobre mi triciclo haciendo
sonar el timbre del manubrio, por simple entusiasmo de ver a mi
abuela en esa actitud.
Cuando la columna fue numerosa y comenzó a marchar hacia
el centro, ella corrió hacia el ropero, extrajo una gran
bolsa de confites de almendra y los arrojó hacia abajo a
la gente, fina y cara costumbre que reservaba exclusivamente para
los grandes acontecimientos, especialmente los nacimientos". (1)
Actual calle Scalabrini Ortiz / (2) Tipo de vehículo
colectivo de la época, con techo de lona para plegar en
días soleados, denominado así por la gente de la
ciudad debido a la forma de la carrocería.
Notas
1 Fingueret, Manuela: Hija del silencio. Buenos Aires,
Planeta, 1999.
2 Plager, Silvia: La rabina. Buenos Aires, Planeta,
2006.
3 León, Luis: "Recuerdos de la partición",
en SEFARaires, N° 13, Mayo de 2003.
Cumpleaños
Los cumpleaños se festejaban en la colectividad
italiana con manjares caseros. Lo recuerda María Luisa
Cuccetti, en una entrevista.
Cumplidos ya los cien años, relata: "La Boca era un lugar
muy lindo a principios de
siglo, lleno de inmigrantes y marinos genoveses. Los
cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate
caliente" (1).
Uno de los gallegos de Frontera Sur,
novela de Horacio Vázquez-Rial, festeja su
cumpleaños. Dice la hija: "Todavía hay mucho que
hacer para esta noche. Es una fiesta muy grande -explicó
desde la puerta-, muy importante para nosotros. Mi padre no se lo
habrá dicho, pero, amén de la Nochebuena,
celebramos su cumpleaños. Y va a estar todo el mundo.
Todos los hermanos, y todos los huéspedes, y todos los
amigos, que alguna vez fueron huéspedes también.
(…) Siempre llega gente de allá, de Galicia, y no la va
a dejar en la calle, ¿no?" (2).
Entre los japoneses, "Los cumpleaños son muy
festejados, pero sobre todo en las siguientes edades: 13, 25, 37,
61, 73, 85, 88 y 99 años" (3).
Notas
1 Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en Clarín
Viva, 26 de septiembre de 1999.
2 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera Sur.
Barcelona,. Ediciones B, 1998.
3 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A LA MESA Ritos y
retos de la alimentación argentina. Buenos Aires,
Grijalbo, 2000.
Año Nuevo
Pervive en América
la costumbre española de comer doce uvas al tiempo que
suenan las campanas en el nuevo año. Silvia Pisani (1) y
Rodolfo Ranni (2), quienes lo intentaron en Europa, coinciden
en señalar la imposibilidad física de llevarlo a
cabo.
Narra el protagonista de Hermana y Sombra, novela de
Bernardo Verbitsky, hijo de inmigrantes rusos: "el 1° de
enero de 1919 nos encontró juntos. Se brindó con la
bebida de rigor, cuando nos aseguraron que se estaba oyendo la
ronca sirena de ‘La Prensa’;
también yo creí distinguir entre el
estrépito creciente el lejano zumbido que efectivamente
llegaba desde Plaza de Mayo hasta Flores y el resto de la ciudad.
Y allí se desencadenó con mayor fuerza la
acostumbrada recepción a balazos, que por primera vez
oí, o la primera que recuerdo, aumentando el estruendo de
cohetes, gritos, bocinazos, a todo lo cual sumamos una modesta
contribución de ruidos, golpeando con palos un
fuentón de cinc de los que se usaban para lavar ropa.
Vimos cómo partían oblícuamente hacia la
altura las rojizas huellas de los tiros que prodigaban los
energúmenos de la casa de al lado. Mamá se tapaba
los oídos calificando todo eso de salvajismo. Al
día siguiente leímos en el diario que en varios
lugares de la ciudad hubo heridos por balas perdidas, una de las
cuales causó la muerte de una
joven que se hallaba en el patio de su casa" (3).
En su cuento
"Año nuevo en Buenos Aires", Luis León relata que,
al protagonista: "la lluvia le impidió sentarse en la
vereda. Por causas que no alcanzaba a saber, desde la noche
anterior Kadén, su mujer,
aparecía con frecuencia en sus pensamientos. Cerca de las
diez cuando la lluvia interrumpió su intensidad por un
rato, decidió salir a comprar algo para el almuerzo. (…)
fue hasta el pequeño ropero de roble del espejo roto y
sacó la percha de Tienda Los Leones. Allá colgaba
su único traje, y comenzó a ponérselo con
cuidado, procurando que los tiradores queden parejos, no seas
choloja (7) le decía Kaden que tanto cuidaba su aspecto.
Esa mujer, Masaltó me recuerda a ella, cuidadosa de la
ropa. Llevaré este paquetiko de jalvá para que la
djuventú coma algo dulce al llegar las doce. En verdad
ellos son fuertes, y tienen derecho a festejar, como yo cuando
saqué corriendo a esos muchachones turcos que
querían pegarme en el Jan de las Cabras, se dijo con algo
de orgullo. Fue nuevamente al ropero para sacar una bolsita de
seda con el libro de Ley y su talet
(8), por si había oportunidad de meldar (9) un poco se
dijo, y la sonrisa se le amplió". (7) desaliñado en
el vestir / (8) manto empleado para la liturgia ju-día /
meldar: leer los libros
litúrgicos / (9) leer los libros sagrados" (4).
En "Año nuevo con sorpresa", relata José
Mantel: "Los hermanos habían decidido festejar el 31 de
diciembre bien a la criolla, con mucha sidra, pan dulce, turrones
y frutas secas. Lo iban a hacer en el patio de Mordejai e
invitarían a los cuñados con sus esposas e hijos,
unas treinta personas. Mordejai se ocuparía de hacer las
compras y luego
repartirían los gastos"
(5).
Entre los alemanes del Volga, había una
tradición secular que es descripta de la siguiente manera
por José Brendel, en su evocación de San Miguel
Arcángel: ‘Para Año Nuevo, existe en la
colonia una tradición multisecular, única, no en su
fondo sino en su ritual. No en cualquier parte se puede formular
el deseo de prosperidad, sino que está sujeto a un
estricto código
ancestral, sin el cual el augurio no vale nada. No es colectivo,
ni siquiera familiar, sino estrictamente personal, de cada
uno, ya frente a sus padres o amigos. Entra en la
categoría de los actos serios’. "El agraciado, con
su esposa, debe estar en su salita de recibo –Kleine Stube:
sala chica- y sentado, en actitud de potestad y con la puerta
cerrada. Después de los consabidos golpecitos de llamada y
el ‘entre’ correspondiente, se presenta el
felicitante con el saludo de ‘Alabado sea
Jesucristo’, y acto seguido recita su salutación,
que es de un mismo tenor para todos: ‘Les deseo feliz
Año Nuevo, larga vida, salud, paz y unión, y
después de la muerte la Vida Eterna, y el Niño Dios
en sus corazones" (6).
Los japoneses, "En las fiestas, como el Año Nuevo
o Shogatsu, donde se reúnen con familiares y amigos, tanto
se bebe un tipo especial de sake al que le atribuyen la propiedad de
garantizar y alargar la vida, como no deben faltar el sushi, los
frutos del mar –langosta y besugo- y una sopa que contiene
pasteles de arroz gelatinoso que ‘borra todo recuerdo
ingrato del año precedente’ " (7).
Notas
1 Pisani, Silvia: en La Nación
Revista.
2 Ranni, Rodolfo: "En la Puerta del Sol bajo una lluvia
torrencial", en La Nación,
Buenos Aires, 12 de enero de 2003.
3 Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires,
Editorial Planeta Argentina, 1977.
4 León, Luis: "Año nuevo en Buenos Aires",
en SEFARaires, N° 21.
5 Mantel, José: "Ano nuevo con sorpresa", en
SEFARaires, N° 33.
6 Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al
Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial Tesis
/Instituto Torcuato Di Tella, 1986.
7 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A LA MESA Ritos y
retos de la alimentación argentina. Buenos Aires,
Grijalbo, 2000.
Carnaval
"Según una difundida leyenda -comenta Alejandro
Dolina-, el Carnaval fue alguna vez una fiesta popular, con
personas disfrazadas, música, baile, bromas y murgas. En
verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la
legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas
habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del
almanaque a las que la terquedad general insiste en adjudicar la
condición de carnavalesca. Esos días son utilizados
no ya para festejar sino más bien para reflexionar y
añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se
ve, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia,
de la pasión a la meditación, de la alegría
a la tristeza" (1).
Humberto D’Arcángelo -personaje de Sobre
héroes y tumbas, de Ernesto
Sábato– añora los carnavales de
antaño. El está con Martín "en una antigua
cochera que en otro tiempo había sido de alguna casa
señorial. (…) Le señaló al fondo,
arrumbado, el cadáver de un coche de plaza: sin faroles,
sin gomas, agrietada, la capota podrida y desgarrada. (…)
Acarició la rueda de la vieja victoria. –La gran
puta –dijo con voz quebrada-, cuando venía el
carnaval había que ver este coche al corso de Barraca. Y
el viejo con la galerita, al pescante. Te garanto que daba golpe,
pibe" (2).
En 1871, ataca la peste. Escribe Félix Luna: "En
enero ocurrieron los primeros casos, pero el carnaval se
aproximaba y hasta el propio presidente se divertía
jugando con agua:
¿cómo se iba a ensombrecer la alegría
popular advirtiendo el peligro que se cernía sobre Buenos
Aires?" (3).
La inglesa Agnes, abuela de María Elena Walsh,
escribe a su padre en 1878: "El próximo domingo empieza el
Carnaval y parece que será grandioso" (4).
Carlos Mauricio Pacheco evoca en su sainete
lírico-dramático en un acto Los disfrazados, un
suceso acaecido durante un Carnaval. La escena se desarrolla en
el "Patio de un inquilinato. Puerta de calle a foro y puertas laterales. A la
derecha escalera que conduce a las habitaciones altas enfrentadas
a foro y laterales por una baranda. No es el conventillo
porteño sucio y complicado. Es un patio donde el autor
toma sus apuntes de la vida popular sin necesidad de taparse las
narices. Hay en el ambiente
cierto aseo, cierta limpia alegría de día de
fiesta, que no se encuentra en las oscuras vecindades
cosmopolitas. No es, pues, el conventillo propiamente. Son unos
cuantos tipos que en la tarde carnavalesca mueven , ante los
ruidos cómicos de la calle, el respectivo cascabel
interno. El todo entre paredes y entre perspectiva de azoteas,
por encima de las cuales declina el sol"
(5).
A criterio de Graciela Villanueva, "la circunstancia (el
carnaval) y la peripecia amorosa de engaño y venganza
sobre la que se articula la acción
dramática sirven sobre todo para que desfilen por el patio
del conventillo diversos y pintorescos personajes del pueblo y,
naturalmente, muchos inmigrantes -especialmente italianos- que se
expresan en aquella particular mezcla de español e
italiano bautizada en Argentina con el nombre de cocoliche"
(6).
Manuel Gálvez describe, en su novela Nacha
Regules, un baile en un inquilinato: "de la guitarra y el
bandoneón surgían las frases compadronas de un
tango. Era una
música sensual, canallesca, arrabalera, mezcla de
insolencia y bajeza, de tiesura y voluptuosidad, de tristeza
secular y alegría burda de prostíbulo,
música que hablaba en lengua de
germanía y de prisiones, y que hacía pensar en
escenas de mala vida, en ambientes de bajo fondo poblados por
siluetas de crimen. (…) Linda sonreía mirando a algunas
parejas –a Saturnina que era abrazada por un conde lleno de
plumas, y a la encargada del inquilinato, una genovesa redonda
como una bola, que se zangoloteaba en los brazos de un Moreira
feroz-" (7).
En Las ingratas –novela de Guadalupe Henestrosa
que mereció el Premio Clarín de Novela 2002-, el
carnaval marca el inicio
de la relación entre la dueña de la pensión
y uno de sus huéspedes, que luego se convertiría en
su marido: "Así estaban las cosas, cuando una noche de
carnaval, mientras todo el mundo había ido hasta el corso
de la avenida para ver pasar las carrozas, Roca prefirió
quedarse en el patio fumando un cigarro y silbando bajito. Petra
iba de acá para allá con un balde, regando las
macetas. (…)
Afuera sonaban los gritos de las comparsas, los falsos
alaridos de las mascaritas, las bombas de
estruendo a lo lejos; adentro, en ese mundo de macetas, baldosas
y sillas de mimbre, el silencio era más fuerte. En la
atmósfera
verde, Petra era otra, más blanda, tierna, casi indefensa:
Melchor Roca la miraba embobado, sumergido con ella en el
ambiente acuático y levemente corrupto de la noche de
carnaval" (8).
En su novela Hacer la América, Pedro Orgambide
evoca un carnaval de la década del 20: "Sonaban las gaitas
de los gallegos. Los vascos (pantalón y camisa blanca,
pañuelo al cuello, boinas, alpargatas) bailaban golpeando
sus palos, combatiendo en una esgrima de pies que se lanzaban al
aire y
volvían en un paso de danza. Los
cosacos desenvainaban sus sables, degollaban a Israel Mitzer en
la puerta de la sinagoga y gritaban, sudados y coléricos,
fidelidad al zar y a la zarina. Bailaban los capoeiras del
Brasil y los
gitanos y los muchachos de Barracas. Bailaban los hombres
disfrazados de osos, de monos, de tigres, de gigantescos perros y
caballos. Bailaban los hombres disfrazados de mujeres y las
mujeres disfrazadas de hombre;
bailaba el disfraz hermafrodita: mitad hombre, mitad mujer, mitad
novio, mitad novia; danzaba el lanzador de dardos, el salvaje que
besaba al explorador en la boca; bailaban los enanitos, los
viejos, los enclenques. En el palco, las orquestitas de Retiro,
de las viejas romerías, tocaban los tanguitos de otro
tiempo, puro flautín, pura guitarra, pero ahora
subía una orquesta típica nacional que
dirigía el maestro Arrieta" (9).
El protagonista de Barrio Gris, novela del inmigrante
asturiano Joaquín Gómez Bas, manifiesta: "En lo que
a mí respecta, el carnaval existe para recuadrar en rojo
tres días del almanaque. Ahora. Antes existía
también para que el pobre Cigüeña se
disfrazara de oso carolina. Ni de niño compartí el
disloque general. Jamás me exhibí pintarrajeado. Me
mantuve siempre ajeno al entusiasta afán de convertirse en
bufo gratuito para regodeo del prójimo. Repudio el
vocingleo desatado, inútil y bárbaro. Me enferma.
La primera vez que pretendí formar parte de la
baraúnda en un bailongo de la fecha, originé
descomunal batahola cuando un cocoliche de facón y talero
casi me deja sordo con su carraca. Por milagro no me ojalaron el
pellejo. Lo salvé entero, junto con el propósito de
esquivarle el bulto en lo futuro a la jauría de
carnestolendas. Definitivamente" (10).
Uno de los personajes de Mempo Giardinelli relata, en
la novela
Santo Oficio de la Memoria:
"Era una joda este país, y los carnavales no te cuento: se
jugaba con agua todas las tardes y a la noche meta milonga"
(11).
Victor Hugo Ghitta evoca el carnaval de la colectividad
gallega. Recuerda "las largas mesas familiares del Centro
Lucense, en una Buenos Aires cuyos esplendores y apego por las
fiestas populares irían menguando con los años, en
bulliciosas noches de carnaval en las que nos peleábamos
por una falda con fervor e inocencia mientras nuestros padres
batían palmas y meneaban caderas al ritmo del pasodoble o
la muñeira, después de haberse atragantado con las
sardinas españolas y las morcillas vascas y las batatas
asadas al carbón y los jamones tan perfumados como las
señoras que atiborraban la pista, atraídas por una
estridencia de trompetas y por las toreras de luces y las
fabulosas charreteras y los zapatos y los pantalones blancos de
los Gavilanes de España,
que era el conjunto musical que animaba las tertulias y las
verbenas" (12).
Nersés, un joven hijo de armenios que se
crió en Barracas, protagoniza la novela Memorias para
no olvidar, de Eduardo Bedrossian. El joven "se acordó de
aquellos años de su infancia,
cuando se ponía un disfraz y se agregaba a la murga que
iba cantando por el barrio y recogiendo algunas monedas en una
vasija de lata o en un platito, luego de algunas canciones de
ablande" (13).
Santó Efendi recuerda los carnavales en Villa
Crespo: "En verano, el carnaval diurno servía para
refrescarse un poco… a globazos, baldazos y mangueras"
(14).
Manuel Enrique Pereda evoca los carnavales en Villa
Pueyrredón: "Había una vez… allá por los
años 1922, una familia formada
por Don Clemente Enrique Pereda, argentino, nacido en el Bajo
Belgrano, y Doña Estrella Mon, española, de
Galicia, con su hijo Manuel Enrique (…), que se radicaron en
una pieza alquilada en la calle Argerich 4685 a un matrimonio de
italianos de apellido Pettorosi que tenían tres hijos
llamados Pascua, Armando y Pepa, siendo estas chicas mis primeras
compañeras de juegos (…)
Tengo presente a la tana Doña Emilia, de carácter fuerte y cerrado dialecto, cuando
al poco tiempo de convivir en su casa, siendo carnaval, mi viejo
le tiró un baldazo de agua. ¿Qué
‘rosca’ se armó! Se lo quería comer
crudo" (15).
Se disfrazaba Alberto Tarrío, hijo de inmigrantes
gallegos. Cuenta su hijo Fabián: "Mi viejo sabía
vivir y hacer de cada momento con los demás, un tiempo
grato. Lo que me viene a la cabeza es el espíritu que
tenía de buena vida. Divertido, atrevido; era de
disfrazarse para los carnavales o para fin de año, y
viajar disfrazado en un colectivo a los corsos de la Boca. A
nosotros nos daba un poco de vergüenza, pero hoy reconozco
que lo hacía porque tenía un espíritu muy
lindo" (16).
Luna de Avellaneda, película dirigida por Juan
José Campanella, se abre con la evocación del
carnaval de 1959 en el club -fundado por tres gallegos- que da
nombre al film. A criterio de Pablo Scholz, "Los protagonistas de
Campanella suelen recorrer un viaje interno. Nunca sienten que
pisan en terreno firme. Román (Ricardo Darín,
demostrando por enésima vez que solito es capaz de llevar
adelante cualquier proyecto, si
está bien escrito) se casó con la más linda
del barrio (Verónica, Silvia Kutica), fue activista en la
Facultad, pero se quedó. Es vocal en el Luna de
Avellaneda, el club de barrio donde nació en el carnaval
de 1959 —el año en que nació Campanella, otro
acierto del guión, y habrá más: incluir a
Alberto Castillo, ginecólogo, como quien lo haya
traído al mundo—. Por ese motivo y otros más,
que el espectador descubrirá si no se le nubla la vista,
el club significa mucho para Román" (17). "La nostalgia
-escribe Adolfo C. Martínez-, el presente enrarecido por
una sociedad
siempre dispuesta a agotar las posibilidades del hombre argentino
y la fuerza del amor como
necesidad vital de recomponer la vida y las angustias son los
permanentes temas que Juan José Campanella y sus
coguionista Fernando Castets y Juan Pablo Domenech presentan en
la pantalla con esa pátina de calidez y de hondura
dramática, en la que no están ausentes el humor y
los fracasos" (18).
Durante el Carnaval, a veces, se suscitaban peleas.
Escribe Horacio Vázquez-Rial, en su novela Frontera Sur:
"En los primeros años del siglo, Buenos Aires vivía
sin sobresaltos. Era noticia comentada el enfrentamiento, en
1903, en los carnavales de Avellaneda, de la comparsa de
‘Los Leales’ con la de ‘Los Pampeanos’,
en la que formaban José Razzano, quien con el tiempo
haría dúo con Gardel, y el que muy pronto
sería intendente municipal de su ciudad, don Alberto
Barceló, en compañía de sus sobrinos y de su
futuro secretario, Nicanor Salas Chaves" (19).
La clase alta
aborrecía esa clase de festejo. Relata María Rosa
Oliver, en sus memorias: "En Europa el carnaval nos había
pasado inadvertido, quizá porque cae aún en
invierno, pero aquí, como broche del verano, era una
fiesta. Una fiesta larga e importante que tercamente mis padres y
parientes trataban de pasar por alto como, al leer los diarios,
salteaban las páginas en que, con semanas de
anticipación, se informaba sobre los preparativos para que
llegaran a su máximo esplendor las carnestolendas o el
reinado del dios Momo, nombres sugestivos que en casa nadie
pronunciaba pero que en las revistas iban enmarcados entre
guardas que evocaban las futuras serpentinas". A la
pequeña María Rosa le gustaban las máscaras:
"Me gustaban las que iban a los bailes infantiles de disfraz
organizados en el Hotel Bristol de
Mar del Plata. Pero la única vez que a duras penas, y
después de insistentes súplicas, nos permitieron ir
a la fiesta nos la aguaron bastante porque ‘…eso de
ponerse disfraz ¡qué esperanza…! Lo único
que faltaría… Eso, jamás…" (20).
También aborrecían los festejos algunos
inmigrantes. En "La levita gris", de Samuel Glusberg, el narrador
lleva a sus hermanos al corso de Palermo, que le causa una mala
impresión: "Aquello no tenía de infantil más
que el nombre; casi todas las máscaras habían
dejado de ser niños
hacía tiempo; gente grosera que atropellaba a los chicos y
profería sandeces que todos celebraban, sólo porque
venían de quienes llevaban antifaz. Pero qué otra
cosa es el Carnaval? Me volví a casa furioso, con gran
descontento de los pequeños, a quienes, para que no
lloraran, tuve que hacer promesa de llevarlos por la noche al
corso de casa" (21).
Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la
relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con el vendaval
inmigratorio de principio de siglo que la farra desbordó
todo orden institucional, la mascarita se independizó, y
el disfraz pasó a ser un atributo de fenomenal creatividad
individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa
lucían su solvencia con el molde y la aguja". Una vez
disfrazado el niño, debía fotografiárselo,
para enviar esa imagen al
país de origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en
Pascale, bajo el sol calcinante de febrero, ese que aseguraba con
el resplandor de la primera tarde los mejores contrastes en la
vidriada galería de pose del estudio. ¿Cómo
testimoniar sino allá en el terruño el prodigio de
costura, las costumbres, el crecimiento y la belleza de los
chicos, engalanados y maquillados?" El afianzamiento de la
inmigración hizo que cambiaran los disfraces elegidos por
las madres para sus hijos: "Viejas fotos.
Sólo eso queda de aquella magnífica pasión
por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los años 20
en que las colectividades tomaron peso propio. De allí en
más predominaron los baturros, toreros y gaiteros
asturianos, las majas, las gitanas, y los vascos pelotaris con
sus paletas en miniatura, o su versión lechera con los
tarros también a escala.
Napolitanas, damas venecianas, y polichinelas certificaban
el amor a
Italia". Fotos
que se enviarían a los parientes que tanto se
extraña: "Atrás unas líneas ya casi
ilegibles: ‘Cara mamma: le invio una fotografia del mio
Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua
cara figlia, Renza’. En la foto, un pequeño
soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida
mirada melancólica" (22).
Se enviaban, para ocasiones especiales, postales con
retratos familiares, editadas por los estudios de fotografía. "Hoy, los coleccionistas
aún las encuentran circulando en mercados de
Italia y España con sellos argentinos: habrían sido
enviadas por familiares que emigraron al país"
(23).
"Los improvisados –comenta Andrés
Carretero- preferían cubrirse con una sábana, lucir
algún antifaz o pintarse la cara con corcho quemado. El
disfraz más frecuente en todos los corsos fue el de Oso
Carolina. También eran comunes los disfraces de Martín
Fierro o Juan Moreira, los más valientes
aparecían incluso montados a caballo, ganándose el
aplauso del público". Pero no todos los disfraces estaban
permitidos: "Las disposiciones municipales prohibían el
uso de disfraces de monja o sacerdote y aquellos trajes que
parodiaran uniformes militares en vigencia o que representaran
costumbres obscenas" (24).
El disfraz de Oso Carolina que menciona Carretero tiene
una historia de
pobreza.
Escribe Podeti: " ‘Según tengo entendido, el oso
carolina era un disfraz de oso hecho con bolsas de arpillera, en
algunos casos bolsas que habian sido usadas para arroz y por lo
tanto conservaban el sello de 'carolina 0000' o el que
correspondiera. Como ya no hay arpillera, ahora podría
manguear unas bolsas de polipropileno blanco y disfrazarme de
'Oso Núcleo de alimento para aves'.’
(Fuente: El lector Javier Unamuno, que no cita fuente alguna ni
nada. Probabilidades de exactitud: 85 %, porque es casi una
efeméride – o como sea el singular de
‘efemérides’ – y a pesar de que parece
inventado y de que empezó su alocución con
‘Según tengo entendido’, frase hecha turbia
como pocas)" (25).
Enrique Pinti enumera en una nota periodística
algunos de los disfraces que se podían elegir: "Piratas,
gauchos, damas
antiguas, marqueses versallescos, zorros (negros y blancos),
diablitos, hadas, aldeanas, lagarteranas, baturros, tiroleses y
andaluces, gitanas y pajes medievales aparecían en esas
páginas como un convite a la consagración y
apoteosis del hermoso período anual. (…) Vacaciones no
tenía, pero disfraces sí, ¡y qué
disfraces! Payaso, pollito, holandés, bailarín
ruso, gaucho, mexicano, sargento americano y teniente argentino.
Las fotos atestiguan mi felicidad y las poses son las de un
gordito decidido a ser estrella" (26).
Máximo Yagupsky evoca un carnaval bonaerense:
"siendo muchacho –estaba en segundo año del
secundario nacional- iba a acompañar a un tío
mío que organizó un remate en la provincia de
Buenos Aires, en Maza, cerca de La Pampa. Era Carnaval. Y en Maza
vivían a la sazón muchos italianos. En esa
oportunidad nos han hecho gozar de las canciones líricas
italianas como nadie. Aquella noche de carnaval la pasaron
viviendo en Italia" (27).
Notas
1 Dolina, Alejandro: "El corso triste de la calle
Caracas", en El Tiempo, Azul, 23 de febrero de 2003.
2 Sábato,
Ernesto: Sobre héroes y tumbas Edición
definitiva. Buenos Aires, Seix Barral, 1998.
3 Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires,
Sudamericana, 1991, p. 92.
4 Walsh, María Elena: "Novios de antaño".
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1990. En
María_Elena_Walsh La abuela Agnes.htm, página
preparada con la colaboración de Mirta Toledo y Luis
Mandel
5 Pacheco, Carlos Mauricio: Los disfrazados, en
Sánchez, Trejo, Pacheco, Discépolo, Dragún:
Canillita y otras obras. Selección,
prólogo y notas de Jorge Lafforgue. Buenos Aires, CEAL,
1979. 189 pp. (Capítulo, vol. 3).
6 Villanueva, Graciela: "La imagen del inmigrante en la
literatura
argentina entre 1880 y 1910", en Amérique Latine
Histoire et Mémoire, Numéro 1-2000 – Migrations en
Argentine. URL: http://alhim.revues.org/document90.html.
7 Gálvez, Manuel: Historia de arrabal. Buenos
Aires, CEAL, 1980.
8 Henestrosa, Guadalupe: Las ingratas Novela
sentimental. Buenos Aires, Suma de Letras Argentina, 2005. 264
pp.
9 Orgambide, Pedro: Hacer la América. Buenos
Aires, Bruguera, 1984, pág. 237.
10 Gómez Bas, Joaquín: Barrio gris. Buenos
Aires, Compañía General Fabril Editora,
1963.
11 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos
Aires, Seix Barral, 1991.
12 Ghitta, Víctor Hugo: "Elegía a Paco
Rabal dormido en Aguilas", en La Nación, Buenos Aires, 2
de septiembre de 2001.
13 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos
Aires, 1998.
14 Efendi, Santó: "Una infancia en Villa Crespo",
en SEFARaires N° 3, julio 2002.
15 Pereda, Manuel Enrique: Nuestra querida Villa
Pueyrredón. Buenos Aires, Del Carril Impresora,
1986. Citado por Eduardo Criscuolo en "Páginas para el
recuerdo de Villa Pueyrredón", El Barrio Periódico
de Noticias,
Año 6, N° 62, Buenos Aires, Mayo de 2004.
16 Piotto, Alba (Texto y
producción); Rosito, Enrique y Digilio,
Rubén (fotos): "Mi papá", en Clarín Viva,
Buenos Aires, 20 de junio de 2004.
17 Scholz, Pablo O.: "CINE: CRITICA", en Clarín,
Buenos Aires, 20 de mayo de 2004.
18 Martínez, Adolfo C.: "Un retrato costumbrista
de la Argentina actual", en La Nación, 20 de mayo de
2004.
19 Vázquez-Rial, Horacio:op. cit.
20 Oliver, María Rosa: La vida cotidiana. Buenos
Aires, Sudamericana, 1969.
21 Espinoza, Enrique (Samuel Glusberg): "La levita
gris", en La levita gris Cuentos
judíos
de ambiente porteño. Buenos Aires, BABEL.
22 Kartun, Mauricio: "El siglo disfrazado", en
Clarín Viva, 20 de febrero de 2000.
23 Muzi, Carolina: "Fina estampa", en Clarín
Viva, Buenos Aires, 21 de julio de 2002.
24 Carretero, Andrés: Vida cotidiana en Buenos
Aires. Planeta.
25 Podeti: "¡MIRA VOS! Dato 69: El Oso Carolina",
en Weblog Clarín.
26 Pinti, Enrique: "La Argentina según Enrique
Pinti. Carnavales eran los de antes", en La Nación
Revista, Buenos Aires, 6 de marzo de 2005.
27 Diament, Mario: op. cit
Mundial de Fútbol 1978
En la novela Crónica de la noche (1), del
irlandés Colm Tóibín, una inglesa llegada a
la Argentina "a principios de la década de 1920" y su
hijo, nacido aquí de padre criollo, no prestan
atención a los festejos del Mundial de Fútbol.
Relata el hijo: "Sé que en 1978 en la Argentina hubo un
mundial de fútbol, pero no puedo decir que haya visto
alguno de los partidos, ni que sabía cuándo o
dónde jugaban, ni quien ganaba. Recuerdo haber visto
muchedumbres en las calles, hombres que festejaban y agitaban
banderas, y recuerdo haber tomado las calles laterales para
evitarlos. No nos enterábamos de nada público;
vivíamos en un pequeño espacio".
Notas
1 Tóibín, Colm: Crónica de la
noche. Buenos Aires, Emecé, 1998.
…..
Con más voluntad que medios, los
inmigrantes festejaron en el barco y en la nueva tierra sus
acontecimientos privados y sociales; se incorporaron a la
comunidad sin
olvidar por ello sus raíces y sus tradiciones. Junto a sus
descendientes honran, hoy día, la tierra de
sus mayores y la herencia cultural
que los vincula a ella, al tiempo que testimonian su gratitud a
la Argentina.
XII
Entretenimientos
No todo era trabajo para
los inmigrantes y sus hijos. También tenían sus
entretenimientos, a los que se dedicaban en
compañía de coterráneos y argentinos, o en
la soledad propicia a la lectura y a
la música.
Reuniones
Como afirmo en otro capítulo (1), a los
inmigrantes les gustaba reunirse. En sus ratos libres se
encontraban para comer, conversar, bailar y recordar la tierra
que dejaron. Las fiestas de San Patricio, Santiago Apóstol
y la Virgen de Fátima, entre otras, y el carnaval eran
excelentes oportunidades para entretenerse junto a los
paisanos.
Para Jorge Fernández Díaz, el Centro
Asturiano de Buenos Aires es "esa Asturias de ficción
donde los desterrados simulan vivir en aquel tiempo y en aquella
patria". Su padre encontraba allí la felicidad perdida:
"Lidiaba con mi país de lunes a viernes, pero
reverdecía con el suyo los sábados y domingos: mi
padre se hizo ciudadano ilustre de una patria fantasmal
construida por la colonia argentina de asturianos"
(2).
En el recuerdo de Gladys Onega, las romerías de
Acebal "tienen el sonido de
España, pero las figuras y el escenario que conservo
están creados en Hollywood, tal como yo los veía en
las matinés de los domingos: los zapateos y
castañeteos de Agapo iniciando todas las noches la fiesta
con El Gato Montés, El Relicario o cualquier otro
pasodoble que bailará también a la madrugada, para
dar por terminada la fiesta cuando yo esté dormida en
brazos de mi tía Martina; el chanssonier de la orquesta de
Buenos Aires, por el que se volvían locas las chicas del
pueblo, con traje y zapatos blancos y cantando con una bocina:
(…) En ese recuerdo hollywoodense no hay pataduras, sólo
se ven las piernas que se entrecruzan, hienden los vestidos y se
meten en el cuerpo del otro, rozándose las medias de seda
con los brines y palmbeaches y sin pisarse, sin arrugarse, sin
que ningún paso en falso rompa la armonía. Todos
son artistas de cine, perfectos en esa magia que me hace morir de
envidia, pero que me da la certeza de que algún día
sería mi turno" (3).
Zulmira, inmigrante afincada en Villa Elisa,
manifiesta:
"‘Para mi siempre fue importante mantener un
contacto con la colectividad portuguesa ya que es una forma de
traer mi pueblo a la Argentina y de mantener y usar mi idioma. Me
gusta juntarme a escuchar fados (folclore portugués) y las
famosas melodías de las guitarras de doce cuerdas’
".
"Para suerte de Zulmira muy cerca de su casa se
encuentra la casa de Portugal ‘Virgen de
Fátima’ que organiza reuniones periódicamente
donde la gastronomía y música portuguesas
siempre dicen presente. La fecha más importante que
festeja la colectividad es el 10 de Junio: Día de Portugal
y la lengua portuguesa. Se realizan grandes festejos donde
conviven los inmigrantes más antiguos con niños que
recién comienzan a entender un poco de sus
antepasados".
"En interminables parrillas se hacen gigantescas
parrilladas, se toma mucho vinho verde y se comen deliciosas
tortas y otros postres a los que se suma el helado".
"Toda estás diferentes formas de reunirse con la
colectividad la han llevado a conocer muchos portugueses o
descendientes de portugueses con los que usualmente se
reúne los domingos a comer algún que otro bacalao
con papas o porque no un regio asadito hecho por ella
misma".
"’No sé qué haría sino
conociera aquí a alguien de mi tierra con quien pueda
hablar mi lengua y contar historias de un hogar que hoy se
encuentra lejano en distancia pero muy cerca en recuerdos. Por
eso me gusta invitar "paisanos" a comer a casa así de esta
forma mantengo viva mi condición de portuguesa.
Además siempre fui muy predispuesta a charlar con la gente
y tengo amigos en todos los lugares que visito. Siempre alguno
pasa por mi casa y se queda algunos días y yo no pierdo la
oportunidad para cocinarles algo rico y bien
portugués’ " (4).
Entre los galeses, sin motivo especial, "una pausa a la
tarde reunía a la familia de
los colonos: la hora del té. Esta antigua costumbre se ha
convertido ahora en un rasgo de la hospitalidad que Gaiman brinda
a sus visitantes. En distintos ángulos del pueblo, Casas
de té brindan un servicio
familiar" (5).
Otro punto de reunión eran los cafés. "El
‘Tortoni’ –señala Carlos Szwarcer- lleva
el nombre del famoso café
parisino homónimo y fue inaugurado en 1858 por el
francés Jean Touan. Hacia 1879 se lo vendió a su
familiar y compatriota, Monsieur Celestino Curutchet Este
singular hombre, favorecedor de eventos
culturales, era quien lo regenteaba hacia 1920, cuando
ingresó a trabajar "el turco" Alboger, aunque en virtud de
la avanzada edad del empresario
(noventa y dos años), la dirección del local fue recayendo en sus
hijos mayores: Mauricio y Pedro Alejo. En 1925 falleció
Celestino y un año después se produjo la inesperada
muerte de Mauricio, detrás del mostrador, hechos que
influyeron para que la familia tomara la decisión de
vender el café a la firma Rey Hnos. y Pego (6).
"El Café Izmir –afirma Szwarcer-, conocido
por la intelectualidad argentina a partir de la novela
Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal en 1948, era ya
famoso en los años ‘30 como centro inevitable de
reunión de las oleadas inmigratorias y verdadera
institución en el barrio. El local del lzmir fue
construido a fines de 1932 sobre la base de tres habitaciones de
un inquilinato de la calle Gurruchaga 432-436; su primer
dueño habría sido Jaim Danón, quien le
daría ese nombre en recuerdo de lzmir, su ciudad natal. En
1940, Rafael Alboger se hace cargo del fondo de comercio y
comienza su larga trayectoria de veinticinco años
detrás de su mostrador".
"Administrar un sitio plagado de diversidades
étnicas, requería un anfitrión que fuera
capaz de mantener un sutil equilibrio
entre una ligera bonhomía, que atrajera a los
parroquianos, y una fuerte personalidad
que hiciera respetar su autoridad.
Rafael Alboger había nacido el 30 de octubre de 1902 en
Esmirna, Turquía. Hijo mayor de Haim Alboher y Reina
Mizrahi, matrimonio judío sefaradí que trajo al
mundo seis vástagos: Rafael (llamado "Bojor" o Alejandro),
Alegre, Luna, Yaco, Isaac y un varón muerto de escarlatina
a los 14 meses. Fue lustrabotas en el histórico
Café Tortoni, en Avenida de Mayo al 800 y luego mozo y
maître del mismo durante la década del 20 y los
primeros años del '30. Destino, providencia o casualidad,
también para Leopoldo Marechal el Tortoni y el Izmir
serían parte de su historia personal".
"Quien regenteaba el lzmir fracasó
económicamente, al punto que se fundió y al no
pagar los alquileres complicó a Rafael -a quien
había pedido el aval para el fondo de comercio-. Es
así que Alboger se hizo cargo del café y su
misión
fue ‘levantar aquel negocio’ pagar lo que se
debía y sobre todo, ‘si Dios lo ayudaba’,
mantener a flote a su familia. La dueña del predio en el
que estaba el café, Estrada viuda de Alvarez,
confió en quien finalmente a fuerza de sacrificio y con la
experiencia en el rubro gastronómico adquirida en el
Tortoni, cumplió con los compromisos y salvó la
casa que dejara en garantía".
"Este es el origen de la relación entre el
Café lzmir y la vida de los Alboger durante casi tres
décadas. Allí, en Gurruchaga 432, Villa Crespo, se
hizo cargo del legendario y exótico lzmir, en noviembre de
1940".
"En el barrio convivían representantes de las
tres religiones
monoteístas, por lo que algunas disquisiciones
teológicas eran frecuentes en el lzmir, como las del
judío Abraham, el musulmán Abdalla y el cristiano
Jabil que defendían sus diferencias sobre el
Mesías: ‘Los tres hombres ocupaban una mesa del
Café lzmir, y la discusión mantenida en lenguaje sirio
se mezclaba con otras voces de timbre igual en aquel recinto
sobresaturado de anises y tabacos fuertes. Junto a la vidriera,
un músico abstraído hería, como en
sueños, el cordaje de una cítara negra con
incrustaciones de nácar’ ".
"En Gurruchaga al 400, a juzgar por los comentarios de
vecinos de aquella época, ‘la gente se cruzaba de
vereda de aquí a allá’ como si fuera
‘peatonal, una feria, un mercado
persa’, relata José L. Los vendedores ambulantes
ofrecían sus telas, ropa usada, plumeros y los más
diversos artículos que uno pueda imaginarse, aunque lo
más codiciado eran los manjares típicos, delicias
paradisíacas para los sefaradíes".
"En este torbellino urbano cada oficio callejero
agregaba su cuota de variedad y así se cruzaban el
zapatero remendón, con su caja de herramientas
apoyada en la espalda, con el fabricante de yogur casero que
hacía firuletes con su bandejón, apurando el
reparto a su selecta clientela de los inquilinatos; al mismo
tiempo los carros de verduleros, meloneros o cesteros pregonaban
su mercancía arrimándose al
cordón".
"Allí, ‘enclavado en Gurruchaga’, en
el centro de aquella febril actividad, se erguía altivo el
lzmir, en cuya vereda hacían su parada no pocos de
aquellos vendedores. Los testimonios muestran que la generalidad
de los sefaradíes sentían orgullo por ese
café tan pintoresco y sitio de recreación
de gente mayoritariamente humilde. De los pocos que tenían
‘un buen pasar’ cuatro o cinco solían pedir
‘una vuelta’ de café o rakí
(anís) para veinte o treinta parroquianos, visto esto como
gesto de gentileza, camaradería o jadra (alarde,
exhibición)".
"En verdad muchos se demoraban allí por las
charlas, el rakí, la música oriental, los naipes,
el table (backgamon), etc., pero, a pesar de ello, la inmensa
mayoría lo recuerda como un lugar ameno y respetado, tal
como lo podemos recrear a partir del siguiente collage
testimonial surgido de antiguos vecinos y habitúes:
‘el café lzmir en su momento era
tradición…era importante…era una reliquia de Buenos
Aires, de Villa Crespo. Ahí se sentaba gente grande de
nuestra colectividad, iban camino al templo… a tomar un
café. también la colectividad armenia, la griega,
la musulmana…no había odios…en paz…en aquel tiempo
eran todos respetados, amables…era un lugar donde gente de
Montevideo venia y el lugar para ver a los 'yidios' era el lzmir,
como punto de reunión…como punto de
referencia’.".
"De las tantas actividades que ofrecía el
café, el esparcimiento obviamente era el Ieit motiv Sin
embargo no podemos dejar de reconocerle, especialmente en las
décadas del ‘30 y el ‘40, una de tipo social y
hasta educativa: ‘se juntaban en una mesa a la
mañana y empezaban a hablar, a leer el diario… Habla uno
que leía el diario al revés, no me acuerdo el
nombre; lo leía todo, todo, se ponía a leer
así.. (con la hoja al revés), se ponía en el
lzmir, en la ventanita… Se reunía la gente, como muchos
no sabían leer’, él agarraba y leía al
revés, pero leía como si fuera al derecho, no se
equivocaba nunca. Lo ví yo’ afirma Jacobo .C."
(7).
Notas
(1) González Rouco, María:
"Inmigración y literatura: costumbres", en
www.monografias.com..
(2) Fernández Díaz, Jorge: Mamá.
Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
(3) Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos
Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.
(4) Da Conceiçao, Mauro; Euguaras, Mariano;
Flibert; Francisco; Marino, Roberto; Sánchez,
Julián: "Sabores de una historia", en
www.ciet.org.ar.
(5) S/F: Hotel Gwesty Tywi, Gaiman, Patagonia-Hosteria Galesa-Welsh
ColonialB&B.htm
(6) Swarcer, Carlos: "El café Izmir", en
SEFARaires N° 14 (sefaraires[arroba]datafull.com,
sefaraires[arroba]hotmail.com).
(7) Szwarcer, Carlos: "El Tortoni y el Izmir (Un nexo
para la historia)", en Cuadernos del Tortoni Nº9 Bs. As.
Abril de 2003 Pág. 1 a 9. Reproducido en Letras-Uruguay
(www.espaciolatino.com), noviembre de 2005.
Tìteres
Javier Villafañe evoca los teatros de
tìteres a los que asistìan los italianos de La
Boca: "Teníamos entre diecisiete y diecinueve años
y descubrimos los títeres de La Boca, con Wernicke,
José P. Correch y José Luis Lanuza. Era un teatro
estable con muñecos de origen italiano –‘los
pupi’- que hablaban y decían los textos en
genovés… A ese ámbito llegué por primera
vez a los diecisiete años. ¡Qué
impresión, quedé maravillado! Estos marionetistas
representaban episodios de obras que duraban hasta un año.
En estos espectáculos de los títeres de San
Carlino, las marionetas pesaban entre 20 y 30 kilos y eran
manipuladas por una barra. Este descubrimiento de los
títeres de La Boca, tal vez, selló mi camino. Desde
ese momento visité reiteradamente a don Bastián de
Terranova y a su mujer doña Carolina Ligotti –eran
una pareja muy hermosa-, descendientes de antiguas familias
marionetistas –titiriteros sus abuelos y sus padres-,
quienes tenían en Sicilia uno de los más famosos
teatros de marionetas. Representaban obras clásicas:
Ariosto, de Torcuato Tasso, episodios de las aventuras de Orlando
y Rinaldo, que duraban en episodios un año entero, y casi
siempre, era su público –el mismo público-
viejos italianos, nostálgicos marineros, obreros del
puerto de La Boca y algunos curiosos como yo y como Raúl
González Tuñón, que me había dedicado
su libro El violín del diablo, en plena calle y con quien
desde ese entonces, además de frecuentar el teatro de San
Carlino, nos hicimos muy amigos".
Recuerda la relación que lo unió a los
titiriteros: "Estos viejos titiriteros de La Boca se convirtieron
en grandes amigos míos. Los frecuentaba, y fui testigo de
cómo, al igual que sus abuelos y padres, envejecieron y
murieron al lado de sus marionetas. Conservo aún fresco en
mi memoria el recuerdo imborrable de estos dos pioneros
inmigrantes que despertaron en mí la pasión
más perdurable por el teatro de muñecos. Desde ese
instante y hasta hoy, con 80 años, sigo firme y fiel a ese
mandato de la historia en constituirme en un humilde difusor de
este arte milenario
que es el títere".
"También por esos años –relata Pablo
Medina- descubrió (Villafañe) el teatro de Vito
Cantone, de Catania, Italia, que se instaló en La Boca, en
la calle Necochea 1339, sobre el ‘camino viejo’.
Ahí estaba el Teatro Sicilia: teatro de títeres,
seres de ficción construidos en madera,
vestidos y ornamentados con terciopelo, seda y otras telas de
múltiples colores. Cantone
provenía de una dinastía aggiornada y muy antigua
de la historia de los títeres sicilianos. Llegó a
la Argentina con la gran inmigración de 1895"
(1).
Notas
1 Medina, Pablo: "Historias de ida y vuelta", en
Villafañe, Javier: Antología. Obra y
recopilaciones. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
Cine
En Buenos Aires, "Ibamos mucho al cinematógrafo,
que era la moda más impactante –recuerda uno de los
personajes de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria,
novela distinguida con el Premio Rómulo Gallegos en 1993.
Veíamos las cintas de Clár Gáble, que a
mí me volvía loca. Yo soñaba con
Clár. Blanquita, pobre, se enamoró de Rodolfo
Valentino la única vez que fue al cine, pobre. Me acuerdo
y me pongo toda. Y el amor de Micaela era Yón
Bárrimor. También veíamos las
películas argentinas con Alippi, Arata, Rosita Quintana,
las de Gardel las vimos todas…" (1).
Una abuela gallega va al cine con su nieto. Escribe
Saccomanno: "En el Cine California daban El Conquistador de
Mongolia, con John Wayne, una de las primeras películas en
cinemascope. Al empezar la proyección, espantada, la
abuela se tapó los ojos. Las hordas de mongoles galopaban
sobre comarcas incendiadas. Vamos, rapaz, te urgió la
abuela. Las cimitarras se alzaban en la pantalla. La abuela se
agachaba en la butaca, aterrorizada, protegiéndose. Al
terminar la función,
todavía temblando, la abuela te dijo que no había
venido al cine para sufrir. Porque la película le
había resucitado aquel horror de la guerra"
(2).
Alfredo Alcón fue al cine con su abuela
castellana: "una vez mi abuela me llevó al cine y
descubrí que esos seres que estaban allí no eran
sólo luces y sombras, porque Bette Davis en la
película estaba resfriada y se sonaba la nariz. Ahí
descubrí que eran personas. Y empezó a inisnuarse
la idea de que por ahí podía andar mi
vocación, gracias al estornudo de Bette Davis"
(3).
Aun cuando quisieran integrarse, el idioma era un serio
problema para colectividades como la irlandesa. Juan José
Delaney presenta –en su novela Moira Sullivan- dos
paliativos para la incomunicación de los extranjeros: el
cine mudo y el tango, por los que sienten gran afición
(4).
En Acebal se asistía asimismo a esta clase de
funciones.
Escribe en su autobiografía Gladys Onega: "Por aquellos
años en que la gran diversión era el cine, lo que
se veía en la pantalla era lo real sin ninguna
discusión; sin embargo, tal vez por la desmesura con que
se desplegaba ante los ojos, yo llegaba a comprender que el lujo
de las películas de teléfono blanco sólo era un
mecanismo que me permitía entrar y vivir en la
fantasía. Pero, qué pasaba cuando veía
cintas con familias, siempre norteamericanas, de padres e hijos
que trabajaban e iban a la escuela como
nosotros; entonces empezaba a dudar y a preguntarme si eso
también no sería fantasía, porque no
podía creer que esa gente con hábitos semejantes a
los nuestros, viviera en casas de cine; y en cambio, si eso
era real, por qué nosotros no teníamos algún
sofá, alguna mesita con lámpara, alguna colcha
bonita, alguna fotografía o cuadro en las paredes. Nada.
Según mi madre, no había necesidad, según
papá, no estábamos en condiciones de comprarlos. Lo
cierto es que nunca hubo nada hermoso en la casa sino la casa
misma" (5).
Los húngaros judíos establecidos en
Rosario hacían del espectáculo
cinematográfico una oportunidad para degustar cuanto
llevaban. Luis Fehér, inmigrante de ese origen, asiste
incómodo al refrigerio de su familia política: "Era muy
común que los Temesvari se juntasen los domingos para ir
al cine, y que a Luis se lo incluyera en el programa como uno
más de ellos. Protegidos por la oscuridad de la sala, la
madre de Betty sacaba a relucir sandwiches del más oloroso
bursh judío, cargados de pimientos y tomates, los que
acompañaba con una limonada casera llevada en sendos
termos, y que repartía equitativamente entre todos. Luis,
con costumbres más refinadas y menos expansivas, se
sentía un poco avergonzado y trataba de evitar estos
eventos" (6).
En el Chaco, el cine era un entretenimiento para los
descendientes de italianos. Escribe Giardinelli: "Papi y mami
hacían además una vida social muy intensa, esteee,
muy linda. Salían casi todas las noches, especialmente en
verano. El más amigo de papi era Américo Ferrachia,
el oculista. Siempre iban al cine juntos. Al Terraza Chaco iban,
esteee, que se llamaba así porque era un cine al aire
libre que ocupaba media manzana en pleno centro. Iban con
Margarita y con mami y llevaban espirales contra los mosquitos
que se ponían entre las piernas, esteee, y también
abanicos para apantallarse y a veces hasta sangüichitos. Y
Américo que era bastante extravagante solía incluso
llevar su termo con agua caliente y el mate preparado. De manera
que ir al cine para ellos era como hacer un picnic
nocturno".
El cine es un recuerdo asociado al entierro del padre de
uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria. El hombre
evoca, muchos años más tarde: "Yo no podía
dejar de pensar que justo esa tarde en la matinée del
Marconi pasaban los nuevos capítulos de ‘El Llanero
Solitario’ –o era ‘El Zorro’, o era
‘Flash
Gordon’?- y que los iba a perder, y tendría que
esperar una semana para ver dos capítulos juntos, y por
eso sentía una culpa que no me dejaba en paz, y el
calor
ahí adentro, y mi hermano cómo jodía"
(7).
Los hijos de los turcos Víctor y Luna iban al
cine en Posadas. Recuerda la inmigrante: "Los domingos los
llevaba al cine. Los venía a buscar el coche a caballo,
los metía a todos adentro y todos al cine" (8).
En La Pampa, "Juancito Vairoleto iba a menudo al pueblo,
donde había funciones de circo o de teatro, proyectaban
películas mudas o venían a actuar diversos conjuntos
musicales. Entre las anécdotas de ese tiempo, nunca
olvidaría la vez que llegó Carlos Gardel en gira
artística, interpretando aquellos primeros tangos que lo
fascinaron, a él y a otros amigos con quienes
después aprendió a bailar sus compases con cortes y
quebradas. El artista se presentó en el teatro-cine
Colón, y aunque todavía no era tan famoso, el
recuerdo de su visita se iría agigantando con los
años" (9).
Notas
1 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos
Aires, Seix Barral, 1991.
2 Saccomanno, Guillermo: El buen dolor. Buenos Aires,
Planeta, 1999.
3 Ventura, Any: "Alfredo Alcón. A cara limpia",
en La Nación Revista, Buenos Aires, 20 de marzo de 2005.
Fotos: Mauro Rizzi.
4 Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos
Aires, Corregidor, 1999.
5 Onega, Gladys: op. cit.
6 Weisz, José Martín: …mientras los
violines tocaban csárdás. Un viaje a
Hungría. Buenos Aires, Milá, 2002.
7 Giardinelli, Mempo: op. cit
8 S/F: "Una mamá que hoy celebra sus cien
años", en La Nación, Buenos Aires, 20 de octubre de
2002.
9 Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y
leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta, 1999.
Televisión
En una novela de Mauricio Goldberg aparece la
televisión como entretenimiento de inmigrantes y
criollos. "¿Y no hay algún chico que tenga televisión
y no sea ‘goi’?" pregunta un judío a su hijo.
"El único es Bronfman –contesta el niño- y no
invita a nadie, los viejos son unos amargados" (1).
Notas
1 Goldberg, Mauricio: Donde sopla la nostalgia, Buenos
Aires, Grupo Editor
Latinoamericano, 1985.
Radio
Una abuela escuchaba la radio con su
nieto. En El buen dolor, leemos: "Aunque la abuela era
madrugadora y de acostarse temprano, sufría de insomnio.
Por la noche ella y vos, acostados en su pieza, en la oscuridad,
escuchaban Radio
Porteña, que transmitía desde los teatros. La obra
predilecta de la abuela era La Malquerida, interpretada por Lola
Membrives. Ay, esa madre, se desgarraba la Membrives en la
oscuridad de la pieza. Ay, repetía la abuela. Apenas
terminaba la obra, la abuela apagaba la radio. Y como no
podía dormir, te contaba un cuento" (1).
En casa de Pampillo, un 12 octubre, "Estaba puesta la
radio y el locutor hablaba de la raza".(2).
Uno de los personajes de Giardinelli relata: "a la noche
cuando éramos más chicas, cuando todavía
estaba mi mamá, nosotras nos quedábamos en la casa
tejiendo y escuchando ‘Chispazos de tradición’
que era un programa gauchesco. Y vieras cuando empezaba como
todas hacíamos silencio. También pasaban programas de
teatro, directamente desde el Cervantes, el
París y otras salas que ya no están. Entonces
escuchar la radio era algo muy serio, muy importante"
(3).
El vestíbulo de la casa de los Onega, en Santa
Fe, "era el sitio de la radio, de donde salían los
despropósitos lingüísticos de Catita, la
música de moda, los boletines que informaban a los
hermanos Onega la cotización de la papa y lo cereales y,
tal vez, los radioteatros que todavía no nos interesaban;
debíamos esperar a vivir en Rosario para que
intercambiáramos lavados de platos por horas de novelas"
(4).
En Mendoza, los Bianchi escuchaban la radio:
"entusiasmados escuchábamos la música que
emitía la bocina del parlante, en condiciones sumamente
precarias, pero que era la locura de todos los radioescuchas
allí reunidos. El sonido chillón en las noches de
verano, cuando tenía la ventana abierta, se desparramaba
hacia la calle, donde no faltaban los vecinos curiosos que se
arrimaban para deleitarse con la música que
provenía de tan lejanos lugares. Esto producía
entre la concurrencia un estado de superioridad, al saberse entre
los primeros radioescuchas de San Rafael que tenían tal
privilegio" (5).
En la Patagonia, los Ayala –descendientes de
criollos, italianos y alemanes- también la escuchaban.
Recuerda Nora: "Por fin llegó papá de vuelta a
Sacanana, lleno de regalos y novedades: para mí un
triciclo y para Chichín una muñeca negra, y para
todos la última novedad de la ciencia que
era una radio en forma de capilla, que no se oía muy bien
pero transmitía música con mucha descarga y
estática y programas chilenos. Allí
escuchamos la noticia de la muerte de Gardel, que
entristeció mucho a los mayores. Ñanquetrú
no se podía convencer de que no hubiese alguien, tal vez
enanitos, adentro de la radio, y aunque papá quiso
explicarle lo de las ondas hertzianas,
nadie lo pudo convencer de que no era gualicho" (6).
Notas
1 Saccomanno, Guillermo: op. cit.
2 Pampillo, Gloria: Los gallegos. Novela
inédita..
3 Giardinelli, Mempo: op. cit.
4 Onega, Gladys: op. cit.
5 Bianchi, Alcides J.: Aquellos tiempos… Buenos Aires,
Marymar, 1989.
6 Ayala, Nora: Mis dos abuelas. 100 años de
historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.
Lectura
Algunos viajeros traían libros. El padre de
Rodolfo Alonso trajo de España un Juan Moreira, un
Quijote, un Martín Fierro y un Bertoldo, Bertoldino y
Cacaseno, "toda una significativa selección"
(1).
Acerca de la afición por la lectura que
sentían los hermanos Onega, escribe Gladys que su hermano
"odiaba Lenguaje e Idioma Nacional con la misma decisión
con que amaba la lectura, contradicción anárquica
que mi hermana y yo no padecimos, pues para nosotros los libros
se gozaban, se estudiaban y se aprendían. A Bebo no lo
tentaba la lectura silenciosa y apartada, le gustaba contar a los
otros o que los otros le contaran e inventar mundos
físicos, contantes y sonantes de trompadas, corridas,
trepadas, huidas, escaladas, atadas, escapadas y arrastradas por
el pastito, que de repente era la pradera" (2).
A Antonio Dal Masetto, la lectura le permitió
aprender nuestro idioma. A los doce años llegó,
procedente de Italia, a Salto, donde "Empezó el duro
aprendizaje,
la transculturación. Cansado de que lo
cargasen por su forma de hablar, decidió esforzarse para
aprender el castellano. Para
eso recurrió al arte. Su padre se asoció con su
tío en una carnicería. Dal Masetto empezó a
seleccionar las revistas que llegaban para envolver y, entre los
globitos y el dibujo de las
historietas, empezó a adentrarse en el idioma".
De los comics, pasará a los libros. Así
recuerda esa etapa: "Mi camino fue absolutamente argentino. En
casa hubo un esfuerzo inmediato por adaptarse. Cuando
empecé a aprender el idioma en el pueblo, frecuentaba una
biblioteca.
Buscaba libros. Elegía al azar. Me los devoraba, junto con
la revista Leoplán, que traía novelas cortas
enteras. Me alimenté mucho de esa revista, y con ella
descubrí que había una literatura inmensa"
(3).
Un personaje de Bedrossian también es aficionado
a las revistas: "A Nersés le encantaban los días de
peluquería. Se sentía todo un hombre. Además
aquel lugar, a su modo, era un salón de lecturas para
todos los gustos, pronto se convirtió en su primer
biblioteca. Allí estaban las revistas más
importantes: ‘El Gráfico’, ‘Rico
Tipo’, ‘La Chacra’, ‘Billiken’,
‘Intervalo’, ‘Patoruzú’, ‘El
Tony’. Mientras esperaba el corte de su padre, tenía
acceso al mundo maravilloso de los sueños" (4).
Notas
1 Alonso, Rodolfo: Entrevista en Historia de la
literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
2 Onega, Gladys: op. cit.
3 Roca, Agustina: "Historia de vida", en La
Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de
1998.
4 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos
Aires, Edición del autor, 1998.
Música
Ya en el Martín Fierro, publicado en 1872,
aparece un italiano que hace música: "Allí un
gringo con un órgano/ Y una mona que bailaba/
Haciéndonos ráír estaba/ cuando le
tocó el arreo./ ¡Tan grande el gringo y tan feo!/
¡Lo viera cómo lloraba!" (1).
También encontramos un inmigrante en "El alma del
suburbio", de Evaristo Carriego: "Soñoliento, con cara de
taciturno,/ cruzando lentamente los arrabales,/ allá va el
gringo… ¡Pobre Chopin nocturno/ de las costureritas
sentimentales!" (2).
Traían desde su tierra la inclinación por
este arte. A pesar de la tristeza, "La música y las danzas
abundaban en el barco –escribe Scotti. Algunos tocaban el
acordeón, otros la flauta, y por encima de la
baraúnda, el violín diáfano de Padrazo" (3).
Cuando embarcó en Génova, Valentín Bianchi
"portaba la vieja valija de la familia y su inseparable mandolina
en la espalda" (4).
Un napolitano, personaje de Barrio Gris, de
Joaquín Gómez Bas, hace música: "Madruga
diariamente, como vendedor de periódicos que es. Al
mediodía llega con una amplia correa cruzada en bandolera.
Almuerza; duerme la siesta, riega después un
pequeño jardín para despabilarse y practica en la
guitarra hasta el atardecer. Entonces se sienta a tocar en el
umbral hasta la hora de la cena. Y retorna al instrumento, una
pieza tras otra, sin pausa" (5).
Marco Denevi afirmó: "Genética y
educación
se confabularon para hacerme adicto a la música. Mi padre,
que nunca exteriorizaba sus emociones,
sólo aflojaba frente a la òpera. Nací y me
crié en un hogar donde se hacía música a
diario, donde la música mal llamada culta formaba parte de
la vida cotidiana. Todavía niño, y de la mano de
mis mayores, fui a salas de concierto y al Teatro Colón"
(6).
En uno de sus poemas,
María Teresa Andruetto recuerda la afición musical
de su padre: "El padre toca el banjo en la cocina/ de la casa
(…) El padre toca rumbas,/ habaneras, canciones italianas"
(7).
La música no podía faltar en el festejo
del casamiento. De la colectividad italiana es el que recuerda
Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha casado
Darío Nicodemi: "el casamiento fue celebrado con una
fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la
novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo
de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con
hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que
yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en
el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta;
de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían
vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo
espumante enardecían los ánimos sin
distinción de edad, sexo ni
nacionalidad;
y aún recuerdo cómo nos atrajo a los muchachos la
bella Carlota, hermana del desposado, que resultó esa
noche, reina indiscutida de aquel regocijo meridional"
(8).
Alcides Bianchi tocaba en su infancia la quena Tango:
"comenzó para mí una nueva era: la del
‘quenista’, que practiqué durante varios
años, logrando aprender algunas de las agradables piezas
musicales de moda en aquellos tiempos, sobre todo el tango
‘La Cumparsita’. Claro, con mi escaso conocimiento
musical, no llegué a ser más que uno de los tantos
improvisados aficionados del montón, que abundaban en la
barriada de ‘El Porvenir’ " (9).
Además de tocar por gusto, algunos hijos de
inmigrantes emprendían estudios formales. María
Luisa Cuccetti recuerda su iniciación musical: "ya cuando
estaba en el primario, una amiga mayor me empezó a
enseñar piano", pero su padre, un clarinetista profesional
genovés que se había instalado en La Boca, la
anotó en el conservatorio: "Ibamos en tranvía, y
como era en el centro, me ponían sombrero… ¡Bah,
capotita! Los sombreros eran para las señoritas"
(10).
Hacía música el galleguito de
González Carbalho: "la armónica en los labios/ hice
todo el viaje" (11)
Entre los gallegos emigrantes, la gaita era un
instrumento muy difundido. El gaitero Carlos Núñez,
de paso por nuestro país, dijo en un reportaje que "los
mejores gaiteros no permanecieron en Galicia sino que la
mayoría vino a Buenos Aires, muchas veces exiliada". En la
Argentina y en Cuba, entraron
en contacto con otros ritmos, al punto que "La música
gallega se benefició de estas influencias, de estas
tradiciones más abiertas" (12).
Manuel Castro escribe acerca de Manuel Dopazo: "La
llegada de una compañía de zarzuela a Buenos aires
que ofreciera Maruxa, requería la presencia de un gaitero.
Manuel Dopazo era el elegido. Su actividad artística lo
hizo llevar la gaita al Teatro Colón que es a lo
máximo a lo que se puede aspirar. Fue la noche del 12 de
octubre de 1930 estando presente en esa ocasión el
Presidente de la República Argentina, don Hipólito
Yrigoyen. (…) Además de ser un eximio ejecutante,
Dopazo fabricaba gaitas, generalmente para vender y fue
aquí en Buenos Aires donde aprendió a tornear.
Manuel Dopazo vivió de la gaita y mantuvo una familia de
once hijos. Fue el único que pudo hacer eso, otros
gaiteros tenían otros trabajos. Soldaba las gaitas con
plata, soplando y eso lo llevó a la tumba"
(13).
Gabriel Deus se refiere a "los grandes maestros gaiteros
inmigrantes, maestros que han venido a este país con una
gaita entre su equipaje. De estos maestros podemos nombrar a
Cesáreo Rodríguez, a Jesús Longarela quien
ha sido profesor del
gaitero Alberto López, y actual integrante del grupo "Sete
Netos". Entre estos maestros se encuentra también Camilo
Deus quien aparte es uno de los pocos artesanos de palletas para
gaitas que hay en el país. También lo tenemos a
Jesús Mariño quien también es artesano de
gaitas. En fín, entiendo que gracias al legado de estas
personas que gracias a Dios, a pesar de los años
transcurridos, siguen transmitiéndonos esa cultura
interpretando en sus gaitas esas jotas y muñeiras que
suenan con un aire muy distinto ya que en sus dedos, al ejecutar
la gaita, demuestran en cada nota el sentimiento de un
inmigrante" (14).
José Cameán Parcero cuenta que su padre
"como buen gallego, era músico, tocaba la gaita y le
enseñó a él a tocar la caja. Como esto
resultó ser de su gusto tocó con Los Celtas de Vigo
y con los Chavales de España. En estos conjuntos tocaba la
tumbadora. Estos instrumentos todavía los conserva en su
taller de autos
antiguos" (15).
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