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Inmigración y literatura (página 14)



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IX
¿Qué comían?

¿Cuál fue la alimentación de los
inmigrantes que llegaron a nuestro país entre 1850 y 1950?
Me refiero a ella, a partir de testimonios históricos,
literarios y periodísticos.

En la tierra
natal

Los inmigrantes nos hablan, en sus testimonios, de su
alimentación en los países de origen. Salvo muy
contadas excepciones, la idea de la exigüidad de las comidas
se reitera, habiendo algunos – en su mayoría,
irlandeses y gallegos- de los que sabemos que hasta debieron
soportar hambrunas (1). Esa realidad es evocada por Carlos
Penelas en su poema "Aldea": "Hay sepulturas horadadas en la
piedra./ Y una espadaña que es extraña en la
tierra./ Hubo
batallas, nobles y normandos./ Hubo tégulas, molinos de
mano./ Y mitos y
hembras y dioses paganos./ Canes pétreos sostienen el
alero/ de las ruinas de un cenobio./ Aquí un hombre
decidió su exilio/ por la hambruna".

La Navidad es una
ocasión muy especial, que se recuerda, por lo general,
vinculada a la infancia de
quienes debieron dejar su país. Así, encontramos
referencias a las comidas que hacían en esta
ocasión en su tierra algunas colectividades.

Los manjares navideños croatas son evocados por
el narrador en El angel del capitán, de Chuny Anzorreguy.
A poco de iniciada la biografía, el
capitán Miro Kovacic expresa: "En casa, posiblemente por
el origen meridional de mi madre, hasta las doce se comía
sólo pescado, luego pasábamos a la carne de cerdo".
Se refiere a las medialunitas y transcribe la receta de la "pita
de manzanas" para que "otras mujeres, en otras Navidades, las
vuelvan a cocinar" (3.)

Ennio Carota recuerda la Navidad en Italia, en
relación con la figura protectora de la nona: "Sólo
esas abuelas de ayer daban a las fiestas un toque tan especial.
Un mes antes ya estaba haciendo sus galletitas y yo, junto a
ella, pelando uvas para il vino cotto, un típico dulce de
su Apulia natal. Eramos pobres, pero había alegría,
había amor y todo
ello nos hacía olvidar la pobreza"
(4).

Canela recuerda sus Navidades en Italia, durante la
guerra:
"Nací en 1942, fui la última de once hermanos y mis
recuerdos son de finales de la Segunda Guerra
Mundial. Hacía muchísimo frío y al
regreso de la Misa de Gallo había un tentempié
–algo de nueces, almendras-, porque lo importante llegaba
en el mediodía del 25, alrededor de la mesa familiar.
(…) Mi madre amasaba fideos y los servía en caldo bien
colado".

Cuando el frío desaparecía, eran otras las
recetas que cocinaba esta madre italiana: "En verano, una sopa de
harina quemada con pan tostado. Había tortilla de flores
de zapallo y criábamos caracoles de jardín en
cajas, que después ella purgaba para hacer unos exquisitos
guisos. Salíamos al campo en busca de la planta diente de
león, que se agregaba sin su flor a la polenta con
panceta".

Había asimismo pequeños placeres, que
luego la escritora transmitirá a sus hijos: "Se
aprendía a sobrevivir con lo que había, tanto para
comer como para abrigarse, pero nuestra gran alegría eran
los crostoli, una golosina de pobres hecha con masa bien fina y
dulce. Cuando mis hijos eran chicos, les hacía algo de mi
tiempo, unos
caramelos de azúcar
quemada con almendras, aunque en mi región se
hacían con avellanas que se encontraban en los parques. Y
por supuesto, el pan con chocolate cuando había pan y
había chocolate" (5).

La pobreza llega a
extremos patéticos en la novela
Stéfano de María Teresa Andruetto. La madre del
protagonista ha encontrado un ave. Años después, el
hijo recuerda: "La veo en la cocina: saca agua de la que
hierve en un latón, echa el agua sobre
la torcaza muerta y la despluma con dedos diestros, luego la
chamusca sobre la llama y la desventra. Lava víscera por
víscera, desechando sólo la hiel amarga. Cuando
está limpia, la divide en cuatro y dice: Tenemos para
cuatro días. Yo no digo nada, sólo miro cómo
separa una de las partes y luego oigo que me envía a
guardar las tres restantes sobre el techo de la casa, para que el
sereno las mantenga frescas. Cuando regreso, está sacando
de la bolsa harina de maíz. Mete
la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace
el tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto.
Para esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá"
(6).

Estos alimentos tan
significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros
italianos. Cuando viaja a Italia, el protagonista de La noche
lombarda –novela de Atilio
Betti-, ve que los descendientes acaudalados de los campesinos
desprecian las comidas típicas de la región: "A
mí me apetecían las ranas. Me apetecían
todos los alimentos que nutrieron a mi padre; pero Anna los
había proscripto de su mesa. No a la ordinariez de la
polenta, no a la selvaggina, los patos silvestres"
(7).

Durante la guerra, los italianos se veían
obligados a consumir animales
domésticos: "Hasta ese momento la guerra sólo
había sido sucesivas noticias de
invasiones, amenazas lejanas –recuerda Agata, el personaje
de Dal Masetto. En realidad, nos dimos cuenta de que la
situación se estaba poniendo mala a medida que comenzaron
a escasear los alimentos. Cuando nació mi hija Elsa ya
faltaba de todo. El pan, el azúcar, la carne, la harina
estaban racionados. Cierta vez que estuve enferma, para obtener
unos gramos extra de una carne negra y casi incomible hubo que
presentar una receta médica. Pagando muy caro, se
conseguían algunos productos en
el mercado negro.
Había gente que se enriquecía con eso. (…)
Llegó el momento en que cierta gente comenzó a
comer perros. Eso me
comentaba Mario. Que los gatos fuesen a parar a la cacerola era
común. Quedaban pocos. Aquellas familias que
todavía poseían uno lo cuidaban para que no se lo
robaran" (8).

En España
también se pasaba necesidad. Lo recuerda Ana María
Campoy, actriz que vivió en Cataluña. Ella dijo en
un reportaje: "¿Tú puedes entender comerte un plato
de aceite de
oliva, con cuchara? No lo podrías entender. Pero te lo
comes, porque no hay otra cosa. Entonces, tienes, al otro
día, una descompostura intestinal brutal, pero esa noche
dormiste porque has llenado el estómago con algo, y el
aceite de oliva es un alimento". El hambre desconoce lazos:
"Nosotros, que éramos unidos y nos amábamos, cuando
llegaba el racionamiento del pan, cada uno agarraba su pedazo y
lo escondía. Y lo escondía! Porque no nos
fiábamos ni de nuestro padre" (9).

La asturiana Carmen Díaz y sus hermanos
"comían polenta de un plato que apoyaban sobre las
piernas, sentados en un escaño de madera que
daba vuelta por las cuatro paredes de aquella cocina de campo sin
mesa ni sillas. (…) Es que el hambre no era, en aquellos
tiempos, una metáfora. Comían en platos esmaltados
día tras día el mismo menú: cuecho, polenta
sin leche rebajada
con agua. Algunas veces cocinaban un potaje de arvejas, papas y
garbanzos, y como escaseaba la harina, sólo
conocían el pan por referencias. María, cuando iba
a alguna amasada, pedía que le pagaran con pancitos, que
los niños
acompañaban con leche en tazas sin asas. Pero ésos
eran días de fiesta. Las más de las veces Carmina y
sus amigos y hermanos se agarraban el estómago,
hacían cualquier cosa y codiciaban cualquier bocado,.
Mamá era como un gato: trepaba los manzanos y los perales
ajenos y los sacudía. Luego se cargaba el delantal y
echaba a correr antes de que los vecinos la descubrieran. Robaban
manzanas, peras, nueces y castañas, y comían las
moras que crecían entre espinos al borde de los
senderos".

El padre de los niños, esposo de María, "a
veces volvía de Gijón o de Oviedo, y rechazaba los
potajes desabridos que comían todos y pedía huevos
fritos, lujo que se comía delante de sus hijos hambrientos
y zaparrastrosos". Durante la Guerra Civil, los franquistas
"entraban por la fuerza a las
casas y se robaban las gallinas y los pocos comestibles que los
aldeanos almacenaban con temor apocalíptico en sus
despensas" (10).

Acerca de la abuela gallega de Gladys Onega, "contaban
que cuando servía el caldo, los cachelos y las coles, al
levantar el brazo en ademán inminente de servir la segunda
vuelta, las más de las veces se detenía arrepentida
y devolvía ese segundo cucharón intacto al pote;
ella sabía que cada bocado de más que hartaba a su
prole era un día que restaba para comprar o muiño
velho e o prado d’arriba y escriturar la tierra que faltaba
para unir los pequeños retazos del minifundio en una
propiedad
mayor" (11).

" ‘A mi abuelo Gaynor –relata Mateo Kelly-
lo cargaron los ingleses en un barco a los 19 años, por
rebelde, en 1857. Los últimos quince días antes de
embarcarse lo único que comió fueron ortigas
hervidas, porque no había ni para pan. A su hermano lo
mandaron a Tasmania, donde se convirtió en un bandolero
legendario. Eran barcos de vela, los cargaban para que se
hundieran en el mar, y si llegaban a algún lado era por
obra de Dios. La gente venía desnutrida y muchos
morían durante el viaje. Mi abuelo fue a dar al Hotel de Inmigrantes, con apenas 45 centavos
en el bolsillo’ " (12).

En Polonia –cuenta Ana María Shua- "siempre
hacía mucho frío y no se comía más
que papa. (…) Papa los lunes, papa los martes, papa los
miércoles, papa los jueves, papa los viernes, pero
¡ah! ¡el sábado! El ´sábado era
otra cosa: se comía, el sábado, tortilla de papa.
Hubiera sido lógico suponer, entonces, que el abuelo
odiaría la papa, que nunca más en esta América
llena de carne se vería obligado a comer papa. Y si
embargo, la papa era su plato preferido. Los sábados,
tortilla de papa. (…) Se comían también la
cáscara de las papas. Las papas, sin embargo, tienen
muchos hidratos de carbono.
¿Por qué, entonces, el abuelo estaba flaco? Porque
comía solamente papas, pero pocas" (13).

Un personaje de la novela Mestizo, de Ricardo
Feierstein, recuerda el hambre que pasaban en Polonia durante la
guerra: "en Lemberg venían épocas de hambruna
terrible. Era tanto el hambre que teníamos que no puede
contarse: uno de mis hermanos, Joel, a quien yo quería
muchísimo, estaba enfermo y decía que si aunque sea
pudieran conseguirle una papa, él iba a salvarse. Estaba
tan débil, pobre. Ahora parece una pavada, pero no pudimos
conseguir siquiera una papa. Y Joel murió. Otra vez Jacobo
vio pasar unas ratas que llevaban pletzales, pedazos de pan,
desde las ruinas de una panadería derrumbada por las
bombas. El se
metió entre los escombros del sótano, peleó
con los roedores hasta espantarlos y consiguió varios
trozos de pan para repartir entre nosotros. El que no haya pasado
eso no puede entenderlo. Aprovechábamos las pausas de los
tiroteos para ir corriendo, dar vuelta los cadáveres de
los soldados y sacarles el chocolate que podían llevar en
los bolsillos" (14).

Décadas después, en esa tierra
–recuerda Valeria Rodziewicz-, "La comida escaseaba,
sólo teníamos arroz y la carne de los caballos
muertos esparcidos por las calles. (…) Para poder comer
tenía que vender mi sangre para las
transfusiones" (15). Era el año 1939.

Notas

(1) Delgado, Alicia: "Una morriña harto gallega",
en La Nación
Revista,
Buenos Aires,
30 de mayo de 1999.

(2) Penelas, Carlos: "Aldea", en Desobediencia de la
aurora. Buenos Aires, Ediciones del Valle, 2000.

(3) Anzorreguy, Chuny: El ángel del
capitán. Biografía del capitán croata Miro
Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.

(4) Becker, Miriam: "Casera e italiana", en La Nación
Revista, 23 de diciembre de 2001.

(5) Becker, Miriam: op. cit.

(6) Andruetto, María Teresa: Stéfano.
Buenos Aires, Sudamericana, 2000.

(7) Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus
Ultra, 1984.

(8) Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida:
Buenos Aires, Sudamericana, 2003.

(9) Guinzbug; Jorge: "Ana María Campoy ‘A
mí los hombres me gustan con locura’ ", en
Clarín Viva, 4 de agosto de 2002.

(10) Fernández Díaz, Jorge: Mamá.
Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

(11) Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos
Aires, Grijalbo-Mondadori, 1999.

(12) Guyot, Héctor M.: "Sociedad.
Irlandeses en la Argentina. Una verde pasión", en La
Nación Revista, Buenos Aires, 13 de marzo de 2005.
Fotos de
Daniel Pessah.

(13) Shua, Ana María: El Libro de los
Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.

(14) Feierstein, Ricardo: Mestizo. Buenos Aires,
Planeta, 1994.

(15) Castrillón, Ernesto y Casabal, Luis: "El
día que fue arrasada Varsovia", en La Nación,
Buenos Aires, 1° de septiembre de 2002.

En la travesía
terrestre

Los húngaros Horogh dejaron su tierra en 1945, y
viajaron durante cuatro años antes de poder embarcar.
Estuvieron en un campo de refugiados de Austria: "En ese
país estuvimos cuatro días sobreviviendo; a veces
teníamos que hacer trueque de joyas de la familia con
os campesinos austríacos por verduras, hortalizas y frutas
para poder comer" relata Zoltán, el segundo hijo del
matrimonio
emigrante. El hombre
relata: "Recuerdo que una vez mis padres pidieron permiso a un
campesino para
que mi madre cocinara algo para nosotros. Nos dejaron hacerlo
junto a un árbol, pero cuando la mujer
sintió el olor de la comida que se preparaba, cambiaron de
opinión y le ofrecieron la cocina y los enseres de su
propia casa".

"En otra ocasión, un campesino permitió a
Béla juntar algunas manzanas que estaban caídas al
pie de un enorme árbol a cambio de que
le entregara unos atados de cigarrillos". "También tuvimos
oportunidad de encontrar hongos
comestibles en los bosques aledaños, y como mis padres
conocían cuáles no eran tóxicos los
podíamos consumir sin temor" (1).

Notas

1. Masjoan, Lía: "Nosotros. Contratiempos y
alegrías de inmigrantes húngaros", en El Litoral on
line, Santa Fe, 4 de mayo de 2002.

En el barco

En 1855, el colonizador Roberto Zehnder deja Suiza, a
bordo del buque ingles Kyle Bristol. El describe su
alimentación durante la travesía marítima:
"De mañana con el café
sirvieron galletas duras como piedra, eran de harina de centeno,
biscochuelos untado con manteca y azúcar amarilla, a
mediodía sopa con arroz y carne salada con papas, de noche
sopa con arroz. Algunos días hubo carne de vacunos,
después carne de cerdos salada que ya el día antes
había que poner al remojo, antes de cocinar sino no se
podía comer" (1).

Johann Bodemann y su familia emigran
desde Valais en 1857. El relata: "Si no fuera por el
capitán, no hubiéramos tenido nada para comer. Un
buen hombre ese capitán, igual que los marineros. Los
alimentos que habíamos comprado, no llegaron, de tal forma
que tuvimos que conformarnos para el desayuno, de tomar
café de malta sin azúcar. En cuanto al almuerzo,
nunca fue bueno: carne salada o jamón también muy
salado, con arroz, habichuelas, papas o arvejas. Para la cena
teníamos que conformarnos con un plato de sopa con arroz.
Para el día entero no teníamos más que una
galleta, que no era otra cosa que un pedazo de pan negro. Este
era el modelo de
comida que tuvimos a bordo, desde el principio hasta el fin. En
breve, no hemos comido como comíamos en casa. No
había vino. Si queríamos tomarlo, hubiéramos
tenido que pagarlo tres veces su precio. La
botella de vino costaba cuatro francos, y la manteca dos francos
la libra. Pueden entender que nos abstuvimos de comprar con
semejantes precios"
(2).

Un contingente de judíos
viaja en 1891 en el vapor Pampa, el cual "llevaba unas 5 o 6
vacas en cubierta para ser faenadas por el Shoijet y tener carne
kosher cada tanto, pero muchos no la comían pues las ollas
eran treif (impuras)" (3).

Itzak Moshe Locev, "oriundo del pequeño pueblito
de Shumiatich en la Gobernación de Mohilev", emprende su
viaje hacia la Argentina. "Adquiere el pasaje y toma
también la precaución de proveerse de comestibles
'kasher' y de vajilla, en caso de que en el barco no se observe
estrictamente la 'kashrut'. A principios de
marzo de 1906, en una madrugada medio lluviosa y de niebla, se
embarca hacia Londres. En el primer día del viaje, llegada
la hora de comer, todos fueron invitados al comedor: unos 300
judíos acudieron al lugar que les fuera destinado, los
cristianos comían aparte. Locev y unas cuantas personas
más se quedaron en sus sitios pues habían visitado
la cocina y se cercioraron de que no reunía las
condiciones deseables de 'kashrut'. A pesar de abstenerse de ir
al comedor del barco, lograrán organizar sus comidas en
base a los productos obtenidos del cocinero" (4).

En su obra En el océano, relata Edmondo De
Amicis: "A medida que subían, los emigrantes pasaban
frente a una mesa, tras la que estaba sentado el oficial
Comisario, quien los reunía en grupos de media
docena, llamados ranchos, inscribiendo los nombres sobre un papel
impreso que entregaba al pasajero más viejo, para que
fuese con él a pedir comida a la cocina a las horas de las
comidas. Las familias de menos de seis miembros se hacían
inscribir con un conocido o con el primero que llegaba; y durante
esa tarea de inscripción se transparentaba en todos un
temor a ser engañados en la cuenta de los medios puestos
y de los cuartos de puesto para los muchachos y los niños:
la desconfianza invencible que inspira al campesino todo hombre
que tenga una lapicera en la mano y un registro delante"
(5).

Pedro Fernández, asturiano embarcado ilegalmente
hacia la Argentina en 1899, recuerda la comida a bordo: "dieron a
cada viajero un plato de loza y un tarrito también de la
misma materia,
juntamente con un tenedor y una cuchara. Cada uno iba a buscar su
comida en el plato, la cual era bastante buena consistiendo en
carne de buey y de cerdo, patatas, garbanzos, arroz, habas,
bacalao y algunas otras sustancias alimenticias bien
condimentadas por un viejo y divertido cocinero español."

La ansiedad por conseguir alimento provoca
pequeños accidentes:
"¡y que apretones llevábamos cuando íbamos a
buscarla! con dos horas de anticipación ya la mayor parte
de nosotros provistos del servicio de
mesa que nos habían dado rodeábamos la cocina
cuando apenas había principiado a hervir la comida y antes
de principiar a repartirla cada uno empujaba a los demás
para llegar primero al caldero que contenía el rancho;
¡cuántos con el apuro se quemaban las manos
viéndose por este motivo a tirar con plato y comida! Los
que como a mí no les gustaba el pan comíamos el
primer plato a toda prisa no haciendo caso aunque la comida de
tan caliente como estaba llevase consigo pedazos de piel del
paladar o de la garganta pues nada se sentía con tal que
llegásemos al reenganche, como allí se decía
cuando se volvía por otro plato de comida".

La necesidad crea nuevas normas entre los
inmigrantes: "Por la mañana nos apresurábamos a
buscar el café armados cada uno con su tacita, en la cual
nos daban también el té al anochecer. Cuando a
alguno se le rompía alguno de los servicios de
mesa robaba a otro lo que necesitaba, este hacía lo propio
con los demás, y así sucesivamente todos de modo
que todo se volvía robos de platos y tazas,
viéndose uno obligado a guardarlos con más cuidado
que si fuesen oro si no
quería exponerse a tener que esperar a que alguno de sus
amigos comiese para luego servirse él de sus utensilios y
para que le prestasen era menester que la amistad fuese
íntima. Yo también fui víctima de un robo de
esta clase pues
aunque tuve buen cuidado de guardar el plato bajo el
colchón de mi cama, esto no impidió que me lo
robaran viéndome por esto obligado a servir la comida y
bebida en la tacita que a lo sumo tendría capacidad para
medio cuartillo; en esta situación estuve dos días
pero luego comprendí la necesidad de hacer como los
demás y en efecto, fingiendo irme a dormir a mi camarote
desde él robe un plato de unas alforjas que cerca de
mí tenían colgadas unos leoneses y con esto
salvé la situación (6).

Pura, la protagonista de Diario de ilusiones y
naufragios, de María Angélica Scotti, narra:
"Había en ese barco, a la vez, mucho hacinamiento y
revoltijo. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que
era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el
piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o
de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y
que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los
vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier
rincón (7).

En el barco, a Carmen Díaz, "como al resto, le
daban de comer guisos decentes y bifes duros, pero Carmen
vomitaba hasta el café y las tostadas. Parecía como
si (…) hubiera olvidado el estómago en Asturias. Entre
todos los manjares eligió unas manzanas deliciosas de
Río Negro, que la mantuvieron viva, aunque perdió
cerca de diez kilos en dos semanas" (8).

Gedalia Rimetka, el personaje de Shua, viaja en barco
desde Polonia. Durante la travesía "se comía mucha
pasta. Macarrones y ñoquis pero no ravioles. Fusili,
cintitas, fetuccini. A la bolognesa, con tuco, con pesto. Por eso
cuando el abuelo llegó a América, ya no era flaco.
En veinte días había engordado veinte kilos. El
abuelo comía mucha pasta y no vomitaba. También,
desde que llegaron a Brasil,
comía bananas" (9).

Previendo la necesidad, una mujer
judía prepara la vianda para su marido emigrante:
"Mamá acomodó en los atados quesillo dorado y
dulce, que había preparado con leche de oveja. Y carne de
ganso congelada en la intemperie. ¿Cuántos
sacrificios hiciste mamá para conseguir esos manjares?"
(10).

"Una naranja, dos limones y un inmenso mar por delante.
Eso tenía y eso lo esperaba a Adriano Nascimento Rocha el
día en que se escondió en la bodega de un barco
inglés
que lo llevaría a una ciudad extraña de un
país lejano para reunirse con su madre, luego de 17
años de no verse. O peor, casi de no conocerse: cuando
Alicia Buenaventura Rocha emigró de Cabo Verde, Adriano,
su primer hijo, un hijo de padre desconocido, era un bebe de un
año que iba a quedar al cuidado de una tía"
(11).

La alimentación de los pasajeros ha sido
registrada en una imagen. En
"Buenos Aires 1910. Memoria del
porvenir" pude ver la fotografía
de inmigrantes españoles comiendo en la cubierta con
platos de latón, antes de desembarcar. La tomó
León Lacroix, en 1910 (12).

Notas

1 Zehnder, Roberto: "Anotaciones durante mi inmigración de Suiza a la República
Argentina", en www.zingerling.com. Septiembre de 2004.

2 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe,
Colmegna, 1992.

3 Chajchir, Mauricio: ""Viaje al país de la
esperanza: Relato de un viajero del Pampa", en La Opinión,
8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de
Genealogía Judía de Argentina, Toldot N° 8,
Noviembre de 1998.

4 Kaspin, Iaacov: Mi colonia rusa. Buenos Aires: Mila,
2006

5 De Amicis, Edmundo: En el océano. Buenos Aires,
Librería Histórica, 2001. Prólogo de Roberto
Raschella. Traducción de Luciana Daelli.

6 Méndez Muslera, Luciano: "Asturias en la
emigración", en www.telepolis.com

7 Scotti, María Angélica: Diario de
ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé,
1996.

8 Fernández Díaz, Jorge: op.
cit.

9 Shua, Ana María: op. cit.

10 Goldemberg, Susana: Cuentos de la
bobe.

11 Palomar, Jorge (texto) y
Calabrese, Graciela (fotos): "Caboverdianos: vientos de cambio",
en La Nación Revista, Buenos Aires, 3 de diciembre de
2006.

12 "Una visita al Buenos Aires antiguo", selección
de fotos de "Buenos Aires 1910. Memoria del porvenir", en
Shopping Abasto, 1999.

Abundancia americana

En un reportaje, el actor Ricardo Darín dijo:
"Creo que todos somos hijos de una inmigración que
pasó por circunstancias parecidas en Europa y luego
acá. La obsesión por la comida, la búsqueda
de ascenso social y cultural son comunes a todas las
colectividades. La paradoja es que entonces esa clase de
preocupaciones nos parecía exagerada y hoy vemos
cómo esa cultura se
vuelve otra vez imprescindible, ante la situación del
país" (1).

Alejandro Sirio llega a Buenos Aires en 1910. "Son
épocas difíciles y con lo que gana como dependiente
apenas araña el existir. Y bebe agua, mucha agua como para
ahogar su hambruna. Años más tarde
recordará: ‘Cuando comencé a ser conocido,
llegué a comer todos los días, y hasta dos veces al
día’ " (2).

Contrapuestos a la evocación de la pobreza que se
vivía de un lado y el otro del mar, encontramos pasajes en
los que se alude al asombro de los inmigrantes ante la cantidad
de comida que había en la Argentina.

En Guido, Andrés Rivera recrea los relatos de
quienes regresaban a Italia: "Contaban que había
más vacas en una sola de las provincias argentinas que en
todas las estrechas lenguas de tierra europeas conquistadas por
las legiones romanas. Vacas y vacas y vacas. Y trigo, y
más pan del que hubiera podido comer la familia desde los
bisabuelos para acá. Había pan en esa tierra,
decían, desde la creación del mundo"
(3).

En Tantas voces, otra historia, estudio acerca de
los judíos italianos emigrantes, Smolensky y Vigevani
Jarach destacan que "Asombraba la limpieza de las veredas, la
buena presencia de la gente, la ausencia de mendigos tanto como
las desproporcionadas porciones de comidas servidas en los
restaurantes y las ‘yapas’ ofrecidas por los
carniceros y verduleros. La visión de los tachos de
basura,
repletos de restos de comida, suscitaba pruritos moralizadores de
respeto por
‘los niños que no tienen qué comer en el
mundo’ y soplar o besar el trozo de pan caído al
piso antes de comerlo" (4).

La impresión que siente Maggie Pool es similar.
La autora de Where the devil lost his poncho, llega a la
Argentina "no bien terminada la guerra" y "queda deslumbrada por
la riqueza que ve en Buenos Aires, por el tamaño de los
bifes y los postres de un simple restaurant, donde se come lo que
ninguna familia inglesa veía desde hacía
años". (5)

En sus primeros días en la Argentina, el
capitán Kovacic se asombra por lo mismo: "Lo que
más nos llamaba la atención en la Argentina era la abundancia.
Todo era excesivo. Mirábamos comer a la gente en los
restaurantes. No lo podíamos creer. Esos bifes enormes.
Este país, para alguien que venía de la guerra,
era… ¡un parque de diversiones!" (6).

La disponibilidad de los alimentos antes negados provoca
algunos incidentes, como el que relata Jorge Barón Biza.
Su gobernanta era una refugiada del Este, a quien trajeron de su
paseo por la ciudad de Río en una camilla. Ella "Nunca
había probado bananas. Antes de la guerra las había
visto, en confiterías europeas, envueltas en
celofán. En las calles de Río, los vendedores le
ofrecieron docenas de bananitas de oro por centavos" (7).
Comió tantas que tuvieron que asistirla. Era la
consecuencia del contraste entre la pobreza europea y la realidad
americana.

Escribe Enrique Pinti: "Cuando, allá por los
años cincuenta, llegaba la última ola de
inmigrantes europeos de la posguerra, los prósperos
argentinos se asombraban al ver el valor que le
daban a un plato de comida caliente y a la tranquilidad de irse a
dormir sabiendo que no tendrían que levantarse en medio de
la noche para meterse en un refugio antiaéreo por un
bombardeo" (8).

La alimentación de quienes dejaron su tierra
-además de ser un tema recurrente en la literatura- ha sido
estudiada por renombrados especialistas. En "La huella del
inmigrante", Fernando Devoto se refiere a la cocina nativa como
un modo de diferenciarse: "Aunque los inmigrantes estuvieron
inicialmente deslumbrados por la abundancia de carne mantuvieron
sus hábitos alimentarios. Lo revelaban las estadísticas de comercio exterior
y el surtido de los almacenes.
Aspiraban tanto a conservar sus tradiciones como a diferenciarse
socialmente a través de sus consumos. No se
producía una fusión o
‘crisol’ culinario con la cocina nativa sino
más bien una yuxtaposición. Los distintos
componentes coexistían en un menú sin mezclarse en
un mismo plato".

La influencia foránea no tardó en hacerse
sentir: "Algunas de las cocinas de inmigración tuvieron
una gran capacidad de irradiación. Sobre todo la italiana,
que era una combinación de cocinas regionales con
predominio septentrional" (9).

"Como los mismos inmigrantes –afirman Marcelo
Alvarez y Luisa Pinotti-, la aceptación de sus bagajes
culinarios por parte de los nativos, cualquiera fuera su clase
social, tomó su tiempo. En todo caso, los sectores
más altos de la estructura
social porteña estaban dispuestos a aceptar los platos
propuestos por la cocina francesa, epítome de la
civilización gastronómica, que además de
reforzar su posición social le daba otro –aunque
inesperado- recurso para diferenciarse del mero pueblo. El mero
pueblo, por su parte, vio en el recién llegado un
advenedizo, cuando no un usurpador de labores y privilegios o un
explotador (ya que, por cierto, muchos extranjeros regenteaban
comercios tan conspicuos, necesarios y a veces únicos para
los sectores populares como las pulperías o los almacenes
de ramos generales)".

"Los inmigrantes desembarcaron con sus baúles y
ollas, con las añejas recetas que intentaron repetir
mientras ‘hacían la América’ y todos
fueron alcanzados por la pasión carnívora. La carne
puso fin a la endémica carencia de proteínas
de las poblaciones rurales. Imaginemos el cambio que
significó para estos campesinos empobrecidos, alimentados
con una comida que aquí se consideraba casi forraje,
disponer de carne en abundancia. Carne y mate fueron los
principales aportes de la cocina porteña a la de los
inmigrantes que hasta el momento apenas consumían carne
roja (de porcinos u ovinos) y que tenían una dieta
esencialmente vegetariana. -La novedad dietética para los
inmigrantes consistió en la incorporación de la
carne que los nativos tenían como su artículo
central. Por su parte, el elemento nativo incorporó
artículos de procedencia vegetal como el pan, las pastas y
la cerveza"
(10).

"La población que emigraba de Europa trajo su
cultura culinaria. Los españoles querían garbanzos
y arvejas, y un montón de cosas que aquí no se
cultivaban. El gran consumidor de los
fideos y los tomates fue el italiano. Todo esto se iba
concentrando en los barrios, que se agrandaban cada vez
más. Entonces se empiezan a establecer los puestos de las
ferias dedicados exclusivamente a vender jamón cocido o
jamón crudo, o costillares de vaca, de cerdo,
además de las verduras, las frutas, los garbanzos…"
(11).

Víctor Ego Ducrot señala que "la llegada
de productos alimenticios de los más diversos rincones del
mundo también se hizo sentir sobre todo en los
hábitos de los sectores sociales de mayor poder
adquisitivo, aunque muchas de las novedades que se podían
encontrar en las ‘tiendas de ultramarinos’ fueron de
consumo
popular, por su bajo precio y porque no existían
sustitutos de manufactura
local. Entre esos productos se hallaban el azafrán, las
especias básicas –como la pimienta y el
pimentón-, algunos licores y el chocolate"
(12).

Los italianos "En la mudanza se trajeron los diversos
menúes regionales con sus referencias culturales, los
ritos de la mesa y la cocina, y los códigos de orden e
integración de las comidas cotidianas; por
tanto, la composición del flujo inmigratorio
condicionó intensamente la penetración de lo
italiano en la dieta de los argentinos y los cambios producidos
en ese movimiento
actuaron en el mismo sentido, haciendo que ciertos platos se
difundieran antes que otros. Puesto en estos términos, los
primeros aportes del rubro debieron ser las especialidades
gastronómicas de los genoveses afincados en la Boca:
ravioles, torta pascualina, albóndigas, cima rellena,
pesto, fainá, fugasa, pasta frola, pan dulce y tomates
rellenos de pescado".

Entre los españoles, "Los nuevos inmigrantes
reforzaron el ‘aire de
familia’ de la cocina argentina, pero con las pautas
alimentarias de la época, que si bien marcan una
continuación del patrón tradicional no eran simples
cristalizaciones del tiempo de Garay ni de fines del siglo XVIII,
cuando arribara la penúltima oleada: los guisos, los
pucheros y cocidos, la cebolla y el ajo, el azafrán y el
pimentón, chorizos y morcillas están de regreso en
su versión original. El puchero a la española,
presente en el menú de pensiones y restaurantes de la
colectividad, recupera la carne de gallina y los garbanzos que la
iconoclasia criolla había reemplazado por carne de vaca,
porotos y maíz".

"Los gallegos aportaron sus potajes, empanadas,
tortillas y la perdiz en pepitoria; los asturianos la fabada
(alubias de gran tamaño acompañadas en la olla por
morcillas, chorizos, cebollas y tocino); los vascos el marmitako
a base de atún y papas y el bacalao en sus cuatro
versiones (al pilpil, al ajoarriero, a la vizcaína y
ligado); los aragoneses el pollo al chilindrón y las
criadillas; los valencianos las paellas, las variedades de
arooces y los mejillones salteados con tomates y pimientos; los
andaluces el gazpacho, el ajo blanco, la sopa de caldo de
gallina, el atún con tomate, las
berenjenas con queso, la caldereta de cordero y los jamones de
Trévelez y Jabugo. De Madrid y la
región central los menúes atrapan cocidos, callos,
sopa de ajos, tortillas, cochinillos y perdices; de
Cataluña los embutidos, las butifarras, los salchichones
de Vic, el conejo marinado, las setas, el lomo frito con alubias,
la zarzuela de pescado y el arroz bogavante; de las islas
Baleares la sobrasada y la ensaimada".

"Fuera de los restaurantes y los clubes de
colectividades, en las casas de familia, nada triunfa más
que la tortilla, las simples papas peladas, lavadas y cortadas en
rajitas delgadas que se fríen en aceite o manteca de cerdo
con el complemento de los huevos batidos y salados".

 

Los árabes constituyen "la tercera colectividad,
después de la española y de la italiana". "Los
principales ingredientes utilizados en el país son: la
carne vacuna (que sustituyó al cordero utilizado en las
diversas geografías de origen), el trigo (con diferentes
grados de molido), las hojas de parra, el arroz, las habas, los
porotos, los garbanzos, las alubias, el tomate, el pepino
agridulce, el vinagre, la cebolla y un enorme surtido de
especias".

"Una picada árabe necesariamente incluirá
hommus, la crema de garbanzos hervido y machacados en mortero,
condimentados con pasta de ´sesamo, ajo, limón y
agua; babagannush, berenjenas asadas al carbón, enfriadas,
sin piel y en un puré con la pulpa de un suave sabor
ahumado; y keppi nahie (crudo o cocido), un trozo de pierna de
cordero machacado en un mortero durante aproximadamente una hora;
luego se condimenta con jugo de tomates, cebollas, morrones, y se
mezcla con trigo candeal o burgol, también finamente
machacado formando un puré".

"Entre los platos calientes contamos con el kebab, el
kus kus y las empanadas árabes. El pan árabe, con
su masa fina y redondeada hecha a base de levadura y cocinada
sobre piedras calientes, se ha constituido en una variante
imprescindible en cualquier confitería o bar urbano. Su
aceptación como pan para sándwiches obedece,
seguramente, a la posibilidad inigualable de admitir un suculento
y variado relleno. En cuanto a los postres, son tan dulces que
resultan empalagosos para muchos paladares no habituados;
consisten en masas de pasta filo, rellenas con frutos secos,
dátiles, pasas rubias, ciruelas y rociadas con abundante
almíbar".

De la cocina inglesa, "los menúes argentinos han
incorporado el chiken pie, los scones y el budín
inglés, la costumbre del té a las cinco y el roast
beef. Los scones, junto con las masas y tortas, han
acompañado fielmente varias generaciones de tés
saboreados en la Ideal, la Richmond, L’Aiglon, Queen Bes, o
alejándose del centro de la ciudad, en Las Violetas o El
Blasón (de Pueyrredón y Las Heras)".

La cocina francesa "fue simplificada en el cruce
transatlántico, y fórmulas de simple estima se
incorporaron al menú argentino, como los huevos poche o la
versión de una omelette de espárragos. La famosa
masa de hojaldre conservó su carácter complejo y se utiliza aún
hoy como masa básica de las medilunas y en la
confección de platos dulces o salados. Otro tanto
pasó con la soupe a l’onion que se reserva para los
fríos días de invierno"

"En la cocina portuguesa predominan los ingredientes de
origen marino, pero los menúes incluyen tanto pescados y
mariscos como animales de criadero, cerdos, leche de cabra, queso
de oveja, verduras y frutas. En Argentina, la lejanía del
mar hizo variar los ingredientes de la alimentación,
consumiéndose más carne y leche de vaca. En la
actualidad se incluyen elementos tanto de procedencia de origen
como nacional: el bacalao, el salmón, las sardinas, el
atún, las almejas, los caracoles, el pulpo, las almendras,
el oporto, el aguardiente, el aceite de oliva, el vinagre de
manzanas y el pimiento. Los ingredientes más
emblemáticos son el bacalao y la papa, condimentados con
aceite de oliva y vinagre de manzana".

"La inmigración de origen alemán se
instaló principalmente en la provincias del litoral: Santa
Fe, Entre Ríos, Corrientes y Misiones; algunos
contingentes en Córdoba y en Río Negro, donde se
hicieron famosas las casa de té con las trdicionales
tortas. Dentro de la capital, hay
ciertos barrios como Belgrano, Devoto y Villa del Parque, donde
incluso se celebra el día de la cerveza con desfile de
bandas de músicos veteranos y comidas tradicionales"
(13).

La hermana Bernarda "enseña recetas suizas y
alemanas como una forma de acercar más la gente a Dios.
(…) es una monja suiza de la congregación de Santa Cruz,
quien a los quince años descubrió su
vocación de servir al prójimo y a los diecisiete
comenzó a andar el camino de la religiosidad. El amor por la
cocina lo conoció también de adolescente y lo
perfeccionó en Suiza y Alemania,
donde afirma que recibió una enseñanza muy particular: ‘Primero te
preparan como ser humano y recién después se pasa a
la cocina’ " (14).

"La Argentina heredó múltiples influencias
de los diversos pueblos que en un tiempo fueron súbditos
del Impero Austro-Húngaro. En todo caso, gran parte de los
manjares que integraban el patrimonio
gastronómico del centro europeo arribaron a estas costas
en la memoria y
en las prácticas culinarias de los inmigrantes
judíos que huían de las persecuciones y los ghettos
étnicos"

"La cocina eslovena admite utensilios que provienen de
las herramientas
para cortar leña, como hachas e implementos fabricados en
madera (ralladores, cernidores de harina y cucharas de diverso
tamaño). Por provenir de climas fríos se utiliza
mucho la grasa de cerdo (pura o en chicharrones) y las comidas
son fuertes y sustanciosas (con grasa, frutas secas y
vinos)".

La cocina danesa, "en los ámbitos y familias
más conservadoras, se basa principalmente en la papa, con
agregado de salsas, carne de cerdo –en forma de
albóndigas, pan de carne, costillas y asado- y café
a todas horas" (15).

La chef Diana Boudourian es experta en "Cocina
exótica & Mediterránea". Ella se refiere a las
recetas provenientes de algunos países:

"Las escuelas de cocina griegas fueron siempre una
fuente de creación para los alumnos que transitaron sus
aulas y llegaron a compararse en sus realizaciones con los
máximos hacedores de la arquitectura
griega. El aceite de oliva, fundamental en la elaboración
de los platos refinados, se complementa con trigo, hierbas,
sésamo, hortalizas y frutas. Los pescados en todas sus
variedades, las ostras, los mejillones y os camarones
–así como las carnes de jabalíes y venados-
son, desde la más remota antigüedad, parte de los
placeres de los habitantes del Peloponeso. (…) Son muchos y muy
variados los dulces en los que la masa fila, el almíbar y
los frutos secos tienen una presencia fundamental. Precisamente
estos frutos serán parte importante en la
elaboración del pan dulce griego que les recomiendo para
la mesa de Navidad" (16).

"Los armenios tenemos una predisposición especial
a saborear todo tipo de dulzuras después de las comidas y
como acompañamiento del café. Los frutos naturales,
de los que se destaca el albaricoque o damasco, así como
los higos y uvas (cultivadas en las laderas del mítico
monte Ararat), dulces y tiernas para deleitarse
comiéndolas recién arrancadas de la vid o
degustando el mejor cognac del mundo, son algunos de los placeres
de toda mesa tradicional. El almíbar tiene una
participación fundamental en la preparación de los
dulces elaborados por las abuelas y las madres armenias, que
transmitieron de generación en generación los
secretos de esta cocina refinada y milenaria. De esos dulces, el
pahlavá o pahkí jalvá, muy conocido en
nuestro medio como mil hojas de masa fila rellena con nueces,
canela y almíbar perfumado, genera entre otros pueblos de
la región la eterna discusión de su origen. Dice la
leyenda que la exquisita preparación de las manos armenias
de antaño hizo que esta exquisitez fuera adoptada como
‘el rey de los dulces’. Para que la imagen de los
dulces armenios sea completa vale mencionar el anush abur o sopa
dulce. Se ofrece exclusivamente en la festividad de Navidad, que
la liturgia armenia conmemora el 5 de enero, en coincidencia con
la epifanía" (17).

"La cocina egipcia nos propone la utilización de
arroz, verduras hervidas, carne de cordero, ocras y una extensa
variedad de dulces. De esta exótica culinaria les
sugerimos el falafel, plato elaborado sobre la base de garbanzos
y especias" (18).

"La gastronomía japonesa utiliza como
ingredientes centrales los pescados, mariscos y algas, aunados a
los cultivos de gran rendimiento como el arroz integral, el ajo,
la soja, batatas,
berenjenas, berros, brotes de bambú, castañas,
ciruelas, col china, escamas
de bonito seco, hojas de crisantemo, jengibre, mostaza seca,
nueces de ginkgo, pasta de pescado, sake, semillas de
´sesamo, setas, tallarines de trigo, tallarines de
alforfón, taro, tofu, y el vinagre de vino de
arroz".

"Entre 1869 y 1914 se observa el predominio de la
migración limítrofe uruguaya; a
partir de 1914 y hasta 1980, es la migración paraguaya la
que presenta mayores volúmenes, seguida por la chilena
(…). La presencia paraguaya en ámbitos rurales estuvo
preferentemente asociada a la recolección del algodón, mientras que la nueva
inmigración se localizaría mayormente en
ámbitos urbanos, donde los hombres se acomodaron al
trabajo en la
construcción particular en pequeñas
obras y las mujeres en el servicio doméstico. En casi
todas las comidas de estos inmigrantes están presentes
cereales y legumbres. Tal como se ha visto, muchos platos han
compartido desde hace siglos las cocinas de las provincias de
Misiones y Corrientes".

"En la capital, ya es frecuente encontrar chipá
(en sus variantes chipá paraguayo y chipá
guazú) en los lugares menos pensados: a la entrada/salida
de los medios de transporte,
hospitales y facultades, compartiendo el mismo lugar de
berlinesas y tortas fritas. Los chipacitos, por su parte, se
hornean al paso para comerlos a punto de calientes. Otros
yantares más complicados también cruzaron la
frontera: el
soyo, a base de carne, verduras, tomate, cebolla y morrón;
y el bobi borí, un caldo de verduras con carne, harina de
maíz, grasa, queso y huevo" (19).

Notas

1 Saavedra, Guillermo: "Darín. A cara lavada", en
La Nación Revista, Buenos Aires, 5 de mayo de
2002.

2 Coppola, Norberto: "Alejandro Sirio", en
www.alejandrosirio.org.ar.

3 Rivera, Andrés: Guido., en Para ellos, el
Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2000.

4 Smolensky, Eleonora M. y Vigevani Jarach, Vera: Tantas
voces, una historia. Buenos Aires, Editorial Temas,
1999.

5 Sopeña, Germán: "Tierra lejana", en La
Nación, Buenos Aires, 13 de julio de 1997.

6 Anzorreguy, Chuny: op. cit.

7 Barón Biza, Jorge: "La historia, un disparate",
en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril de 1999.

8 Pinti, Enrique: "El lobo y los chanchitos", en La
Nación Revista, Buenos Aires, 1º de abril de
2007.

9 Devoto, Fernando: "La huella del inmigrante", en
Clarín, Buenos Aires, 2 de julio de 2000.

10 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A la mesa. Buenos
Aires, Grijalbo.

11 González Toro, Alberto: "El tímido
regreso de las ferias de Buenos Aires", en Clarín, Buenos
Aires, 2 de marzo de 2003.

12 Ducrot, Víctor Ego: Los sabores de la mafia.
Buenos Aires, Grupo
Editorial Norma, 2002.

13 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op.
cit.

14 Pérez, María: "Manjares del cielo", en
Clarín, Buenos Aires, 2 de junio de 2003.

15 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op.
cit.

16 Boudourian, Diana: "Patio de comidas", en El Barrio
Periódico de Noticias. Buenos Aires,
Diciembre de 2003.

17 Boudourian, Diana: "Patio de comidas", en El Barrio
Periódico de Noticias. Buenos Aires, Noviembre de
2003.

18 Boudourian, Diana: "Patio de comidas", en El Barrio
Periódico de Noticias. Buenos Aires, Enero de
2004.

19 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op.
cit.

En el Hotel de Inmigrantes

"Desde el Hotel de Inmigrantes, su primera escala en el
país, los hábitos gastronómicos de la
inmigración invadieron el país. El protagonismo fue
de las pastas en todas sus variaciones formales: ravioles,
ñoquis (y por supuesto la preparación de los del 29
y el dinero
debajo del plato), canelones, tallarines, macarroni, capelletti,
fettuccini, agnolotti y lasagnas; seguidamente la pizza
–impulsada por la migración del Mediodía-, la
milanesa, el pesceto, los escalopes, los fiambres, los risottos
las salsas de tomate como acompañamiento (bolognesas,
parmesanas, filetto), el pesto, el aceite de oliva, las frutas
secas, y la difusión del consumo de aceitunas, quesos
(parmesano, gorgonzola, pecorino, caciocavallo, fontina, ricotta)
y vinos (nebiolo, barbera, chianti, toscano)" (1).

Los personajes de La logia del umbral, de Ricardo
Feierstein, recuerdan que allí les dieron "pan y carne, en
platos de lata. (…) Y algunos religiosos (…) no
querían comer. Decían que la carne era treif,
impura. Que no era para nosotros, judíos de fe"
(2).

José Wanza no alude a la alimentación que
recibió en el Hotel, pero sí refiere que, al
iniciar el viaje hacia Tucumán, le dieron un kilo de pan y
media libra de carne, para una travesía de cuarenta y dos
horas (3)

En uno de sus cuentos, Luis León presenta un
personaje que recuerda que en el Hotel había,
además de "peleas en idiomas desconocidos" y "camas altas
casi inalcanzables", "trozos de matzá pisoteados, molidos
por los gruesos zapatones de inmigrantes que iban y venían
sin verlos" (4).

Al protagonista de un cuento de
Santiago Korovsky "Lo hospedaron en un hotel sucio y viejo, donde
la gente dormía en el suelo, y la
comida no era mejor que la del barco. De allí se fue a los
cinco días, no porque quisiera sino porque lo echaron"
(5).

En el 2000, un panel en el Hotel reproduce las palabras
de Pablo Nowak. Este hombre, llegado a la Argentina en 1949
recuerda los magníficos asados que se hacían al
mediodía y agradece las que califica como sus primeras
buenas comidas de toda la vida (6). Sesenta y ocho años
después de haberse hospedado allí, José
Arias expresa: "Nos daban comidas y abundantes" (7).Teresa Joan,
décadas más tarde, recuerda el olor a pan de trigo
(8), y una húngara, protagonista de una anécdota
contada por el profesor Jorge
Ochoa de Eguileor, estaba muy enojada porque no había
encontrado palmeras y cocoteros, ni un hotel lujoso, pero todo su
enojo se disipó cuando le sirvieron de comer
(9).

Se desayunaba "café con leche, mate cocido y pan
horneado en la panadería del hotel escribe Horacio Di
Stéfano-; los almuerzos consistían en "sopas,
guisos, maíz pisado o legumbres, puchero criollo,
estofado…". Había "colas para la entrega de vituallas,
luego el cocinero servía los alimentos, y las largas mesas
de comensales quedaban ocupadas en medio de un incesante murmullo
de voces y chillido de vajillas" (10).

Sergio Limiroski escribe: "Muchos de estos niños
de las familias, hoy convertidos en abuelos, recuerdan al viejo
hotel –que funcionó hasta 1952- con aquellos largos
tablones donde se comía, los tarros de metal con que se
tomaba la leche, las camas marineras donde se dormía,
mientras esperaban que sus padres consiguieran el trabajo que
les permitiera quedarse" (11).

John Argerich afirma que los inmigrantes italianos
cazaban pajaritos: "se los morfaban con polenta, como
hacían los nonos, dejando sin gorriones la zona de Retiro,
en que se erigía el Hotel de Inmigrantes, única
posada del mundo donde daban catrera y chupi sin pagar"
(12).

Los judíos que llegaron en 1891 en el Pampa
fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes; allí se
suscitó otro inconveniente: "No sé de dónde
surgió la versión que los cocineros y el personal eran
judíos españoles y por consiguiente todo era
kosher. Y ¡ah! Por primera vez durante todo el viaje, todo
el pasaje disfrutó de una buena cena. Al día
siguiente una comisión de mujeres fue a investigar a la
cocina para ver si salaban la carne y se encontraron con una
cabeza de cerdo sobre la mesa. Volvieron amargadas y tratando de
vomitar lo que habían comido la noche
anterior".

De Buenos Aires viajaron a Miramar (Mar del Sud?) y
fueron hospedados en el Hotel Atlántico, donde
permanecieron hasta que se inició el traslado a Entre
Ríos. Chajchir escribe en sus memorias: "Lo
que recuerdo de allí y lo conservo aún hoy
día, es el gusto del té recocido y endulzado con
azúcar negra, la que no era refinada y que hoy la llaman
azúcar rubia. Ah! Hasta me parece que siento el gusto y el
olor del té recocido con azúcar negra".

Recuerda en otro pasaje: "Nos habían dado matze
para cuatro días, por lo que una delegación
viajó a Villaguay y regresó al otro día en
el tren con 5 bolsas de harina. De inmediato, al primer
día hábil de la semana de Pésaj, jal-amoed,
o mejor dicho la noche antes, calentaron y amasaron con palos
improvisados. Una espuela de bota que se quitó un
peón sirvió para cortar las hojas".

Cuenta una travesura que hizo con otros
compañeros: "Yo sí que tomé clandestinamente
un vaso de leche. Un día nos juntamos tres muchachos y
fuimos por una senda a una casita, de la que habíamos
oído que
convidaban con leche a los visitantes. Fuimos repitiendo todo el
camino la palabra leche para no olvidarnos. Llegamos, el
más grande de nosotros dijo –leche-, largaron una
carcajada y nos dieron un vaso de leche a cada uno. Como no
sabíamos cómo decir gracias, hicimos una reverencia
en señal de agradecimiento. Y hubo más carcajadas"
(13).

Notas

1 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op. cit.

2 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos
Aires, Galerna, 2001.

3 Ochoa de Eguileor, Jorge y Valdés, Edmundo:
Donde durmieron nuestros abuelos. Los Hoteles de Inmigrantes de la Ciudad de Buenos
Aires. Centro Internacional para la Conservación del
Patrimonio Argentino.

4 León, Luis: "Chacarita. Vísperas de
Pésaj", en SEFARaires, www.sefaraires.datafull.com, N°
2, Junio de 2002.

5 Korovsky, Santiago: "Esperanza", en "Bienvenidos al
concurso literario 1997. El Jardín de la Esquina/
Aequalis/ Buenos Aires/ Argentina.

6 Nowak, Pablo: en audiovisual del Hotel de Inmigrantes,
citado en un panel en el Hotel en 2000.

7 Arias, José: "Disqueprensa" en La Prensa, Buenos
Aires, 1998.

8 Joan, Teresa: Libro de visitas del Hotel de
Inmigrantes, 2002.

9 Markic, Mario: "En el camino", TN, 12 de septiembre de
2002.

10 Di Stéfano, Horacio: "El Hotel de Inmigrantes:
albergue para la nostalgia…", en TANGO SHOW El
lugar del Tango en internet. 1999.

11 Limirosky, Sergio: "Y entonces llegaron Ellos", en La
Prensa, 17 de octubre de 1999.

12 Argerich, John: "Los grandimbento deste mundo
–sic- (Dónde se habla de tarro e
inspiración)", en www.amasijo.com.

13 Chajchir, Mauricio: op. cit.

En el conventillo

Según lo que comían, Santiago de Estrada
podía reconocer la procedencia de los habitantes de los
conventillos: "Encienden carbón en la puerta de sus
celdillas los que comen pucheros: esos son americanos. Algunos
comen legumbres crudas, queso y pan: esos son los piamonteses y
genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y
gallegos. El conventillo es el reino de la ensalada cruda"
(1).

En La isla se expande, de Carolina de Grinbaum, la
pequeña protagonista evoca sus sensaciones ante la comida
de una familia italiana: "Mi olfato hambriento extendía
los tentáculos a fin de transferir los perfumes de la
comida cercana, hasta mi desabrido plato. Escudriñaba las
sopas que deglutían, el caldo sustancioso rumoreante como
las olas del mar, los enormes fideos dedalito que flotaban como
infinidad de barcos veleros, el abundante queso rallado, que
esparcían como lluvia generosa –esa lluvia que deja
un olor feliz sobre las tierras secas".

También habla de la judeo-polaca, quien "En un
afán constante por tratar de alimentar y alegrar a la
familia, la señora Matilde –ése era su
nombre- pasaba largas horas dentro de la cocina, manipulando
ollas y sartenes de las que finalmente extraía los mejores
manjares elaborados a la manera europea" (2).

El protagonista de un cuento de Korovsky, en un
conventillo de La Boca, "Al mediodía bajaba a otro
cuartito, donde había unas quince personas más, y
comía lentejas en platos sucios, al igual que la cena"
(3).

La arqueología nos ha proporcionado recientemente
datos acerca
de la alimentación de los inmigrantes de clase baja:
"Schavelzon asegura que en una excavación en lo que era un
conventillo, en las calles Defensa y San Lorenzo, descubrieron
una gran diversidad alimentaria que, en teoría,
tenía que ver con los inmigrantes de distinto origen que
lo habitaban. ‘Comían cuises, avestruces y
lagartos’, informa. Y no tanta carne vacuna: muchas de las
vacas eran salvajes y su carne, muy dura" (4).

Notas

1 Estrada, Santiago: Viajes y otras
páginas literarias. 1889. Citado por Jorge Páez en
El conventillo, Buenos Aires, CEAL, 1970.

2 Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos
Aires, ig, 1992.

3 Korovsky, Santiago: op. cit.

4 S/F: "Basureros del pasado", en Clarín Viva,
Buenos Aires, 9 de enero de 2000.

En los barrios

Ya centenaria, María Luisa Cuccetti, hija de un
músico genovés inmigrante, recordó en una
entrevista la
alimentación de sus primeros años. En La Boca, "los
cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate
caliente. Y todo se hacía en casa, lo que más se
comía era risotto. Eso sí, el mejor paseo era ir de
noche al puerto a comer castañas calentitas…" (1). Un
plato inmigrante es evocado por Marina Gambier, a
propósito de una muestra
pictórica inspirada en ese barrio. Acerca de los cuadros
dice: "Ellos nos traen al presente esos conventillos con la ropa
secándose al viento, las grúas de carbón, y
la alegría de los marineros genoveses comiendo tallarines
y cantándole al paese desde una típica cantina del
puerto" (2). Estas imágenes
nos remiten al libro La Boca del Riachuelo, donde Orlando Barone
expresa: "Pienso que la Boca captura parte de la identidad
porteña porque Buenos Aires siempre estuvo más
cercana a la inmigración que a lo nativo" (3).

"Luca Filiziu tiene 82 años y es uno de los
primeros inmigrantes italianos que a mediados de siglo pasado
trajo al país esa costumbre gastronómica que para
los nativos resultaba extraña. Ahora ha vuelto a despuntar
el vicio: a falta de quinta, cría caracoles en el
balcón de su departamento, en el barrio de Constitución. ‘En la Argentina
tenemos que buscar los platos con nuestro propio estilo’,
dice, mientras saca del horno una fuente con brochettes de
caracoles envueltos en panceta y otra con lumaches (como se
denominan en italiano) en salsa picante" (4).

Los abuelos de la poeta Griselda García eran
calabreses. La nieta evoca en un poema los alimentos que cocinaba
la italiana: "mi abuela preparando conservas/ de casi cualquier
cosa que crezca/ en la tierra del fondo;/(…) mi abuela
obligándonos a terminar el plato,/ haciendo bocaditos
fritos con las sobras porque/ ‘ustedes por suerte no
conocen lo que es la guerra, el hambre…’;/ (…) secando
en grandes fuentes/
aceitunas, tomates, maníes,/ y otros comestibles que se
vendan baratos por kilo;". El abuelo, por su parte, cuidaba los
sembrados y criaba conejos (5).

Elizabeth Dellaguerra, nacida en Calabria en 1899,
manifiesta: "Lo que no me gustaba de acá era la leche y el
pan, porque la leche es de vaca y la que tomábamos en
Italia era de chiva. Pasaba el lechero con su carro tirado por
caballos. Al pan le encontraba otro gusto, pero después me
acostumbré. (…) El mate me gusta, pero no tomarlo en la
calle" (6).

La hija del gallego Joaquín González
cuenta que a los inmigrantes de esa procedencia "Les gustaba
comer jamón, tomar buenos vinos". De esa tierra
–afirma Claudio Savoia- llegaban manzanillas y bacalao
(7).

Y desde la Argentina, durante la Guerra Civil, se
enviaban encomiendas. Los familiares de Gladys Onega, como tantos
otros inmigrantes "respondían con la acción:
armaban, envolvían en lienzo, rotulaban con grueso tinta
espesa, ataban con cuerdas, lacraban con sellos y aseguraban con
sunchos los paquetes de ropas de abrigo y de alimentos que
cruzaban el mar y quién sabe cuándo
llegarían y si llegarían hasta a pena. La familia
esperaba, y para protegerla acudían a Dios y al diablo".
Los niños participaban en los envíos: "Los chicos
también éramos leales y creíamos que
ayudábamos juntando papel plateado de cigarrillos,
chocolate y chocolatines, que despegábamos del papel
blanco que lleva adherido y con el que íbamos haciendo
bolas de papel de plomo que mandábamos a Negrín
para que hiciera las balas para la República"
(8).

Como agradecimiento por las encomiendas de ropa usada
que enviaban durante la contienda, mis abuelos paternos
recibían chorizos da terra que atravesaban el
Atlántico en latas vacías de dulce de batata. Para
algún festejo importante, como un casamiento, ellos
compraban grandes cantidades de ciruelas, que llenaban un
fuentón, y ponían a enfriar el vino en odres,
cubiertos con trapos húmedos. Su comida cotidiana
consistía en puchero, nabizas, asado con papas, que mi
abuela –al igual que sus vecinas- hacía cocinar en
el horno de la panadería, y de postre, budín de
pan. Desayunaban tazones de café con leche
acompañados por pan con manteca y azúcar. Los
días de fiesta, ensaimada. Ya anciana, mi abuela nos
convidaba mate cuando la visitábamos, pero nadie recuerda
a partir de qué fecha adquirió esa costumbre, y si
lo hacía en vida del abuelo.

El cumpleaños de uno de los personajes gallegos
de Vázquez-Rial coincide con el día de Navidad. El
autor de Frontera sur describe los manjares que degustarán
los invitados: "Las mujeres pusieron las mesas en el
último patio, emparrado, de obligado tránsito para
quien pretendiera ir de la casa, a la que se entraba por el
oeste, desde la calle Pichincha, a la cuadra, abierta al sur, a
Garay. Al anochecer, los blanquísimos manteles quedaron
sepultados bajo fuentes y más fuentes en que lucían
el jamón, las almejas, el pavo fiambre, los ahumados, el
lechón adobado, el bacalao o el pulpo con pimentón
leonés y aceite de uva del país, espeso y de aroma
salvaje. Aparte colocaron las galletas, los turrones partidos y
las nueces peladas. Vinos y sidras se enfriaban en tinas de agua.
Todo aquello había llegado en un carro del Almacén
Buenos Aires, tienda de vinos, licores y comestibles importados
de ultramar, que Giacomo Zappa había fundado quince
años atrás en Artes y Cuyo".

Otro de los personajes, un pequeño gallego,
compara ese espectáculo con el de su propio
cumpleaños: "Ramón,
sentado en el tercer peldaño de una escalera que llevaba
del piso de baldosas rojas a los techos, asistió azorado
al desembarco de aquellas riquezas. No recordaba haber visto, y
de hecho no había visto, nada semejante en toda su corta
vida. De hacía poco, del anterior 2 de noviembre, era la
más lujosa de sus memorias, la del festejo de su propio
cumpleaños, el sexto, en un puesto rural próximo a
Durazno, en la Banda Oriental, donde amigos de Roque
habían asado un costillar de ternera" (9).

En la fonda, Manuel Londeiro -personaje de Hacer la
América, de Pedro Orgambide- "pide pan y tocino.
Después, una sopa con carne, porotos y papas. Se promete
ir al almacén de su primo, y firmar una letra, un
documento, lo que sea a cambio del dinero para
los pasajes. Si comes tanto no podrás ahorrar, dice su
primo, si sólo piensas en comer, si El pan de Manuel
Londeiro no llega a la boca. Lo coloca en un pañuelo y lo
anuda. Ya tiene su cena" (10).

Petra, una de las "ingratas" de Guadalupe Henestrosa
empleada como cocinera en una pensión, no soportaba que
criticaran sus comidas: "El minestrón era la principal
fuente de conflictos:
los italianos aseguraban que la española era incapaz de
captar la naturaleza
sutil de la sopa de verduras y que cortaba la zanahoria en
rodajas demasiado gruesas. Petra no iba a soportar esas
críticas. Ante la menor queja retiraba los platos con el
gesto desairado de un artista incomprendido y los inconformes se
quedaban con la cuchara suspendida en el aire y sin caldo donde
sumergirla. La patrona hacía caso omiso de los desplantes
de la cocinera: por su guiso de lentejas hubiera soportado
cualquier humillación" (11).

En casa de María Rosa Lojo, hija de un gallego y
una madrileña, se consumían alimentos que
resultaban extraños para los chicos con los que ella se
relacionaba, los cuales consumían, a su vez, alimentos que
rara vez se veían en casa de estos españoles:
"También los sabores, los gozos de la comida, se
conformaron y se acuñaron fuera de los hábitos de
la cocina argentina moderna. Para mí eran absolutamente
familiares los pulpos y los langostinos, los calamares, los
camarones y mejillones ajenos a los hábitos de las pampas,
y que más bien horrorizaban con sus valvas, sus tintas y
sus viscosos tentáculos a la mayoría de mis
compañeras de escuela. En
cambio, durante la infancia y adolescencia
consideré como elementos exóticos las pastas y la
pizza –‘clásicos’ para un recetario
argentino, definido por su neta hibridez ítalo-criolla-.
Mi familia consintió únicamente en incorporar el
asado. Otros platos locales, compartidos por ambas cocinas,
provenían del más antiguo fondo hispánico
colonial: el puchero (versión vernácula del
‘cocido’), las natillas, el arroz con leche aromado
con canela. Mis padres se resistieron tenazmente al mate,
símbolo supremo de argentinidad que también hubiera
representado para ellos –creo- un supremo renunciamiento"
(12).

En la Argentina, quien quiera comer la auténtica
"Torta para el Apóstol", encontrará la receta en
Viajero Celta (13).

Manuel Corral Vide llamó Morriña a su
restorán, nombre que nos habla sin duda del sentimiento
que aúna a chef y comensales: "A través de
Morriña (palabra entrañable para nosotros) el
nombre de Galicia llega a miles de personas que, sin ser
gallegas, se interiorizaron de las características de
nuestra cocina, lo peculiar de nuestras tradiciones y nuestra
milenaria cultura. En cuanto a los paisanos, me consta que se
enorgullecen de tanta difusión" (14). El publica sus
recetas en Galicia en el mundo; en una de las entregas de "Cocina
gallega", leemos: "En Buenos Aires, siempre que se podía
en casa, nos agasajábamos con una buena paella en la que
difícilmente faltaba el conejo (mi abuela los criaba en
nuestros primeros años en la Argentina)" (15).

Las recetas de los cocineros de los restaurantes
españoles más típicos de Buenos Aires son
desarrolladas por Blanca Cotta, en los quince manuales que
integran el Gran Libro Clarín de la Cocina Española
(16).

En España, un gallego que retornó sin
haber podido "hacer la América" encontró en los
manjares argentinos un medio de vida. Lo cuenta Norma Morandini:
"como la patria es la infancia, el tiempo se evoca con los
sabores que se perdieron. En una pastelería de la calle
Menéndez y Pelayo, cerca de la plaza Cavia, se forma una
fila para comprar. Un pequeño negocio donde se pueden
conseguir medialunas, tarta de acelga, yerba, vinos argentinos y
esa delicia que se arma como exclusividad nuestra, los sandwiches
de miga. (…) lejos de lo que podría pensarse, el negocio
no pertenece a ningún argentino. Su dueño, un
gallego que vivió veinte años en la Argentina, al
regresar encontró la prosperidad que le fue esquiva como
inmigrante. Gracias a los sabores que se trajo del Río de
la Plata, su negocio crece cada día" (17).

"Mi abuela –relata la protagonista de
Músicos y relojeros, de Alicia Steimberg-, conocía
el secreto de la vida eterna. Consistía en un conjunto de
reglas tan simples, que era increíble que nadie más
que ella las conociera y las practicara. A veces nosotros
participábamos del ritual, asegurándonos
así, si no una inmortalidad completa, por lo menos una
buena dosis de inmortalidad. Una de las ceremonias de ese culto
consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente,
chorreando el jugo de la cocción, y rociadas con el jugo
de dos limones grandes. En la forma más perfecta de esta
práctica las acelgas se hervían debajo de un
limonero. Una vez listas, se hacía una incisión en
dos limones que colgaran del árbol sobre la olla, para que
el jugo que cayera sobre las acelgas conservara intactas sus
vitaminas.
Así se evitaba ‘comer cadáveres‘ "
(18).

En "Corrientes esquina gueto", Manuela Fingueret evoca
las comidas de su colectividad: "Cada quien/ con las voces del
mercado/ recién llegado de Varsovia/ pepinos en vinagre/ o
el buzón de la esquina// Una tierra prometida/ untada
sobre pan Goldstein/ entre pastrom caliente/ y el mar rojo
atravesado/ por Corrientes/ o por Serrano/ a la espera de
Moisés/ que no sabe idish/ para descifrar los
mandamientos" (19).

Carlos Szwarcer se refiere a los manjares que se
ofrecían en el Café Izmir, donde los clientes "se
deleitaban con un buen mezé (especie de picadita de
platitos típicos: queso blanco, aceitunas, rabanitos,
pepinos, huevo duro, etc.), que ayudaba a incorporar más
dignamente en el organismo los "vapores etílicos’
diversos. El humo permanente del salón se espesaba cuando
en la pequeña parrilla de la cocina se asaban trozos de
carne, a veces picada para su justa cocción, que
hacían girar lentamente en unos pinches metálicos.
Colocaban un par de esas albóndigas, acompañadas
por un menjunje parecido a una ensalada dentro de un pan
árabe (pita) cortado al medio. El shishe como llamaban a
ese delicioso sandwich, era saboreado con un invariable ritual de
malabares para no mancharse la ropa con el jugo que se escapaba
por los costados del pan" (20).

Szwarcer cuenta que una familia española
había aprendido de los turcos una receta: "Pepe cuenta que
su ‘hermano trabajaba en la pollería de la calle
Gurruchaga, pelaba pollos y mi mamá me mandaba a comprar
allá. Los huevos rotos los vendían más
baratos y yo iba con una ‘lechera’ y le decía
a Gallizy – el dueño del local – ‘Hola, don Juan,
dice mi mamá si me puede dar una docena de huevos
rotos’. Y él me contestaba ‘Sí, claro,
andá, decile al Cholo’. Y yo le decía a mi
hermano, que se iba al fondo, agarraba los huevos sanos, los
golpeaba y los tiraba a la lechera, pero en vez de 12 tiraba como
50 huevos y cuando salía yo le decía ‘Dice mi
hermano que ya está don Juan’. ‘A ver,
qué te voy a cobrar si están todos rotos’ y
no me cobraba nada’. Con el rostro encendido y
nostálgico por el recuerdo de esa artimaña Don Pepe
continúa: ‘Y mi mamá pisaba todo, con
cáscara y los colaba y hacía una masita que le
enseñaron los turcos (sefaradíes), que le llamaban
‘pan esponyado’, pan de España, después
con lo que le quedaba le agregaba un poco de harina y estiraba la
masa con una cuchara y se hacía como un huevo frito y
hacía unas masitas: ‘Mulupitas’ y llevaba la
fuente a la panadería para que se la hornearan. Aprendimos
de los turcos… comíamos a cuturadas’.(3).
Ríe a carcajadas" (21).

En su cuento "Chacarita. Vísperas de
Pésaj", Luis León escribe: "La matzá no
resultó buena y los huevos que consiguió eran
escasos, la vajilla estaba aún contaminada por la harina
de los boios" (22).

Máximo Yagupsky explica "por qué los
judíos comen el guefilte fish, y sobre todo, los
sábados. El sábado es un día de reposo, de
regocijo familiar, de solaz espiritual, con cantos de amor a la
mujer y a la prolongación familiar. Se espera, entonces,
que Dios bendiga el matrimonio con promesas de reproducción. Y el pescado es uno de los
seres vivos que más se reproducen. Comer guefilte fish
significa nuestro deseo de que haya una prolongación de la
especie. ¡Esto es muy hermoso! De modo que cada costumbre
judía tiene su sentido, su simbolismo, y hacer el pescado
picado tiene también su candoroso significado: que se
multiplique la prole, la gente menuda en el hogar"
(23).

Relata Eduardo Bedrossian que, entre los armenios, "El
sarmá en cualquier lugar, con trigo o con arroz, es una
comida exquisita. Pero siempre con hojas de parra, no con hoja de
acelga o repollo como lo hacen algunas. Eso no sirve. No tiene
gusto". Les gusta también "el dolmá, los zapallitos
largos rellenos con carne picada, arroz, tomate y cebolla", el
"pollo con pilav, los fideos tostados con arroz", el
"koftá (carne picada mezclada con trigo y nueces)" y el
"dirán, el yogurt aguado" (24).

En La noche que me quieras, Jorge Torres Zavaleta evoca
la intolerancia criolla ante los diferentes paladares. De "los
gringos y los ingleses" afirma el narrador que eran "unos
animales" porque arrimaban "hacia un costado del plato los restos
del dulce de leche" porque no les gustaba. Eso era vivido por el
hombre como una verdadera "falta de educación"
(25).

La confluencia de inmigrantes de distinta procedencia y
de criollos permite que confraternicen y que conozcan sus cocinas
típicas. En una calle porteña vivió
doña Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida
evocación que escribe poco después de la muerte de
la rumana, comenta que la anciana "De sus vecinos
-españoles, italianos, argentinos del interior-,
había descubierto que el mejor arroz con pollo lo
hacía doña María, la gallega, pero sin
panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como
los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer
verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de
doña Pepa eran mejores que con la picada común"
(26).

Notas

1 Muzi, Carolina: "El siglo que yo vi", en
Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.

2 Gambier, Marina: "La Boca. Un barrio en color", en La
Nación Revista, 4 de agosto de 2002.

3 Barone, Orlando y Shakespeare,
Raúl: La Boca del Riachuelo.

4 S/F: "La estrategia del
caracol", en Página 12, 25 de agosto de 2002.

5 García, Griselda: poema
inédito.

6 Barbiero, Daniel: "La abuela que superó al
Magiclick", en El Barrio Periódico de Noticias, Buenos
Aires, Agosto de 2003.

7 Savoia, Claudio: "El equipaje de los sueños",
en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.

8 Onega, Gladys: op. cit.

9 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona,
Ediciones B, 1998.

10 Orgambide, Pedro: Hacer la América. Buenos
Aires, Bruguera, 1984, pág.20.

11 Henestrosa, María: Las ingratas. Buenos Aires,
Clarín-Alfaguara, 2002.

12 Lojo, María Rosa. "Mínima
autobiografía de una ‘exiliada hija’ ", en
Sitio al margen. Noviembre de 2002.

13 S/F: "Torta para el apóstol", en Viajero
Celta, Año I, N° 9. Buenos Aires, Julio de
1996.

14 Corral Vide, Manuel: "Cocina gallega", en Galicia en
el mundo, Edición
Mercosur. Buenos
Aires, 3-9 de septiembre de 2001.

15 Corral Vide, Manuel: "Cocina gallega", en Galicia en
el mundo, Edición Mercosur. Buenos Aires, 14-20 de febrero
de 2000.

16 Cotta, Blanca. Buenos Aires, Clarín,
2002.

17 Morandini, Norma: "Tierra de exilio", en
Clarín, Buenos Aires, 25 de febrero de 2001.

18 Steimberg, Alicia: Músicos y relojeros. Buenos
Aires, CEAL, 1983 (Capítulo, Vol. 191)

19 Fingueret, Manuela: "Corrientes esquina gueto", en
Esquinas. Catálogos. Buenos Aires, 2001.

20 Szwarcer, Carlos: "El Café Izmir", en Todo es
Historia. Nº 422. Buenos Aires, Setiembre de
2002.

21 Szwarcer, Carlos: "Hechizo Sefaradí", en
SEFARaires, Nº18, Octubre de 2003.

22 León, Luis: op. cit.

23 Diament, Mario: Conversaciones con un judío.
Buenos Aires, Editorial Fraterna, 1986.

24 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos
Aires, Edición del autor, 1998.

25 Torres Zavaleta, Jorge: El día que me quieras.
Buenos Aires, Planeta, 2000.

26 Becker, Miriam: "La última idische mame", en
La Nación Revista, 23 de marzo de 1997.

En el interior

Pero no debe pensarse que todos comían bien en
nuestro país. Los colonos, al principio, se alimentaron no
con lo que acostumbraban en sus países de origen, sino con
lo que había.

Los judíos tuvieron que comer galleta dura mojada
para ablandarla (1).

Los polacos que se dirigieron a la recién fundada
Colonia de Apóstoles "debieron esperar dos años
para poder comer pan, ya que las hormigas y los carpinchos
diezmaban los plantíos de maíz. Se alimentaban
principalmente con mandioca, porotos, batata y aprovechaban la
abundancia de animales silvestres que les proveían de
carne" (2).

En El árbol de la gitana, Alicia Dujovne Ortiz se
refiere a la alimentación de los rusos en el litoral: "La
película de don Carlos Dujovne comenzaba en una pampa
ilimitada donde, sola y perdida, aparecía una casita de
ladrillo con las ventanas cubiertas de enrejado y un horno de
barro a la intemperie. El rulito de humo se levantaba hasta
chocarse con las nubes, pero no era Fata Morgana sino Colonia
Carmel, en Entre Ríos. De pie junto al horno, Carlos y su
hermano Saúl miraban a la madre que pintaba los panes con
una pluma untada en yema de huevo. Los niños esperaban los
quemados. Sara los sacaba del horno y se los tendía
tristemente sin dejar de decir, como si fuera necesario:
‘coman’ ". Era una orden. Al oírla, un hambre
antigua les mordía los jóvenes estómagos, un
hambre que pesaba en la conciencia, un
hambre trascendente" (3).

José Wanza recuerda, en 1891, que en el Hotel de
Inmigrantes de Tucumán, al que arribaron hombres mujeres y
niños después de haber viajado cuarenta y dos horas
desde Buenos Aires, les dieron "pan por toda comida". Al llegar a
la chacra en la que trabajarían, cada uno recibió
"una media libra de carne"; "hacían 58 horas que nadie de
nosotros había probado un bocado caliente". En la chacra,
"la manutención consiste en puchero y maíz, y no
alcanza para apaciguar el hambre de un hombre que trabaja". La
comida es razón suficiente para emplearse: "Hay
tantísima gente aquí en busca de trabajo, que
vegetan en miseria y hambre, que por el puchero no más se
ofrecen a trabajar" (4).

Décadas más tarde, Magdalena, uno de los
personajes chaqueños de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio
de la Memoria, disfruta de la prosperidad. Se interesa por los
platos de diferentes colectividades y, cuando los cocina, es
digna de elogios: "Todas cosas judías, deliciosas, bien
condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes, madre
mía, para chuparse los dedos. Y no solamente judías
porque también hacía unas paellas que te dejaban de
cama. Y no te cuento las mermeladas que preparaba: de rosa
mosqueta, de grosellas, de granadas, de higos. O las ravioladas
con salsa a la bolognesa o la Príncipe di Nápoli,
mamma mía. También hacía unos guisos
carreros que le enseñó tu papá, muy
delicados, porque tenían las dosis exactas de hierbas,
especias exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho
con amor, el morfi con amor es otra cosa" (5).

En Mendoza, los Bianchi se las ingeniaban para
procurarse sustento: "Lo que más motivaba la
admiración de Valentín hacia su mujer era cuando,
durante el crudo invierno, ella se dedicaba a cazar pajaritos con
su viejo rifle de municiones. Colocaba maíz mojado en el
patio, frente a la puerta de la cocina, y mientras preparaba el
almuerzo, las pequeñas avecillas se aglomeraban ansiosas
por comer el alimento que asomaba entre la nieve. Entonces Elsa,
de un solo disparo, hacía una buena cacería.
Enseguida, con la ayuda de sus pequeños Bibi y Nino,
limpiaban las presas obtenidas. Luego doña Teresa se
dedicaba a la preparación de una exquisita polenta con
pajaritos, que era la delicia de toda la familia" (6). Nino
retiraba de los nidos pichones de paloma y gorrión, cazaba
cuises y pescaba: Sobre los cuises o conejos de cerco, escribe,
décadas más tarde: "Mi madre o la tía
‘Neta’, complacientes, solían prepararlos a la
cacerola, que nosotros saboreábamos con deleite por el
sólo hecho de saber que era producto de
nuestras sacrificadas cacerías". Los puesteros convidaban
al niño con carne de quirquincho y preparaban "empanadas
de carne de león", a las que atribuían propiedades
curativas (7).

Vittorio Petrei, se refiere a la alimentación de
los inmigrantes en Jesús María, en una carta enviada en
1878: "Nosotros estamos seguros de ganar
dinero y no hay que tener miedo a dejar la polenta que
aquí se come buena carne, buen pan y buenas palomas. Los
señorones de allá decían que en
América se encuentran bestias feroces: las bestias
están en Italia y son esos señores" (8).

Miguel Sánchez Romera, chef y neurólogo
"nacido en la Córdoba argentina de padres inmigrantes
españoles, y residente en Barcelona" (9), evocó en
un reportaje las recetas de su madre murciana (10).

"Entre fines del siglo XIX y primeras décadas del
siglo XX, la pampa se convertiría en ‘pampa
gringa’, y la influencia de la cocina italiana
prevalecerá en todo el área: pastas, ensaladas
crudas, aceite, vegetales y fruta. Las pastas favoritas en
pueblos y colonias serán los ravioles, tallarines,
ñoquis, polenta, lasagna, capellettis, agnolottis
–platos de los domingos y días festivos-, todas
matizadas con enormes trozos de carne estofada. El relleno de los
ravioles incluía, además de la espinaca,, seso,
pollo y salchicha. De la tradición hispano-criolla se
mantiene el puchero, un trozo de carne vacuna hervida con el
agregado de zapallo, choclo, papas, etc. Las proteínas,
vitaminas e hidratos de carbonos así como las grasas se
combinan en este plato apto para las tareas pesadas"
(11).

La familia del ucranio David Rotstein se
estableció en La Pampa. Sus descendientes recuerdan que
"David contaba historias de ‘banquetes’ en que se
compartía un pan frotado con ajo o los gajos de una
naranja" (12).

Escribe Girolamo Bonesso, en Colonia Esperanza, en 1888:
"Aquí, del más rico al más pobre, todos
viven de carne, pan y minestra todos los días, y los
días de fiesta todos beben alegremente y hasta el
más pobre tiene cincuenta liras en el bolsillo. Nadie se
descubre delante de los ricos y se puede hablar con cualquiera.
Son muy afables y repetuosos, y tienen mejor corazón
que ciertos canallas de Italia. A mi parecer, es bueno emigrar"
(13).

En Rosario, Luis Fehér, inmigrante húngaro
judío, asiste incómodo al refrigerio de su familia
política:
"Era muy común que los Temesvari se juntasen los domingos
para ir al cine, y que a
Luis se lo incluyera en el programa como uno
más de ellos. Protegidos por la oscuridad de la sala, la
madre de Betty sacaba a relucir sandwiches del más oloroso
bursh judío, cargados de pimientos y tomates, los que
acompañaba con una limonada casera llevada en sendos
termos, y que repartía equitativamente entre todos. Luis,
con costumbres más refinadas y menos expansivas, se
sentía un poco avergonzado y trataba de evitar estos
eventos"
(14).

Gladys Onega, santafesina hija de un gallego y una
criolla, cuenta: "Mi madre no sabía nada de la cocina
gallega pero, ante nuestra insistencia, había aprendido a
hacer fillohas, delgadísimos discos de harina y huevo
cocinados en la sartén con una cucharadita de manteca, que
comíamos espolvoreados con azúcar" (15).

En las colonias alemanas del Volga, "otro aspecto que
resistió airosamente el paso del tiempo, pero en este caso
sólo en el ámbito rural, fue el de las comidas
tradicionales. Por fuerza, al ser las mujeres sus custodias
principales, no se ha conservado mayormente la tradición
culinaria en las grandes ciudades y todo parece indicar que, en
el campo, se asiste a sus últimas manifestaciones. Lo
complejo de su preparación y las características de
los ingredientes van transformando esas comidas en excepcionales"
(16).

En la provincia de Buenos Aires, también se
encontraban excelentes cocineras. Una de ellas sumaba a su
habilidad culinaria, los dotes para la caza. Nos referimos a otra
anciana centenaria, Margarita Marc de Soto, hija de franceses
afincados en Alberdi, acerca de quien escribe Carolina Muzi: "La
cocina fue una constante en su vida y las perdices en escabeche,
una de las especialidades más celebradas por familiares y
amigos. Pero Margarita no sólo las cocinaba:
también las cazaba" (17).

Hugo Nario describe, en un estudio sobre los
picapedreros de Tandil, una de las comidas de los inmigrantes:
"Algunos de los pobladores más antiguos que
entrevisté, recordaban que la hora del desayuno
(generalmente mate cocido con leche, galleta y queso) era
anunciada por un empleado de la cantera que recorría sus
inmediaciones tocando un largo cuerno. Al toque de cuerno los
chicos dejaban sus juegos y se
congregaban tras quien lo portaba, en una extraña
procesión que se repitió diariamente mientras se
mantuvo aquella relación de dependencia" (18).

En Bahía Blanca se conservan algunas tradiciones
españolas. En La pradera de los asfódelos, de
Rubén Benítez, dice uno de los personajes:
"Doña Lorenza la convidaba con rosquillas fritas. Unas
rosquillas iguales a las que hacía mi madre en mi pueblo,
en España. Doña Lorenza era de Villar del Ciervo,
un pueblito vecino al nuestro. ¡Qué hermosas
rosquillas! ¡Riquísimas!" (19).

Aún hoy perviven las recetas de la abuela. En su
restorán marplatense, los hermanos Morales hacen la
empanada gallega tal como la hacía Manuela Eiras en
Padrón, según la receta que trajeron de La
Coruña hace cuarenta y tres años (20). En Las
recetas de nuestras abuelas (21), Luján Casaubon e Isabel
Chiodo de Perren, "Dos fanáticas de la buena mesa rescatan
recetas de los cuadernos de sus abuelas. Se trata de exquisitas
preparaciones, de origen francés, italiano, español
o argentino, que se saboreaban en nuestro país desde fines
del 1800, y que se disfrutan todavía hoy" (22).

En Villa Elisa vive la portuguesa Zulmira Rosa Alves:
"Uno de los primeros cambios fue justamente en la dieta ya que
pasó de ser a base de pescados y frutos de mar a ser ahora
compuesta en su mayoría por frutas y hortalizas. La carne
era de muy mala calidad por lo
que la mayoría de las familias criaba animales de granja
para sacrificarlos y comer. Zulmira no recuerda mucho los postres
que comía en los primeros tiempos. Quizás el olvido
se deba a que en los tiempos difíciles elaborar un postre
era algo que no se hacía habitualmente en una familia de
inmigrantes de clase media baja. ‘lo que si recuerdo es
estar ayudando a mi madre a hacer las areias que son unos
bocaditos dulces para la merienda’. (…) si bien no es un
postre tradicional es una masita dulce que se come por las tardes
con el mate o con el te. Hablando del mate Zulmira nos
contó que al principio le parecía una costumbre muy
extraña y no le gustaba, pero sin embargo nos dijo que el
mate cocido sí le gustó. (…) ‘El trabajo me
quitaba mucho tiempo para atender a mis hijos pero siempre
encontraba tiempo para cocinar cosas ricas para ellos. A
través de las comidas les relataba historias de mi pueblo
para que conozcan mi pasado. Muchas veces no me escuchaban pero
si lo hacían cuando les hacía sus comidas
preferidas’. En ese entonces ya eran comunes las heladeras
y la calidad de la carne había mejorado notablemente. Al
ya no tener quinta los productos frescos como las frutas,
verduras y huevos se compraban en el mercado y la leche y quesos
eran traídos por el lechero todas las mañanas"
(23).

En la Patagonia
–destacan Alvarez y Pinotti- "El intercambio con los
primeros europeos ha quedado registrado abundantemente, sobre
todo en San Julián, en épocas tempranas, así
como en Carmen de Patagones, Río Gallegos y Punta Arenas.
Desde 1860 se difunde el consumo de yerba, azúcar,
farináceos, tabaco, bebidas
alcohólicas –con consecuencias catastróficas
para el futuro de los diversos grupos-. En nuestros días
se continúa denominando ‘vicios’ a los insumos
traídos por los blancos" (24).

A Bariloche llegaron, provenientes del Cantón de
Valais, en Suiza, los hermanos Félix, Camilo y
María Goye, después de vivir diez años en
Chile, donde conocieron una comida araucana: "Allí
conocieron el curanto y allí aprendieron a hacerlo. (…)
Jorge Rubén Nielsen, al que todos llaman ‘el
gringo’, es hijo de una Goye. Es uno de los encargados de
preparar el curanto con todos los detalles que hacen de esta
forma de cocinar una ceremonia" (25).

"El curanto –explican Alvarez y Pinotti-es una
forma tradicional de preparación de la carne entre los
araucanos chilenos, y que del lado argentino se repite
especialmente durante las ceremonias. El curanto es tanto el
sistema de
cocción como la comida; no es exclusivo de los mapuches,
ya que desde México al
sur, muchos pueblos utilizaron el mismo sistema. Un curanto se
realiza cuando son muchas las personas que van a comer"
(26).

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