ORIGEN,
FUNDACIÓN Y PERSPECTIVAS DE LOS TRIBUNALES
AGRARIOS
La nueva jurisdicción agraria -nueva
todavía: al frente hay un largo camino- ha cumplido una
década. Hablo de doble cumplimiento: por una parte, el de
estos diez años de fundación, desarrollo
y consolidación, a partir de 1992; por la otra, el que
proviene de haber cumplido -o hallarse en el
proceso de hacerlo- la expectativa de los campesinos y, en
consecuencia, el compromiso institucional que estuvo en su
origen. Es verdad que hubo tropiezos y errores, como en toda
labor humana, y que resta mucho por hacer -utilizaré,
también aquí, esa expresión manida-, pero
también lo es que los tribunales agrarios han avanzado con
rapidez y fortaleza, sin alterar el buen designio ni contravenir
la idea social del derecho
agrario mexicano.
En suma, podemos celebrar el doble
cumplimiento.
Estamos en el 2002,
alba del siglo emergente. Hace diez años, los que
tiene de vida esa jurisdicción, se produjo una profunda
reforma en el sistema
constitucional agrario. No pretendo examinar aciertos y fallas de
esa reforma, practicada con
velocidad excesiva y sin suficiente consulta. Los
objetivos eran remediar la postración del campo,
conducir inversiones
frescas a este sector de la economía,
reconocer el imperativo de los nuevos tiempos.
En tal virtud, se optó por virar el rumbo
constitucional e incorporar en el régimen agrario
novedades que algunos saludaron con optimismo y otros deploraron
con amargura. Hubo motivos y razones para ambas cosas. Con todo,
en el marco de estas enmiendas constitucionales apareció
la
justicia agraria: justicia
social, es verdad, pero también justicia de tribunales.
Esta se presentaba por primera vez desde el triunfo de la
Revolución
mexicana, que germinó en instituciones.
Aquella fue, primordialmente, un inmenso alzamiento
agrario: exigencia de tierras para los peones desheredados,
sucesores de otros desheredados, los primitivos pobladores de
Mesoamérica. No han faltado los motivos -los pretextos,
digamos- para que algunos se hagan de las tierras de otros: pudo
ser la colonización evangelizadora y puede ser la
modernización económica.
Un día de 1992, poco después de que
adquiriera vigencia la reforma constitucional y aparecieran sus
ordenamientos reglamentarios – la Ley
Agraria y la Ley
Orgánica de los Tribunales Agrarios- me encontré
con una inquietante encomienda en la mano: tenía
nombramiento de magistrado del Tribunal Superior Agrario,
2 y los señores integrantes de ese Tribunal, mis
apreciados colegas,
3 me habían electo presidente de
éste.
Sin embargo, el Tribunal Superior Agrario aún no
existía en la práctica, aunque ya viviera en las
leyes.
Era, pues, una jurisdicción latente, más bien que
una jurisdicción actual. No había presupuesto,
ni sede, ni auxiliares judiciales, ni nada de lo que caracteriza,
formal y materialmente, a una jurisdicción. Por supuesto,
el "sistema de los
tribunales agrarios" -Tribunal Superior en la capital
de la
República y tribunales unitarios en las entidades
federativas – tampoco contaba, ni lejanamente, con los
magistrados unitarios que presidieran los hipotéticos
tribunales de primera instancia -que es, para muchos litigios,
única instancia- en las poblaciones de lo que
acostumbramos llamar el "interior" de la
República.
En fin de cuentas,
todo estaba por hacerse, a partir de nada. Ese era el problema,
pero también ahí radicaba la solución del
sistema de justicia agraria: los tribunales se
construirían desde el principio, con previsión y
reflexión, planes y programas,
tantos como los permitiera el apremio que nos asediaba. En una
concurrida asamblea campesina en Oaxtepec, Morelos, a la que los
magistrados asistimos para "presentar" ante los hombres del campo
la jurisdicción naciente, algunos participantes quisieron
saber el domicilio del Tribunal Superior, donde seguramente se
hallarían las oficinas receptoras de sus demandas. Pero no
había domicilio, todavía. No pude dar otra cosa que
esperanzas -con énfasis- y un número
telefónico para que los futuros justiciables establecieran
contacto con nosotros.
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